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De pequeños, Hassan y yo solíamos trepar a los álamos que flanqueaban el camino de entrada a la casa de mi padre para molestar desde allí a los vecinos colando la luz del sol en el interior de sus casas con la ayuda de un trozo de espejo. Nos sentábamos el uno frente al otro en un par de ramas altas, con los pies desnudos colgando y los bolsillos de los pantalones llenos de moras secas y de nueces. Nos turnábamos con el espejo mientras nos comíamos las moras, nos las lanzábamos, jugábamos y nos reíamos. Todavía veo a Hassan encaramado a aquel árbol, con la luz del sol parpadeando a través de las hojas e iluminando su cara casi perfectamente redonda, una cara parecida a la de una muñeca china tallada en madera: tenía la nariz ancha y chata; sus ojos eran rasgados e inclinados, semejantes a las hojas del bambú, unos ojos que, según les diera la luz, parecían dorados, verdes e incluso de color zafiro. Todavía veo sus diminutas orejas bajas y la protuberancia puntiaguda de su barbilla, un apéndice carnoso que parecía como añadido en el último momento. Y el labio partido, a medio terminar, como si al fabricante de muñecas chinas se le hubiera escurrido el instrumento de la mano o, simplemente, se hubiera cansado y hubiera abandonado su obra.

A veces, subido en aquellos árboles, convencía a Hassan de que disparara nueces con el tirachinas al pastor alemán tuerto del vecino. Hassan no quería, pero si yo se lo pedía, se lo pedía de verdad, era incapaz de negarse. Hassan nunca me negaba nada. Y con el tirachinas era infalible. Alí, el padre de Hassan, siempre nos pillaba y se ponía furioso, todo lo furioso que puede ponerse alguien tan bondadoso como él. Agitaba la mano y nos hacía señales para que bajáramos del árbol. Luego nos quitaba el espejo y nos decía lo mismo que su madre le había dicho a él, que el demonio también jugaba con espejos, concretamente para distraer a los musulmanes en el momento de la oración.

– Y cuando lo hace, se ríe -añadía luego, regañando a su hijo.

– Sí, padre -musitaba Hassan, mirándose los pies. Pero nunca me delató. Nunca dijo que tanto el espejo como lo de disparar nueces al perro del vecino eran ideas mías.

Los álamos bordeaban el camino adoquinado con ladrillo rojo que conducía hasta un par de verjas de hierro forjado que daban paso a la finca de mi padre. La casa se alzaba a la izquierda del camino. El jardín estaba al fondo.

Todo el mundo decía que mi padre, mi Baba, había construido la casa más bonita de Wazir Akbar Kan, un barrio nuevo y opulento situado en la zona norte de Kabul. Algunos aseguraban incluso que era la casa más hermosa de todo Kabul. Una ancha entrada, flanqueada por rosales, daba acceso a la amplia casa de suelos de mármol y enormes ventanales. Los suelos de los cuatro baños estaban enlosados con intrincados azulejos escogidos personalmente por Baba en Isfahan. Las paredes estaban cubiertas de tapices tejidos en oro que Baba había adquirido en Calcuta, y del techo abovedado colgaba una araña de cristal.

En la planta superior estaba mi dormitorio, la habitación de Baba y su despacho, conocido también como «el salón de fumadores», que olía permanentemente a tabaco y canela. Baba y sus amigos se recostaban allí, en los sillones de cuero negro, después de que Alí les sirviera la cena. Rellenaban sus pipas (lo que Baba llamaba «engordar la pipa») y discutían de sus tres temas favoritos: política, negocios y fútbol. A veces le preguntaba a Baba si podía sentarme con ellos, pero él, aferrado al marco de la puerta, me contestaba:

– No digas bobadas. Éstas no son horas. ¿Por qué no lees un libro?

Luego cerraba la puerta y me dejaba allí, preguntándome por qué para él nunca «eran horas». Yo me quedaba sentado junto a la puerta, con las rodillas pegadas al pecho, a veces una hora, a veces dos, escuchando sus conversaciones y sus carcajadas.

El salón, situado en la planta baja, tenía una pared curva con unas vitrinas hechas a medida donde se veían expuestas diversas fotografías de familia: una foto vieja y granulada de mi abuelo con el sha Nadir, tomada en 1931, dos años antes del asesinato del rey; están de pie junto a un ciervo muerto, con botas que les llegan hasta las rodillas y un rifle cruzado sobre los hombros. Había también una foto de la noche de bodas de mis padres. Baba vestía un traje oscuro, y mi madre, que parecía una joven princesa sonriente, iba de blanco. En otra se veía a Baba y a su socio y mejor amigo, Rahim Kan, en la puerta de casa; ninguno de los dos sonríe. En otra aparezco yo, de muy pequeño, en brazos de Baba, que está serio y con aspecto de cansado. Mis dedos agarran el dedo meñique de Rahim Kan.

Al otro lado de la pared curva estaba el comedor, en cuyo centro había una mesa de caoba capaz de acomodar sin problemas a treinta invitados. Y con la inclinación que mi padre sentía por las fiestas extravagantes, así era prácticamente cada semana. En el extremo opuesto a la entrada había una alta chimenea de mármol que en invierno estaba siempre iluminada por el resplandor anaranjado del fuego.

Una gran puerta corredera de cristal daba acceso a una terraza semicircular que dominaba casi una hectárea de jardín e hileras de cerezos. Baba y Alí habían plantado un pequeño huerto junto a la pared occidental: tomates, menta, pimientos y una fila de maíz que nunca acabó de granar. Hassan y yo la llamábamos «la pared del maíz enfermo».

En la parte sur del jardín, bajo las sombras de un níspero, se encontraba la vivienda de los criados, una modesta cabaña de adobe donde vivía Hassan con su padre.

Fue en aquella pequeña choza donde nació Hassan en el invierno de 1964, justo un año después de que mi madre muriera al darme a luz.

En los dieciocho años que viví en aquella casa, podrían contarse con los dedos de una mano las veces que entré en el hogar de Hassan y Alí. Hassan y yo tomábamos caminos distintos cuando el sol se ponía detrás de las colinas y dábamos por finalizados los juegos de la jornada. Yo pasaba junto a los rosales en dirección a la mansión de Baba, y Hassan se dirigía a la choza de adobe donde había nacido y donde vivía. Recuerdo que era sobria y limpia y estaba tenuemente iluminada por un par de lámparas de queroseno. Había dos colchones situados a ambos lados de la estancia y, entre ellos, una gastada alfombra de Herat con los bordes deshilachados. El mobiliario consistía en un taburete de tres patas y una mesa de madera colocada en un rincón, donde dibujaba Hassan. Las paredes estaban desnudas, salvo por un tapiz con unas cuentas cosidas que formaban las palabras «Allah-u-akbar». Baba se lo había comprado a Alí en uno de sus viajes a Mashad.

Fue en aquella pequeña choza donde la madre de Hassan, Sanaubar, dio a luz un frío día de invierno de 1964. Mientras que mi madre sufrió una hemorragia en el mismo parto que le provocó la muerte, Hassan perdió a la suya una semana después de nacer. La perdió de una forma que la mayoría de los afganos consideraba mucho peor que la muerte: se escapó con un grupo de cantantes y bailarines ambulantes.

Hassan nunca hablaba de su madre. Era como si no hubiese existido. Yo me preguntaba si soñaría con ella, cómo sería, dónde estaría. Me preguntaba si Hassan albergaría esperanzas de encontrarla algún día. ¿Suspiraría por ella como lo hacía yo por la mía? Un día nos dirigíamos a pie desde la casa de mi padre hacia el cine Zainab para ver una nueva película iraní y, como solíamos hacer, tomamos el atajo que cruzaba por los barracones militares que había instalados cerca de la escuela de enseñanza media de Istiqlal (Baba nos tenía prohibido tomar ese atajo, pero aquel día se encontraba en Pakistán con Rahim Kan). Saltamos la valla que rodeaba los barracones, atravesamos a brincos el pequeño riachuelo e irrumpimos en el polvoriento campo donde había unos cuantos tanques viejos y abandonados. Un grupo de soldados, sentados en cuclillas a la sombra de uno de los tanques, fumaban y jugaban a las cartas. Uno de ellos alzó la vista, le dio un codazo al que tenía a su lado y llamó a Hassan.

– ¡Eh, tú! -dijo-. Yo a ti te conozco…

Nunca lo habíamos visto. Era uno de los hombres que estaban agachados. Tenía la cabeza afeitada y una incipiente barba negra. Su maliciosa manera de sonreírnos me espantó.

– Sigue andando -le murmuré a Hassan.

– ¡Tú! ¡El hazara! ¡Mírame cuando te hablo! -ladró el soldado. Le pasó el cigarrillo al tipo que estaba a su lado y formó un círculo con los dedos pulgar e índice de una mano. Luego introdujo el dedo medio de la otra mano en el círculo y lo sacó. Hacia dentro y hacia fuera. Hacia dentro y hacia fuera-. Conocí a tu madre, ¿lo sabías? La conocí muy bien. Le di por atrás junto a ese riachuelo. -Los soldados se echaron a reír. Uno de ellos emitió un sonido de protesta. Le dije a Hassan que siguiera caminando-. ¡Vaya coñito prieto y dulce que tenía! -decía el soldado a la vez que cogía las manos de sus compañeros y sonreía.

Más tarde, en la penumbra del cine, escuché a Hassan, que mascullaba. Las lágrimas le rodaban por las mejillas. Me removí en mi asiento, lo rodeé con el brazo y lo empujé hacia mí. Él descansó la cabeza en mi hombro.

– Te ha confundido con otro -susurré-. Te ha confundido con otro.

Por lo que yo había oído decir, la huida de Sanaubar no había cogido a nadie por sorpresa. Cuando Alí, un hombre que se sabía el Corán de memoria, se casó con Sanaubar, diecinueve años más joven que él, una muchacha hermosa y sin escrúpulos que vivía en consonancia con su deshonrosa reputación, todo el mundo puso el grito en el cielo. Igual que Alí, Sanaubar era musulmana chiíta de la etnia de los hazaras y, además, prima hermana suya; por tanto, una elección de esposa muy normal. Pero más allá de esas similitudes, Alí y Sanaubar no tenían nada en común, sobre todo en lo que al aspecto se refería. Mientras que los deslumbrantes ojos verdes y el pícaro rostro de Sanaubar habían tentado a incontables hombres hasta hacerlos caer en el pecado, Alí sufría una parálisis congénita de los músculos faciales inferiores, una enfermedad que le impedía sonreír y le confería una expresión eternamente sombría. Era muy raro ver en la cara de piedra de Alí algún matiz de felicidad o tristeza; sólo sus oscuros ojos rasgados centelleaban con una sonrisa o se llenaban de dolor. Dicen que los ojos son las ventanas del alma. Pues bien, nunca esta afirmación fue tan cierta como en el caso de Alí, a quien únicamente se le podía ver a través de los ojos.

La gente decía que los andares sugerentes y el contoneo de caderas de Sanaubar provocaban en los hombres sueños de infidelidad. Por el contrario, a Alí la polio lo había dejado con la pierna derecha torcida y atrofiada, y una piel cetrina sobre el hueso que cubría una capa de músculo fina como el papel. Recuerdo un día -yo tenía entonces ocho años- que Alí me llevó al bazar a comprar naan. Yo caminaba detrás de él, canturreando e intentando imitar sus andares. Su pierna esquelética describía un amplio arco y todo su cuerpo se ladeaba de forma imposible hacia la derecha cuando apoyaba el pie de ese lado. Era un milagro que no se cayera a cada paso que daba. Cada vez que yo lo intentaba estaba a punto de caerme en la cuneta. No podía parar de reír. De pronto, Alí se volvió y me pescó imitándolo. No dijo nada. Ni en aquel momento ni en ningún otro. Se limitó a seguir caminando.

La cara de Alí y sus andares asustaban a los niños pequeños del vecindario. Pero el auténtico problema eran los niños mayores. Éstos lo perseguían por la calle y se burlaban de él cuando pasaba cojeando a su lado. Lo llamaban Babalu, el coco.

– Hola, Babalu, ¿a quién te has comido hoy? -le espetaban entre un coro de carcajadas-. ¿A quién te has comido, Babalu, nariz chata?

Lo llamaban «nariz chata» porque tenía las típicas facciones mongolas de los hazaras, lo mismo que Hassan. Durante años, eso fue lo único que supe de los hazaras, que eran descendientes de los mongoles y que se parecían mucho a los chinos. Los libros de texto apenas hablaban de ellos y sólo de forma muy superficial hacían referencia a sus antepasados. Un día estaba yo en el despacho de Baba hurgando en sus cosas, cuando encontré un viejo libro de historia de mi madre. Estaba escrito por un iraní llamado Korami. Soplé para quitarle el polvo y esa noche me lo llevé furtivamente a la cama. Me quedé asombrado cuando descubrí que había un capítulo entero dedicado a la historia de los hazaras. ¡Un capítulo entero dedicado al pueblo de Hassan! Allí leí que mi pueblo, los pastunes, había perseguido y oprimido a los hazaras, que éstos habían intentado liberarse una y otra vez a lo largo de los siglos, pero que los pastunes habían «sofocado sus intentos de rebelión con una violencia indescriptible». El libro decía que mi pueblo había matado a los hazaras, los había torturado, prendido fuego a sus hogares y vendido a sus mujeres; que la razón por la que los pastunes habían masacrado a los hazaras era, en parte, porque aquéllos eran musulmanes sunnitas, mientras que éstos eran chiítas. El libro decía muchas cosas que yo no sabía, cosas que mis profesores jamás habían mencionado, y Baba tampoco. Decía también algunas cosas que yo sí sabía, como que la gente llamaba a los hazaras «comedores de ratas, narices chatas, burros de carga». Había oído a algunos niños del vecindario llamarle todo eso a Hassan.

Un día de la semana siguiente, después de clase, le enseñé el libro a mi maestro y llamé su atención sobre el capítulo dedicado a los hazaras. Hojeó un par de páginas, rió disimuladamente y me devolvió el libro.

– Es lo único que saben hacer los chiítas -dijo, recogiendo sus papeles-, hacerse los mártires. -Cuando pronunció la palabra «chiíta» arrugó la nariz, como si de una enfermedad se tratase.

A pesar de compartir la herencia étnica y la sangre de la familia, Sanaubar se unió a los niños del barrio en las burlas destinadas a Alí. En una ocasión oí decir que no era un secreto para nadie el desprecio que sentía por el aspecto de su marido.

– ¿Es esto un esposo? -decía con sarcasmo-. He visto asnos viejos mejor dotados para eso.

Al final todo el mundo comentaba que el matrimonio había sido acordado entre Alí y su tío, el padre de Sanaubar. Decían que Alí se había casado con su prima para restaurar de algún modo el honor mancillado de su tío.

Alí nunca tomaba represalias contra sus acosadores, imagino que en parte porque sabía que jamás podría alcanzarlos con aquella pierna torcida que arrastraba tras él, pero sobre todo porque era inmune a los insultos: había descubierto su alegría, su antídoto, cuando Sanaubar dio a luz a Hassan. Había sido un parto sin complicaciones. Nada de ginecólogos, anestesistas o monitores sofisticados. Simplemente Sanaubar, acostada en un colchón sucio, con Alí y una matrona para ayudarla. Aunque la verdad es que no necesitó mucha ayuda, pues, incluso en el momento de nacer, Hassan se mostró conforme a su naturaleza: era incapaz de hacerle daño a nadie. Unos cuantos quejidos, un par de empujones y apareció Hassan, sonriendo.

Según la locuaz matrona confió al criado de un vecino, quien a su vez se lo contó a todo aquel que quiso escucharlo, Sanaubar se limitó a echarle una ojeada al bebé que Alí sujetaba en brazos, vio el labio hendido y explotó en una amarga carcajada.

– Ya está -dijo-. ¡Ya tienes un hijo idiota que sonría por ti! -No quiso ni coger a Hassan entre sus brazos, y, cinco días después, se marchó.

Baba contrató a la nodriza que me había criado a mí para que hiciera lo propio con Hassan. Alí nos explicó que era una mujer hazara de ojos azules procedente de Bamiyan, la ciudad donde estaban las estatuas gigantes de Buda.

– Tiene una voz dulce y cantarina -nos decía.

A pesar de saberlo de sobra, Hassan y yo le preguntábamos qué cantaba… Alí nos lo había contado centenares de veces. Pero queríamos oírlo cantar.

Entonces se aclaraba la garganta y entonaba:

Yo estaba en una alta montaña

y grité el nombre de Alí, León de Dios.

Oh, Alí, León de Dios, Rey de los Hombres

trae alegría a nuestros apenados corazones.

A continuación nos recordaba que entre las personas que se habían criado del mismo pecho existían unos lazos de hermandad que ni el tiempo podía romper.

Hassan y yo nos amamantamos de los mismos pechos. Dimos nuestros primeros pasos en el mismo césped del mismo jardín. Y bajo el mismo techo articulamos nuestras primeras palabras.

La mía fue «Baba».

La suya fue «Amir». Mi nombre.

Al recordarlo ahora, creo que la base de lo que sucedió en aquel invierno de 1975, y de todo lo que siguió después, quedó establecido en aquellas primeras palabras.

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