8

Apenas vi a Hassan en una semana. Cuando me levantaba, encontraba la mesa preparada con el pan tostado, té recién hecho y un huevo duro. Mi ropa aparecía planchada y doblada en la silla de mimbre del vestíbulo donde Hassan planchaba habitualmente. Él solía esperar a que me sentara a desayunar y luego se ponía a planchar, pues de ese modo podíamos charlar. También solía cantar, elevaba la voz por encima del silbido de la plancha y cantaba viejas canciones hazara sobre campos de tulipanes. Pero aquellos días lo único que me recibía era la ropa doblada. Eso, y un desayuno que casi nunca volví a terminar.

Una mañana nublada, mientras me dedicaba a empujar el huevo duro para que diera vueltas por el plato, entró Alí cargado con un montón de leña cortada y le pregunté dónde estaba Hassan.

– Ha vuelto a acostarse -dijo Alí, arrodillándose frente a la estufa. Tiró para abrir la puertecita cuadrada.

¿Podría jugar aquel día Hassan?

Alí se detuvo con un tronco en una mano. Una mirada de preocupación atravesó su semblante.

– Últimamente parece que sólo quiere dormir. Hace sus tareas, por supuesto, pero luego lo único que quiere es meterse debajo de la manta. ¿Puedo preguntarte una cosa?

– ¿Qué quieres saber?

– Después del concurso de cometas llegó a casa sangrando un poco y con la camisa rota. Le pregunté qué había sucedido y me dijo que nada, que había tenido una pequeña pelea con otros niños por la cometa. -No dije nada. Me limité a seguir empujando el huevo en el plato-. ¿Le sucedió algo, Amir agha? ¿Algo que no me cuenta?

Me encogí de hombros.

– ¿Por qué tendría yo que saberlo?

– Tú me lo dirías, si le hubiese sucedido algo, ¿verdad?

– ¿Y por qué tendría yo que saber qué le pasa? Tal vez esté enfermo. La gente se pone enferma, Alí. Y ahora, ¿piensas matarme de frío o vas a encender la estufa de una vez?

Aquella noche le pregunté a Baba si podíamos ir a Jalalabad el viernes. Él se columpiaba en el sillón basculante de piel situado detrás de su escritorio mientras leía un periódico iraní. Lo dejó sobre la mesa y depositó también las gafas de lectura que tanto me disgustaban… Baba no era viejo, en absoluto; aún le quedaban muchos años por delante. ¿Por qué, entonces, tenía que ponerse esas gafas absurdas?

– ¡Y por qué no! -exclamó. Últimamente, Baba me concedía todo lo que le pedía. Incluso hacía dos noches me había dicho si quería ver El Cid, con Charlton Heston, en el cine Aryana-. ¿Quieres que le digamos a Hassan que venga con nosotros?

¿Por qué tenía que estropearlo Baba con eso?

– Está mareez -respondí-. No se encuentra bien.

– ¿De verdad? -Baba dejó de columpiarse en su asiento-. ¿Qué le ocurre?

Me encogí de hombros y me hundí en el sofá, junto a la chimenea.

– Se ha resfriado o algo así. Alí dice que está guardando cama.

– Sí…, no he visto mucho a Hassan en estos últimos días… Entonces ¿no es más que eso, un resfriado? -No pude evitar odiar la forma en que frunció el entrecejo para mostrar su preocupación.

– Sí, sólo un resfriado. ¿Vamos el viernes, Baba?

– Sí, sí -respondió Baba alejándose de la mesa-. Lo siento por Hassan. Pensé que te divertirías más si viniese él.

– También podemos divertirnos nosotros dos -dije.

Baba sonrió y me guiñó un ojo.

– Abrígate -me ordenó.

Deberíamos haber ido sólo los dos, como me apetecía a mí, pero el miércoles por la noche Baba se las había apañado para invitar a dos docenas más de personas. Había llamado a su primo Homayoun -en realidad, primo segundo-, y le había comentado que el viernes íbamos a Jalalabad, y Homayoun, que había estudiado ingeniería en Francia y que poseía una casa en Jalalabad, dijo que le gustaría que fuéramos allí, que iría él también con sus hijos, sus dos esposas y que, de paso, le diría a su prima Shafiqa y a su familia, que vivían en Herat pero que en ese momento estaban de visita, que se nos unieran también, y ya que estaba instalada en Kabul en casa de su primo Nader, invitaría también a la familia de éste -aunque Homayoun y Nader estaban peleados-, y que si invitaba a Nader, también debía invitar a su hermano Faruq, pues de lo contrario se sentiría ofendido y podría ser que no los invitara a la boda de su hermana, que iba a tener lugar el mes siguiente y…

Llenamos tres minibuses. Yo fui con Baba, Rahim Kan, Kaka Homayoun (desde muy pequeño, Baba me había enseñado a llamar kaka, tío, a todo hombre mayor, y khala, tía, a toda mujer de edad). Las dos esposas de Kaka Homayoun iban también con nosotros (la mayor tenía la cara pálida y las manos llenas de verrugas, y la joven olía a perfume y bailaba con los ojos cerrados), así como las dos hijas gemelas de Kaka Homayoun. Yo tomé asiento en la fila de atrás, constantemente mareado y convertido en bocadillo entre las dos gemelas, de siete años de edad, que no paraban de pasar por encima de mí para pelearse entre ellas. El viaje hasta Jalalabad es un trayecto de dos horas por una carretera de montaña que serpentea al borde de un abrupto precipicio, y el estómago se me subía a la boca a cada curva que dábamos. Todos hablaban en voz alta y a la vez, casi gritando, que es la forma de hablar habitual de los afganos. Le pedí a una de las gemelas (a Fazila o a Karima, siempre fui incapaz de distinguir quién era quien) que me cambiara el sitio para estar junto a la ventanilla y recibir un poco de aire fresco. Pero ella me sacó la lengua y me contestó que no. Le dije que no pasaba nada, aunque no me hacía responsable si vomitaba sobre su vestido nuevo. Un minuto después, estaba sacando la cabeza por la ventana. Observé cómo subía y bajaba la carretera llena de agujeros, cómo serpenteaba su cola a lo largo de la montaña, y conté los camiones multicolores que avanzaban pesadamente cargados de pasajeros. Cerré los ojos y dejé que el viento me azotara las mejillas. Luego abrí la boca para engullir aire fresco. Seguía sin sentirme mejor. Noté un dedo clavado en el costado. Se trataba de Fazila/Karima.

– ¿Qué quieres? -le pregunté.

– Estaba contándoles a todos lo del concurso -dijo Baba, sentado al volante. Kaka Homayoun y sus esposas me sonreían desde los asientos de la fila intermedia-. ¿Cuántas cometas habría en el cielo aquel día? ¿Un centenar?

– Supongo -musité.

– Un centenar de cometas, Homayoun jan. Nada de laaf. Y la única que seguía volando al final de la jornada era la de Amir. Tiene en casa la última cometa, una preciosa cometa azul. Hassan y Amir la corrieron juntos.

– Felicidades -dijo Kaka Homayoun.

Su primera esposa, la de las verrugas, aplaudió y comentó:

– ¡Caramba, Amir jan, estamos muy orgullosos de ti!

La esposa joven se sumó al aplauso. En un momento estaban todos aplaudiendo, gritando alabanzas, explicándome lo orgullosos que estaban todos. Sólo Rahim Kan, que estaba sentado junto a Baba, permanecía en silencio. Me miraba de una manera extraña.

– Detente un momento, por favor, Baba -le pedí.

– ¿Qué?

– Me estoy mareando -murmuré, tumbándome en el asiento y apretándome contra las hijas de Kaka Homayoun.

A Fazila/Karima les cambió la cara.

– ¡Para, Kaka! ¡Se ha puesto amarillo! ¡No quiero que devuelva sobre mi vestido nuevo! -vociferó una.

Baba inició la maniobra para parar a un lado de la carretera, pero no pude evitarlo. Unos minutos más tarde me encontraba sentado sobre una roca junto a la carretera mientras los demás se dedicaban a ventilar el minibús. Baba fumaba en compañía de Kaka Homayoun, quien le decía a Fazila/Karima que dejase de llorar, que ya le compraría otro vestido en Jalalabad. Cerré los ojos y volví la cara hacia el sol. Detrás de mis párpados se crearon pequeñas formas, como manos proyectando sombras en una pared. Se doblaban y se fundían hasta formar una sola imagen: los pantalones de pana de Hassan abandonados en el callejón sobre un montón de ladrillos viejos.

La casa que Kaka Homayoun poseía en Jalalabad era de dos pisos y tenía un balcón desde el que se dominaba un extenso jardín con manzanos y caquis rodeado por un muro. En verano, el jardinero recortaba los setos, dándoles formas de animales, y había una piscina con losetas de color esmeralda. Me senté con los pies colgando al borde de la piscina, vacía excepto por la capa de nieve a medio derretir que había depositada en el fondo. Los hijos de Kaka Homayoun jugaban al escondite en el otro extremo del jardín. Las mujeres cocinaban y se olía el aroma de las cebollas que estaban friendo, se oía el silbido de la olla a presión, la música, las risas. Baba, Rahim Kan, Kaka Homayoun y Kaka Nader estaban sentados en el balcón, fumando. Kaka Homayoun les explicaba que había traído el proyector para enseñarles las diapositivas de Francia. Hacía diez años que había regresado de París y aún seguía pasando esas estúpidas diapositivas.

Pero daba igual. Baba y yo éramos finalmente amigos. Habíamos ido juntos al zoo unos días antes, habíamos visto al león Marjan y le habíamos arrojado una piedrecita al oso cuando nadie nos miraba. Después habíamos ido al restaurante de Dad-khoda Kabob, que estaba enfrente del Cinema Park, y habíamos comido kabob de cordero con naan recién salido del tandoor. Baba me había contado historias de sus viajes a la India y a Rusia, de la gente que había conocido, como la pareja de Bombay sin brazos ni piernas que llevaban casados cuarenta y siete años y habían sacado once hijos adelante. Fue divertido pasar el día con Baba escuchando sus historias. Finalmente tenía todo lo que había querido durante tantos años. Y, sin embargo, me sentía tan vacío como la piscina descuidada sobre la que colgaban mis pies.

Al anochecer, las esposas y las hijas sirvieron la cena: arroz, kofta y qurma de pollo. Cenamos al estilo tradicional, sentados en cojines repartidos por toda la habitación, con el mantel extendido en el suelo, utilizando las manos y compartiendo bandejas comunes entre grupos de cuatro o cinco personas. Yo no tenía hambre, pero me senté igualmente a comer junto a Baba, Kaka Faruq y los dos chicos de Kaka Homayoun. Baba, que se había tomado unos cuantos whiskys antes de la cena, seguía vociferando sobre el concurso de cometas, sobre cómo los había superado a todos y había llegado a casa con la última cometa. Su voz de trueno dominaba la estancia. La gente levantaba la cabeza del plato para proclamar sus felicitaciones. Kaka Faruq me dio unos golpecitos en la espalda con la mano limpia. Yo me sentía como si me estuviesen clavando un cuchillo en un ojo.

Más tarde, bien pasada la medianoche, después de unas cuantas horas de póquer entre Baba y sus primos, los hombres se acostaron en colchones dispuestos en paralelo en la misma habitación donde habíamos cenado. Las mujeres subieron al piso de arriba. Pasada una hora, yo seguía sin poder conciliar el sueño. Daba vueltas de un lado a otro mientras mis parientes gruñían, resoplaban y roncaban. Me senté. Un rayo de luna entraba por la ventana.

– Vi cómo violaban a Hassan -le dije a la nada.

Baba se estiró en medio del sueño. Kaka Homayoun refunfuñó. Una parte de mí esperaba que alguien se despertara y me escuchase para de ese modo no tener que continuar viviendo con aquella mentira. Pero nadie se despertó, y, durante el silencio que siguió, comprendí la naturaleza de mi nueva maldición: debería vivir con aquella culpa.

Pensé en el sueño de Hassan, aquel en el que los dos nadábamos en el lago. «No hay ningún monstruo -había dicho-, sólo agua.» Pero se había equivocado. En el lago había un monstruo. Había agarrado a Hassan por los tobillos y lo había arrastrado hasta el fondo tenebroso. Y ese monstruo era yo.

Aquella noche me convertí en insomne.

No hablé con Hassan hasta mediados de la semana siguiente. Yo había comido con pocas ganas y Hassan estaba lavando los platos. Me disponía a ir a mi habitación cuando Hassan me preguntó si quería subir a la montaña. Le dije que estaba cansado. Hassan también parecía cansado… Había adelgazado, tenía los ojos hinchados y mostraba oscuras ojeras. Sin embargo, cuando volvió a preguntármelo, acepté a regañadientes.

Subimos a la montaña. Las botas se nos hundían en la nieve fangosa. Ninguno de los dos abrió la boca. Nos sentamos bajo nuestro granado, consciente yo de que había cometido un error. No debía haber subido a la montaña. Aquellas palabras que había escrito en el tronco del árbol con el cuchillo de cocina de Alí: «Amir y Hassan, sultanes de Kabul»… No soportaba mirarlas.

Me pidió que le leyera el Shahnamah y le dije que había cambiado de idea, que quería regresar y encerrarme en mi habitación. Él apartó la vista y se encogió de hombros. Bajamos por donde habíamos subido en silencio. Y por primera vez en mi vida, me sentí impaciente ante la llegada de la primavera.

Mis recuerdos del resto de aquel invierno de 1975 son bastante vagos. Recuerdo que me sentía feliz cuando Baba estaba en casa. Comíamos juntos, íbamos al cine, visitábamos a Kaka Homayoun o a Kaka Faruq. A veces venía a vernos Rahim Kan y Baba permitía que me sentara con ellos en el despacho a tomar el té. Incluso me pidió que leyera alguno de mis cuentos. Yo creía que aquella situación duraría. Y creo que Baba también lo creía. Ambos deberíamos haber sido menos ingenuos. Durante los meses posteriores al concurso de cometas, Baba y yo nos sumergimos en una dulce ilusión, nos veíamos el uno al otro como nunca nos habíamos visto y como nunca volveríamos a vernos. En realidad, nos habíamos engañado creyendo que un juguete hecho de papel de seda, cola y bambú podía salvar el abismo que nos separaba.

Cuando Baba viajaba, y viajaba mucho, yo me encerraba en mi habitación. Leía un libro cada dos días, escribía cuentos, aprendía a dibujar caballos. Oía a Hassan trasteando en la cocina por las mañanas, el tintineo de los cubiertos, el silbido de la tetera…, esperaba a oír que se cerrara la puerta y, sólo entonces, bajaba a comer. Tracé un círculo en el calendario en torno a la fecha del primer día de colegio e inicié una cuenta atrás.

Para mi consternación, Hassan seguía intentando reavivar las cosas entre nosotros. Recuerdo la última vez. Yo me encontraba en mi dormitorio, leyendo una traducción abreviada al farsi de Ivanhoe, cuando llamó a la puerta.

– ¿Quién es?

– Voy a la panadería a comprar naan -dijo desde el otro lado-. Me preguntaba si tú…, si querrías venir conmigo.

– Creo que me quedaré leyendo -respondí acariciándome las sienes. En los últimos tiempos, cada vez que veía a Hassan me entraba dolor de cabeza.

– Hace un día muy soleado -replicó.

– Ya lo veo.

– Nos divertiríamos dando un paseo.

– Ve tú.

– Me gustaría que vinieses -dijo, e hizo una pausa. Algo golpeó contra la puerta, tal vez su frente-. No sé qué he hecho, Amir agha. Me gustaría que me lo dijeses. No sé por qué ya no jugamos.

– No has hecho nada, Hassan. Vete y ya está.

– Dímelo y dejaré de hacerlo.

Hundí la cabeza en mi regazo y presioné las sienes entre las rodillas, como un torno.

– Te diré lo que quiero que dejes de hacer -dije, cerrando los ojos con fuerza.

– Cualquier cosa.

– Quiero que dejes de acosarme. Quiero que te marches -le espeté.

Deseaba que me hubiese respondido, que hubiese dado un portazo, que me hubiese echado una bronca… Habría facilitado las cosas, las habría mejorado. Pero no hizo nada de eso, y cuando al cabo de unos minutos abrí la puerta, no estaba allí. Me arrojé sobre la cama, enterré la cabeza bajo la almohada y me eché a llorar.

Después de aquello, Hassan se movió por la periferia de mi vida. Me aseguré de que nuestros caminos se cruzaran lo menos posible y planificaba mi jornada para que así fuera. Porque cuando él estaba cerca de mí, el oxígeno desaparecía de la estancia. Sentía una presión en el pecho y me faltaba el aire; permanecía inmóvil y luchaba por respirar en mi pequeña burbuja de atmósfera sin aire. Pero, incluso sin estar físicamente, él estaba siempre allí. Estaba en la ropa lavada y planchada que me dejaba todas las mañanas sobre la silla de mimbre, en las zapatillas calientes que me encontraba en la puerta de mi habitación, en la madera que ardía en la estufa cuando yo bajaba a desayunar. Por dondequiera que mirara encontraba signos de su fidelidad, de su maldita e inquebrantable fidelidad.

A principios de aquella primavera, unos días antes de que empezara el nuevo año escolar, Baba y yo nos dedicamos a plantar tulipanes en el jardín. La nieve se había fundido en su mayor parte y las montañas del norte aparecían ya salpicadas de manchas de hierba verde. Era una mañana fría y gris. Baba estaba agachado a mi lado, cavando la tierra y plantando los bulbos que yo le pasaba. Estaba diciéndome que la mayoría de la gente pensaba que era mejor plantar los tulipanes en otoño, pero que no era así, cuando de pronto lo interrumpí.

– Baba, ¿has pensado alguna vez en cambiar de criados?

Soltó el bulbo de tulipán y enterró el plantador en la tierra. Se quitó los guantes de jardinero. Lo había sorprendido.

Chi? ¿Qué has dicho?

– Sólo estaba preguntándomelo, eso es todo.

– ¿Por qué querría hacerlo? -dijo Baba secamente.

– No lo harías, me imagino. Era únicamente una pregunta -añadí con un susurro. Sentía haberlo dicho.

– ¿Es por algo que pasa entre Hassan y tú? Sé que os pasa algo, pero, sea lo que sea, eres tú quien debe solucionarlo, no yo. Yo permanezco al margen.

– Lo siento, Baba.

Volvió a ponerse los guantes.

– Yo me crié con Alí -dijo entre dientes-. Fue mi padre quien lo trajo aquí. Él lo quería como a un hijo. Alí lleva cuarenta años con mi familia. Cuarenta malditos años. ¿Y piensas que voy a echarlo? -Se volvió hacia mí con una cara tan roja como los tulipanes-. Jamás te he puesto la mano encima, Amir, pero si vuelves a decirlo… -Apartó la vista, sacudiendo la cabeza-. Me avergüenzas. Hassan… Hassan no se irá a ningún lado, ¿me has entendido? -Bajé la vista, cogí un puñado de tierra y lo dejé escapar entre los dedos-. He dicho si me has entendido -rugió Baba.

Me encogí de miedo.

– Sí, Baba.

– Hassan no se irá a ninguna parte -me espetó Baba. Cavó un nuevo hoyo, con más fuerza de la necesaria-. Se quedará aquí, con nosotros, en el lugar al que pertenece. Su hogar es éste y nosotros somos su familia. ¡Nunca vuelvas a hacerme esa pregunta!

– No lo haré, Baba. Lo siento.

Plantamos en silencio el resto de los tulipanes.

Me sentí muy aliviado cuando las clases empezaron a la semana siguiente. Estudiantes armados con libretas nuevas y lápices afilados paseaban sin prisas por el patio, levantando polvo, charlando en corrillos, esperando los silbidos de los delegados. Baba me llevó en coche por el camino de tierra que conducía hasta la entrada de la escuela de enseñanza media Istitqlal. El colegio era un edificio de dos plantas con ventanas rotas y tenebrosos pasadizos adoquinados. Retazos de la pintura amarilla original asomaban por debajo de los trozos de yeso desprendidos. La mayoría de los niños iban al colegio a pie, y el Mustang negro de Baba levantaba más de una mirada de envidia. Debí haber sonreído orgulloso al bajar del coche (mi antiguo yo lo habría hecho), pero lo único que conseguí fue esgrimir un gesto de incomodidad. Eso y vacío. Baba se fue sin decirme adiós.

No me reuní con los demás para la acostumbrada comparación de las cicatrices que nos había dejado la lucha de cometas y esperé solo a que nos llamaran a formar. Finalmente sonó el timbre y nos dirigimos al aula en dos filas. Me senté al fondo. Mientras el profesor de farsi nos entregaba los libros de texto, recé para que me pusieran muchísimos deberes.

El colegio me ofrecía una excusa para permanecer encerrado en mi habitación durante horas interminables. Y, por un rato, alejaba de mi cabeza lo que había sucedido aquel invierno, lo que yo había permitido que sucediera. Durante unas cuantas semanas anduve enfrascado en la gravedad y la aceleración, los átomos y las células, las guerras anglo-afganas, en lugar de pensar en Hassan y lo que le había sucedido. Pero, siempre, mi cabeza acababa regresando al callejón. A los pantalones de pana marrones sobre los ladrillos. A las gotas de sangre que teñían la nieve de rojo oscuro, casi negro.

Una tarde aburrida y brumosa de aquel verano le pedí a Hassan que subiera a la montaña conmigo. Le dije que quería leerle un nuevo cuento que había escrito. Él estaba tendiendo la ropa en el patio y la precipitación con que terminó su tarea hizo que me percatara de su impaciencia.

Trepamos por la montaña hablando de tonterías. Me preguntó por la escuela, por lo que estaba aprendiendo, y yo le hablé de los profesores, sobre todo del malvado profesor de matemáticas que castigaba a los alumnos que hablaban colocándoles una vara plana de metal entre los dedos y luego apretándoselos. Hassan puso mala cara ante mis explicaciones y dijo que esperaba que yo nunca tuviera que pasar por esa experiencia. Yo le respondí que hasta aquel momento había tenido suerte, aunque yo sabía bien que la suerte no tenía nada que ver con aquello. Yo también hablaba en clase, pero mi padre era rico y conocido por todo el mundo, de modo que quedaba perdonado del tratamiento con la vara de metal.

Nos sentamos junto al muro del cementerio, a la sombra del granado. En cuestión de un mes o dos, la ladera quedaría alfombrada por hierbas amarillentas quemadas por el sol; sin embargo, aquel año las lluvias de primavera habían durado más de lo habitual, prolongándose hasta principios de verano, y la hierba seguía verde, salpicada por pequeños grupos de flores silvestres. Por debajo de donde nos encontrábamos, las casas blancas de tejado plano de Wazir Akbar Kan brillaban a la luz del sol. En los patios, las coladas colgadas en los tendederos bailaban como mariposas, animadas por la brisa del mar.

Habíamos cogido del árbol una docena de granadas. Saqué el libro que había elegido, lo abrí por la primera página y lo dejé en el suelo. Me puse en pie y cogí una granada madura que había caído del árbol.

– ¿Qué harías si la lanzara contra ti? -le pregunté, jugueteando arriba y abajo con la fruta.

La sonrisa de Hassan se debilitó. Parecía mayor de lo que yo recordaba. No, no mayor de lo que recordaba, simplemente mayor. ¿Era posible? Su rostro bronceado aparecía surcado por líneas y su boca y sus ojos estaban rodeados de arrugas.

– ¿Qué harías? -repetí.

Se quedó blanco. En el suelo, a su lado, la brisa levantaba las hojas grapadas con el cuento que había prometido leerle. Le lancé la granada al pecho y la pulpa roja explotó salpicándolo todo. El grito de Hassan estuvo cargado de sorpresa y dolor.

– ¡Dame ahora a mí! -le grité. Hassan observó la mancha en su pecho y luego a mí-. ¡Levántate! ¡Dame!

Hassan se levantó, pero no hizo nada. Estaba aturdido, como alguien que se ve arrastrado hacia las profundidades del mar por una gran ola cuando, sólo unos momentos antes, se encontraba disfrutando de un agradable paseo por la playa.

Le lancé otra granada, al hombro esta vez. El jugo le salpicó en la cara.

– ¡Dame a mí! -exclamé-. ¡Venga, dame, maldito seas!

Deseaba que lo hiciese. Deseaba que me diera el castigo que me merecía para así poder dormir por las noches. Tal vez entonces las cosas volvieran a ser como siempre habían sido entre nosotros. Pero Hassan no hizo nada, a pesar de que yo le daba una y otra vez.

– ¡Eres un cobarde! -dije-. ¡No eres más que un condenado cobarde!

No sé cuántas veces le di. Lo único que sé es que, cuando finalmente paré, agotado y jadeante, Hassan estaba teñido de rojo como si le hubiera disparado un batallón. Caí de rodillas, cansado, acabado, frustrado.

Entonces Hassan cogió una granada y se acercó a mí, la abrió y se la aplastó contra la frente.

– Así -murmuró, mientras el jugo se deslizaba por su cara como la sangre-. ¿Estás satisfecho? ¿Te sientes mejor?

Y se volvió y descendió por la colina.

Dejé que las lágrimas rodaran libremente y me quedé allí, balanceándome sobre las rodillas.

– ¿Qué voy a hacer contigo, Hassan? ¿Qué voy a hacer contigo?

En cuanto las lágrimas se secaron y me arrastré colina abajo, ya sabía la respuesta a esa pregunta.

Aquel verano de 1976, el último de paz y anonimato de Afganistán, cumplí trece años. La relación entre Baba y yo había vuelto a enfriarse. Creo que la causa fue el estúpido comentario sobre tener criados nuevos que hice el día que plantábamos tulipanes. Me arrepentía de haberlo dicho, de verdad, pero creo que, de cualquier modo, nuestro feliz y breve interludio habría llegado a su fin. Tal vez no tan pronto, pero habría llegado. Hacia finales de verano, los rasguños del cuchillo y el tenedor contra el plato habían sustituido a las charlas de la cena y Baba había retomado la costumbre de retirarse al despacho después de cenar. Y de cerrar la puerta. Yo había vuelto a manosear los versos de Hafez y Khayyam, a morderme las uñas hasta la cutícula y a escribir cuentos que guardaba amontonados debajo de la cama; por si acaso, aunque dudaba que Baba volviera a pedirme que se los leyera.

La consigna de Baba con respecto a las fiestas que organizaba en casa era la siguiente: o se invitaba a todo el mundo o no había fiesta. Recuerdo haber examinado más de una vez la lista de invitados una semana antes de mi fiesta de cumpleaños y no reconocer a las tres cuartas partes de los más de cuatrocientos kakas y khalas que iban a traerme regalos y a felicitarme por haber vivido hasta los trece. Después me di cuenta de que en realidad no venían por mí. Era mi cumpleaños, pero sabía quién era la verdadera estrella del espectáculo.

Durante días, la casa se vio invadida de gente que había contratado Baba. Estaba Salahuddin, el carnicero, que apareció remolcando un ternero y dos corderos y se negó a cobrar ninguno de los tres. Él, personalmente, sacrificó a los animales en el jardín a la sombra de un álamo. «La sangre es buena para el árbol», recuerdo que decía a medida que la hierba que rodeaba el álamo se empapaba de sangre. Hombres que yo no conocía trepaban a los robles con carretes de pequeñas bombillas y metros de cable. Otros preparaban docenas de mesas en el jardín y las cubrían luego con manteles. La noche anterior a la gran fiesta, un amigo de Baba, Del-Muhammad, propietario de un restaurante de kabob en Shar-e-nau, llegó a casa con un cargamento de especias. Igual que el carnicero, Del-Muhammad (Dello, como lo llamaba Baba) se negó a cobrar por sus servicios. Decía que Baba ya había hecho bastante por su familia. Fue Rahim Kan quien me contó al oído, mientras Dello adobaba la carne, que Baba le había prestado a Dello dinero para abrir el restaurante. Baba se había negado a recuperar el préstamo hasta el día en que Dello apareció en casa montado en un Benz e insistió en que no se iría hasta que Baba cogiera el dinero.

Me imagino que en muchos aspectos, al menos en los aspectos que se tienen en cuenta para juzgar una fiesta, mi bash de cumpleaños fue un éxito descomunal. Nunca había visto la casa tan llena. Invitados con copas en la mano charlaban por los pasillos, fumaban en las escaleras y se recostaban en los umbrales de las puertas. Se sentaban donde encontraban un rincón para hacerlo, en las mesas de la cocina, en el vestíbulo, incluso debajo de la escalera. En el jardín se confundían bajo el resplandor de las luces, azules, rojas y verdes, que centelleaban en los árboles. Sus caras se veían iluminadas por la luz de las lámparas de queroseno que había repartidas por todas partes. Baba había ordenado que se levantara en la terraza un escenario que dominaba todo el jardín y había sembrado el lugar de altavoces. Ahmad Zahir estaba allí, tocando el acordeón y cantando por encima de una masa de cuerpos danzantes.

Yo tuve que saludar personalmente a todos los invitados… Baba se encargó de ello. Nadie diría al día siguiente que su hijo no había aprendido modales. Besé centenares de mejillas, abracé a completos desconocidos y agradecí sus regalos. Me dolía la cara de tanto forzar aquella falsa sonrisa.

Me encontraba con Baba en el jardín cerca del bar cuando alguien dijo:

– Feliz cumpleaños, Amir.

Era Assef, con sus padres. El padre de Assef, Mahmood, era un hombre bajito y desmadejado, de piel oscura y cara pequeña. Su madre, Tanya, era una mujer menuda y nerviosa que sonreía y tenía muchos tics. Assef estaba entre los dos, sonriente. Los sobrepasaba a ambos en altura y les pasaba el brazo por encima de los hombros. Los condujo hasta nosotros, como si fuese él quien los había llevado allí. Como si él fuese el padre y ellos sus hijos. Me sacudió una sensación de vértigo. Baba les dio las gracias por su presencia.

– He elegido personalmente tu regalo -dijo Assef.

La cara de Tanya se contrajo y sus ojos volaron rápidamente desde Assef hasta mí. Sonrió, poco convencida, y parpadeó. Me pregunté si Baba lo habría advertido.

– ¿Sigues jugando a fútbol, Assef jan? -le preguntó Baba, que siempre había querido que trabase amistad con Assef.

Éste sonrió. Era horripilante lo dulce que podía parecer.

– Naturalmente, Kaka jan.

– Extremo derecho, si no recuerdo mal.

– Este año juego de delantero centro -dijo Assef-. En esa posición se meten más goles. La semana próxima jugamos contra el equipo de Mekro-Rayan. Será un buen encuentro. Tienen buenos jugadores.

Baba hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– De joven yo también jugaba de delantero centro.

– Apuesto a que aún podría, si quisiera -comentó Assef, y honró a Baba con un guiño de simpatía.

Baba se lo devolvió.

– Veo que tu padre te ha transmitido sus modales aduladores, mundialmente famosos…

Le dio un codazo al padre de Assef y a punto estuvo de tirarlo al suelo. La carcajada de Mahmood fue casi tan convincente como la sonrisa de Tanya y de pronto me pregunté si quizá, de algún modo, su hijo los tendría asustados. Intenté fingir una sonrisa, pero no conseguí más que una débil inclinación de las comisuras de los labios. Se me revolvía el estómago de ver a mi padre haciendo migas con Assef.

Assef me miró entonces.

– Wali y Kamal también han venido. No querían perderse tu cumpleaños por nada del mundo -dijo, con una carcajada a punto de aflorar de su boca. Yo asentí en silencio-. Mañana vamos a jugar un pequeño partido de voleibol en mi casa -anunció-. Tal vez te apetecería venir. Trae contigo a Hassan, si quieres.

– Eso suena divertido -replicó Baba gritando-. ¿Qué opinas, Amir?

– No me gusta el voleibol -murmuré.

Vi el débil pestañeo de Baba y siguió entonces un silencio incómodo.

– Lo siento, Assef jan -dijo Baba encogiéndose de hombros. Eso dolía, él disculpándose por mí…

– No pasa nada -repuso Assef-. Pero la invitación sigue en pie, Amir jan. Bueno, es igual. Como sé que te gusta mucho leer, te he comprado un libro. Uno de mis favoritos. -Me entregó un paquete envuelto en papel de regalo-. Feliz cumpleaños.

Vestía una camisa de algodón y pantalones azules, corbata de seda roja y mocasines negros relucientes. Olía a colonia y llevaba el pelo rubio repeinado hacia atrás. Superficialmente, era el sueño de cualquier padre hecho realidad: un chico fuerte, alto, bien vestido y de buenos modales, con talento y aspecto impresionantes, sin mencionar su habilidad para bromear con los adultos. Pero en mi opinión, sus ojos lo traicionaban. Cuando yo los miraba, la fachada se derrumbaba y revelaba el centelleo de locura que se ocultaba tras ellos.

– ¿No vas a aceptarlo, Amir? -me dijo Baba en ese momento.

– ¿Qué?

– Tu regalo -contestó irritado-. Assef jan está ofreciéndote un regalo.

– Oh -dije. Cogí el paquete de Assef y bajé la vista. En ese instante deseaba poder estar solo en mi habitación, con mis libros, lejos de aquella gente.

– ¿Y bien? -añadió Baba.

– ¿Qué?

Baba hablaba en voz baja, el tono que adoptaba cuando yo lo avergonzaba en público.

– ¿No piensas darle las gracias a Assef jan? Ha sido todo un detalle por su parte.

Ojalá Baba hubiera dejado de llamar a Assef de aquella manera. ¿En cuántas ocasiones me llamaba a mí Amir jan?

– Gracias -dije. La madre de Assef me miró como si quisiese decir algo, pero no lo hizo. Fue entonces cuando me percaté de que ninguno de los progenitores de Assef había pronunciado palabra. Antes de que la situación se pusiera más tensa entre Baba y yo, y sobre todo para escapar de Assef y su sonrisa, me alejé de ellos-. Gracias por haber venido -apunté, y a continuación me abrí camino entre la multitud de invitados y me deslicé entre las verjas de hierro forjado.

Dos casas más abajo de la nuestra había un terreno grande y sin cultivar. Había oído a Baba explicarle a Rahim Kan que lo había comprado un juez y que había un arquitecto trabajando en el proyecto. De momento, el solar seguía vacío, excepto por un gran cubo de basura que Alí guardaba en la esquina sur. Cada dos semanas, Alí, ayudado por otros dos hombres, cargaba el cubo en un camión y lo llevaba al vertedero de la ciudad.

Arranqué el papel del regalo de Assef y la cubierta del libro brilló a la luz de la luna. Se trataba de una biografía de Hitler. Lo tiré a la basura.

Me agaché junto a la pared del vecino y me dejé caer al suelo. Permanecí un rato sentado allí a oscuras, con las rodillas contra el pecho, contemplando las estrellas, a la espera de que finalizara la noche.

– ¿No deberías estar atendiendo a los invitados? -preguntó una voz familiar. Rahim Kan se acercaba a mí pegado a la pared.

– No me necesitan. Baba está allí, ¿no? -respondí. Rahim Kan se sentó a mí lado y el hielo de su copa tintineó-. No sabía que bebieras.

– Pues sí -dijo, y me dio un codazo en plan de guasa-, aunque sólo en las ocasiones importantes.

Sonreí.

– Gracias.

Dirigió la copa hacia mí en señal de brindis y dio un trago. Encendió un cigarrillo, uno de esos cigarrillos paquistaníes sin filtro que siempre fumaban él y Baba.

– ¿Te he contado alguna vez que estuve a punto de casarme?

– ¿De verdad? -dije con una ligera sonrisa imaginándome a Rahim Kan a punto de casarse.

Siempre lo había considerado como el álter ego de Baba, mi mentor literario, mi colega, el que nunca se olvidaba de traerme un recuerdo, un saughat, cuando regresaba de un viaje al extranjero. Pero ¿un marido? ¿Un padre?

Hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Es verdad. Yo tenía dieciocho años. Ella se llamaba Homaira. Era hazara, hija de los criados de nuestro vecino. Bonita como un pari, melena castaña, grandes ojos avellana… Y aquella sonrisa…, aún la oigo reír a veces. -Agitó la copa-. Nos veíamos en secreto en los pomares de mi padre, siempre después de medianoche, cuando todo el mundo se había ido a dormir. Paseábamos bajo los árboles de la mano… ¿Te incomodo, Amir jan?

– Un poco -dije.

– Bueno, podrás soportarlo -replicó dando una nueva calada-. Nosotros teníamos la ilusión de celebrar una boda estupenda a la que invitaríamos a todos los familiares y amigos desde Kabul a Kandahar. Yo construiría una gran casa para nosotros, con un patio cubierto de azulejos y amplios ventanales. En el jardín plantaríamos árboles frutales y todo tipo de flores. También tendríamos césped para que jugaran los niños. Los viernes, después del namaz en la mezquita, todo el mundo se reuniría en casa para comer en el jardín, bajo los cerezos, y beberíamos agua fresca del pozo. Después tomaríamos el té con dulces viendo cómo nuestros hijos jugaban con sus primos… -Dio un trago largo al whisky. Tosió-. Deberías haber visto la mirada de mi padre cuando se lo conté. Y mi madre se desmayó. Mis hermanas tuvieron que mojarle la cara con agua fresca. Mientras la abanicaban, me miraban como si acabara de rebanarle el cuello. Mi hermano Jalal se disponía a ir a por su escopeta de caza y mi padre lo detuvo. -Rahim Kan soltó una amarga carcajada-. Éramos Homaira y yo contra el mundo. Y te lo digo, Amir jan: al final, siempre acaba ganando el mundo. Así son las cosas.

– ¿Y qué pasó?

– Aquel mismo día, mi padre puso a Homaira y a su familia en un camión y los expulsó de Hazarajat. Nunca volví a verla.

– Lo siento -dije.

– Probablemente fue lo mejor -repuso Rahim Kan encogiéndose de hombros-. Habría sufrido. Mi familia nunca la habría aceptado como a una igual. Es imposible ordenarle un día a alguien que te lustre los zapatos y al siguiente llamarlo hermano. -Me miró-. Ya lo sabes, Amir, puedes contarme todo lo que quieras. En cualquier momento.

– Lo sé -dije, inseguro.

Estuvo observándome mucho rato, como si estuviese esperando algo. Sus insondables ojos negros buscaban un secreto impronunciable entre nosotros. Estuve a punto de explicárselo, de explicárselo todo, pero ¿qué habría pensado de mí? Me habría odiado, y con razón.

– Ten. -Me entregó una cosa-. Casi se me olvida. Feliz cumpleaños. -Era un cuaderno con las tapas de piel marrón. Repasé con los dedos las puntadas doradas de los bordes. Aspiré el aroma de la piel-. Para tus historias -dijo. Iba a darle las gracias cuando se produjo una explosión y unas luces iluminaron el cielo.

– ¡Fuegos artificiales!

Regresamos corriendo a casa y encontramos a todos los invitados congregados en el patio, mirando hacia el cielo. Los niños reían y gritaban con cada nueva explosión. La gente estallaba en aplausos cada vez que los cohetes silbaban y estallaban formando racimos de fuego. Cada pocos segundos el jardín quedaba iluminado por repentinas ráfagas de rojo, verde y amarillo.

Entonces, en uno de aquellos breves estallidos de luz, vi algo que jamás olvidaré: Hassan, con una bandeja de plata, sirviendo refrescos a Assef y Wali. La luz parpadeó, se produjo un silbido y una explosión, y luego un nuevo resplandor de luz anaranjada: Assef sonreía y le daba a Hassan un golpecito en el pecho con el nudillo.

Después, por suerte, la oscuridad.

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