16

No conocía el cuadro que atraía su mirada. Mostraba a dos hombres pequeños delante de ampulosos molinos de viento llevando de la correa a un perro grande. Un cuadro de vistoso colorido. Jonas no lo había visto nunca. El radiodespertador de la mesilla de noche le resultaba tan desconocido como la mesilla misma y la anticuada lámpara de pantalla, que apagó con gesto mecánico.

No era su televisor, ni su cortina, ni su escritorio, ni su cama. No era su dormitorio, ni su vivienda. Nada de allí le pertenecía, con la excepción de los zapatos colocados delante de la cama. No sabía dónde se encontraba, ni adivinaba cómo había llegado hasta allí.

El cuarto no revelaba la más mínima nota personal. La televisión era pequeña y usada, la ropa de cama estaba tiesa, el ropero, vacío. Sobre el alféizar de la ventana reposaba una Biblia. ¿Una habitación de hotel?

Jonas se calzó los zapatos, se levantó de un salto y miró por la ventana: divisó un trozo de bosque.

Sacudió el picaporte. Estaba cerrado. El llavero chocaba por dentro contra el picaporte. Giró la llave, entreabrió la puerta con sigilo y atisbo por la rendija hacía la izquierda. Un pasillo. Olía a rancio. Vaciló antes de seguir abriendo y mirar por el marco de la puerta a la derecha. Al final del corredor distinguió una escalera.

Su puerta ostentaba el número 9. Había supuesto bien. Camino de la escalera pasó ante otras habitaciones. Presionó los picaportes, pero todas estaban cerradas con llave.

Bajó por la escalera y continuó por un corredor que conducía a una puerta. Detrás, volvió a toparse con otro corredor. Las paredes estaban adornadas con dibujos infantiles. Debajo de un sol con orejas se leía: Nadia Vuksits, 6 años, de Kofidisch. Un trozo de queso cuyos agujeros eran caras alegres era de Günther Lipke de Dresde. Una especie de aspirador era obra de Marcel Neville de Stuttgart, un campesino cimbreando la guadaña, de Albin Egger de Lienz. Y en el último dibujo, pintado por Daniel, de Viena, Jonas identificó con esfuerzo una salchicha con la que se disparaba.

Dobló una esquina. Casi choca contra una caja registradora. Sus cajones inferiores estaban abiertos. Sobre la silla del cajero había una carpeta abierta con sellos de correos. En el suelo brillaban dos postales a la luz verdosa que irradiaban las lámparas halógenas del techo.

La puerta automática se abrió ante él con un chirrido. Tras subirse el pantalón por el cinturón, salió al exterior. La sospecha se convirtió en certeza. Se encontraba en Grossram. Se había despertado en la habitación de un motel del área de descanso de la autopista.

Alguna otra persona era responsable de todo eso. O quizá él mismo. Pero se negaba a creer en esta última posibilidad.

Hacía frío, soplaba el viento. Jonas, que iba en camiseta, se frotó los brazos estremeciéndose. Abrió la hendidura del buzón de correos situado junto a la entrada y miró dentro, pero estaba demasiado oscuro para distinguir algo.

El Spider estaba en el aparcamiento. Jonas cogió las llaves del bolsillo del pantalón. Abrió el maletero. No estaba el fusil, pero tampoco contaba con él. Sacó la palanqueta.

El buzón ofrecía pocos lugares propicios para utilizar la Palanqueta. Primero lo intentó por abajo, por la portezuela que abría el cartero con su llave. La palanqueta resbalaba. Al final se hartó y la introdujo en la ranura de las cartas.

Poyando el torso encima, presionó con toda su fuerza. Resonó un ruido de arrastre, el hierro debajo de él cedió y Jonas cayó de bruces al suelo.

Se frotó los codos maldiciendo. Alzó la vista. Había arrancado el techo del buzón.

Sacó sobre tras sobre, postal tras postal, con cuidado para no herirse con los afilados bordes de las zonas rotas. Leyó postales, la mayoría dando recuerdos. Abrió cartas, revisó deprisa el contenido, las tiró. El viento las arrastró al otro lado, a la gasolinera, detrás de cuyos cristales lucía una luz mortecina.

6 de julio, área de descanso de Grossram.

Clavó los ojos en la postal de su mano. Esas palabras las había escrito él sin saber lo que le esperaba. Ese ganchito de la G había sido trazado sin que él tuviera idea de lo que sucedía en Freilassing, Villach, Domzale. Había echado esa postal al buzón veinticinco días antes, confiando en que la recogieran. En ese buzón había repiqueteado la lluvia y quemado el sol, pero ningún cartero había acudido. Lo que había escrito había permanecido más de tres semanas en un oscuro buzón. En la más completa soledad.

Arrojó la palanqueta al interior del maletero. Dejó el motor encendido, pero no se marchó enseguida. Empuñó el volante con ambas manos.

La última vez que estuvo allí, ¿qué había ocurrido?

¿Cuándo había estado allí por última vez?

¿Quién había estado allí por última vez?

Alguna otra persona.

O él mismo.


Delante del edificio de Brigittenauer Lände no reparó en nada desacostumbrado. No obstante, se mostró más cauteloso de lo habitual. Cuando se abrió la puerta del ascensor se mantuvo escondido hasta que oyó el ruido que indicaba que había vuelto a cerrarse. Montó a la segunda. En el séptimo piso salió de la cabina saltando hacia delante, para sorprender a un enemigo. Era consciente de que su comportamiento era absurdo, pero le ayudaba siempre a superar el duro momento de la decisión. La sensación de actuar, de atacar, le infundía seguridad.

El fusil estaba apoyado junto al perchero.

– Buenos días -le dijo.

Lo cargó. El ruido sonaba bien.

Echó un vistazo al excusado y al cuarto de baño. Fue a la cocina y la inspeccionó. Todo igual que siempre. Los vasos sobre la mesa del sofá, el lavavajillas abierto, la cámara al lado del televisor. También el olor era el mismo.

Descubrió en el acto el cambio en el dormitorio.

En la pared había un cuchillo clavado.

En el lugar de la pared que había señalado el durmiente en el vídeo, asomaba un mango que a Jonas le resultó conocido. Lo examinó. Pertenecía al cuchillo de su padre. Tiró de él. Estaba bien clavado. Lo sacudió. El cuchillo no se movió ni un milímetro.

Jonas inspeccionó el lugar con más atención. La hoja estaba hundida hasta la empuñadura en el muro de hormigón.

Rodeó el mango con ambas manos y tiró. Resbalaron. Se las secó, frotándolas contra su camisa, limpió el mango y probó de nuevo. No consiguió moverlo ni un ápice.

¿Cómo podía clavar alguien un cuchillo en un muro de cemento imposibilitando la tarea de sacarlo?

Miró a la cámara.


Puso agua a hervir. Mientras preparaba la mezcla de hierbas, se lavó los dientes en el cuarto de estar. En la pila del cuarto de baño habría tenido que dar la espalda a la puerta.

El cepillo de dientes eléctrico zumbaba junto a sus dientes, mientras miraba por la ventana. Las nubes habían seguido su camino. A lo mejor era un buen día para colocar las cámaras.

Apoyado en el marco de la puerta del dormitorio, contempló el cuchillo en la pared. A lo mejor era un mensaje Para entrar en los edificios, buscar en el interior, ir al fondo de las cosas. Y el durmiente no estaba enfadado, era más bien un pícaro bienintencionado.

Registró los bolsillos de su pantalón. No encontró nada que no llevara la noche anterior.

Sacó del congelador el ganso que había cogido en el supermercado y que pensaba preparar por la tarde y lo colocó en una fuente grande. Después se aseguró de que la olla de barro estuviera limpia.

Llevó la infusión a la mesa del sofá. Sacó papel grueso, tijeras y un lápiz. Cortó dos pliegos de papel hasta que cada banda alcanzó el tamaño de las tarjetas de visita. A renglón seguido, escribió una detrás de otra para olvidar el texto inmediatamente después. Al cabo de un rato las contó. Eran treinta. Se las guardó.


Cuando se detuvo, los trípodes entrechocaron unos con otros. Tras una ojeada para cerciorarse a su cuaderno de notas, se llevó dos cámaras.

Un olor acre flotaba en la vivienda. Contuvo el aliento hasta llegar al balcón. Situó las cámaras según lo previsto. Una enfocaba abajo, hacia las Lände, la otra orientada hacia el puente Heiligenstädter Brücke. Como se había dejado en casa el reloj, sacó el móvil. Era mediodía. Revisó los relojes de las cámaras. La hora coincidía. Calculó el tiempo que necesitaría para veintiséis cámaras. Programó el inicio de la grabación para las 15 horas.

Avanzó más deprisa de lo esperado. A las doce y media culminó los preparativos junto al edificio Rossauer Kaserne; a la una menos cuarto volvió a cruzar el canal del Danubio y poco antes de la una y media estaba delante de su casa. Le quedaba más de una hora. Tenía hambre. Reflexionó. Su ganso no estaría listo hasta última hora de la tarde.


En la cantina de la piscina cubierta Brigittenauer olía a grasa rancia y a humo frío. Buscó en la cocina una ventana a la calle, para ventilar, pero en vano. Introdujo dos envases de conservas en el microondas.

Mientras comía hojeó el Kronen Zeitung del 3 de julio. En él crujían migas de pan y algunas páginas estaban manchadas de salsa. El crucigrama estaba a medio hacer, en el pasatiempo «Descubra los errores» los cinco errores estaban tachados. Por lo demás esa edición no se diferenciaba en nada de las que había tenido entre las manos en otros lugares. En la sección internacional, un informe sobre el Papa. En nacional, especulaciones sobre una inminente reorganización del gobierno. El deporte se dedicaba al campeonato de fútbol. En las páginas de televisión aparecía un presentador muy popular. Había estudiado docenas de veces todos esos artículos sin encontrar la menor alusión a acontecimientos especiales.

Cuando leyó el artículo sobre el Papa le vino a la mente una profecía mencionada desde finales de los años setenta en distintas revistas y emisiones, a veces en serio, otras con ironía: el Papa actual sería el penúltimo. Ese vaticinio le había atemorizado desde pequeño. Había intentado desentrañar su significado. ¿Se acabaría el mundo? ¿Estallaría una guerra nuclear? Más tarde, de adulto, había especulado con que quizá se acometiese una reforma a fondo de la Iglesia católica, que renunciaría a la cabeza elegida… si el oráculo era cierto, tenía que acordarse.

No había sido cierto.

Porque Jonas estaba seguro de que la plaza de San Pedro en Roma tenía el mismo aspecto que la Heldenplatz de Viena o la Bahnhofsplatz de Salzburgo o la Hauptplatz de Domzale.

Apartó el plato vacío y apuró el agua. Contempló la pileta por la ventana que daba a la piscina. Un chapoteo regular llegó, amortiguado, a sus oídos. La última vez que estuvo allí fue con Marie. Justo enfrente. Allí habían nadado juntos.

Tras limpiarse la boca con la servilleta, escribió en la pizarra del menú: Jonas, 31 de julio.


A las 14:55 detuvo el Spider en mitad del cruce de Brigittenauer Lände con Stifterstrasse. Quería entrar en la imagen conduciendo. Para no ser filmado al arrancar había programado la cámara en ese cruce para las 15:02 horas. Dos minutos le bastaban.

Caminó despacio alrededor del coche con las manos en los bolsillos, golpeó las ruedas con la punta de los zapatos, se apoyó en el capó. El viento soplaba con fuerza. Por encima de él una contraventana chocó contra una pared. Alzó la vista hacia el cielo. Habían vuelto a levantarse nubes, pero estaban lo bastante lejanas como para confiar en que le diera tiempo a retirar las cámaras. Con tal de que no las volcase el viento…

14:57 horas. Marcó su teléfono fijo.

Saltó el contestador automático.

14:58 horas. Marcó el móvil de Marie.

Nada.

14:59 horas. Marcó un número imaginario de veinte cifras.

No hay conexión.

15:00 horas. Pisó a fondo el acelerador.

Entre Döblinger Steg y el puente Heiligenstädter Brücke alcanzó más de 120 kilómetros por hora. Tuvo que frenar bruscamente para tomar la curva del puente. Con un chirrido de los neumáticos bajó hacia Heiligenstädter Lände. Aceleraba, cambiaba de marcha, aceleraba, cambiaba, aceleraba, cambiaba. A pesar de que tenía que concentrarse en la calle, durante un instante captó la cámara encima del paso elevado peatonal bajo el que pasó lanzado un segundo después.

A la altura del puente Friedensbrücke la aguja del tacómetro marcaba 170, poco antes del edificio Rossauer Kaserne, 200. Los edificios al borde de la calle eran apenas sombras. Aparecían, estaban allí, pero no era consciente de ellos hasta haberlos dejado atrás.

En Schottenring tuvo que aminorar la velocidad para no salirse volando en la curva al canal del Danubio. Viajó a 140 hacia Schwedenplatz, frenó en el último momento y condujo el coche por encima del puente. Su corazón bombeaba la sangre tan salvajemente por el cuerpo, que comenzó a atormentarle un dolor punzante detrás de la frente. Su estómago se contrajo, le temblaban los brazos. Tenía la cara empapada de sudor y jadeaba.

Más curvas, de manera que reduce la velocidad, le aconsejaba la parte sensata de su subconsciente.

Cambió a una marcha más alta y pisó el acelerador.

Estuvo a punto de perder el control del coche en dos ocasiones. Tenía la sensación de que todo transcurría a cámara lenta. Y no sentía nada. Momentos después, cuando recuperó el control del vehículo, pareció que algo se desgarraba dentro de él. Desesperado, pisaba aún más el acelerador. Era plenamente consciente de que había cruzado un límite, pero se sentía impotente. Era un simple espectador, muerto de curiosidad por enterarse de sus próximos pasos.

Se había ocupado con detalle del lugar en el que se separaban Lände y Obere Donaustrasse. Para no arriesgarse a sufrir un accidente debido al tráfico de la plaza Gaussplatz, no podía circular a más de 100 en el cruce anterior. Cuando pasó el semáforo echó un vistazo al tacómetro: 120.

Durante un segundo pisó el acelerador a fondo. Después apoyó el pie con todas sus fuerzas contra el pedal del freno. Según el curso de conducción que había realizado en el ejército, ahora tenía que «bombear», es decir levantar el pie y volver a pisar con fuerza el pedal, y repetir esta maniobra con la mayor frecuencia posible. La fuerza centrífuga y una contracción muscular le impidieron doblar la pierna. Rozó un coche aparcado. El Spider se balanceó. Jonas dio un volantazo, sintió un fuerte golpe y oyó un estruendo. El coche derrapó.


Jonas se limpió la cara.

Miró a izquierda y derecha.

Tosió y tiró del freno de mano. Se soltó el cinturón de seguridad. Apretó el botón del cierre de puertas. Intentó apearse, pero la puerta estaba cerrada.

Inclinándose hacia delante comprobó que estaba encima de las vías del tranvía. El reloj del salpicadero marcaba las tres y doce.

Sus dedos temblaban cuando rascó del pantalón una mancha de salsa seca. Se puso el cinturón de seguridad y se adentró en Klosterneuburger Strasse.

Cuando pasó por la piscina cubierta Brigittenauer, decidió repetir el trayecto. Aceleró, pero no consiguió alcanzar la velocidad con la que había pasado por primera vez por los respectivos lugares. La culpa no fue del coche. Su agresividad había desaparecido, se sentía mareado. Ir lanzado no le complacía, 100 era suficiente, pensó.

Después de haber dado una segunda vuelta a velocidad más moderada por el canal del Danubio entre Heiligenstadt y el centro, comenzó a recoger las cámaras numeradas, para no hacerse después un lío con las cintas. Al bajar en Brigittenauer Lände, donde deseaba recoger las dos cámaras de la vivienda del balcón, tropezó. Sólo un contenedor de basura en el que se apoyó en el último momento impidió una caída.

Rodeó el coche. Tenía rota la luz trasera derecha y la aleta izquierda abollada. Los peores daños los había sufrido delante. Parte del capó estaba arrancada y los faros destrozados.

Se arrastró hasta la puerta del edificio con las piernas temblorosas. Tomó el ascensor. Renunció a inspeccionar las cámaras. Apretó la tecla de stop y desconectó el aparato.


Cuando levantó de la fuente el ganso que goteaba y lo colocó sobre la tabla de cortar, cayó en la cuenta de que en el accidente no había saltado el airbag. No estaba seguro de recordar correctamente todos los detalles, pero el estado del coche era muy ilustrativo. Con toda seguridad había chocado y el choque hubiera debido activar el airbag.

Rellamada, le pasó por la mente. No pudo contener la risa.

Preparó sal, pimienta, estragón y otras especias; picó verdura, puso a remojo la olla de barro, calentó el horno. Cortó el ganso en trozos con la tijera de aves. Aún no se había descongelado del todo y tuvo que emplearse a fondo. Abrió la tripa, después separó las alas. No era muy habilidoso en la cocina y la zona de trabajo pronto quedó devastada.

Miró los muslos. Las alas. El obispillo.

La tripa.

Contempló el ganso depositado ante él.

Corrió al aseo y vomitó.

Después de lavarse los dientes y la cara, sacó del armario del pasillo una bolsa de compra grande. Deslizó los trozos de ganso de la tabla a la bolsa sin prestar atención y arrojó ésta a una vivienda vecina.

Apagó el horno. Su mirada cayó sobre la verdura preparada. Se metió una zanahoria en la boca. Se sentía cansado, como si llevase días sin dormir.

Se dejó caer en el sofá. Le hubiera gustado revisar la puerta. Intentó recordar. Estaba bastante seguro de haberla cerrado con llave.

Qué extenuación. Qué cansancio.


Despertó sobresaltado, invadido por imágenes confusas, feas. Ya eran más de las siete. Se levantó de un salto. Tenía otras cosas que hacer en lugar de dormir.

Mientras recogía, recorría las habitaciones con la torpeza de un sonámbulo. Si necesitaba dos cosas que estaban una al lado de otra, cogía una y dejaba la otra. En cuanto se daba cuenta del olvido, retrocedía, pero entonces recordaba otra cosa y el objeto tenía que seguir esperando.

No obstante al cabo de media hora había terminado. No necesitaba mucho. Camisetas, calzoncillos, zumo, un poco de fruta y verdura, cintas vírgenes, cable de conexión. Fue al piso vecino abandonado al que había devuelto las cámaras después del viaje. Escogió cinco y extrajo las cintas, que rotuló con el número de la cámara.

Durante el trayecto a Hollandstrasse recordó lo que había soñado mientras dormía por la tarde. No tenía argumento. Una y otra vez se le aparecía media cabeza o una boca. Una boca abierta cuya peculiaridad consistía en la carencia de dentadura. En los lugares donde habitualmente asomaban dientes de la encía, había colillas de cigarrillos. Esa boca aparecía sin cesar ante él, muy abierta, con hileras regulares de colillas. No hablaba. El ambiente era frío y vacío.

El camión estaba delante del edificio. Jonas paró unos metros más allá para que el Spider no entorpeciese su labor. Echándose al hombro la bolsa de viaje, agarró dos cámaras.

En la vivienda de sus padres olía a cerrado. Sus pasos resonaron por el viejo suelo de madera al aproximarse a las ventanas. Fue abriéndolas una tras otra.

El aire cálido del atardecer irrumpió en la habitación. Apoyado en el alféizar, miró hacia el exterior. El camión le quitaba la vista de la calle. No le importó. Le invadía una sensación de familiaridad. Allí se ponía de pequeño, una caja bajo los pies, para asomarse a la calle. Conocía el agujero en la chapa de la ventana, la alcantarilla enrejada situada junto al bordillo, el color del asfalto.

Volvió a incorporarse. Tenía prisa.

En el vestíbulo del edificio, colocó tablas encima de la corta escalera que conducía a las viviendas de la planta baja. Sobre esa rampa transportó en el carrito las dos partes de la cama. Las apoyó contra la pared.

Ya no podría montar la cama sin ayuda. Podía intentar volver a encolar los trozos, desde luego, pero seguro que no aguantarían cuando se acostase, así que sacó del camión unos bloques de madera que había cogido expresamente de una obra. En la calle, alzó la vista hacia el cielo, preocupado. Pronto oscurecería.

Colocó los bloques. No eran de la misma altura. Volvió a salir y regresó con una caja de libros. Los tres primeros volúmenes que sacó eran valiosos. Recordaba incluso el lugar exacto de la estantería marrón que habían ocupado. Los seis siguientes eran mamotretos sobre la Segunda Guerra Mundial que su padre había reunido después de la muerte de su madre. Eran prescindibles.

Apiló dos sobre el menor de los bloques. Repartió los restantes y comprobó la altura. Cambió de sitio dos libros. Tras una nueva comprobación, buscó un libro inútil y delgado y lo colocó sobre una pila. Revisó la nueva altura. Ahora, sí.

Acercó la primera parte de la cama con el carrito. Era el antiguo lado de su madre. Con cuidado volcó el macizo armazón, dejándolo caer de manera que el canto reposase en el centro exacto de los bloques de libros. Ejecutó la misma labor con el segundo lado, que requirió mayor esfuerzo, y colocó encima los colchones.

Se apoyó en la cama, primero con cierta vacilación, después con más fuerza. Al comprobar que, en contra de lo esperado, no se desplomaba, se quitó los zapatos y se tendió encima de los colchones.

Conseguido. Podía caer la noche. Ya no se vería ante la disyuntiva de encomendarse a la oscuridad y volver hasta su casa en Brigittenauer Lände o dormir en el duro suelo.

Pese a que se sentía débil y hambriento y la luz diurna se tornaba más mortecina de minuto en minuto, continuó trabajando. Trajo un mueble tras otro con el carro y los colocó en su sitio. En esta actividad ya no se mostró tan cuidadoso como al cargarlos. Sonaban tintineos y empujones, aquí se desprendió parte del enlucido de la pared, allí unas franjas negras deslucieron el papel pintado. Le importaba un rábano. Prestó atención para que al menos no se rompiera nada. También los profesionales de las mudanzas ocasionaban arañazos.

Dos cuadros, tres cámaras y el televisor fueron la última carga de la tarde. Conectó el televisor. Se dio cuenta de que le apetecía algo, sin saber qué. Desenredó cable, unió una cámara al televisor. Tuvo que presionar algunos botones en el mando a distancia hasta que la pantalla se puso azul y quedó lista.

Llegó la noche. Contrariamente a sus esperanzas no se habían conectado las farolas. Con las manos apoyadas en las caderas, contempló el camión por la ventana. Sólo se oía el débil zumbido de la cámara conectada en stand-by a su espalda.

Chocolate.

Tenía un hambre espantosa, pero sobre todo le atormentaba el ansia de chocolate. Chocolate con leche, con avella nas, relleno, la variedad era lo de menos, incluso a la taza le parecía bien. Lo principal es que fuera chocolate.

El pasillo del edificio estaba oscuro. Con el fusil en la mano caminó a tientas hasta el interruptor de la luz. Cuando se iluminó en el techo la mortecina bombilla, carraspeó y soltó una risa ronca. Sacudió la puerta de la vivienda de enfrente. Cerrada. Lo intentó con la siguiente. Al apretar el picaporte, se percató de que era la antigua casa de la señora Bender.

– ¿Hola?

Encendió la luz. Sentía una opresión en la garganta. Tragó saliva. Se deslizó pegado a las paredes como una sombra. No reconocía nada. Allí parecía haber vivido gente joven. De la pared colgaban fotos de estrellas de cine. La colección de vídeos ocupaba dos armarios. Se veían revistas de televisión desperdigadas. En la esquina había un terrario vacío.

Lo que veía le resultaba desconocido. Sólo recordaba el magnífico suelo de madera y los estucados del techo.

Comprobó, asombrado, que la vivienda de la señora Bender era casi tres veces más grande que la de su familia.

En lugar de chocolate, encontró un tipo de galletas que no le gustaba. Recordó la tienda de ultramarinos emplazada dos calles más allá. De niño había comprado con frecuencia al señor Weber. Vendía incluso fiado. Más tarde el anciano de cejas pobladas dejó el negocio. Si Jonas no recordaba mal, lo tomó en traspaso un egipcio que ofrecía especialidades orientales. A lo mejor tenía chocolate a pesar de todo.

En la calle el ambiente era templado. No corría aire, estaba tranquilo. En la penumbra Jonas miró a izquierda y derecha. Cuando echó a andar, se le erizó el pelo de la nuca. Pensó en volverse, pero haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad continuó su camino.

La tienda no estaba cerrada. Había chocolate. Además de conservas y sopas preparadas, el comercio ofrecía también leche, pan y salchichas, aunque nada de eso era ya comestible. El propietario comerciaba con casi todos los artículos de consumo diario. Jonas buscó alcohol, pero en vano.

Metió unas cuantas tabletas de chocolate en la oxidada cesta de la compra. Añadió latas de judías y una botella de agua mineral. Cogió de los estantes dulces y aperitivos al azar.

Durante el regreso la cesta de la compra le molestaba. No podía transportarla y al mismo tiempo llevar el fusil listo para disparar. Caminaba despacio. De vez en cuando una ventana con luz alumbraba unos metros de la calle.

No conseguía ahuyentar la idea de que detrás de los coches aparcados esperaba alguien. Se detuvo. Sólo oía su propio aliento tembloroso.

En su imaginación, detrás del Van aparcado en aquella esquina estaba una mujer. Con una especie de toca, como las que se ponen las monjas, llevaba un amplio vestido incoloro y carecía de rostro. Le esperaba agazapada. Era como si no se hubiera movido nunca. Como si siempre hubiera estado allí. Y no esperaba a cualquiera. Le esperaba a él.

Quiso reír, gritar, pero no profirió sonido alguno. Ansiaba correr, pero no le obedecían sus piernas. Se aproximó al edificio a paso regular. No respiraba.

En el portal encendió la luz. Por la rampa accedió al pasillo de la vivienda. Sin volverse, entró, depositó la cesta en el suelo y cerró la puerta con el trasero. Sólo entonces se dio la vuelta y cerró con llave.

– ¡Ja, ja, ja! ¡Ahora nos daremos un banquete! ¡Ahora zamparemos! ¡Ja, ja, ja!

Escudriñó la cocina. El mobiliario y toda la vajilla pertenecían a la familia Kästner. Dispuso una cazuela grande y vertió dentro el contenido de dos latas. Al captar el olor a judías, su tensión fue disipándose poco a poco.

Después de comer se dirigió con la cesta de la compra a la habitación de enfrente, donde le recibió el zumbido de la cámara. Tampoco esta vez se desplomó la cama cuando evaluó su estabilidad con el pie. Trajo una manta y una almohada. Se tumbó, abrió el envoltorio de una tableta de chocolate con leche y se metió una onza en la boca.

Dejó resbalar la vista. Faltaba mucho todavía para que todos los muebles estuvieran allí, pero los que había metido estaban en su antiguo emplazamiento. La estantería marrón, la amarilla. La viejísima lámpara de pie. El sillón algo sobado. La mecedora con el brazo desgastado en la que de niño a veces se sentía mal. Y frente a la cama, en la pared, Johanna. El cuadro de la mujer desconocida que siempre había estado allí colgado. Una hermosa mujer de largos cabellos oscuros que, apoyada en un estilizado tronco de árbol, miraba a los ojos al observador. Sus padres la llamaban en broma Johanna, a pesar de que nadie sabía quién había pintado el cuadro, ni a quién representaba, ni siquiera de dónde procedía.

La sábana sobre el colchón era suave. Todavía emanaba un olor familiar.

Giró sobre el costado y tanteó con la mano en busca de otro trozo de chocolate. Cansado y relajado al mismo tiempo, miró a la ventana que daba a la calle. Era una doble ventana que no cerraba bien, de manera que en invierno colocaban mantas viejas en la zona situada entre la ventana exterior y la interior para evitar la corriente de aire.

Antes de navidad colocaba allí la carta al Niño Jesús.

A principios de diciembre su madre le recordaba que tenía que escribir la carta al Niño Jesús. Nunca olvidaba mencionar que el Niño Jesús era tan pobre que sólo podía permitirse un delgado vestido, por lo que debía ser comedido. Se sentaba, pues, a la mesa, con los pies bamboleándose por encima del suelo y mordisqueando el lápiz mientras devanaba sus sueños. ¿Era un camión teledirigido demasiado caro para el Niño Jesús? ¿Tendría suficiente dinero para un Scalextric? ¿O para una barca eléctrica? Se le ocurrían las cosas más maravillosas, pero su madre le aseguraba que sus deseos le iban a producir cargo de conciencia al Niño Jesús, porque no sabría de dónde sacar todas esas cosas.

Total, que al final en la carta sólo figuraban menudencias. Una estilográfica nueva. Un paquete de calcomanías. Una pelota de goma. La carta iba a parar a la manta andrajosa colocada entre las ventanas, donde en una de las noches venideras la recogería un ángel para llevársela al Niño Jesús.

¿Cómo conseguía el ángel abrir la ventana?

Ésa era la pregunta que asediaba a Jonas antes de quedarse dormido. No quería cerrar los ojos sino permanecer despierto. ¿Acudiría el ángel esa noche? ¿Lo oiría llegar?

Su primer pensamiento por la mañana era: se había quedado dormido. Pero ¿cuándo, cuándo?

Corría hacia la ventana. Si el sobre había desaparecido, lo que raramente sucedía el primer día, casi siempre el segundo, o incluso el tercero, puesto que los ángeles tenían mucho que hacer, Jonas sentía una sensación de felicidad que superaba todo lo que viviría semanas después en Nochebuena. Los regalos le alegraban, por supuesto, y le conmocionaba la idea de haber estado personalmente tan cerca del Niño Jesús, cuando éste había colocado los regalos debajo del árbol mientras él permanecía en la cocina. Sus padres invitaban al tío Reinhard y a la tía Lena, al tío Richard y a la tía Olga. En el árbol de navidad brillaban las velas. Jonas se tumbaba en el suelo, escuchaba de pasada la conversación de los mayores que de camino hacia él se transformaba en un murmullo uniforme que lo envolvía mientras hojeaba un libro o examinaba la locomotora de juguete. Todo eso era hermoso y enigmático. Pero no podía compararse con el milagro acaecido unas semanas antes: un ángel había acudido por la noche a recoger su carta.

Jonas se volvió del otro lado suspirando. Del chocolate sólo quedaba una onza. Se la metió en la boca y arrugó el papel.

Se dio cuenta de que no podía permanecer despierto mucho más tiempo. Venciendo su abulia, se levantó.

Colocó delante de la cama tres cámaras, una junto a otra. Miró por el objetivo, corrigió el ángulo, introdujo cintas. Cuando todo estuvo preparado, se volvió hacia el televisor y la cámara conectada a él. Llevaba en el bolsillo del pantalón la cinta de la noche pasada. La colocó dentro y pulsó la tecla de start.


La cámara no filmaba la cama ni estaba en el dormitorio. La imagen mostraba la cabina de la ducha en el cuarto de baño. En el cuarto de baño de esa vivienda. En Hollandstrasse.

Alguien parecía estar duchándose desde hacía bastante tiempo, y además con agua caliente. El cristal de las paredes de la cabina estaba empañado y por arriba salía vapor. Sin embargo no se oía el rumor del agua. Parecía haberse grabado sin sonido.

Al cabo de diez minutos Jonas comenzó a preguntarse cuánto duraría aún ese derroche de agua.

Veinte minutos. Estaba tan cansado que puso la cinta a doble velocidad. Treinta minutos, cuarenta. Una hora. La puerta del cuarto de baño estaba cerrada y la habitación seguía llenándose de vapor. Apenas se distinguía ya la puerta de la cabina de ducha.

Al cabo de dos horas en la pantalla sólo se veía una densa masa gris.

Un cuarto de hora después la vista comenzó a mejorar a pasos agigantados. La puerta del cuarto de baño apareció en la imagen, ahora abierta. Igual que la de la cabina de ducha.

La cabina estaba vacía.

La cinta terminaba sin haber visto a nadie.

Jonas desconectó. Con cuidado, como si lo visto en el cuarto de baño guardase relación directa con lo que sucedía en ese momento, atisbo hacia el baño. El plato de la ducha, el dispensador de jabón, que sobresalía de los azulejos: todo parecía igual que siempre.

Pero en realidad eso era imposible. Tenía que haber alguna diferencia, por nimia que fuera.

Allí había sucedido lo que él había visto en el vídeo. Así que eso pertenecía a ese lugar. Pero lo había abandonado, ya no quedaba nada del pasado. Sólo una cabina de ducha. Ni cristal empañado. Ni vapor. Solamente recuerdo. Vacío.

Eran poco más de las once. Programó una cámara a las 2:05 horas, la segunda a las 5:05. Después conectó la tercera, se desvistió y se tumbó en la cama.

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