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La tradición local cuenta que, una vez, mi padre luchó en Baluchistán contra un oso negro sin la ayuda de ningún tipo de arma. De haber sido cualquier otro el protagonista de la historia, habría sido desestimada por laaf, la tendencia afgana a la exageración; por desgracia, una enfermedad nacional. Cuando alguien alardeaba de que su hijo era médico, lo más probable era que el muchacho se hubiese limitado a aprobar algún examen de biología en la escuela superior. Sin embargo, nadie ponía en duda la autenticidad de cualquier historia relacionada con Baba. Y si alguien la cuestionaba, bueno, Baba tenía aquellas tres cicatrices que descendían por su espalda en un sinuoso recorrido. Me he imaginado muchas veces a Baba librando esa batalla, incluso he soñado con ello. Y en esos sueños nunca soy capaz de distinguir a Baba del oso.

Fue Rahim Kan quien utilizó por vez primera el que finalmente acabaría convirtiéndose en el famoso apodo de Baba, Toophan agha, señor Huracán. Un apodo muy apropiado. Mi padre era la fuerza misma de la naturaleza, un imponente ejemplar de pastún; barba poblada, cabello de color castaño, rizado e ingobernable como él mismo; sus manos parecían poder arrancar un sauce de raíz. Tenía una mirada oscura, «capaz de hacer caer al diablo de rodillas suplicando piedad», como decía Rahim Kan. En las fiestas, cuando su metro noventa y cinco de altura irrumpía en la estancia, las miradas se volvían hacia él como girasoles hacia el sol.

Era imposible no sentir la presencia de Baba, ni siquiera cuando dormía. Yo me ponía bolitas de algodón en los oídos y me tapaba la cabeza con la manta, pero aun así sus ronquidos, un sonido semejante al retumbar del motor de un camión, seguían traspasando las paredes. Y eso que mi dormitorio estaba situado en el lado opuesto del pasillo. Para mí es un misterio que mi madre pudiera dormir en la misma habitación: es una más de la larga lista de preguntas que le habría formulado si la hubiera conocido.

A finales de los sesenta, tendría yo cinco años, Baba decidió construir un orfanato. Fue Rahim Kan quien me contó la historia. Me explicó que Baba había dibujado personalmente los planos, aun sin tener ningún tipo de experiencia en el campo de la arquitectura. Los más escépticos le aconsejaron que se dejara de locuras y que contratara a un arquitecto. Baba se negó, por supuesto, a pesar de que todos criticaban su obstinación. Sin embargo, salió airoso del proyecto y todo el mundo dio muestras de aprobación ante su triunfo. Baba pagó con su dinero la construcción del edificio de dos plantas que albergaba el orfanato, justo en el extremo de Jadeh Maywand, al sur del río Kabul. Rahim Kan me contó que Baba financió la totalidad del proyecto, desde ingenieros, electricistas, fontaneros y obreros, hasta los funcionarios del ayuntamiento, cuyos «bigotes necesitaban un engrase».

La construcción del orfanato se prolongó durante tres años. Cuando finalizó, yo tenía ocho. Recuerdo que el día anterior a la inauguración Baba me llevó al lago Ghargha, que estaba a unos pocos kilómetros al norte de Kabul. Me pidió que fuera a buscar a Hassan para que viniera con nosotros, pero le mentí y le dije que Hassan tenía cosas que hacer. Quería a Baba todo para mí. Además, en una ocasión que habíamos estado en el lago Ghargha, recuerdo que Hassan y yo jugamos a hacer cabrillas en el agua con piedras y Hassan consiguió que su piedra rebotara ocho veces. Lo máximo que yo logré fueron cinco. Baba, que nos miraba, le dio una palmadita en la espalda. Incluso le pasó el brazo por el hombro.

Nos sentamos en una mesa de picnic a orillas del lago, solos Baba y yo, y comimos huevos cocidos con bocadillos de kofta, albóndigas de carne y encurtidos enrollados en naan. El agua era de un color azul intenso y la luz del sol se reflejaba sobre su superficie transparente. Los viernes el lago se llenaba de familias bulliciosas que salían para disfrutar del sol. Sin embargo, aquél era un día de entre semana y estábamos sólo Baba y yo y una pareja de turistas barbudos y de pelo largo… Hippies, había oído que los llamaban. Estaban sentados en el muelle, chapoteando con los pies en el agua y con cañas de pescar en la mano. Le pregunté a Baba por qué se dejaban el pelo largo, pero Baba se limitó a gruñir y no me respondió. Estaba concentrado en la preparación del discurso que debía pronunciar al día siguiente. Hojeaba un montón de folios escritos a mano y escribía notas aquí y allá con un lápiz. Le di un mordisco al huevo y le pregunté si era cierto lo que me había contado un niño del colegio, que si te comías un trozo de cáscara de huevo lo expulsabas por la orina. Baba volvió a gruñir.

Le di otro mordisco al bocadillo. Uno de los turistas rubios se echó a reír y le dio un golpe al otro en la espalda. A lo lejos, en el lado opuesto del lago, un camión ascendía pesadamente montaña arriba. La luz del sol parpadeó en el retrovisor lateral.

– Creo que tengo saratan -dije. Cáncer. Baba levantó la vista de las hojas de papel que la brisa agitaba. Me dijo que yo mismo podía servirme el refresco, bastaba con que fuese a buscarlo al maletero del coche.

Al día siguiente, en el patio del orfanato, no hubo sillas suficientes para todos. Mucha gente se vio obligada a presenciar de pie la ceremonia inaugural. Era un día ventoso. Yo tomé asiento en el pequeño podio que habían colocado junto a la entrada principal del nuevo edificio. Baba iba vestido con un traje de color verde y un sombrero de piel de cordero caracul. A mitad del discurso, el viento se lo arrancó y todo el mundo se echó a reír. Me indicó con un gesto que le guardara el sombrero y me sentí feliz por ello, pues así todos comprobarían que era mi padre, mi Baba. Regresó al micrófono y dijo que esperaba que el edificio fuera más sólido que su sombrero, y todos se echaron a reír de nuevo. Cuando Baba finalizó su discurso, la gente se puso en pie y lo vitoreó. Estuvieron aplaudiéndolo mucho rato. Después, muchos se acercaron a estrecharle la mano. Algunos me alborotaban el pelo y me la estrechaban también a mí. Me sentía muy orgulloso de Baba, de nosotros.

Pero, a pesar de los éxitos de Baba, la gente siempre lo cuestionaba. Le decían que lo de dirigir negocios no lo llevaba en la sangre y que debía estudiar leyes como su padre. Así que Baba les demostró a todos lo equivocados que estaban al dirigir no sólo su propio negocio, sino al convertirse además en uno de los comerciantes más ricos de Kabul. Baba y Rahim Kan establecieron un negocio de exportación de alfombras tremendamente exitoso y eran propietarios de dos farmacias y un restaurante.

La gente se mofaba de Baba y le decía que nunca haría un buen matrimonio (al fin y al cabo, no era de sangre real), pero acabó casándose con mi madre, Sofia Akrami, una mujer muy culta y considerada por todo el mundo como una de las damas más respetadas, bellas y virtuosas de Kabul. No sólo daba clases de literatura farsi en la universidad, sino que además era descendiente de la familia real, un hecho que mi padre restregaba alegremente por la cara a los escépticos refiriéndose a ella como «mi princesa».

Mi padre consiguió moldear a su gusto el mundo que lo rodeaba, siendo yo la manifiesta excepción. El problema, naturalmente, era que Baba veía el mundo en blanco y negro. Y era él quien decidía qué era blanco y qué era negro. Es imposible amar a una persona así sin tenerle también miedo, tal vez incluso sin odiarlo un poco.

Cuando estaba en quinto en la vieja escuela de enseñanza media de Istiqlal, teníamos un mullah que nos daba clases sobre el Islam. Se llamaba Mullah Fatiullah Kan. Era un hombre bajito y rechoncho con la cara marcada por el acné y que hablaba con voz ronca. Nos explicaba las virtudes del zakat y el deber de hadj, nos enseñaba las complejidades de rezar las cinco oraciones diarias namaz y nos obligaba a memorizar los versículos del Corán, y, a pesar de que nunca nos traducía el significado de las palabras extrañas que utilizaba, exigía, a veces con la ayuda de una rama de sauce, que pronunciáramos correctamente las palabras árabes para que Dios nos escuchara mejor. Un día nos explicó que el Islam consideraba la bebida un pecado terrible; los que bebían responderían de sus pecados el día de Qiyamat, el Día del Juicio. Por aquella época en Kabul era normal beber; nadie te lo reprochaba públicamente. Sin embargo, los afganos que bebían lo hacían en privado, por respeto. La gente compraba whisky escocés en determinadas «farmacias» como «medicamento» y se llevaban las botellas en bolsas de papel marrón. Cuando salían del establecimiento, trataban de ocultar la bolsa de la vista del público, lanzando miradas furtivas y desaprobadoras a aquellos que conocían la reputación de la tienda en cuanto a ese tipo de transacciones se refería.

Nos encontrábamos en la planta de arriba, en el despacho de Baba, el salón de fumadores, cuando le comenté lo que el mullah Fatiullah Kan nos había explicado en clase. Baba se sirvió un whisky del bar que había en una esquina de la habitación. Me escuchó, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y dio un trago. Luego se acomodó en el sofá de cuero, dejó la copa y me hizo una seña indicándome que me sentara en sus piernas. Era como sentarse sobre un par de troncos. Respiró hondo y exhaló el aire a través de la nariz, que siguió silbando entre el bigote durante lo que me pareció una eternidad. Del miedo que sentía, no sabía si quería abrazarlo o saltar y huir de su regazo.

– Creo que estás confundiendo las enseñanzas del colegio con la verdadera educación -dijo con su voz profunda.

– Pero si lo que el mullah dice es cierto, eso te convierte en un pecador, Baba.

– Humm. -Baba hizo crujir un cubito de hielo entre los dientes-. ¿Quieres saber lo que piensa tu padre sobre el pecado?

– Sí.

– Entonces te lo explicaré, pero primero tienes que entender lo que te voy a decir, y tienes que entenderlo ahora, Amir: jamás aprenderás nada valioso de esos idiotas barbudos.

– ¿Te refieres al mullah Fatiullah Kan?

Baba hizo un movimiento con el vaso. El hielo tintineó.

– Me refiero a todos ellos. Me meo en la barba de todos esos monos santurrones. -Me eché a reír. La imagen de Baba meándose en la barba de un mono, fuera santurrón o no, era demasiado-. No hacen nada, excepto sobarse las barbas de predicador y recitar un libro escrito en un idioma que ni siquiera comprenden. -Dio un sorbo-. Que Dios nos asista si Afganistán llega a caer en sus manos algún día.

– Pero el mullah Fatiullah Kan parece una persona agradable -conseguí decir entre mis ataques de risa.

– También lo parecía Genghis Kan -dijo Baba-. Pero ya basta. Me has preguntado sobre el pecado y quiero explicártelo. ¿Estás dispuesto a escuchar?

– Sí -contesté, cerrando la boca con fuerza. Pero a pesar de ello se me escapó una risa por la nariz que me provocó un estornudo, lo que hizo que me riera de nuevo.

La pétrea mirada de Baba se clavó en la mía y, en un abrir y cerrar de ojos, dejé de reír.

– Quiero decir… dispuesto a escuchar como un hombre, a hablar de hombre a hombre. ¿Te crees capaz de lograrlo por una vez?

– Sí, Baba jan -murmuré, maravillándome, y no por vez primera, de cómo Baba era capaz de herirme con tan sólo unas palabras.

Habíamos disfrutado de un efímero buen momento (no eran tantas las veces que Baba hablaba conmigo, y mucho menos teniéndome sentado sobre sus piernas) y había sido idiota al desperdiciarlo.

– Bueno -dijo Baba, apartando la mirada-, por mucho que predique el mullah, sólo existe un pecado, sólo uno. Y es el robo. Cualquier otro pecado es una variante del robo. ¿Lo comprendes?

– No, Baba jan -respondí, deseando con desesperación haberlo comprendido. No quería volver a defraudarlo.

Baba soltó un suspiro de impaciencia. Eso también hería, porque él no era un hombre impaciente. Recordaba todas las veces que no llegaba hasta muy entrada la noche, todas las veces que yo cenaba solo. Yo le preguntaba a Alí dónde estaba Baba, cuándo regresaría a casa, aunque sabía perfectamente que se encontraba en la obra, controlando esto y supervisando aquello. ¿No se requería paciencia para eso? Yo odiaba a los niños para los que construía el orfanato; a veces deseaba que hubieran muerto todos junto con sus padres.

– Cuando matas a un hombre, le robas la vida -dijo Baba-, robas el marido a una esposa y el padre a unos hijos. Cuando mientes, le robas al otro el derecho a la verdad. Cuando engañas, robas el derecho a la equidad. ¿Comprendes?

Sí. Cuando Baba tenía seis años, un ladrón entró en la casa de mi abuelo en plena noche. Mi abuelo, un respetado juez, le plantó cara y el ladrón le dio una puñalada en la garganta, provocándole la muerte instantánea… y robándole un padre a Baba. Un grupo de ciudadanos capturó al día siguiente al asesino, que resultó ser un vagabundo de la región de Kunduz. Cuando todavía faltaban dos horas para la oración de la tarde, lo colgaron de la rama de un roble. Fue Rahim Kan, no Baba, quien me explicó esa historia. Siempre me enteraba a través de otras personas de las cosas relacionadas con Baba.

– No existe acto más miserable que el robo -dijo Baba-. El hombre que toma lo que no es suyo, sea una vida o una rebanada de naan…, maldito sea. Y si alguna vez se cruza en mi camino, que Dios lo ayude. ¿Me entiendes?

La idea de que Baba le propinara una paliza al ladrón me resultaba tan estimulante como increíblemente aterradora.

– Sí, Baba.

– Si existe un Dios, espero que tenga cosas más importantes que hacer que ocuparse de que yo beba whisky o coma cerdo. Y ahora vete. Tanto hablar me ha dado sed.

Observé cómo llenaba el vaso en el bar. Mientras, me preguntaba cuánto tiempo transcurriría hasta que habláramos de nuevo como acabábamos de hacerlo. Porque la verdad era que sentía como si Baba me odiara un poco. Y no era de extrañar. Al fin y al cabo, era yo quien había matado a su amada esposa, a su hermosa princesa, ¿no? Lo menos que podía haber hecho era haber tenido la decencia de salir algo más a él. Pero no había salido a él. En absoluto.

En el colegio solíamos jugar a un juego llamado Sherjangi, o «batalla de los poemas». El profesor de farsi actuaba de moderador y la cosa funcionaba más o menos así: tú recitabas un verso de un poema y tu contrincante disponía de sesenta segundos para responder con otro que empezara con la misma letra con que acababa el tuyo. Todos los de la clase me querían en su equipo porque a los once años era capaz de recitar docenas de versos de Khayyam, Hafez o el famoso Masnawi de Rumi. En una ocasión, competí contra toda la clase y gané. Se lo conté a Baba esa misma noche y se limitó a asentir con la cabeza y murmurar: «Bien.»

Así fue como escapé del distanciamiento de mi padre, con los libros de mi madre muerta. Con ellos y con Hassan, por supuesto. Lo leía todo, Rumi, Afees, Saadi, Victor Hugo, Julio Verne, Mark Twain, Ian Fleming. Cuando acabé con los libros de mi madre (no con los aburridos libros de Historia, pues ésos nunca me gustaron mucho, sino con las novelas, los poemas), empecé a gastar mi paga en libros. Todas las semanas compraba un ejemplar en la librería que había cerca del Cinema Park, y en cuanto me quedé sin espacio en las estanterías, comencé a almacenarlos en cajas de cartón.

Naturalmente, una cosa era estar casado con una poetisa…, pero ser padre de un hijo que prefería enterrar la cara en libros de poesía a ir de caza… Supongo que no era ésa la idea que se había hecho Baba. Los hombres de verdad no leían poesía ¡y Dios prohibía incluso que la escribieran! Los hombres de verdad, los muchachos de verdad, jugaban a fútbol, igual que había hecho Baba de joven. Y en aquellos momentos el fútbol era algo por lo que apasionarse. En 1970, Baba decidió darse un descanso en la construcción del orfanato y volar hasta Teherán con el fin de instalarse un mes entero para ver el Mundial por televisión, ya que en aquella época aún no había tele en Afganistán. Me apuntó a diversos equipos de fútbol para encender mi pasión por ese deporte. Pero yo era muy malo, un estorbo continuo para mi equipo, siempre interceptando buenos pases dirigidos a otros u obstaculizando sin querer la carrera de algún compañero. Me arrastraba por el campo con mis piernas flacuchas y gritaba para que me pasaran el balón, que nunca llegaba. Y cuanto más lo intentaba y sacudía frenéticamente los brazos por encima de la cabeza y berreaba «¡Estoy solo! ¡Estoy solo!», más me ignoraban. Pero Baba no se daba por vencido. Cuando resultó evidente que yo no había heredado ni una pizca de su talento deportivo, se propuso convertirme en un espectador apasionado. La verdad es que podía haberlo hecho…, ¿no? Yo fingí interés todo el tiempo que pude. Me unía a sus vítores cuando el equipo de Kabul marcaba un gol contra el Kandahar e insultaba al árbitro cuando señalaba un penalti contra nuestro equipo. Pero Baba intuyó mi falta de afición real y se resignó a la cruda realidad de que su hijo nunca jugaría ni vería el fútbol con interés.

A los nueve años, Baba me llevó al torneo anual de Buzkashi, que tenía lugar el primer día de primavera, el día de Año Nuevo. El Buzkashi era, y sigue siendo, la pasión nacional de Afganistán. Un chapandaz, un jinete tremendamente habilidoso, patrocinado normalmente por ricos aficionados, debe conseguir arrebatarle una cabra o el esqueleto de una res a una melé, cargar con el esqueleto, dar una vuelta completa al estadio a todo galope y lanzarlo en un círculo de puntuación. Mientras, un equipo compuesto por otros chapandaz lo persigue y echa mano de todos los recursos (patadas, arañazos, latigazos, golpes) para arrebatarle el esqueleto. Recuerdo de aquel día los gritos excitados de la multitud mientras los jinetes del campo vociferaban sus consignas de guerra y luchaban a brazo partido por el cadáver envueltos en una nube de polvo. El estrépito de los cascos hacía temblar el suelo. Desde las gradas superiores observábamos a los jinetes correr a todo galope, protestando y gritando. Los caballos echaban espuma por la boca.

En un momento dado, Baba señaló a alguien.

– Amir, ¿ves a aquel hombre que está sentado en medio de ese corro?

Lo veía.

– Es Henry Kissinger.

– Oh -dije.

No sabía quién era Henry Kissinger, y debía haberlo preguntado. Pero lo que yo miraba en aquel instante era un chapandaz que caía de la silla y rodaba de un lado a otro bajo una veintena de cascos como si fuese una muñeca de trapo. Finalmente, cuando la melé pasó de largo, el cuerpo dejó de dar vueltas. Se retorció una vez más y se quedó inmóvil. Tenía las piernas dobladas en ángulos antinaturales y un charco de sangre empapaba la arena.

Me eché a llorar.

Lloré durante todo el camino de vuelta a casa. Recuerdo a Baba apretando con fuerza el volante. Apretándolo y soltándolo. Sobre todo, nunca olvidaré sus denodados esfuerzos por esconder su expresión de disgusto mientras conducía en silencio.

Esa noche, a última hora, pasé junto al despacho de mi padre y oí que hablaba con Rahim Kan. Presioné el oído contra la puerta cerrada.

– …agradecido de que está sano -decía Rahim Kan.

– Lo sé, lo sé. Pero siempre está enterrado entre esos libros o dando vueltas por la casa como si estuviese perdido en algún sueño.

– ¿Y?

– Yo no era así. -Baba parecía frustrado, casi enfadado.

Rahim Kan se echó a reír.

– Los niños no son cuadernos para colorear. No los puedes pintar con tus colores favoritos.

– Te lo aseguro -dijo Baba-, yo no era así en absoluto, ni tampoco ninguno de los niños junto a los que me crié.

– ¿Sabes? A veces pienso que eres el hombre más egocéntrico que conozco -replicó Rahim Kan. Era la única persona que yo conocía capaz de decirle algo así a Baba.

– No tiene nada que ver con eso.

– ¿No?

– No.

– ¿Entonces con qué?

Oí que el sofá de piel de Baba crujía cuando cambió de posición. Cerré los ojos y presioné la oreja con más fuerza contra la puerta; por una parte quería escuchar, por otra no.

– A veces miro por esta ventana y lo veo jugar en la calle con los niños del vecindario. Lo empujan, le quitan los juguetes, le dan codazos, golpes… ¿Y sabes? Nunca se defiende. Nunca. Se limita a…, agacha la cabeza y…

– Por lo tanto, no es violento -dijo Rahim Kan.

– No me refiero a eso, Rahim, y lo sabes -contraatacó Baba-. A ese chico le falta algo.

– Sí, una vena de maldad.

– La defensa propia no tiene nada que ver con la maldad. ¿Sabes qué sucede cuando los chicos del vecindario se ríen de él? Que sale Hassan y los echa a todos. Lo he visto con mis propios ojos. Y cuando regresan a casa, le pregunto: «¿Cómo es que Hassan lleva ese arañazo en la cara?» Y él me dice: «Se ha caído.» De verdad, Rahim, a ese chico le falta algo.

– Tienes que dejar que encuentre su camino -sugirió Rahim Kan.

– ¿Y hacia dónde dirigirá sus pasos? Un muchacho que no sabe defenderse por sí mismo acaba por convertirse en un hombre que no sabe hacer frente a nada.

– Simplificas en exceso, como siempre.

– No lo creo.

– ¿No será que lo que te preocupa en realidad es que no se haga cargo de tus negocios?

– ¿Quién es el que simplifica ahora en exceso? Mira, sé que entre vosotros dos existe un afecto y eso hace que me sienta feliz. Envidioso, pero feliz. De verdad. Necesita alguien que… que lo comprenda, porque Dios bien sabe que yo no puedo. Pero hay algo en Amir que me preocupa de un modo que no sé expresar. Es como… -Podía verlo buscando, eligiendo las palabras adecuadas. Bajó la voz, pero lo oía de todos modos-. Si no hubiese visto con mis propios ojos cómo el médico lo extraía del cuerpo de mi esposa, jamás hubiese creído que es mi hijo.

A la mañana siguiente, mientras me preparaba el desayuno, Hassan me preguntó si me preocupaba algo. Le hice callar y le dije que se ocupara de sus asuntos.

Rahim Kan se había equivocado con respecto a lo de la vena de maldad.

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