7

A la mañana siguiente, mientras preparaba el té negro para el desayuno, Hassan me dijo que había tenido un sueño.

– Estábamos en el lago Ghargha, tú, yo, mi padre, agha Sahib, Rahim Kan y miles de personas más -dijo-. Hacía calor y lucía el sol. El lago estaba transparente como un espejo, pero nadie nadaba porque decían que había un monstruo. Que estaba en las profundidades, a la espera. -Hassan me sirvió una taza, le puse azúcar, soplé unas cuantas veces y la coloqué delante de mí-. Así que todos tenían miedo de entrar en el agua, y de pronto tú te quitabas los zapatos, Amir agha, y la camisa. «No hay ningún monstruo. Os lo demostraré a todos», decías. Y antes de que nadie pudiera detenerte, te lanzabas al agua y empezabas a nadar. Yo te seguía y nadábamos los dos.

– Pero si tú no sabes nadar…

Hassan se echó a reír.

– En los sueños, Amir agha, puedes hacer cualquier cosa. Bueno, el caso es que todo el mundo comenzó a gritar: «¡Salid! ¡Salid!», pero nosotros seguíamos nadando en el agua fría. Nos dirigimos hasta el centro del lago y, una vez allí, dejamos de nadar, nos volvimos hacia la orilla y saludamos a la gente con la mano. Parecían pequeños como hormigas, pero podíamos oír sus aplausos. Comprendían que no había ningún monstruo, sólo agua. Después de aquello, cambiaban el nombre del lago y lo llamaban «el lago de Amir y Hassan, sultanes de Kabul» y cobrábamos dinero a la gente que quería nadar en él.

– ¿Y qué significado tiene todo eso?

Untó mi naan con mermelada y lo puso en un plato.

– No lo sé. Esperaba que me lo dijeses tú.

– Es un sueño tonto. No ocurre nada.

– Mi padre dice que los sueños siempre significan algo.

Le di un sorbo al té.

– ¿Entonces por qué no se lo preguntas a él, si es tan inteligente? -repliqué con mayor brusquedad de la que pretendía.

No había dormido en toda la noche. Sentía el cuello y la espalda como muelles enroscados y me escocían los ojos. Había sido mezquino con Hassan. Estuve a punto de pedirle perdón, pero no lo hice. Hassan comprendía que lo único que me sucedía era que estaba nervioso. Él comprendía siempre lo que me sucedía.

En la planta de arriba se oía un grifo abierto en el baño de Baba.

Las calles brillaban con la nevada recién caída y el cielo era de un azul inmaculado. La nieve blanqueaba los tejados y sobrecargaba las ramas de las moreras enanas que flanqueaban la calle. En el transcurso de la noche, la nieve se había posado sobre cada grieta y cada cuneta. Hassan y yo salimos por la puerta de hierro forjado y entorné los ojos porque el resplandor me cegaba. Alí cerró la verja detrás de nosotros. Le oí murmurar una oración en voz baja… Siempre que su hijo salía de casa rezaba una oración.

Jamás había visto tanta gente en nuestra calle. Los niños se lanzaban bolas de nieve, se peleaban, se perseguían, reían. Los luchadores de cometas se apretujaban junto a sus ayudantes, los encargados de sujetar el carrete, y llevaban a cabo los preparativos de última hora. En las calles adyacentes se oían risas y conversaciones. Las azoteas estaban ya abarrotadas de espectadores acomodados en sillas de jardín, con termos de té caliente humeantes y la música de Ahmad Zahir sonando con fuerza en los casetes. El inmensamente popular Ahmad Zahir había revolucionado la música afgana y escandalizado a los puristas añadiendo guitarras eléctricas, percusión e instrumentos de viento a la tabla y el armonio tradicionales; en el escenario, rehuía la postura austera y casi taciturna de los antiguos cantantes y, a veces, incluso sonreía a las mujeres cuando cantaba. Me volví para mirar nuestra azotea y descubrí a Baba y Rahim Kan sentados en un banco, pertrechados ambos con abrigos de lana y bebiendo té. Baba movió una mano para saludar. Era imposible adivinar si me saludaba a mí o a Hassan.

– Deberíamos darnos prisa -dijo éste.

Llevaba las botas de nieve de caucho negro, un chapan de color verde chillón sobre un jersey grueso y pantalones de pana descoloridos. Más que nunca, parecía una muñeca china sin terminar. El sol le daba en la cara y se veía lo bien que le había cicatrizado la herida rosada del labio.

De repente quise retirarme. Guardarlo todo y volver a casa. ¿En qué estaba pensando? ¿Por qué me había metido en aquello si conocía de antemano el resultado? Baba estaba en la azotea, observándome. Sentía su mirada sobre mí como el calor del sol ardiente. Sería un fracaso a gran escala.

– No estoy muy seguro de querer volar hoy la cometa -dije.

– Hace un día precioso -replicó Hassan.

Cambié el peso de mi cuerpo al otro pie. Intentaba apartar la mirada de nuestra azotea.

– No sé. Tal vez deberíamos regresar a casa.

Entonces dio un paso hacia mí y me dijo en voz baja algo que me asustó un poco.

– Recuerda, Amir agha. No hay ningún monstruo, sólo un día precioso.

¿Cómo podía ser yo para él como un libro abierto, cuando, la mitad de las veces, yo no tenía ni idea de lo que maquinaba su cabeza? Yo era el que iba a la escuela, el que era capaz de leer y escribir. Yo era el inteligente. Hassan no podía ni leer un libro de párvulos y, sin embargo, me leía a mí. Estar con alguien que siempre sabía lo que necesitaba resultaba un poco inquietante, aunque también reconfortante.

– Ningún monstruo -repetí, sintiéndome, ante mi sorpresa, algo mejor.

Sonrió.

– Ningún monstruo.

– ¿Estás seguro? -Cerró los ojos y asintió con la cabeza. Miré a los niños que corrían por la calle huyendo de las bolas de nieve-. Un día precioso, ¿verdad?

– A volar -dijo él.

Se me ocurrió pensar que tal vez Hassan se hubiese inventado el sueño. ¿Sería posible? Decidí que no. Hassan no era tan inteligente. Yo no era tan inteligente. Inventado o no, aquel sueño absurdo me había liberado un poco de la ansiedad. Tal vez debía despojarme de la camisa y darme un baño en el lago. ¿Por qué no?

– Vamos -dije.

La cara de Hassan se iluminó.

– Bien -dijo.

Luego levantó nuestra cometa, que era roja y con los bordes amarillos, y que estaba marcada con la firma inequívoca de Saifo justo debajo de donde se unían la vara central con las transversales. Se chupó un dedo, lo mantuvo en alto para verificar el viento y echó a correr en la dirección que soplaba (en las raras ocasiones en que volábamos cometas en verano, daba una patada a la tierra para que se levantase el polvo y comprobar así la dirección del viento). El carrete rodó entre mis manos hasta que Hassan se detuvo, a unos quince metros de distancia. Sostenía la cometa por encima de la cabeza, como un atleta olímpico que muestra su medalla de oro. Di dos tirones al hilo, nuestra señal habitual, y Hassan lanzó la cometa al aire.

Entre las ideas de Baba y las de los mullahs del colegio, no me había hecho todavía mi propia idea sobre Dios. Sin embargo, recité en voz baja un ayat del Corán que había aprendido en clase de diniyat. Respiré hondo, expulsé todo el aire y tiré del hilo. En un instante, mi cometa salió propulsada hacia el cielo. Emitía un sonido parecido al de una pajarita de papel batiendo las alas. Hassan aplaudió, silbó y corrió hacia mí. Le entregué el carrete sin dejar de sujetar el hilo y él lo hizo girar rápidamente para enrollar el hilo sobrante.

Un mínimo de dos docenas de cometas surcaban ya el cielo. Eran como tiburones de papel en busca de su presa. En cuestión de una hora, la cantidad se dobló y el cielo se pobló de brillantes cometas rojas, azules y amarillas. Una fresca brisa revoloteaba en mi cabello. El viento era perfecto para volar, soplaba con la fuerza justa para sustentar la cometa arriba y facilitar los barridos. A mi lado, Hassan sujetaba el carrete, con las manos ensangrentadas ya por el hilo.

Pronto empezaron los cortes y las primeras cometas derrotadas giraron en remolino fuera de control. Caían del cielo como estrellas fugaces de colas brillantes y rizadas, lloviendo sobre los barrios y convirtiéndose en premios para los voladores de cometas, que vociferaban mientras se precipitaban por las calles. Alguien informaba a gritos sobre una lucha que estaba teniendo lugar dos calles más abajo.

Yo seguía lanzando miradas furtivas a Baba, que continuaba sentado en la azotea en compañía de Rahim Kan, y me preguntaba en qué estaría pensando. ¿Me animaría? ¿O una parte de él disfrutaría viéndome fracasar? En eso consistía volar cometas; en dejar que tu cabeza volara junto a ella.

Por todas partes caían cometas, y yo seguía volando. Seguía volando. Mis ojos observaban de vez en cuando a Baba, envuelto en su abrigo de lana. ¿Estaría sorprendido de que durara tanto? «Si no mantienes la mirada fija en el cielo, no durarás mucho.» Fijé nuevamente los ojos en el cielo. Se acercaba una cometa roja…, la pillaría a tiempo. Me enredé un poco con ella, pero acabé superándola cuando su portador se impacientó y trató de cortarme desde abajo.

Por todas las esquinas aparecían voladores que regresaban triunfantes sosteniendo en alto las cometas capturadas. Se las mostraban a sus padres, a sus amigos. Aunque todos sabían que la mejor estaba todavía por llegar. El premio mayor seguía volando. Partí una cometa de color amarillo chillón que terminaba en una cola blanca en serpentín. Me costó un nuevo corte en el dedo índice y más sangre que siguió resbalando por la mano. Le pasé el hilo a Hassan para que lo sujetase mientras me secaba y me limpiaba el dedo en los pantalones vaqueros.

Al cabo de una hora, el número de cometas supervivientes menguó de las aproximadamente cincuenta iniciales a una docena. Yo era uno de los voladores que resistían. Había conseguido llegar a la última docena. Sabía que el concurso se prolongaría durante un buen rato porque los chicos que llegaban hasta allí eran buenos… No caerían fácilmente en trampas sencillas como el viejo truco de «sustentarse en el aire y caer en picado», el favorito de Hassan.

Hacia las tres de la tarde, aparecieron unos nubarrones y el sol se escondió tras ellos. Las sombras empezaban a prolongarse. Los espectadores de las azoteas se enrollaban en bufandas y gruesos abrigos. Quedábamos media docena y yo seguía volando. Me dolían las piernas; tenía el cuello rígido. Pero con cada cometa derrotada, la esperanza crecía en mi corazón como la nieve que se apila sobre un muro, copo tras copo.

Mi mirada volvía una y otra vez hacia una cometa azul que había causado estragos durante la última hora.

– ¿Cuántas ha cortado? -pregunté.

– He contado once -respondió Hassan.

– ¿Sabes de quién es?

Hassan chasqueó la lengua y levantó la barbilla. Uno de sus gestos típicos, que significaba que no tenía ni idea. La cometa azul partió otra morada de gran tamaño y barrió dos veces trazando enormes rizos. Diez minutos más tarde había cortado otras dos, enviando tras ellas a una multitud de voladores.

Media hora después quedaban únicamente cuatro cometas. Y yo seguía volando. Me resultaba realmente difícil equivocarme en los movimientos, era como si todas las ráfagas de viento soplaran a mi favor. Jamás me había sentido dominando la situación de aquella manera, tan afortunado. Resultaba embriagador. No me atrevía a apartar los ojos del cielo. Tenía que concentrarme, actuar con inteligencia. Quince minutos más y lo que aquella mañana parecía un sueño irrisorio se convertiría en realidad: sólo quedábamos yo y el otro chico. La cometa azul.

La tensión era tan cortante como el hilo de vidrio del que tiraban mis ensangrentadas manos. La gente se ponía en pie, aplaudía, silbaba, cantaba: «Boboresh! Boboresh! ¡Córtala! ¡Córtala!» Me preguntaba si la voz de Baba sería una de ellas. Empezó la música. El aroma de mantu estofado y pakora frita salía en desorden de azoteas y puertas abiertas.

Pero lo único que yo escuchaba, lo único que me permitía escuchar, era el ruido sordo de la sangre en mi cabeza. Lo único que veía era la cometa azul. Lo único que olía era la victoria. Salvación. Redención. Si Baba estaba equivocado y, como decían en la escuela, existía un dios, Él me permitiría ganar. No sabía cuáles eran las intenciones del otro chico, tal vez sólo fuera un fanfarrón. En fin, el caso es que allí estaba mi única oportunidad de convertirme en alguien a quien miraran, no sólo vieran, a quien escucharan, no sólo oyeran. Si había un dios, guiaría los vientos, haría que soplasen para mí de manera que, con un tirón de mi hilo, pudiera liberar mi dolor, mi anhelo. Había soportado demasiado y llegado demasiado lejos. Y de pronto, así, sin más, la esperanza se convirtió en plena conciencia. Iba a ganar. Sólo era cuestión de cuándo.

Y resultó que fue más temprano que tarde. Una ráfaga de viento levantó mi cometa y gané ventaja. Solté hilo, tiré. Mi cometa dibujó un rizo hasta colocarse por encima de la azul. Mantuve la posición. El volador de la cometa azul sabía que se encontraba en una situación problemática. Intentaba desesperadamente maniobrar para salirse de la trampa, pero no la dejé marchar. Mantuve la posición. La multitud intuía que el final estaba muy cerca. El coro de voces gritaba cada vez con más fuerza: «¡Córtala!, ¡córtala», como romanos animando a los gladiadores: «¡Mátalo!, ¡mátalo!»

– ¡Casi lo tienes, Amir agha! -exclamó Hassan.

Entonces llegó el momento. Cerré los ojos y relajé la mano que sujetaba el hilo, el cual volvió a cortarme los dedos cuando el viento tiró de él. Y entonces… no necesité oír el rugido de la multitud para saberlo. Tampoco necesitaba verlo. Hassan gritaba y me rodeaba el cuello con el brazo.

– ¡Bravo! ¡Bravo, Amir agha!

Abrí los ojos y vi la cometa azul, que daba vueltas salvajemente, como una rueda que sale disparada de un coche en marcha. Pestañeé e intenté decir algo, pero no me salía nada. De repente estaba suspendido en el aire, mirándome a mí mismo desde arriba. Abrigo de piel negra, bufanda roja y vaqueros descoloridos. Era un chico delgado, un poco cetrino y algo pequeño para sus doce años. Tenía los hombros estrechos y un atisbo de ojeras alrededor de unos ojos de color avellana. La brisa alborotaba su cabello castaño. Miró hacia arriba y nos sonreímos.

Entonces me encontré gritando. Todo era color y sonido, todo tenía vida y estaba bien. Abrazaba a Hassan con el brazo que me quedaba libre y saltábamos arriba y abajo. Los dos reíamos y llorábamos a un tiempo.

– ¡Has ganado, Amir agha! ¡Has ganado!

– ¡Hemos ganado! ¡Hemos ganado! -Era lo único que podía decir.

Aquello no estaba sucediendo en realidad. En un instante, abriría los ojos y me despertaría de aquel bello sueño, saltaría de la cama e iría a la cocina para desayunar sin otro con quien hablar que no fuese Hassan. Me vestiría, esperaría a Baba y finalmente abandonaría y regresaría a mi vieja vida. Entonces vi a Baba en nuestra azotea. Estaba de pie en un extremo, apretando con fuerza ambas manos, voceando y aplaudiendo. Ése fue el más grande y mejor momento de mis doce años de vida, ver a Baba en la azotea por fin orgulloso de mí.

Pero entonces hizo algo, movía las manos con prisas. Entonces lo comprendí.

– Hassan, nosotros…

– Lo sé -dijo, rompiendo el abrazo-. Inshallah, lo celebraremos más tarde. Ahora tengo que volar esa cometa azul para ti -añadió. Lanzó el carrete al suelo y salió disparado, arrastrando el dobladillo del chapan verde sobre la nieve.

– ¡Hassan! -grité-. ¡Vuelve con ella!

Estaba ya doblando la esquina de la calle cuando se detuvo y se volvió. Entonces ahuecó las manos junto a la boca y exclamó:

– ¡Por ti lo haría mil veces más!

Luego sonrió y desapareció por la esquina. La siguiente ocasión en que lo vi sonreír tan descaradamente como aquella vez fue veintiséis años más tarde, en una descolorida fotografía hecha con una cámara Polaroid.

Empecé a tirar de la cometa mientras los vecinos se acercaban a felicitarme. Les estrechaba las manos y daba las gracias. Los niños más pequeños me miraban parpadeando de asombro; era un héroe. Por todas partes surgían manos que me daban palmaditas en la espalda y otras que me alborotaban el pelo. Yo tiraba del hilo y devolvía las sonrisas, pero tenía la cabeza en la cometa azul.

Finalmente recuperé mi cometa. Enrollé en el carrete el hilo sobrante que había reunido a mis pies, estreché unas cuantas manos más y partí corriendo a casa. Cuando llegué a las verjas de hierro, Alí me esperaba al otro lado. Pasó la mano por entre los barrotes y dijo:

– Felicidades.

Le entregué mi cometa y el carrete y le estreché la mano.

Tashakor, Alí jan.

– He estado rezando por vosotros todo el rato.

– Entonces sigue rezando. Aún no hemos terminado.

Me precipité de nuevo a la calle. No le pregunté a Alí por Baba. Todavía no quería verlo. Lo tenía todo planificado en mi cabeza: haría una entrada grandiosa, como un héroe, con el preciado trofeo en mis manos ensangrentadas. Se volverían las cabezas y las miradas se clavarían en mí. Rostam y Sohrab midiéndose el uno al otro. Un momento dramático de silencio. Entonces el viejo guerrero se acercaría al más joven, lo abrazaría y reconocería su valía.

Vindicación. Salvación. Redención. ¿Y luego? Bueno…, después felicidad para siempre, por supuesto.

Las calles de Wazir Akbar Kan estaban numeradas y se cruzaban entre sí formando ángulos rectos, como una red. Entonces era un barrio nuevo, aún en desarrollo, con solares vacíos; en todas las calles había casas a medio construir en recintos rodeados por muros de dos metros y medio de altura. Recorrí de arriba abajo todas las calles en busca de Hassan. Por todas partes la gente andaba atareada recogiendo sillas y empaquetando comida y utensilios después de una larga jornada de fiesta. Los que seguían sentados en las azoteas me felicitaban a gritos.

Cuatro calles más al sur de la nuestra vi a Ornar, el hijo de un ingeniero amigo de Baba. Jugaba al fútbol con su hermano en el césped de delante de su casa. Ornar era un buen chico. Habíamos sido compañeros de clase en cuarto y en una ocasión me había regalado una estilográfica de las que se cargaban con un cartucho.

– Me han dicho que has ganado, Amir -dijo-. Felicidades.

– Gracias. ¿Has visto a Hassan?

– ¿Tu hazara? -Asentí con la cabeza. Ornar cabeceó el balón hacia su hermano-. He oído decir que es un volador de cometas asombroso. -Su hermano le devolvió el balón con otro golpe de cabeza. Ornar lo cogió y jugueteó con él, lanzándolo y cogiéndolo-. Aunque siempre me he preguntado cómo lo hace. Me refiero a cómo es capaz de ver algo con esos ojos tan pequeños y rasgados.

Su hermano se echó a reír, con una carcajada breve, y reclamó el balón. Ornar lo ignoró.

– ¿Lo has visto? -le pregunté.

Ornar indicó con el pulgar por encima del hombro en dirección al suroeste.

– Lo he visto hace un rato corriendo hacia el bazar.

– Gracias -dije, y huí precipitadamente.

Cuando llegué al mercado, el sol casi se había puesto por detrás de las montañas y la oscuridad había pintado el cielo de rosa y morado. A unas cuantas manzanas de distancia, en la mezquita Haji Yaghoub, el mullah vociferaba el azan, que invitaba a los fieles a extender sus alfombras e inclinar la cabeza hacia el este para la oración. Hassan no se perdía jamás ninguna de las cinco oraciones diarias. Incluso si estábamos fuera jugando, se disculpaba, sacaba agua del pozo del patio, se lavaba y desaparecía en la choza. Luego, en cuestión de minutos, volvía sonriente hasta donde yo lo esperaba, sentado contra una pared o encaramado en un árbol. Sin embargo, aquella noche se perdería la oración por mi culpa.

El bazar estaba vaciándose rápidamente. Los comerciantes daban por finalizados los regateos del día. Troté por el barro entre hileras de puestos en los que había de todo: en uno de ellos era posible adquirir un faisán recién sacrificado, y en el vecino, una calculadora. Me abrí camino entre una muchedumbre que iba menguando: mendigos lisiados y vestidos con capas hechas jirones, vendedores que cargaban alfombras a la espalda, comerciantes de tejidos y carniceros que cerraban el negocio por aquel día. Pero no encontré ni rastro de Hassan.

Me detuve ante un puesto de frutos secos y describí a Hassan al anciano comerciante que cargaba su mula con cestas de piñones y pasas. Llevaba un turbante de color azul claro.

Se detuvo a contemplarme durante un buen rato antes de responder.

– Puede que lo haya visto.

– ¿Hacia dónde ha ido?

Me miró de arriba abajo.

– Pero dime, ¿qué hace un chico como tú buscando a un hazara a estas horas?

Su mirada repasó con admiración mi abrigo de piel y mis pantalones vaqueros…, pantalones de cowboy, los llamábamos. En Afganistán, ser propietario de algo norteamericano, sobre todo si no era de segunda mano, era signo de riqueza.

– Necesito encontrarlo, agha.

– ¿Qué significa para ti? -me preguntó. No le encontraba sentido a la pregunta, pero me recordé que la impaciencia no serviría para que me dijera cualquier cosa más rápidamente.

– Es el hijo de nuestro criado -contesté.

El anciano arqueó una ceja canosa.

– ¿Sí? Sin duda se trata de un hazara afortunado por tener un amo que se preocupa tanto por él. Su padre debería caer de rodillas y barrer el polvo de tus pies con sus pestañas.

– ¿Vas a decírmelo o no?

Descansó un brazo en el lomo del mulo y señaló hacia el sur.

– Creo haber visto al niño que me describes corriendo hacia allí. Llevaba una cometa en la mano. Era azul.

– ¿Sí? -dije.

«Por ti lo haría mil veces más», me había prometido. El bueno de Hassan. El bueno y fiel Hassan. Había cumplido su promesa y volado para mí la última cometa.

– Sí, seguramente a estas alturas ya lo habrán pillado -comentó el anciano comerciante con un gruñido mientras cargaba otra caja a lomos del mulo.

– ¿Quién?

– Los otros muchachos. Los que lo perseguían. Iban vestidos como tú. -Miró hacia el cielo y suspiró-. Ahora vete corriendo, estás retrasándome para el namaz.

Pero yo ya corría a trompicones calle abajo.

Durante los minutos que siguieron registré en vano todo el bazar. Tal vez los viejos ojos del comerciante lo hubieran traicionado. Pero había visto la cometa azul. La idea de poner mis manos en esa cometa… Asomé la cabeza en todos los callejones, en todas las tiendas. Ni rastro de Hassan.

Empezaba a preocuparme la idea de que cayera la noche antes de lograr dar con Hassan, cuando escuché voces por delante de mí. Había llegado a una calle apartada y llena de barro. Corría perpendicular a la calle principal que dividía el bazar en dos partes. Me adentré en aquel callejón repleto de baches y seguí las voces. A cada paso que daba, mis botas se hundían en el barro y mi aliento se transformaba en nubes blancas que me precedían. El estrecho camino corría paralelo a un barranco lleno de nieve que en primavera debía de estar surcado por un arroyo. Al otro lado estaba flanqueado por hileras de cipreses cubiertos de nieve que asomaban entre casas de adobe de tejado plano (en la mayoría de los casos, poco más que chozas) separadas por estrechos callejones.

Volví a oír las voces, más fuertes esa vez. Procedían de uno de los callejones. Contuve la respiración y asomé la cabeza por la esquina para mirar.

Hassan se encontraba en el extremo sin salida del callejón y mostraba una postura desafiante: tenía los puños apretados y las piernas ligeramente separadas. Detrás de él, sobre un montón de escombros y desperdicios, estaba la cometa azul. Mi llave para abrir el corazón de Baba.

Tres chicos bloqueaban la salida del callejón, los mismos que se nos habían acercado en la colina el día siguiente al golpe de Daoud Kan, cuando Hassan nos salvó con el tirachinas. En un lado estaba Wali, Kamal en el otro y Assef en medio de los dos. Sentí que el cuerpo se me agarrotaba y que algo frío me recorría la espalda. Assef parecía relajado, confiado, y jugueteaba con su manopla de acero. Los otros dos parecían nerviosos, cambiaban el peso del cuerpo de una a otra pierna, y miraban alternativamente a Assef y a Hassan, como si hubiesen acorralado a una especie de animal salvaje que sólo Assef pudiera amansar.

– ¿Dónde tienes el tirachinas, hazara? -le preguntó Assef, jugueteando con la manopla de acero-. ¿Cómo era aquello que dijiste? «Tendrán que llamarte Assef el tuerto.» Está bien eso. Assef el tuerto. Inteligente. Realmente inteligente. Por supuesto, es fácil ser inteligente con un arma cargada en la mano.

Me di cuenta de que me había quedado sin respiración durante todo aquel rato. Solté el aire lentamente, sin hacer ruido. Me sentía paralizado. Vi cómo se acercaban al muchacho con quien me había criado y cuya cara de labio leporino era mi primer recuerdo.

– Hoy es tu día de suerte, hazara -dijo Assef. A pesar de que estaba de espaldas a mí, habría apostado cualquier cosa a que estaba riéndose-. Me siento con ganas de perdonar. ¿Qué os parece a vosotros, chicos?

– Muy generoso -dejó escapar impulsivamente Kamal-. Sobre todo teniendo en cuenta los modales tan groseros que este crío nos demostró la última vez.

Intentaba hablar como Assef, pero había un temblor en su voz. Entonces lo comprendí: no tenía miedo de Hassan, no. Tenía miedo porque no sabía lo que le estaba pasando a Assef por la cabeza en aquel momento.

Assef hizo un ademán con la mano, como dando a entender que no se tomaba la cosa en serio.

Bakhshida. Perdonado. Ya está. -Bajó un poco el tono de voz-. Naturalmente, nada es gratis en este mundo, y mi perdón tiene un pequeño precio que pagar.

– Muy justo -dijo Kamal.

– No hay nada gratis -añadió Wali.

– Eres un hazara con suerte -dijo Assef, acercándose hacia Hassan-. Porque hoy sólo va a costarte esa cometa azul Un trato justo, ¿no es así, chicos?

– Más que justo -coincidió Kamal.

Incluso desde mi punto de observación se veía cómo el miedo se apoderaba de los ojos de Hassan, pero, aun así, sacudió la cabeza negativamente.

– Amir agha ha ganado el torneo y he volado esta cometa para él. La he volado honradamente. Esta cometa es suya.

– Un hazara fiel. Fiel como un perro -dijo Assef. Kamal se echo a reír produciendo un sonido estridente y nervioso- Antes de sacrificarte por él, piensa una cosa: ¿haría él lo mismo por ti? ¿le has preguntado alguna vez por qué nunca te incluye en sus juegos cuando tiene invitados? ¿Por qué sólo juega contigo cuando no tiene a nadie más? Te diré por qué, hazara. Porque para él no eres más que una mascota fea. Algo con lo que puede jugar cuando se aburre, algo a lo que puede darle una patada en cuanto se enfada. No te engañes nunca pensando que eres algo más.

– Amir agha y yo somos amigos -replicó Hassan, que estaba sofocado.

– ¿Amigos? -dijo Assef, riendo-. ¡Eres un idiota patético! Algún día te despertaras de tu sueño y te darás cuenta de lo buen amigo que es. ¡Bueno, ya basta! Danos esa cometa. -Hassan se inclinó y cogió una piedra. Assef se arredró-. Como tú quieras.

Assef se desabrochó el abrigo, se despojó de él, lo dobló lenta y deliberadamente y lo colocó junto al muro.

Yo abrí la boca y casi dije algo. Casi. El resto de mi vida habría sido distinto si lo hubiera dicho. Pero no lo hice Me limité a observar. Paralizado.

Assef hizo un gesto con la mano y los otros dos se separaron hasta formar un semicírculo y atraparon a Hassan.

– He cambiado de idea -dijo Assef-. Te permito que te quedes con tu cometa, hazara. Permitiré que te la quedes para que de este modo te recuerde siempre lo que estoy a punto de hacer.

Entonces movió una mano y Hassan le arrojó la piedra, acertándole en la frente. Assef dio un grito al tiempo que se abalanzaba sobre Hassan y lo tiraba al suelo. Wali y Kamal lo siguieron.

Yo me mordí un puño y cerré los ojos.


Un recuerdo:

¿Sabías que Hassan y tú os criasteis del mismo pecho? ¿Lo sabías, Amir agha? Sakina, se llamaba. Era una mujer hazara de piel blanca y ojos azules de Bamiyan. Os cantaba antiguas canciones de boda. Dicen que entre las personas que se crían del mismo pecho existen lazos de hermandad. ¿Lo sabías?


Un recuerdo:

«Una rupia cada uno, niños. Sólo una rupia cada uno y abriré la cortina de la verdad.» El anciano está sentado junto a un muro de adobe. Sus ojos sin vista son como plata fundida incrustada en cráteres profundos, gemelos. Encorvado sobre el bastón, el adivino se acaricia con la mano nudosa la superficie de sus hundidos pómulos y luego la extiende hacia nosotros pidiendo dinero. «Es poco a cambio de la verdad, sólo una rupia cada uno.» Hassan deposita una moneda en la curtida mano. Yo también deposito la mía. «En el nombre de Alá, el más benéfico, el más piadoso», musita el adivino. Toma primero la mano de Hassan, le acaricia la palma con una uña que parece un cuerno y traza círculos y más círculos. Luego el dedo corre hacia el rostro de Hassan y emite un sonido seco y áspero cuando repasa lentamente la redondez de sus mejillas y el perfil de sus orejas. Sus dedos callosos rozan los ojos de Hassan. La mano se detiene ahí. Una sombra oscura cruza la cara del anciano. Hassan y yo intercambiamos una mirada. El anciano coge la mano de Hassan y le devuelve la rupia. A continuación, se vuelve hacia mí. «¿Y tú, joven amigo?», dice. Un gallo canta al otro lado del muro. El anciano me coge la mano y yo la retiro.


Un sueño:

Estoy perdido en una tormenta de nieve. El viento chilla y dispara sábanas blancas hacia mis ojos ardientes. Avanzo tambaleante entre capas de blanco cambiante. Pido ayuda, pero el viento engulle mis gritos. Caigo y me quedo jadeando en la nieve. Perdido en la blancura, el viento zumba en mis oídos. Veo la nieve, que borra la huella de mis pisadas. «Me he convertido en un fantasma -pienso-, en un fantasma sin huellas.» Vuelvo a gritar, la esperanza se desvanece igual que mis huellas. Pero esta vez recibo una respuesta amortiguada. Me protejo los ojos y consigo sentarme. Más allá del balanceo de las cortinas de nieve, un atisbo de movimiento, una ráfaga de color. Una forma familiar se materializa. Me tiende una mano. En la palma se ven cortes paralelos y profundos. La sangre gotea y tiñe la nieve. Cojo la mano y, de repente, la nieve ha desaparecido. Nos encontramos en un campo de hierba de color verde manzana con suaves jirones de nubes. Levanto la vista y veo el cielo limpio y lleno de cometas, verdes, amarillas, rojas, naranjas. Resplandecen a la luz del atardecer.

El callejón era un caos de escombros y desperdicios. Ruedas viejas de bicicleta, botellas con las etiquetas despegadas, revistas con hojas arrancadas y periódicos amarillentos, todo disperso entre una pila de ladrillos y bloques de cemento. Apoyada en la pared había una estufa oxidada de hierro forjado con un boquete abierto en un lado. Entre toda aquella basura había dos cosas que no podía dejar de mirar: una era la cometa azul recostada contra la pared, cerca de la estufa de hierro forjado; la otra eran los pantalones de pana marrones de Hassan tirados sobre un montón de ladrillos rotos.

– No sé -decía Wali-. Mi padre dice que es pecado.

Parecía inseguro, excitado, asustado, todo a la vez. Hassan estaba tendido con el pecho contra el suelo. Kamal y Wali le apretaban ambos brazos, doblados por el codo, contra la espalda. Assef permanecía de pie, aplastándole la nuca con la suela de sus botas de nieve.

– Tu padre no se enterará -repuso Assef-. Y darle una lección a un burro irrespetuoso no es pecado.

– No lo sé… -murmuró Wali.

– Haz lo que te dé la gana -dijo Assef. Se dirigió entonces a Kamal-. ¿Y tú qué?

– Por mí…

– No es más que un hazara -apuntó Assef. Pero Kamal seguía apartando la vista-. De acuerdo -espetó Assef-. Lo único que quiero que hagáis, cobardicas, es sujetarlo. ¿Podréis?

Wali y Kamal hicieron un gesto afirmativo con la cabeza. Parecían aliviados.

Assef se arrodilló detrás de Hassan, colocó ambas manos sobre las caderas de su víctima y levantó sus nalgas desnudas. Luego apoyó una mano en la espalda de Hassan mientras con la otra se desabrochaba la hebilla del cinturón. Se bajó la cremallera de los vaqueros, luego los calzoncillos y se puso justo detrás de Hassan. Éste no ofreció resistencia. Ni siquiera se quejó. Movió ligeramente la cabeza y le vi la cara de refilón. Vi su resignación. Era una mirada que ya había visto antes. La mirada del cordero.

El día siguiente es el décimo de Dhul-Hijjah -el último mes del calendario musulmán- y el primero de los tres días de Eid Al-Adha, o Eid-e-Qorban, como lo denominan los afganos, cuando se conmemora el día en que el profeta Ibrahim estuvo a punto de sacrificar a Dios a su propio hijo. Baba ha vuelto a escoger personalmente el cordero para este año, uno blanco como el talco, con orejas negras y torcidas.

Estamos todos en el jardín trasero, Hassan, Alí, Baba y yo. El mullah recita la oración y se acaricia la barba. Baba murmura para sus adentros: «Acaba ya.» Parece molesto con la interminable oración, el ritual que transforma la carne en halal. Baba se burla de toda la simbología que hay detrás de este Eid, igual que se mofa de todo lo que tenga que ver con la religión. Pero respeta la tradición del Eid-e-Qorban. La tradición manda dividir la carne en tercios, uno para la familia, otro para los amigos y otro para los pobres. Baba la entrega siempre entera a los pobres. Dice que los ricos ya están bastante gordos.

El mullah da por finalizada la oración. Ameen. Coge el cuchillo de cocina más grande y afilado. La tradición exige que el cordero no vea el cuchillo. Alí le da al animal un terrón de azúcar…, otra costumbre, para que la muerte sea más dulce. El cordero patalea, pero no mucho. El mullah lo ciñe por debajo de la mandíbula y acerca la hoja del cuchillo al cuello. Miro los ojos del cordero sólo una fracción de segundo antes de que el mullah le abra la garganta con un movimiento experto. Es una mirada que turbará mis sueños durante semanas. No sé por qué siempre contemplo ese ritual anual que tiene lugar en nuestro jardín trasero; mis pesadillas persisten hasta mucho después de que hayan desaparecido las manchas de sangre en la hierba. Pero siempre lo veo. Me atrae esa expresión resignada que reflejan los ojos del animal. Por absurdo que parezca, me imagino que el animal lo nota, que sabe que su fallecimiento inminente sirve a un propósito elevado. Es la mirada…

Aparté la vista y me alejé del callejón. Algo caliente resbalaba por mis muñecas. Pestañeé y vi que seguía mordiéndome el puño con fuerza, lo bastante fuerte como para que empezaran a sangrarme los nudillos. Me di cuenta de algo más. Estaba llorando. Desde la esquina escuchaba los gruñidos rápidos y rítmicos de Assef.

Tenía una última oportunidad para tomar una decisión. Una oportunidad final para decidir quién iba a ser yo. Podía irrumpir en ese callejón, dar la cara por Hassan igual que él había hecho por mí tantas veces en el pasado y aceptar lo que pudiera sucederme. O podía correr.

Al final corrí.

Corrí porque era un cobarde. Tenía miedo de Assef y de lo que pudiera hacerme. Tenía miedo de que me hiciese daño. Eso fue lo que me dije en cuanto volví la espalda al callejón, a Hassan. Eso fue lo que me obligué a creer. En realidad anhelaba acobardarme, porque la alternativa, el verdadero motivo por el que corría, era que Assef tenía razón: en este mundo no hay nada gratis. Tal vez Hassan fuera el precio que yo debía pagar, el cordero que yo tenía que sacrificar para ganar a Baba. ¿Era un precio justo? La respuesta flotaba en mi mente sin que yo pudiera impedirlo: era sólo un hazara, ¿no?

Deshice corriendo el camino por donde había ido. Recorrí a toda velocidad el bazar desierto. Me acerqué dando tumbos a un puesto y me agaché junto a las puertas basculantes cerradas con candado. Permanecí allí, jadeante, sudando, deseando que las cosas hubieran sido de cualquier otra manera.

Unos quince minutos más tarde, oí voces y pisadas que se acercaban corriendo. Me agazapé detrás del puesto y vi pasar a toda prisa a Assef y a los otros dos, que se reían mientras bajaban por la calle desierta. Me obligué a esperar diez minutos más. Regresé entonces hacia el camino lleno de baches que corría paralelo al barranco nevado. Entorné los ojos y forcé la vista en la oscuridad hasta que divisé a Hassan, que se acercaba lentamente hacia mí. Nos encontramos junto a un abedul deshojado que había al borde del barranco.

Llevaba la cometa azul, eso fue lo primero que vi. Y no puedo mentir ahora y decir que mis ojos no la repasaron en busca de algún desgarrón. Su chapan estaba manchado de barro por delante y llevaba la camisa rasgada por debajo del cuello. Se detuvo. Se balanceó como si fuera a caerse. Luego se enderezó y me entregó la cometa.

– ¿Dónde estabas? He estado buscándote por todas partes -le dije. Decir aquello era como morder una piedra.

Hassan se pasó la manga por la cara para limpiarse los mocos y las lágrimas. Esperé a que dijera algo, pero permaneció en silencio, en la penumbra. Agradecí aquellas primeras sombras del anochecer que caían sobre el rostro de Hassan y ocultaban el mío. Me alegré de no tener siquiera que devolverle la mirada. ¿Sabría él que yo lo sabía? Y de saberlo, ¿qué vería si le miraba a los ojos? ¿Culpa? ¿Indignación? O, que Dios me perdonara, lo que más temía, ¿candorosa devoción? Eso, por encima de todo, era lo que no soportaría ver.

Empezó a hablar, pero le falló la voz. Cerró la boca, la abrió y volvió a cerrarla. Retrocedió un paso. Se secó la cara. Y eso fue lo más cerca que estuvimos nunca Hassan y yo de hablar de lo sucedido en el callejón. Creía que iba a echarse a llorar, pero, para mi alivio, no fue así y yo simulé no haber oído cómo le fallaba la voz. Igual que simulé no haber visto la mancha oscura que había en la parte de atrás de sus pantalones, ni aquellas gotas diminutas que le caían entre las piernas y teñían de negro la nieve.

Agha Sahib estará preocupado -fue todo lo que logró decir. Me dio la espalda y partió cojeando.

Sucedió tal y como me lo había imaginado. Abrí la puerta del despacho lleno de humo e hice mi entrada. Baba y Rahim Kan estaban tomando el té y escuchando las noticias de la radio. Volvieron la cabeza y una sonrisa se dibujó en la boca de mi padre. Abrió los brazos. Dejé la cometa en el suelo y me encaminé hacia sus velludos brazos. Hundí la cara en el calor de su pecho y lloré. Baba me abrazó y me acunó de un lado a otro. Entre sus brazos olvidé lo que había hecho. Y eso fue bueno.

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