20

Farid me había puesto sobre aviso. Lo había hecho. Pero al final resultó que había gastado saliva inútilmente.

Viajábamos por la carretera llena de baches que une Jalalabad con Kabul. La última vez que había pasado por ella había sido en un camión con techo de lona y en dirección contraria. Baba estuvo a punto de morir de un balazo a manos de un oficial roussi cantarín y borracho como una cuba… Aquella noche, Baba hizo que me sintiera furioso, asustado y, finalmente, orgulloso. El camino entre Kabul y Jalalabad, un trayecto entre rocas capaz de romper los huesos a cualquiera, se había convertido en una reliquia, una reliquia de dos guerras. Veinte años antes, había presenciado con mis propios ojos algo de la primera. Junto a la carretera yacían tristes recuerdos de ella: restos quemados de viejos tanques soviéticos, camiones militares volcados y medio oxidados, un Jeep ruso accidentado que había caído por un barranco. La segunda guerra la había visto por televisión. Y la veía en aquellos momentos a través de los ojos de Farid.

Farid esquivaba sin el mínimo esfuerzo los socavones de la maltrecha carretera. Estaba en su elemento. Se mostraba más parlanchín desde nuestra estancia en casa de Wahid. Me había dicho que me sentase en el asiento del copiloto y me miraba cuando me hablaba. Incluso sonrió un par de veces. Manejaba el volante con la mano mutilada y señalaba pueblos de casas de adobe que íbamos encontrándonos por el camino y en los que años atrás había conocido a gente. La mayoría, dijo, estaban muertos o en campamentos de refugiados en Pakistán.

– A veces los muertos son los más afortunados -comentó.

En una ocasión señaló los restos derruidos y carbonizados de un pueblo diminuto. Había quedado reducido a un montón de paredes ennegrecidas y desprovistas de tejado. Un perro dormía junto a una de las paredes.

– Aquí tenía un amigo -dijo-. Era un mecánico de bicicletas estupendo. También tocaba bien la tabla. Los talibanes lo mataron a él y a su familia y prendieron fuego al pueblo.

Pasamos junto al pueblo incendiado y el perro ni se movió.

En los viejos tiempos, el viaje de Jalalabad a Kabul duraba dos horas, quizá un poco más. Farid y yo tardamos seis. Y cuando lo hicimos… Farid me puso sobre aviso nada más pasar la presa de Mahipar.

– Kabul ya no es como lo recuerdas -me advirtió.

– Eso me han dicho.

Farid me lanzó una mirada con la que quería decirme que oírlo no era lo mismo que verlo. Y tenía razón. Porque cuando Kabul apareció finalmente ante nosotros tuve la seguridad, la completa seguridad, de que en algún cruce nos habíamos equivocado de dirección. Farid debió de ver mi cara de estupefacción… Si transportaba gente a Kabul con cierta frecuencia, debía de estar acostumbrado a ver esa expresión en las caras de aquellos que llevaban mucho tiempo lejos de Kabul.

Me dio un golpecito en el hombro.

– Bienvenido de nuevo -dijo hoscamente.

Escombros y mendigos. Era lo único que veía donde quiera que mirase. Recordaba que en los viejos tiempos también había mendigos… Baba llevaba siempre en el bolsillo un puñado adicional de billetes afganos para ellos; nunca lo vi esquivarlos. Pero ahora los había en todas las esquinas, vestidos con harapos de arpillera, agachados en cuclillas y tendiendo las manos manchadas de barro pidiendo limosna. Y en su mayoría eran niños enjutos y con caras tristes, algunos no mayores de cinco o seis años. Se situaban en las esquinas de las calles más transitadas, sentados en el regazo de sus madres, quienes, tapadas con el burka, entonaban melancólicamente «Bakhshesh, bakhshesh!» Y había algo más, algo de lo que no me había dado cuenta hasta ese momento: había muy pocos niños que estuviesen sentados junto a un hombre. Las guerras habían convertido a los padres en un bien escaso en Afganistán.

Nos dirigíamos hacia el oeste, hacia el barrio de Karteh-Seh, por la que yo recordaba como una importante vía pública en los años setenta: Jadeh Maywand. Justo al norte de donde nos encontrábamos estaba el río Kabul, completamente seco. Sobre las colinas del sur se veía la vieja muralla derrumbada de la ciudad. Y al este de ella estaba la fortaleza de Bala Hissar (la antigua ciudadela que el señor de la guerra Dostum había ocupado en 1992), que se levantaba sobre la cordillera de Shirdarwaza, las mismas montañas desde las cuales los muyahidines acribillaron Kabul con misiles entre 1992 y 1996, infligiéndole la mayoría de los daños que yo estaba contemplando en aquellos momentos. La cordillera montañosa de Shirdarwaza se prolongaba hacia el oeste. Era desde aquellas montañas desde donde, según recordaba, disparaba el Topeh chasht, el cañón del mediodía. Detonaba a diario para anunciar el mediodía y el final del ayuno diurno durante el mes del ramadán. En aquellos tiempos, el retumbar del cañón se oía en toda la ciudad.

– De pequeño solía venir aquí, a Jadeh Maywand -musité-. Había tiendas y hoteles. Luces de neón y restaurantes. Compraba cometas a un anciano llamado Saifo, propietario de un pequeño establecimiento que se encontraba junto al antiguo cuartel de la policía.

– El cuartel de la policía sigue ahí -dijo Farid-. En la ciudad no hay escasez de policía. Lo que no encontrarás son cometas ni tiendas de cometas, ni en Jadeh Maywand ni en ninguna otra parte de Kabul. Esa época terminó.

Jadeh Maywand se había convertido en un castillo de arena gigantesco. Los edificios que no se habían derrumbado en su totalidad apenas se mantenían en pie. Los tejados estaban llenos de agujeros y las paredes, taladradas por misiles y bombas. Manzanas enteras habían quedado reducidas a escombros. Vi un letrero acribillado por las balas medio enterrado en un rincón entre una pila de cascotes. Decía «Beba Coca-Co…». Vi niños jugando en las ruinas de un edificio sin ventanas entre fragmentos de ladrillos y piedra, ciclistas y carros tirados por mulas esquivando niños, perros extraviados y montones de cascotes. Sobre la ciudad flotaba una neblina de polvo y, al otro lado del río, una columna de humo se alzaba en dirección al cielo.

– ¿Dónde están los árboles? -pregunté.

– La gente los corta para tener leña en invierno -contestó Farid-. Los shorawi cortaron también muchos.

– ¿Por qué?

– Porque los francotiradores se escondían en ellos.

Me asoló la tristeza. Regresar a Kabul era como tropezarse con un viejo amigo olvidado y ver que la vida no le había tratado bien, que se había convertido en un vagabundo, en un indigente.

– Mi padre construyó un orfanato en Shar-e-kohna, la antigua ciudad, al sur de aquí -dije.

– Lo recuerdo -replicó Farid-. Lo destruyeron hace unos años.

– ¿Podemos parar? Quiero dar un paseo rápido por aquí.

Farid detuvo el vehículo en una pequeña calle secundaria junto a un edificio semiderruido que no tenía puerta.

– Esto era una farmacia -murmuró Farid cuando salimos del todoterreno.

Regresamos caminando a Jadeh Maywand y giramos hacia la derecha, en dirección oeste.

– ¿A qué huele? -inquirí. Algo hacía que me llorasen los ojos.

– A diesel -respondió Farid-. Los generadores de la ciudad fallan continuamente, por lo que la electricidad no es de fiar. La gente utiliza el diesel como forma de energía.

– Diesel. ¿Recuerdas a lo que olía esta calle en los viejos tiempos?

Farid sonrió.

– A kabob.

– A kabob de cordero.

– Cordero -dijo Farid, saboreando la palabra-. Los únicos en Kabul que hoy en día comen cordero son los talibanes. -Me tiró de la manga-. Hablando de ellos… -Se acercaba un vehículo-. La patrulla de los barbudos -murmuró Farid.

Era la primera vez que yo veía a un talibán. Los había visto en televisión, en Internet, en las portadas de las revistas y en los periódicos. Pero en ese momento me encontraba a cinco metros de ellos, diciéndome que aquel repentino sabor que notaba en la boca no era el del puro miedo, diciéndome que, de pronto, mi carne no se había encogido hasta tocar los huesos y que el corazón no latía acelerado. Allí estaban. En todo su esplendor.

La camioneta Toyota descapotable de color rojo pasó lentamente por nuestro lado. Detrás iban un puñado de hombres jóvenes con caras serias sentados en cuclillas y con los Kalashnikov colgados del hombro. Todos llevaban barba y turbantes negros. Uno de ellos, un joven de piel oscura que tendría unos veinte años, de cejas anchas y pobladas, azotaba rítmicamente con un látigo el lateral de la camioneta. Su mirada perdida fue a descansar en mí. Me miró fijamente. Nunca me había sentido tan desnudo. El talibán escupió saliva de color tabaco y apartó la vista. Sentí que respiraba de nuevo. La camioneta se alejó por Jadeh Maywand levantando a su paso una nube de polvo.

– ¡Qué te ocurre! -me dijo entre dientes Farid.

– ¿Qué?

– ¡No te atrevas ni a mirarlos! ¿Me has entendido? ¡Jamás!

– No quería hacerlo -dije.

– Tu amigo tiene razón, agha -dijo alguien-. Es preferible golpear con un palo a un perro rabioso.

La voz pertenecía a un anciano mendigo que estaba sentado descalzo en las escaleras de un edificio acribillado por las balas. Iba vestido con un raído chapan reducido a harapos deshilachados y un turbante mugriento. El párpado izquierdo cubría un hueco vacío. Con una mano artrítica señaló la dirección por donde había desaparecido la camioneta roja.

– Dan vueltas y observan. Esperan a que alguien los provoque. Tarde o temprano, siempre cae alguien. Entonces los perros se dan el festín y el aburrimiento de la jornada queda por fin roto y alguien grita «Allah-u-Akbar!» Los días en que nadie los ofende, bueno…, siempre se puede elegir una víctima al azar…

– Mantén la mirada fija en los pies cuando los talibanes ronden cerca -me ordenó Farid.

– Tu amigo te ofrece buenos consejos -repuso el viejo mendigo, entrometiéndose de nuevo. Tosió secamente y escupió en un pañuelo andrajoso-. Perdonadme, pero ¿podríais prescindir de unos pocos afganis? -añadió.

Bas. Vámonos -dijo Farid tirándome del brazo.

Le di al viejo cien mil afganis, el equivalente a tres dólares. Cuando se inclinó para coger el dinero, su hedor, una mezcla de leche agria y pies que no han sido lavados en semanas, inundó mi nariz y me provocó una arcada. Se guardó rápidamente el dinero en el cinturón. Su único ojo vigilaba a un lado y a otro.

– Mil gracias por tu benevolencia, agha Sahib.

– ¿Sabes dónde está el orfanato de Karteh-Seh? -le pregunté.

– No es difícil de encontrar, está al oeste de Darulaman Boulevard -dijo-. Cuando los misiles acabaron con el viejo orfanato, trasladaron a los niños que estaban allí a Karteh-Seh, que es como sacar a alguien de la jaula del león y meterlo en la del tigre.

– Gracias, agha -repliqué, y me volví dispuesto a marcharme.

– Era la primera vez, ¿no?

– ¿Perdón?

– La primera vez que veías a un talibán. -No dije nada. El anciano asintió con la cabeza y sonrió. Reveló entonces los pocos dientes que le quedaban, todos amarillos y torcidos-. Recuerdo la primera vez que los vi entrar en Kabul. ¡Fue un día de alegría! -exclamó-. ¡El final de la matanza! Wah, wah! Pero, como dice el poeta: «¡Despreocupado estaba el amor y entonces llegaron los problemas!»

Se me dibujó una sonrisa en la cara.

– Conozco ese ghazal. Es de Hafez.

– Sí, así es. De hecho, tengo buenos motivos para conocerlo -respondió el viejo-. Lo enseñaba en la universidad.

– ¿Ah, sí?

El viejo se llevó las manos al pecho y tosió.

– Desde mil novecientos cincuenta y ocho hasta mil novecientos noventa y seis. Estudiábamos a Hafez, Khayyam, Rumi, Beydel, Jami, Saadi… En una ocasión, fui invitado a dar una conferencia en Teherán, eso fue en mil novecientos setenta y uno. Hablé del místico Beydel. Recuerdo que el público se puso en pie y aplaudió. ¡Ja! -Sacudió la cabeza-. Pero ¿has visto a esos jóvenes de la camioneta? ¿Qué valores crees que ven ellos en el sufismo?

– Mi madre daba clases en la universidad -le conté.

– ¿Cómo se llamaba?

– Sofia Akrami.

Su ojo consiguió brillar a través del velo que le habían causado las cataratas.

– «Las malas hierbas del desierto siguen con vida, pero la flor de primavera florece y se marchita.» Qué gracia, qué dignidad, qué tragedia.

– ¿Conocías a mi madre? -le pregunté al viejo, arrodillándome ante él.

– No muy bien, pero sí, la conocía. Nos sentamos a charlar varias veces. La última de ellas fue un día lluvioso justo antes de los exámenes finales. Compartimos una maravillosa porción de pastel de almendras. Pastel de almendras con té caliente y miel. Por aquel entonces su embarazo estaba muy adelantado. Estaba preciosa. Nunca olvidaré lo que me dijo aquel día.

– ¿Qué? Dímelo, por favor.

Baba siempre me había descrito a mi madre a grandes rasgos, como «una gran mujer». Pero yo siempre me había sentido sediento de detalles: cómo le brillaba el cabello a la luz del sol, su sabor de helado favorito, las canciones que le gustaba tararear, si se mordía las uñas… Baba se llevó a la tumba los recuerdos que tenía de ella. Tal vez temiera que con sólo pronunciar su nombre le entraran sentimientos de culpa por lo que había hecho poco tiempo después de su muerte. O tal vez su pérdida había sido tan grande, su dolor tan profundo, que no podía soportar hablar de ella. Tal vez ambas cosas.

– Dijo: «Tengo mucho miedo.» Y yo le pregunté: «¿Por qué?», y ella respondió: «Porque soy profundamente feliz, doctor Rasul. Una felicidad así asusta.» Le pregunté por qué y dijo: «Sólo te permiten ser así de feliz cuando están preparándose para llevarse algo de ti», y yo repliqué: «Calla. Basta de tonterías.»

Farid me cogió del brazo.

– Deberíamos irnos, Amir agha -dijo en voz baja. Pero yo retiré el brazo.

– ¿Qué más? ¿Qué más te dijo?

Las facciones del viejo se suavizaron.

– Me gustaría acordarme de ello por ti. Pero no puedo. Tu madre falleció hace mucho tiempo y mi memoria está tan destrozada como estos edificios. Lo siento.

– Aunque sea un pequeño detalle, lo que sea.

El viejo sonrió.

– Intentaré recordar, te lo prometo. Vuelve y búscame.

– Gracias -dije-. Muchas gracias.

Y lo decía de todo corazón. Ahora sabía que a mi madre le gustaban el pastel de almendra con miel y el té caliente, que en una ocasión utilizó la palabra «profundamente», que su felicidad la corroía. Acababa de saber más cosas sobre mi madre gracias a aquel viejo de la calle de las que nunca supe por parte de Baba.

De vuelta al todoterreno, ni Farid ni yo comentamos nada de lo que la mayoría de los afganos habrían considerado una coincidencia improbable, que diera la casualidad de que un mendigo de la calle conociese a mi madre. Porque ambos sabíamos que en Afganistán, y particularmente en Kabul, un absurdo como aquél era de lo más corriente. Baba solía decir: «Coge dos afganos que no se han visto en su vida, déjalos en una habitación diez minutos y acabarán descubriendo su parentesco.»

Abandonamos al viejo en las escaleras de aquel edificio. Decidí tomar en serio su ofrecimiento, regresar al lugar y comprobar si había desenterrado alguna historia más relacionada con mi madre. Pero nunca volví a verlo.

Encontramos el orfanato nuevo en la zona norte de Karteh-Seh, a orillas del río Kabul, que estaba seco. Se trataba de un edificio bajo, tipo barracón, con las paredes llenas de rastros de metralla y las ventanas sujetas con planchas de madera. Farid me había contado por el camino que Karteh-Seh había sido uno de los vecindarios más castigados por la guerra, y en cuanto salimos del todoterreno las pruebas de lo que me había contado resultaron abrumadoras. Las calles, plagadas de baches, estaban flanqueadas por casas abandonadas y edificios bombardeados casi en ruinas. Pasamos junto al esqueleto oxidado de un coche volcado, un televisor sin pantalla medio enterrado entre los escombros y un muro donde habían escrito las palabras «Zenda bad Taliban!», «¡Larga vida a los talibanes!», con spray negro.

Nos abrió la puerta un hombre bajito, delgado y calvo con barba canosa y lanuda. Llevaba una chaqueta de tweed muy vieja, un casquete y un par de gafas con un cristal astillado que descansaban sobre la punta de su nariz. Detrás de las gafas había unos ojos diminutos parecidos a guisantes negros que volaban de mí a Farid.

Salaam alaykum -dijo.

Salaam alaykum -dije yo, y le mostré la fotografía-. Estamos buscando a este niño.

Echó un vistazo superficial a la fotografía.

– Lo siento. Nunca lo he visto.

– Apenas has mirado la foto, amigo -terció Farid-. ¿Por qué no la miras con más atención?

Loftan… -añadí-. Por favor.

El hombre de la puerta cogió la fotografía, la examinó y la devolvió.

Nay, lo siento. Conozco a todos los niños de esta institución y ése no me suena. Ahora, si me lo permitís, tengo trabajo.

Cerró la puerta y echó la llave, pero yo la aporreé con los nudillos.

Agha! Agha, por favor, abra la puerta. No queremos hacerle ningún daño al niño.

– Ya os lo he dicho. No está aquí. -Su voz salía del otro lado de la puerta-. Ahora, por favor, idos.

Farid se acercó a la puerta y apoyó en ella la frente.

– Amigo, no estamos con los talibanes -dijo en voz baja y con cautela-. El hombre que me acompaña quiere llevarse a ese niño a un lugar seguro.

– Vengo de Peshawar -le expliqué-. Un buen amigo mío conoce a una pareja de americanos que dirigen allí una casa de beneficencia para niños. -Notaba la presencia del hombre al otro lado de la puerta. Lo sentía allí, escuchando, dudando, atrapado entre la sospecha y la esperanza-. Mire, yo conocía al padre de Sohrab -añadí-. Se llamaba Hassan. El nombre de su madre era Farzana. Llamaba Sasa a su abuela. Sabe leer y escribir. Y es bueno con el tirachinas. La esperanza existe para ese niño, agha, una salida. Abra la puerta, por favor. -Desde el otro lado, sólo silencio-. Soy medio tío suyo -concluí.

Pasó un momento. Luego se escuchó el sonido de una llave en la cerradura y reapareció en la rendija de la puerta la cara fina del hombre. Me miró a mí, después a Farid y otra vez a mí.

– Te has equivocado en una cosa.

– ¿En qué?

– Con el tirachinas es magnífico.

Sonreí.

– Es inseparable de ese artilugio. Lo lleva en la cintura del pantalón adondequiera que vaya.

•••

El hombre que nos dejó pasar se presentó como Zaman, director del orfanato.

– Seguidme a mi despacho -nos ordenó.

Lo seguimos a través de pasillos oscuros y mugrientos por los que paseaban sin prisa niños descalzos vestidos con jerséis raídos. Cruzamos habitaciones que tenían las ventanas tapadas con plásticos y el suelo simplemente recubierto de alfombras deshilachadas. Esas salas estaban llenas de esqueléticas estructuras metálicas que servían de cama, la mayoría de ellas sin colchón.

– ¿Cuántos huérfanos viven aquí? -preguntó Farid.

– Más de los que podemos albergar. Cerca de doscientos cincuenta -respondió Zaman mirando por encima del hombro-. Pero no todos son yateem. La mayoría han perdido a sus padres en la guerra y sus madres no pueden alimentarlos porque los talibanes no les permiten trabajar. Por eso nos traen aquí a sus hijos. -Hizo con la mano un gesto dramático y añadió con tristeza-: Este lugar es mejor que la calle, aunque no tanto. Este edificio no fue concebido para albergar a gente en él… Era el almacén de un fabricante de alfombras. Así que no hay calentador de agua y han dejado que el pozo se seque. -Bajó el volumen de la voz-. He pedido a los talibanes, más veces de las que soy capaz de recordar, dinero para excavar un nuevo pozo, pero se limitan a seguir jugando con su rosario y a decirme que no hay dinero. No hay dinero. -Rió con disimulo-. Con toda la heroína que tienen y dicen que no pueden pagar un pozo.

Señaló una hilera de camas situada junto a la pared.

– No tenemos camas suficientes, ni colchones. Y lo que es peor, no disponemos de mantas suficientes. -Nos mostró a una niña que saltaba a la cuerda con otras dos-. ¿Veis a esa niña? El invierno pasado los niños tuvieron que compartir mantas, y su hermano murió de frío. -Siguió caminando-. La última vez que lo comprobé, nos quedaba en el almacén arroz para menos de un mes, y cuando se termine, los niños tendrán que comer pan y té en el desayuno y en la cena. -Me di cuenta de que no hizo ninguna mención a la comida del mediodía. Se detuvo y se volvió hacia mí-. Nos tienen abandonados, casi no hay comida, ni ropa, ni agua limpia. Lo que hay de sobra son niños que han perdido su infancia. Y lo trágico es que éstos son los afortunados. Estamos muy por encima de nuestra capacidad; todos los días tengo que decir que no a madres que me traen a sus hijos -Se acercó un paso hacia mí-. ¿Dices que hay esperanza para Sohrab? Rezo para que no me mientas, agha. Pero… tal vez sea demasiado tarde.

– ¿A qué te refieres?

Zaman apartó la vista.

– Seguidme.

Lo que pasaba por despacho del director consistía en cuatro paredes desnudas y agrietadas, una esterilla en el suelo, una mesa y dos sillas plegables. Cuando Zaman y yo tomamos asiento, vi una rata gris que asomaba la cabeza por una madriguera excavada en la pared y atravesaba corriendo la estancia. Me encogí cuando me olió los zapatos, y luego los de Zaman, para acabar escurriéndose por la puerta abierta.

– ¿A qué te referías con demasiado tarde? -le pregunté.

– ¿Queréis un poco de chai? Puedo prepararlo.

– Nay, gracias. Preferiría que hablásemos.

Zaman se recostó en su silla y cruzó los brazos sobre el pecho.

– Lo que tengo que contarte no es agradable. Sin mencionar que puede resultar muy peligroso.

– ¿Para quién?

– Para ti. Para mí. Y, naturalmente, para Sohrab si no es ya demasiado tarde.

– Necesito saberlo -afirmé.

Zaman movió la cabeza.

– Como quieras. Pero primero quiero hacerte una pregunta: ¿hasta qué punto deseas encontrar a tu sobrino?

Pensé en las peleas callejeras en las que nos habíamos metido de pequeños, en las veces en que Hassan salía en mi defensa, dos contra uno, a veces tres contra uno. Yo retrocedía y me quedaba observando; sentía tentaciones de entrar en la pelea, pero siempre me detenía antes de hacerlo, siempre me contenía por alguna razón.

Miré hacia el pasillo y vi a un grupo de niños que bailaban en círculo. Una niña pequeña, con la pierna izquierda amputada por debajo de la rodilla, permanecía sentada en un colchón infestado de ratas y observaba, sonriendo y aplaudiendo junto con los demás niños. Vi que Farid miraba también, con su mano igualmente amputada colgando a un lado. Me acordé de los hijos de Wahid y… entonces comprendí una cosa: que no abandonaría Afganistán sin encontrar a Sohrab.

– Dime dónde está -le exigí.

La mirada de Zaman cayó sobre mí. Entonces asintió con la cabeza, cogió un lápiz y lo volteó entre los dedos.

– Mantén mi nombre al margen de todo esto.

– Lo prometo.

Dio golpecitos a la mesa con el lápiz.

– A pesar de tu promesa, creo que lo lamentaré, pero quizá esté bien así. Yo ya estoy maldito de todas formas. Pero si puedes hacer algo por Sohrab… Te lo diré porque creo en ti. Tienes la mirada de un hombre desesperado. -Permaneció un buen rato en silencio-. Hay un oficial talibán -murmuró- que nos visita cada mes o cada dos. Trae dinero, no mucho, pero es mejor que nada. -Su mirada nerviosa cayó sobre mí y luego me rehuyó-. Normalmente se lleva a una niña. Pero no siempre.

– ¿Y tú lo permites? -intervino Farid a mi espalda. Estaba dando la vuelta a la mesa, acercándose a Zaman.

– ¿Qué otra alternativa tengo? -respondió éste apartándose de la mesa.

– Eres el director -dijo Farid-. Tu trabajo consiste en cuidar de estos niños.

– No puedo hacer nada para detenerlo.

– ¡Estás vendiendo niños! -rugió Farid.

– ¡Farid, siéntate! ¡Suéltalo! -exclamé.

Pero era demasiado tarde. Porque Farid saltó encima de la mesa de repente. La silla de Zaman salió volando en cuanto Farid cayó sobre él y lo tiró al suelo. El director se revolvía debajo de Farid y profería gritos sofocados. Con las piernas empezó a patalear sobre un cajón abierto de la mesa y cayeron en el suelo hojas de papel.

Di la vuelta a la mesa corriendo y comprendí por qué los gritos de Zaman sonaban de aquella manera: Farid estaba estrangulándolo. Agarré a Farid por los hombros con ambas manos y tiré con fuerza, pero me apartó de un empujón.

– ¡Ya es suficiente! -vociferé. Pero Farid tenía la cara encendida, los labios apretados, gruñía.

– ¡Voy a matarlo! ¡No puedes detenerme! ¡Voy a matarlo! -decía con desprecio.

– ¡Apártate de él!

– ¡Voy a matarlo! -Algo en el tono de su voz me decía que si yo no hacía algo rápidamente estaba a punto de presenciar por vez primera un asesinato.

– Los niños están mirando, Farid. Están mirando -dije. Noté los músculos de su espalda tensos bajo la presión de mi mano, y por un instante pensé que no dejaría de apretar el cuello de Zaman. Entonces se volvió y vio a los niños. Estaban en silencio junto a la puerta, cogidos de las manos; algunos lloraban. Noté cierta relajación en los músculos de Farid. Soltó las manos y se puso en pie. Miró a Zaman y le escupió en la cara. Se dirigió hacia la puerta y la cerró.

Zaman se enderezó, se limpió los labios ensangrentados con la manga y se secó la saliva que tenía en la mejilla. Tosiendo y jadeando, se encasquetó el gorro, se puso las gafas, vio que tenía los dos cristales rotos y se las quitó. Hundió la cara entre las manos. Nadie dijo nada durante mucho rato.

– Se llevó a Sohrab hace un mes -murmuró finalmente Zaman, sin retirar todavía las manos de la cara.

– ¿Y tú te consideras director? -dijo Farid.

Zaman bajó las manos.

– Llevan seis meses sin pagarme. Estoy sin nada porque he gastado todos los ahorros de mi vida en este orfanato. He vendido todo lo que tenía y todo lo que heredé para sacar adelante este lugar dejado de la mano de Dios. ¿Crees que no tengo familia en Pakistán y en Irán? Podría haber huido como todo el mundo. Pero no lo hice. Me quedé. Me quedé por ellos. -Señaló hacia la puerta-. Si le niego un niño, se lleva diez. De modo que le permito que se lleve uno y que Alá nos juzgue. Me trago mi orgullo y me quedo con su maldito y asqueroso… dinero sucio. Luego voy al bazar y compro comida para los niños.

Farid bajó la vista.

– ¿Qué les sucede a los niños que se lleva? -le pregunté.

Zaman se frotó los ojos con dos dedos.

– A veces regresan.

– ¿Quién es él? ¿Cómo podemos encontrarlo? -inquirí.

– Id mañana al estadio Ghazi. Lo veréis durante el intermedio. Es el único que lleva gafas de sol negras. -Cogió sus gafas rotas y las giró-. Ahora quiero que os marchéis. Los niños están asustados.

Nos acompañó hasta la salida.

Cuando arrancamos el todoterreno, vi a Zaman por el retrovisor, de pie junto al umbral de la puerta. Lo rodeaba un grupo de niños que se agarraban al dobladillo de su camisola. Vi que se había puesto las gafas rotas.

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