Invierno.
Todos los años, el primer día de nevada, hago lo mismo: salgo de casa temprano, todavía en pijama, y me abrazo al frío. Descubro el camino de entrada, el coche de mi padre, las paredes, los árboles, los tejados y los montes enterrados bajo treinta centímetros de nieve. Sonrío. El cielo es azul, sin una nube. La nieve es tan blanca que me arden los ojos. Me introduzco un puñado de nieve fresca en la boca y escucho el silencio amortiguado, roto únicamente por el graznido de los cuervos. Desciendo descalzo la escalinata delantera y llamo a Hassan para que salga a verlo.
El invierno era la estación favorita de los niños de Kabul, al menos de aquellos cuyos padres podían permitirse comprar una buena estufa de hierro. La razón era muy sencilla: los colegios cerraban durante la temporada de nieve. Para mí el invierno significaba el final de las interminables divisiones y de tener que aprenderme el nombre de la capital de Bulgaria; también era el comienzo de un período de tres meses de jugar a las cartas con Hassan junto a la estufa, de películas rusas gratuitas los martes por la mañana en el Cinema Park y del dulce qurma de nabos con arroz que nos preparaban para comer después de una mañana dedicada a hacer un muñeco de nieve.
Y de las cometas, naturalmente. De volar cometas.
Para unos pocos niños desgraciados, el invierno no equivalía al final del año escolar. Existían los llamados cursos de invierno «voluntarios». Yo no conocía a ningún niño que hubiera asistido voluntariamente a dichos cursos; naturalmente, eran los padres quienes los convertían en voluntarios. Por suerte para mí, Baba no era uno de ellos. Recuerdo a un niño, Abdullah, que vivía al otro lado de la calle. Creo que su padre era médico especializado en algo. Abdullah sufría epilepsia; siempre llevaba un traje de lana y gafas gruesas con montura negra. Era una de las víctimas habituales de Assef. Muchas mañanas observaba desde la ventana de mi dormitorio cómo su criado hazara retiraba la nieve del camino de acceso a su casa y lo despejaba para que pasara el Opel negro. Yo veía a Abdullah y a su padre subir al coche, Abdullah con su traje de lana, su abrigo de invierno y la cartera escolar llena de libros y lápices. Yo esperaba hasta que arrancaban y daban la vuelta a la esquina; luego me deslizaba de nuevo en la cama con mi pijama de franela, me subía la manta hasta a barbilla y contemplaba a través de la ventana las montañas del norte con las cumbres nevadas. Hasta que volvía a dormirme.
Me encantaba el invierno en Kabul. Me gustaba por el suave tamborileo que producía la nieve contra mi ventana por la noche, por cómo la nieve recién caída crujía bajo mis botas de caucho negras, por el calor de la estufa de hierro fundido cuando el viento azotaba los patios y las calles. Pero, sobre todo, porque mientras los árboles se helaban y el hielo cubría las calles, el hielo que había entre Baba y yo se fundía un poco. Y la razón de que fuera así eran las cometas. Baba y yo vivíamos en la misma casa, pero en distintas esferas. Las cometas eran la única intersección, fina como el papel, entre ellas.
Todos los inviernos, en los diversos barrios de Kabul se celebraba un concurso de lucha de cometas. Para cualquier niño que viviese en Kabul, el día del concurso era sin lugar a dudas el punto álgido de la estación fría. La noche anterior al concurso yo nunca conseguía dormir. Daba vueltas de un lado a otro, hacía sombras chinescas en la pared e incluso salía a la terraza en plena noche envuelto en una manta. Me sentía como el soldado que intenta conciliar el sueño en la trinchera la noche anterior a una batalla importante. Y lo cierto es que no difería mucho. En Kabul, las luchas de cometas eran un poco como ir a la guerra.
Como en cualquier guerra, era necesario prepararse para la lucha. Hassan y yo estuvimos construyendo nuestras propias cometas durante una buena temporada. Ahorrábamos la paga semanal a lo largo del otoño y guardábamos el dinero en el interior de un pequeño caballo de porcelana que Baba nos había traído en una ocasión de Herat. Cuando empezaban a soplar los vientos invernales y a caer nieve, abríamos el cierre situado bajo la panza del caballo. Luego íbamos al bazar y comprábamos bambú, cola, hilo y papel. Pasábamos muchas horas del día dedicados a pulir el bambú de las vergas centrales, a cortar el fino tejido de papel que facilitaba las caídas en picado y el remonte. Y, por supuesto, fabricábamos nosotros mismos nuestro propio hilo, o tar. Si la cometa era la pistola, el tar era la bala guardada en la recámara. Salíamos al jardín y sumergíamos hasta ciento cincuenta metros de hilo en una mezcla de vidrio y cola. Luego tendíamos el hilo entre los árboles y lo dejábamos secar. Al día siguiente enrollábamos el hilo, listo ya para la batalla, en un carrete de madera. Antes de que la nieve se fundiera e hicieran su aparición las lluvias primaverales, todos los niños de Kabul lucían en los dedos reveladores cortes horizontales resultado de un invierno entero de luchas con cometas. Recuerdo cómo nos apretujábamos mis compañeros y yo el primer día de clase para comparar nuestras heridas de guerra. Los cortes escocían y tardaban un par de semanas en cicatrizar; pero no importaba, eran el recordatorio de una estación adorada que, una vez más, había transcurrido con excesiva rapidez. Entonces el capitán de la clase hacía sonar el silbato y desfilábamos hacia las aulas, deseando desde ese mismo instante la llegada del nuevo invierno, y tristes ante la expectativa del nuevo y largo curso escolar.
Pronto resultó evidente que Hassan y yo éramos mejores voladores de cometas que fabricantes. Siempre había un fallo u otro en el diseño que nos arruinaba la cometa. Así que Baba empezó a acompañarnos al establecimiento de Saifo para comprar allí las cometas. Saifo era un anciano prácticamente ciego, moochi de profesión, zapatero, pero también el fabricante de cometas más famoso de la ciudad y dueño de un taller localizado en un diminuto tugurio de una de las calles principales de Kabul, Jadeh Maywand, al sur de las fangosas orillas del río Kabul. Recuerdo que para entrar en la tienda, que tenía el tamaño de una celda, era necesario agacharse y luego levantar una trampilla que daba acceso a un tramo de escaleras de madera que descendían hasta el húmedo y malsano sótano donde Saifo almacenaba sus codiciadas cometas. Baba nos compraba a cada uno tres idénticas y un carrete de hilo recubierto de vidrio. Si yo cambiaba de idea y pedía una cometa más grande y lujosa, Baba me la compraba…, pero también se la compraba a Hassan. A veces deseaba que no actuara de esa manera, que me permitiera por una vez ser el favorito.
Las luchas de cometas eran una antigua tradición de invierno en Afganistán. El concurso comenzaba a primera hora de la mañana y no terminaba hasta que una única cometa volaba en el cielo, la ganadora (recuerdo que un año el concurso se prolongó hasta la noche). La gente se congregaba en las aceras y en las azoteas para animar a los niños. Las calles se llenaban de luchadores de cometas que empujaban y tiraban de los hilos, entornando los ojos hacia el cielo en su intento de ganar la posición y conseguir cortar el hilo del contrincante. Cada luchador de cometas tenía su ayudante (en mi caso, el fiel Hassan), que era el encargado de sujetar el carrete y soltar el hilo.
En una ocasión, un mocoso hindú que acababa de trasladarse al barrio nos explicó que en la India las luchas de cometas seguían reglas muy estrictas. «Se juega en un recinto cerrado y debes permanecer en todo momento formando el ángulo correcto con el viento -decía orgulloso-. Y está prohibido utilizar aluminio para fabricar el hilo de vidrio.» Hassan y yo nos miramos y nos abalanzamos sobre él. El niño hindú aprendería muy pronto lo que los británicos descubrieron a principios de siglo y los rusos a finales de la década de los ochenta: que los afganos son un pueblo independiente. Los afganos cuidan y protegen las costumbres, pero aborrecen las reglas. Y así sucedía con las luchas de cometas. Las reglas eran sencillas: nada de reglas. Vuela tu cometa. Corta los hilos de las de los contrincantes. Buena suerte.
Pero la cosa no acababa ahí. La verdadera diversión comenzaba en el momento en que se cortaba una cometa. Era entonces cuando los voladores de cometas entraban en acción, niños que perseguían la cometa, que volaba a la deriva, a merced del viento, por las alturas hasta que empezaba a dar trompos y caía en el jardín de alguna casa, en un árbol o en una azotea. La persecución era intensa; hordas de voladores de cometas hormigueaban por las calles, abriéndose paso a empujones, igual, según he leído, que esa gente loca de España que corre delante de los toros. Un año, un uzbeko trepó a un pino para coger una cometa. La rama se partió bajo su peso y cayó desde una altura de nueve metros. El muchacho se rompió la columna y nunca volvió a caminar. Pero cayó con la cometa entre las manos. Y cuando un volador de cometas tenía una cometa en las manos, nadie podía usurpársela. No era una regla. Era una tradición.
El premio más codiciado por los voladores de cometas era la última cometa que caía en los concursos de invierno. Era un trofeo de honor, algo que se mostraba sobre un manto para que lo admiraran los invitados. Cuando el cielo se despejaba de cometas y sólo quedaban las dos últimas, todos los voladores se preparaban para conseguir ese trofeo. Se colocaban en el punto donde juzgaban que podían tener cierta ventaja inicial, con los músculos tensos y preparados para rendir al máximo. El cuello estirado. Los ojos entrecerrados. Luego se declaraba la lucha. Y en el instante en que se cortaba la última cometa, se desataba un infierno.
Con los años he visto volar muchas cometas a muchos chicos. Pero Hassan era, de lejos, el mejor que he visto en mi vida. Siempre estaba en el punto exacto donde aterrizaba la cometa. Era un verdadero misterio, como si poseyera una especie de brújula interna.
Recuerdo un día encapotado de invierno en que Hassan y yo volábamos una cometa. Yo lo seguía por los diferentes barrios, esquivando arroyos y serpenteando por calles estrechas. Aunque yo era un año mayor que él, Hassan corría más y yo empezaba a quedarme atrás.
– ¡Hassan! ¡Espera! -le grité, sofocado, con la respiración entrecortada.
Él se volvió y me hizo una señal con la mano.
– ¡Por aquí! -dijo antes de doblar otra esquina. Levanté la vista y vi que corríamos en dirección contraria a la que seguía la cometa, que volaba a la deriva.
– ¡La perdemos! ¡Vamos en la dirección equivocada! -chillé.
– ¡Confía en mí! -oí que decía.
Cuando llegué a la esquina, vi que Hassan salía disparado, sin levantar la cabeza, sin tan siquiera mirar al cielo, con la espalda de la camisa mojada de sudor. Yo tropecé con una piedra y caí al suelo… No sólo era más lento que Hassan, sino también más torpe; siempre había envidiado sus facultades físicas. Cuando conseguí ponerme en pie, vi de reojo que Hassan desaparecía por una bocacalle. Fui cojeando tras él, mientras unas punzadas de dolor flagelaban mis rodillas magulladas.
Salimos a un sendero de tierra, muy cerca de la escuela de enseñanza media de Isteqlal. A un lado había un campo donde en verano crecían lechugas, y al otro, una hilera de cerezos. Encontré a Hassan sentado al pie de un árbol, con las piernas cruzadas, comiendo un puñado de moras secas.
– ¿Qué hacemos aquí? -le pregunté jadeando. El estómago se me salía por la boca.
Él sonrió.
– Siéntate conmigo, Amir agha.
Me arrojé a su lado y caí, casi sin aire, sobre una fina capa de nieve.
– Estamos perdiendo el tiempo. Iba en dirección opuesta, ¿no lo has visto?
Hassan lanzó una mora al interior de su boca.
– Ya vendrá -dijo. Yo apenas podía respirar y él ni tan siquiera parecía cansado.
– ¿Cómo lo sabes?
– Lo sé.
– ¿Cómo puedes saberlo?
Se volvió hacia mí. De su cabeza rapada caían algunas gotas de sudor.
– ¿Crees que yo te mentiría, Amir agha?
De pronto decidí jugar un poco con él.
– No lo sé. ¿Lo harías?
– Antes comería tierra -respondió con una mirada de indignación.
– ¿De verdad? ¿Lo harías?
Me miró perplejo.
– ¿Hacer qué?
– Comer tierra si te lo pidiese -dije.
Sabía que estaba siendo cruel, como cuando me burlaba de él porque no conocía el significado de alguna palabra. Pero burlarme de Hassan tenía algo de fascinante, aunque en el mal sentido. Algo parecido a cuando jugábamos a torturar insectos, excepto que el insecto era él, y yo quien sujetaba la lupa.
Me examinó la cara durante un largo rato. Estábamos allí sentados, dos muchachos debajo de un cerezo, de repente mirándonos de verdad el uno al otro… y sucedió de nuevo: la cara de Hassan cambió. No es que cambiara realmente, pero tuve la sensación de que estaba viendo dos caras al mismo tiempo, la que conocía, la que era mi primer recuerdo, y otra, una segunda que estaba escondida bajo la superficie. Me había sucedido otras veces, y siempre me sorprendía. Esa otra cara aparecía durante una fracción de segundo, el tiempo suficiente para dejarme con la perturbadora sensación de que la había visto en algún sitio. Entonces Hassan parpadeó y volvió a ser él. Sólo Hassan.
– Lo haría si me lo pidieses -dijo por fin, mirándome fijamente. Bajé la vista. Hasta el día de hoy, me resulta complicado mirar directamente a gente como Hassan, gente que cree cada palabra que dice-. Pero me pregunto -añadió- si tú me pedirías que hiciese una cosa así, Amir agha.
Y así, de ese modo, me lanzaba él su pequeña prueba. Si yo estaba dispuesto a jugar con él y a desafiar su lealtad, él jugaría conmigo y pondría a prueba mi integridad.
En ese momento deseé no haber iniciado la conversación y forcé una sonrisa.
– No seas estúpido, Hassan. Sabes que no lo haría.
Hassan me devolvió la sonrisa. La suya no parecía forzada.
– Lo sé -afirmó. Es lo que le ocurre a la gente que cree lo que dice. Que piensa que a los demás les sucede lo mismo-. Ahí viene -anunció Hassan señalando el cielo.
Se puso en pie y dio unos cuantos pasos hacia la izquierda. Levanté la vista y vi la cometa, que caía en picado hacia nosotros. Oí pisadas, gritos, una marabunta de voladores de cometas que se aproximaban. Pero perdían el tiempo, porque Hassan estaba ya con los brazos abiertos, sonriente, a la espera. Y que Dios, si existe, me deje ciego de golpe si la cometa no cayó justo entre sus brazos abiertos.
Fue en invierno de 1975 cuando vi a Hassan volar una cometa por última vez.
Normalmente cada barrio celebraba su propia competición. Sin embargo, aquel año, el concurso iba a celebrarse en el mío, Wazir Akbar Kan, y habían sido invitados otros distritos: Karteh-Char, Karteh-Parwan, Mekro-Rayan y Koteh-Sangi. No se podía ir a ningún lado sin oír hablar del siguiente concurso. Se rumoreaba que iba a ser la mejor competición de los últimos veinticinco años.
Una noche de aquel invierno, cuando sólo quedaban cuatro días para el gran concurso, Baba y yo nos sentamos en los confortables sofás de cuero de su despacho junto al resplandor de la chimenea. Tomamos el té y charlamos. Alí nos dejó servida la cena (patatas, coliflor y arroz con curry) y se retiró con Hassan. Mientras Baba «engordaba» su pipa, le pedí que me contara la historia de aquel invierno en que una manada de lobos descendió desde las montañas a Herat y todo el mundo tuvo que permanecer encerrado durante una semana. Baba encendió una cerilla y dijo con aire de indiferencia:
– Creo que este año puedes ser tú quien gane el concurso. ¿Qué opinas?
Yo no sabía qué pensar. Ni qué decir. ¿Era lo que me suponía? ¿Acababa de entregarme la llave para abrir nuestra relación? Yo era un buen luchador de cometas. Muy bueno, en realidad. Había estado varias veces a punto de ganar el torneo… En una ocasión incluso había sido uno de los tres finalistas. Pero estar cerca no era lo mismo que ganar. Baba no se había acercado. Había ganado, porque los ganadores ganaban y los demás se limitaban a volver a casa. Baba estaba acostumbrado a ganar en todo. ¿No tenía derecho a esperar lo mismo por parte de su hijo? Sólo de imaginármelo… Si ganase…
Baba fumaba en pipa y hablaba. Yo fingía que escuchaba. Pero no podía escuchar, me resultaba imposible, porque el casual comentario de Baba acababa de plantar una semilla en mi cabeza: la decisión de que aquel invierno iba a ganar el concurso. Ganaría. No existía otra alternativa posible. Ganaría y volaría esa última cometa. Luego la llevaría a casa y se la enseñaría a Baba. Le enseñaría de una vez por todas lo que valía su hijo. Y entonces, tal vez, mi vida como fantasma en aquella casa finalizaría. Me permití soñar: imaginaba la conversación y las risas durante la cena, en lugar del silencio únicamente interrumpido por el sonido metálico de los cubiertos y algún que otro gruñido. Nos imaginaba un viernes, en el coche de Baba de camino a Paghman, haciendo una parada en el lago de Ghargha para comer trucha frita con patatas. Iríamos al zoo para ver a Marjan, el león, y tal vez Baba no bostezaría ni miraría de reojo constantemente el reloj. Tal vez Baba leería uno de mis cuentos. Entonces le escribiría un centenar de ellos. Tal vez me llamaría Amir jan, como hacía Rahim Kan. Y tal vez…, sólo tal vez…, me perdonaría finalmente haber matado a mi madre.
Baba hablaba sobre aquella ocasión en que cortó catorce cometas en un solo día. Yo sonreía, asentía con la cabeza, reía en el momento oportuno, pero apenas oía una palabra de lo que decía. Tenía una misión. Y no le fallaría a Baba. Aquella vez no.
La noche anterior al torneo nevó con mucha fuerza. Hassan y yo nos sentamos bajo el kursi y jugamos al panjpar mientras las ramas de los árboles, azotadas por el viento, golpeaban la ventana. A primera hora de la mañana le había pedido a Alí que nos preparara el kursi, que era básicamente un calefactor eléctrico que se colocaba debajo de una mesa camilla con faldas de un tejido grueso y acolchado. Alrededor de la mesa dispuso cojines para que pudieran sentarse allí un mínimo de veinte personas y meter los pies dentro. Hassan y yo solíamos pasar jornadas enteras de nieve al calor del kursi, jugando al ajedrez y a las cartas…, sobre todo al panjpar.
Le había matado el diez de diamantes a Hassan y le jugué dos jotas y un seis. En la puerta contigua, la del despacho, Baba y Rahim Kan hablaban de negocios con un par de hombres (reconocí a uno de ellos como el padre de Assef). A través de la pared, se oía el sonido regular de las noticias que emitía Radio Kabul.
Hassan me mató el seis y se llevó las jotas. En la radio, Daoud Kan anunciaba algo relacionado con inversiones extranjeras.
– Dice que algún día tendremos televisión en Kabul -afirmé.
– ¿Quién?
– Daoud Kan, tonto, el presidente.
Hassan se rió.
– He oído decir que en Irán ya tienen -comentó.
Entonces suspiré y repliqué:
– Esos iraníes…
Para muchos hazaras, Irán representaba una especie de santuario, supongo que porque, como los hazara, la mayoría de los iraníes eran musulmanes chiítas. Y recordé una cosa que mi maestro había comentado aquel verano sobre los iraníes, que eran unos engatusadores, que con una mano te daban la palmadita en la espalda y con la otra te robaban lo que tuvieras en el bolsillo. Se lo conté a Baba y dijo que mi maestro era uno de los muchos afganos que estaban celosos de ellos, porque Irán era un poder en alza en Asia, mientras que casi nadie en el mundo era capaz ni tan siquiera de encontrar Afganistán en un mapamundi. «Duele decirlo -aseguró, encogiéndose de hombros-. Pero es mejor resultar herido por la verdad que consolarse con una mentira.»
– Un día te compraré uno -dije.
La cara de Hassan se iluminó.
– ¿Un televisor? ¿De verdad?
– Seguro. Y no de esos en blanco y negro. Probablemente, para entonces, ya seremos mayores. Compraré dos. Uno para ti y otro para mí.
– Lo pondré en mi mesa, donde guardo los dibujos -dijo Hassan.
Ese comentario me entristeció. Me entristeció pensar quién era Hassan y dónde vivía, constatar cómo aceptaba el hecho de que envejecería en aquella cabaña de adobe del patio, igual que había hecho su padre. Robé la última carta y jugué un par de reinas y un diez.
Hassan cogió las reinas.
– ¿Sabes? Creo que mañana agha Sahib estará muy orgulloso de ti.
– ¿Eso crees?
– Inshallah -dijo.
– Inshallah -repetí, a pesar de que la expresión de «Así lo quiera Dios» no sonó en mi boca tan sincera como en la suya. Hassan era así. Era tan malditamente puro que a su lado te sentías siempre como un falso.
Le maté el rey y le jugué mi última carta, el as de picas. Él tenía que cogerlo. Había ganado yo, pero mientras barajaba para iniciar un nuevo juego, tuve la clara sospecha de que Hassan me había dejado ganar.
– ¿Amir agha?
– ¿Qué?
– ¿Sabes? Me gusta dónde vivo. -Lo hacía siempre, leerme los pensamientos-. Es mi hogar.
– Lo que tú quieras. Anda, prepárate para perder otra vez.