Algo rugió como un trueno. La tierra se sacudió ligeramente y escuchamos el ra-ta-tá del tiroteo.
– ¡Padre! -exclamó Hassan. Nos pusimos en pie de un brinco y salimos corriendo del salón. Nos encontramos con Alí, que cruzaba el vestíbulo cojeando frenéticamente-. ¡Padre! ¿Qué es ese ruido? -gritó Hassan, tendiendo los brazos hacia Alí, que nos abrazó a los dos.
En ese momento centelleó una luz blanca que iluminó el cielo de plata. Después centelleó de nuevo, seguida por el repiqueteo de un tiroteo.
– Están cazando patos -dijo Alí con voz ronca-. Cazan patos de noche, ya lo sabéis. No tengáis miedo.
El sonido de una sirena se desvanecía a lo lejos. En algún lugar se hizo añicos un cristal y alguien gritó. En la calle se oía gente que, despertada del sueño, seguramente iría en pijama, con el pelo alborotado y los ojos hinchados. Hassan lloraba. Alí lo colocó a su lado y lo abrazó con ternura. Más tarde me diría a mí mismo que no había sentido envidia de Hassan. En absoluto.
Permanecimos apretujados de aquella manera hasta primera hora de la mañana. Los disparos y las explosiones habían durado menos de una hora, pero nos habían asustado mucho porque ninguno de nosotros había oído nunca disparos en las calles. Entonces eran sonidos desconocidos para nosotros. La generación de niños afganos cuyos oídos no conocerían otra cosa que no fueran los sonidos de las bombas y los tiroteos no había nacido aún. Acurrucados en el comedor y a la espera de la salida del sol, ninguno de nosotros tenía la menor idea de que acababa de finalizar una forma de vida. Nuestra forma de vida. Aunque sin serlo del todo, aquello fue, como mínimo, el principio del fin. El fin, el fin oficial, llegaría primero en abril de 1978, con el golpe de estado comunista, y luego en diciembre de 1979, cuando los tanques rusos se hicieron dueños de las mismas calles donde Hassan y yo jugábamos, provocando con ello la muerte del Afganistán que yo conocía y marcando el principio de una época de carnicería que todavía hoy continúa.
Poco antes del amanecer, el coche de Baba irrumpió a toda velocidad por el camino de acceso. Oímos la puerta que se cerraba de un portazo y pasos que subían con prisa las escaleras. Apareció entonces en el umbral de la puerta y vi algo en su cara. Algo que no reconocí al principio porque nunca lo había visto: miedo.
– ¡Amir! ¡Hassan! -exclamó, corriendo hacia nosotros con los brazos abiertos-. Han bloqueado todas las carreteras y el teléfono no funcionaba. ¡Estaba muy preocupado!
Nos dejamos cobijar entre sus brazos y, por un breve momento de locura, me alegré de lo que había pasado aquella noche.
Al final resultó que no estaban disparando a los patos. Aquella noche del 17 de julio de 1973 no dispararon en realidad a mucha cosa. Kabul se despertó a la mañana siguiente y descubrió que la monarquía era cosa del pasado. El rey, el sha Zahir, se encontraba de viaje por Italia. Aprovechando su ausencia, su primo, Daoud Kan, había dado por finalizados los cuarenta años de reinado del sha con un golpe de estado incruento.
Recuerdo que Hassan y yo estábamos acurrucados aquella misma mañana junto a la puerta del despacho de mi padre, mientras Baba y Rahim Kan bebían té negro y escuchaban las noticias del golpe que emitía Radio Kabul.
– ¿Amir agha? -susurró Hassan.
– ¿Qué?
– ¿Qué es una república?
Me encogí de hombros.
– No lo sé. -En la radio de Baba, repetían esa palabra una y otra vez.
– ¿Amir agha?
– ¿Qué?
– ¿República significa que mi padre y yo tendremos que irnos?
– No lo creo -murmuré como respuesta.
Hassan reflexionó sobre aquello.
– ¿Amir agha?
– ¿Qué?
– No quiero que nos obliguen a marcharnos a mi padre y a mí.
Sonreí.
– Bas, eres un burro. Nadie va a echaros.
– ¿Amir agha?
– ¿Qué?
– ¿Quieres que vayamos a trepar a nuestro árbol?
Mi sonrisa se hizo más grande. Ésa era otra cosa buena que tenía Hassan. Siempre sabía cuándo decir la palabra adecuada… En ese caso, porque las noticias de la radio eran cada vez más aburridas. Hassan fue a su choza a prepararse y yo corrí arriba a buscar un libro. Luego me dirigí a la cocina, me llené los bolsillos de piñones y salí de casa. Hassan me esperaba. Atravesamos corriendo las verjas delanteras y nos encaminamos hacia la colina.
Cruzamos la calle residencial y avanzábamos a toda prisa por un descampado que llevaba hacia la colina cuando, de repente, Hassan recibió una pedrada en la espalda. Al volvernos se me detuvo el corazón. Se aproximaban Assef y dos de sus amigos, Wali y Kamal.
Assef era hijo de un amigo de mi padre, Mahmood, piloto de aviación. Su familia vivía unas cuantas calles más al sur de nuestra casa, en una propiedad lujosa rodeada de muros altos y poblada de palmeras. Cualquier niño que viviera en el barrio de Wazir Akbar Kan de Kabul conocía, con un poco de suerte no por experiencia propia, a Assef y su famosa manopla de acero inoxidable. Nacido de madre alemana y padre afgano, Assef, rubio y con ojos azules, era mucho más alto que los demás niños. Su bien ganada reputación de salvaje le precedía allá por donde iba. Flanqueado por sus obedientes amigos, deambulaba por el vecindario como un kan paseándose por su territorio con su séquito, dispuesto a complacerle en todo momento. Su palabra era ley y aquella manopla de acero era la herramienta de enseñanza idónea para todo aquel que necesitara un poco de educación legal. En una ocasión le vi utilizar esa manopla contra un niño del barrio de Karteh-Char. Jamás olvidaré los ojos azules de Assef, que brillaban con un resplandor de locura, ni su sonrisa mientras apalizaba al pobre niño hasta dejarlo inconsciente. Algunos muchachos de Wazir Akbar Kan le habían puesto el mote de Assef Goshkhor, «el devorador de orejas». Naturalmente, ninguno de ellos se atrevía a decirlo delante de él, a menos que desease sufrir el mismo destino que el pobre niño que, sin quererlo, inspiró el mote de Assef cuando se peleó con él por una cometa y acabó recogiendo su oreja derecha en un desagüe enfangado. Años después aprendí una palabra que definía el tipo de criatura que era Assef, una palabra que no tenía un buen equivalente en el idioma farsi: sociópata.
De todos los chicos del vecindario que acosaban a Alí, Assef era de lejos el más despiadado. De hecho, había sido él el creador de la mofa de Babalu: «Hola, Babalu, ¿a quién te has comido hoy? ¿Huh? ¡Venga, Babalu, regálanos una sonrisa!» Y los días en que se sentía especialmente inspirado salpimentaba un poco más su acoso: «Hola, Babalu, chato, ¿a quién te has comido hoy? ¡Dínoslo, burro de ojos rasgados!»
Y en ese momento era él, Assef, quien se dirigía hacia nosotros con las manos en las caderas y entre las pequeñas nubes de polvo que levantaban sus zapatillas de deporte.
– ¡Buenos días, kuni! -exclamó Assef, saludando con la mano. Kuni, «maricón», otro de sus insultos favoritos.
Viendo que se acercaban tres chicos mayores, Hassan se colocó inmediatamente detrás de mí. Se plantaron delante de nosotros, tres tipejos altos, vestidos con pantalones vaqueros y camiseta. Assef, que sobresalía por encima de todos, se cruzó de brazos y esbozó una especie de sonrisa salvaje. No era la primera vez que pensaba que Assef no estaba del todo cuerdo. Y también pensé en lo afortunado que era yo por tener a Baba de padre, la única razón, creo, por la que Assef se había refrenado de incordiarme.
Apuntó con la barbilla hacia Hassan.
– Hola, chato -dijo-. ¿Cómo está Babalu? -Hassan no respondió-. ¿Os habéis enterado, chicos? -añadió Assef sin perder la sonrisa ni un instante-. El rey se ha ido. Que se largue con viento fresco. ¡Larga vida al presidente! Mi padre conoce a Daoud Kan, ¿sabías eso, Amir?
– Y mi padre también -dije. En realidad, no sabía si aquello era o no verdad.
– Y mi padre también… -me imitó Assef con un hilillo de voz. Kamal y Wali cacarearon al unísono. Deseé que Baba estuviese allí.
– Daoud Kan cenó en mi casa el año pasado -prosiguió Assef-. ¿Qué te parece eso, Amir? -Me preguntaba si alguien podría escucharnos gritar desde aquel terreno tan alejado. La casa de Baba estaba a un kilómetro de distancia. Ojalá nos hubiésemos quedado allí-. ¿Sabes lo que le diré a Daoud Kan la próxima vez que venga a casa a cenar? -siguió Assef-. Tendré una pequeña charla con él, de hombre a hombre, de mard a mard. Le diré lo que le dije a mi madre. Sobre Hitler. Había una vez un líder. Un gran líder. Un hombre con visión. Le diré a Daoud Kan que recuerde que si hubieran dejado que Hitler acabara lo que había empezado, el mundo sería ahora un lugar mucho mejor.
– Baba dice que Hitler estaba loco, que ordenó el asesinato de muchos inocentes -me oí decir, y me tapé inmediatamente la boca con la mano.
Assef se rió con disimulo.
– Parece mi madre, y eso que ella es alemana. Veo que no quieren que conozcas la verdad. -No sabía a quiénes se refería o qué verdad estaban ocultándome, y tampoco me apetecía averiguarlo. Deseé no haber dicho nada. Deseé levantar la vista y ver a Baba acercándose a la colina-. Pero para eso tienes que leer libros que no nos dan en el colegio -dijo Assef-. Yo los tengo. Y me han abierto los ojos. Ahora tengo una visión y voy a compartirla con nuestro nuevo presidente. ¿Sabes cuál es?
Sacudí la cabeza. Aunque iba a decírmela igualmente; Assef respondía siempre a sus propias preguntas.
Sus ojos azules centellearon en dirección a Hassan.
– Afganistán es la tierra de los pastunes. Siempre lo ha sido y siempre lo será. Nosotros somos los verdaderos afganos, los afganos puros, no este nariz chata de aquí. Su gente contamina nuestra tierra, nuestro watan. Ensucian nuestra sangre. -Realizó un gesto ostentoso con las manos, barriéndolo todo-. Afganistán es de los pastunes. Ésa es mi visión de las cosas. -Assef me miraba de nuevo a mí. Parecía alguien que acabara de despertar de un sueño-. Demasiado tarde para Hitler -dijo-, pero no para nosotros. -Buscó algo en el bolsillo trasero de sus vaqueros-. Le pediré al presidente que haga lo que el rey no tuvo el quwat de hacer. Liberar a Afganistán de todos los sucios y kasseef hazaras.
– Déjanos marchar -dije, odiando el temblor de mi voz-. Nosotros no te estamos molestando.
– Oh, claro que me molestáis -silbó entre dientes Assef. Y vi, con el corazón encogido, lo que acababa de extraer del bolsillo. Por supuesto. Su manopla de acero inoxidable centelleaba al sol-. Me molestáis mucho. De hecho, tú me molestas más que este hazara de aquí. ¿Cómo puedes hablarle, jugar con él, permitir que te toque? -dijo, cada vez en un tono más asqueado. Wali y Kamal asintieron con la cabeza y gruñeron para dar su conformidad. Assef entrecerró los ojos, sacudió la cabeza y, cuando volvió a hablar, lo hizo de una forma tan extraña como la expresión que tenía-. ¿Cómo puedes llamarlo amigo?
«Pero ¡si no es mi amigo! -casi dejé escapar impulsivamente-. ¡Es mi criado!» ¿Lo había pensado realmente? Por supuesto que no. No. Trataba a Hassan casi como a un amigo, mejor incluso, más bien como a un hermano. Pero si era así, ¿por qué cuando iban a visitarnos los amigos de Baba con sus hijos nunca incluía a Hassan en nuestros juegos? ¿Por qué jugaba yo con Hassan sólo cuando no nos veía nadie más?
Assef se puso la manopla de acero y me lanzó una gélida mirada.
– Tú eres parte del problema, Amir. Si los idiotas como tu padre y tú no hubiesen acogido a esta gente, a estas alturas ya nos habríamos librado de ellos. Estarían pudriéndose todos en Hazarajat, adonde pertenecen. Eres una desgracia para Afganistán.
Observé sus ojos de loco y me di cuenta de que hablaba en serio. Quería hacerme daño de verdad. Assef levantó el puño y fue a por mí.
Entonces se produjo un vertiginoso movimiento a mis espaldas. Por el rabillo del ojo vi a Hassan, que se agachaba y se ponía de nuevo en pie. Los ojos de Assef se trasladaron rápidamente hacia algo que había detrás de mí y se abrieron sorprendidos. Observé la misma mirada de asombro en la cara de Kamal y Wali cuando también se percataron de lo que había sucedido detrás de mí.
Me volví y me topé de frente con el tirachinas de Hassan. Hassan había tensado hacia atrás la banda elástica, que estaba cargada con una piedra del tamaño de una nuez. Hassan apuntaba directamente a la cara de Assef. La mano le temblaba y el sudor le caía a chorros por la frente.
– Déjanos tranquilos, por favor, agha -dijo Hassan intentando aparentar tranquilidad.
Acababa de referirse a Assef como agha, y me pregunté por un instante cómo debía de ser vivir con un sentimiento tan arraigado del lugar que se ocupa en una jerarquía.
Assef apretó los dientes y replicó:
– Suelta eso, hazara sin madre.
– Por favor, déjanos solos, agha -dijo Hassan.
Assef sonrió.
– Tal vez no te hayas dado cuenta, pero nosotros somos tres y vosotros dos.
Hassan se encogió de hombros. Para los ojos de un espectador cualquiera, no parecía asustado. Pero la cara de Hassan era mi primer recuerdo y conocía sus matices más sutiles, conocía todas y cada una de las contracciones y vacilaciones que la cruzaban. Y veía que estaba asustado. Estaba muy asustado.
– Tienes razón, agha. Pero tal vez no te hayas dado cuenta de que el que sujeta el tirachinas soy yo. Si haces el más mínimo movimiento, tendrán que cambiarte el mote de Assef el devorador de orejas por el de Assef el tuerto, porque estoy apuntándote con esta piedra al ojo izquierdo. -Lo dijo tan llanamente que incluso yo tuve que esforzarme para detectar el miedo que sabía que ocultaba bajo aquel tono de voz tan calmado.
La boca de Assef se crispó. Wali y Kamal observaban aquel diálogo con algo parecido a la fascinación. Alguien había desafiado a su dios. Lo había humillado. Y, lo peor de todo, ese alguien era un escuálido hazara. La mirada de Assef iba de la piedra a Hassan, cuyo rostro observaba fijamente. Lo que debió de encontrar en él pareció convencerlo de la seriedad de las intenciones de Hassan, puesto que bajó el puño.
– Te diré una cosa de mí, hazara -dijo Assef con voz grave-. Soy una persona paciente. Esto no tiene por qué acabar hoy, créeme. -Se volvió hacia mí-. Y tampoco es el final para ti, Amir. Algún día conseguiré enfrentarme contigo cara a cara. -Assef dio un paso atrás y sus discípulos lo siguieron-. Tu hazara ha cometido hoy un grave error, Amir -añadió.
Luego dieron media vuelta y se marcharon. Los vi descender colina abajo y desaparecer detrás de un muro.
Hassan intentaba guardar el tirachinas en la cintura con las manos temblorosas. En la boca esbozaba lo que quería ser una sonrisa tranquilizadora. Necesitó cinco intentos para anudar el cordón de los pantalones. Ninguno de los dos dijo mucho durante el camino de vuelta a casa, turbados como estábamos, temerosos de que Assef y sus amigos fueran a tendernos una emboscada en cada esquina. No lo hicieron, y eso debería habernos consolado un poco. Pero no fue así. En absoluto.
•••
Durante los dos años siguientes, expresiones como «desarrollo económico» y «reforma» bailaron en boca de las gentes de Kabul. El anticuado sistema monárquico había quedado abolido para ser sustituido por una república moderna, dirigida por un presidente. La totalidad del país se veía sacudida por una sensación de rejuvenecimiento y determinación. La gente hablaba de los derechos de la mujer y de la tecnología moderna.
Sin embargo, a pesar de que el Arg, el palacio real de Kabul, estaba ocupado por otro inquilino, la vida continuaba igual que antes. La gente trabajaba de sábado a jueves y los viernes iba a merendar a los parques, a orillas del lago Ghargha o a los jardines de Paghman. Las estrechas calles de Kabul estaban transitadas por autobuses y camiones multicolores llenos de pasajeros, dirigidos por los gritos constantes de los ayudantes del conductor, que iban apoyados sobre los parachoques traseros de los vehículos vociferándole instrucciones con su marcado acento de Kabul. Para el Eid, la celebración de tres días que seguía al mes sagrado del ramadán, los habitantes de Kabul se vestían con sus mejores y más nuevas galas e iban a visitar a la familia. La gente se abrazaba, se besaba y se saludaba con la frase «Eid Munbarak». Feliz Eid. Los niños abrían regalos y jugaban con huevos duros pintados.
A comienzos del invierno de 1974, estábamos Hassan y yo en el jardín construyendo una fortaleza de nieve cuando Alí lo llamó para que entrara en la casa.
– ¡Hassan, el agha Sahib quiere hablar contigo! -Estaba en el umbral de la puerta de entrada, vestido de blanco y con las manos escondidas bajo las axilas. Al respirar le salía vaho por la boca.
Hassan y yo intercambiamos una sonrisa. Llevábamos todo el día esperando la llamada: era el cumpleaños de Hassan.
– ¿Qué es, padre, lo sabes? ¿Me lo dices? -le preguntó Hassan, a quien le brillaban los ojos.
Alí se encogió de hombros.
– El agha Sahib no me lo ha dicho.
– Venga, Alí, dínoslo -le presioné yo-. ¿Es un cuaderno de dibujo? ¿Tal vez una pistola nueva?
Igual que Hassan, Alí era incapaz de mentir. Siempre fingía no saber lo que Baba nos había comprado a Hassan o a mí con motivo de nuestros cumpleaños. Y siempre sus ojos le traicionaban y le sonsacábamos qué era. Esa vez, sin embargo, parecía decir la verdad.
Baba jamás se olvidaba del cumpleaños de Hassan. Al principio solía preguntarle a Hassan qué quería, pero luego dejó de nacerlo porque Hassan era excesivamente modesto para pedirle nada. De manera que todos los inviernos Baba elegía personalmente el regalo. Un año le compró un camión de juguete japonés, otro, una locomotora eléctrica con vías de tren En su último aniversario, Baba lo había sorprendido con un sombrero vaquero de cuero como el que llevaba Clint Eastwood en El bueno, el feo y el malo, que había desbancado a Los siete magníficos como nuestra película del Oeste favorita. Durante todo aquel invierno, Hassan y yo nos turnamos para llevar el sombrero mientras tarareábamos a grito pelado la famosa melodía de la película, escalábamos montones de nieve y nos matábamos a tiros.
Al llegar a la puerta nos despojamos de los guantes y de las botas llenas de nieve. Cuando entramos en el vestíbulo, nos encontramos a Baba, sentado junto a la estufa de hierro fundido en compañía de un hombre hindú bajito y medio calvo, vestido con traje marrón y corbata roja.
– Hassan -dijo Baba, sonriendo tímidamente- te presento a tu regalo de cumpleaños.
Hassan y yo cruzamos miradas de incomprensión No se veía por ninguna parte ningún paquete envuelto en papel de regalo. Ninguna bolsa. Ningún juguete. Sólo estaban Alí, de pie detrás de nosotros, y Baba con aquel delgado hindú que recordaba a un profesor de matemáticas.
El hindú del traje marrón sonrió y le tendió la mano a Hassan.
– Soy el doctor Kumar -dijo-. Encantado de conocerte. -Hablaba farsi con un marcado y arrastrado acento hindi.
– Salaam alaykum -dijo Hassan poco seguro.
Inclinó educadamente la cabeza, aunque su mirada buscaba a su padre, que seguía detrás de él. Alí se acercó y puso las manos sobre el hombro de Hassan.
Baba se encontró con la mirada cautelosa y perpleja de Hassan.
– He hecho venir al doctor Kumar de Nueva Delhi. El doctor Kumar es cirujano plástico.
– ¿Sabes lo que es? -le preguntó el hombre hindú…, el doctor Kumar.
Hassan sacudió la cabeza. Me miró en busca de ayuda, pero yo me encogí de hombros. Lo único que yo sabía era que el cirujano era el médico al que se visitaba para curar una apendicitis. Lo sabía porque uno de mis compañeros de clase había muerto de eso el año anterior y el maestro nos había explicado que habían tardado demasiado en llevarlo a un cirujano. Ambos miramos a Alí, aunque con él nunca se sabía. Mostraba la cara impasible de siempre, a pesar de que en su mirada se traslucía un toque de embriaguez.
– Bueno -dijo el doctor Kumar-, mi trabajo consiste en arreglar cosas del cuerpo de la gente. A veces también de la cara.
– ¡Oh! -exclamó Hassan. Miró primero al doctor Kumar y luego a Baba y a Alí. A continuación, se acarició el labio superior y le dio golpecitos-. ¡Oh! -dijo de nuevo.
– Ya sé que se trata de un regalo fuera de lo común -intervino Baba-. Y supongo que no era lo que tú tenías en mente, pero es un regalo que te durará toda la vida.
– Oh -repitió Hassan. Se pasó la lengua por los labios y se aclaró la garganta-. Agha Sahib, ¿me hará… me hará…?
– Nada de nada -terció el doctor Kumar con una sonrisa amable-. No te dolerá ni una pizca. Te daré una medicina y no sentirás nada.
– Oh -dijo otra vez Hassan, quien devolvió la sonrisa al médico, aliviado. Aunque sentía poco alivio, de cualquier modo-. No estoy asustado, agha Sahib, sólo que…
Puede que a Hassan le engañaran, pero a mí no. Sabía que cuando los médicos decían que no dolería querían decir que sí. Con horror, recordé la circuncisión que me habían realizado el año anterior. El médico me había soltado el mismo argumento, tranquilizándome y asegurándome que no me dolería ni una pizca. Pero cuando a última hora de la noche desapareció el efecto de la anestesia, sentí como si me hubiesen puesto carbón caliente en la entrepierna. Por qué Baba esperó hasta que yo cumpliera diez años para hacerme la circuncisión era algo que iba más allá de mi comprensión y una de las cosas por las que jamás lo olvidaré.
– Feliz cumpleaños -dijo Baba, acariciando la cabeza afeitada de Hassan.
De pronto, Alí tomó las manos de Baba entre las suyas, les estampó un beso y hundió su cara en ellas.
El doctor Kumar se había quedado en un segundo plano y los observaba con una sonrisa cortés.
Yo sonreía, como los demás, aunque deseaba haber tenido también algún tipo de cicatriz que hubiera despertado la simpatía de Baba. No era justo. Hassan no había hecho nada para ganarse el afecto de Baba; se había limitado a nacer con ese estúpido labio leporino.
La operación fue bien. Cuando le retiraron los vendajes, todos nos quedamos un poco sorprendidos, pero mantuvimos la sonrisa, siguiendo las instrucciones del doctor Kumar. No era fácil, porque el labio superior de Hassan era un pedazo grotesco de tejido inflamado y en carne viva. Yo esperaba que Hassan gritara horrorizado cuando la enfermera le entregó el espejo. Alí le mantenía cogida la mano mientras Hassan inspeccionaba prolongada y detalladamente el resultado. Murmuró alguna cosa que no comprendí. Acerqué mi oreja a su boca y volvió a susurrar.
– Tashakor. Gracias.
Entonces su boca se curvó, y esa vez supe lo que hacía. Estaba sonriendo. Igual que había hecho al salir del seno materno.
La inflamación desapareció y la herida cicatrizó con el tiempo, convirtiéndose en una línea rosa irregular que recorría el labio. Para el invierno siguiente, se había reducido a una discreta cicatriz. Una ironía. Porque ése fue el invierno en que Hassan dejó de sonreír.