24

Si Peshawar era la ciudad que me recordaba lo que en su día fue Kabul, Islamabad era la ciudad en la que podría haberse convertido. Las calles eran más anchas que las de Peshawar, también más limpias, y estaban flanqueadas por hileras de hibiscos y de «árboles de las llamas». Los bazares estaban más organizados y no había tantos atascos de rickshaws y peatones. La arquitectura era también más elegante, más moderna, y vi parques con rosas y jazmines en flor a la sombra de los árboles.

Farid encontró un pequeño hotel en una calle secundaria, a los pies de las colinas de Margalla. De camino hacia allí pasamos por delante de la mezquita de Sah Faisal, famosa por ser la más grande del mundo, con sus vigas gigantes de hormigón y sus elevados minaretes. Sohrab se incorporó al ver la mezquita, se asomó por la ventanilla y siguió mirándola hasta que Farid giró por la esquina.

La habitación del hotel era notablemente mejor que la que Farid y yo habíamos compartido en Kabul. Las sábanas estaban limpias, le habían pasado el aspirador a la alfombra y el baño se veía inmaculado. Había champú, jabón, maquinillas de afeitar, bañera y toallas que olían a limón. Y las paredes no tenían manchas de sangre. Un detalle más: un televisor sobre una mesita situada enfrente de las dos camas individuales.

– ¡Mira! -le dije a Sohrab.

La encendí manualmente, sin utilizar el mando a distancia, y busqué en los canales. Encontré un programa infantil donde aparecían dos ovejas lanudas que cantaban en urdu. Sohrab se sentó en una de las camas con las rodillas junto al pecho. Mientras veía la televisión, imperturbable, balanceándose de un lado a otro, sus ojos verdes reflejaban las imágenes del aparato. Entonces me acordé de que una vez le prometí a Hassan que cuando nos hiciésemos mayores le compraría un televisor a su familia.

– Me voy, Amir agha -dijo Farid.

– Quédate esta noche -le pedí-. El viaje es muy largo. Vete mañana.

Tashakor -replicó-. Quiero regresar esta noche. Echo de menos a mis hijos. -Se detuvo en el umbral de la puerta antes de abandonar la habitación-. Adiós, Sohrab jan -dijo.

Esperó una respuesta, pero Sohrab no le prestaba atención. Seguía balanceándose de un lado a otro con la cara iluminada por el resplandor plateado de las imágenes que parpadeaban en la pantalla.

Lo acompañé hasta el coche y le entregué un sobre. Él lo abrió y se quedó boquiabierto.

– No sabía cómo darte las gracias -le dije-. Has hecho tanto por mí…

– ¿Cuánto dinero hay aquí? -me preguntó Farid ligeramente aturdido.

– Un poco más de tres mil dólares.

– Tres mil… -empezó a decir. El labio inferior le temblaba un poco.

Después, cuando tomó la curva, pitó dos veces y se despidió con la mano. Le devolví el gesto. Nunca he vuelto a verlo.

Regresé a la habitación del hotel y me encontré a Sohrab tendido en la cama, acurrucado en forma de C. Tenía los ojos cerrados, pero no podía asegurar que estuviese dormido. Había apagado el televisor. Me senté en la cama, sonreí con dolor y me sequé el sudor frío que me caía por la frente. Me pregunté durante cuánto tiempo seguirían doliéndome esas pequeñas acciones de levantarme, sentarme o darme la vuelta en la cama. Me pregunté cuándo sería capaz de comer alimento sólido. Me pregunté qué haría con aquel pequeño que estaba acostado en la cama, aunque una parte de mí ya lo sabía.

En el tocador había una garrafa de agua. Me serví un vaso y me tomé un par de analgésicos de los que me había dado Armand. El agua estaba caliente y tenía un sabor amargo. Corrí las cortinas y me tumbé en la cama. Tenía la sensación de que el pecho se me abría. Conseguí respirar de nuevo cuando el dolor aminoró un poco, me subí la sábana hasta la barbilla y esperé a que las pastillas de Armand surtieran efecto.

Cuando me desperté, la habitación estaba más oscura. El pedazo de cielo que asomaba entre las cortinas era del color púrpura que el crepúsculo presenta al anochecer. Las sábanas estaban empapadas y me palpitaba el corazón. Había vuelto a soñar, pero no recordaba qué.

Cuando miré la cama de Sohrab y la encontré vacía, el corazón me dio un vuelco y sentí náuseas. Lo llamé. El sonido de mi propia voz me sorprendió. Me sentía desorientado, en la habitación oscura de un hotel, a miles de kilómetros de casa, con el cuerpo roto, pronunciando el nombre de un niño al que conocía desde hacía sólo unos días. Volví a llamarlo y no oí nada. Salí de la cama a duras penas, miré en el baño y en el estrecho pasillo fuera de la habitación. Se había ido.

Cerré la puerta con llave y me dirigí a la recepción, agarrándome en todo momento a la barandilla para no caer. A un lado del mostrador había una palmera artificial llena de polvo. El papel pintado tenía un estampado de flamencos rosas. El director del hotel, el señor Fayyaz, estaba leyendo un periódico detrás del mostrador de fórmica. Le describí a Sohrab y le pregunté si lo había visto. El hombre dejó el periódico y se quitó las gafas. Tenía el cabello grasiento y un pequeño bigote rectangular salpicado de canas. Olía vagamente a una fruta tropical que no pude identificar.

– Niños… Les gusta dar vueltas por ahí… -dijo suspirando-. Yo tengo tres. Se pasan el día por ahí, preocupando a su madre. -Se abanicaba con el periódico y me miraba la boca fijamente.

– No creo que haya salido a dar una vuelta -objeté-. No somos de aquí. Temo que haya podido perderse.

Sacudió entonces la cabeza de lado a lado.

– En ese caso debería haberlo vigilado, señor.

– Lo sé. Pero me he quedado dormido, y cuando me he despertado, había desaparecido.

– Los niños deben estar siempre controlados.

– Sí, lo sé -repuse.

Notaba que se me aceleraba el pulso. ¿Cómo podía ser tan insensible a mi inquietud? Se cambió el periódico de mano y siguió abanicándose.

– Ahora quieren una bicicleta.

– ¿Quiénes?

– Mis hijos -contestó-. No dejan de repetir: «Papá, papá, por favor, cómpranos una bicicleta y no te molestaremos más. ¡Por favor, papá!» -Resopló brevemente por la nariz-. Una bicicleta. Su madre me mataría, se lo juro.

Me imaginé a Sohrab en una zanja. O en el maletero de un coche, amordazado y atado. No quería mancharme las manos con su sangre. Con la suya no.

– Por favor… -dije. Forcé la vista. Leí el pequeño distintivo con su nombre que llevaba en la solapa de la camisa azul de manga corta-. ¿Lo ha visto, señor Fayyaz?

– ¿Al niño?

– ¡Sí, al niño! -grité-. Al niño que venía conmigo. ¿Lo ha visto o no, por el amor de Dios?

Dejó de abanicarse y entornó los ojos.

– No se haga el listo conmigo, amigo. No soy yo quien lo ha perdido.

Que tuviese razón no evitó que me subieran los colores a la cara.

– Es cierto. Es culpa mía. Pero ¿lo ha visto?

– Lo siento -dijo secamente. Volvió a ponerse las gafas y abrió con rabia el periódico-. No he visto a ningún niño. -Permanecí otro minuto inmóvil en el mostrador, intentando no gritar. Cuando me disponía a abandonar el vestíbulo, me preguntó-: ¿Se le ocurre dónde puede haber ido?

– No -respondí. Me sentía agotado. Agotado y asustado.

– ¿Tiene un interés particular por algo? -dijo. Vi que había doblado el periódico-. Mis hijos, por ejemplo, harían cualquier cosa por una película de acción americana, sobre todo por las de ese tal Arnold Nosequénegger…

– ¡La mezquita! -exclamé-. La gran mezquita.

Recordé cómo la mezquita había sacado a Sohrab de su estupor cuando pasamos junto a ella, cómo se había asomado por la ventanilla para mirarla.

– ¿Sah Faisal?

– Sí. ¿Puede llevarme allí?

– ¿Sabe que es la mezquita más grande del mundo? -inquirió.

– No, pero…

– Sólo el patio puede albergar a cuarenta mil personas.

– ¿Puede llevarme allí?

– Está sólo a un kilómetro de aquí -dijo, aunque ya estaba saliendo de detrás del mostrador.

– Le pagaré por el desplazamiento -afirmé.

Suspiró y sacudió la cabeza.

– Espere aquí.

Desapareció por una puerta y regresó con otro par de gafas y unas llaves. Una mujer bajita y regordeta vestida con un sari de color naranja lo seguía. Ella ocupó el lugar que el hombre dejaba vacante detrás del mostrador.

– No aceptaré el dinero -dijo, haciendo un gesto con la mano-. Lo acompaño hasta allí porque soy padre, como usted.

Pensé que acabaríamos dando vueltas por la ciudad hasta que cayera la noche. Me veía llamando a la policía, describiendo a Sohrab bajo la mirada de reproche de Fayyaz. Ya oía al oficial, con voz cansada y sin ningún interés, formulándome las preguntas de rigor. Y más allá de las preguntas oficiales, una no oficial: ¿a quién demonios le importa otro niño afgano muerto? Y, sobre todo, un hazara.

Pero dimos con él a unos cien metros de la mezquita. Estaba sentado en el aparcamiento, en medio de una rotonda de césped. Fayyaz se acercó a la rotonda y me ayudó a bajar.

– Tengo que regresar -dijo.

– No se preocupe. Volveremos caminando -repuse-. Gracias, señor Fayyaz. De verdad.

Cuando salí, apoyó el brazo en el respaldo del asiento que yo acaba de dejar y me miró a los ojos.

– ¿Puedo decirle una cosa?

– Por supuesto.

En la oscuridad del crepúsculo, su cara quedaba reducida a un par de gafas que reflejaban la luz mortecina.

– Lo que les ocurre a ustedes los afganos es que… Bueno, su gente es un poco temeraria.

Estaba cansado y me dolía todo. Las mandíbulas me daban punzadas. Y las malditas heridas del pecho y el abdomen eran como una alambrada bajo la piel. No obstante, a pesar de todo, me eché a reír.

– ¿Qué…, qué es lo que…? -comenzó a balbucear Fayyaz, pero yo estaba ya desternillándome, ahogado por las risotadas que luchaban por salir de mi boca llena de hierros-. Gente loca… -dijo.

Cuando arrancó, los neumáticos chirriaron y vi las luces traseras, un destello de rojo en la luz del atardecer.

– Me has dado un buen susto -le dije a Sohrab. Me senté a su lado e hice una mueca de dolor al agacharme.

Estaba contemplando la mezquita. La mezquita de Sah Faisal tenía la forma de una tienda gigante. Los coches iban y venían; los fieles, vestidos de blanco, entraban y salían. Nos sentamos en silencio, yo apoyado en un árbol, Sohrab a mi lado, con las rodillas pegadas al pecho. Oímos la llamada a la oración y vimos cómo, en cuanto desapareció la luz del día, se encendían los cientos de luces del edificio. La mezquita brillaba como un diamante en la oscuridad. Iluminaba el cielo y la cara de Sohrab.

– ¿Has estado alguna vez en Mazar-i-Sharif? -me preguntó Sohrab con la barbilla apoyada en las rodillas.

– Hace mucho tiempo. No me acuerdo muy bien.

– Mi padre me llevó allí cuando era pequeño. Fueron también mi madre y Sasa. Mi padre me compró un mono en el bazar. No un mono de verdad, sino de ésos que se inflan. Era marrón y llevaba una corbata de lazo.

– Creo que de niño yo también tuve uno de ésos.

– Mi padre me llevó a la Mezquita Azul, a la tumba de Hazrat Alí -dijo Sohrab-. Recuerdo que fuera del masjid había muchas palomas y que no tenían miedo de la gente. Iban directas a nosotros. Sasa me dio trocitos de naan, yo los lancé al suelo y en un momento estuve rodeado de palomas que picoteaban sin parar. Fue divertido.

– Debes de echar mucho de menos a tus padres -apunté. Me preguntaba si habría visto a los talibanes arrastrar a sus padres hasta la calle. Esperaba que no hubiese sido así.

– ¿Echas tú de menos a tus padres? -inquirió, apoyando la mejilla en las rodillas y levantando la vista para mirarme.

– ¿Si echo de menos a mis padres? Bueno…, a mi madre no la conocí. Mi padre murió hace unos años… y sí, lo echo de menos. A veces mucho.

– ¿Te acuerdas de cómo era?

Pensé en el cuello grueso de Baba, en sus ojos negros, en su indomable cabello castaño. Sentarme en su regazo era como estar sentado sobre un par de troncos.

– Sí, me acuerdo de cómo era -respondí-. También me acuerdo de su olor.

– Yo empiezo a olvidarme de sus caras. ¿Es malo eso?

– No. Es lo que pasa con el tiempo. -De pronto recordé algo. Busqué en el bolsillo interior de la chaqueta y saqué la foto en la que aparecían Hassan y Sohrab-. Mira -le dije.

Se acercó la fotografía a un centímetro de la cara y la giró para que le diera la luz de la mezquita. La observó durante mucho rato. Pensé que estallaría en llanto, pero no lo hizo. Se limitó a sostenerla con las dos manos, a recorrer su superficie con el dedo pulgar. Pensé en una frase que había leído en alguna parte, o que tal vez había oído mencionar a alguien: en Afganistán hay muchos niños, pero poca infancia. Tendió la mano para devolvérmela.

– Quédatela. Es tuya.

– Gracias. -Miró de nuevo la fotografía y se la guardó en el bolsillo del chaleco. Entonces entró en el aparcamiento un carro tirado por un caballo que llevaba unas tintineantes campanillas al cuello-. Últimamente he estado pensando mucho en mezquitas -dijo Sohrab.

– ¿Sí? ¿Y en qué de ellas?

Se encogió de hombros.

– Sólo pensando en ellas. -Levantó la cara y me miró directamente. Estaba llorando, tranquilamente, en silencio-. ¿Puedo preguntarte una cosa, Amir agha?

– Por supuesto.

– ¿Me llevará Dios…? -empezó, y se atragantó un poco-. ¿Me llevará Dios al infierno por lo que le hice a aquel hombre?

Intenté abrazarlo y se estremeció. Me retiré.

Nay. Por supuesto que no -respondí.

Tenía ganas de sentirlo cerca, de abrazarlo, de decirle que era el mundo el que no había sido bueno con él, y no al contrario.

Esbozó una mueca y luchó por conservar la compostura.

– Mi padre decía que hacer daño a la gente está mal, aunque sea mala gente. Porque no saben hacerlo mejor y porque la mala gente a veces acaba siendo buena.

– No siempre, Sohrab. -Me lanzó una mirada inquisitiva-. Yo conocía desde hace mucho tiempo al hombre que te hizo daño -le conté-. Supongo que te lo imaginarías, por la conversación que mantuvimos. Él… él intentó hacerme daño en una ocasión cuando yo tenía tu edad, pero tu padre me salvó. Tu padre era muy valiente, siempre me salvaba de las situaciones peligrosas, siempre daba la cara por mí. Y hubo un día en que un niño malo le hizo daño a tu padre, de una manera muy mala, y yo… yo no pude salvar a tu padre como él me había salvado a mí.

– ¿Por qué la gente quería hacerle daño a mi padre? -me preguntó Sohrab con vocecilla jadeante-. Él nunca fue malo con nadie.

– Tienes razón. Tu padre fue un hombre bueno. Pero lo que intento explicarte, Sohrab jan, es que en este mundo hay gente mala, y hay personas malas que nunca dejan de serlo. Y a veces no queda más remedio que enfrentarse a ellas. Lo que tú le hiciste a aquel hombre es lo que yo debería haberle hecho hace muchos años. Le diste su merecido, y aún se merecía más.

– ¿Crees que mi padre se siente defraudado por mí?

– Sé que no -le aseguré-. Me salvaste la vida en Kabul. Sé que se siente muy orgulloso de ti por eso.

Se secó la cara con la manga de la camisa, haciendo estallar una burbuja de saliva que se le había formado entre los labios. Se tapó el rostro con las manos y lloró durante un buen rato antes de volver a hablar.

– Echo de menos a mi padre, y a mi madre también -gimió-. Y echo de menos a Sasa y a Rahim Kan Sahib. Aunque a veces me alegro de que no…, de que ya no estén aquí.

– ¿Por qué? -Le acaricié el hombro. Se retiró.

– Porque… -empezó, jadeando y respirando con dificultad entre sollozos-, porque no quiero que me vean… Estoy muy sucio… -Inspiró hondo y soltó todo el aire en forma de un llanto prolongado y desgarrador-. Estoy sucio y lleno de pecado.

– Tú no estás sucio, Sohrab.

– Esos hombres…

– Tú no estás sucio en absoluto.

– … hicieron cosas… El hombre malo y los otros dos… hicieron cosas…, me hicieron cosas.

– Tú no estás sucio ni lleno de pecado. -Volví a acariciarle el brazo y se retiró de nuevo. Intenté cogerlo otra vez, delicadamente, y atraerlo hacia mí-. No te haré daño -susurré-. Te lo prometo.

Se resistió un poco. Fue soltándose. Dejó que lo atrajera hacia mí y descansó su cabeza sobre mi pecho. Su cuerpecito se convulsionaba entre mis brazos a cada sollozo que daba.

Entre las personas que se crían de un mismo pecho existen lazos de hermandad. En aquellos momentos, mientras el dolor del niño me empapaba la camisa, vi que esos lazos habían surgido también entre nosotros. Lo que había sucedido en aquella habitación con Assef nos había unido de manera irremediable.

Durante días había estado buscando el momento adecuado para preguntar. La pregunta llevaba tiempo dándome vueltas en la cabeza, impidiéndome dormir. Decidí que aquél era el momento, allí, con las luces de la casa de Dios reflejándose sobre nosotros.

– ¿Te gustaría ir a vivir a América conmigo y con mi mujer?

No respondió. Siguió sollozando en mi camisa y dejé que continuara haciéndolo.

Durante una semana ninguno de los dos hizo ningún comentario sobre mi proposición, como si la pregunta jamás hubiese sido formulada. Un día, Sohrab y yo tomamos un taxi para ir al mirador de Daman-e-Koh, que se encuentra en la ladera de las montañas Margalla y desde el cual se disfruta de una vista panorámica de Islamabad, con sus filas de avenidas limpias y flanqueadas por árboles y casas blancas. El conductor nos explicó que desde allí se podía ver el palacio presidencial.

– Si ha llovido y la atmósfera está limpia, se ve incluso Rawalpindi -dijo.

Veía sus ojos por el espejo retrovisor, saltando de Sohrab a mí, de mí a Sohrab. También veía mi cara reflejada. No estaba ya tan inflamada, pero había adquirido un tono amarillento debido al amplio surtido de moratones descoloridos.

Tomamos asiento en un banco que había a la sombra de un gomero, en una zona de picnic. Era un día caluroso. El sol lucía en lo alto de un cielo azul topacio. En los bancos cercanos, las familias comían samosas y pakoras. En una radio sonaba una canción hindú que creí recordar de una película antigua, quizá Pakeeza. Los niños, muchos de ellos de la edad de Sohrab, corrían detrás de balones de fútbol, reían y gritaban. Pensé en el orfanato de Karteh-Seh y en la rata que se había escurrido entre mis pies en el despacho de Zaman. Sentí una opresión en el pecho provocada por el inesperado ataque de rabia que me sobrevino al pensar en cómo mis compatriotas estaban destruyendo su propio país.

– ¿Qué pasa? -me preguntó Sohrab. Forcé una sonrisa y le dije que no tenía importancia.

Extendimos una de las toallas de baño del hotel sobre la mesa de picnic y jugamos al panjpar. Se estaba bien allí, acompañado por el hijo de mi hermanastro, jugando a las cartas, con el calor del sol acariciándome la nuca. Terminó la canción y empezó otra, una que no conocía.

– Mira -dijo Sohrab señalando el cielo con sus cartas. Levanté la cabeza y vi un halcón que trazaba círculos en el cielo infinito y despejado.

– No sabía que hubiese halcones en Islamabad -comenté.

– Yo tampoco -dijo él siguiendo con la mirada el vuelo circular del ave-. ¿Los hay donde vives tú?

– ¿En San Francisco? Supongo que sí. Pero no puedo decir que haya visto muchos.

– Oh -dijo.

Yo esperaba que siguiese formulándome preguntas, pero jugó otra mano y luego me preguntó si podíamos comer ya. Abrí la bolsa de papel y le pasé su bocadillo de carne. Mi comida consistía en un tazón de batido de plátano y naranja (le había alquilado la batidora a la señora Fayyaz durante una semana). Sorbí con la ayuda de la pajita y se me llenó la boca del sabor dulce del batido de fruta. Se me derramó un poco por la comisura de los labios. Sohrab me dio una servilleta y observó cómo me secaba la boca con pequeños golpecitos. Le sonreí y él me devolvió la sonrisa.

– Tu padre y yo éramos hermanos -le confesé. Me salió así. Había querido decírselo la noche que estuvimos sentados junto a la mezquita, pero no lo hice. Tenía derecho a saberlo; yo ya no quería volver a ocultar nada más-. Hermanastros, en realidad. Teníamos el mismo padre.

Sohrab dejó de masticar. Abandonó también el bocadillo.

– Mi padre nunca me dijo que tuviera un hermano.

– Porque no lo sabía.

– ¿Por qué no lo sabía?

– Nadie se lo reveló. Tampoco nadie me lo reveló a mí. Yo lo he descubierto hace muy poco.

Sohrab pestañeó. Como si estuviera viéndome, viéndome de verdad, por vez primera.

– ¿Y por qué os lo ocultaron a mi padre y a ti?

– ¿Sabes?, el otro día me hice exactamente la misma pregunta. Y hay una respuesta, aunque no es muy agradable. Digamos simplemente que no nos lo contaron porque se suponía que… tu padre y yo no debíamos haber sido hermanos.

– ¿Porque él era hazara?

Obligué a mis ojos a permanecer fijos en el niño.

– Sí.

– Y tu padre… -empezó, con la mirada fija en el bocadillo- ¿os quería igual a ti y a mi padre?

Pensé en un día, mucho tiempo atrás, en el lago Ghargha, cuando Baba le dio unos golpecitos de felicitación a Hassan en la espalda porque su piedra había rebotado más veces que la mía sobre el agua. Vi a Baba en la habitación del hospital, cuando le retiraron a Hassan los vendajes de la boca.

– Creo que nos quería igual, pero de forma distinta.

– ¿Se sentía avergonzado de mi padre?

– No. Creo que se sentía avergonzado de sí mismo.

Mordisqueó el bocadillo en silencio.

Aquella tarde nos fuimos a última hora, cansados del calor, pero cansados agradablemente. Durante el camino de regreso sentí sobre mí la mirada de Sohrab. Le pedí al taxista que se detuviese en alguna tienda donde vendiesen tarjetas para llamar por teléfono. Le di el dinero y una propina para que entrara a comprarme una.

Por la noche nos acostamos cada uno en nuestra cama y vimos un programa de debate en la televisión. En él aparecían dos mullahs con barba larga y entrecana y turbante blanco que respondían a las preguntas que les formulaban fieles de todas las partes del mundo. Uno que llamaba desde Finlandia, un tipo llamado Ayub, les preguntó si su hijo adolescente podía ir al infierno por llevar los pantalones tan bajos de cintura que se le veía la ropa interior.

– Una vez vi una fotografía de San Francisco -dijo Sohrab.

– ¿De verdad?

– Se veía un puente de color rojo y un edificio con el tejado puntiagudo.

– Tendrías que ver las calles.

– ¿Qué les pasa? -Me miraba mientras los dos mullahs que aparecían en la pantalla del televisor estaban consultando entre ellos la respuesta.

– Son tan empinadas que cuando las subes con el coche lo único que ves es la punta del capó y el cielo -dije.

– Eso da miedo -comentó. Se volvió hasta situarse de cara a mí y dar la espalda al televisor.

– Sólo es al principio. Luego te acostumbras -le aseguré.

– ¿Nieva?

– No, pero tenemos mucha niebla. ¿Te acuerdas de ese puente rojo que viste?

– Sí.

– A veces, por las mañanas, la niebla es tan espesa que lo único que se ve asomar por ella es la punta de las dos torres.

– ¡Oh! -exclamó con una sonrisa de asombro.

– ¿Sohrab?

– Sí.

– ¿Has pensado en lo que te pregunté?

La sonrisa se esfumó. Se tumbó boca arriba y entrelazó las manos por detrás de la cabeza. Los mullahs decidieron finalmente que el hijo de Ayub iría al infierno por llevar los pantalones de aquella manera. Afirmaron que así aparecía mencionado en el Haddith.

– Lo he pensado -dijo Sohrab.

– ¿Y?

– Me da miedo.

– Sé que da un poco de miedo -dije, agarrándome a ese hilo de esperanza-. Pero aprenderás el inglés rápidamente y te acostumbrarás a…

– No me refiero a eso. Eso también me da miedo, pero…

– Pero ¿qué?

Se volvió hacia mí.

– ¿Y si te cansas de mí? ¿Y si tu mujer no me quiere porque soy un…?

Me levanté con dificultad de la cama, recorrí el espacio que nos separaba y me senté a su lado.

– Nunca me cansaré de ti, Sohrab. Jamás. Te lo prometo. Eres mi sobrino, ¿lo recuerdas? Y Soraya jan es una mujer muy bondadosa. Confía en mí, te querrá. Eso también te lo prometo.

Tenté a la suerte. Tendí la mano para dársela. Se tensó un poco, pero permitió que se la cogiera.

– No quiero ir a otro orfanato -dijo.

– Jamás permitiré que eso ocurra. Te lo prometo. -Tomé su mano entre las mías-. Ven conmigo a casa.

Sus lágrimas empapaban la almohada. Estuvo mucho rato sin decir nada.

Entonces su mano me devolvió el apretón. Y asintió con la cabeza. Asintió.

Conseguí establecer la conferencia al cuarto intento. El teléfono sonó tres veces antes de que ella lo cogiera.

– ¿Diga?

Eran las siete y media de la tarde en Islamabad, la misma hora de la mañana en California. Eso significaba que Soraya llevaba una hora levantada y que estaba preparándose para ir al colegio.

– Soy yo -dije. Me encontraba sentado en la cama, observando cómo dormía Sohrab.

– ¡Amir! -casi gritó-. ¿Estás bien? ¿Dónde estás?

– Estoy en Pakistán.

– ¿Por qué no has llamado antes? ¡Estoy enferma de tash-weesh! Mi madre reza y hace nazr todos los días.

– Siento no haber llamado antes. Ahora estoy bien. -Le había dicho que estaría ausente una semana, dos como mucho. Y llevaba casi un mes fuera. Sonreí-. Y dile a Khala Jamila que deje de sacrificar corderos.

– ¿A qué te refieres con eso de que «ahora estoy bien»? ¿Y qué le pasa a tu voz?

– No te preocupes ahora por eso. Estoy bien. De verdad. Soraya, tengo una historia que contarte, una historia que debería haberte contado hace mucho tiempo, pero primero debo decirte una cosa.

– ¿Qué? -me preguntó, bajando el volumen de la voz a un tono más cauteloso.

– No volveré solo a casa. Me acompaña un niño. -Hice una pausa-. Quiero que lo adoptemos.

– ¿Qué?

Miré el reloj.

– Me quedan cincuenta y siete minutos de esta estúpida tarjeta de teléfono y tengo muchas cosas que explicarte. Toma asiento. -Escuché el sonido de las patas de una silla que se arrastraba a toda prisa por el suelo de madera.

– Adelante -dijo.

Entonces hice lo que no había hecho en quince años de matrimonio: explicárselo todo a mi esposa. Todo. Me había imaginado en innumerables ocasiones aquel momento, lo había temido, pero a medida que hablaba, notaba que se aflojaba la tensión de mi pecho. Me imaginé que Soraya debió de sentir algo muy similar la noche de nuestro khastegari, cuando me contó la historia de su pasado.

Cuando terminé mi relato, ella estaba llorando.

– ¿Qué piensas? -inquirí.

– No sé qué pensar, Amir. Me has contado tantas cosas a la vez…

– Soy consciente de ello.

Oí que se sonaba la nariz.

– Pero de una cosa estoy segura: tienes que traerlo a casa. Quiero que lo hagas.

– ¿Estás segura? -le pregunté cerrando los ojos y sonriendo.

– ¿Que si estoy segura? Amir, es tu qaom, tu familia, por lo tanto es también mi qaom. Por supuesto que estoy segura. No puedes abandonarlo en la calle. -Ahí se produjo una breve pausa-. ¿Cómo es?

Miré a Sohrab, que estaba dormido en la cama.

– Es dulce, en cierto sentido solemne.

– ¿Qué culpa tiene él de todo esto? -dijo-. Deseo verlo, Amir. De verdad.

– ¿Soraya?

– ¿Sí?

Dostet darum, te quiero.

– Yo también te quiero -replicó. Oí la sonrisa que acompañaba sus palabras-. Y ten cuidado.

– Lo tendré. Y una cosa más. No les digas a tus padres quién es. Si necesitan saberlo, será de mi boca.

– De acuerdo.

Y colgamos.

El césped del exterior de la embajada norteamericana en Islamabad estaba perfectamente cortado, salpicado por conjuntos circulares de flores y rodeado de arbustos bien podados. El edificio en sí era muy parecido a otros edificios de Islamabad: de una sola planta y de color blanco. Para llegar a él tuvimos que atravesar diversos controles militares y fui cacheado por tres oficiales de seguridad después de que los hierros que llevaba en las mandíbulas sonaran al pasar por los detectores de metal. Cuando por fin conseguimos alejarnos del calor del exterior, el aire acondicionado me golpeó en la cara como un jarro de agua helada. Le di mi nombre a la secretaria que se encontraba en recepción, una mujer rubia de cara enjuta de cincuenta y tantos años, y me sonrió. Llevaba una blusa de color beis y pantalones negros. Era la primera mujer que veía desde hacía semanas vestida con algo distinto a un burka o un shalwar-kameez. Buscó mi nombre en la lista de visitas concertadas mientras daba golpecitos en la mesa con la goma del extremo del lápiz. Encontró el nombre y me indicó que tomase asiento.

– ¿Una limonada? -me preguntó.

– No, gracias -dije.

– ¿Y su hijo?

– ¿Perdón?

– Este caballero tan guapo -dijo sonriendo a Sohrab.

– Oh. Muy amable, gracias.

Sohrab y yo tomamos asiento en un sofá de piel negra que había enfrente del mostrador de recepción, junto a una bandera estadounidense. Sohrab cogió una revista de la mesita de centro con sobre de cristal. La hojeó sin prestar atención a las fotografías.

– ¿Qué pasa? -me preguntó Sohrab.

– ¿Perdón?

– Estás sonriendo.

– Estaba pensando en ti. -Me sonrió algo nervioso, cogió otra revista y acabó de hojearla en treinta segundos-. No tengas miedo -le dije, acariciándole un brazo-. Esta gente es amiga. Relájate. -Podría haberme aplicado el consejo a mí mismo, pues cambié varias veces de posición en el asiento y me desaté y até de nuevo los cordones de los zapatos.

La secretaria depositó en la mesita un vaso alto de limonada con hielo.

– Aquí está.

Sohrab sonrió tímidamente.

– Muchas gracias -dijo en inglés. Lo hizo con un acento muy marcado. Me había dicho que era lo único que sabía decir en inglés, eso y «Que tengas un buen día».

Ella se echó a reír.

– De nada. -Volvió a su mostrador taconeando.

– Que tengas un buen día -añadió Sohrab.

Raymond Andrews era un tipo bajito, calvo, de manos pequeñas y uñas perfectamente cuidadas. Lucía un anillo de casado en el dedo anular. Me estrechó la mano de forma breve y educada; fue como apretar un gorrión. «Ésas son las manos de las que dependen nuestros destinos», pensé mientras Sohrab y yo tomábamos asiento frente a su escritorio. Andrews tenía colgado a su espalda un póster de Les Misérables junto a un mapa topográfico de Estados Unidos. En el alféizar de la ventana tomaba el sol una maceta con tomates.

– ¿Fuma? -me preguntó. Su profunda voz de barítono chocaba con lo pequeño de su estatura.

– No, gracias -respondí sin conceder importancia a cómo los ojos de Andrews miraban de soslayo a Sohrab o al hecho de que no me mirase al dirigirse a mí.

Abrió un cajón del escritorio y encendió un cigarrillo que sacó de un paquete medio vacío. Del mismo cajón sacó también un bote de crema. Se frotó las manos con ella sin apartar la mirada de la tomatera. El cigarrillo le colgaba de la comisura de los labios. Luego cerró el cajón, puso los codos sobre la mesa y resopló.

– ¿Y bien? -dijo entrecerrando sus ojos grises por culpa del humo-. Cuénteme su historia.

Me sentía como Jean Valjean sentado frente a Javert. Me recordé a mí mismo que en aquellos momentos era ciudadano norteamericano, que ese tipo estaba de mi lado y que le pagaban para ayudar a personas como yo.

– Quiero adoptar a este niño y llevármelo a Estados Unidos conmigo -afirmé.

– Cuénteme su historia -repitió, retirando con el dedo índice del escritorio, perfectamente ordenado, una brizna de ceniza y depositándola en el cenicero.

Le expliqué la versión que había estado elaborando mentalmente desde que colgué el auricular después de hablar con Soraya. Me había desplazado hasta Afganistán para ir en busca del hijo de mi hermanastro. Lo había encontrado, en condiciones de malnutrición, consumiéndose en un orfanato. Había pagado una cantidad de dinero al director del orfanato para llevarme al niño y había viajado con él hasta Pakistán.

– ¿Así que es usted medio tío del niño?

– Sí.

Miró la hora. Se inclinó y le dio la vuelta a la tomatera del alféizar.

– ¿Conoce a alguien que pueda dar fe de ello?

– Sí, pero no sé dónde se encuentra en estos momentos.

Se volvió hacia mí y movió la cabeza. Intenté leer su expresión, pero me resultó imposible. Me pregunté si alguna vez habría jugado al póquer con aquellas manitas.

– Me imagino que los hierros que lleva en la mandíbula no son para ir a la última moda -dijo. Sohrab y yo estábamos metidos en un lío, y lo supe en aquel instante. Le conté que me habían atracado en Peshawar.

– Naturalmente -replicó, y tosió para aclararse la garganta-. ¿Es usted musulmán?

– Sí.

– ¿Practicante?

– Sí.

La verdad era que no recordaba exactamente cuándo había sido la última vez que me había puesto de rodillas mirando al este para rezar mis oraciones. Entonces lo recordé: el día en que el doctor Amani le dio el diagnóstico a Baba. Aquel día me arrodillé en la alfombra de oración y recité algunos fragmentos de sura que había aprendido en el colegio.

– Eso siempre es de alguna ayuda, aunque no mucha -dijo rascándose un punto de la parte impoluta de su arenoso cabello.

– ¿A qué se refiere? -le pregunté. Le di la mano a Sohrab y entrelacé sus dedos con los míos. Sohrab me miraba intranquilo; luego miró a Andrews.

– Existe una respuesta larga que estoy seguro de que acabaré dándole. ¿Quiere primero la corta?

– Supongo -dije.

Andrews aplastó el cigarrillo y apretó los labios.

– Déjela correr.

– ¿Perdón?

– Su solicitud de adopción de este niño. Déjela correr. Es mi consejo.

– Recibido -dije-. Ahora tal vez pueda explicarme por qué.

– Eso significa que quiere escuchar la respuesta más larga -repuso con su inalterable tono de voz, sin reaccionar a mi cortante respuesta. Luego juntó las palmas de las manos como si estuviese a punto de arrodillarse ante la Virgen María-. Supongamos que la historia que acaba de contarme es cierta, aunque apostaría parte de mi jubilación a que es inventada o falta buena parte de ella. Pero eso no importa, créame. Usted está aquí, y él está aquí, eso es lo único que importa. Sin embargo, aun así, su petición se enfrenta a obstáculos muy relevantes, el menor de los cuales es que este niño no es huérfano.

– Por supuesto que lo es.

– No, legalmente no lo es.

– Sus padres fueron ejecutados en la calle. Los vecinos lo vieron -dije, alegrándome de que la conversación se estuviera desarrollando en inglés.

– ¿Tiene certificados de defunción?

– ¿Certificados de defunción? Estamos hablando de Afganistán. La mayoría de la gente no tiene ni tan siquiera certificado de nacimiento.

Sus ojos vidriosos apenas pestañearon.

– No soy yo quien redacta las leyes, señor. A pesar de la atrocidad, sigue siendo necesario que pruebe que los padres han muerto. El niño debe ser declarado legalmente huérfano.

– Pero…

– Quería escuchar la respuesta larga y es la que estoy ofreciéndole. El siguiente problema es que necesita la cooperación del país de origen del niño, algo difícil de conseguir actualmente incluso bajo las mejores circunstancias, ya que estamos hablando de Afganistán. En Kabul no disponemos de embajada norteamericana. Lo que pone las cosas extremadamente complicadas. Por no decir imposibles.

– ¿Qué me está diciendo? ¿Qué debería dejarlo abandonado en la calle?

– Yo no he dicho eso.

– Han abusado sexualmente de él -añadí, pensando en las campanillas que sonaban en los tobillos de Sohrab, en sus ojos pintados.

– Siento mucho lo que me cuenta -dijo la boca de Andrews. Sin embargo, por su manera de mirarme, podríamos haber estado charlando tranquilamente del tiempo-. Pero no por ello va a conseguir que el INS emita un visado para este jovencito.

– ¿Qué me está diciendo?

– Estoy diciéndole que si quiere ayudar a su país, mande dinero a una organización de reputación probada. Ofrézcase como voluntario en un campamento de refugiados. Pero en estos momentos no recomendamos a los ciudadanos de Estados Unidos que intenten adoptar niños afganos.

Me puse en pie.

– Vámonos, Sohrab -dije en farsi. Sohrab se deslizó a mi lado y apoyó la cabeza en mi cadera. Recordé la fotografía en la que aparecía junto a Hassan en la misma postura-. ¿Puedo preguntarle una cosa, señor Andrews?

– Sí.

– ¿Tiene hijos? -Pestañeó por vez primera-. ¿Los tiene? Es una pregunta fácil. -Permaneció en silencio-. Lo sabía -dije dándole la mano a Sohrab-. Deberían poner en su puesto a alguien que supiese lo que es desear un hijo. -Me volví para marcharme, Sohrab tiraba de mí.

– ¿Puedo yo hacerle una pregunta a usted? -gritó Andrews.

– Adelante.

– ¿Le ha prometido a este niño que se lo llevaría con él?

– ¿Y qué si lo he hecho?

Sacudió la cabeza.

– Prometer cosas a los niños es un asunto muy peligroso. -Suspiró y volvió a abrir el cajón del escritorio-. ¿Piensa seguir intentándolo? -dijo revolviendo entre los papeles.

– Pienso seguir intentándolo.

Sacó del cajón una tarjeta de visita.

– Entonces le aconsejo que busque a un buen abogado de inmigración. Omar Faisal trabaja aquí, en Islamabad. Dígale que va de mi parte.

Cogí la tarjeta.

– Gracias -murmuré.

– Buena suerte -dijo.

Miré por encima del hombro antes de salir de la estancia. Andrews miraba ausente por la ventana. Estaba de pie en un rectángulo delimitado por la luz del sol, girando la tomatera, acariciándola con cariño.

– Hasta otra -dijo la secretaria cuando pasamos junto a su mesa.

– Su jefe podría aprender modales -repliqué.

Esperaba que levantase la vista, tal vez que asintiera diciendo algo así como «Lo sé, todo el mundo lo dice». En cambio, lo que hizo fue bajar el tono de voz y comentar:

– Pobre Ray. No ha vuelto a ser el mismo desde que murió su hija. -Arqueé una ceja-. Se suicidó -añadió en un susurro.

Durante el camino de regreso al hotel en taxi, Sohrab recostó la cabeza en la ventanilla y fijó la mirada en los edificios que desfilaban delante de nosotros entre hileras de gomeros. Su respiración empañaba el cristal, desaparecía el vaho y volvía a empañarlo. Esperaba que me preguntase acerca de la reunión, pero no lo hizo.

La puerta del baño estaba cerrada y se oía correr el agua. Desde el día en que llegamos al hotel, Sohrab se daba todas las noches un largo baño antes de acostarse. En Kabul el agua caliente se había convertido, como los padres, en un bien escaso. Sohrab se pasaba todas las noches casi una hora en el baño, hasta que se le arrugaba la piel en el agua jabonosa. Me senté al borde de la cama y llamé a Soraya. Mientras, observaba la fina línea de luz que se perfilaba por debajo de la puerta del baño. «¿Aún no estás lo bastante limpio, Sohrab?», pensé.

Le comuniqué a Soraya lo que Raymond Andrews me había dicho.

– ¿Qué piensas tú? -le pregunté.

– Debemos pensar que se equivoca.

Me explicó que había contactado con diversas agencias que se ocupaban de adopciones internacionales. Aún no había encontrado ninguna que se ocupara de adopciones de niños afganos, pero seguía buscando.

– ¿Cómo se han tomado la noticia tus padres?

Madar se siente feliz por nosotros. Ya sabes lo que siente por ti, Amir, nada de lo que hagas estará mal hecho para ella. Padar…, bueno, como de costumbre, resulta un poco difícil adivinar sus pensamientos. Dice poca cosa.

– ¿Y tú? ¿Te sientes feliz?

Oí que cambiaba el auricular de mano.

– Creo que será bueno para tu sobrino, y que tal vez ese pequeño sea también bueno para nosotros.

– Yo opino lo mismo.

– Sé que tal vez te parezca una locura, pero sin darme cuenta estoy pensando en cuál será su qurma favorito, su asignatura favorita en el colegio… Ya me imagino ayudándolo con los deberes… -Se echó a reír. El agua había parado en el baño. Oía que Sohrab se movía en la bañera, y el ruido del agua que salpicaba por los lados.

– Serás una madre estupenda -dije.

– ¡Oh, casi me olvidaba! He llamado a Kaka Sharif.

Lo recordaba recitando un poema escrito en un trozo de papel de carta del hotel con motivo de nuestro nika. Fue su hijo quien sostuvo el Corán sobre nuestras cabezas mientras nos dirigíamos al escenario, sonriendo a las cámaras.

– ¿Qué te ha dicho?

– Moverá el asunto por nosotros. Hablará con algunos de sus colegas del INS -dijo.

– Eso son buenas noticias. Tengo ganas de que veas a Sohrab.

– Y yo tengo ganas de verte a ti.

Colgué sonriendo.

Sohrab salió del baño unos minutos más tarde. Después de la reunión con Raymond Andrews apenas había pronunciado una docena de palabras, y mis intentos por iniciar cualquier conversación habían tropezado con meros movimientos de cabeza o respuestas monosilábicas. Saltó a la cama y se subió las sábanas hasta la barbilla. En cuestión de minutos estaba roncando.

Desempañé un trozo de espejo con la mano y me afeité con una de las anticuadas maquinillas del hotel, de las que se abrían para introducir la cuchilla. Entonces fui yo quien se dio un baño, quien permaneció allí hasta que el agua humeante se enfrió y se me quedó la piel arrugada. Permanecí allí dejándome llevar, preguntándome, imaginando…

Omar Faisal era gordinflón, moreno, se le formaban hoyuelos en las mejillas, tenía los ojos negros como el carbón, una sonrisa afable y huecos entre los dientes. Su melena canosa empezaba a clarear y llevaba el pelo recogido en una cola de caballo. Iba vestido con un traje de pana marrón, con coderas de piel, y usaba un maletín viejo y sobrecargado. Como le faltaba el asa, lo abrazaba contra su pecho. Era de ese tipo de personas que empiezan muchas de sus frases con una risa y una disculpa innecesaria, como «Lo siento, estaré allí a las cinco». Risa. Le llamé e insistió en ser él quien se acercase a vernos.

– Lo siento, los taxistas de esta ciudad son como tiburones -dijo en un inglés perfecto, sin pizca de acento-. Huelen de lejos a los extranjeros y triplican sus tarifas.

Empujó la puerta, todo sonrisas y disculpas, algo jadeante y sudoroso. Se secó la frente con un pañuelo y abrió el maletín, hurgó en su interior en busca de una libreta y se disculpó por las hojas de papel que habían ido a parar sobre la cama. Sohrab, sentado en su cama con las piernas cruzadas, tenía un ojo en el televisor sin volumen y el otro en el atribulado abogado. Por la mañana le había explicado que Faisal iría a visitarnos, y había hecho un movimiento afirmativo con la cabeza; había estado a punto de preguntar algo, pero había seguido viendo un programa con animales que hablaban.

– Bueno, veamos… -dijo Faisal abriendo el cuaderno de color amarillo-. Espero que mis hijos salgan a su madre por lo que a la organización se refiere. Lo siento, seguramente no es lo que le gustaría oír en boca de su hipotético abogado, ¿verdad? -Rió.

– Bueno, Raymond Andrews lo tiene en gran consideración.

– El señor Andrews… Sí, sí. Un tipo decente. De hecho, me llamó y me habló de usted.

– ¿Sí?

– Sí.

– Así que conoce mi situación…

Faisal acarició ligeramente las gotas de sudor que aparecían sobre sus labios.

– Conozco la versión de la situación que usted le dio al señor Andrews -dijo. Sonrió tímidamente y se le formaron hoyuelos en las mejillas. Se volvió hacia Sohrab-. Éste debe ser el jovencito que tantos problemas está causando -dijo en farsi.

– Es Sohrab -dije-. Sohrab, éste es el señor Faisal, el abogado del que te he hablado.

Sohrab se deslizó por el borde de la cama y le estrechó la mano a Omar Faisal.

Salaam alaykum -dijo en voz baja.

Alaykum salaam, Sohrab -dijo Faisal-. ¿Sabes que llevas el nombre de un gran guerrero?

Sohrab asintió con la cabeza. Se encaramó de nuevo a la cama y se tendió de lado para ver la televisión.

– No sabía que hablaba tan bien el farsi -dije en inglés-. ¿Se crió usted en Kabul?

– No, nací en Karachi. Pero viví varios años en Kabul. En Shar-e-Nau, cerca de la mezquita de Haji Yaghoub -dijo Faisal-. Sin embargo, me crié en Berkeley. Mi padre abrió allí una tienda de música a finales de los sesenta. Amor libre, cintas en el pelo, camisetas desteñidas, ya sabe. -Se inclinó hacia delante-. Estuve en Woodstock.

– Estupendo -repliqué, y Faisal se echó a reír con tanta fuerza que empezó a empaparse de nuevo en sudor-. Sea como fuere -continué-, lo que le conté al señor Andrews fue prácticamente todo, exceptuando un par de cosas. O tal vez tres. Le daré la versión sin censura.

Se lamió un dedo y pasó las hojas hasta dar con una en blanco. Destapó el bolígrafo.

– Se lo agradecería, Amir. ¿Y por qué no seguimos en inglés a partir de ahora?

– De acuerdo.

Le expliqué todo lo sucedido. Mi reunión con Rahim Kan, el viaje a Kabul, el orfanato, la lapidación en el estadio Ghazi.

– Dios -musitó-. Lo siento, tengo recuerdos muy buenos de Kabul. Me resulta difícil creer que sea el mismo lugar que está usted describiéndome.

– ¿Ha estado allí últimamente?

– No.

– No es Berkeley, se lo aseguro -dije.

– Continúe.

Le expliqué el resto, la reunión con Assef, la pelea, Sohrab y el tirachinas, nuestra huida a Pakistán. Cuando terminé, garabateó unas notas, respiró hondo y me miró muy serio.

– Bueno, Amir, le queda por delante una batalla muy dura que librar.

– ¿Una batalla que puedo ganar?

Tapó el bolígrafo.

– Aun corriendo el riesgo de recordarle a Raymond Andrews, es poco probable. No imposible, pero muy poco probable. -La sonrisa afable había desaparecido, igual que su mirada juguetona.

– Pero los niños como Sohrab son los que más necesitan un hogar -dije-. Todas esas reglas y normativas no tienen para mí ningún sentido…

– Eso, Amir, no tiene que decírmelo a mí… Pero la realidad es que, teniendo en cuenta las leyes de inmigración vigentes, las directrices de las agencias de adopción y la situación política que vive Afganistán, tiene todas las cartas en su contra.

– No lo entiendo -repliqué. Deseaba poder golpear cualquier cosa-. Quiero decir que sí que lo entiendo, pero no lo entiendo.

Omar asintió, arrugando la frente.

– Bueno, así es. Cuando vivimos las secuelas de un desastre, sea natural o producido por el hombre, y los talibanes son un desastre, créame, Amir, siempre resulta complicado demostrar que un niño es huérfano. Los niños se pierden en campos de refugiados, o simplemente los abandonan sus padres porque no pueden cuidarlos. Sucede siempre. Por lo tanto, el INS no le otorgará un visado a menos que quede clara la situación legal del niño. Lo siento. Sé que suena ridículo, pero necesita certificados de defunción.

– Usted ha estado en Afganistán -dije-. Sabe lo improbable que es conseguirlos.

– Lo sé. Pero supongamos que quede demostrado que el niño no tiene ni padre ni madre. Incluso en ese caso el INS considera que lo mejor es que el niño se quede con alguien de su propio país para de ese modo preservar su legado.

– ¿Qué legado? Los talibanes han destruido cualquier legado que los afganos pudieran tener. Ya ve lo que hicieron con los Budas gigantes de Bamiyan.

– Lo siento, Amir, yo simplemente le explico cómo funciona el INS -dijo Omar tocándome el brazo. Miró de reojo a Sohrab, sonrió y se volvió hacia mí-. Los niños deben ser adoptados según las leyes de su país de origen, y cuando se trata de un país con desórdenes, digamos un país como Afganistán, los despachos gubernamentales están excesivamente ocupados con otros asuntos de urgencia y a los procesos de adopción se les presta escasa atención. -Suspiré y me froté los ojos. Detrás de ellos estaba iniciándose una cefalea pulsante-. Pero supongamos que Afganistán recupera la normalidad -continuó Omar, cruzando los brazos sobre su sobresaliente barriga-. Aun así, seguirían sin permitir esta adopción. De hecho, incluso en las naciones musulmanas más moderadas existen problemas porque en muchos de esos países la ley islámica, la Shari'a, no permite la adopción… Y el régimen talibán no es lo que podríamos calificar de moderado.

– ¿Está diciéndome que me dé por vencido? -le pregunté, llevándome una mano a la frente.

– Yo me eduqué en Estados Unidos, Amir. Si América me enseñó alguna cosa es que darse por vencido es más o menos lo mismo que mearse en la jarra de la limonada de las Girl Scouts. Pero como abogado suyo me veo obligado a exponerle los hechos -dijo-. Finalmente, las agencias de adopción envían a su personal para evaluar el entorno del niño, y ninguna agencia con la cabeza sobre los hombros enviaría a nadie a Afganistán.

Miré a Sohrab, que estaba sentado en la cama, viendo la televisión… y mirándonos a nosotros. Estaba sentado igual que su padre, con la barbilla apoyada en la rodilla.

– Soy medio tío suyo, ¿eso no cuenta?

– Lo haría si pudiese probarlo. Lo siento, ¿tiene documentos o alguien que pueda testificar por usted?

– No existen documentos -dije con voz agotada-. Nadie lo sabía. Sohrab no lo ha sabido hasta que yo se lo he contado. De hecho, yo mismo me he enterado hace muy poco. La única persona que puede testificarlo se ha ido, tal vez haya muerto.

– Hummm.

– ¿Qué opciones tengo, Omar?

– Le seré sincero. No tiene muchas.

– Dios, ¿y qué puedo hacer?

Omar inspiró hondo, se dio unos golpecitos en la barbilla con el bolígrafo y soltó el aire.

– Podría realizar una solicitud de adopción y confiar en la suerte. Podría intentar una adopción por su cuenta. Eso significa que tendría que vivir con Sohrab en Pakistán durante los dos próximos años. Podría solicitar asilo en su nombre. Se trata de un proceso muy largo: debería usted probar que es un perseguido político. Podría solicitar un visado humanitario. Los otorga el Fiscal General y no se conceden fácilmente. -Hizo una pausa-. Existe otra opción, tal vez su mejor posibilidad.

– ¿Cuál? -inquirí inclinándome hacia él.

– Podría dejarlo en un orfanato de aquí y luego llevar a cabo la solicitud de un huérfano. Iniciar el proceso del formulario 1-600 mientras él permanece en un lugar seguro.

– ¿Y eso qué es?

– El 1-600 es una formalidad del INS. El estudio del hogar lo lleva a cabo la agencia de adopción que usted elija -dijo Omar-. Ya sabe, es para asegurarse de que usted y su esposa no están locos de atar.

– No quiero hacer eso -repliqué mirando de nuevo a Sohrab-. Le he prometido que no volvería a enviarlo a ningún orfanato.

– Como acabo de decirle, puede que sea su mejor posibilidad.

Estuvimos hablando un rato más. Luego lo acompañé hasta su coche, un viejo escarabajo. El sol comenzaba a ponerse en Islamabad, un halo rojo que llameaba en el oeste. Omar logró colocarse airosamente detrás del volante y el coche se hundió bajo su peso. Bajó la ventanilla.

– Amir.

– Sí.

– Quería decirle una cosa… Creo que lo que usted intenta hacer es grandioso.

Se despidió con la mano al alejarse. En el exterior del hotel, mientras le devolvía el saludo con la mano, deseé que Soraya pudiese estar allí junto a mí.

Cuando volví a la habitación, Sohrab había apagado el televisor. Me senté en mi cama y le pedí que se sentase a mi lado.

– El señor Faisal cree que hay una manera de que pueda llevarte a América conmigo -le dije.

– ¿Sí? -repuso Sohrab, que por primera vez sonreía débilmente en varios días-. ¿Cuándo podemos irnos?

– Bueno, ése es el tema. Puede que nos cueste un tiempo. Pero ha dicho que es posible y que nos ayudará.

Le puse la mano en la nuca. En el exterior, la llamada a la oración resonaba en las calles.

– ¿Cuánto tiempo? -me preguntó Sohrab.

– No lo sé. Un poco.

Sohrab se encogió de hombros y sonrió, una sonrisa más ancha aquella vez.

– No me importa. Puedo esperar. Es como las manzanas verdes.

– ¿Las manzanas verdes?

– Una vez, cuando era muy pequeño, trepé a un árbol y comí unas manzanas que aún estaban verdes. Se me hinchó el estómago y se me puso duro como un tambor. Mi madre me dijo que si hubiese esperado a que madurasen, no me habrían sentado mal. Así que ahora, cuando quiero algo de verdad, intento recordar lo que ella me dijo sobre las manzanas.

– Manzanas verdes -dije-. Mashallah, eres el pequeñajo más listo que he conocido en mi vida, Sohrab jan. -Se sonrojó hasta las orejas.

– ¿Me llevarás a ese puente rojo? ¿El de la niebla?

– Por supuesto. Por supuesto.

– ¿Iremos en coche por esas calles en las que lo único que se ve es la punta del capó del coche y el cielo?

– Por todas y cada una de ellas -dije. Se me llenaron los ojos de lágrimas y pestañeé para librarme de ellas.

– ¿Es difícil aprender el inglés?

– Yo diría que en un año lo hablarás tan bien como el farsi.

– ¿De verdad?

– Sí. -Le puse un dedo debajo de la barbilla y le obligué a volver la cara hacia mí-. Hay otra cosa, Sohrab.

– ¿Qué?

– El señor Faisal cree que sería de gran ayuda si pudiésemos…, si pudiésemos pedirte que pasaras una temporada en un hogar para niños.

– ¿Un hogar para niños? -dijo, y la sonrisa se desvaneció-. ¿Te refieres a un orfanato?

– Sería sólo por poco tiempo.

– No. No, por favor.

– Sohrab, sería sólo por poco tiempo. Te lo prometo.

– Me prometiste que nunca me llevarías a un lugar de esos, Amir agha -dijo. Se le partía la voz y sus ojos se inundaron de lágrimas. Yo me sentía un mierda.

– Esto es distinto. Sería aquí, en Islamabad, no en Kabul. Y yo te visitaría todo el tiempo hasta que pudiéramos sacarte de allí y llevarte a América.

– ¡Por favor! ¡No, por favor! -gimió-. Me dan miedo esos lugares. ¡Me harán daño! No quiero ir.

– Nadie te hará daño. Nunca más.

– ¡Sí que lo harán! Siempre dicen que no lo harán, pero mienten. ¡Mienten! ¡Por favor, Dios!

Le sequé con el dedo pulgar la lágrima que le rodaba mejilla abajo.

– Manzanas verdes, ¿lo recuerdas? Es como lo de las manzanas verdes -le dije para calmarlo.

– No, no lo es. Ese lugar no. Dios, oh, Dios. ¡No, por favor! -Estaba temblando, en su cara se confundían los mocos y las lágrimas.

– Shhh. -Lo acerqué a mí y abracé su cuerpecito tembloroso-. Shhh. No pasará nada. Volveremos juntos a casa. Ya lo verás, no pasará nada.

Su voz quedó amortiguada en mi pecho, pero me di cuenta del pánico que ocultaba.

– ¡Por favor, prométeme que no lo harás! ¡Oh, Dios, Amir agha! ¡Prométeme que no lo harás, por favor!

¿Cómo podía prometérselo? Lo abracé contra mí, lo abracé con todas mis fuerzas, y lo acuné de un lado a otro. Lloró empapando mi camisa hasta que se le secaron las lágrimas, hasta que los temblores finalizaron y sus súplicas frenéticas quedaron reducidas a murmullos indescifrables. Esperé, lo acuné hasta que su respiración se tranquilizó y su cuerpo se relajó. Recordé algo que había leído en algún lugar hacía mucho tiempo: «Así es como los niños superan el terror. Caen dormidos.»

Lo acosté en su cama y lo tapé. Después yo me acosté en la mía de cara a la ventana, a través de la cual se veía el cielo violeta sobre Islamabad.

Cuando el teléfono me despertó de un sobresalto el cielo estaba completamente negro. Me froté los ojos y encendí la lámpara de la mesilla. Eran poco más de las diez y media de la noche; había dormido casi tres horas. Cogí el teléfono.

– ¿Diga?

– Conferencia desde Estados Unidos -anunció la voz aburrida del señor Fayyaz.

– Gracias -dije.

La luz del baño estaba encendida; Sohrab estaba disfrutando de su baño nocturno. Un par de clics y luego la voz de Soraya.

Salaam! -exclamó; parecía emocionada.

– Hola.

– ¿Qué tal la reunión con el abogado?

Le conté lo que me había aconsejado Omar Faisal.

– Ya puedes ir olvidándote de todo eso -dijo-. No tenemos por qué hacerlo.

Me senté.

Rawsti? ¿Por qué? ¿Qué sucede?

– He tenido noticias de Kaka Sharif. Me ha dicho que la clave está en introducir a Sohrab en el país. Una vez aquí, hay formas de evitar que lo expulsen. Así que ha hecho unas cuantas llamadas a sus amigos del INS. Me ha llamado hace poco y me ha dicho que está casi seguro de poder conseguir un visado humanitario para Sohrab.

– ¿Bromeas? -repliqué-. ¡Gracias a Dios! ¡El bueno de Sharif jan!

– Nosotros tendremos que actuar como patrocinadores o algo así. Todo tendría que ir muy rápido. Me ha dicho que le concederían un visado de un año, tiempo suficiente para solicitar la adopción.

– ¿De verdad, Soraya?

– Parece que sí -dijo.

La notaba feliz. Le dije que la quería y ella me dijo que también me quería. A continuación colgué.

– ¡Sohrab! -grité saltando de la cama-. Tengo noticias estupendas. -Llamé a la puerta del baño-. ¡Sohrab! Soraya jan acaba de llamar desde California. No será necesario que vayas a un orfanato, Sohrab. Nos iremos a América, tú y yo. ¿Me has oído? ¡Nos vamos a América!

Abrí la puerta. Entré en el baño.

De pronto me encontré de rodillas, gritando. Gritando entre dientes. Gritando hasta que pensé que se me rompería la garganta y me estallaría el pecho.

Posteriormente me contaron que cuando llegó la ambulancia aún seguía gritando.

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