12

En Afganistán, yelda es el nombre que recibe la primera noche del mes de Jadi, la primera del invierno y la más larga del año. Siguiendo la tradición, Hassan y yo nos quedábamos levantados hasta tarde, con los pies ocultos bajo el kursi, mientras Alí arrojaba pieles de manzana a la estufa y nos contaba antiguos cuentos de sultanes y ladrones para pasar la más larga de las noches. Gracias a Alí conocí la tradición de yelda, en la que las mariposas nocturnas, acosadas, se arrojaban a las llamas de las velas y los lobos subían a las montañas en busca del sol. Alí aseguraba que si la noche de yelda comías sandía, no pasabas sed durante el verano.

Cuando me hice mayor, leí en mis libros de poesía que yelda era la noche sin estrellas en la que los amantes atormentados se mantenían en vela, soportando la noche interminable, esperando que saliese el sol y con él la llegada de su ser amado. Después de conocer a Soraya Taheri, para mí todas las noches de la semana se convirtieron en yelda. Y cuando llegaba la mañana del domingo, me levantaba de la cama con la cara y los ojos castaños de Soraya Taheri en mi mente. En el autobús de Baba, contaba los kilómetros que faltaban para verla sentada, descalza, vaciando cajas de cartón llenas de enciclopedias amarillentas, con sus blancos talones contrastando con el asfalto y los brazaletes de plata tintineando en sus frágiles muñecas. Pensaba en la sombra que su melena proyectaba en el suelo cuando se separaba de su espalda, por la que caía como una cortina de terciopelo. Soraya. Princesa encontrada en un mercadillo. El sol de la mañana de mi yelda.

Inventaba excusas para ir a dar una vuelta y pasarme por el puesto de los Taheri. Baba asentía con una mueca guasona. Yo saludaba al general, eternamente vestido con su traje gris, brillante a causa de los muchos planchados, y él me devolvía el saludo. A veces se levantaba de su silla de director y charlábamos un rato sobre mis escritos, la guerra o las gangas del día. Y tenía que esforzarme para que mis ojos no se fueran, no vagaran hacia donde se encontraba Soraya leyendo un libro. El general y yo nos despedíamos y yo me alejaba caminando, intentando no arrastrar los pies.

A veces la encontraba sola, cuando el general se ausentaba para hablar con otros comerciantes, y yo pasaba a su lado, simulando no conocerla y muriéndome de ganas de intimar con ella. A veces estaba con Soraya una mujer corpulenta de mediana edad, de piel clara y cabello teñido de color castaño. Me había prometido hablar con ella antes de que terminara el verano, pero se inició un nuevo curso, las hojas adquirieron tonos rojizos, amarillearon, cayeron, azotaron las lluvias de invierno y despertaron las articulaciones de Baba; las nuevas hojas brotaron una vez más y yo aún no había reunido el coraje, el dil, ni para mirarla a los ojos.

El trimestre de primavera de 1985 finalizó a últimos de mayo. Me fue estupendamente en todas las asignaturas de cultura general, un pequeño milagro teniendo en cuenta que me pasaba las clases pensando en la suave curva de la nariz de Soraya.

Un domingo sofocante de aquel verano, Baba y yo acudimos como siempre al mercadillo. Estábamos sentados en el puesto, abanicándonos con periódicos. A pesar de que el sol ardía como un hierro candente, el mercadillo estaba abarrotado y las ventas habían sido buenas… Eran sólo las doce y media y habíamos ganado ya ciento sesenta dólares. Me puse en pie, me desperecé y le pregunté a Baba si quería un refresco. Me dijo que sí, que le apetecía mucho.

– Ve con cuidado, Amir -dijo en cuanto eché a andar.

– ¿De qué, Baba?

– No soy un ahmaq, así que no te hagas el tonto conmigo.

– No sé de qué me estás hablando.

– Recuerda una cosa -me ordenó Baba, señalándome-. Ese hombre es pastún hasta la médula. Tiene nang y namoos.

Nang. Namoos. Honor y orgullo. Los principios de los hombres pastunes. Sobre todo en lo que a la castidad de la esposa se refiere. O de la hija.

– Sólo voy a buscar unos refrescos.

– No me pongas en una situación violenta, es lo único que te pido.

– No lo haré. Adiós, Baba.

Baba encendió un cigarrillo y continuó abanicándose.

Me encaminé hacia la caseta de la dirección y giré a la izquierda cuando llegué al puesto en donde por cinco dólares podías conseguir la cara de Jesús, la de Elvis, la de Jim Morrison o la de los tres juntos, impresa en una camiseta de nailon blanco. Sonaba música de mariachis y olía a encurtidos y a carne a la plancha.

Atisbé la furgoneta gris de los Taheri dos filas más allá de nuestro puesto, junto a un quiosco donde vendían mangos insertados en un palo. Soraya estaba sola, leyendo. Llevaba un vestido blanco que le llegaba hasta los tobillos. Sandalias abiertas. Cabello recogido y coronado en un moño en forma de tulipán. Pensaba, como de costumbre, limitarme a pasar a su lado, pero de pronto me encontré plantado delante del mantel blanco de los Taheri mirando fijamente a Soraya más allá de la chatarra y los alfileres de corbata viejos. Ella levantó la vista.

Salaam -dije-. Siento ser mozahem, no pretendía molestarte.

Salaam.

– ¿No está el general sahib? -dije. Me ardían las orejas. No conseguía mirarla a los ojos.

– Ha ido hacia allí. -Señaló hacia la derecha. El brazalete se le deslizó hasta el codo, plata contra oliva.

– ¿Le dirás que he pasado para presentarle mis respetos?

– Lo haré.

– Gracias. Ah, me llamo Amir. Le dices que he pasado a… presentarle mis respetos.

– De acuerdo.

Cambié el peso del cuerpo al otro pie y tosí para aclararme la garganta.

– Me marcho. Siento haberte interrumpido.

– No, no lo ha hecho -dijo.

– Oh. Bien. -Me di un golpecito en la cabeza con la mano y le regalé una sonrisa a medias-. Me marcho. -¿No lo había dicho ya?-. Khoda hafez.

Khoda hafez.

Eché a andar. Me detuve, me volví y hablé antes de perder los nervios.

– ¿Puedo preguntarte qué lees?

Ella pestañeó.

Contuve la respiración. Sentí de pronto la mirada de todos los afganos del mercadillo sobre nosotros. Me imaginé que se hacía un silencio, los labios de la gente deteniéndose a media frase, las cabezas girando hacia mí y los ojos abriéndose de par en par con enorme interés.

¿Qué era aquello?

Hasta ese punto, nuestro encuentro podía interpretarse como un intercambio respetuoso, un hombre que preguntaba por el paradero de otro hombre. Pero yo acababa de formularle una pregunta y, si respondía, estaríamos…, bueno, estaríamos charlando. Yo, un mojarad, un joven soltero, y ella una joven soltera. Y con historia, nada menos. Aquello se acercaba peligrosamente a lo que se entendía por materia de cotilleo, y del mejor. Las lenguas envenenadas se afilarían. Y sería ella, no yo, quien recibiría el ataque de ese veneno… Era plenamente consciente del doble rasero con que los afganos llevan siglos midiendo los sexos. «¿No lo viste charlando con ella?, ¿y no viste que ella no lo dejaba marchar? ¡Vaya lochak

Según los estándares afganos, yo acababa de realizar una pregunta valiente. Me había desnudado y dejado escasas dudas con respecto a mi interés hacia ella. Pero yo era un hombre, y lo único que arriesgaba era la posibilidad de que mi ego resultara herido. Pero las heridas se curan. La reputación no. ¿Aceptaría ella mi atrevimiento?

Cerró el libro y me mostró la cubierta. Cumbres borrascosas.

– ¿Lo ha leído? -me preguntó.

Moví la cabeza afirmativamente. Sentía detrás de los ojos el latido de mi corazón.

– Es una historia triste.

– Las historias tristes producen buenos libros -comentó ella.

– Así es.

– Me han dicho que usted escribe.

¿Cómo lo sabía? Me pregunté si su padre se lo habría dicho, quizá ella se lo hubiese preguntado. Rechacé de inmediato ambas posibilidades por absurdas. Padres e hijos podían hablar libremente de mujeres. Pero ninguna chica afgana (al menos ninguna chica afgana decente y mohtaram) interrogaba a su padre sobre un joven. Y ningún padre, y mucho menos un pastún con nang y namoos, hablaría con su hija de un mojarad, a no ser que el amigo en cuestión fuese un khastegar, un pretendiente, que hubiera actuado honorablemente y hubiese enviado a su padre a llamar a la puerta en su nombre.

Increíblemente, me oí decir:

– ¿Te gustaría leer uno de mis relatos?

– Me gustaría -dijo ella. Noté entonces que estaba incómoda, lo vi en la forma en que sus ojos empezaron a mirar hacia uno y otro lado. Tal vez en busca del general. Me pregunté qué diría si me descubría hablando con su hija durante un período de tiempo tan poco adecuado.

– Quizá te traiga uno algún día -dije.

Estaba a punto de seguir hablando cuando apareció por el pasillo la mujer que a veces veía con Soraya. Se acercaba cargada con una bolsa de plástico llena de fruta. Cuando nos vio, su mirada fue de Soraya hasta mí, una y otra vez. Sonrió.

– Amir jan, me alegro de verte -dijo, depositando la bolsa sobre el mantel. Le brillaba la frente por el sudor. Su cabello castaño, peinado en forma de casco, resplandecía a la luz del sol. En los lugares donde el pelo clareaba, se le veía el cuero cabelludo. Tenía los ojos verdes y pequeños, hundidos en una cara redonda como una col; los dientes medio rotos y unos deditos que parecían salchichas. Sobre su pecho, una medalla dorada le colgaba de una cadena que permanecía oculta bajo los pliegues del cuello-. Soy Jamila, la madre de Soraya jan.

Salaam, Khala jan -dije, incómodo al ver que ella me conocía y yo no tenía la menor idea de quién era.

– ¿Cómo está su padre? -inquirió.

– Bien, gracias.

– ¿Te acuerdas de tu abuelo, el juez Ghazi sahib? Pues su tío y mi abuelo eran primos -me explicó-. Así que ya ves, somos parientes. -A través de su sonrisa desdentada vi que babeaba un poco por el lado derecho de la boca. Su mirada volvía a ir de Soraya a mí.

En una ocasión le había preguntado a Baba por qué la hija del general Taheri no se había casado todavía. «Ningún pretendiente -me había contestado Baba-. Ningún pretendiente adecuado», corrigió. Pero no añadió más… Baba sabía lo nefasto que resultaba para una joven en edad de casarse que se hablara de ella. Los hombres afganos, sobre todo los de familias con reputación, eran criaturas volubles. Un murmullo aquí, una insinuación allí, y echaban a volar como pájaros asustados. De modo que habían ido pasando bodas, una tras otra, y en ninguna se había entonado el Ahesta boro en honor de Soraya, en ninguna se había pintado ella con henna las palmas de las manos, en ninguna había portado un Corán sobre el tocado, y en todas había sido el general Taheri quien había bailado con ella.

Y ahora aparecía esa mujer, esa madre, con su sonrisa desgarradoramente torcida y apremiante y una esperanza escasamente disimulada en su mirada. Me encogí levemente en aquella posición de poder que me había sido otorgada por haber ganado la lotería genética que había decidido mi sexo.

Nunca había podido leer en la mirada del general sus pensamientos, pero ya sabía algo sobre su esposa: si iba a tener un adversario en aquel asunto, desde luego no sería ella.

– Siéntate, Amir jan -me dijo-. Soraya, acércale una silla, bachem. Y lava un melocotón de éstos. Son dulces y frescos.

– No, gracias -repliqué-. Debo irme. Mi padre me espera.

– Ah -dijo Kanum Taheri, claramente impresionada por el hecho de que hubiera decidido comportarme educadamente y declinado la oferta-. Entonces ten, llévate al menos esto. -Metió en una bolsa de papel un puñado de kiwis y unos cuantos melocotones e insistió en que me los llevase-. Dale mi Salaam a tu padre. Y vuelve a vernos otra vez.

– Lo haré. Gracias, Khala jan -repuse, y vi por el rabillo del ojo que Soraya miraba hacia otro lado.

– Pensé que ibas a buscar refrescos -dijo Baba cogiendo la bolsa de la fruta. Me miraba de una manera que era a la vez seria y divertida. Iba yo a decir algo cuando le dio un mordisco a un melocotón e hizo un movimiento con la mano-. No te preocupes, Amir. Sólo recuerda lo que te he dicho antes.

Esa noche, en la cama, pensé en cómo la luz del sol bailaba en los ojos de Soraya y entre las delicadas concavidades de su clavícula. Recreé mentalmente una y otra vez la conversación que habíamos mantenido. ¿Había dicho «Me han dicho que escribes» o «Me han dicho que eres escritor»? Me agité entre las sábanas y miré el techo, consternado, al pensar que aún faltaban seis trabajosas e interminables noches de yelda antes de volver a verla.

La cosa continuó así durante unas cuantas semanas. Yo esperaba a que el general fuera a dar un paseo y me acercaba al puesto de los Taheri. Si Kanum Taheri estaba allí, me ofrecía té y kolcha y charlábamos sobre los viejos días de Kabul, la gente que conocíamos, su artritis. Sin lugar a dudas, se había percatado de que mis apariciones coincidían siempre con las ausencias de su marido, pero nunca lo dejó entrever. «Oh, se acaba de ir tu Kaka», decía. En realidad, me gustaba que Kanum Taheri estuviera allí y no sólo por sus amables modales; en compañía de su madre, Soraya estaba más relajada y más locuaz. Era como si su presencia legitimara lo que fuera que estuviese sucediendo entre nosotros…, aunque, evidentemente, no en el mismo grado en que lo hubiera hecho la presencia del general. Tener de carabina a Kanum Taheri no garantizaba que nuestros encuentros no fuesen a despertar comentarios, pero, al menos, hacía que hubiera menos, aunque sus adulaciones incomodaban claramente a Soraya.

Un día encontré a Soraya sola en el puesto y estuvimos charlando. Me contaba cosas sobre la universidad, que también ella asistía a clases de cultura general en el Ohlone Junior College de Fremont.

– ¿En qué quieres especializarte?

– Quiero ser maestra -contestó.

– ¿De verdad? ¿Por qué?

– Es lo que siempre he querido. Cuando vivíamos en Virginia, obtuve el certificado de lengua inglesa y doy clases una vez por semana en la biblioteca pública. Mi madre también era maestra, enseñaba farsi e historia en la escuela superior para chicas de Zarghoona, en Kabul.

Un hombre barrigudo con gorro de cazador le ofreció tres dólares por unas velas valoradas en cinco y Soraya se las vendió. Guardó el dinero en una cajita de caramelos que tenía a los pies y me miró tímidamente.

– Quiero contarle una pequeña historia -dijo-, pero me da un poco de vergüenza.

– Cuéntamela.

– Es una tontería.

– Cuéntamela, por favor.

Se echó a reír.

– Bueno, cuando estaba en cuarto curso en Kabul, mi padre contrató a una mujer llamada Ziba para que ayudara en las tareas de la casa. Tenía una hermana en Irán, en Mashad, y como Ziba era analfabeta, de vez en cuando me pedía que le escribiera cartas para su hermana. Y cuando ésta respondía, yo se las leía. Un día le pregunté si le apetecía aprender a leer y escribir. Me respondió con una gran sonrisa, cerró los ojos y me dijo que le encantaría. De modo que cuando yo acababa los deberes, nos sentábamos las dos a la mesa de la cocina y le enseñaba el Alef-beh. Recuerdo que, a veces, mientras hacía los deberes, levantaba la cabeza y veía a Ziba en la cocina, removiendo la carne en la olla a presión para luego ir corriendo a sentarse con su lápiz a hacer los deberes del alfabeto que le había puesto la noche anterior.

»El caso es que, en cuestión de un año, Ziba leía ya cuentos infantiles. Nos sentábamos en el jardín y me leía los cuentos de Dara y Sara, despacio pero correctamente. Empezó a llamarme Moalem Soraya, profesora Soraya. -Volvió a reír-. Sé que le parecerá una niñería, pero cuando Ziba escribió su primera carta, supe que quería ser maestra. Estaba muy orgullosa de ella y sentía que había hecho algo que valía la pena, ¿lo entiende?

– Sí -mentí. Pensaba en cómo había utilizado yo mis conocimientos para ridiculizar a Hassan. En cómo lo engañaba con las palabras cultas que él desconocía.

– Mi padre quiere que estudie leyes y mi madre siempre está soltando indirectas sobre la facultad de medicina; sin embargo, estoy decidida a ser maestra. Aquí no está muy bien pagado, pero es lo que quiero.

– Mi madre también era maestra -dije.

– Lo sé. Me lo dijo mi madre.

Entonces se sonrojó por lo que acababa de decir, pues aquello implicaba que, cuando yo no estaba presente, había «conversaciones sobre Amir». Tuve que hacer un esfuerzo enorme para no sonreír.

– Te he traído una cosa. -Busqué en el bolsillo trasero el pliego de hojas grapadas-. Lo que te prometí. -Le entregué uno de mis relatos breves.

– Oh, te has acordado -dijo, gritó más bien-. ¡Gracias! -Su sonrisa se esfumó de repente, y por eso apenas tuve tiempo de percatarme de que acababa de dirigirse a mí por vez primera con el «tú» en lugar de utilizar el «shoma», más formal. Se quedó pálida y con la mirada fija en algo que sucedía detrás de mí. Me volví y me encontré cara a cara con el general Taheri.

– Amir jan, nuestro novelista. Qué placer -dijo con una leve sonrisa.

Salaam, general sahib -lo saludé con la boca pastosa.

Pasó a mi lado en dirección al puesto.

– Un día precioso, ¿verdad? -dijo, hundiendo un pulgar en el bolsillo del chaleco y extendiendo la otra mano en dirección a Soraya. Ella le entregó los folios-. Dicen que esta semana lloverá. Resulta difícil de creer, ¿no? -Tiró las hojas enrolladas a la basura. Se volvió hacia mí y posó delicadamente una mano en mi hombro. Caminamos juntos unos pasos-. ¿Sabes, bachem? Estoy cogiéndote mucho cariño… Eres un muchacho decente, lo creo de verdad, pero… -suspiró y alzó la mano- incluso los muchachos decentes necesitan de vez en cuando que les recuerden las cosas. Así que es mi deber recordarte que en este mercadillo estás entre colegas. -Se interrumpió y clavó sus inexpresivos ojos en los míos-. Y aquí todo el mundo cuenta historias… -Sonrió, revelando con ello una dentadura perfecta-. Mis respetos a tu padre, Amir jan.

Dejó caer la mano y sonrió de nuevo.

– ¿Qué ocurre? -me preguntó Baba. Estaba cobrándole a una señora mayor que había comprado un caballito balancín.

– Nada -respondí. Me senté sobre un viejo televisor. Y se lo conté.

Akh, Amir -suspiró.

Pero no tuve mucho tiempo de seguir preocupándome por lo sucedido.

Porque a finales de aquella semana Baba se resfrió.

Empezó con tos seca y mocos. Superó la mucosidad, pero la tos persistía. Tosía con el pañuelo en la boca y luego se lo guardaba en el bolsillo. Yo insistía en que fuera al médico, pero él me daba largas. Odiaba a los médicos y los hospitales. Que yo recordara, la única vez que Baba había ido al médico había sido cuando había cogido la malaria en la India.

Unas dos semanas después, lo sorprendí en el baño tosiendo y escupiendo una flema sanguinolenta.

– ¿Cuánto tiempo llevas así? -le pregunté.

– ¿Qué hay para cenar? -dijo él.

– Voy a llevarte al médico.

Aunque Baba era el encargado de la gasolinera, el propietario nunca le había ofrecido cobertura sanitaria, y Baba, temerario como era, tampoco había insistido para conseguirla. Así que lo llevé al hospital del condado, que se encontraba en San Jose. El médico que lo examinó, cetrino y de ojos saltones, era un residente de segundo año.

– Parece más joven que tú y más enfermo que yo -gruñó Baba.

El residente nos envió a que le hicieran a mi padre una radiografía de pecho. Cuando volvió a llamarnos la enfermera, el médico estaba rellenando un formulario.

– Entregue esto en recepción -dijo, haciendo unos garabatos rápidos.

– ¿Qué es? -le pregunté.

– Un volante para el especialista. -Más garabatos.

– ¿De qué?

– Del pulmón.

– ¿Para qué?

Me echó un vistazo, se subió las gafas y empezó de nuevo con los garabatos.

– Tiene una mancha en el pulmón derecho. Quiero que la miren.

– ¿Una mancha? -De repente, la habitación se me hizo pequeña, y el ambiente, excesivamente pesado.

– ¿Cáncer? -le preguntó Baba como si tal cosa.

– Podría ser. Es sospechosa -murmuró el médico.

– ¿No puede decirnos nada más? -inquirí.

– No. Es necesario hacer primero un TAC y luego que el especialista le vea los pulmones. -Me entregó el volante para el especialista-. Ha dicho que su padre fuma, ¿no?

– Sí.

Movió la cabeza. Me miró primero a mí y luego a Baba.

– Los llamarán dentro de dos semanas.

Quería preguntarle cómo suponía que podría vivir yo con aquella palabra, «sospechosa», durante dos semanas enteras. ¿Cómo suponía que podría yo comer, trabajar, estudiar? ¿Cómo podía mandarme a casa con aquella palabra?

Cogí el volante y lo entregué. Aquella noche esperé a que Baba se durmiera y luego extendí la manta que utilizaba como alfombra de oración. Agaché la cabeza hasta el suelo y recité suras del Corán que tenía medio olvidadas, versos que el mullah nos había obligado a memorizar en Kabul, y le pedí bondad a un Dios que no estaba completamente seguro de que existiera. Envidiaba al mullah, envidiaba su fe y su certidumbre.

Pasaron dos semanas y nadie llamaba. Cuando al fin llamé yo, me dijeron que habían perdido el volante. ¿Estaba seguro de que lo había entregado? Dijeron que nos llamarían al cabo de tres semanas. Yo les monté un escándalo y regateé hasta convertir las tres semanas en una para practicar la exploración con TAC y dos para la visita al especialista.

La consulta con el neumólogo fue bien hasta que Baba le preguntó al doctor Schneider de dónde era. El doctor Schneider dijo que de Rusia y Baba lo mandó a la porra.

– Perdónenos, doctor -le dije, llevándome a Baba aparte. El doctor Schneider sonrió y retrocedió, sin soltar el estetoscopio-. Baba, he leído la biografía del doctor Schneider en la sala de espera. Nació en Michigan. ¡Michigan! Es norteamericano, mucho más americano de lo que tú y yo llegaremos a ser nunca.

– No me importa dónde haya nacido, es roussi -objetó Baba haciendo una mueca como si estuviera pronunciando una palabrota-. Sus padres eran roussi, sus abuelos eran roussi. Juro por el recuerdo de tu madre que le partiré el brazo si intenta tocarme.

– Los padres del doctor Schneider huyeron de los shorawi. ¡Escaparon de ellos!

Pero Baba no quería oír nada al respecto. A veces creo que lo único que quería tanto como su esposa perdida era Afganistán, su país perdido. Casi grité de frustración. Sin embargo, lo único que hice fue suspirar y dirigirme al doctor Schneider.

– Lo siento, doctor. Esto no va a funcionar.

El siguiente neumólogo, el doctor Amani, era iraní. Baba dio su aprobación. El doctor Amani, un hombre de voz suave, bigote retorcido y melena canosa, nos explicó que había revisado los resultados del TAC y que debía llevar a cabo una intervención llamada broncoscopia para obtener una muestra del bulto pulmonar y realizar un estudio patológico. La programó para la siguiente semana. Le di las gracias mientras acompañaba a Baba fuera de la consulta, pensando en que tendría que vivir una semana entera con aquella nueva palabra, «bulto», una palabra más abominable aún que «sospechosa». Deseaba que Soraya estuviese a mi lado.

Resultó que, igual que Satán, el cáncer tenía muchos nombres. El de Baba se llamaba «carcinoma de célula en grano de avena». Avanzado. Inoperable. Baba le pidió un pronóstico al doctor Amani. Éste se mordió el labio y utilizó la palabra «grave».

– Está la quimioterapia, por supuesto -dijo-. Pero sería sólo paliativa.

– ¿Qué significa eso? -le preguntó Baba.

El doctor Amani suspiró.

– Significa que no cambiaría el resultado, sólo lo retrasaría.

– Una respuesta clara, doctor Amani. Gracias por dármela -dijo Baba-. Pero no quiero quimioterapia. -En su rostro apareció la misma mirada resuelta que el día en que soltó el pliego de cupones de comida sobre el escritorio de la señora Dobbins.

– Pero Baba…

– No me cuestiones en público, Amir. Nunca. ¿Quién crees que eres?

•••

La lluvia de la que había hablado el general Taheri en el mercadillo llegó con unas semanas de retraso. Cuando salimos de la consulta del doctor Amani, los coches que pasaban salpicaban agua sucia sobre las aceras. Baba encendió un cigarrillo. Fumó durante todo el camino al coche y durante todo el camino a casa.

Mientras él introducía la llave en la cerradura del portal le dije:

– Me gustaría que le dieses una oportunidad a la quimioterapia, Baba.

Él se guardó las llaves en el bolsillo y nos protegimos de la lluvia bajo el toldo rayado de la entrada del edificio.

Bas! Ya he tomado mi decisión.

– ¿Y yo, Baba? ¿Qué se supone que debo hacer? -repuse con ojos llorosos.

Una mirada de aversión se cernió sobre su cara empapada por la lluvia. Era la misma mirada que me dirigía cuando, de pequeño, me caía, me rasguñaba las rodillas y lloraba. Fueron las lágrimas lo que la estimularon entonces, eran las lágrimas lo que la estimulaban ahora.

– ¡Tienes veintidós años, Amir! ¡Eres un hombre hecho y derecho! Tú… -Abrió la boca, la cerró, la abrió de nuevo, lo reconsideró. La lluvia tamborileaba en el toldo de lona-. ¿Qué debes hacer, dices? Eso es precisamente lo que he intentado enseñarte durante todos estos años: que nunca tengas que formular esa pregunta.

Abrió la puerta y se volvió hacia mí.

– Y una cosa más. Nadie tiene que saber esto, ¿me has oído? Nadie. No quiero la compasión de nadie -dijo, y desapareció en la penumbra del vestíbulo. Pasó el resto del día fumando como un carretero frente al televisor. Yo no sabía qué o a quién intentaba desafiar. ¿A mí? ¿Al doctor Amani? ¿O tal vez al dios en el que nunca había creído?

•••

Durante una temporada, ni siquiera el cáncer evitó la presencia de Baba en el mercadillo. Los sábados seguíamos con nuestros recorridos en busca de objetos de segunda mano, Baba de conductor y yo de guía, y los domingos montábamos el puesto. Lámparas de latón. Guantes de béisbol. Anoraks de esquí con la cremallera rota. Baba saludaba a nuestros compatriotas y yo regateaba uno o dos dólares con los compradores. Como si no pasara nada. Como si el día en que me convertiría en huérfano no estuviera acercándose un poco más cada vez que desmontábamos el puesto.

A veces se acercaban el general Taheri y su esposa. El general, el eterno diplomático, me saludaba con una sonrisa y me estrechaba la mano entre las suyas. Pero la conducta de Kanum Taheri mostraba una nueva reticencia. Una reticencia rota tan sólo por las secretas sonrisas que dejaba caer y las miradas furtivas y llenas de disculpas que me lanzaba cuando el general centraba su atención en otra cosa.

Recuerdo ese período como una época de muchas «primeras veces». La primera vez que oí a Baba gimiendo en el baño. La primera vez que descubrí sangre en su almohada. Nunca se había puesto enfermo en los cerca de tres años que llevaba trabajando en la gasolinera. Otra primera vez.

Un sábado, poco antes de Halloween, Baba se encontraba ya tan cansado a media tarde que se quedó sentado al volante mientras yo salía y regateaba para conseguir los trastos viejos. El día de Acción de Gracias, a mediodía ya no podía más. Cuando en los jardines hicieron su aparición los trineos y los árboles de Navidad cubiertos por nieve falsa, Baba se quedó en casa y fui yo quien condujo solo el autobús.

A veces, en el mercadillo, los afganos conocidos hacían comentarios sobre la pérdida de peso de Baba. Al principio eran halagadores. Incluso preguntaban por el secreto de la dieta que seguía. Pero las preguntas y los halagos cesaron cuando vieron que la pérdida de peso no cesaba. Cuando los kilos siguieron menguando. Y menguando. Cuando se le hundieron las mejillas. Y las sienes desaparecieron. Y los ojos se escondieron en sus cuencas.

Un frío domingo poco después de Año Nuevo, Baba estaba vendiéndole una pantalla de lámpara a un rechoncho filipino mientras yo revolvía en el autobús en busca de una manta para taparle las piernas.

– ¡Oye, este tipo necesita ayuda! -gritó alarmado el filipino. Me volví y me encontré a Baba en el suelo. Las piernas y los brazos se movían a sacudidas.

Komak!-grité-. ¡Que alguien me ayude! -Corrí hacia Baba. Echaba espuma por la boca y una espesa saliva le empapaba la barba. Tenía los ojos vueltos hacia arriba y sólo se le veía el blanco.

La gente se apresuró hacia nosotros. Oí que alguien decía algo de un ataque. Y a otro que gritaba: «¡Llamad al 911!» Oía pasos que corrían. El cielo fue oscureciéndose a medida que la muchedumbre se agolpaba sobre nosotros.

La saliva de Baba se volvió roja. Se mordía la lengua. Yo me arrodillé a su lado, lo cogí entre mis brazos y le dije:

– Estoy aquí, Baba, te pondrás bien, estoy aquí.

Como si con ello hubiese podido anular las convulsiones. Sentí humedad bajo las rodillas y vi que Baba se había orinado. «Tranquilo, Baba jan, estoy aquí. Tu hijo está aquí», pensé.

El médico, de barba blanca y completamente calvo, me hizo salir de la habitación.

– Quiero revisar contigo los TAC que le han hecho a tu padre -me dijo.

Colocó las radiografías en una caja de luces que había en el pasillo y señaló con un lápiz las imágenes del cáncer de Baba como si fuese un policía que enseña a los familiares de la víctima las fotos del asesino fichado. En las placas, el cerebro de Baba parecía una gran nuez vista en distintos cortes transversales y acribillada por cosas grises con forma de pelota de tenis.

– Como ves, el cáncer tiene metástasis -me explicó-. Tendrá que tomar esteroides para disminuir la inflamación del cerebro y medicamentos antiepilépticos. Y recomiendo la radioterapia paliativa. ¿Sabes lo que significa? -Le dije que sí. Ya estaba familiarizado con el lenguaje relativo al cáncer-. De acuerdo entonces -añadió, y comprobó el busca-. Debo irme, pero puedes pedir que me localicen si tienes alguna pregunta.

– Gracias.

Pasé la noche sentado en una silla junto a la cama de Baba.

A la mañana siguiente, la sala de espera del vestíbulo estaba abarrotada de afganos. El carnicero de Newark. Un ingeniero que había trabajado con Baba en su orfanato. Entraban en fila y le presentaban sus respetos en voz baja. Le deseaban una rápida recuperación. Baba estaba despierto, aturdido y cansado, pero despierto.

El general Taheri y su esposa llegaron a media mañana. Los seguía Soraya. Cruzamos una mirada y los dos apartamos la vista al mismo tiempo.

– ¿Cómo estás, amigo mío? -le preguntó el general Taheri, cogiéndole la mano a Baba.

Él hizo un gesto indicando el suero intravenoso al que estaba conectado. El general le sonrió a modo de respuesta.

– No deberíais haberos molestado. Ninguno de vosotros -musitó Baba.

– No es ninguna molestia -dijo Kanum Taheri.

– Ninguna molestia, en absoluto. Vayamos a lo importante, ¿necesitas algo? -dijo el general Taheri-. ¿Nada de nada? Pídemelo como se lo pedirías a un hermano.

Recordé algo que en una ocasión Baba había mencionado sobre los pastunes. «Puede que seamos cabezotas, y sé que somos excesivamente orgullosos, pero, en un momento de necesidad, créeme que no hay nadie mejor que un pastún a tu lado.»

Baba sacudió la cabeza sobre la almohada.

– Que hayas venido me alegra los ojos.

El general sonrió y le apretó la mano. Luego se volvió hacia mí y me preguntó:

– ¿Cómo estás, Amir jan? ¿Necesitas alguna cosa?

Aquella manera de mirarme, la bondad de sus ojos…

– No, gracias, general sahib. Estoy… -Se me hizo un nudo en la garganta y me eché a llorar, de modo que salí precipitadamente de la habitación.

Lloré en el pasillo, junto a la caja de luces para ver radiografías donde la noche anterior había visto la cara del asesino.

Se abrió la puerta de la habitación de Baba y apareció Soraya, que se acercó a mí. Vestía pantalones vaqueros y una camiseta de color gris. Llevaba el pelo suelto. Deseé poder consolarme entre sus brazos.

– Lo siento mucho, Amir -dijo-. Todos sabíamos que algo iba mal, pero no teníamos ni idea de que fuera esto.

Me sequé los ojos con la manga.

– Mi padre no quería que lo supiese nadie.

– ¿Necesitas algo?

– No. -Intenté sonreír. Me dio la mano. Nuestro primer roce. La cogí. Me la acerqué a la cara. A mis ojos. La solté-. Será mejor que entres. O tu padre vendrá a por mí. -Ella sonrió, asintió con la cabeza y se volvió para irse-. ¿Soraya?

– ¿Sí?

– Estoy muy contento de que hayas venido. Significa… el mundo entero para mí.

A Baba le dieron el alta dos días después. Un especialista en radioterapia habló con él sobre la posibilidad de someterse a tratamiento, pero Baba se negó. Hablaron conmigo para que intentara convencerlo. Sin embargo, yo había visto aquella mirada en la cara de Baba. Les di las gracias, firmé todos los formularios y me llevé a mi padre a casa en mi Ford Torino.

Aquella noche, Baba se tumbó en el sofá tapado con una manta de lana. Le preparé té caliente y almendras tostadas. Le pasé los brazos por la espalda y lo incorporé con una facilidad excesiva. Bajo mis dedos, su omoplato parecía el ala de un pajarillo. Tiré de la manta para cubrirle de nuevo el pecho, donde se le marcaban las costillas a través de una piel fina y amarillenta.

– ¿Puedo hacer algo más por ti, Baba?

– No, bachem. Gracias.

Me senté a su lado.

– Entonces me pregunto si podrías hacer tú algo por mí. Si es que no estás demasiado agotado.

– ¿De qué se trata?

– Quiero que vayas de khastegari. Quiero que le pidas al general Taheri la mano de su hija.

La boca seca de Baba esbozó una sonrisa. Una mancha verde en una hoja marchita.

– ¿Estás seguro?

– Más que nunca.

– ¿Te lo has pensado bien?

Balay, Baba.

– Entonces pásame el teléfono. Y mi agenda.

Pestañeé.

– ¿Ahora?

– ¿Cuándo si no?

Sonreí.

– De acuerdo.

Le pasé el teléfono y la pequeña agenda negra donde Baba tenía apuntados los números de sus amigos afganos. Buscó el de los Taheri. Marcó. Se llevó el auricular al oído. El corazón me hacía piruetas en el pecho.

– ¿Jamila jan? Salaam alaykum -dijo. Se presentó. Hizo una pausa-. Estoy mucho mejor, gracias. Fue muy amable por vuestra parte ir a verme. -Permaneció un rato escuchando. Asintió con la cabeza-. Lo recordaré. Gracias. ¿Se encuentra en casa el general sahib? -Pausa-. Gracias. -Me lanzó una mirada rápida. Por algún motivo desconocido, a mí me apetecía reír. O gritar. Me acerqué el puño a la boca y lo mordí. Baba se rió ligeramente a través de la nariz-. General sahib, Salaam alaykum… Sí, mucho, muchísimo mejor… Balay… Eres muy amable. General sahib, te llamo para saber si puedo ir mañana a visitaros a ti y a Kanum Taheri. Es por un asunto honorable… Sí… A las once me va bien. Hasta entonces. Khoda hafez.

Colgó. Nos miramos el uno al otro. Yo no podía parar de reír. Y Baba tampoco.

Baba se mojó el pelo y se lo peinó hacia atrás. Lo ayudé a ponerse una camisa blanca limpia y le hice el nudo de la corbata, percatándome con ello de los cinco centímetros de espacio existentes entre el botón del cuello de la camisa y el cuello de Baba. Pensé en todos los espacios vacíos que Baba dejaría atrás cuando se fuera y me obligué a pensar en otra cosa. No se había ido. Aún no. Y aquél era un día para tener buenos pensamientos. La chaqueta del traje marrón, la que llevaba el día de mi graduación, le quedaba enorme… Gran parte de Baba había desaparecido y ya no volvería a aparecer nunca más. Tuve que enrollarle las mangas. Me agaché para abrocharle los cordones de los zapatos.

Los Taheri vivían en una casa de una sola planta en una de las zonas residenciales de Fremont donde se había asentado un gran número de afganos. Tenía ventanas con alféizar, tejado inclinado y un porche delantero lleno de macetas con geranios. En la acera estaba aparcado el furgón gris del general.

Ayudé a Baba a salir del Ford y volví a sentarme al volante. Él se inclinó junto a la ventanilla del pasajero.

– Ve a casa, te llamaré dentro de una hora.

– De acuerdo, Baba -dije-. Buena suerte.

Sonrió.

Arranqué el coche. Por el espejo retrovisor vi a Baba cojeando en dirección a la casa de los Taheri dispuesto a cumplir un último deber paternal.

Mientras esperaba la llamada de Baba medí con pasos el salón de nuestro apartamento. Quince pasos de largo. Diez pasos y medio de ancho. ¿Y si el general decía que no? Tal vez yo no le gustara… No podía dejar de entrar en la cocina para mirar el reloj del horno.

El teléfono sonó justo antes de comer. Era Baba.

– ¿Y bien?

– El general ha aceptado.

Di un resoplido. Me senté. Me temblaban las manos.

– ¿Sí?

– Sí, pero primero Soraya jan quiere hablar contigo. Te la paso, está en su habitación.

– De acuerdo.

Baba dijo algo a alguien y oí que colgaba.

– ¿Amir? -dijo la voz de Soraya.

Salaam.

– Mi padre ha dicho que sí.

– Lo sé -repliqué. Cambié el auricular de mano. Estaba sonriendo-. Me siento tan feliz que no sé qué decir.

– Yo también estoy feliz, Amir. No… no puedo creer que esté sucediendo esto.

Me eché a reír.

– Lo sé.

– Escucha, quiero decirte una cosa. Algo que tienes que saber antes…

– No me importa lo que sea.

– Debes saberlo. No quiero que empecemos con secretos. Y prefiero que te enteres por mí.

– Si te sientes mejor así, dímelo. Pero no cambiará nada.

Se produjo una prolongada pausa.

– Cuando vivíamos en Virginia, me escapé con un hombre afgano. Yo tenía entonces dieciocho años… Era rebelde…, una estúpida, y… él estaba metido en drogas… Vivimos juntos durante casi un mes. Todos los afganos de Virginia hablaron de ello.

»Padar acabó encontrándonos. Apareció en la puerta y… me obligó a regresar a casa. Me puse histérica. Grité. Vociferé. Le dije que lo odiaba…

»Regresé a casa y… -estaba llorando-. Perdóname. -Oí que dejaba el auricular. Se sonó-. Lo siento -prosiguió con voz ronca-. Cuando volví a casa, me encontré con que mi madre había sufrido un ataque, tenía el lado derecho de la cara paralizado y… me sentí culpable. No se lo merecía.

»Padar preparó nuestro traslado a California poco después.

Siguió un silencio.

– ¿Cómo estáis ahora tú y tu padre? -le pregunté.

– Siempre hemos tenido nuestras diferencias, y todavía las tenemos, pero le agradezco que viniera a por mí aquel día. Creo de verdad que me salvó. -Hizo una pausa-. Bueno, ¿te molesta lo que te he contado?

– Un poco -contesté.

Le debía la verdad. No podía mentirle y decirle que mi orgullo, mi iftikhar, no estaba en absoluto dolido por el hecho de que hubiera estado con un hombre mientras yo nunca me había llevado a una mujer a la cama. Me molestaba un poco, pero había reflexionado sobre ello antes de pedirle a Baba que fuera de khastegari. Y la pregunta que acudía siempre a mi cabeza era la siguiente: ¿cómo puedo yo, de entre todas las personas del mundo, castigar a alguien por su pasado?

– ¿Te molesta lo bastante como para que cambies de idea?

– No, Soraya. Ni mucho menos. Nada de lo que has dicho cambia nada. Quiero que nos casemos.

Ella estalló en lágrimas.

La envidiaba. Su secreto estaba fuera. Lo había dicho. Le había hecho frente. Abrí la boca y estuve a punto de explicarle cómo había traicionado a Hassan, mentido y destruido una relación de cuarenta años entre Baba y Alí. Pero no lo hice. Sospechaba que había muchos aspectos en los que Soraya Taheri era mucho mejor persona que yo. La valentía era tan sólo uno de ellos.

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