25

No me dejarán entrar.

Veo cómo pasa la camilla entre un par de puertas de vaivén y los sigo. Atravieso corriendo las puertas. El olor a yodo y a agua oxigenada me tumba: sólo tengo tiempo de ver a dos hombres con gorros de quirófano y a una mujer con una bata verde inclinados sobre una camilla. Por un lado cae una sábana blanca que acaricia las mugrientas baldosas. Por debajo de la sábana asoman un par de pequeños pies ensangrentados y veo que la uña del dedo gordo del pie izquierdo está partida. Luego aparece un hombre alto y corpulento vestido de azul que me pone la mano en el pecho y me echa a empujones; siento en la piel el tacto frío de su alianza. Arremeto empujando hacia delante y lo maldigo, pero me responde que no puedo estar allí. Lo dice en inglés, con voz educada pero firme. «Debe usted esperar», dice, conduciéndome de nuevo hacia la sala de espera; las puertas se cierran tras de él en un suspiro y lo único que veo a través de las estrechas ventanillas rectangulares que hay en ellas es la parte superior de los gorros de quirófano de los hombres.

Me abandona en un pasillo ancho y sin ventanas que está abarrotado de gente sentada en sillas metálicas plegables dispuestas a lo largo de las paredes; hay más personas sentadas sobre la fina alfombra deshilachada. Quiero volver a gritar, y recuerdo la última vez que me sentí de esta manera, cuando estuve con Baba en el interior de la cisterna del camión de gasolina, enterrado en la oscuridad junto con los demás refugiados. Quiero alejarme de este lugar, de esta realidad, izarme como una nube y desaparecer flotando, fundirme con esta húmeda noche de verano y disolverme en algún lugar lejano, por encima de las montañas. Pero estoy aquí, mis piernas son como bloques de hormigón, mis pulmones están vacíos de aire, me arde la garganta. No puedo marcharme flotando. Esta noche no habrá otra realidad. Cierro los ojos y la nariz se inunda de los olores del pasillo, sudor y amoniaco, alcohol y curry. En el techo, las polillas se pegan a los tubos grises fluorescentes dispuestos a lo largo del pasillo y escucho el ruido de su aleteo, parecido al del crujir del papel. Oigo charlas, sollozos sordos, sorber de mocos, alguien que gime, otro que suspira, las puertas del ascensor que se abren con un «bing», la megafonía que busca a alguien llamándolo en urdu.

Abro de nuevo los ojos y sé lo que debo hacer. Miro a mi alrededor, el corazón me martillea el pecho y la sangre resuena en mis oídos. A mi izquierda hay un pequeño trastero oscuro. Allí encuentro lo que necesito. Funcionará. Cojo una sábana blanca del montón de ropa de cama doblada y me la llevo al pasillo. Veo a una enfermera que habla con un policía cerca de los baños. Agarro a la enfermera por un codo y tiro de ella, preguntándole dónde está el este. Ella no entiende nada, las arrugas de la cara se le pronuncian más cuando frunce el entrecejo. Me duele la garganta y me escuecen los ojos debido al sudor, cada vez que respiro es como si inhalase fuego y creo que estoy llorando. Vuelvo a preguntárselo. Se lo suplico. Es el policía quien me lo indica.

Arrojo al suelo mi jai-namaz casera, mi alfombra de oración, y me arrodillo, bajo la frente hasta abajo, mis lágrimas empapan la sábana. Estoy en dirección al este. Entonces recuerdo que llevo quince años sin rezar. Hace mucho que he olvidado las palabras. Pero no importa, murmuraré las pocas que todavía recuerdo: «La illaha il Allah, Muhammad u rasul ullah.» No existe otro Dios sino Alá, y Mahoma es su mensajero. En este momento me doy cuenta de que Baba estaba equivocado, de que Dios existe, de que siempre ha existido. Lo veo aquí, en los ojos de la gente de este pasillo de desesperación. Ésta es la verdadera casa de Dios, aquí es donde los que han perdido a Dios vuelven a encontrarlo, no en la masjid blanca, con sus resplandecientes luces en forma de diamantes y sus elevados minaretes. Dios existe, así tiene que ser, y voy a rezar, voy a rezar para que me perdone por haberlo olvidado durante todos estos años, para que me perdone por haber traicionado, mentido y pecado con impunidad, y por volver a Él sólo en los momentos de necesidad; rezo para que sea tan misericordioso, benevolente e indulgente como su libro dice que es. Me inclino hacia el este, beso el suelo y prometo que practicaré el zakat, el namaz, que ayunaré durante el ramadán y que seguiré ayunando después de que el ramadán haya pasado, me comprometo a memorizar hasta la última palabra de su libro sagrado y a peregrinar hasta aquella ciudad abrasadora en medio del desierto y a inclinarme delante de la Ka'ba. Haré todo eso y pensaré en Él a diario a partir de este instante si me concede un único deseo: mis manos están manchadas con la sangre de Hassan; rezo a Dios para que no permita que se manchen también con la sangre de su hijo.

Escucho un lloriqueo y me doy cuenta de que es el mío, de que las lágrimas que ruedan por mis mejillas me dejan los labios salados. Siento fijos en mí los ojos de todos los presentes en el pasillo y sigo inclinándome hacia el este. Rezo. Rezo para que mis pecados no se hayan apoderado de mí como siempre temí que lo hiciesen.

Sobre Islamabad se cierne una noche negra desprovista de estrellas. Han pasado unas horas y me encuentro sentado en el suelo de un minúsculo salón junto al pasillo que desemboca en el pabellón de urgencias. Delante de mí tengo una fea mesita de centro de color marrón atiborrada de periódicos y revistas sobadas: un ejemplar de Time fechado en abril de 1996; un periódico pakistaní donde aparece la cara de un niño que murió atropellado por un tren la semana anterior; una revista con fotografías de sonrientes actores de Lollywood en la portada a todo color. En una silla de ruedas, enfrente de mí, echando una cabezada, hay una mujer mayor vestida con un chal de ganchillo y shalwar-kameez de color verde jade. Se despierta de vez en cuando y murmura una oración en árabe. Me pregunto, agotado, cuáles serán las oraciones que se escucharán hoy, las suyas o las mías. Me imagino la cara de Sohrab, la protuberancia puntiaguda de su barbilla, sus orejitas en forma de concha, sus ojos rasgados como una hoja de bambú, tan parecidos a los de su padre. Me invade un pesar negro como la noche y siento una punzada en la garganta.

Necesito aire.

Me pongo en pie y abro las ventanas. El aire que entra es húmedo y caliente…, huele a dátiles demasiado maduros y a excrementos. Lo obligo a entrar en mis pulmones dando bocanadas, pero no consigo eliminar la punzada que siento en el pecho. Regreso al suelo. Cojo el ejemplar de Time y lo hojeo. Sin embargo, soy incapaz de leer, soy incapaz de concentrarme en nada. Así que vuelvo a dejarlo en la mesa y fijo la vista en el dibujo zigzagueante que forman las grietas en el suelo de cemento, en las telarañas que hay en los rincones del techo, en las moscas muertas que cubren el alféizar de la ventana. Sobre todo fijo la vista en el reloj de la pared. Son las cuatro de la mañana y llevo cerca de cinco horas encerrado en la habitación de las puertas de vaivén. Y aún no he tenido noticias.

Empiezo a sentir que el trozo de suelo que ocupo forma parte de mi cuerpo; mi respiración es cada vez más pesada, más lenta. Quiero dormir, cierro los ojos y apoyo la cabeza en ese suelo frío y sucio. Me dejo llevar. Tal vez cuando me despierte descubra que todo lo que he visto en el baño de la habitación formaba parte de un sueño: el agua del grifo goteando y cayendo con un «plinc» en el agua teñida de sangre; la mano izquierda colgando por un lado de la bañera; la maquinilla de afeitar empapada de sangre sobre la cisterna del inodoro… La misma maquinilla con la que yo me había afeitado el día anterior; y sus ojos, entreabiertos aún, pero sin brillo. Eso por encima de todo. Quiero olvidar los ojos.

Pronto llega el sueño y se apodera de mí. Sueño en cosas que cuando me despierto no puedo recordar.

•••

Alguien me da golpecitos en un hombro. Abro los ojos. Un hombre está arrodillado a mi lado. Lleva un gorro igual que el de los hombres que había detrás de las puertas de vaivén; tiene la boca tapada por una mascarilla de papel… Se me encoge el corazón cuando veo una gota de sangre en la mascarilla. Lleva la fotografía de una niña de ojos lánguidos pegada en el busca. Se quita la mascarilla y me alegro de dejar de tener ante mis ojos la sangre de Sohrab. Su piel es oscura, del color del chocolate suizo que Hassan y yo comprábamos en el bazar de Shar-e-Nau; las mejillas son regordetas, el cabello empieza a clarearle, y sus ojos, de color avellana, están rematados por unas pestañas curvadas hacia arriba. Con acento británico me dice que es el doctor Nawaz, y de repente siento la necesidad de alejarme de él porque no creo que pueda soportar escuchar lo que ha venido a decirme. Dice que el niño se ha hecho unos cortes muy profundos y que ha perdido mucha sangre. Mi boca empieza a murmurar de nuevo esa oración:

«La illaha il Allah, Muhammad u rasul ullah

Han tenido que hacerle varias transfusiones…

«¿Cómo se lo explicaré a Soraya?»

Han tenido que reanimarlo dos veces…

«Haré el namaz, haré el zakat

Lo habrían perdido si su corazón no hubiese sido tan joven y tan fuerte…

«Ayunaré.»

Está vivo.

El doctor Nawaz sonríe. Necesito un momento para asimilar lo que acaba de decirme. Sigue hablando, pero no quiero escucharlo. Porque he cogido sus manos y me las he llevado a la cara. Lloro mi alivio en las manos pequeñas y carnosas de este desconocido y él ha dejado de hablar. Espera.

La unidad de cuidados intensivos tiene forma de L y está oscura; es un revoltijo de monitores que emiten sonidos y máquinas zumbantes. El doctor Nawaz va por delante de mí. Avanzamos entre dos filas de camas separadas por cortinas blancas de plástico. La cama de Sohrab es la última, la más cercana a la enfermería, donde dos mujeres con batas verdes anotan datos en pizarras y charlan en voz baja. Durante el silencioso trayecto que he realizado en el ascensor con el doctor Nawaz he pensado que me echaría de nuevo a llorar en cuanto viese a Sohrab. Pero me he quedado sin lágrimas y no afloran cuando me siento en la silla a los pies de su cama. Miro su cara blanca a través de la confusión de tubos de plástico brillantes y vías intravenosas. Me invade un entumecimiento especial cuando observo su pecho subir y bajar al ritmo de los silbidos del ventilador, el mismo que se debe sentir segundos después de evitar por los pelos un choque frontal con el coche.

Echo una cabezada y cuando me despierto veo, a través de la ventana que hay junto al puesto de enfermería, el sol en un cielo lechoso. La luz entra sesgada en la estancia y proyecta mi sombra hacia Sohrab. No se ha movido.

– Le iría bien dormir un poco -me dice una enfermera.

No la reconozco… El turno debe de haber cambiado mientras yo dormía. Me acompaña a otra sala, esta vez justo al lado de la UCI. Está vacía. Me da una almohada y una manta con el anagrama del hospital. Le doy las gracias y me tumbo sobre un sofá de vinilo que hay en un rincón de la sala. Caigo dormido casi al instante.

Sueño que estoy de nuevo en la sala de abajo. El doctor Nawaz entra y me pongo en pie para saludarlo. Se quita la mascarilla de papel. Sus manos son más blancas de lo que recordaba, lleva las uñas muy cuidadas, el cabello perfectamente peinado, y entonces veo que no se trata del doctor Nawaz, sino de Raymond Andrews, el hombrecillo de la embajada y la tomatera. Andrews inclina la cabeza. Cierra los ojos.

De día el hospital era un laberinto de pasillos que parecían hormigueros, un resplandor de fluorescentes blancos. Llegué a conocer todos los rincones, a saber que el botón de la cuarta planta del ascensor del ala este no funcionaba, que la puerta del lavabo de caballeros de ese mismo sector estaba atrancada y que para abrirla era necesario darle un empujón con el hombro. Llegué a saber que la vida del hospital tiene un ritmo propio: el frenesí de actividad que se produce justo antes del cambio de turno de la mañana, el bullicio de mediodía, la quietud y la tranquilidad de las altas horas de la noche sólo interrumpida ocasionalmente por una confusión de médicos y enfermeras afanados en reanimar a alguien. Durante el día velaba a Sohrab junto a su cama y por las noches deambulaba por los pasillos, escuchando el sonido de las suelas de mis zapatos al pisar las baldosas y pensando en lo que le diría a Sohrab cuando despertara. Siempre acababa regresando a la UCI, sentándome junto a su cama, escuchando el zumbido del ventilador, y sin tener la menor idea de qué le diría.

Después de tres días en la UCI le retiraron la respiración asistida y lo trasladaron a una cama de la planta baja. Yo no estuve presente durante el traslado. Aquella noche, precisamente, había ido al hotel a dormir un poco y estuve dando vueltas sin parar en la cama. Por la mañana intenté no mirar la bañera. Estaba limpia. Alguien había limpiado la sangre, colocado nuevas alfombras en el suelo y frotado las paredes. Pero no pude evitar sentarme en su frío borde de porcelana. Me imaginé a Sohrab llenándola de agua caliente. Lo vi desnudarse. Lo vi dándole la vuelta al mango de la maquinilla y abriendo los dobles pestillos de seguridad del cabezal, extrayendo la hoja, sujetándola entre el pulgar y el índice. Me lo imaginé entrando en el agua, tendido un momento en la bañera con los ojos cerrados. Me pregunté cuál habría sido su último pensamiento antes de levantar la hoja y llevarla hasta la muñeca.

Salía del vestíbulo cuando me tropecé con el director del hotel, el señor Fayyaz.

– Lo siento mucho por usted -dijo-, pero tengo que pedirle que abandone mi hotel, por favor. Esto es malo para mi negocio, muy malo.

Le dije que lo comprendía y pedí la factura. No me cobraron los tres días que había pasado en el hospital. Mientras esperaba un taxi en la puerta del hotel, pensé en lo que el señor Fayyaz me había dicho la tarde en que estuvimos buscando a Sohrab: «Lo que les ocurre a ustedes los afganos es que… Bueno, su gente es un poco temeraria.» En aquel momento me reí de él, pero ahora me lo cuestionaba. ¿Cómo había sido capaz de quedarme dormido después de darle a Sohrab la noticia que él más temía?

Cuando entré en el taxi, le pregunté al chófer si conocía alguna librería donde tuvieran libros persas. Me dijo que había una a un par de kilómetros en dirección al sur. Nos detuvimos allí de camino al hospital.

La nueva habitación de Sohrab tenía las paredes de color crema descascarilladas, molduras gris oscuro y baldosas vidriadas que en su día debieron de ser blancas. Compartía la habitación con un adolescente del Punjab que, según me enteré posteriormente por las enfermeras, se había roto una pierna al caerse del techo del autobús en el que viajaba. Tenía la pierna escayolada, colocada en alto y sujeta por pinzas unidas mediante correas a diversos pesos.

La cama de Sohrab estaba junto a la ventana; su mitad inferior quedaba iluminada por la luz del sol de última hora de la mañana que entraba a través de los cristales rectangulares. Junto a la ventana había un guardia de seguridad uniformado mascando pipas de sandía tostadas… Sohrab se encontraba bajo vigilancia las veinticuatro horas del día por su intento de suicidio. Normas hospitalarias, según me había informado el doctor Nawaz. Al verme, el guardia se llevó la mano a la gorra a modo de saludo y abandonó la habitación.

Sohrab llevaba un pijama de manga corta del hospital y estaba tumbado boca arriba, con la sábana subida hasta el pecho y la cara vuelta hacia la ventana. Yo creía que estaba dormido, pero cuando arrastré una silla para colocarla junto a su cama, parpadeó y abrió los ojos. Me miró y apartó la vista. Estaba extremadamente pálido, a pesar de las transfusiones de sangre que le habían hecho. Donde el brazo derecho se doblaba tenía un cardenal enorme.

– ¿Cómo estás? -le pregunté.

No respondió. Estaba mirando por la ventana un recinto de arena vallado y los columpios del jardín del hospital. Junto a esa zona de juego había una espaldera en forma de arco a la sombra de una hilera de hibiscos y unas cuantas parras de uva verde que se enredaban en una celosía de madera. En el recinto de arena había niños jugando con cubos y palas. El cielo estaba completamente azul, sin una nube, y pude ver un avión minúsculo que dejaba atrás una columna de humo blanco. Me volví hacia Sohrab.

– He hablado hace unos minutos con el doctor Nawaz y cree que podrá darte el alta en un par de días. Buenas noticias, nay?

De nuevo el silencio por respuesta. El chico con quien compartía la habitación se agitó en sueños y murmuró algo.

– Me gusta tu habitación -dije intentando no mirar las muñecas vendadas de Sohrab-. Es luminosa y tienes buena vista. -Silencio. Transcurrieron unos cuantos minutos más de incomodidad y noté que el sudor aparecía en mi frente y en el labio superior. Señalé el plato con aush de guisantes intacto que había sobre la mesilla y la cuchara de plástico sin utilizar-. Deberías intentar comer algo. Recuperar tu quwat, tus fuerzas. ¿Quieres que te ayude?

Me sostuvo la mirada y luego apartó la vista. Su expresión era imperturbable. El brillo de sus ojos seguía sin aparecer; tenía la mirada perdida, igual que cuando lo saqué de la bañera. Busqué en el interior de la bolsa de papel que tenía entre los pies y saqué de ella un ejemplar de segunda mano del Shahnamah que había comprado en la librería. Le mostré la cubierta.

– Esto es lo que le leía a tu padre cuando éramos pequeños. Subíamos a una colina que había detrás de la casa y nos sentábamos debajo del granado… -Me interrumpí. Sohrab estaba de nuevo mirando por la ventana. Me obligué a sonreír-. La historia favorita de tu padre era la de Rostam y Sohrab; de ahí viene tu nombre. Ya sé que lo sabes. -Hice una pausa; me sentía un poco tonto-. En su carta me decía que también era tu historia favorita, así que he pensado que podría leerte un trozo. ¿Te gustaría?

Sohrab cerró los ojos. Se los tapó con el brazo, con el del morado.

Hojeé el libro hasta dar con la página que había seleccionado en el taxi.

– Veamos -dije, preguntándome por vez primera qué pensamientos habrían pasado por la cabeza de Hassan cuando por fin pudo leer el Shahnamah por sus propios medios y descubrió que le había engañado tantas veces. Tosí para aclararme la garganta y empecé a leer-. «Presta atención al combate de Sohrab contra Rostam, a pesar de que es un cuento lleno de lágrimas -comencé-. Resultó que un día Rostam se levantó de su cama con la cabeza llena de presagios. Recordó que…» -Le leí el primer capítulo casi entero, hasta la parte en que el joven guerrero Sohrab se dirige a su madre, Tahmineh, princesa de Samengan, y le exige conocer la identidad de su padre. Cerré el libro-. ¿Quieres que continúe? Ahora vienen las batallas, ¿lo recuerdas? ¿La de Sohrab encabezando su ejército para asaltar el Castillo Blanco de Irán? ¿Sigo leyendo? -Él movió lentamente la cabeza de un lado a otro. Guardé de nuevo el libro en la bolsa de papel-. Está bien -repuse, animado al ver que al menos me había respondido-. Tal vez podamos continuar mañana. ¿Cómo te encuentras?

Sohrab abrió la boca y salió de ella un sonido ronco. El doctor Nawaz me había advertido que sucedería eso debido al tubo para respirar que le habían insertado entre las cuerdas vocales. Se humedeció los labios y volvió a intentarlo.

– Cansado.

– Lo sé. El doctor Nawaz dice que es normal…

Sacudía la cabeza de un lado a otro.

– ¿Qué, Sohrab?

Cuando volvió a hablar con aquella voz ronca, en un tono apenas más alto que un suspiro, hizo una mueca de dolor.

– Cansado de todo.

Suspiré y me desplomé en la silla. Sobre la cama caía un rayo de sol y, por un instante, la cara de muñeca china de color gris ceniza que me miraba desde el otro lado fue la viva imagen de Hassan, no del Hassan con quien jugaba a las canicas hasta que el mullah anunciaba el azan de la noche y Alí nos llamaba para que entrásemos en casa, no del Hassan a quien yo perseguía colina abajo mientras el sol se escondía por el oeste detrás de los tejados de adobe, sino del Hassan que vi con vida por última vez, arrastrando sus pertenencias detrás de Alí bajo un cálido aguacero de verano y colocándolas en el maletero del coche de Baba mientras yo contemplaba la escena desde la ventana empapada de lluvia de mi habitación.

Movió lentamente la cabeza.

– Cansado de todo -repitió.

– ¿Qué puedo hacer, Sohrab? Dímelo, por favor.

– Quiero… -empezó. Esbozó una nueva mueca de dolor y se llevó la mano a la garganta como si con ello pudiese hacer desaparecer lo que le bloqueaba la voz. Mis ojos se vieron arrastrados otra vez hacia una muñeca escondida bajo un aparatoso vendaje de gasas-. Quiero recuperar mi vieja vida -afirmó con un suspiro.

– Oh, Sohrab…

– Quiero a mi madre y a mi padre. Quiero a Sasa. Quiero jugar en el jardín con Rahim Kan Sahib. Quiero vivir otra vez en nuestra casa. -Se restregó los ojos con el brazo-. Quiero recuperar mi vieja vida.

Yo no sabía qué decir, dónde mirar, así que bajé la vista. «Tu vieja vida… -pensé-. Mi vieja vida también. Yo he jugado en el mismo jardín, Sohrab. He vivido en la misma casa. Pero la hierba está muerta y en el camino de acceso a nuestra casa hay aparcado un Jeep desconocido que deja manchas de aceite en el asfalto. Nuestra vieja vida se ha ido, Sohrab, y todos los que en ella habitaban han muerto o están muriendo. Ahora sólo quedamos tú y yo. Sólo tú y yo.»

– Eso no puedo dártelo -dije.

– Ojala no hubieses…

– No digas eso, por favor.

– Ojalá no hubieses…, ojalá me hubieses dejado en el agua.

– No digas eso nunca más, Sohrab -le exigí inclinándome hacia él-. No puedo soportar oírte hablar así. -Le rocé el hombro y se estremeció. Se apartó. Alejé la mano, recordando con pesar cómo los últimos días antes de que yo rompiese mi promesa se había familiarizado por fin a mis caricias-. Sohrab, no puedo devolverte tu vieja vida, ojalá Dios pudiera. Pero puedo llevarte conmigo. Eso era lo que iba a decirte cuando entré en el baño. Conseguiremos un visado para ir a Estados Unidos, para vivir conmigo y con mi esposa. Es verdad. Te lo prometo.

Resopló por la nariz y cerró los ojos. Deseaba no haber pronunciado la última frase.

– ¿Sabes?, en mi vida he hecho muchas cosas de las que me arrepiento -dije-, y tal vez no haya otra de la que me arrepienta más que de no haber cumplido la promesa que te hice. Pero eso jamás volverá a ocurrir y lo siento con todo mi corazón. Te pido tu bakhshesh, tu perdón. ¿Puedes dármelo? ¿Puedes perdonarme? ¿Puedes creerme? -Bajé el tono de voz-. ¿Vendrás conmigo?

Mientras esperaba su respuesta, mi cabeza regresó un instante a un día de invierno muy antiguo, cuando Hassan y yo nos sentamos en la nieve bajo un cerezo sin hojas. Aquel día le hice una jugarreta cruel a Hassan, le pedí que comiera tierra para que me demostrara su fidelidad. Sin embargo, ahora era yo quien se encontraba bajo el microscopio, quien tenía que demostrar su valía. Me lo tenía merecido.

Sohrab se giró, dándome la espalda. No dijo nada durante mucho rato. Entonces, cuando ya pensaba que se había quedado dormido, emitió un gemido:

– Estoy muy khasta, muy cansado.

Seguí sentado junto a la cama hasta que cayó dormido. Algo se había perdido entre Sohrab y yo. Hasta la reunión con el abogado Omar Faisal había ido entrando poco a poco en los ojos de Sohrab, como un tímido invitado, una luz de esperanza. Pero la luz había desaparecido, el invitado se había esfumado, y me preguntaba cuándo se atrevería a regresar. Me preguntaba cuánto tiempo pasaría hasta que Sohrab volviese a sonreír. Cuánto tiempo pasaría hasta que confiase en mí. Si es que llegaba a hacerlo.

Así que salí de la habitación para emprender la búsqueda de un nuevo hotel, sin saber que tendría que pasar casi un año hasta que volviese a oír una palabra en boca de Sohrab.

Sohrab nunca llegó a aceptar mi oferta. Ni a declinarla. Pero sabía que cuando le quitaran los vendajes y los pijamas del hospital se convertiría simplemente en un huérfano hazara más. ¿Qué otra alternativa le quedaba? ¿Adónde podía ir? Así que lo que interpreté como un «Sí» por su parte fue más bien una rendición silenciosa, no tanto una aceptación como un acto de renuncia de un niño excesivamente agotado para decidir y demasiado cansado para creer. Lo que anhelaba era su vieja vida. Lo que obtenía éramos América y yo. No era un mal destino, teniendo en cuenta las circunstancias, pero no podía decírselo. La perspectiva es un lujo que sólo pueden permitirse las mentes que no están atormentadas por un enjambre de demonios.

Y así fue como, aproximadamente una semana después, nos encontramos en una pista de despegue negra y caliente y me llevé a Estados Unidos al hijo de Hassan, apartándolo de la certidumbre de la confusión y arrojándolo a una confusión de incertidumbre.

Un día, entre 1983 y 1984, me encontraba en la sección de películas del Oeste de un videoclub de Fremont cuando se me acercó un tipo con una Coca-Cola en un vaso de un Seven-Eleven. Me señaló una cinta de Los siete magníficos y me preguntó si la había visto.

– Sí, trece veces -le dije-. Muere Charles Bronson, y también James Coburn y Robert Vaughn. -Me miró con cara de malos amigos, como si acabara de escupir en su refresco.

– Muchas gracias, tío -replicó, y se marchó sacudiendo la cabeza y murmurando algo.

Allí aprendí que en Estados Unidos no debe revelarse jamás el final de una película, y que si lo haces, serás despreciado y deberás pedir perdón con todas tus fuerzas por haber cometido el pecado de «estropear el final».

En Afganistán, sin embargo, lo único que importaba era el final. Cuando Hassan y yo llegábamos a casa después de haber visto una película hindú en el cine Zainab, lo primero que querían saber Alí, Rahim Kan, Baba o cualquiera de la miríada de amigos de Baba (primos segundos y terceros que entraban y salían de casa) era lo siguiente: ¿acabó encontrando la felicidad la chica de la película? ¿El bacheh film, el chico de la película, se convirtió en kamyab y alcanzó sus sueños, o era nah-kam, estaba condenado a hundirse en el fracaso?

Lo que querían saber era si había un final feliz.

Si alguien me preguntara hoy si la historia de Hassan, Sohrab y yo tiene un final feliz, no sabría qué decir.

¿Lo sabe alguien?

Al fin y al cabo la vida no es una película hindú. Zendagi migzara, dicen los afganos: la vida sigue, haciendo caso omiso al principio, al final, kamyab, nah-kam, crisis o catarsis; sigue adelante como una lenta y mugrienta caravana de kochis.

No sabría cómo responder a esa pregunta. A pesar del pequeño milagro del domingo pasado.

Llegamos a casa hace siete meses, un caluroso día de agosto de 2001. Soraya fue a recogernos al aeropuerto. Nunca había estado tanto tiempo lejos de Soraya, y cuando me abrazó por el cuello, cuando olí su melena con aroma a manzanas, me di cuenta de lo mucho que la había echado de menos.

– Sigues siendo el sol de la mañana de mi yelda -le susurré.

– ¿Qué?

– Nada -contesté dándole un beso en la oreja.

Después ella se arrodilló para ponerse a la altura de Sohrab. Le dio la mano y le sonrió.

Salaam, Sohrab jan, soy tu Khala Soraya. Todos estábamos esperando tu llegada.

Cuando la vi sonriendo a Sohrab con los ojos llorosos, percibí un atisbo de la madre que habría sido si su vientre no la hubiese traicionado.

Sohrab cambió de posición y apartó la vista.

Soraya había convertido el estudio de la planta superior en un dormitorio para Sohrab. Lo acompañó hasta allí y él se sentó en la cama. Las sábanas tenían estampado el dibujo de unas cometas de colores vivos que volaban en un cielo azul añil. En la pared donde estaba el armario, Soraya había dibujado una regla con centímetros para medir la altura del niño a medida que fuese creciendo. A los pies de la cama vi una cesta de mimbre con libros, una locomotora y una caja de acuarelas.

Sohrab iba vestido con una camiseta sencilla de color blanco y unos pantalones vaqueros nuevos que le había comprado en Islamabad antes de nuestra partida… La camiseta le quedaba un poco grande y colgaba de sus hombros huesudos y hundidos. Su cara seguía pálida, excepto por los oscuros círculos que aparecían bajos sus ojos. Nos observaba con la misma mirada impasible con que contemplaba los platos de arroz hervido que le servían regularmente en el hospital.

Soraya le preguntó si le gustaba su habitación y me di cuenta de que intentaba evitar mirarle las muñecas y que sus ojos se desviaban sin querer hacia aquellas líneas serradas de color rosado. Sohrab bajó la cabeza, escondió las manos entre los muslos y no dijo nada. Se limitó a reposar la cabeza en la almohada y, menos de cinco minutos después, Soraya y yo lo veíamos dormir desde el umbral de la puerta.

Nos acostamos. Soraya se quedó dormida con la cabeza apoyada en mi pecho. Yo permanecí despierto en la oscuridad de nuestra habitación; el insomnio una vez más. Despierto y solo con mis propios demonios.

En algún momento de la noche salté de la cama y me dirigí al dormitorio de Sohrab. Me quedé de pie a su lado y al bajar la vista vi algo que sobresalía de su almohada. Lo cogí. Se trataba de la fotografía de Rahim Kan, la que le regalé a Sohrab la noche en que nos quedamos sentados junto a la mezquita de Sah Faisal. Aquélla en la que aparecían Hassan y Sohrab el uno junto al otro, entrecerrando los ojos para evitar la luz del sol y sonriendo como si el mundo fuese un lugar bueno y justo. Me pregunté cuánto tiempo habría estado Sohrab acostado en la cama contemplando la fotografía, dándole vueltas.

Miré la foto. «Tu padre era un hombre partido en dos mitades», había dicho Rahim Kan en su carta. Yo había sido la parte con derecho, la aprobada por la sociedad, la mitad legítima, la encarnación involuntaria de la culpabilidad de Baba. Miré a Hassan, cuya sonrisa mostraba el vacío dejado por los dos dientes delanteros; la luz del sol le daba oblicuamente en la cara. Él era la otra mitad de Baba. La mitad sin derecho, sin privilegios. La mitad que había heredado lo que Baba tenía de puro y noble. La mitad que tal vez, en el lugar más recóndito de su corazón, Baba consideraba su verdadero hijo.

Devolví la fotografía al lugar donde la había encontrado. Entonces noté algo: que ese último pensamiento no me había producido ningún tipo de punzada. Mientras cerraba la puerta de la habitación de Sohrab me pregunté si el perdón se manifestaría de esa manera, sin la fanfarria de la revelación, si simplemente el dolor recogería sus cosas, haría las maletas y se esfumaría sin decir nada en mitad de la noche.

Al día siguiente vinieron a cenar el general y su esposa. Khala Jamila, que se había cortado el pelo y se lo había teñido de un rojo más oscuro, le entregó a Soraya una bandeja de maghout cubierto de almendras que había preparado como postre. En cuanto vio a Sohrab exclamó:

Mashallah! Soraya jan nos había dicho lo khoshteep que eras, pero en persona eres incluso más guapo, Sohrab jan. -Le entregó un jersey de cuello alto de color azul-. Lo he tejido para ti -aclaró-. Para este invierno. Inshallah que te vaya.

Sohrab cogió el jersey.

– Hola, jovencito -fue todo lo que dijo el general, con ambas manos apoyadas en su bastón y mirando a Sohrab como si estuviera inspeccionando un objeto decorativo exótico en casa de alguien.

Respondí y volví a responder a todas las preguntas de Khala Jamila con respecto a mis heridas (le había dicho a Soraya que les contase que me habían atracado), tranquilizándola y asegurándole que no sufría ningún daño irreparable, que me quitarían los hierros en unas semanas y que después podría volver a comer todas sus comidas, que sí, que me frotaría las heridas con jugo de ruibarbo y azúcar para que las cicatrices desaparecieran antes.

El general y yo tomamos asiento en el salón y nos servimos una copa de vino mientras Soraya y su madre ponían la mesa. Le expliqué lo de Kabul y los talibanes. Él me escuchaba y asentía con la cabeza. Tenía el bastón apoyado en el regazo. Cuando le dije que había visto a un hombre vender su pierna ortopédica puso mala cara. No mencioné las ejecuciones del estadio Ghazi ni a Assef. Me preguntó por Rahim Kan, con quien dijo haber coincidido en Kabul varias veces, y movió negativa y solemnemente la cabeza cuando le conté lo de su enfermedad. Mientras hablábamos, sin embargo, vi que su mirada se desplazaba una y otra vez hacia Sohrab, que dormía en el sofá. Como si estuviésemos retrasando lo que en realidad él quería saber.

Los rodeos llegaron a su fin durante la cena, cuando el general dejó el tenedor sobre la mesa y dijo:

– Y bien, Amir jan, ¿vas a explicarnos por qué has traído contigo a este niño?

– ¡Iqbal jan! ¿Qué tipo de pregunta es ésa? -repuso Khala Jamila.

– Mientras tú estás tan ocupada tejiendo jerséis, querida, a mí me toca lidiar con la percepción que la comunidad tiene de nuestra familia. La gente preguntará. Querrán saber qué hace un niño hazara viviendo con nuestra hija. ¿Qué quieres que les cuente?

Soraya soltó la cuchara y se volvió hacia su padre.

– Puedes decirles…

– No pasa nada, Soraya -dije tocándole una mano-. No pasa nada. El general sahib tiene razón. La gente preguntará.

– Amir… -empezó ella.

– De acuerdo. -Me giré hacia el general-. Mire, general sahib, mi padre se acostó con la mujer de su criado. Ella le dio un hijo que recibió el nombre de Hassan. Hassan ha muerto. Ese niño que duerme en el sofá es el hijo de Hassan. Es mi sobrino. Eso es lo que le dirá a la gente cuando le pregunten. -Todos me miraban fijamente-. Y una cosa más, general sahib. Nunca volverá a referirse a él en mi presencia como el «niño hazara». Tiene nombre, y es Sohrab.

Nadie volvió a abrir la boca durante el resto de la cena.

Sería erróneo decir que Sohrab era tranquilo. Tranquilidad es paz, calma, bajar el «volumen» de la vida.

El silencio es pulsar el botón de «off». Apagarlo. Todo.

El silencio de Sohrab no era el silencio que alguien se impone a sí mismo por determinadas convicciones, ni el de los manifestantes que reivindican su causa sin pronunciar palabra. Era el silencio de quien se ha refugiado en un escondrijo oscuro, de quien se ha hecho un ovillo y se ha ocultado.

Tampoco ocupaba apenas espacio, aunque vivía con nosotros. A veces, en el mercado o en el parque, me daba cuenta de que los demás ni lo miraban, era como si no estuviese allí. Yo levantaba la cabeza del libro que estaba leyendo y de pronto veía que Sohrab había entrado en la habitación, había tomado asiento delante de mí y ni me había enterado. Caminaba como si le diese miedo dejar huellas a su paso. Se movía como si no quisiera desplazar el aire que había a su alrededor. Básicamente dormía.

El silencio de Sohrab también se le hacía difícil a Soraya. Cuando me llamó a Pakistán, Soraya me había contado todas las cosas que estaba planeando para el niño. Clases de natación. Fútbol. La liga de bolos. Pero cuando pasaba delante de la habitación de Sohrab y veía de reojo los libros sin abrir en la cesta de mimbre la escala de crecimiento sin marca alguna, el rompecabezas sin montar, cada uno de esos objetos era un recordatorio de una vida que podía haber sido. Un recordatorio de un sueño que se marchitaba aunque estuviese floreciendo. Pero ella no estaba sola. También yo tenía mis propios sueños con respecto a él.

Y mientras Sohrab permanecía en silencio, el mundo no lo estaba. Un martes por la mañana del pasado mes de septiembre se derrumbaron las torres gemelas y el mundo cambió de la noche a la mañana. La bandera estadounidense apareció de repente por todos los lados, ondeando en las antenas de los taxis amarillos, en las solapas de los peatones que caminaban por las aceras con paso ligero, incluso en las gorras mugrientas de los mendigos de San Francisco que se aposentaban bajo las marquesinas de las galerías de arte elegantes y los escaparates de las tiendas. Un día pasé junto a Edith, la mujer vagabunda que toca a diario el acordeón en la esquina de Sutter con Stockton, y vi una pegatina con la bandera norteamericana en el estuche del instrumento que tenía a sus pies.

Poco después de los ataques Estados Unidos bombardeó Afganistán, la Alianza del Norte subió al poder y los talibanes desaparecieron como ratas en las cuevas. De pronto la gente hacía cola en la tienda de ultramarinos y hablaba de las ciudades de mi infancia, Kandahar, Herat, Mazar-i-Sharif. Cuando éramos muy pequeños, Baba nos llevó a Hassan y a mí a Kunduz. Recuerdo poca cosa del viaje, excepto que nos sentamos a la sombra de una acacia a beber zumo fresco de sandía de una vasija de arcilla y jugamos a ver quién escupía más lejos las pepitas. A partir de entonces Dan Rather, Tom Brokaw y otros hablaban de la batalla de Kunduz, el último reducto de los talibanes en el norte, delante de una taza de café con leche en Starbucks. En el mes de diciembre pastunes, tayikos, uzbecos y hazaras se reunieron en Bonn y, bajo el ojo vigilante de Naciones Unidas, iniciaron el proceso que tal vez algún día acabe con veinte años de infelicidad en su watan. El sombrero de piel de cordero caracul de Hamid Karzai y su chapan verde se hicieron famosos.

Sohrab pasó como sonámbulo por todo ello.

Soraya y yo empezamos a involucrarnos en proyectos afganos, más que por un sentimiento solidario por la necesidad de tener algo, cualquier cosa con la que llenar el silencio que vivía en la planta de arriba y que lo absorbía todo como un agujero negro. Yo nunca había sido un hombre comprometido, pero cuando me llamó un tal Kabir, antiguo embajador afgano en Sofía, para preguntarme si deseaba ayudarlo en un proyecto hospitalario, le respondí que sí. El pequeño hospital estaba instalado cerca de la frontera entre Afganistán y Pakistán y disponía de una unidad quirúrgica donde atendían a refugiados afganos heridos por las minas antipersonas; pero había cerrado por falta de fondos. Me convertí en director del proyecto y Soraya en mi ayudante. Pasaba los días en el estudio, enviando mensajes por correo electrónico a gente de todo el mundo, solicitando donaciones, organizando actos para recaudar fondos. Y repitiéndome a mí mismo que traer a Sohrab conmigo había sido lo correcto.

El año terminó y nos sorprendió a Soraya y a mí sentados en el sofá, con una manta sobre las piernas y viendo a Dick Clark en la televisión. La gente empezó a gritar y a besarse cuando cayó la bola plateada y la pantalla se inundó del blanco del confeti. En casa, el nuevo año comenzó prácticamente igual a como había acabado el anterior. En silencio.

Entonces, hace cuatro días, un frío y lluvioso día de marzo de 2002, sucedió algo pequeño y maravilloso.

Fui con Soraya, Khala Jamila y Sohrab a una reunión de afganos que tenía lugar en Lake Elizabeth Park, en Fremont. Finalmente el general había sido llamado para un puesto en el ministerio y hacía dos semanas que había volado a Afganistán… dejando atrás su traje gris y su reloj de bolsillo. El plan era que Khala Jamila se uniese a él en cuestión de pocos meses, una vez se hubiera instalado. Ella lo echaba muchísimo de menos (y le preocupaba su estado de salud), por lo que insistimos en que pasara en casa una temporada.

El jueves anterior, el primer día de primavera, había sido el día de Año Nuevo afgano (el Sawl-e-Nau), y los afganos residentes en Bay Area habían organizado diversas celebraciones en East Bay y por toda la península. Kabir, Soraya y yo teníamos un motivo de alegría adicional: nuestro pequeño hospital de Rawalpindi acababa de abrir la semana anterior, no la unidad quirúrgica, pero sí la clínica pediátrica. Todos coincidíamos en que aquello era un buen principio.

El tiempo era soleado desde hacía varios días, pero cuando el domingo por la mañana puse los pies en el suelo, oí el sonido de las gotas de lluvia que aporreaban la ventana. «Suerte afgana», pensé. Reí con disimulo. Recé mi namaz de la mañana mientras Soraya seguía durmiendo… Ya no necesitaba consultar la guía de oraciones que había conseguido en la mezquita; las suras me salían con total naturalidad, sin el mínimo esfuerzo.

Llegamos allí cerca del mediodía y nos encontramos con un puñado de gente que estaba cobijada bajo un gran plástico rectangular sujeto por seis postes clavados al suelo. Alguien había empezado a freír bolani; las tazas de té humeaban como una cazuela con aush de coliflor. En un radiocasete rechinaba una vieja canción de Ahmad Zahir. Sonreí levemente al ver que los cuatro corríamos por la hierba empapada de agua, Soraya y yo en cabeza, Khala Jamila en medio, y Sohrab detrás de todos con la capucha del impermeable amarillo botándole en la espalda.

– ¿Qué es lo que te resulta tan divertido? -me preguntó Soraya tapándose la cabeza con un periódico doblado.

– Tal vez los afganos abandonen Paghman, pero es imposible que Paghman abandone el corazón de los afganos -dije.

Llegamos a la tienda improvisada. Soraya y Khala Jamila se dirigieron hacia una mujer obesa que freía espinacas bolani. Sohrab permaneció bajo el toldo durante unos instantes y luego salió bajo la lluvia. Llevaba las manos hundidas en los bolsillos del impermeable y el cabello (que le había crecido y era castaño y liso como el de Hassan) aplastado contra la cabeza. Se detuvo junto a un charco de color café y se quedó mirándolo. Nadie pareció darse cuenta. Nadie lo llamó para que regresase. Con el tiempo, las preguntas sobre nuestro pequeño adoptado y decididamente excéntrico habían cesado por fin, lo cual, teniendo en cuenta lo poco delicadas que pueden resultar las preguntas de los afganos, fue un alivio considerable. La gente dejó de preguntarnos por qué nunca hablaba. Por qué nunca jugaba con los demás niños. Y, lo mejor de todo, dejó de asfixiarnos con su empatía exagerada, con sus lentos balanceos de cabeza, con sus malas caras, con sus «oh, gung bichara». «Oh, pobre mudito.» La novedad se había agotado. Como un papel pintado soso, Sohrab había acabado confundiéndose con el fondo.

Le estreché la mano a Kabir, un hombrecillo de cabello blanco que me presentó a una docena de hombres, uno de ellos profesor retirado, otro ingeniero, un antiguo arquitecto, un cirujano que en la actualidad regentaba un chiringuito de perritos calientes en Hayward. Todos afirmaron conocer a Baba de los tiempos de Kabul y hablaban de él con respeto. Él había entrado en la vida de todos ellos de una u otra manera. Los hombres me dijeron que tenía mucha suerte por haber tenido como padre a un hombre tan grande como él.

Charlamos sobre la difícil y tal vez ingrata tarea que Karzai tenía ante sí, sobre el próximo Loya jirga y sobre el retorno inminente del rey a su patria después de veintiocho años de exilio. Recordé la noche de 1973, la noche en que el sha Zahir fue derrocado por su primo; recordé los disparos y el cielo iluminándose de plata… Alí nos protegió a Hassan y a mí entre sus brazos y nos dijo que no tuviésemos miedo, que sólo estaban cazando patos.

Entonces alguien contó un chiste del mullah Nasruddin y todos nos echamos a reír.

– ¿Sabes?, tu padre también era un hombre con sentido del humor -dijo Kabir.

– Sí que lo era -repliqué sonriendo, y recordé que, poco después de nuestra llegada a Estados Unidos, Baba empezó a despotricar sobre las moscas americanas.

Se sentaba a la mesa de la cocina con su matamoscas y observaba cómo los insectos se precipitaban de una pared a otra, zumbando de un lado a otro, molestas y excitadas. «En este país hasta las moscas viven apresuradas», gruñía. Yo me reía. Sonreí al recordarlo.

Hacia las tres dejó de llover y el cielo, cargado de grupos de nubes, adoptó un color gris hielo. En el parque soplaba una fría brisa. Aparecieron más familias. Los afganos se saludaban, se abrazaban, se besaban, intercambiaban comida. Alguien encendió el carbón de una barbacoa y muy pronto el olor a cebolla y a morgh kabob me inundó los sentidos. Se oía la música de algún cantante nuevo que yo no conocía y risas de niños. Vi a Sohrab, todavía con su impermeable amarillo, apoyado en un cubo de basura y mirando a lo lejos el área de bateo del campo de béisbol, que estaba vacía.

Poco después, mientras el ex cirujano me explicaba que Baba y él habían sido compañeros de clase en octavo, Soraya me tiró de una manga.

– ¡Mira, Amir! -Señalaba hacia el cielo. Media docena de cometas volaban en lo alto, un grupito de motas amarillas, rojas y verdes que resaltaban en el cielo gris-. Ve a ver -me dijo Soraya, señalando esa vez a un tipo que vendía cometas en un puesto cercano.

– Sujeta esto -repuse, y le pasé mi taza de té.

Me disculpé y me dirigí al puesto de cometas. Los zapatos se me hundían en la hierba mojada. Le indiqué al vendedor una seh-parcha amarilla.

Sawl-e-nau mubabrak -dijo el hombre cogiendo el billete de veinte dólares y entregándome a cambio la cometa y un carrete de madera con tar de hilo recubierto de vidrio.

Le di las gracias y le deseé también feliz año nuevo. Comprobé el hilo como lo hacía Hassan, sujetándolo entre el pulgar y el índice y tirando de él. La sangre lo tiñó de rojo y el vendedor de cometas sonrió. Le devolví la sonrisa.

Me acerqué con la cometa al lugar donde seguía Sohrab, apoyado aún en el cubo de basura y con los brazos cruzados sobre el pecho. Miraba el cielo.

– ¿Te gusta el seh-parcha? -le pregunté sujetando la cometa por los extremos de las barras cruzadas. Sus ojos pasaron del cielo a mí, luego a la cometa, luego otra vez al cielo. De su cabello descendieron hacia la cara varios riachuelos de agua-. En una ocasión leí que en Malasia utilizan las cometas para pescar -dije-. ¿A que no lo sabías? Les atan un sedal y las vuelan hasta las aguas profundas para que la sombra que proyectan no espante a los peces. Y en la antigua China los generales volaban cometas por los campos de batalla para enviar mensajes a sus hombres. Es cierto. No bromeo. -Le mostré mi pulgar ensangrentado-. Este tar tampoco es de broma.

Vi por el rabillo del ojo a Soraya, que nos observaba desde la tienda. Se la veía tensa, con las manos escondidas bajo las axilas. A diferencia de mí, ella había ido abandonando gradualmente sus intentos de animarlo. Las preguntas sin respuesta, las miradas vacías, el silencio, todo le resultaba excesivamente doloroso. Había decidido aguardar a que Sohrab pusiera el semáforo en verde. Esperaba.

Me humedecí el dedo índice y lo alcé al aire.

– Recuerdo que tu padre a veces comprobaba la dirección del viento levantando polvo. Daba una patada en la tierra y observaba hacia dónde la arrastraba el viento. Sabía muchos trucos -dije. Bajé el dedo-. Oeste, creo.

Sohrab se secó una gota de lluvia que le caía por la oreja y cambió el peso del cuerpo a la otra pierna. No dijo nada. Pensé en Soraya, cuando unos meses atrás me preguntó cómo sonaba su voz. Le contesté que ya no la recordaba.

– ¿Te he dicho alguna vez que tu padre era el mejor volador de cometas de Wazir Akbar Kan? ¿Tal vez de todo Kabul? -dije, anudando el extremo suelto del carrete de tar al lazo de hilo sujeto al aspa central-. Todos los niños del vecindario estaban celosos de él. Volaba las cometas sin mirar nunca al cielo, y la gente decía que lo que hacía era seguir la sombra de la cometa. Pero ellos no lo conocían como yo. Tu padre no perseguía ninguna sombra. Sólo… lo sabía. -Acababan de emprender el vuelo media docena más de cometas. La gente empezaba a congregarse en grupitos, con las tazas de té en la mano y los ojos pegados al cielo-. ¿Quieres ayudarme a volarla? -le pregunté. La mirada de Sohrab saltó de la cometa a mí y volvió luego al cielo-. De acuerdo. -Me encogí de hombros-. Parece que tendré que volarla tanhaii. Solo. -Mantuve en equilibrio el carrete sobre la mano izquierda y solté cerca de un metro de tar. La cometa amarilla se balanceaba en el aire justo por encima de la hierba mojada-. Última oportunidad -dije. Pero Sohrab estaba observando un par de cometas que se habían enredado en lo alto, por encima de los árboles-. Bueno. Allá voy.

Eché a correr. Mis zapatillas deportivas salpicaban el agua de lluvia de los charcos. Mi mano derecha sujetaba el hilo de la cometa por encima de mi cabeza. Hacía tanto tiempo que no hacía eso que me preguntaba si no montaría un espectáculo. Dejé que el carrete fuera rodando en mi mano izquierda mientras corría; sentía que el hilo me cortaba en la mano derecha a medida que lo soltaba. La cometa se elevaba ya por encima de mi hombro, levantándose, dando vueltas, y corrí aún más. El carrete giraba más deprisa y el hilo abrió un nuevo corte en la palma de mi mano. Me detuve y me volví. Mire hacia arriba. Sonreí. Allá en lo alto mi cometa se balanceaba de un lado a otro como un péndulo, produciendo aquel viejo sonido de pájaro de papel que bate las alas que siempre he asociado con las mañanas de invierno de Kabul. Llevaba un cuarto de siglo sin volar una cometa, pero de repente era como si volviese a tener doce años y los viejos instintos hubieran vuelto a mí precipitadamente.

Sentí una presencia a mi lado y bajé la vista. Era Sohrab. Continuaba con las manos hundidas en los bolsillos del chubasquero. Pero me había seguido.

– ¿Quieres intentarlo? -le pregunté.

No dijo nada. Sin embargo, cuando le acerqué el hilo, sacó una mano del bolsillo. Dudó. Lo cogió. El ritmo del corazón se me aceleró cuando empecé a enrollar el carrete para recuperar el hilo suelto. Nos quedamos quietos el uno junto al otro. Con el cuello hacia arriba.

A nuestro alrededor los niños se perseguían entre sí, resbalando en la hierba. Alguien tocaba en aquel momento una melodía de una antigua película hindú. Una hilera de hombres mayores rezaba el namaz de la tarde sobre un plástico extendido en el suelo. El ambiente olía a hierba mojada, humo y carne asada. Deseé que el tiempo se detuviera.

Entonces vi que teníamos compañía. Se acercaba una cometa verde. Seguí el hilo hasta que fui a parar a un niño que estaría a unos diez metros de distancia de nosotros. Tenía el pelo cortado a cepillo y llevaba una camiseta con las palabras «The Rock Rules» escritas en grandes letras negras. Se dio cuenta de que lo miraba y me sonrió. Me saludó con la mano. Yo le devolví el saludo.

Sohrab me dio el hilo.

– ¿Estás seguro? -dije, recogiéndolo. Entonces él sujetó el carrete-. De acuerdo -añadí-. Démosle un sabagh, démosle una lección, nay?

Lo miré de reojo. La mirada vidriosa y vacía había desaparecido. Sus ojos volaban de nuestra cometa a la verde. Tenía la tez ligeramente sonrosada, la mirada atenta. Estaba despierto. Vivo. Y me pregunté en qué momento había olvidado yo que, a pesar de todo, seguía siendo sólo un niño.

La cometa verde avanzaba.

– Esperemos -dije-. Dejaremos que se acerque un poco más. -Hizo un par de caídas en picado y se deslizó hacia nosotros-. Ven…, ven para acá. -La cometa verde se acercó hasta situarse por encima de la nuestra, ignorante de la trampa que le tenía preparada-. Mira, Sohrab. Te enseñaré uno de los trucos favoritos de tu padre, el viejo truco de «sustentarse en el aire y caer en picado».

Sohrab, a mi lado, respiraba aceleradamente por la nariz. El carrete seguía rodando entre sus manos; los tendones de sus muñecas llenas de cicatrices parecían las cuerdas de un rubab. Pestañeé y durante un instante las manos que sujetaban el carrete fueron las manos callosas y con las uñas melladas de un niño de labio leporino. La multitud runruneaba en algún lado y levanté la vista. La nieve recién caída sobre el parque brillaba, era tan deslumbradoramente blanca que me quemaba los ojos. Caía en silencio desde las ramas de los árboles, vestidos de blanco. Olía a qurma de nabos. A moras secas. A naranjas amargas. A serrín y a nueces. La calma amortiguada, la calma de la nieve, resultaba ensordecedora. Entonces, muy lejos, más allá de esa quietud, una voz nos llamó para que regresásemos a casa, la voz de un hombre que arrastraba la pierna derecha.

La cometa verde estaba suspendida exactamente encima de nosotros.

– Irá a por ella. En cualquier momento -dije. Mi mirada vacilaba entre Sohrab y nuestra cometa. La cometa verde dudó. Mantuvo la posición. Y se precipitó hacia abajo-. ¡Ahí viene! -exclamé.

Lo hice a la perfección. Después de tantos años. El viejo truco de «sustentarse en el aire y caer en picado». Aflojé la mano y tiré del hilo, esquivando la cometa verde. Luego se produjo una serie de piruetas con sacudidas laterales y nuestra cometa salió disparada hacia arriba en sentido opuesto a las agujas del reloj, trazando un semicírculo. De pronto era yo quien estaba arriba. La cometa verde se revolvía de un lado a otro, presa del pánico. Pero era demasiado tarde. Había caído en la trampa de Hassan. Tiré con fuerza y nuestra cometa cayó en picado. Casi pude sentir el contacto de nuestro hilo, que cortaba el suyo. Prácticamente sentí el crujido.

En ese mismo instante la cometa verde empezó a girar y a dar vueltas en espiral, fuera de control.

La gente gritaba a nuestras espaldas. La multitud estalló en silbidos y aplausos. Yo jadeaba. La última vez que había sentido una sensación como ésa fue aquel día de invierno de 1975, justo después de cortar la última cometa, cuando vi a Baba en nuestra azotea aplaudiendo, gritando.

Miré a Sohrab. Una de las comisuras de su boca había cambiado de posición y se curvaba hacia arriba.

Una sonrisa.

Torcida.

Apenas insinuada.

Pero sonrisa.

Detrás de nosotros se había formado una melé de voladores que perseguían la cometa sin hilo que flotaba a la deriva por encima de los árboles. Parpadeé y la sonrisa había desaparecido. Pero había estado allí. La había visto.

– ¿Quieres que vuele esa cometa para ti? -Tragó saliva. La nuez se le levantó y descendió acto seguido. El viento le alborotaba el pelo. Creí verlo asentir-. Por ti lo haría mil veces más -me oí decir.

Me volví y eché a correr.

Fue sólo una sonrisa, nada más. No lo haría todo mejor. No haría nada mejor. Sólo era una sonrisa. Algo minúsculo. Una hoja en medio de un bosque, temblorosa como un pájaro asustado que emprende el vuelo.

Pero la recibiría. Con los brazos abiertos. Porque cuando la primavera llega, la nieve se derrite copo a copo, y tal vez lo que acababa de presenciar fuera el primer copo de nieve que se derretía.

Corrí. Era un hombre hecho y derecho corriendo junto a un enjambre de niños alborozados. Pero no me importó. Corrí con el viento en la cara y con una sonrisa en los labios tan ancha como el valle del Panjsher.

Corrí.


Agradecimientos

Estoy en deuda con los siguientes colegas por su consejo, ayuda o apoyo: el doctor Alfred Lerner, Dori Vakis, Robin Heck, el doctor Todd Dray, el doctor Robert Tull y la doctora Sandy Chun. Gracias también a Lynette Parker del East San Jose Community Law Center por asesorarme sobre los procedimientos de adopción, y al señor Daoud Wahab por compartir sus experiencias en Afganistán conmigo. Agradezco la tutela y el apoyo de mi querido amigo Tamim Ansary, y el ánimo y el intercambio de ideas de la pandilla del San Francisco Writers Workshop. Quiero dar las gracias a mi padre, mi amigo más antiguo y la inspiración de todo lo noble que hay en Baba; a mi madre, que rezó por mí e hizo nazr en todas las fases de la escritura de esta novela; y a mi tía, que me compraba libros cuando yo era joven. Gracias también a Ali, Sandy Daoud, Walid, Raya, Shalla, Zahra, Rob y Kader por leer mis historias. Asimismo quiero dar las gracias al doctor Kayoumy y a su mujer -mis otros padres- por su calidez y apoyo incondicional.

Debo dar las gracias a mi agente y amiga, Elaine Koster, por su sabiduría, paciencia y gentileza, así como a Cindy Spiegel, mi atenta y juiciosa editora, que me ayudó a abrir muchas de las puertas de este relato. Y también me gustaría dar las gracias a Susan Petersen Kennedy por arriesgarse con este libro, y al equipo de Riverhead por trabajar con él.

Por último, no sé cómo dar las gracias a mi maravillosa mujer, Roya -a cuya opinión soy adicto-, por su gracia y bondad, y por leer, releer y ayudarme a corregir todos los borradores de esta obra. Te querré siempre por tu paciencia y comprensión, Roya jan.

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