Alboreaba cuando Jonas, a tientas y descalzo, recorrió el crujiente suelo de madera hasta su ropa, depositada en una silla. Curioseó por la ventana. Apenas se distinguían los contornos de los contenedores de basura emplazados en la otra acera. La calle parecía la de un domingo corriente por la mañana, cuando los últimos trasnochadores habían regresado a casa y todo el mundo dormía. A él siempre le había gustado esa hora del día. Cuando la oscuridad cedía, todo cobraba mayor ligereza. Le parecía acertado enviar a los delincuentes a la silla eléctrica o a la cámara de gas un minuto después de medianoche, pues no había hora más desesperanzada que la mitad de la noche.
Desayunó, después empaquetó la cámara. Cuando salió el sol, dijo en voz alta:
– ¡Adiós! ¡Que pase un buen día!
Además de cerrar la puerta con llave, la cubrió por completo con cinta adhesiva de forma que fuera imposible entrar sin dejar huellas.
En la autopista reflexionó sobre el último vídeo.
¿Cómo se explicaba que el durmiente extrajese sin esfuerzo el cuchillo de la pared cuando Jonas había fracasado varias veces en el intento? Seguro, la cinta comenzaba cuando el durmiente ya no yacía en la cama, antes podía haber manipulado el muro y el cuchillo. Pero ¿cómo? La pared permanecía intacta.
Cuando la autopista tenía tres carriles, Jonas conducía por el central; cuando había dos, por el de la derecha. De vez en cuando, tocaba el claxon. Su tono poderoso, trompeteante, le infundía seguridad. Había encendido el radioteléfono. Se oía un ligero zumbido. También en la radio.
En Linz intentó buscar el restaurante en el que había comido durante la tormenta, pero no recordaba la dirección. Durante un rato recorrió el distrito en el que suponía que se ubicaba, pero no halló ni siquiera la farmacia en la que se había aprovisionado de remedios contra el resfriado. Con un gesto despectivo regresó a la calle principal. Lo importante era encontrar el camino de vuelta al concesionario de coches.
El Toyota estaba delante de la sala de exposición, tal como él lo había dejado. A pesar de que parecía que llevaba bastante tiempo sin llover, el coche estaba limpio. Era evidente que el aire estaba menos sucio que antes.
– Hola, chico -dijo, tamborileando sobre el techo.
Antes el coche no despertaba en él ningún tipo de sentimientos. Pero ahora era suyo, era su coche, el de los viejos tiempos. El Spider jamás lo sería. Por esa misma razón Jonas no se procuraba nueva ropa, ni siquiera camisas o zapatos, porque no consideraba nada de eso como su propiedad. Ahora le pertenecía lo que le había pertenecido antes del 4 de julio. No se enriquecería más.
Sacó del camión el todoterreno y el Spider. El Toyota arrancó en el acto. Lo condujo hasta la superficie de carga. A pesar de que el Spider era más pequeño, aún quedó sitio para el todoterreno.
En Laakirchen, abandonó la autopista. El trayecto a Attnang-Puchheim estaba bien señalizado. Le resultó mucho más difícil reconstruir el camino hasta la casa donde se había refugiado. No había contado con regresar, por lo que no había concedido el menor valor a su sentido de la orientación. Al final recordó que había hallado la casa de las pocas ventanas en las proximidades de la estación de ferrocarril.
Eso limitó la búsqueda. Cinco minutos más tarde descubrió la DS al borde de la calle.
Pisó el pedal: el motor se encendió. Jonas lo dejó petardear un rato, después condujo la motocicleta hasta la caja del camión y la ató al gancho lateral. Calculó los días. Era increíble, pero la cuenta estaba bien hecha. Su visita allí se remontaba a ocho días atrás. A él se le antojaban meses.
Ignoraba si al abandonar la casa había apagado todas las luces; en cualquier caso tuvo que volver a encenderlas. Se encaminó al dormitorio con el haz de ropa debajo del brazo. Al ver su propia imagen acercándose a él en el espejo del armario, bajó la mirada. Devolvió a su sitio camisa y pantalón. -Gracias.
Abandonó la habitación sin volverse. Con la espalda rígida se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta de la calle. Quería caminar más deprisa, pero algo lo frenaba. No prestó la menor atención a los extraños cuadros del pasillo. Colgó la llave del coche en el gancho.
En ese instante fue consciente de que había un cuadro más que la última vez.
Cerró la puerta por fuera. Recorrió el estrecho sendero hasta la calle como si fuera una marioneta. Por nada del mundo hubiera vuelto a entrar en la casa.
No se equivocaba. Uno de los cuadros no estaba colgado allí una semana antes. No sabía cuál. Eran siete. Y ahora se habían convertido en ocho.
No, tenía que haberse confundido al contar. No había otra posibilidad. Estaba cansado, empapado y nervioso. Sus recuerdos le traicionaban.
De camino a Salzburgo le entró hambre. Desenvolvió los dulces que estaban detrás de él, en la cabina, y los acompañó con limonada. El tiempo empeoró. Poco antes de la salida de Mondsee se desató una terrible tormenta. Los recuerdos de su estancia allí no eran agradables e intentó proseguir viaje, pero en el último momento frenó y condujo el vehículo por el carril derecho. Los potentes limpiaparabrisas pasaban zumbando por el cristal, hacía calor, tenía comida y bebida. Casi se sentía seguro. A su lado reposaba su fusil. No podía sucederle nada.
Cuando pasaba el control de altura de la zona de baño, se oyó un estruendo. El listón voló a un lado, pero él no sintió golpe alguno.
En el aparcamiento los senderos eran estrechos y estaban separados entre sí por bandas de hierba. Sin preocuparse porque segaba hileras de árboles jóvenes, tomó el camino directo hacia el césped. Con un sentimiento maligno embistió al coche húngaro que seguía, como siempre, en su sitio. Apretó el acelerador a fondo. Una barrera metálica voló por el aire. Jonas soltó una risita. La hierba estaba resbaladiza. Frenó para no hundir el camión en el lago.
Inspeccionó la pradera sin apearse, incluso sin detenerse. Se mantuvo lejos de la orilla. La lluvia crepitaba con tal violencia contra el techo de la cabina que no habría necesitado que su voz interior le recomendase no poner los pies en el césped.
Ni rastro de su tienda. Dio la vuelta, se dirigió hasta las casetas de playa. Después condujo el camión al aparcamiento, sembrado de ramas y restos de vehículos. Bajó la ventanilla y sacó el brazo. Señalando con el índice a un paseante invisible, vociferó al pasar unas frases incoherentes cuyo contenido ni siquiera él mismo comprendió.
No le costó encontrar de nuevo el Marriott en Salzburgo, entre otras razones porque la lluvia había cesado. Descendió delante del hotel, asustado y regocijado al mismo tiempo.
Ya no se oía la música.
Era obvio que el CD con sinfonías de Mozart que debía atraer a la gente había sido desconectado. O se había desconectado solo. O se había producido un cortocircuito.
¿Había estado alguien allí? ¿Había alguien todavía?
Pronto lo averiguaría.
Muy pronto.
Entró en el vestíbulo con el fusil listo para disparar. Tanto la nota en la puerta como la de la recepción habían desaparecido. En cambio en mitad del pasillo había una cámara. Con el objetivo dirigido hacia la puerta de entrada.
– ¿Quién es? -gritó.
Disparó contra la pantalla de una lámpara y el cristal explotó. El eco resonó durante unos segundos. Corrió a la calle sin saber por qué. Escudriñó a su alrededor. No se veía ni un alma. Respiró hondo.
Metro a metro, poniéndose a cubierto detrás de muros y columnas, se atrevió a entrar en el hotel sin dejar de tragar saliva.
Llegó hasta la cámara. El pasillo de detrás, que conducía al restaurante, no estaba iluminado. Jonas aprestó el fusil para disparar a la oscuridad. Intentó cargar, pero algo se atascó. Arrojó lejos el fusil. Recordó el cuchillo desaparecido.
– ¿Qué pasa, eh? ¿Qué pasa? ¡Atrévete de una vez!
Gritaba a la oscuridad, pero a su alrededor todo permanecía en silencio.
– ¡Espera! ¡Vuelvo en seguida!
Agarró la cámara y salió corriendo. La tiró a la cabina junto con el trípode, cerró la puerta con llave y se puso en marcha.
En la siguiente área de descanso se detuvo. Había un televisor. Examinó la cámara. Era el modelo que él usaba.
Sacó del coche el cable de conexión. Después de haber conectado entre sí la cámara y el televisor, alargó la mano hacia el estante de las bebidas. El dolor de muelas le asediaba de nuevo.
Puso en marcha la cinta.
Un hombre en un andén, con el uniforme azul de los Ferrocarriles Federales Austríacos y un silbato en la boca, sacudía arriba y abajo el disco de señales como si comunicara algo al conductor de una locomotora.
Era de noche. En la vía había un tren. El uniformado emitía pitidos estridentes con su silbato mientras con las manos hacía movimientos imposibles de interpretar. Como si el tren se pusiera en movimiento, el hombre corrió unos pasos y saltó a él, pareciendo que se esforzaba por conservar el equilibrio. Desapareció en el vagón. La escenificación fue tan perfecta que por un momento Jonas creyó ver la salida del tren.
Sintió vértigo y observó con atención: el tren estaba parado.
En un letrero azul, al fondo, Jonas leyó la inscripción HALLEIN.
El uniformado no volvía. La cinta finalizaba pocos minutos después, sin que se hubieran oído pasos.
Jonas sacó la casete, guardó en el coche cámara y cable y se comportó como si no hubiera visto nada desacostumbrado. Silbando una canción, las manos en los bolsillos, recorrió despacio el aparcamiento en dirección a la gasolinera y regresó, mirando con disimulo a su alrededor. Nadie parecía observarle. Nadie parecía estar cerca de él. Sólo tenía la compañía del viento.
Sin fusil se sentía indefenso. En Hallein, cuando pasó delante del edificio de la estación y accedió al andén por una entrada lateral, fingió que le dolía la pierna. Cojeando, se agarraba una y otra vez la rodilla.
– ¡Ay, qué daño! ¡Caray! ¡Cómo duele!
Allí no había nada. Y menos espectacular. Salvo un tren que según indicación tenía que viajar a Bischofshofen. Jonas subió. Entre toses y gritos, registró vagón tras vagón, compartimento a compartimento. Olía a tabaco frío y a humedad.
Al final del tren saltó de nuevo al andén. Se sentía tan confundido que se olvidó de cojear.
La puerta automática que comunicaba con la sala de espera rechinó al abrirse hacia el lateral. Retrocedió, asustado. Clavó la vista en la sala, paralizado. La puerta se cerró. Dio un paso hacia delante, la puerta se volvió a abrir.
Once abrigos de invierno se bamboleaban del techo de la sala atados a cuerdas. Parecían ahorcados. Sólo faltaban los cuerpos.
El duodécimo yacía en el suelo. La cuerda estaba rota.
Se apresuró hacia el camión con las piernas entumecidas. Jadeaba, resollaba y sentía una punzada en el pecho, que aumentaba de segundo en segundo. De vez en cuando oía sus propios gritos. Su voz sonaba ronca y extraña.
Llegó a Kapfenberg a última hora de la tarde. Disponía de tiempo suficiente, de manera que se tomó un café en la terraza de una confitería de la plaza mayor. Se estiró, dio un paseíto, escudriñó a su alrededor cual turista que explora su lugar de vacaciones. Había pasado por allí algunas veces en tren, pero no había regresado desde su infancia.
Buscó una armería. Después de deambular en vano durante media hora, se metió en una cabina telefónica y consultó la guía. Encontró una armería que le pillaba de camino. Regresó al camión.
La tienda sólo vendía artículos de caza. No vio fusiles. Ni siquiera los calibres pequeños, corrientes, se veían en los expositores. En cambio no pudo quejarse de la selección de escopetas de caza. Cogió una Steyr 96, sobre cuyo cómodo manejo creía haber leído algo en alguna parte, con la correspondiente munición. Abandonó la tienda a paso ligero. Debía llegar a todo trance antes de la puesta de sol.
A partir de Krieglach viajó siguiendo el mapa. Llevaba veinte años sin estar allí, además nunca había conducido en persona el coche por lo que había prestado poca atención al trayecto.
Dejó el pueblo atrás. El camino comenzó a serpentear y a empinarse. Cuando Jonas comenzaba a temer que el camión fuera demasiado ancho para esa carretera cada vez más estrecha, desembocó en un cruce. La carretera por la que tenía que continuar era mejor.
Le costaría media hora, calculó, tener la finca a la vista. Sin embargo tardó cuarenta minutos en reconocer una curva concreta. Le dio la impresión de que tras la próxima curva habría llegado a su destino. Esta vez no se equivocaba. Un letrero de madera al borde de la carretera, rodeado de hierba alta, le daba la bienvenida a Kanzelstein. No conocía el letrero, pero sí, y muy bien, el panorama que se abrió ante sus ojos tras una pronunciada curva. A la izquierda el mesón del matrimonio Löhneberger, que los domingos atraía a clientes de las localidades vecinas, y a la derecha la casa de vacaciones. La banda de asfalto terminaba entre ambos edificios. Con ella limitaba un camino estrecho, polvoriento, que se perdía en el bosque. Desde allí ya sólo cabía regresar. En coche, por supuesto. En su infancia se había asombrado de que hubiera una localidad que se componía únicamente de dos casas, una de las cuales sólo se habitaba en determinadas épocas del año, concretamente en navidad, fin de año, Pascua y verano.
Ignoraba por qué, pero al divisar las dos casas solitarias le asaltó una vaga sensación de temor. Como si en ese sitio algo fuera mal. Como si le hubiera estado esperando a él y se hubiera escondido poco antes de su llegada.
Eso era un disparate.
Se le taponaron los oídos. Cerrando los agujeros de su nariz, espiró con la boca cerrada para compensar la presión. Estaba a 900 metros de altitud sobre el nivel del mar.
La altura más sana de todas, no olvidaba nunca mencionar su madre al llegar, y el rostro del padre adoptaba una expresión de impaciencia.
Tocó el claxon. Después de haberse convencido de que el brillo en una ventana del mesón se debía al reflejo del sol, saltó fuera de la cabina. Respiró hondo. Olía a bosque y a hierba. Un aroma agradable, aunque más débil de lo que se había imaginado.
En el aparcamiento de la casa de vacaciones había un Volkswagen Escarabajo pintado de colores, al lado una motocicleta. Jonas examinó las matrículas. Los turistas procedían de Sajonia. Atisbo el interior del vehículo sin descubrir nada interesante.
Con la escopeta de caza en el brazo bajó trotando por el sendero hacia la puerta de madera del jardín de la casa de vacaciones. Su corazón latió más deprisa. A cada paso pensaba que ya había caminado muchas veces por allí, pero siendo alguien completamente distinto, con otra vida. Veinte años antes. Todo lo había visto ya de pequeño: los prados cercanos, el bosque que sobresalía oscuro por detrás de la casa… La casa hacia la que iba, la conocía bien… ¿lo recordaría ella también a él? Detrás de esas ventanas había comido, dormido, visto la televisión. Eso formaba parte del pasado, pero para él aún mantenía su vigencia.
La puerta de la casa estaba abierta. Lo contrario le habría asombrado. La gente de esa zona jamás cerraba con llave sus puertas porque no querían que los considerasen desconfiados. Sus padres también se habían atenido a esa norma, aunque de niño le había deparado alguna que otra noche inquieta.
En la planta baja había dos habitaciones, el trastero y la sala de pimpón. Echó un vistazo al interior. La mesa aún seguía allí. Jonas reconoció incluso la vista desde la ventana.
Por una escalera retorcida y quebradiza se subía al primer piso, donde se topó con cinco puertas. Tres conducían a dormitorios, la cuarta a la cocina americana, la quinta al aseo. Entró en el primer dormitorio. La cama estaba revuelta. Sobre la mesa, una maleta sin deshacer que contenía ropa, útiles de limpieza, libros. Olía a cerrado. Jonas abrió la ventana. Vio la carretera por la que había llegado.
En el segundo dormitorio, desde el que se divisaba la casa de los Löhneberger, la cama estaba hecha e intacta. Sobre una mesilla de noche desvencijada un despertador hacía tictac. Jonas lo cogió, asustado. Pero era un modelo que funcionaba a pilas.
Volvió a escudriñar la habitación: la ropa de cama de cuadros rojos y blancos, el artesonado barroco, el crucifijo en un rincón… Él nunca había dormido allí. Casi siempre ocupaban ese cuarto el tío Reinhard y la tía Lena.
El tercer dormitorio era el más grande. Las persianas del balcón estaban bajadas. Cuando las subió, oyó un traqueteo familiar. Contempló el decorado. Recordaba a una sala de hospital. Había seis camas individuales colocadas de tres en tres, unas enfrente de otras. En las pieceras estaba sujeta una reja como las de colgar historias clínicas. Golpeó el metal con las uñas. En esa habitación había vivido a veces con sus padres.
Colocó las manos sobre la balaustrada del balcón. Bajo sus dedos la madera estaba caliente. En algunos lugares aún se veían adheridos excrementos solidificados de pájaro que la lluvia no había logrado arrastrar.
Debajo de él comenzaba el bosque. En lontananza se vislumbraban montañas y colinas, bosques y pastos alpinos. Recordaba bien esa vista. Allí se sentaba su padre en la tumbona con su crucigrama, y allí se escondía Jonas de su madre cuando pretendía enseñarle algo en el jardín. Ellos se apoyaban al principio, pero cuando la voz de ella se tornaba más estridente, su padre lo mandaba abajo.
Contempló el jardín desde la cocina americana. Los groselleros continuaban allí. El emparrado con los bancos y la tosca mesa de madera en la que jugaban al tresillo, la verja, los árboles frutales, la conejera abierta, todo estaba igual. La hierba necesitaba una siega y la verja, una reparación. Salvo eso, el jardín se encontraba en un estado aceptable.
Viéndolo, un recuerdo acudió a su memoria: hacía unos años había soñado con ese jardín. Allí entre los manzanos vio bailar a un tejón que caminaba erguido, de más de dos metros de altura. El animal, cuyo rostro recordaba al del abuelo Petz del programa infantil, saltaba por el jardín con extraños movimientos rítmicos. Era más un arriba y abajo que un bamboleo. Al cabo de un rato el propio Jonas bailaba con él. El tremendo animal le daba miedo, pues era el doble de corpulento que él, pero no demostraba hostilidad. Habían bailado juntos y Jonas se había sentido a gusto.
Trasladó el equipaje a la habitación de la cama usada. Quitó los cobertores y la sábana. Del dormitorio grande trajo ropa de cama limpia. Cuando terminó, encendió la luz. Sus movimientos denotaban cierta inquietud.
Después de haberse cerciorado de que todo lo importante estaba en la casa de vacaciones, anotó el kilometraje del camión y cerró con llave. Pasando junto a la antigua bolera, caminó hasta la entrada del mesón. En el aparcamiento se veía un Fiat desvencijado. Debía de pertenecer a los Löhneberger.
Al cerrar la puerta, la campanilla tintineó por segunda vez. Reconoció el sonido, la campanilla ya estaba allí por entonces. Esperó. Nada se movió.
Entró al restaurante por otra entrada. No se detuvo en reminiscencias, a pesar de que lo asaltaron numerosas imágenes. Calentó un paquete de guisantes que encontró en el congelador. Para darles un poco de sabor añadió vino y cubitos de sopa.
¿Debía subir la escalera que desembocaba en las habitaciones privadas de los Löhneberger? Nunca había estado arriba. Una ojeada por la ventana le recordó que el sol ya estaba bajo. Metió dos botellas de cerveza en una bolsa de plástico.
Todo parecía tranquilo.
Recorrió despacio el jardín. Con la mano agarraba tallos altos. Recolectó grosellas: eran insípidas y las escupió. Rodeó la casa y se topó con la puerta de la leñera. Ya no la recordaba.
Estaba en medio de la estancia en la que el sol sólo podía penetrar por un ventanuco situado encima del montón de leña, un ancho tocón servía para partir astillas con el hacha. También allí solía esconderse de su madre, obsesionada por el jardín. Con la navaja había tallado hombrecillos en trozos de madera, que a veces le salían bien. Al final de las vacaciones había dejado una bonita colección. A pesar de todo no le gustaba permanecer en aquel sótano oscuro. Pero mientras oía a alguien llamando sin parar, prefería la compañía de arañas y escarabajos a la de su airada madre.
Inspeccionó el rincón de detrás de la puerta. Apartó la vista y lo miró de nuevo. Había herramientas: una laya, una azada, una escoba, un bastón.
Lo examinó con más atención. Cogió el bastón, adornado con tallas.
Para observarlo mejor, Jonas lo sacó fuera. Reconoció los adornos. No había duda: era el bastón que el viejo le había regalado.
Se dirigió a la casa. Por suerte encontró la llave en un pequeño buzón al lado de la puerta. Cerró con llave. Tras una breve reflexión se guardó la llave. En la cocina americana abrió una botella de cerveza, después se sentó y contempló el bastón.
Veinte años.
Ese bastón era algo distinto al banco en el que estaba sentado o a la cama en la que se acostaría más tarde, o a la caja de madera colocada enfrente. Ese bastón había sido suyo veinte años antes, y en cierto modo nunca había dejado de pertenecerle. Había estado en un sucio rincón, nadie se había ocupado de él, en veinte ocasiones había habido personas celebrando cerca el último día del año y lanzado cohetes, y el bastón había permanecido apoyado en la leñera sin preocuparse de las navidades, ni de los fines de año, ni de los visitantes que cantaban. Ahora Jonas había vuelto y el bastón le pertenecía.
Desde que había visto el bastón por última vez las cosas habían cambiado mucho. Él había concluido el colegio, había hecho la mili, había conocido mujeres, su madre había muerto. Se había hecho adulto y había comenzado una vida propia. El Jonas que había tocado por última vez ese bastón había sido un niño. Alguien completamente distinto. Pero no. Porque cuando escuchaba a su interior, el Yo que encontraba no era distinto de aquel que recordaba. Cuando con ese bastón en la mano había pronunciado la palabra yo hacía veinte años, se había referido a la misma persona que hoy. Era él. Jonas. No se libraba. Lo sería siempre. Sucediera lo que sucediese. Nunca sería otro. Ni un Martin. Ni un Peter. Ni un Richard. Sólo Jonas.
No soportaba contemplar la noche mientras trabajaba. Bajó todas las persianas de la cocina. Conectó la cámara al televisor y puso la cinta de la noche anterior.
Se vio pasando delante de la cámara y metiéndose en la cama.
Al cabo de una hora el durmiente se revolvió por primera vez.
Al cabo de dos se puso de lado.
Durmió en esa postura hasta que terminó la cinta.
No había sucedido nada, nada en absoluto. Apagó. Medianoche. Tenía sed. Hacía mucho que había vaciado la segunda botella de cerveza. Su paquete de merienda de la gasolinera ya sólo contenía pan integral, dulces y limonada. Pero le apetecía una cerveza.
Salió al pasillo golpeando las paredes con los nudillos. Apagó la luz y miró por la ventana. Fuera la oscuridad era impenetrable. Las nubes ocultaban las estrellas. La luna tampoco alumbraba. Más que ver, intuía el camino que por delante, a la derecha, conducía hasta el mesón, pasando por delante de la pista de bolos.
Una noche su tío Reinhard le había propuesto una apuesta. Jonas tenía que ir a por limonada al mesón. Tenía que subir al mesón solo, sin linterna, envuelto en la oscuridad, y comprar una botella a los Löhneberger, que todavía despachaban a clientes tardíos. El billete que sacó del bolsillo hizo abrir los ojos de asombro a Jonas y lanzar un leve suspiro a sus padres.
Eso no era nada del otro mundo, declararon éstos animadamente. Arriba, delante del mesón, estaba el farol encendido. Oscuro lo que se dice oscuro sólo estaba cerca de la pista de bolos. Si no iba, sería un cagueta. No tenía que darle vueltas, en un abrir y cerrar de ojos habría terminado todo.
No, contestó Jonas.
El tío Reinhard se acercó y agitó el billete delante de sus narices. Estaban abajo, junto a la puerta. Jonas miraba el sendero hasta la pista de bolos mientras observaba a un adulto tras otro.
No, repitió.
Y no cedió, a pesar de que su madre le hacía gestos y muecas furiosas a espaldas del tío Reinhard. Éste, riendo, le dio una palmada en el hombro y dijo que ya se daría cuenta de que los fantasmas no existían. Sus padres se habían apartado y durante dos días sólo le hablaron con monosílabos.
– No te engañes -dijo Jonas mientras intentaba en vano percibir al menos contornos en la oscuridad.
Giró la cabeza de repente. No se libraba de la visión de que al volverse se toparía con la bestia lobuna. Estaría allí y él habría sabido que vendría.
Fue abajo. Sin la escopeta. Abriendo la puerta de casa, pisó las desgastadas baldosas de piedra con las que estaba pavimentada la explanada delantera.
Hacía frío y estaba completamente oscuro. No corría el aire ni se oía el canto de los grillos. El único sonido procedía de las piedrecitas que debajo de sus zapatos rozaban las baldosas. No lograba acostumbrarse a tener que renunciar a los sonidos de los seres vivos. Avispas, abejas, abejorros, moscas eran criaturas molestas, y había maldecido mil veces su obstinado zumbido. El ladrido de los perros le había parecido a veces aullidos infernales, e incluso entre los trinos de los pájaros había algunos tan penetrantes que superaban cualquier asomo de dulzura. Sin embargo, habría preferido el zumbido de los mosquitos al silencio implacable que reinaba allí. Y seguramente incluso los rugidos de un león suelto.
Sabía que ahora tenía que ir.
– Pues sí, así es.
Hizo como si sostuviera algo en la mano, que tenía que proteger de miradas extrañas. Mientras tanto emprendió en su mente la inminente excursión. Se imaginó abriendo la puerta del jardín, pasando junto a la pista de bolos y finalmente llegando a la terraza del mesón. Una vez allí abría la puerta, encendía la luz, sacaba dos botellas de cerveza del bar, apagaba de nuevo y regresaba por el mismo camino.
– Ha estado realmente bien -dijo a media voz, rascándose la palma de la mano con un dedo.
Echaría a andar dentro de treinta segundos. Cinco minutos más tarde como mucho estaría de vuelta, lo habría superado. Dentro de cinco minutos dispondría de dos botellas de cerveza y además habría demostrado algo. Los cinco minutos eran soportables, cinco minutos eran una minucia. Mientras tanto podía ir contando los segundos hacia atrás y pensar en otra cosa.
Con las piernas entumecidas, permaneció inmóvil sobre las baldosas, la puerta abierta de la casa a su espalda. Transcurrían los minutos.
Así que no había sido verdad. Al pensar que cinco minutos después habría pasado todo, se equivocaba. Sin duda había creído que echaría a andar tan sólo unos minutos más tarde. El momento que él había tomado por el final de su tormento, era en realidad el principio.
Echó a andar, intentando dejar la mente en blanco.
Sin pensar en nada, se repitió tres veces, y después echó a andar.
Chocó con la puerta del jardín. La abrió. La pista de bolos, en medio de la oscuridad. Fue tanteando las tablas que la delimitaban.
La gravilla que chirriaba bajo sus zapatos le indicó que se había adentrado en el aparcamiento. Creyó percibir la terraza. Se apresuró. Te mataré, pensaba.
La campanilla repiqueteó. Creyó que no era capaz de resistirlo. Su mano encontró el interruptor de la luz. Cerró los ojos y los abrió con cuidado, acechando en torno. No pensar. Adelante.
– ¡Buenas noches! ¡Vengo a por las bebidas!
Encendió todas las lámparas entre roncas carcajadas. Cogió dos botellas de cerveza. No volvió a apagar las luces. Cruzó la terraza para bajar al aparcamiento. El resplandor de luz que salía de las ventas del mesón bastaba: ahora Jonas veía por dónde pisaba, pero también dónde terminaba la luz y le esperaba la oscuridad, igual que el mar.
Cuando se sumergió en la negrura, sintió que no lo conseguiría. Enseguida comenzaría a pensar y entonces habría terminado todo.
Echó a correr. Tropezó, pero recuperó el equilibrio en el último momento. Abriendo de una patada la puerta del jardín, saltó hacia la casa y cerró la puerta con llave. Con la espalda contra la puerta se deslizó hasta el suelo, las botellas frías en las manos.
A las dos de la mañana yacía en su cama calculando cuánto le quedaba todavía de la segunda botella. La cámara permanecía delante del lecho, aún sin conectar. Lo hizo y se tumbó de lado.
Al despertarse, consultó el reloj: eran las tres. Debió quedarse dormido en seguida.
La cámara zumbaba.
Creyó escuchar otros ruidos por encima de él: el rodar de una bola de hierro, crujir de pasos. Pero al mismo tiempo no dudaba que esos ruidos eran producto de su imaginación.
Tuvo que pensar que la cámara lo estaba filmando en ese momento. A él, y no al durmiente. ¿Repararía en la diferencia cuando lo viese? ¿Se acordaría?
Le entraron ganas de orinar. Apartó a un lado la manta. Cuando pasó ante la cámara, saludó, esbozó una sonrisa torcida y dijo:
– Soy yo, no el durmiente.
Se deslizó, descalzo, hasta el baño. Al regresar, saludó de nuevo. Se limpió con la mano las plantas de los pies manchadas de polvo antes de meterse nuevamente en la cama y estirar la manta por encima de las orejas.