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En 1933, el año en que nació Baba y en el que el sha Zahir inició su cuadragésimoctavo año de reinado en Afganistán, dos hermanos jóvenes de una acaudalada y respetable familia de Kabul se sentaron al volante del Ford Roaster de su padre. Cargados de hachís y mast de vino francés, atropellaron y mataron a un matrimonio de hazaras en la carretera de Paghman. La policía llevó ante mi abuelo, un juez muy respetado y un hombre de una reputación impecable, a los relativamente arrepentidos jóvenes y al huérfano de la pareja fallecida, de cinco años de edad. Después de escuchar el relato de los hermanos y la solicitud de clemencia por parte de su padre, mi abuelo ordenó a los jóvenes que se dirigieran de inmediato a Kandahar y se enrolaran en el ejército durante un año, a pesar de que su familia se las había arreglado en su momento para librarlos del servicio militar. El padre discutió la sentencia, aunque no con excesiva convicción, y al final todos coincidieron en que el castigo había sido tal vez severo, pero justo. Por lo que respecta al huérfano, mi abuelo lo adoptó para que viviera en su casa y pidió a los criados que se hicieran cargo de él y lo trataran con cariño. Ese niño era Alí.

Alí y Baba crecieron juntos como compañeros de juegos (al menos hasta que la polio se cebó en la pierna de Alí), igual que crecimos juntos Hassan y yo una generación más tarde. Baba nos contaba a veces las travesuras que hacían él y Alí, y éste sacudía la cabeza y decía: «Pero diles, agha Sahib, quién era el arquitecto de las travesuras y quién el pobre obrero.» Baba se echaba a reír y pasaba el brazo por encima del hombro de Alí.

Sin embargo, en ninguna de esas historias Baba se refería a Alí como a un amigo.

Lo curioso era que yo tampoco pensé nunca en Hassan como en un amigo. Al menos, no en el sentido normal. A pesar de habernos enseñado mutuamente a montar en bicicleta sin manos o de haber construido juntos con una caja de cartón una cámara casera que funcionaba perfectamente. A pesar de haber pasado inviernos enteros volando cometas juntos y corriendo tras ellas. A pesar de que, para mí, la cara de Afganistán sea la de un chico de aspecto frágil, con la cabeza rasurada y las orejas bajas, un muchacho con cara de muñeca china iluminada eternamente por una sonrisa partida.

A pesar de todo ello. Porque la historia no es fácil de superar. Ni la religión. De hecho, yo era un pastún y él un hazara, yo era sunnita y él chiíta, y eso nada podría cambiarlo nunca. Nada.

Pero éramos niños que habíamos aprendido a gatear juntos, y eso tampoco iba a cambiarlo ninguna historia, etnia, sociedad o religión. Pasé la mayor parte de mis primeros doce años de vida jugando con Hassan. A veces, toda mi infancia me parece un largo e indolente día de verano en compañía de Hassan, persiguiéndonos el uno al otro entre los laberintos de árboles del jardín de mi padre, jugando al escondite, a policías y ladrones, a indios y vaqueros, a torturar insectos…, juego en el que, innegablemente, nuestra gesta suprema era el momento en que teníamos el valor de despojar a una abeja de su aguijón y atarle a la pobre un cordón del que tirábamos cada vez que intentaba emprender el vuelo.

Perseguíamos a los kochi, los nómadas que pasaban por Kabul de camino hacia las montañas del norte. Oíamos las caravanas cuando se aproximaban al barrio, los lloriqueos de las ovejas, los balidos de las cabras, el tintineo de las campanas que los camellos llevaban sujetas al cuello. Salíamos para contemplar el desfile de la caravana por nuestra calle, hombres con caras polvorientas y curtidas por vivir a la intemperie y mujeres vestidas con mantos largos de colores y con las muñecas y los tobillos adornados con abalorios de cuentas y argollas de plata. Arrojábamos piedras a las cabras. Les echábamos agua a las mulas con unas jeringas grandes. Yo obligaba a Hassan a sentarse en «la pared del maíz enfermo» y a disparar con su tirachinas a las ancas de los camellos.

Vimos juntos nuestra primera película del Oeste, Río Bravo, con John Wayne, en el Cinema Park, situado en la acera opuesta de donde se encontraba mi librería favorita. Recuerdo haberle suplicado a Baba que nos llevara a Irán para conocer a John Wayne. Baba explotó entonces en una de sus profundas carcajadas, que parecían un vendaval (un sonido bastante similar al del motor de un camión acelerando), y cuando fue capaz de hablar de nuevo, nos explicó el concepto de «doblaje». Hassan y yo nos quedamos pasmados. Aturdidos. ¡John Wayne no hablaba farsi ni era iraní! Era norteamericano, igual que esos hombres y mujeres amables, perezosos y melenudos, que veíamos siempre rondando por Kabul, vestidos con camisas andrajosas de colorines. Vimos tres veces Río Bravo, pero Los siete magníficos, nuestra película del Oeste favorita, la vimos trece veces. Y cada vez que la veíamos, llorábamos al final, cuando los niños mexicanos enterraban a Charles Bronson, quien también resultó que no era iraní.

Dábamos paseos por los bazares con olor a rancio del barrio de Shar-e-nau de Kabul, o por la «Ciudad nueva», al oeste del barrio de Wazir Akbar Kan. Comentábamos la película que acabáramos de ver y caminábamos entre la bulliciosa multitud de bazarris. Serpenteábamos entre porteadores, mendigos y carretillas, deambulábamos por estrechos pasillos atiborrados de hileras de diminutos puestos llenos de cosas. Baba nos daba a cada uno una paga semanal de diez afganis que gastábamos en Coca-Cola fría y helado de agua de rosas cubierto de pistachos crujientes.

Durante el curso escolar, seguíamos una rutina diaria. Cuando yo conseguía salir a rastras de la cama y avanzar a duras penas hasta el baño, Hassan ya se había lavado, rezado su namaz matutino con Alí y preparado mi desayuno: té negro caliente con tres terrones de azúcar y una rebanada de naan tostado y untado con mi mermelada de cerezas preferida, todo ello cuidadosamente dispuesto sobre la mesa del comedor. Mientras yo desayunaba y me quejaba de los deberes, Hassan hacía mi cama, lustraba mis zapatos, planchaba la ropa que iba a ponerme y preparaba la cartera con mis libros y mis lápices. Mientras planchaba, yo le oía canturrear con su voz nasal antiguas canciones hazara. Luego, Baba y yo marchábamos a bordo de su Ford Mustang negro, un coche que levantaba miradas de envidia por donde quiera que pasase, pues era el mismo coche que Steve McQueen conducía en Bullit, una película que estuvo en cartel durante seis meses. Hassan se quedaba en casa y ayudaba a Alí en las tareas diarias: lavar a mano la ropa sucia y tenderla en el jardín, barrer los suelos, comprar naan del día en el bazar, adobar la carne para la cena y regar el césped.

Después del colegio, Hassan y yo nos reuníamos. Yo cogía un libro y subíamos a una colina achaparrada que estaba en la zona norte de la propiedad de mi padre en Wazir Akbar Kan. En la cima había un viejo cementerio abandonado con hileras irregulares de lápidas anónimas y malas hierbas que inundaban los caminos de paso. Las muchas temporadas de nieve y lluvia habían oxidado la verja de hierro y desmoronado parte de los blancos muros de piedra del cementerio, en cuya entrada había un granado. Un día de verano, grabé en él nuestros nombres con un cuchillo de cocina de Alí: «Amir y Hassan, sultanes de Kabul.» Aquellas palabras servían para formalizarlo: el árbol era nuestro. Después del colegio, Hassan y yo trepábamos por las ramas y arrancábamos las granadas de color rojo sangre. Luego nos comíamos la fruta, nos limpiábamos las manos en la hierba y yo leía para Hassan.

Él, sentado en el suelo y con la luz del sol, que se filtraba entre las hojas del granado, bailando en su cara, arrancaba con expresión ausente briznas de hierba mientras yo le leía historias que él no podía leer por sí solo. Que Hassan fuera analfabeto como Alí y la mayoría de los hazaras era algo que estaba decidido desde el mismo momento de su nacimiento, tal vez incluso en el mismo instante en que había sido concebido en el ingrato seno de Sanaubar. Al fin y al cabo, ¿qué necesidad tenía de la palabra escrita un criado? Pero a pesar de su analfabetismo, o tal vez debido a él, Hassan se sentía arrastrado por el misterio de las palabras, seducido por aquel mundo secreto que le estaba prohibido. Le leía poemas y relatos, y alguna vez adivinanzas, aunque dejé de hacerlo en cuanto constaté que él era mucho mejor que yo solucionándolas. Así que le leía cosas incuestionables, como las desventuras del inepto mullah Nasruddin y su asno. Pasábamos horas sentados bajo aquel árbol, hasta que el sol se ponía por el oeste, y aun entonces Hassan insistía en que quedaba suficiente luz para un relato más, o un capítulo más.

Lo que más me gustaba de las sesiones de lectura era cuando nos encontrábamos con alguna palabra que él desconocía. Yo le tomaba el pelo y ponía en evidencia su ignorancia. En una ocasión, estaba leyéndole un cuento del mullah Nasruddin cuando él me interrumpió.

– ¿Qué significa esa palabra?

– ¿Cuál?

– Imbécil.

– ¿No sabes lo que significa? -le pregunté, sonriendo.

– No, Amir agha.

– Pero ¡si es una palabra muy normal!

– Ya, pero no la sé. -Si alguna vez se percataba de mis burlas, su cara sonriente no lo demostraba.

– En mi colegio todo el mundo sabe lo que significa. Veamos. «Imbécil» significa listo, inteligente. Te pondré un ejemplo para que lo veas. «En lo que se refiere a palabras, Hassan es un imbécil.»

– Aaah -dijo, con un movimiento afirmativo de cabeza.

Después me sentía culpable de haberlo hecho. Así que intentaba arreglarlo regalándole una de mis camisas viejas o un juguete roto. Me decía a mí mismo que aquello era compensación suficiente para una broma sin mala intención.

Con mucho, el libro favorito de Hassan era el Shahnamah, el relato épico del siglo X sobre los antiguos héroes persas. Le gustaban todas esas historias, los shas de la antigüedad, Feridun, Zal y Rudabeh. Pero su cuento favorito, y el mío, era el de Rostam y Sohrab, el del gran guerrero Rostam y Rakhsh, su caballo alado. Rostam hiere mortalmente en batalla a su valiente enemigo Sohrab, y descubre entonces que Sohrab es su hijo, que había desaparecido mucho tiempo atrás. Destrozado por el dolor, Rostam escucha las palabras de su hijo moribundo: «Sí en realidad sois mi padre, habéis teñido entonces vuestra espada con la sangre de vida de vuestro hijo. Y lo habéis hecho con gran aplicación. He intentado convertiros en amor y he implorado de vos vuestro nombre, incluso he creído contemplar en vos los recuerdos relatados por mi madre. Pero he apelado en vano a vuestro corazón, y ahora el momento de nuestra reunión ha finalizado…»

– Vuelve a leerlo, por favor, Amir agha -decía Hassan.

A veces, cuando le leía ese pasaje, sus ojos se inundaban de lágrimas y yo siempre me preguntaba por quién lloraba, si por Rostam, que, destrozado por el dolor, se arrancaba las vestiduras y se cubría la cabeza con cenizas, o por el moribundo Sohrab, que sólo anhelaba el amor de su padre. Yo, personalmente, no veía la tragedia del destino de Rostam. ¿Acaso no era cierto que todos los padres albergaban en el corazón el secreto deseo de matar a sus hijos?

Un día de julio de 1973 le gasté otra broma a Hassan. Estaba leyéndole y, de repente, me aparté del relato escrito. Simulé que seguía leyendo del libro, volvía las páginas con regularidad, pero había abandonado por completo el texto, había tomado posesión de la historia y estaba creando una de mi propia invención. Hassan, por supuesto, no se daba cuenta de lo que sucedía. Para él, las palabras de las páginas no eran más que un amasijo de códigos, indescifrables y misteriosos. Las palabras eran puertas secretas y yo tenía las llaves de todas ellas. Después, cuando con un nudo en la garganta provocado por la risa le pregunté si le gustaba el relato, Hassan empezó a aplaudir.

– ¿Qué haces? -dije.

– Es la mejor historia que me has leído en mucho tiempo -contestó sin dejar de aplaudir.

Yo me eché a reír.

– ¿De verdad?

– De verdad.

– Es fascinante -murmuré. Yo también lo creía. Aquello era… totalmente inesperado-. ¿Estás seguro, Hassan?

Él seguía aplaudiendo.

– Ha sido estupendo, Amir agha. ¿Me leerás más mañana?

– Realmente fascinante -repetí, casi falto de aliento, sintiéndome como quien descubre un tesoro enterrado en su jardín. Colina abajo, las ideas estallaban en mi cabeza como los fuegos artificiales de Chaman. «Es la mejor historia que me has leído en mucho tiempo», había dicho. Y le había leído muchas historias… Hassan estaba preguntándome algo en aquel instante.

– ¿Qué? -inquirí.

– ¿Qué significa «fascinante»? -Me eché a reír. Lo estrujé en un abrazo y le planté un beso en la mejilla-. ¿A qué viene todo esto? -me preguntó sorprendido, sonrojándose.

Le di un empujoncito amistoso y sonreí.

– Eres un príncipe, Hassan. Eres un príncipe y te quiero.

Aquella misma noche escribí mi primer relato. Me llevó media hora. Se trataba de un cuento sobre un hombre que encontraba una taza mágica y descubría que si lloraba en su interior, las lágrimas se convertían en perlas. Sin embargo, a pesar de haber sido siempre pobre, era un hombre feliz y raramente soltaba una lágrima. Entonces buscó y encontró maneras de entristecerse para que de ese modo sus lágrimas le hicieran rico. A medida que aumentaban las perlas, aumentaba también su avaricia. La historia terminaba con el hombre sentado encima de una montaña de perlas, cuchillo en mano, llorando en vano en el interior de la taza y con el cuerpo inerte de su amada esposa entre sus brazos.

Aquella noche subí las escaleras y entré en la sala de fumadores de Baba, armado con los dos folios de papel donde había garabateado mi relato. Cuando hice mi entrada, Baba y Rahim Kan estaban fumando en pipa y bebiendo coñac.

– ¿Qué sucede, Amir? -me preguntó Baba, recostándose en el sofá y entrelazando las manos por detrás de la cabeza.

Su cara aparecía envuelta en una nube de humo de color azul. Su mirada me dejó la garganta seca. Tosí para aclarármela y le dije que había escrito un cuento.

Baba asintió con la cabeza y me ofreció una leve sonrisa que transmitía poco más que un fingido interés.

– Bueno, eso está muy bien, ¿verdad?

Y nada más. Se limitó a mirarme a través de la nube de humo.

Seguramente permanecí allí durante menos de un minuto, pero, hasta ahora, ése ha sido uno de los minutos más largos de mi vida. Cayeron los segundos, cada uno de ellos separado del siguiente por una eternidad. El ambiente era cada vez más pesado, húmedo, casi sólido. Yo respiraba con mucha dificultad. Baba seguía mirándome fijamente y sin ofrecerse a leerlo.

Como siempre, fue Rahim Kan quien acudió en mi rescate. Me tendió la mano y me regaló una sonrisa que no tenía nada de fingido.

– ¿Me lo dejas, Amir jan? Me gustaría mucho leerlo. -Baba casi nunca utilizaba la palabra cariñosa «jan» para dirigirse a mí.

Baba se encogió de hombros y se puso en pie. Parecía aliviado, como si también acabaran de rescatarlo a él.

– Sí, dáselo a Kaka Rahim. Voy arriba a cambiarme.

Y abandonó la estancia. Yo reverenciaba a Baba con una intensidad cercana a la religión, pero en aquel preciso momento deseé haber podido abrirme las venas y extraer de mi cuerpo toda su maldita sangre.

Una hora más tarde, cuando el cielo del atardecer estaba ya oscuro, ambos partieron en el coche de mi padre para asistir a una fiesta. Antes de salir, Rahim Kan se puso en cuclillas delante de mí y me devolvió el cuento junto con otra hoja de papel doblada. Me sonrió y me guiñó un ojo.

– Para ti. Léelo después.

Entonces hizo una pausa y añadió una única palabra que me dio más ánimos para seguir escribiendo que cualquier cumplido que cualquier editor me haya hecho jamás. Esa palabra fue «Bravo».

Después de que se marcharan, me senté en la cama y deseé que Rahim Kan hubiese sido mi padre. A continuación pensé en Baba y en su estupendo y enorme pecho y en lo bien que me sentía allí cuando me apoyaba en él, en el olor a colonia que desprendía por las mañanas y en cómo me rascaba su barba en la cara. Entonces me vi abrumado por un sentimiento de culpa tal que corrí hasta el baño y vomité en el lavabo.

Más tarde, aquella misma noche, me acurruqué en la cama y leí una y otra vez la nota de Rahim Kan. Decía lo siguiente:


Amir jan:

Me ha gustado mucho tu historia. Mashallah, Dios te ha otorgado un talento especial. Tu deber ahora es afinar ese talento, porque la persona que desperdicia los talentos que Dios le ha dado es un burro. Tu historia está escrita con una gramática correcta y un estilo interesante. Pero lo más impresionante de tu historia es su ironía. Tal vez ni siquiera sepas qué significa esta palabra. Pero algún día lo sabrás. Es algo que algunos escritores persiguen a lo largo de toda su vida y que nunca consiguen. Tú, sin embargo, lo has conseguido en tu primer relato.

Mi puerta está y estará siempre abierta para ti, Amir jan. Escucharé cualquier historia que quieras contarme. Bravo.

Tu amigo,

Rahim


Alentado por la nota de Rahim Kan, cogí las hojas y me precipité escaleras abajo hacia el vestíbulo, donde Alí y Hassan dormían en un colchón. Únicamente dormían en la casa cuando Baba no estaba y Alí tenía que cuidar de mí. Sacudí a Hassan para despertarlo y le pregunté si quería que le contase un cuento.

Se frotó los ojos soñolientos y se desperezó.

– ¿Ahora? ¿Qué hora es?

– No importa la hora. Este cuento es especial. Lo he escrito yo -susurré, esperando no despertar a Alí. La cara de Hassan se iluminó.

Se lo leí en el salón, junto a la chimenea de mármol. Aquella vez sin juegos esporádicos con las palabras; aquella vez era yo. Hassan era el público perfecto en muchos sentidos. Se sumergía totalmente en el cuento y alteraba las facciones en consonancia con los tonos cambiantes del relato. Cuando leí la última frase, hizo con las manos un aplauso mudo.

Mashallah, Amir agha. ¡Bravo! -Estaba radiante.

– ¿Te ha gustado? -le pregunté, saboreando así por segunda vez la dulzura de un nuevo juicio positivo.

– Algún día, Inshallah, serás un gran escritor -dijo Hassan-. Y la gente de todo el mundo leerá tus cuentos.

– Exageras, Hassan -repliqué, queriéndolo por lo que había dicho.

– No. Serás grande y famoso -insistió. Luego hizo una pausa, como si estuviese a punto de añadir algo. Sopesó sus palabras y tosió para aclararse la garganta-. Pero ¿me permites que te haga una pregunta sobre tu historia? -dijo tímidamente.

– Por supuesto.

– Bueno… -empezó, y se cortó.

– Dime, Hassan -dije. Sonreí, aunque de pronto el escritor inseguro que vivía dentro de mí no estuviera muy convencido de desear oírlo.

– Bueno, ya que me lo permites…, ¿por qué el hombre mató a su mujer? ¿Y por qué siempre tenía que sentirse triste para llorar? ¿No podía haber partido una cebolla?

Me quedé pasmado. No se me había ocurrido pensar en ese detalle. Era tan evidente que resultaba estúpido. Moví los labios sin decir palabra. Resultaba que en el transcurso de la misma noche había descubierto la existencia de la ironía, uno de los objetivos de la escritura, y también me habían presentado una de sus trampas: el fallo en el argumento. Y de entre todo el mundo, me lo había enseñado Hassan. Hassan, que no sabía leer y que no había escrito una sola palabra en toda su vida. Una voz, fría y oscura, me susurró de repente al oído: «Pero ¿qué sabe este hazara analfabeto? Nunca será más que un cocinero. ¿Cómo se atreve a criticarme?»

– Bueno… -empecé. Pero nunca conseguí terminar la frase.

Porque, de repente, Afganistán cambió para siempre.

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