13

Cuando a la tarde siguiente llegamos a casa de los Taheri para el lafz, la ceremonia del compromiso, tuve que aparcar el Ford en la acera de enfrente, pues la suya estaba ya atestada de coches. Yo llevaba el traje azul marino que me había comprado el día anterior, después de acompañar a Baba a casa, finalizado el khastegari. Me ajusté el nudo de la corbata en el retrovisor.

– Estás khoshteep -dijo Baba-. Muy guapo.

– Gracias, Baba. ¿Te encuentras bien? ¿Te sientes con fuerzas?

– ¿Con fuerzas? Es el día más feliz de mi vida, Amir -dijo con una sonrisa cansada.

Desde la puerta se oían las conversaciones, las risas y la música afgana de fondo. Me pareció que se trataba de un ghazal clásico interpretado por Ustad Sarahang. Toqué el timbre. Una cara se asomó entre las cortinas del recibidor y desapareció de inmediato.

– ¡Ya están aquí! -oí que anunciaba una voz femenina.

El parloteo se interrumpió y alguien apagó la música.

Kanum Taheri abrió la puerta.

Salaam alaykum -gritó. Vi que se había hecho la permanente y lucía para la ocasión un elegante vestido negro hasta los tobillos. Se le humedecieron los ojos en cuanto puse el pie en el vestíbulo-. Apenas has entrado en casa y ya estoy llorando, Amir jan -dijo. Le estampé un beso en la mano, como Baba me había enseñado la noche anterior.

Nos condujo por un pasillo totalmente iluminado hasta el salón. De las paredes de paneles de madera colgaban fotografías de gente que se convertiría en mi nueva familia: una joven Kanum Taheri con el cabello rizado y el general, con las cataratas del Niágara como telón de fondo; Kanum Taheri, con un vestido sin costuras, y el general, con chaqueta ceñida con grandes solapas y corbatín, luciendo la totalidad de su pelo negro; Soraya a punto de subir a una montaña rusa de madera, saludando con la mano y sonriente, y con el sol centelleando en los hierros plateados que llevaba en los dientes. Una fotografía del general, uniformado de pies a cabeza, dando la mano al rey Hussein de Jordania. Un retrato del sha Zahir.

El salón estaba ocupado por cerca de dos docenas de invitados sentados en sillas colocadas junto a la pared. Todo el mundo se puso en pie en cuanto Baba entró. Dimos la vuelta a la habitación, Baba delante, lentamente, y yo detrás de él, estrechando manos y saludando a los invitados. El general, siempre con su traje gris, y Baba se abrazaron y se dieron amables golpecitos en la espalda. Intercambiaron sus «salaams» en voz baja y en tono respetuoso.

El general me saludó y luego se separó de mí a la distancia de un brazo, como diciendo: «Ésta es la manera correcta, la manera afgana de hacerlo, bachem.» A continuación, nos dimos tres besos en la mejilla.

Tomamos asiento en la abarrotada estancia. Baba y yo, el uno junto al otro, enfrente del general y su esposa. La respiración de Baba era algo irregular y a cada paso se secaba el sudor de la frente y la cabeza con el pañuelo. Se dio cuenta de que yo estaba mirándolo y consiguió esbozar una sonrisa forzada.

– Estoy bien -murmuró.

Siguiendo la tradición, Soraya no estaba presente.

Después de unos momentos de charla frívola, el general tosió para aclararse la garganta. El salón se quedó en silencio y todo el mundo bajó la vista en señal de respeto. El general miró a Baba.

Baba tosió también. Cuando empezó, no podía terminar las frases sin detenerse a respirar.

– General sahib, Kanum Jamila jan…, con gran humildad mi hijo y yo… hemos venido hoy a vuestra casa. Sois… gente honorable…, de familias distinguidas y con reputación y… un linaje orgulloso. Sólo vengo con un supremo ihtiram… y mis mayores respetos para vosotros, los nombres de vuestras familias y el recuerdo… de vuestros antepasados. -Dejó de hablar. Cogió aire. Se secó la frente-. Amir jan es mi único hijo…, mi único varón, y ha sido un buen hijo para mí. Espero que demuestre… ser merecedor de vuestra bondad. Os pido que nos honréis a Amir jan y a mí… y aceptéis a mi hijo en el seno de vuestra familia.

El general asintió educadamente.

– Nos honra dar la bienvenida a nuestra familia al hijo de un hombre como tú -dijo-. Tu reputación te precede. En Kabul yo era un humilde admirador tuyo y sigo siéndolo. Nos sentimos honrados de que tu familia y la mía se unan.

»En cuanto a ti, Amir jan, te doy la bienvenida a mi casa como a un hijo, como al esposo de mi hija, que es el noor de mis ojos. Tu dolor será nuestro dolor, tu alegría la nuestra. Espero que llegues a considerarnos a Khala Jamila y a mí como unos segundos padres, y rezo por tu felicidad y la de nuestra encantadora Soraya. Ambos tenéis nuestras bendiciones.

Todo el mundo aplaudió y después las cabezas se volvieron en dirección al pasillo. Llegaba el momento que yo había estado esperando.

Soraya apareció vestida con un maravilloso vestido tradicional afgano de color vino. Era de manga larga y llevaba adornos dorados. Baba me cogió la mano y me la apretó. Kanum Taheri lloraba a lágrima viva. Soraya se aproximó lentamente, seguida por una procesión de mujeres jóvenes de su familia.

Le besó a mi padre las manos. Por fin se sentó a mi lado, sin levantar la vista.

Los aplausos crecieron.

•••

Conforme a la tradición, la familia de Soraya debía celebrar la fiesta de compromiso, el Shirini-khori, o ceremonia de «comer los dulces». Luego vendría un período de compromiso que se prolongaría durante unos cuantos meses y finalmente llegaría la boda, que pagaríamos Baba y yo.

Llegamos al acuerdo de que Soraya y yo renunciaríamos al Shirini-khori. Todo el mundo conocía el motivo, así que nadie lo mencionó: que a Baba le quedaban pocos meses de vida.

Mientras se llevaban a cabo los preparativos de la boda, Soraya y yo nunca salimos solos… Se consideraba inapropiado. Aún no estábamos casados y ni siquiera habíamos tenido un Shirini-khori. Así que tuve que contentarme con cenas en casa de los Taheri en compañía de Baba. Yo me sentaba a la mesa enfrente de Soraya imaginándome cómo sería sentir su cabeza apoyada en mi pecho y oler su cabello. Besarla. Hacerle el amor.

Baba se gastó treinta y cinco mil dólares, prácticamente los ahorros de toda su vida, en el awroussi, la ceremonia de la boda. Alquiló un gran salón de banquetes afgano de Fremont (conocía de Kabul a su propietario, y éste le hizo un sustancioso descuento). Baba pagó las chilas, nuestros anillos de boda y la sortija de brillantes que yo escogí. Me compró el esmoquin y el vestido tradicional de color verde para el nika, la ceremonia del juramento.

De todos los frenéticos preparativos que acabaron en la noche de bodas (la mayoría, por suerte, llevados a cabo por Kanum Taheri y sus amigas), recuerdo únicamente algunos fragmentos.

Recuerdo nuestro nika. Nos sentamos en torno a una mesa. Soraya y yo íbamos vestidos de verde, el color del Islam, aunque también de la primavera y de los nuevos proyectos. Yo llevaba el traje tradicional, y Soraya, la única mujer en la mesa, lucía un vestido de manga larga e iba cubierta con un velo. Estaban también Baba, el general Taheri, de esmoquin, y varios tíos de Soraya. Ella y yo manteníamos los ojos bajos, solemnemente respetuosos; sólo de vez en cuando nos lanzábamos miradas furtivas. El mullah interrogó a los testigos y leyó el Corán. A continuación, pronunciamos los juramentos y firmamos los certificados. Un tío de Soraya que vivía en Virginia, Sharif jan, hermano de Kalium Taheri, se puso en pie y tosió para aclararse la voz. Soraya me había contado que llevaba más de veinte años viviendo en Estados Unidos. Era un hombre bajito, con cara de pájaro y cabello encrespado. Trabajaba para el INS y su esposa era norteamericana. Además, escribía poesía, y nos leyó un largo poema dedicado a Soraya que había garabateado en un papel de carta del hotel.

– ¡Wah wah, Sharif jan! -exclamaron todos cuando finalizó.

Luego me recuerdo vestido de esmoquin dirigiéndome al escenario con Soraya de la mano. Mi futura esposa llevaba un pari blanco con velo. Baba cojeaba a mi lado; el general y su esposa avanzaban junto a su hija. Una procesión de tíos, tías y primos seguía nuestro paso por el salón, partiendo en dos el mar de invitados que aplaudían y pestañeaban ante los flashes de las cámaras. Un primo de Soraya, el hijo de Sharif jan, sostenía un Corán sobre nuestras cabezas mientras avanzábamos lentamente. La canción de boda, Ahesta boro, resonaba en los altavoces, la misma canción que cantaba el soldado ruso en el puesto de control de Mahipar la noche en que Baba y yo abandonamos Kabul:

Convierte la mañana en una llave y arrójala al pozo,

ve despacio, encantadora luna, ve despacio.

Deja que el sol de la mañana se olvide de salir por el este,

ve despacio, encantadora luna, ve despacio.

Recuerdo estar sentado en el sofá que había en el escenario como si de un trono se tratara. La mano de Soraya unida a la mía, mientras nos observaban cerca de trescientas caras. Hicimos el Ayena Masshaf, nos entregaron un espejo y nos cubrieron la cabeza con un velo, de modo que sólo pudiéramos ver nuestra imagen reflejada en él. Cuando vi la cara sonriente de Soraya en el espejo, cobijado por la intimidad momentánea del velo, le susurré por primera vez que la quería. Un sofoco, rojo como la henna, le tiñó las mejillas.

Recuerdo bandejas llenas de colorido con chopan kabob, sholeh-goshti y arroz salvaje. Recuerdo hombres empapados en sudor bailando el tradicional attan en círculo, saltando, girando cada vez más rápido al ritmo enfebrecido de la tabla, hasta quedar agotados. Recuerdo haber deseado que Rahim Kan estuviese allí.

Y recuerdo haberme preguntado si también Hassan se habría casado. Y de haberlo hecho, ¿qué cara habría visto bajo el velo? ¿Qué manos pintadas de henna habría tomado entre las suyas?

Hacia las dos de la mañana la fiesta se trasladó del salón de banquetes al piso de Baba. Volvió a correr el té y la música sonó hasta que los vecinos llamaron a la policía. Más tarde, cuando faltaba menos de una hora para que saliese el sol y se habían marchado finalmente todos los invitados, Soraya y yo nos acostamos por vez primera. Había pasado mi vida rodeado de hombres. Aquella noche descubrí la ternura de una mujer.

Fue Soraya quien sugirió trasladarse a vivir con Baba y conmigo.

– Pensaba que querías que tuviésemos nuestra propia casa -le dije.

– ¿Con Kaka jan enfermo como está? -Sus ojos me decían que aquélla no era manera de empezar un matrimonio. La besé.

– Gracias.

Soraya se dedicó a cuidar de mi padre. Le preparaba las tostadas y el té por la mañana y lo ayudaba a subir y a bajar de la cama. Le daba los analgésicos, le lavaba la ropa y por la tarde le leía la sección internacional del periódico. A menudo le cocinaba su plato favorito, patatas shorwa -aunque él apenas comía unas pocas cucharadas-, y todos los días le llevaba a dar un breve paseo alrededor de la manzana. Y cuando quedó postrado en cama, le cambiaba de lado cada hora para que no se llagara.

Un día llegué a casa después de comprar en la farmacia las pastillas de morfina de Baba. Nada más cerrar la puerta, vi de reojo que Soraya ocultaba rápidamente algo debajo de las sábanas de Baba.

– ¡Lo he visto! ¿Qué estabais haciendo vosotros dos? -pregunté.

– Nada -respondió Soraya sonriendo.

– Mentirosa. -Levanté las sábanas de Baba-. ¿Qué es esto? -inquirí, aunque lo supe tan pronto como tuve en mis manos mi cuaderno de piel. Recorrí con los dedos las puntadas doradas de los bordes. Recordé los fuegos artificiales de la noche en que Rahim Kan me lo regaló, la noche de mi decimotercer cumpleaños, los silbidos y las explosiones de los cohetes que formaban ramilletes rojos, verdes y amarillos.

– No puedo creer que puedas escribir así -me dijo Soraya.

Baba levantó la cabeza de la almohada.

– Se lo he dado yo. Espero que no te importe.

Le devolví el cuaderno a Soraya y salí de la habitación. Baba odiaba verme llorar.

Un mes después de la boda, los Taheri, Sharif, su esposa Suzy y varios tíos de Soraya fueron a cenar a nuestro piso. Soraya preparó sabzi challow (arroz blanco con espinacas y cordero). Después de cenar tomamos té verde y jugamos a las cartas repartidos en grupos de cuatro. Soraya y yo jugamos con Sharif y Suzy en la mesita de centro, junto al sofá donde estaba tumbado Baba, cubierto con una manta de lana. Me observaba bromear con Sharif, nos observaba a Soraya y a mí entrelazando los dedos, me observaba cuando le retiré de la cara un mechón de cabello. Yo veía su sonrisa interior, ancha como los cielos de Kabul en las noches en que los álamos se estremecen y el sonido de los grillos inunda los jardines.

Antes de medianoche, Baba nos pidió que lo ayudáramos a acostarse. Soraya y yo pasamos sus brazos por nuestros hombros y enlazamos las manos detrás de su espalda. Cuando lo acostamos, le dijo a Soraya que apagase la luz de la mesilla. Luego nos pidió que nos agachásemos y que le diéramos un beso.

– Te traeré la morfina y un vaso de agua, Kaka jan -dijo Soraya.

– Esta noche no -replicó él-. Esta noche no tengo dolor.

– De acuerdo -dijo ella. Le tapó con la manta y cerramos la puerta.

Baba nunca despertó.

En los alrededores de la mezquita de Hayward ya no quedaban plazas libres de aparcamiento. En el campo de hierba rala que había detrás del edificio, coches y vehículos todoterreno aparcaban en filas improvisadas. La gente se veía obligada a desplazarse cuatro o cinco manzanas al norte para encontrar un hueco.

La zona de hombres de la mezquita consistía en una gran sala cuadrada cubierta de alfombras afganas y cojines dispuestos en hileras. Los hombres entraron en fila, después de dejar los zapatos en la entrada, y se sentaron con las piernas cruzadas en los cojines. Un mullah cantó al micrófono suras del Corán. Yo me senté junto a la puerta, el lugar tradicionalmente destinado a la familia del fallecido. El general Taheri se sentó a mi lado.

A través de la puerta abierta veía los coches que iban llegando. La luz del sol centelleaba en los parabrisas. Dejaban a los pasajeros, hombres con traje oscuro y mujeres vestidas de negro y con la cabeza cubierta con las tradicionales hijabs blancas.

Mientras las palabras del Corán resonaban en la sala, yo pensaba en la vieja historia de Baba luchando contra un oso negro en Baluchistán. Baba se había pasado la vida luchando contra osos. Perdiendo a su joven esposa. Criando él solo a un hijo. Abandonando su querido país, su watan. Pobreza. Indignidad. Al final, había llegado el oso al que no podía derrotar. Había perdido, sí, pero había sido él quien había establecido las reglas.

Al final de cada ronda de oraciones, los grupos de dolientes formaban una fila y me daban el pésame. Yo les estrechaba las manos sumisamente. A muchos de ellos apenas los conocía. Sonreía educadamente, les daba las gracias por sus buenos deseos y escuchaba lo que tuvieran que decir sobre Baba.

– …me ayudó a construir la casa en Taimani…

– …bendito sea…

– …no tenía a nadie a quien acudir y me prestó…

– …me encontró un trabajo…, apenas me conocía…

– …como un hermano para mí…

Escuchándolos, pensé en cuánto de lo que yo era había sido definido por Baba y por la impronta que él había dejado en la vida de la gente. Durante toda mi vida, yo había sido «el hijo de Baba». Y se había ido. Baba ya no volvería a enseñarme el camino; tendría que encontrarlo por mi cuenta.

Pensarlo me aterrorizaba.

Antes, en la pequeña zona del cementerio dedicada a los enterramientos musulmanes, había visto como metían a Baba en la fosa. El mullah y otro hombre entablaron una discusión sobre cuál era el ayat más apropiado del Corán para recitar en el cementerio. La situación se habría puesto fea si no hubiera intervenido el general Taheri. El mullah eligió finalmente un ayat y lo recitó, siendo víctima de las miradas desagradables del otro hombre. Observé cómo arrojaban la primera palada de tierra sobre la tumba. Luego me fui. Me dirigí al lado opuesto del cementerio y me senté a la sombra de un arce rojo.

Los últimos dolientes presentaron sus respetos y la mezquita se quedó vacía, a excepción del mullah, que estaba desconectando el micrófono y envolviendo su Corán en una tela verde. El general y yo salimos al exterior, al sol de última hora de la tarde. Bajamos las escaleras, pasamos junto a pequeños grupos de hombres que fumaban. Oí fragmentos de las conversaciones, un partido de fútbol que se celebraría el siguiente fin de semana en Union City, un nuevo restaurante afgano en Santa Clara… La vida continuaba ya, y dejaba a Baba atrás.

– ¿Cómo estás, bachem? -me preguntó el general Taheri.

Apreté los dientes. Me mordí sin conseguir que emergieran las lágrimas que habían estado amenazándome el día entero.

– Voy a buscar a Soraya -dije.

– De acuerdo.

Me dirigí a la zona de mujeres de la mezquita. Soraya estaba en las escaleras junto a su madre y un par de señoras que reconocí vagamente del día de la boda. Le hice una señal. Ella le dijo algo a su madre y se acercó a mí.

– ¿Podemos dar un paseo? -inquirí.

– Claro. -Me dio la mano.

Caminamos en silencio por un zigzagueante sendero de gravilla flanqueado por una hilera de arbustos bajos. Nos sentamos en un banco y observamos a una pareja de ancianos que estaban arrodillados junto a una tumba situada unas cuantas hileras más allá. En ese momento, depositaban un ramo de margaritas sobre la lápida.

– ¿Soraya?

– ¿Sí?

– Voy a echarlo de menos.

Me puso la mano en el regazo. La chila de Baba brillaba en su dedo anular. Detrás de ella, alejándose por Mission Boulevard, veía a todos los que habían asistido al funeral. Pronto nos marcharíamos también nosotros, y, por primera vez, Baba se quedaría completamente solo.

Soraya me atrajo hacia ella y por fin llegaron las lágrimas.

Soraya y yo no pasamos por el período de compromiso y, por esa razón, prácticamente todo lo que conocía sobre los Taheri lo supe después de entrar en la familia como casado. Supe, por ejemplo, que el general sufría una vez al mes migrañas cegadoras que le duraban casi una semana. Cuando aparecían los dolores de cabeza, el general entraba en su dormitorio, se desnudaba, apagaba la luz, cerraba la puerta con llave y no volvía a salir hasta que el dolor había remitido. Nadie tenía permiso para entrar, ni siquiera para llamar a la puerta. Finalmente, acababa saliendo, una vez más vestido con su traje gris, con olor a sueño y a sábanas y con los ojos hinchados e inyectados en sangre. Supe por Soraya que él y Kanum Taheri dormían en habitaciones separadas desde que ella podía recordar. Supe también que era quisquilloso, por ejemplo cuando probaba el qurma que su esposa le servía. Resoplaba y lo empujaba para que se lo retirase. «Te prepararé otra cosa», decía Kanum Taheri, pero él la ignoraba, ponía cara larga y comía pan con cebolla. Soraya se enfadaba y su madre lloraba. Soraya me explicó que su padre tomaba antidepresivos. Supe que había mantenido a su familia gracias a la beneficencia y que en Estados Unidos nunca había trabajado; prefería aceptar los cheques en metálico que emitía el gobierno antes que degradarse con un trabajo inapropiado para un hombre de su categoría… Consideraba el mercadillo como una afición, una forma de relacionarse con sus compañeros afganos. El general creía que, tarde o temprano, Afganistán sería liberado, la monarquía restablecida y volverían a reclamar sus servicios. Por eso cada día se vestía con el traje gris, observaba el reloj de bolsillo y esperaba.

Supe que Kanum Taheri (a quien ahora llamaba Khala Jamila) había sido famosa en Kabul por su encantadora voz. A pesar de no haber cantado nunca como profesional, tenía talento para ello… Supe que era capaz de cantar canciones folklóricas, ghazals, incluso raga, normalmente de dominio exclusivo de los hombres. Pero por más que al general le gustara escuchar música (de hecho, tenía una considerable colección de cintas de ghazals clásicos interpretados por cantantes afganos e hindúes), consideraba que era mejor dejar su interpretación en manos de artistas de reputación inferior. Una de las condiciones que impuso el general al contraer matrimonio fue que ella nunca cantara en público. Soraya me explicó que su madre había querido cantar en la ceremonia de nuestra boda, una única canción, pero el general le lanzó una de sus miradas, con lo que el asunto quedó zanjado. Khala Jamila jugaba a la lotería una vez por semana y veía el programa de Johnny Carson todas las noches. Pasaba los días en el jardín, cuidando sus rosas, sus geranios, sus patateras y sus orquídeas.

Cuando me casé con Soraya, las flores y Johnny Carson pasaron a ocupar un lugar menos destacado. Yo era la nueva ilusión en la vida de Khala Jamila. A diferencia de los modales reservados y diplomáticos del general (él nunca me corregía cuando me dirigía a él como «general sahib»), Khala Jamila no guardaba como un secreto lo mucho que me adoraba. En primer lugar, escuché su impresionante lista de enfermedades, algo a lo que el general hacía oídos sordos desde hacía mucho tiempo. Soraya me contó que desde que su madre había sufrido el ataque, cada palpitación que sentía en el pecho era un infarto, cada articulación dolorida, el principio de una artritis reumatoide, y cada contracción en el ojo, un nuevo ataque. Recuerdo la primera vez que Khala Jamila me mencionó que tenía un bulto en la garganta.

– Mañana no iré a la universidad y la acompañaré al médico -le dije, a lo que el general me sonrió y repuso:

– Entonces será mejor que cuelgues los libros, bachem. Los cuadros médicos de tu Khala son como las obras de Rumi: llegan por volúmenes.

Pero no era tan sólo que hubiera encontrado a alguien dispuesto a escuchar sus monólogos sobre enfermedades. Yo creía firmemente que, aunque hubiera cogido un rifle y cometido una masacre, habría seguido disfrutando de su amor inquebrantable. Porque había liberado su corazón de la peor enfermedad. La había liberado del mayor miedo de cualquier madre afgana: que ningún khastegar honorable pidiera la mano de su hija. Que su hija se hiciera mayor sola, sin marido, sin hijos. Toda mujer necesitaba un marido. Aunque silenciara sus canciones.

Y, por boca de Soraya, conocí los detalles de lo sucedido en Virginia.

Estábamos en una boda. El tío de Soraya, Sharif, el que trabajaba para el INS, casaba a su hijo con una joven afgana de Newark. La boda tenía lugar en el mismo salón donde, seis meses antes, Soraya y yo habíamos celebrado nuestro awroussi. Nos encontrábamos entre un grupo de invitados observando cómo la novia aceptaba los anillos por parte de la familia del novio, cuando oímos la conversación de dos mujeres de mediana edad que nos daban la espalda en esos momentos.

– Qué novia más encantadora -dijo una de ellas-. Mírala. Tan maghbool como la luna.

– Sí -dijo la otra-. Y pura, además. Virtuosa. Sin novios.

– Lo sé. Te digo que este chico hizo bien no casándose con su prima.

Soraya estalló en el camino de vuelta a casa. Frené el Ford y paré bajo la luz de una farola en Fremont Boulevard.

– No pasa nada -dije, retirándole el cabello de la cara-. ¿A quién le importa eso?

– Es malditamente injusto -me espetó.

– Olvídalo.

– Sus hijos salen de discotecas en busca de ganado, dejan preñadas a las muchachas y tienen hijos fuera del matrimonio. Y nadie hace un maldito comentario. ¡Oh, sólo son hombres que se divierten! Yo cometo un error, y de repente todo el mundo habla de nang y namoos y tienen que restregármelo por la cara el resto de mi vida. -Con el pulgar le sequé una lágrima que le resbalaba por la barbilla, justo por encima de su marca de nacimiento-. No te lo dije -continuó Soraya, frotándose los ojos-, pero aquella noche apareció mi padre con una pistola. Le dijo… que tenía dos balas en la recámara, una para él y otra para él mismo si yo no regresaba a casa. Yo gritaba, llamé a mi padre por todos los nombres imaginables, le dije que no podía tenerme encerrada bajo llave para siempre, que deseaba su muerte. -Las lágrimas luchaban por salir de entre sus párpados-. De hecho, le dije que deseaba que estuviese muerto. Cuando me llevó a casa, mi madre me abrazó y se echó a llorar. Hablaba, pero yo no podía entender nada porque apenas era capaz de articular las palabras. Mi padre me llevó a mi habitación y me sentó delante del espejo del vestidor. Me entregó un par de tijeras y, con toda la calma, me pidió que me cortara el pelo. Me observó mientras lo hacía. Pasé semanas sin salir de casa. Y cuando lo hice, oía murmuraciones, o creía oírlas, por todas partes. De eso hace cuatro años. Ahora estamos a cinco mil kilómetros de distancia y aún sigo oyéndolas.

– Que se jodan -dije.

Emitió un sonido que era medio sollozo, medio risa.

– Cuando te lo conté por teléfono la noche del khastegari, estaba convencida de que cambiarías de idea.

– Ni pensarlo, Soraya.

Me sonrió y me cogió la mano.

– Tengo mucha suerte de haberte encontrado. Eres muy distinto de cualquier chico afgano que haya conocido.

– No hablemos nunca más de esto, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

La besé en la mejilla y puse el coche en marcha. Mientras conducía, me preguntaba por qué yo era distinto de los demás afganos. Tal vez porque me había educado entre hombres, en lugar de entre mujeres, y nunca había estado directamente expuesto al doble rasero con que a veces las trataba la sociedad afgana. Tal vez porque Baba había sido un padre afgano poco común, un liberal que había vivido siguiendo sus propias reglas, un inconformista que había despreciado o aceptado las costumbres sociales según le había convenido.

Pero creo que gran parte de la razón por la que no me importaba el pasado de Soraya era porque yo también lo tenía. Porque conocía perfectamente lo que era el remordimiento.

Poco después de la muerte de Baba, Soraya y yo nos trasladamos a un apartamento en Fremont, a escasas manzanas de la casa del general y Khala Jamila. Como parte del ajuar, los padres de Soraya nos compraron un sofá de piel marrón y una vajilla de Micaza. El general me sorprendió con un regalo adicional, una máquina de escribir IBM por estrenar. En la caja había escrito una nota en farsi:


Amir jan:

Espero que con estas teclas descubras muchas novelas.

General Iqbal Taheri


Vendí el autobús VW de Baba y, hasta la fecha, no he regresado al mercadillo. Todos los viernes me acercaba a su tumba y a veces encontraba junto a la lápida un ramo de freesias recién cortadas, con lo que sabía que Soraya también había estado allí.

Soraya y yo iniciamos la rutina (y las pequeñas preguntas) de la vida de casados. Compartíamos cepillos de dientes y calcetines, y compartíamos el periódico de la mañana. Ella dormía en el lado derecho de la cama, yo prefería el izquierdo. A ella le gustaban las almohadas mullidas, a mí las duras. A modo de aperitivo, ella comía cereales secos y yo los rociaba con leche.

Aquel verano me aceptaron en San Jose State y decidí especializarme en lengua inglesa. Acepté un puesto como vigilante de seguridad en un almacén de muebles de Sunnyvale. El trabajo era tremendamente aburrido, pero sus ventajas eran considerables: cuando a las seis de la tarde todo el mundo desaparecía y las sombras empezaban a cernirse sobre los pasillos de sofás tapados con plásticos y apilados hasta el techo, yo sacaba mis libros y estudiaba. Fue en el despacho de olor a pino de aquel almacén de muebles donde empecé mi primera novela.

Al año siguiente, Soraya siguió mis pasos en San Jose State y se matriculó, con gran disgusto de su padre, en magisterio.

– No sé por qué desperdicias tu talento de esa manera -dijo una noche el general durante la cena-. ¿Sabías, Amir jan, que en la escuela superior todas las notas que obtenía eran sobresalientes? -Se volvió hacia ella-. Una chica inteligente como tú podría ser abogada, o política. Y así, Inshallah, cuando Afganistán sea libre, podrías ayudar a redactar la nueva constitución. Entonces se necesitarán jóvenes afganos con talento como tú. Y viniendo de la familia que vienes, podrían incluso darte un puesto en el ministerio.

Vi cómo Soraya reprimía su ira.

– No soy una niña, padar. Soy una mujer casada. Además, también necesitarán maestros.

– Cualquiera puede ser maestro.

– ¿Queda más arroz, madar? -preguntó Soraya.

Después de que el general se disculpara porque tenía que ir a visitar a unos amigos en Hayward, Khala Jamila intentó consolar a su hija.

– Te quiere bien -dijo-. Lo único que desea es que tengas éxito.

– Para fanfarronear con los amigos de que tiene una hija abogada. Otra medalla para el general -comentó Soraya.

– ¡Qué tonterías dices!

– ¡Éxito!… -exclamó entre dientes Soraya-. Al menos no soy como él, que se pasa la vida sentado, mientras otros luchan contra los shorawi, a la espera de que las aguas vuelvan a su cauce para regresar y reclamar su pomposo puestecillo en el gobierno. Tal vez los maestros no cobren mucho, pero ¡es lo que quiero hacer! Es lo que me gusta y, por cierto, es muchísimo mejor que cobrar de la beneficencia.

Khala Jamila se mordió la lengua.

– Si te oye decir eso alguna vez, nunca volverá a hablarte.

– No te preocupes -soltó Soraya, tirando la servilleta en el plato-. No machacaré su precioso ego.

En verano de 1988, unos seis meses antes de que los soviéticos se retiraran de Afganistán, di por finalizada mi primera novela, una historia entre padre e hijo, con Kabul como escenario, escrita en su mayor parte con la máquina de escribir que me regaló el general. Envié cartas a una docena de agencias y me quedé perplejo cuando, un día de agosto, abrí el buzón y encontré una carta de una agencia de Nueva York que me solicitaba una copia del original. Lo envié por correo al día siguiente. Soraya estampó un beso en el perfectamente embalado manuscrito y Khala Jamila insistió en pasarlo por debajo del Corán. Me dijo que haría un nazr para mí, un juramento que consistía en sacrificar un cordero y regalar la carne a un pobre si aceptaban mi libro.

– Nada de nazr, por favor, Khala jan -le dije, dándole un beso-. Haz sólo un kazat y dale el dinero a alguien necesitado, ¿de acuerdo? Nada de sacrificar corderos.

Seis semanas después, me llamó desde Nueva York un hombre llamado Martin Greenwalt, quien se ofreció a ser mi representante. Sólo se lo dije a Soraya.

– El hecho de que tenga un agente no significa que vayan a publicarme. Si Martin consigue vender la novela, entonces sí que lo celebraremos.

Un mes más tarde recibí una llamada de Martin en la que me informó de que iba a convertirme en un novelista con obra publicada. Cuando se lo dije a Soraya, se puso a gritar.

Aquella noche organizamos una cena de celebración con mis suegros. Khala Jamila preparó kofta (albóndigas de carne con arroz) y chocolate ferni. El general, con los ojos brillantes, dijo que estaba orgulloso de mí. Cuando el general y su esposa se fueron, Soraya y yo lo celebramos con una cara botella de Merlot que yo había comprado de camino a casa. El general no aprobaba que las mujeres bebieran alcohol y Soraya no bebía en su presencia.

– Me siento tan orgullosa de ti… -dijo, acercando su copa a la mía-. Kaka también se habría sentido orgulloso.

– Lo sé -dije, pensando en Baba, deseando que hubiera podido verme en aquel momento.

Avanzada la noche, después de que Soraya cayera dormida (el vino siempre le da sueño), salí al balcón para respirar el aire fresco del verano. Pensé en Rahim Kan y en la pequeña nota de ánimo que me había escrito después de haber leído mi primer cuento. Y pensé en Hassan. «Algún día, Inshallah, serás un gran escritor -había dicho en una ocasión-. Y la gente de todo el mundo leerá tus cuentos.» Había tanta bondad en mi vida, tanta felicidad… Me pregunté si me merecía todo aquello.

La novela se publicó en verano del año siguiente, 1989, y el editor me envió de gira por cinco ciudades. Me convertí en una pequeña celebridad entre la comunidad afgana. Aquél fue el año en que los shorawi completaron su retirada de Afganistán. Debería haber sido una época de gloria para los afganos. Pero la guerra continuaba, esta vez entre afganos, los muyahidines contra el gobierno títere de los soviéticos de Najibullah. Mientras tanto, los refugiados afganos seguían congregándose en Pakistán Aquél fue el año en que finalizó la guerra fría, el año en que cavó el muro de Berlín. Fue el año de los sucesos de la plaza de Tiananmen. En medio de todo aquello, Afganistán cayó en el olvido. Y el general Taheri, cuyas esperanzas habían despertado después de la retirada de los soviéticos, volvió a dar cuerda a su reloj de bolsillo.

Aquél fue también el año en que Soraya y yo comenzamos a intentar tener un hijo.

La idea de la paternidad desataba en mí un torbellino de emociones. Lo encontraba simultáneamente aterrador, vigorizante, amedrentador y estimulante. Me preguntaba qué tipo de padre sería. Quería ser igual que Baba y al mismo tiempo no quería tener nada que ver con él.

Pero pasó un año sin que nada sucediera. A cada nueva menstruación, más frustrada se sentía Soraya, más impaciente, más irritable. Por entonces, las sutiles insinuaciones iniciales de Khala Jamila habían pasado a ser totalmente directas: «Kho degah!» «¿Cuándo voy a poder cantar alahoo a mi pequeño nawasa?» El general, el pastún eterno, no hacía nunca ningún tipo de comentario, ya que eso significaba hacer referencia a un acto sexual entre su hija y un hombre, aunque el hombre en cuestión llevara casi cuatro años casado con ella. Sin embargo, cuando Khala Jamila nos atormentaba con sus bromas sobre un bebé, el general levantaba la cabeza y nos miraba.

– A veces se tarda un poco -le dije una noche a Soraya.

– ¡Un año no es un poco, Amir! -exclamó con un tono de voz cortante poco habitual en ella-. Algo va mal, lo sé.

– Entonces vayamos a un médico.

El doctor Rosen, un hombre barrigudo y mofletudo, con dientes pequeños y uniformes, hablaba con un ligero acento del este de Europa, remotamente eslavo. Sentía pasión por los trenes: su despacho estaba abarrotado de libros sobre la historia del ferrocarril, locomotoras en miniatura, dibujos de trenes trepando por verdes colinas y cruzando puentes… En la pared de detrás del escritorio había un cartel que rezaba: «La vida es un tren. Sube a bordo.»

Nos expuso el plan. Primero me estudiaría a mí.

– Los hombres son más fáciles -dijo, dando golpecitos en la mesa de caoba-. La fontanería del hombre es como su cabeza: sencilla, con pocas sorpresas. Ustedes, señoras, por el contrario… Bueno, digamos que Dios se lo pensó concienzudamente cuando las creó. -Me pregunté si a todas las parejas les diría aquello de la fontanería.

– Afortunadas que somos… -comentó Soraya.

El doctor Rosen se echó a reír. Parecía bastante lejos de ser una risa franca. Me dio una receta para entregar en el laboratorio y un tubo de plástico. A Soraya le tendió una solicitud para hacerse análisis de sangre rutinarios. Luego nos estrechamos la mano.

– Bienvenidos a bordo -dijo al despedirnos.

Yo salí airoso de la prueba.

Los siguientes meses fueron una época confusa de pruebas para Soraya: temperatura basal corporal, análisis de sangre para verificar todo tipo de hormonas, algo llamado «prueba del moco cervical», ecografías, más análisis de sangre y más análisis de orina. Soraya se sometió a una prueba denominada histeroscopia en la que el doctor Rosen insertó un telescopio en el útero de Soraya para echarle un vistazo. No encontró nada.

– La fontanería funciona -anunció, desechando sus guantes de látex. Tenía ganas de que dejara de utilizar ese término…, no éramos lavabos.

Finalizadas las pruebas, nos dijo que no podía explicarse por qué no podíamos tener hijos. Y, aparentemente, no era una situación excepcional. Era lo que se denominaba infertilidad inexplicada.

Luego llegó la fase de tratamiento. Lo probamos con un fármaco llamado clomifeno, y con hMG, una serie de inyecciones que Soraya se administraba ella misma. Viendo que no funcionaba nada de aquello, el doctor Rosen aconsejó la fecundación in vitro. Recibimos una carta muy cortés de nuestro seguro médico en la que nos deseaban mucha suerte y nos decían que sentían no poder hacerse cargo de los gastos.

Echamos mano del anticipo que había recibido por la novela. La fecundación in vitro resultó ser un proceso eterno, complicado, frustrante y, por último, un fracaso. Después de meses de permanecer sentados en salas de espera leyendo revistas como Good Housekeeping y Reader's Digest, después de interminables batas de papel y salas de exploración frías y estériles iluminadas por fluorescentes, de la humillación repetida de explicarle hasta el mínimo detalle de nuestra vida sexual a un completo desconocido, de inyecciones, sondas y recogidas de muestras, volvimos al doctor Rosen y a sus trenes.

Sentado enfrente de nosotros, tamborileando en el escritorio con los dedos, utilizó por vez primera la palabra «adopción». Soraya lloró durante todo el camino de vuelta a casa.

Soraya dio la noticia a sus padres el fin de semana después de nuestra última visita al doctor Rosen. Estábamos sentados en sillas de cámping en el jardín de los Taheri, asando truchas en la barbacoa y bebiendo yogur dogh. Era una tarde de marzo de 1991. Khala Jamila acababa de regar las rosas y sus nuevas madreselvas, y su fragancia se mezclaba con el aroma del pescado. Eran ya dos veces las que se había acercado a Soraya para acariciarle el cabello y decirle:

– Dios es quien mejor lo sabe, bachem. Tal vez es que no debía ser así.

Soraya seguía sin levantar la vista. Estaba cansada, lo sabía, cansada de todo aquello.

– El médico mencionó la idea de la adopción -murmuró.

La cabeza del general Taheri se volvió al instante al oír aquello. Cerró la tapa de la barbacoa.

– ¿Sí?

– Dijo que era una opción -dijo Soraya.

En casa habíamos hablado ya de la adopción y Soraya se mostraba ambigua al respecto.

– Sé que es una tontería y que tal vez resulte vanidoso -me dijo de camino a casa de sus padres-. Pero no puedo evitarlo. Siempre he soñado que lo tendría entre mis brazos y que sabría que mi sangre lo habría alimentado durante nueve meses, que un día lo miraría a los ojos y me sorprendería viéndote a ti o a mí en él, que se haría mayor y tendría tu sonrisa o la mía. Sin eso… ¿Está mal pensar así?

– No -le respondí yo.

– ¿Soy egoísta?

– No, Soraya.

– Pero si tú quieres…

– No -le dije-. Si lo hacemos, no deberíamos albergar ninguna duda al respecto y tendría que ser de mutuo acuerdo. De otro modo, no sería justo para el bebé.

Apoyó la cabeza en la ventanilla y no dijo nada más durante el resto del trayecto.

El general estaba sentado a su lado.

Bachem, eso de la… adopción, no estoy seguro de que sea para nosotros, los afganos. -dijo. Soraya me miró agotada y suspiró-. Cuando se hacen mayores quieren saber quiénes son sus padres naturales. Y no puedes culparlos por ello. A veces abandonan el hogar por el que tanto trabajaste para encontrar a quienes les dieron la vida. La sangre tira, bachem, no lo olvides nunca.

– No quiero seguir hablando de esto -replicó Soraya.

– Te diré algo más -continuó el general. Se notaba que iba acelerándose; estábamos a punto de presenciar uno de sus pequeños discursos-. Mira a Amir jan. Todos conocimos a su padre, sé quien era su abuelo en Kabul y también su bisabuelo. Si me lo pidieras, podría perfectamente aquí sentado recordar generaciones de sus antepasados. Fue por eso por lo que, cuando su padre, que Dios lo tenga en la paz, vino al khastegari, no lo dudé. Y créeme, su padre no habría accedido a pedir tu mano de no saber de quién descendías. La sangre es muy importante, bachem, y cuando adoptas no sabes de quién es la sangre que mete en casa.

»Ahora bien, si fuésemos norteamericanos, no importaría. Aquí la gente se casa por amor; el apellido y los antepasados no forman parte de la ecuación. Y adoptan de la misma manera; mientras el bebé esté sano, todo el mundo feliz. Pero nosotros somos afganos, bachem.

– ¿Está ya el pescado? -dijo Soraya. La mirada del general Taheri se clavó en ella. Le dio una palmadita en la rodilla.

– Limítate a ser feliz por tener salud y un buen marido.

– ¿Qué opinas, Amir jan? -dijo Khala Jamila.

Deposité mi vaso en la repisa, donde una hilera de macetas con geranios seguía goteando.

– Creo que estoy de acuerdo con el general Sahib.

Aliviado, el general asintió y regresó a la barbacoa.

Todos teníamos nuestros motivos para no adoptar. Soraya tenía los suyos y el general también. Yo, por mi parte, tenía el siguiente: que quizá algo, alguien, en algún lugar, hubiera decidido negarme la paternidad por lo que había hecho. Tal vez fuera ése mi castigo, y quizá fuera justo. «Tal vez es que no debía ser así», había dicho Khala Jamila. O, tal vez, debía ser así.

Unos meses después utilizamos el anticipo de mi segunda novela para pagar la entrada de una preciosa casa victoriana de dos dormitorios en el barrio de Bernal Heights de San Francisco. Tenía tejado a dos aguas, suelos de madera y un diminuto jardín con un cobertizo y una barbacoa al fondo. El general me ayudó a reparar la cubierta y a pintar las paredes. Khala Jamila se lamentó de que nos trasladásemos a casi una hora de camino de su casa, sobre todo porque pensaba que Soraya necesitaba todo el amor y el apoyo que ella podía ofrecerle…, sin darse cuenta de que su compasión, bien intencionada aunque abrumadora, era precisamente lo que empujaba a Soraya a llevar a cabo el traslado.

•••

A veces, mientras Soraya dormía a mi lado, yo permanecía tendido en la cama, escuchando el ruido de la contraventana, que se abría y cerraba empujada por la brisa, y el sonido de los grillos que cantaban en el jardín. Y prácticamente podía sentir el vacío en el vientre de Soraya, como si fuese una cosa viva y que respirara. Aquel vacío se había filtrado en nuestro matrimonio, en nuestras risas y en nuestras relaciones sexuales. Y aquella noche, a última hora, en la oscuridad de nuestro dormitorio, lo sentía saliendo de Soraya para establecerse entre nosotros. Para dormir entre nosotros. Como un recién nacido.

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