Cruzamos el río y nos dirigimos hacia el norte a través de la transitada plaza de Pastunistán. Baba solía llevarme allí al restaurante Khyber a comer kabob. El edificio seguía en pie, pero las puertas estaban cerradas con candado, las ventanas destrozadas y en el cartel faltaban las letras «K» y «R».
Había un cadáver delante del restaurante. Lo habían ahorcado. Era un hombre joven. Estaba colgado del extremo de una viga, tenía la cara hinchada y azul y las prendas que había vestido el último día de su vida estaban hechas jirones y ensangrentadas. Parecía que nadie advertía su presencia.
Atravesamos la plaza sin cruzar palabra y nos encaminamos hacia el barrio de Wazir Akbar Kan. Por dondequiera que mirase veía una nube de polvo cubriendo la ciudad. Varias manzanas al norte de la plaza de Pastunistán, Farid señaló a dos hombres que charlaban animadamente en una concurrida esquina. Uno de ellos cojeaba de una pierna. La otra estaba amputada por debajo de la rodilla. En las manos sujetaba una pierna ortopédica.
– ¿Sabes qué están haciendo? Regatear el precio de la pierna.
– ¿Está vendiéndole su pierna?
Farid hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
– En el mercado negro puede obtenerse un buen dinero por ella. El suficiente para alimentar a los hijos durante dos semanas.
•••
Me sorprendió que la mayoría de las casas del barrio de Wazir Akbar Kan siguieran conservando los tejados y las paredes en pie. De hecho, estaban en bastante buen estado. Por encima de los muros seguían asomando árboles y las calles no estaban ni mucho menos tan llenas de cascotes como las de Karteh-Seh. Señales de tráfico medio borradas, algunas torcidas y acribilladas por las balas, seguían indicando las direcciones.
– Esto no está tan mal -comenté.
– No es de sorprender. La gente importante vive ahora aquí.
– ¿Los talibanes?
– También ellos -dijo Farid.
– ¿Quién más?
Entramos en una calle ancha con las aceras bastante limpias y flanqueada a ambos lados por casas rodeadas de muros.
– Los que están detrás de los talibanes. Los auténticos cerebros de este gobierno, si quieres llamarlo así: árabes, chechenos, pakistaníes -añadió Farid, que luego señaló hacia el noroeste-. En esa dirección está la calle Quince. Se llama Sa-rak-e-Mehmana. Calle de los Invitados. Así es como los llaman, invitados. Creo que algún día estos invitados se les mearán en la alfombra.
– ¡Creo que ya lo tengo! ¡Allí! -exclamé, indicando el punto que solía servirme de referencia cuando era pequeño.
«Si algún día te pierdes -me decía Baba- recuerda que nuestra calle es la que tiene una casa de color rosa al final.» En los viejos tiempos, la casa de color rosa con tejado inclinado era la única casa de ese color en todo el vecindario. Y seguía siéndolo.
Farid entró por esa calle. Enseguida vi la casa de Baba.
Encontramos la tortuguita entre los escaramujos del jardín. No sabemos cómo ha llegado hasta aquí, pero nos entusiasma la idea de cuidar de ella. Le pintamos el caparazón de color rojo, idea de Hassan, una idea estupenda: de esa manera, nunca la perderemos entre los matorrales. Nos imaginamos que somos un par de exploradores intrépidos que han descubierto un monstruo gigante prehistórico en alguna selva lejana y lo han sacado a la luz para que el mundo lo vea. La colocamos en el carro de madera que Alí le construyó a Hassan el invierno pasado para su cumpleaños y nos imaginamos que es una jaula de acero gigantesca. ¡Contemplen esta monstruosidad que despide fuego por la boca! Desfilamos por la hierba tirando del carro, rodeamos los manzanos y los cerezos, que se convierten en rascacielos que se alzan hacia las nubes. Miles de cabezas se asoman por las ventanas para contemplar el espectáculo que se produce en la calle. Atravesamos el pequeño puente semicircular que Baba ha construido cerca de un grupo de higueras: el puente se convierte en un gran puente colgante que une ciudades; y el pequeño estanque que hay debajo de él se transforma en un mar encrespado. Sobre los robustos pilotes del puente estallan fuegos artificiales y soldados armados que parecen cables de acero extendidos hacia el cielo nos saludan desde ambos lados. La tortuguita da vueltas como una pelota en la carretilla, la arrastramos por el puente semicircular de ladrillo rojo y seguimos camino hasta las verjas de hierro forjado, devolviendo los saludos de los líderes mundiales, que se ponen en pie y aplauden. Somos Hassan y Amir, aventureros famosos y los mayores exploradores del mundo, y estamos a punto de recibir una medalla de honor por nuestra valiente hazaña…
Con mucha cautela, avancé por el camino. Entre los ladrillos del pavimento, descoloridos por el sol, crecían matas de malas hierbas. Me detuve junto a las verjas de la entrada sintiéndome como un extraño. Empujé con las manos los barrotes oxidados y recordé las miles de veces que de pequeño había cruzado esas mismas verjas corriendo por cuestiones que no tenían ahora la menor importancia y que tan trascendentales se me antojaban entonces. Entré.
El camino que iba desde las verjas hasta el jardín, donde Hassan y yo nos caímos multitud de veces el verano en que aprendimos a montar en bicicleta, no parecía ni tan ancho ni tan largo como lo recordaba. El asfalto estaba resquebrajado y entre las grietas asomaban más matojos de malas hierbas. Habían talado prácticamente todos los álamos a los que Hassan y yo trepábamos para deslumbrar con espejos a los vecinos. Los que todavía quedaban en pie no tenían hojas. La pared del maíz enfermo seguía aún en pie, aunque junto a ella no había maíz, ni sano ni enfermo. La pintura empezaba a desconcharse y había zonas donde había desaparecido del todo. El césped había adquirido el mismo tono gris marronáceo que la nube de polvo que flotaba sobre la ciudad. Por todas partes estaba salpicado de zonas peladas de tierra donde no crecía nada.
En el camino había un Jeep aparcado, lo que aumentaba la sensación de extrañeza: era el Mustang negro de Baba el que debía estar allí. Durante años, los ocho cilindros del Mustang cobraron vida allí todas las mañanas, despertándome del sueño. Vi que debajo del Jeep había una mancha de aceite que había ensuciado el camino como si de una enorme imagen del test de Rorschach se tratara. Más allá del Jeep se veía una carretilla vacía. No había ni rastro de los rosales que Baba y yo plantamos en el lado izquierdo del camino, sólo tierra, que cubría también parte del asfalto. Y malas hierbas.
Farid tocó la bocina dos veces.
– Deberíamos irnos, agha. Llamaremos la atención -me dijo.
– Dame sólo un minuto más -repliqué.
Incluso la casa estaba lejos de ser la enorme mansión de color blanco que recordaba de mi infancia. Parecía más pequeña. El tejado estaba hundido y el enlucido descascarillado. Las ventanas del salón, el vestíbulo y el baño de invitados estaban rotas, tapadas de cualquier manera con plásticos transparentes o tablas de madera claveteadas en los marcos. La pintura, de un blanco deslumbrante en su día, había quedado reducida a un gris fantasmagórico y en ciertas zonas había desaparecido por completo, dejando al descubierto los ladrillos, dispuestos en hileras. Las escaleras de la entrada estaban desmoronadas. Como tantas cosas en Kabul, la casa de mi padre era la imagen del esplendor caído.
Encontré la ventana de mi dormitorio: segundo piso, tercera ventana hacia el sur de la escalinata principal. Me puse de puntillas, pero detrás de la ventana no vi otra cosa que sombras. Veinticinco años antes, yo estaba detrás de aquella misma ventana. Una lluvia torrencial mojaba los cristales y mi aliento los empañaba. Desde allí había visto a Hassan y a Alí cargar sus pertenencias en el maletero del coche de mi padre.
– Amir agha -me dijo de nuevo Farid.
– Ya voy -respondí yo.
Era una locura, pero deseaba entrar. Quería subir los peldaños de la escalinata de la entrada, donde Alí nos obligaba a Hassan y a mí a despojarnos de las botas de nieve. Quería entrar en el vestíbulo, oler la piel de naranja que Alí echaba en la estufa para que se quemara con serrín. Sentarme en la mesa de la cocina, tomar el té con una rebanada de naan, escuchar a Hassan entonar antiguas canciones hazaras…
Otro bocinazo. Volví al Land Cruiser, que estaba aparcado junto a la acera. Farid, sentado al volante, fumaba un cigarrillo.
– Tengo que ver una cosa más -le dije.
– ¿Puedes darte prisa?
– Dame diez minutos.
– Ve entonces. -Pero cuando me di la vuelta para marcharme, añadió-: Es mejor que olvides. Facilita las cosas. -Arrojó el cigarro por la ventanilla-. ¿Qué es lo que quieres ver? Permíteme que te ahorre unos cuantos problemas: nada de lo que recuerdas ha sobrevivido. Es mejor olvidar.
– No quiero olvidar más -dije-. Dame diez minutos.
•••
Hassan y yo apenas derramábamos una gota de sudor cuando subíamos a la colina que había al norte de la casa de Baba. Trepábamos corriendo hasta la cima persiguiéndonos el uno al otro, o nos sentábamos en la ladera, desde donde se veía a lo lejos el aeropuerto. Observábamos cómo los aviones despegaban y aterrizaban. Y volvíamos a correr.
Pero esta vez, cuando llegué a la cima de la escarpada colina, me parecía estar inhalando fuego cada vez que respiraba. Me caía el sudor por la cara. Estuve un rato respirando con dificultad, sintiendo una punzada en el costado. Luego busqué el cementerio abandonado. No tardé mucho en encontrarlo. Seguía allí, lo mismo que el viejo granado.
Me apoyé en el marco de piedra gris de la puerta que daba acceso al cementerio donde Hassan había enterrado a su madre. Las viejas verjas metálicas que estaban medio fuera de las bisagras habían desaparecido y las lápidas apenas eran visibles entre la tupida maleza que se había apoderado del lugar. En el murete de enfrente había un par de cruces.
Hassan decía en la carta que el granado llevaba años sin dar frutos. A juzgar por su aspecto marchito, parecía poco probable que volviese a darlos algún día. Me coloqué debajo, recordando las veces que habíamos trepado a él, montado a horcajadas en sus ramas, con las piernas colgando, la luz del sol brillando entre las hojas y dibujándonos en la cara un mosaico de luz y sombra. Noté en la boca el sabor de la granada.
Me agaché y acaricié el tronco con las manos. Encontré lo que estaba buscando. La inscripción estaba borrosa, casi había desaparecido, pero seguía allí: «Amir y Hassan, sultanes de Kabul.» Recorrí con los dedos el dibujo de las letras, apartando pequeños trozos de corteza de las diminutas grietas.
Me senté con las piernas cruzadas a los pies del árbol y miré hacia el sur, hacia la ciudad de mi infancia. En aquellos días, detrás de los muros de las casas asomaban las copas de los árboles. El cielo era extenso y azul y la ropa colgada en los tendederos brillaba a la luz del sol. Aguzando el oído, podía incluso escuchar los gritos del vendedor de fruta que pasaba por Wazir Akbar Kan con su burro: «¡Cerezas! ¡Albaricoques! ¡Uvas!» Al anochecer, desde la mezquita de Shar-e-Nau, se oía el azan, la llamada del muecín a la oración.
Escuché una bocina y vi a Farid, que me hacía señales con la mano. Era hora de marcharse.
Volvimos a dirigirnos hacia el sur, de vuelta a la plaza de Pastunistán. Nos cruzamos con varias camionetas rojas cargadas de jóvenes barbudos y armados. Cada vez que nos cruzábamos con ellos, Farid maldecía entre dientes.
Alquilé una habitación en un pequeño hotel cercano a la plaza de Pastunistán. Tres niñas con vestidos negros idénticos y tocadas con pañuelos blancos se abrazaban al hombrecillo delgado y con gafas que estaba detrás del mostrador. Me cobró setenta y cinco dólares, un precio desmedido teniendo en cuenta el deteriorado aspecto del lugar, pero no me importó. Una cosa era abusar en el precio para comprarse una casa de playa en Hawai, y otra muy distinta hacerlo para dar de comer a tus hijos.
No había agua caliente, y el inodoro, que estaba rajado, no funcionaba. La habitación constaba únicamente de una cama individual de estructura metálica con un colchón viejo, una manta raída y una silla de madera que había en un rincón. La ventana que daba a la plaza estaba rota y nadie la había cambiado. Cuando dejé la maleta, vi una mancha de sangre seca detrás de la cama.
Le di dinero a Farid y salió a comprar comida. Regresó con cuatro brochetas de kabob que todavía chisporroteaban, naan fresco y un tazón de arroz blanco. Nos sentamos en la cama y lo devoramos todo. Por fin había algo que no había cambiado en Kabul: el kabob era tan suculento y delicioso como lo recordaba.
Aquella noche yo ocupé la cama y Farid se acostó en el suelo, enrollado en una manta suplementaria por la que el propietario del hotel me hizo pagar un precio adicional. En la habitación no había más luz que la de los rayos de luna que se filtraban a través de la ventana rota. Farid me dijo que el propietario le había explicado que Kabul llevaba dos días sin corriente eléctrica y que su generador estaba pendiente de reparación. Estuvimos charlando un rato. Me contó detalles sobre su infancia en Mazar i Sharif, sobre Jalalabad. Me habló de cuando su padre y él se unieron a la yihad para luchar contra los shorawi en el valle del Panjsher. Se quedaron sin víveres y tuvieron que alimentarse de insectos para sobrevivir. Me contó cómo fue el día en que mataron a tiros a su padre desde un helicóptero, el día en que una mina se llevó a sus dos hijas. Me preguntó por América. Yo le dije que en América entrabas en una tienda de alimentación y podías elegir entre quince o veinte tipos distintos de cereales. Que el cordero era siempre fresco y la leche fría, que la fruta era abundante y el agua limpia. Que todas las casas tenían un televisor, todos con mando a distancia, y que si querías, podías instalarte una antena para captar canales por satélite. Que podías ver cerca de quinientos canales distintos.
– ¡Quinientos! -exclamó Farid.
– Quinientos.
Nos quedamos un rato en silencio. Cuando pensaba que se había dormido ya, Farid soltó una risita.
– Agha, ¿sabes qué hizo el mullah Nasruddin cuando su hija se quejó de que su marido le había pegado?
A pesar de la oscuridad, sabía que Farid estaba sonriendo, y una sonrisa se perfiló también en mi propia cara. No había ni un afgano en el mundo que no supiese algún chiste del inepto mullah.
– ¿Qué?
– Pues que le pegó también, y luego la envió de vuelta a su marido para que le dijese que él no era tonto: que si aquel bastardo seguía pegando a su hija, el mullah, a cambio, pegaría a su mujer.
Me eché a reír. En parte por el chiste, y en parte al darme cuenta de que el humor afgano no cambiaba nunca. Las guerras continuaban, se había inventado Internet, un robot había caminado por la superficie de Marte, y en Afganistán seguíamos contando chistes del mullah Nasruddin.
– ¿Sabes qué le pasó al mullah una vez que se cargó a la espalda un saco muy pesado y luego se montó en su burro? -le pregunté.
– No.
– Pues que alguien que pasaba por la calle le dijo que por qué no cargaba el saco directamente en el burro. Y él respondió que eso sería una crueldad, que él ya pesaba bastante para la pobre bestia.
Seguimos intercambiando todos los chistes del mullah Nasruddin que nos sabíamos y nos quedamos nuevamente en silencio.
– ¿Amir agha? -dijo Farid, despertándome cuando casi me había quedado dormido.
– ¿Sí?
– ¿Por qué has venido? Me refiero a por qué has venido en realidad.
– Ya te lo he dicho.
– ¿Por el niño?
– Por el niño.
Farid cambió de postura.
– Me resulta difícil de creer.
– A veces también a mí me resulta difícil creer que esté aquí.
– Pero ¿por qué ese niño? ¿Vienes desde América por… un chiíta?
Aquello acabó con mis risas. Y con mi sueño.
– Estoy cansado -contesté-. Durmamos un poco.
– Espero no haberte ofendido -murmuró Farid.
– Buenas noches -dije, dándome la vuelta.
Muy pronto, los ronquidos de Farid resonaron por la habitación vacía. Yo seguí despierto, con las manos cruzadas sobre el pecho, la mirada fija en la noche estrellada que se veía a través de la ventana rota y pensando que quizá fuese cierto lo que la gente decía sobre Afganistán. Tal vez fuera un lugar sin esperanza.
•••
Cuando entramos por los túneles de acceso, el estadio Ghazi estaba lleno de un alborozado gentío. Miles de personas circulaban por las abarrotadas gradas de hormigón. Los niños jugaban en los pasillos y se perseguían arriba y abajo de las escaleras. El aroma de los garbanzos con salsa picante se mezclaba con el olor a excrementos y sudor. Farid y yo pasamos junto a vendedores ambulantes que vendían tabaco, piñones y galletas.
Un niño escuálido, vestido con una chaqueta de lana jaspeada, me agarró del brazo y me dijo al oído si quería comprar «fotografías sexys».
– Muy sexys, agha -dijo mirando con ojos atentos a un lado y a otro.
Me recordaba a una muchacha que, hacía unos años, había intentado venderme crack en el barrio de Tenderloin, en San Francisco. El niño abrió un lateral de su chaqueta y me ofreció una visión efímera de sus «fotografías sexys»: eran fotogramas de películas hindúes en los que se veía a provocadoras actrices de mirada lánguida, completamente vestidas, en brazos de sus galanes.
– Muy sexys -repitió.
– Nay, gracias -dije abriéndome paso.
– Si lo pillan, le darán una paliza que despertará a su padre de la tumba -murmuró Farid.
No había localidad asignada, por supuesto. Nadie que nos indicara educadamente nuestra zona, fila, pasillo y asiento. Nunca lo había habido, ni siquiera en los viejos tiempos de la monarquía. Encontramos un lugar bastante decente para sentarnos, a la izquierda del centro del campo, aunque para conseguirlo fueron necesarios unos cuantos empujones y codazos por parte de Farid.
Recordaba lo verdes que eran los campos de juego en los setenta, cuando mi padre me llevaba a ver partidos de fútbol. Sin embargo, éste estaba hecho un desastre. Había hoyos por todas partes, aunque sobre todo destacaban dos enormes detrás de la portería sur. Y no había césped, sólo tierra. Cuando los jugadores de los dos equipos saltaron al campo (todos con pantalón largo, a pesar del calor) y empezó el partido, se hacía difícil seguir el balón debido a las nubes de polvo que levantaban los jugadores. Talibanes jóvenes, látigo en mano, patrullaban por los pasillos y azotaban a cualquiera que elevara la voz más de lo debido.
Irrumpieron en el estadio poco después de que el silbato anunciara el descanso. Un par de camionetas rojas polvorientas, como las que había visto dando vueltas por la ciudad, entraron a través de las verjas. La multitud se puso en pie. En el interior de una de ellas había una mujer sentada vestida con un burka de color verde, y en la otra, un hombre con los ojos vendados. Las camionetas dieron la vuelta al terreno de juego, lentamente, como para que la multitud congregada pudiera verlas bien. Consiguieron el efecto deseado: la gente estiraba el cuello, señalaba con el dedo y se ponía de puntillas. A mi lado, la nuez de Farid se movía arriba y abajo mientras murmuraba una oración para sus adentros.
Las camionetas rojas entraron en el terreno de juego y se dirigieron hacia un extremo levantando dos nubes gemelas de polvo; la luz del sol se reflejaba en los embellecedores. Un poco más tarde, una tercera camioneta se reunió con las otras dos. En su interior había algo… Y de repente comprendí el objetivo de los dos enormes hoyos que había detrás de la portería. Descargaron la tercera camioneta y se oyó el murmullo de la ansiosa multitud.
– ¿Quieres quedarte? -me preguntó muy serio Farid.
– No -respondí. Jamás había querido estar tan lejos de un lugar como en aquellos momentos-. Pero debemos quedarnos.
Dos talibanes con sendos Kalashnikov al hombro ayudaron al hombre que llevaba los ojos vendados a descender de la primera camioneta y otros dos hicieron lo propio con la mujer tapada con el burka. A la mujer le fallaron las rodillas y se derrumbó en el suelo. Los soldados la obligaron a levantarse y ella volvió a derrumbarse. Cuando intentaron ponerla de nuevo en pie, empezó a gritar y a patalear. Nunca olvidaré aquel grito. Era el grito de un animal salvaje intentando liberar su pata atrapada en la trampa de un oso. Llegaron dos talibanes más y la obligaron a meterse en uno de aquellos agujeros que llegaban hasta la altura del pecho. Por su parte, el hombre de los ojos vendados permitió sin más que lo introdujeran en el otro agujero. Lo único que sobresalía del nivel del suelo eran los torsos de los dos condenados.
Un mullah mofletudo de barba blanca con vestimentas grises se situó cerca de la portería y se aclaró la garganta junto al micrófono. Detrás de él, la mujer del hoyo seguía gritando. Recitó una larga oración del Corán. Su voz nasal ondulaba a través del silencio repentino de la multitud congregada en el estadio. Recordé algo que Baba me había dicho hacía mucho tiempo: «Me meo en la barba de todos esos monos santurrones. No hacen nada, excepto sobarse sus barbas de predicador y recitar un libro escrito en un idioma que ni siquiera comprenden. Que Dios nos asista si Afganistán llega a caer en sus manos algún día.»
Finalizada la oración, el hombre se aclaró de nuevo la garganta.
– ¡Hermanos y hermanas! -exclamó; hablaba en farsi y su voz retumbaba en el estadio- Estamos hoy aquí reunidos para llevar a cabo la shari'a. Estamos hoy aquí reunidos para impartir justicia. Estamos hoy aquí reunidos porque la voluntad de Alá y la palabra del profeta Mahoma, que la paz esté con él, siguen vivas en Afganistán, nuestra amada tierra. Escuchamos lo que Dios nos dice y lo obedecemos, porque ante la grandeza de Dios no somos más que humildes e impotentes criaturas. ¿Y qué dice Dios? ¡Os lo pregunto! ¿Qué dice Dios? Dios dice que todo pecador debe ser castigado tal y como merezca su pecado. No son mis palabras, ni las palabras de mis hermanos. ¡Son las palabras de Dios! -Señaló el cielo con su mano libre. Yo sentía un martilleo en la cabeza y el calor abrasador del sol-. ¡Todo pecador debe ser castigado tal y como merezca su pecado! -repitió el hombre al micrófono, bajando el tono de voz, pronunciando lentamente cada palabra, con dramatismo-. ¿Y qué tipo de castigo, hermanos y hermanas, merece el adúltero? ¿Cómo castigaremos a aquellos que deshonren la santidad del matrimonio? ¿Cómo trataremos a aquellos que escupan a la cara de Dios? ¿Cómo responderemos a aquellos que arrojen piedras a las ventanas de la casa de Dios? ¡Arrojándoles piedras!
Entonces apagó el micrófono. Un murmullo se extendió entre la muchedumbre.
A mi lado, Farid sacudía la cabeza.
– Y se autodenominan musulmanes -susurró.
A continuación saltó de la camioneta un hombre alto y de espaldas anchas. Varios espectadores lanzaron vítores al verlo aparecer. Esta vez nadie recibió un latigazo por gritar. Los resplandecientes ropajes blancos del hombre brillaban a la luz del sol del atardecer. La brisa le levantó la camisa cuando abrió los brazos como Jesús en la cruz. Saludó a la multitud describiendo un círculo completo. Cuando pude verle la cara, observé que llevaba unas gafas de sol redondas y oscuras, como las que usaba John Lennon.
– Ése debe de ser nuestro hombre -dijo Farid.
El talibán alto con gafas de sol se encaminó hacia el montón de piedras que habían descargado de la tercera camioneta. Cogió una piedra y se la mostró a la multitud. El ruido cesó para ser sustituido por un zumbido que recorrió todo el estadio. Miré a mi alrededor y vi que la gente comenzaba a impacientarse. El talibán, que irónicamente parecía un lanzador de béisbol situado sobre el montículo, lanzó la piedra hacia el hombre de los ojos vendados. Le dio en un lado de la cabeza. La mujer volvió a gritar. La multitud pronunció un sorprendido «¡Oh!». Yo cerré los ojos y me tapé la cara con las manos. Los «¡Oh!» de los espectadores coincidían con cada lanzamiento de piedra, y la escena se prolongó durante un buen rato. Cuando callaron, le pregunté a Farid si había finalizado. Dijo que no. Supuse que a la gente le dolía la garganta. No sé cuánto rato estuve sentado con la cara entre las manos. Sé que abrí de nuevo los ojos cuando oí que la gente que estaba a mi alrededor preguntaba: «Mord? Mord?» «¿Está muerto?»
El hombre del hoyo había quedado reducido a un amasijo de sangre y pedazos de tela. Tenía la cabeza doblada hacia delante, con la barbilla tocando el pecho. El talibán con las gafas de John Lennon jugueteaba con una piedra en las manos mientras observaba a un hombre que estaba agachado junto al hoyo. Éste presionaba el extremo de un estetoscopio contra el pecho de la víctima. Luego se retiró el estetoscopio de los oídos y sacudió la cabeza negativamente en dirección al talibán de las gafas de sol. La multitud protestó.
John Lennon se dirigió de nuevo hacia el montículo.
Cuando todo hubo terminado, y después de que, sin ningún tipo de ceremonia, cargaran en las dos camionetas los cadáveres ensangrentados, aparecieron varios hombres con palas y rellenaron rápidamente los agujeros. Uno de ellos intentó tapar las grandes manchas de sangre removiendo la tierra con el pie. Unos minutos más tarde, los equipos salían de nuevo al terreno de juego. Comenzaba la segunda parte.
La reunión quedó concertada para las tres de aquella misma tarde. Me sorprendió la inmediatez de la cita. Esperaba retrasos, como mínimo un interrogatorio, tal vez la inspección de nuestros documentos. Pero Farid me recordó lo poco oficiales que incluso los asuntos oficiales seguían siendo en Afganistán: lo único que tuvo que hacer fue decirle a uno de los talibanes del látigo que teníamos un asunto personal que tratar con el hombre de blanco. Farid y él intercambiaron unas palabras. El tipo del látigo asintió con la cabeza y gritó algo en pastún a un joven que había al lado del terreno de juego, el cual, a su vez, corrió hacia la portería sur, donde el talibán de las gafas de sol continuaba charlando con el mullah rechoncho que había ofrecido el sermón. Hablaron los tres y vi que el tipo de las gafas de sol miraba hacia arriba. Asintió con la cabeza y le dijo algo al oído al mensajero. Y el joven nos transmitió el mensaje.
Todo arreglado entonces. A las tres en punto.