A la mañana siguiente, sentado en el suelo de mi habitación, me dediqué a abrir, caja tras caja, los regalos. No sé por qué me molesté en hacerlo, pues me limitaba a echarles una ojeada indiferente y a lanzarlos a un rincón. El montón iba creciendo: una cámara Polaroid, una radio, un sofisticado tren eléctrico… y varios sobres cerrados con dinero en metálico. Sabía que nunca gastaría ese dinero ni escucharía la radio, y que el tren eléctrico nunca correría por sus vías en mi habitación. No quería nada de aquello, todo era dinero manchado de sangre. Además, Baba jamás me habría preparado una fiesta como aquélla si no hubiese ganado el concurso.
Baba me hizo dos regalos. Uno de ellos lo tenía todo para convertirse en la envidia de los niños del vecindario: una Schwinn Stingray, la reina de las bicicletas. Sólo un puñado de niños de Kabul tenían una Stingray nueva, y yo era ya uno de ellos. Tenía el manillar elevado, con las empuñaduras de cuero negro y su famoso sillín en forma de banana. Los radios eran dorados, y el cuadro de color rojo, como una manzana de caramelo. O como la sangre. Otro niño habría saltado de inmediato sobre la bicicleta y se habría ido a dar una vuelta derrapando. Yo habría hecho lo mismo unos meses atrás.
– ¿Te gusta? -me preguntó Baba, asomando la cabeza por la puerta de mi dormitorio.
Le sonreí con timidez y le di rápidamente las gracias. Deseaba haber podido mostrarme más efusivo.
– Podríamos salir a dar una vuelta -dijo Baba. Una invitación, aunque poco entusiasta.
– Tal vez más tarde. Estoy un poco cansado -repliqué.
– Bien -dijo Baba.
– ¿Baba?
– ¿Sí?
– Gracias por los fuegos artificiales -dije. Agradecimiento, pero poco entusiasta.
– Descansa un poco -dijo Baba encaminándose hacia su habitación.
El otro regalo de Baba, y esta vez no se quedó a esperar a que lo abriese, era un reloj. Tenía la esfera azul y manecillas doradas en forma de saetas luminosas. Ni siquiera me lo probé. Lo dejé entre los juguetes del rincón. El único regalo que no arrojé al montón fue el cuaderno con tapas de piel de Rahim Kan. Lo tenía en mi vestidor. Eso era lo único que no me parecía dinero manchado de sangre.
Me senté en el borde de la cama con el cuaderno entre las manos, pensando en lo que Rahim Kan me había contado sobre Homaira y en su convicción de que lo que había hecho su padre había sido acertado. «Habría sufrido.» Igual que sucedía cuando el proyector de Kaka Homayoun se quedaba atascado en una misma diapositiva, esa misma imagen seguía centelleando en mi cabeza una y otra vez: Hassan, con la cabeza gacha, sirviendo refrescos a Assef y Wali. Tal vez fuera lo mejor. Reducir su sufrimiento. Y también el mío. Fuera como fuera, estaba claro: uno de los dos tenía que marcharse.
A última hora de la tarde cogí la Schwinn para derrapar con ella por primera y última vez. Di dos vueltas a la manzana y regresé a casa. Cuando llegué al camino de acceso al jardín trasero, vi a Hassan y a Alí atareados limpiando los restos de la fiesta de la noche anterior. El jardín estaba inundado de vasos de papel, servilletas arrugadas y botellas vacías de refresco. Alí plegaba las sillas y las colocaba junto a la pared. Me vio y me saludó.
– Salaam, Alí -dije, devolviéndole el saludo.
Levantó un dedo para pedirme que esperase y se dirigió a su vivienda. Un instante después, salió de nuevo con algo en las manos.
– Anoche ni Hassan ni yo tuvimos la oportunidad de darte esto -dijo, entregándome un paquete-. Es modesto y no es digno de ti, Amir agha. Pero esperamos que te guste. Feliz cumpleaños.
Se me hizo un nudo en la garganta.
– Gracias, Alí -contesté. Deseaba que no me hubiesen comprado nada. Abrí el paquete y me encontré con un Shahnamah nuevo, una edición de tapa dura con ilustraciones en color. Allí estaba Ferangis contemplando a su hijo recién nacido, Kai Khosrau. Y Afrasiyab, montado a lomos de su caballo, al frente de su ejército, armado con la espada. Y naturalmente, Rostam, infligiendo la herida mortal a su hijo, el guerrero Sohrab-. Es bonito -añadí.
– Hassan dijo que el que tenías estaba viejo y roto y que le faltaban algunas páginas. Éste tiene todos los dibujos hechos a mano, con pluma y tinta -me explicó orgulloso, hojeando el libro que ni él ni su hijo podían leer.
– Es precioso -comenté. Y lo era. Y, me imaginaba, nada barato. Quería decirle a Alí que no era el libro, sino yo, el que no era digno. Salté de nuevo a la bicicleta-. Dale las gracias a Hassan de mi parte.
Acabé sumando el libro a la pila de regalos del rincón de mi dormitorio. Pero mi mirada volvía a él una y otra vez, así que lo enterré en el fondo. Aquella noche, antes de acostarme, le pregunté a Baba si había visto por algún lado mi reloj nuevo.
A la mañana siguiente esperé en mi habitación a que Alí despejara la mesa del desayuno en la cocina. Esperé a que lavara los platos y limpiara las encimeras. Me aposté en la ventana del dormitorio y esperé a que Alí y Hassan saliesen a hacer las compras al bazar empujando sus carritos vacíos.
Entonces fui al montón de regalos, cogí el reloj y un par de los sobres que contenían dinero y salí de puntillas. Al pasar por delante del despacho de Baba me detuve a escuchar. Había estado toda la mañana allí encerrado, haciendo llamadas. En esos momentos hablaba con alguien sobre un cargamento de alfombras que debía llegar la semana siguiente. Bajé las escaleras, atravesé el jardín y entré en la vivienda de Alí y Hassan, que estaba situada junto al níspero. Levanté el colchón de Hassan y deposité allí mi reloj nuevo y un puñado de billetes afganos.
Esperé media hora más. Pasado ese tiempo, llamé a la puerta del despacho de Baba y le conté la que esperaba que fuese la última de una larga lista de mentiras vergonzosas.
A través de la ventana de mi habitación, vi que Alí y Hassan llegaban por el camino de entrada empujando las carretillas cargadas de carne, naan, fruta y verduras. Vi a Baba salir de casa y encaminarse hacia Alí. Sus bocas articulaban palabras que yo no podía oír. Baba señaló en dirección a la casa y Alí asintió. Se separaron. Baba entró de nuevo en casa y Alí siguió a Hassan hacia el interior de su choza.
Unos instantes después, Baba llamaba a mi puerta.
– Ven a mi despacho -dijo-. Vamos a sentarnos todos y a solucionar este tema.
Entré en el despacho de Baba y tomé asiento en uno de los sofás de piel. Hassan y Alí tardaron media hora o más en llegar.
Habían estado llorando los dos; era fácil de adivinar, porque llegaron con los ojos rojos e hinchados. Se colocaron frente a Baba, cogidos de la mano, y me pregunté cómo era posible que yo hubiera sido capaz de provocar un dolor como aquél.
Baba se adelantó y preguntó:
– Hassan, ¿has robado ese dinero? ¿Has robado también el reloj de Amir?
La respuesta de Hassan fue una única palabra, pronunciada con voz ronca y débil:
– Sí.
Me encogí, como si acabaran de darme un bofetón. Me dio un vuelco el corazón y a punto estuve de soltar la verdad. Entonces lo comprendí: se trataba del sacrificio final que Hassan hacía por mí. De haber respondido que no, Baba le hubiese creído porque todos sabíamos que Hassan no mentía nunca, y si Baba lo creía, entonces el acusado sería yo; tendría que explicarlo y saldría a la luz lo que yo era en realidad. Baba jamás me perdonaría. Y eso llevaba a otra conclusión: Hassan lo sabía. Sabía que yo lo había visto todo en el callejón y que me había quedado allí sin hacer nada. Sabía que lo había traicionado y a pesar de ello me rescataba una vez más, quizá la última. En ese momento lo quería, lo quería más que nunca querría a nadie, y deseaba decirles a todos que yo era la serpiente en la hierba, el monstruo en el lago. No merecía su sacrificio; yo era un mentiroso, un tramposo y un ladrón. Y lo habría dicho, pero una parte de mí se alegraba. Se alegraba de que todo aquello fuera a acabar pronto. Baba los despediría, habría un poco de sufrimiento, pero la vida continuaría. Y eso quería yo, continuar, olvidar, hacer borrón y cuenta nueva. Quería poder respirar de nuevo.
Pero Baba me sorprendió cuando dijo:
– Te perdono.
¿Perdonar? Pero si el robo era el pecado imperdonable, el denominador común de todos los pecados. «Cuando matas a un hombre, le robas la vida. Le robas el marido a una esposa y el padre a unos hijos. Cuando mientes, robas al otro el derecho a la verdad. Cuando engañas, robas el derecho a la equidad. No existe acto más miserable que el robo.» ¿No me había sentado Baba en sus rodillas y me había dicho esas palabras? Entonces, ¿cómo podía perdonar a Hassan? Y si Baba podía perdonar aquello, entonces ¿por qué no podía perdonarme a mí por no ser el hijo que siempre había querido? ¿Por qué…?
– Nos vamos, agha Sahib -dijo Alí.
– ¿Qué? -dijo Baba. El color le desapareció de la cara.
– No podemos seguir viviendo aquí -contestó Alí.
– Pero lo he perdonado, Alí, ¿no lo has oído? -dijo Baba.
– La vida aquí resulta imposible para nosotros, agha Sahib. Nos vamos.
Alí arrastró a Hassan hacia él y lo rodeó por el hombro. Era un gesto de protección y yo sabía de quién estaba protegiéndolo. Alí me miró y en su mirada fría e implacable vi que Hassan se lo había contado. Se lo había contado todo, lo que Assef y sus amigos le habían hecho, lo de la cometa, lo mío. Por extraño que parezca, me alegraba de que alguien supiese lo que yo era realmente; estaba cansado de disimular.
– No me importan ni el dinero ni el reloj -dijo Baba con los brazos abiertos y las palmas de las manos hacia arriba-. No comprendo por qué… ¿Qué quieres decir con eso de imposible?
– Lo siento, agha Sahib, pero ya hemos hecho las maletas. Hemos tomado una decisión.
Baba se puso en pie. El dolor ensombrecía su semblante.
– Alí, ¿no te he proporcionado siempre todo lo que has necesitado? ¿No he sido bueno contigo y con Hassan? Eres el hermano que nunca tuve, Alí, lo sabes. No te vayas, por favor.
– No hagas esto más difícil de lo que ya es, agha Sahib -dijo Alí.
Ladeó la boca y, por un instante, creí ver una mueca. En ese momento comprendí la profundidad del sufrimiento que yo había provocado, la oscuridad del dolor que yo había acarreado a todo el mundo, un pesar tan grande que ni la cara paralizada de Alí podía enmascarar. Me obligué a mirar a Hassan, pero tenía la cabeza agachada, los hombros hundidos y se enroscaba en el dedo un hilo que colgaba del dobladillo de su camisa.
Baba suplicaba.
– Dime al menos por qué. ¡Necesito saberlo!
Alí no se lo dijo a Baba, igual que no protestó cuando Hassan confesó el robo. Nunca sabré por qué, pero podía imaginármelos a los dos en la penumbra de su pequeña choza, llorando, y a Hassan suplicándole que no me delatara. Resulta difícil imaginar el control que debió de necesitar Alí para mantener la promesa.
– ¿Nos llevarás hasta la estación de autobuses?
– ¡Te prohíbo que te vayas! -vociferó Baba-. ¿Me has oído? ¡Te lo prohíbo!
– Con todos mis respetos, no puedes prohibirme nada, agha Sahib -dijo Alí-. Ya no trabajamos para ti.
– ¿Adónde iréis? -le preguntó Baba con la voz rota.
– A Hazarajat.
– ¿Con tu primo?
– Sí. ¿Nos llevarás a la estación de autobuses, agha Sahib?
Entonces vi a Baba hacer algo que nunca le había visto hacer: lloró. Me asustó un poco ver sollozar a un hombre adulto. Se suponía que los padres no lloraban.
– Por favor -dijo Baba, pero Alí se encaminaba hacia la puerta y Hassan seguía sus pasos.
Nunca olvidaré la forma en que Baba pronunció aquellas palabras, el dolor de su súplica, el miedo.
Era muy excepcional que lloviese en Kabul en verano. El cielo azul se mantenía allá a lo lejos y el sol era como un hierro candente que te abrasaba la nuca. Los riachuelos donde Hassan y yo jugábamos a tirar piedras durante la primavera se habían secado y los cochecitos de transporte tirados por hombres o muchachos levantaban polvo a su paso. La gente acudía a las mezquitas al mediodía para rezar sus diez rakats y luego se retiraba al cobijo de cualquier sombra para sestear a la espera de la llegada del frescor del atardecer. El verano significaba largas jornadas de colegio sudando en el interior de aulas llenas y poco ventiladas, aprendiendo a recitar ayats del Corán y luchando contra esas palabras árabes tan extrañas que te hacían retorcer la lengua. Significaba cazar moscas con la mano mientras el mullah hablaba con monotonía y una brisa caliente traía el olor a excrementos procedente del cobertizo que había en un extremo del patio y levantaba el polvo junto al desvencijado y solitario aro de baloncesto.
Pero la tarde en que Baba acompañó a Alí y Hassan a la estación llovía y rugían los truenos. En cuestión de minutos, la lluvia empezó a descargar con fuerza. El sonido constante del agua inflamaba mis oídos.
Baba se ofreció a llevarlos personalmente hasta Bamiyan, pero Alí se negó. A través de la ventana empañada de mi habitación, observé a Alí cargando en el coche de Baba, que aguardaba en el exterior, junto a la verja, una solitaria maleta donde cabían todas sus pertenencias. Hassan llevaba a la espalda su colchón, bien enrollado y atado con una cuerda. Había dejado sus juguetes en la cabaña vacía… Los descubrí al día siguiente, amontonados en un rincón igual que los regalos de cumpleaños en mi habitación.
Las gotas de lluvia se deslizaban por los cristales de la ventana. Vi a Baba cerrar de un portazo el maletero. Empapado, se dirigió al lado del conductor. Se inclinó y le dijo algo a Alí, que iba sentado en el asiento de atrás. Tal vez estuviera quemando el último cartucho para tratar de que cambiara de idea. Estuvieron un rato hablando mientras Baba, encorvado y con un brazo sobre el techo del vehículo, se empapaba. Cuando se enderezó, adiviné por la línea de sus hombros hundidos que la vida que yo había conocido hasta entonces se había acabado. Baba entró en el coche. Las luces delanteras se encendieron y recortaron en la lluvia dos halos gemelos de luz. Como si de una de esas películas hindúes que Hassan y yo solíamos ver se tratara, ésa era la parte donde yo debía salir corriendo, chapoteando con los pies desnudos en el agua. Perseguiría el coche dando gritos para que se detuviese. Sacaría a Hassan del asiento de atrás y, con unas lágrimas que se confundirían con la lluvia, le diría que lo sentía mucho y los dos nos abrazaríamos bajo el aguacero. Pero aquello no era una película hindú. Lo sentía, pero ni lloré ni salí corriendo. Contemplé el coche de Baba tomando la curva y llevándose con él a la persona cuya primera palabra no fue otra que mi nombre. Antes de que Baba girara hacia la izquierda en la esquina donde tantas veces habíamos jugado a las canicas, capté una imagen final y borrosa de Hassan hundido en el asiento de atrás.
Retrocedí y lo único que vi ya fueron las gotas de lluvia en los cristales de las ventanas, que parecían plata fundida.