Farid condujo el Land Cruiser por el camino de acceso a un caserón de Wazir Akbar Kan. Aparcó a la sombra de unos sauces que asomaban por encima de los muros que rodeaban una propiedad en la calle Quince, Sarak-e-Mehmana. La calle de los Invitados. Apagó el motor y permanecimos un minuto sentados, sin movernos, escuchando el tintineo que producía el motor al enfriarse, sin decir nada. Farid cambió de posición y jugueteó con las llaves que seguían colgando del contacto. Adiviné que estaba preparándose para decirme algo.
– Supongo que debo aguardarte en el coche -dijo finalmente con un tono que sonaba como a disculpa. No me miró-. Ahora es asunto tuyo. Yo…
Le di un golpecito en el brazo.
– Has hecho mucho más de lo que debías por lo que te he pagado. No espero que me acompañes.
Aunque deseaba no haber tenido que entrar solo. A pesar de todo lo que había aprendido de Baba, deseaba que en aquel momento hubiese estado a mi lado. Baba habría irrumpido por la puerta y exigido ver al responsable del lugar, y se habría meado en las barbas de cualquiera que se interpusiese en su camino. Pero hacía tiempo que Baba había muerto y se encontraba enterrado en la zona afgana de un pequeño cementerio de Hayward. Hacía un mes, Soraya y yo habíamos depositado un ramo de margaritas y freesias en su tumba. Ahora estaba solo.
Salí del coche y me encaminé hacia las enormes puertas de madera de la entrada. Llamé al timbre, pero no oí ningún sonido (la corriente eléctrica aún no se había restablecido) y tuve que llamar a la puerta con los nudillos. Un instante después escuché voces lacónicas al otro lado y aparecieron unos hombres armados con Kalashnikovs.
Miré de reojo a Farid, que estaba sentado al volante del coche, y gesticulé con la boca, sin hablar: «Volveré», aunque no estaba en absoluto seguro de si sería así.
Los hombres armados me cachearon de pies a cabeza, me palparon las piernas, me tocaron las ingles. Uno de ellos dijo algo en pastún y ambos rieron entre dientes. Cruzamos unas verjas. Los dos guardias me escoltaron a través de un césped bien cuidado; pasamos junto a una hilera de geranios y arbustos plantados junto a una pared. En el extremo del jardín había un antiguo pozo manual. Recordé que la casa de Kaka Homayoun en Jalalabad tenía un pozo de agua parecido a ese… Las gemelas, Fazila y Karima, y yo lanzábamos guijarros en su interior y escuchábamos el «plinc».
Subimos unos peldaños y entramos en un edificio grande y con escaso mobiliario. Atravesamos el vestíbulo (en una de las paredes había colgada una gran bandera afgana), me condujeron a la planta superior y me hicieron pasar a una habitación en la que había un par de sofás gemelos de color verde menta y un gran televisor en un rincón. De una de las paredes colgaba una alfombra de oración adornada con una Meca ligeramente oblonga. El mayor de los dos hombres utilizó el cañón de su arma para indicarme el sofá. Yo me senté y ellos abandonaron la habitación.
Crucé las piernas. Las descrucé. Permanecí sentado con las manos sudorosas apoyadas en las rodillas. ¿Parecería que estaba nervioso si adoptaba aquella posición? Uní las manos, pero decidí que esa pose era peor, así que me limité a cruzar los brazos sobre el pecho. Notaba que la sangre me palpitaba en las sienes. Me sentía amargamente solo. Los pensamientos me daban vueltas en la cabeza, pero no quería pensar en nada, porque la parte juiciosa de mi persona sabía que me había metido en una verdadera locura. Me encontraba a miles de kilómetros de distancia de mi esposa, sentado en una habitación donde me sentía como en una celda, esperando la llegada de un hombre al que había visto asesinar a dos personas aquel mismo día. Era una locura. Peor aún, era una irresponsabilidad. Existía una posibilidad muy real de que acabara convirtiendo a Soraya en biwa, viuda, a los treinta y seis años de edad. «Éste no eres tú, Amir -decía una parte de mí-. Eres un cobarde. Así te hicieron. Y eso no es tan malo, porque, al fin y al cabo, lo cierto es que nunca te has engañado a ese respecto. Ser cobarde no tiene nada de malo mientras vaya acompañado de la prudencia. Pero cuando el cobarde deja de recordar quién es…, que Dios lo ayude.»
Junto al sofá había una mesita de centro. Tenía la base en forma de X y unas bolas de acero del tamaño de una nuez adornaban el anillo donde se cruzaban las patas metálicas. Yo había visto antes una mesa igual que ésa. ¿Dónde? Y entonces me acordé: en la casa de té de Peshawar, la noche que salí a dar una vuelta. Sobre la mesa, un bol con racimos de uvas negras. Arranqué una y me la metí en la boca. Tenía que distraerme con algo, cualquier cosa, para silenciar la voz de mi cabeza. La uva era dulce. Comí otra sin saber que sería el último alimento sólido que comería en mucho tiempo.
Se abrió la puerta y aparecieron de nuevo los dos hombres armados y, entre ellos, el talibán alto vestido de blanco, todavía con las gafas oscuras de John Lennon. Tenía el aspecto de un fornido gurú místico del movimiento New Age.
Tomó asiento delante de mí y descansó las manos en los reposabrazos. Permaneció en silencio durante un buen rato, mirándome, tamborileando con una mano en la tapicería, y con la otra pasando las cuentas de un rosario azul turquesa. Llevaba una camisa blanca y un chaleco negro del que colgaba un reloj de oro. Observé que en la manga izquierda tenía una mancha de sangre seca. Encontré malsanamente fascinante que no se hubiese cambiado de ropa después de las ejecuciones realizadas a primera hora de aquel mismo día.
De cuando en cuando, dejaba flotar la mano libre y golpeaba algo en el aire con sus gruesos dedos. Realizaba movimientos lentos, de arriba abajo, de izquierda a derecha, como si estuviese acariciando una mascota invisible. Una de las mangas se le bajó y observé que tenía unas marcas en el antebrazo… Las mismas que había visto en algunos vagabundos que vivían en los mugrientos callejones de San Francisco.
Su piel tenía un tono mucho más pálido que la de los otros dos hombres, era casi cetrina, y en su frente, justo en el filo del turbante negro, brillaban diminutas gotas de sudor. La barba, que le llegaba hasta el pecho, como a los demás, era también de un color más claro, como de un rubio sucio.
– Salaam alaykum -dijo.
– Salaam.
– Ya puedes deshacerte de ella -me ordenó.
– ¿Perdón?
Volvió la mano hacia uno de los hombres armados e hizo un gesto. «Rrrriiip.» De repente noté que me ardían las mejillas; el guardia tenía mi barba en las manos y la lanzaba arriba y abajo, riendo. El talibán sonrió.
– Es una de las mejores que he visto últimamente. Pero creo que es mejor así, ¿no te parece? -Giró la mano, chasqueó los dedos y abrió y cerró el puño-. Y bien, ¿te ha gustado el espectáculo de hoy?
– ¿Qué se supone que era eso? -le pregunté frotándome las mejillas, con la esperanza de que mi voz no traicionase la explosión de terror que sentía en mi interior.
– La justicia pública es el mayor espectáculo que existe, hermano mío. Drama. Suspense. Y lo mejor de todo, educación en masa. -Chasqueó los dedos. El más joven de los dos guardias le encendió un cigarrillo. El talibán soltó una carcajada. Murmuró para sus adentros. Le temblaban las manos y a punto estuvo de tirar el cigarrillo-. Pero si querías espectáculo de verdad, deberías haber estado conmigo en Mazar. Eso fue en agosto de mil novecientos noventa y ocho.
– ¿Cómo?
– ¿Sabes? Les soltamos a los perros.
Vi adonde quería llegar.
Se puso en pie, dio una vuelta al sofá, dos. Volvió a sentarse. Hablaba a toda velocidad.
– Íbamos puerta por puerta y hacíamos salir a los hombres y a los niños. Les pegábamos un tiro allí mismo, delante de sus familias. Para que lo viesen. Que recordasen quiénes eran, a qué lugar pertenecían. -Jadeaba casi-. A veces rompíamos las puertas y entrábamos en las casas. Y… yo… yo descargaba el cargador entero de la ametralladora y disparaba y disparaba hasta que el humo me cegaba. -Se inclinó hacia mí, como quien está a punto de compartir un gran secreto-. Nadie puede conocer el significado de la palabra «liberación» hasta que se libera, hasta que se planta en una habitación llena de blancos y deja volar las balas, libre de sentimiento de culpa y de remordimiento, consciente de ser virtuoso, bueno y decente. Consciente de estar haciendo el trabajo de Dios. Resulta imponente. -Besó las cuentas del rosario y ladeó la cabeza-. ¿Lo recuerdas, Javid?
– Sí, agha Sahib -respondió el más joven de los guardias-. ¿Cómo podría olvidarlo?
Había leído en los periódicos acerca de la masacre de hazaras que tuvo lugar en Mazar-i-Sharif. Se había producido inmediatamente después de que los talibanes ocuparan Mazar, una de las últimas ciudades en caer. Me acordé de cuando Soraya me pasó el artículo mientras desayunábamos. Tenía la cara blanca como el papel.
– Puerta por puerta. Sólo descansábamos para comer y rezar -dijo el talibán. Lo contaba con fervor, como quien describe una fiesta a la que ha asistido-. Dejábamos los cuerpos en las calles, y si sus familias trataban de salir a hurtadillas para arrastrarlos a sus casas, les disparábamos también. Los dejamos en las calles durante días. Los dejamos para los perros. Comida de perros para perros. -Sacudió el cigarrillo. Se restregó los ojos con las manos temblorosas-. ¿Vienes de América?
– Sí.
– ¿Cómo está esa puta últimamente?
Sentí de pronto una necesidad tremenda de orinar. Recé para que se me pasara.
– Estoy buscando a un niño.
– ¿No es eso lo que hace todo el mundo? -dijo. Los hombres de los Kalashnikovs se echaron a reír. Tenían los dientes manchados de verde de mascar tabaco.
– Tengo entendido que está aquí, contigo -añadí-. Se llama Sohrab.
– Voy a preguntarte una cosa. ¿Qué estás haciendo con esa puta? ¿Por qué no estás aquí, con tus hermanos musulmanes, sirviendo a tu país?
– Llevo mucho tiempo fuera -fue lo único que se me ocurrió responder.
Me ardía la cabeza. Junté las rodillas con fuerza para retener mejor la vejiga. El talibán se volvió hacia los dos hombres que seguían en pie junto a la puerta.
– ¿Es ésa una respuesta? -les preguntó.
– Nay, agha Sahib -contestaron al unísono sonriendo.
Luego me miró a mí y se encogió de hombros.
– No es una respuesta, dicen. -Dio una calada al cigarrillo-. Entre mi gente hay quien piensa que abandonar el watan cuando más nos necesita equivale a una traición. Podría hacerte arrestar por traición, incluso matarte. ¿Te asusta eso?
– Sólo estoy aquí por el niño.
– ¿Te asusta eso?
– Sí.
– Debería -dijo. Se recostó en el sofá y sacudió el cigarrillo.
Pensé en Soraya. Eso me calmó. Pensé en su marca de nacimiento en forma de hoz, en la elegante curva de su cuello, en sus ojos luminosos. Pensé en nuestra boda, cuando contemplamos nuestro reflejo en el espejo bajo el velo verde, y en cómo se sonrojaron sus mejillas cuando le susurré que la quería. Me acordé de cuando los dos bailamos una vieja canción afgana, dando vueltas y más vueltas, mientras los demás nos miraban y aplaudían. El mundo no era más que un contorno borroso de flores, vestidos, esmóquins y caras sonrientes.
El talibán estaba diciendo algo.
– ¿Perdón?
– He dicho que si te gustaría verlo. ¿Te gustaría ver a mi niño? -Hizo una mueca con el labio superior cuando pronunció esas últimas dos palabras.
– Sí.
Uno de los guardias abandonó la habitación. Oí el ruido de una puerta que se abría y al guardia, que decía algo en pastún, con voz ronca. Luego, pisadas y un tintineo de campanas a cada paso. Me recordaba el sonido del hombre mono al que Hassan y yo perseguíamos en Shar-e-Nau. Le dábamos una rupia de nuestra paga para que bailase. La campanilla que el mono llevaba atada al cuello emitía el mismo sonido.
Entonces se abrió la puerta y entró el guardia con un equipo de música al hombro. Lo seguía un niño vestido con un pirhan-tumban suelto de color azul zafiro.
El parecido era asombroso. Desorientador. La fotografía de Rahim Kan no le hacía justicia.
El niño tenía la cara de luna de su padre, la protuberancia puntiaguda de su barbilla, sus orejas torcidas en forma de concha y el mismo tipo delgado. Era la cara de muñeca china de mi infancia, la cara que miraba con ojos miopes las cartas dispuestas en abanico aquellos días de invierno, la cara detrás de la mosquitera cuando en verano dormíamos en el tejado de la casa de mi padre. Llevaba la cabeza rapada, los ojos oscurecidos con rímel y las mejillas sonrosadas con un rojo artificial. Cuando se detuvo en medio de la habitación, las campanillas que llevaba atadas en los tobillos dejaron de sonar.
Sus ojos se clavaron en mí y se quedaron allí un instante. Luego apartó la vista hacia sus pies desnudos.
Uno de los guardias pulsó un botón y la estancia quedó invadida por el sonido de la música pastún. Tabla, armonio, el quejido de una dil-roba… Supuse que la música no era pecado, siempre y cuando sonara sólo para los oídos de los talibanes. Los tres hombres empezaron a batir palmas.
– Wah wah! Mashallah!-gritaron.
Sohrab levantó los brazos y se giró lentamente. Se puso de puntillas, dio una graciosa vuelta, se agachó, se enderezó y dio una nueva vuelta. Giraba las manitas hacia dentro, chasqueaba los dedos y movía la cabeza de un lado a otro como un péndulo. Golpeaba el suelo de manera que las campanillas sonaran en perfecta armonía con el ritmo de la tabla. Todo el tiempo con los ojos cerrados.
– Marshallah! -gritaban todos-. Shahbas! ¡Bravo!
Los dos guardias silbaban y reían. El talibán de blanco movía la cabeza hacia delante y hacia atrás al son de la música y tenía la boca entreabierta esbozando una impúdica sonrisa.
Sohrab bailaba dando vueltas en círculo, con los ojos cerrados; bailó hasta que la música dejó de sonar. Coincidiendo con la última nota de la canción, dio un fuerte pisotón en el suelo y las campanillas tintinearon por última vez. Se quedó inmóvil en mitad de un giro.
– Bia, bia, mi niño -dijo el talibán, indicándole a Sohrab que se le acercara. Shorab se dirigió hacia él, bajó la cabeza y se colocó entre sus piernas. El talibán lo abrazó-. ¡Qué talento tiene, nay, mi niño hazara!
Deslizó las manos por la espalda del niño, y luego de nuevo hacia arriba hasta dejarlas en las axilas. Uno de los guardias le dio un codazo al otro y se rió disimuladamente. El talibán les dijo que nos dejasen solos.
– Sí, agha Sahib -replicaron; luego asintieron a un tiempo y salieron.
El talibán giró al niño hasta ponerlo frente a mí. Entrelazó las manos por encima del estómago de Sohrab y apoyó la barbilla en el hombro del niño. Sohrab tenía los ojos clavados en los pies, aunque seguía lanzándome tímidas miradas furtivas. La mano del hombre se deslizaba arriba y abajo del estómago del chiquillo. Arriba y abajo, lenta, delicadamente.
– Muchas veces me lo he preguntado -dijo el talibán, que me observaba por encima del hombro de Sohrab-. ¿Qué acabaría siendo del viejo Babalu?
La pregunta fue como un martillazo entre los ojos. Noté que el color desaparecía de mi semblante. Las piernas se me quedaron frías. Entumecidas.
Soltó una carcajada.
– ¿Qué creías? ¿Qué no te reconocería con esa barba falsa? Hay algo que estoy seguro de que no sabías de mí: jamás olvido una cara. Jamás. -Acarició con los labios la oreja de Sohrab-. Me dijeron que tu padre había muerto. Tsk-tsk. Siempre quise cargármelo. Parece que tendré que conformarme con el cobarde de su hijo.
Entonces se despojó de las gafas de sol y clavó sus ojos azules, inyectados en sangre, en los míos.
Intenté respirar, pero no podía. Intenté pestañear, pero no podía. La situación era surrealista (surrealista no, absurda). Me quedé paralizado, yo y el mundo que me rodeaba. Me ardía la cara. Ahí estaba de nuevo mi pasado; mi pasado era así, siempre volvía a aparecer. Su nombre surgía desde lo más profundo de mi ser, pero no quería pronunciarlo por temor a que se materializara. Sin embargo, ya estaba ahí, en carne y hueso, sentado a menos de tres metros de mí, después de tantos años. Su nombre se escapó de entre mis labios:
– Assef.
– Amir jan.
– ¿Qué haces aquí? -dije, consciente de lo tremendamente estúpida que era la pregunta, pero incapaz de pensar en otra cosa.
– ¿Yo? -Assef arqueó una ceja-. Yo me encuentro en mi elemento. La pregunta es más bien qué haces tú aquí.
– Ya te lo he explicado -repliqué. Me temblaba la voz. Deseaba que no lo hiciera, deseaba que la carne no se me pegara a los huesos.
– ¿Has venido a por el niño?
– Sí.
– ¿Por qué?
– Te pagaré por él. Puedo hacer que me envíen una transferencia.
– ¿Dinero? -dijo Assef, y rió disimuladamente-. ¿Has oído hablar de Rockingham? Está al oeste de Australia, es un pedazo de cielo. Deberías verlo, kilómetros y kilómetros de playa. Aguas turquesas, cielos azules. Mis padres viven allí, en una mansión en primera línea de mar. Detrás de la casa hay un campo de golf y un pequeño lago. Mi padre juega todos los días al golf. Mi madre, sin embargo, prefiere el tenis… Mi padre dice que tiene un revés endiablado. Son propietarios de un restaurante afgano y de dos joyerías; ambos negocios funcionan de maravilla. -Arrancó una uva negra y la depositó amorosamente en la boca de Sohrab-. Así que, si necesitase dinero, les pediría a ellos que me hicieran la transferencia. -Besó a Sohrab en un lado del cuello. El niño se estremeció levemente y cerró de nuevo los ojos-. Además, no luché por el dinero de los shorawi. Tampoco fue por dinero por lo que me uní a los talibanes. ¿Quieres saber por qué me uní a ellos?
Notaba los labios secos. Me los lamí y descubrí que también se me había secado la lengua.
– ¿Tienes sed? -me preguntó Assef con una sonrisa afectada.
– No.
– Creo que tienes sed.
– Estoy bien -insistí.
Lo cierto era que, de repente, hacía muchísimo calor en la habitación y el sudor me reventaba los poros y me escocía en la piel. ¿Estaba sucediendo aquello en realidad? ¿Era verdad que estaba sentado delante de Assef?
– Como gustes. ¿Por dónde iba? Ah, sí, por qué me uní a los talibanes… Bueno, como recordarás, yo no era una persona muy religiosa. Pero un día tuve una revelación, en la cárcel. ¿No te interesa? -No dije nada-. Te lo explicaré. Después de que Babrak Karmal subiera al poder en mil novecientos ochenta pasé algún tiempo en la cárcel, en Poleh-Charkhi. Una noche, un grupo de soldados parchamis irrumpieron en nuestra casa y nos ordenaron a punta de pistola a mi padre y a mí que los siguiéramos. Los bastardos no nos dieron ningún tipo de explicación y se negaron a responder a las preguntas de mi madre. No porque fuera un misterio, sino porque los comunistas no tenían ningún tipo de clase. Procedían de familias pobres, sin apellido. Los mismos perros que no estaban capacitados ni para pasarme la lengua por los zapatos antes de que llegasen los shorawi me venían ahora con órdenes a punta de pistola, con la bandera parchami en la solapa, predicando la caída de la burguesía y actuando como si fuesen ellos los que tenían clase. Sucedía lo mismo por todos lados: acorralar a los ricos, meterlos en la cárcel, dar ejemplo a los camaradas…
»Nos metieron apelotonados en grupos de seis en unas celdas diminutas, del tamaño de una nevera. Todas las noches el comandante, una cosa medio hazara medio uzbeka, que olía como un burro podrido, hacía salir de la celda a uno de los prisioneros y lo golpeaba hasta que su cara rechoncha empezaba a sudar. Luego encendía un cigarrillo, crujía los nudillos y se largaba. A la noche siguiente, elegía a otro. Una noche me tocó a mí. No podía haber sido en un momento peor. Llevaba tres días orinando sangre porque tenía piedras en los riñones. Si no las has tenido nunca, créeme si te digo que es el dolor más terrible que puedas imaginar. Recuerdo que mi madre, que también había pasado por la experiencia, me había dicho en cierta ocasión que prefería pasar un parto que expulsar una piedra del riñón. Pero no importa, porque ¿qué podía hacer yo? Me sacaron a rastras y empezó a darme patadas con las botas que todas las noches se ponía para la ocasión. Eran altas, hasta la rodilla, y tenían la puntera y el tacón de acero. Yo gritaba y gritaba y él seguía pateándome, y entonces, de pronto, me dio una patada en el riñón izquierdo y expulsé la piedra. ¡Como te lo cuento! ¡Qué alivio! -Assef rió-. Yo grité: "Allah-u-Akbar" y él me dio aún con más fuerza mientras yo me reía. Se volvió loco y me dio más fuerte, y cuanto más fuerte me daba, más fuerte me reía yo. Me devolvieron a la celda sin que hubiese parado de reír. Seguí riendo y riendo porque de pronto supe que aquello había sido un mensaje de Dios: Él estaba de mi lado. Por algún motivo quería que yo siguiese con vida.
»¿Sabes?, varios años después me tropecé con aquel comandante en el campo de batalla. Resulta divertido comprender cómo funcionan las cosas de Dios. Me lo encontré en una trinchera en las afueras de Meymanah, desangrándose por un pedazo de metralla que le había estallado en el pecho. Llevaba las mismas botas. Le pregunté si se acordaba de mí. Él me respondió que no, y le dije lo mismo que acabo de decirte a ti, que yo jamás olvido una cara. Entonces, sin más, le disparé en las pelotas. Desde entonces tengo una misión.
– ¿Qué misión es ésa? -me oí decir-. ¿Apedrear a adúlteros? ¿Violar a niños? ¿Apalizar a mujeres por llevar tacones? ¿Masacrar a los hazaras? Y todo ello en nombre del Islam…
Las palabras surgieron en una avalancha repentina e inesperada antes de que pudiera tirar de ellas y recuperarlas. Deseaba poder tragármelas, pero ya estaban fuera. Había traspasado una línea, y cualquier esperanza que hubiera podido albergar de salir con vida de allí acababa de desvanecerse.
Una mirada de sorpresa atravesó brevemente el semblante de Assef y desapareció.
– Veo que, después de todo, esto puede acabar resultando divertido -dijo riendo con disimulo-. Hay cosas que los traidores como tú nunca comprenden.
– ¿Como qué?
A Assef se le contrajo la frente.
– Como el orgullo que se siente por la gente, por las costumbres, por el idioma. Afganistán es como una mansión preciosa llena de basura, y alguien tiene que sacarla fuera.
– ¿Era eso lo que hacías en Mazar, yendo de puerta en puerta? ¿Sacar la basura?
– Precisamente.
– En Occidente existe una expresión para eso -dije-. Lo llaman limpieza étnica.
– ¿De verdad? -La cara de Assef se iluminó-. Limpieza étnica. Me gusta. Me gusta cómo suena.
– Lo único que yo quiero es al niño.
– Limpieza étnica -murmuró Assef, saboreando las palabras.
– Quiero al niño -repetí.
Los ojos de Sohrab me miraron un instante. Eran ojos de cordero degollado. Llevaban incluso el rímel… Recordé entonces cómo el día del Eid de qorban, en el jardín de casa, el mullah pintaba con rímel los ojos del cordero y le daba un terrón de azúcar antes de cortarle el cuello. Creí ver una súplica en los ojos de Sohrab.
– Explícame por qué -dijo Assef. Cogió con los dientes el lóbulo de la oreja del muchacho y lo soltó. Le caían gotas de sudor por la frente.
– Eso es asunto mío.
– ¿Qué quieres hacer con él? -me preguntó. Luego dejó escapar una sonrisa coqueta-. O hacerle…
– Eso es repugnante.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Lo has probado?
– Quiero llevármelo a un lugar mejor.
– Explícame por qué.
– Eso es asunto mío -insistí. No sabía qué era lo que me impulsaba, lo que me daba valor para mostrarme tan seco, tal vez el hecho de saber que iba a morir igualmente.
– Me pregunto -dijo Assef- por qué has venido hasta aquí, Amir, por qué has hecho un viaje tan largo por un hazara. ¿Por qué estás aquí? ¿Cuál es la verdadera razón por la que has venido?
– Tengo mis motivos.
– Muy bien, pues -dijo Assef con una sonrisa de sarcasmo.
Dio un empujón en la espalda a Sohrab, que fue a chocar contra la mesa, volcándola. Sohrab cayó de bruces sobre las uvas que se habían esparcido por el suelo y se manchó de morado la camisa. Las patas de la mesa, cruzadas por el anillo de bolas de acero, quedaron apuntando hacia el techo.
– Llévatelo -repuso Assef. Ayudé a Sohrab a incorporarse y sacudí los trozos de uva que se le habían quedado pegados en los pantalones como percebes a las rocas-. Venga, llévatelo -añadió Assef señalando la puerta.
Le di la mano a Sohrab. Era pequeña; la piel, seca y callosa. Sus dedos se movieron y se entrelazaron con los míos. Vi de nuevo a Sohrab en la fotografía, cómo su brazo se sujetaba a la pierna de Hassan, cómo su cabeza descansaba en la cadera de su padre. Ambos estaban sonrientes. Mientras atravesamos la habitación sonaron las campanillas.
Llegamos hasta la puerta.
– Naturalmente -dijo Assef a nuestras espaldas-, no he dicho que podías llevártelo gratis.
Yo me volví.
– ¿Qué quieres?
– Debes ganártelo.
– ¿Qué quieres?
– Tú y yo tenemos un asunto pendiente -dijo Assef-. Lo recuerdas, ¿verdad?
¡Cómo no iba a recordarlo! Yo nunca olvidaría el día siguiente al golpe de Daoud Kan. Desde entonces, siempre que oía mencionar el nombre de Daoud Kan veía a Hassan apuntando a Assef con su tirachinas y diciéndole que, si se movía, tendrían que llamarle Assef el tuerto en lugar de Assef Goshkhor. Recuerdo la envidia que había sentido yo ante la valentía de Hassan. Assef se había echado atrás, prometiendo que se vengaría de los dos. Había mantenido su promesa con Hassan. Y ahora me tocaba el turno a mí.
– Está bien -dije, sin saber qué otra cosa podía decir. No estaba dispuesto a suplicar, pues lo único que habría conseguido sería dulcificarle aún más el momento.
Assef reclamó de nuevo la presencia de los guardias en la habitación.
– Escuchadme bien -les dijo-. Ahora voy a cerrar la puerta porque quiero saldar un pequeño asunto que tengo pendiente con este hombre. Oigáis lo que oigáis, ¡no paséis! ¿Me habéis oído? ¡No quiero que entréis!
Los guardias hicieron un movimiento afirmativo con la cabeza. Miraron primero a Assef y luego a mí.
– Sí, agha Sahib.
– Cuando todo haya terminado, sólo uno de los dos saldrá con vida de esta habitación -añadió Assef-. Si es él, se habrá ganado su libertad y lo dejaréis ir libremente, ¿me habéis comprendido?
El guardia mayor cambió el peso del cuerpo a la otra pierna.
– Pero agha Sahib…
– ¡Si es él, lo dejaréis ir! -vociferó Assef.
Los dos hombres se encogieron de hombros y movieron la cabeza afirmativamente. Cuando se volvieron para irse, uno de ellos se dirigió hacia Sohrab.
– Que se quede -dijo Assef. Sonrió-. Que mire. A los niños les van muy bien las lecciones.
Cuando los guardias desaparecieron, Assef dejó el rosario y hurgó en el bolsillo interior de su chaleco negro. No me sorprendió en absoluto lo que extrajo de él: una manopla de acero inoxidable.
Lleva gomina en el pelo y por encima de sus gruesos labios luce un bigote a lo Clark Cable. La gomina ha traspasado el gorro de quirófano de papel verde originando una mancha oscura que tiene la forma de África. Recuerdo eso de él. Eso y la medalla de oro que cuelga de su cuello moreno. Me observa fijamente, habla muy deprisa en un idioma que no comprendo, urdu, creo. Mis ojos siguen fijos en su nuez, que sube y baja, sube y baja; quiero preguntarle su edad (parece muy joven, como un actor de una telenovela extranjera), pero lo único que soy capaz de murmurar es: «Creo que le di una buena zurra. Creo que le di una buena zurra.»
No sé si le di a Assef una buena zurra. No lo creo. ¿Cómo podía haberlo hecho? Era la primera vez que me peleaba con alguien. No había dado un solo puñetazo en toda mi vida.
Mi recuerdo de la pelea con Assef es increíblemente vívido a fragmentos: recuerdo a Assef poniendo música antes de ponerse la manopla de acero. La alfombra de oración, la que tenía el dibujo de una Meca oblonga, se soltó de la pared en un momento determinado y aterrizó sobre mi cabeza; el polvo que levantó me hizo estornudar. Recuerdo a Assef lanzándome uvas a la cara, sus gruñidos entre dientes relucientes de saliva, sus ojos inyectados en sangre con pupilas que giraban sin parar. En cierto momento el turbante se le cayó al suelo y debajo de él asomaron mechones de cabello rubio y rizado que le llegaban hasta el hombro.
Y el final, naturalmente. Eso sigo viéndolo con una claridad meridiana. Y siempre será así.
Lo que recuerdo básicamente es lo siguiente: su manopla de acero brillando a la luz del atardecer; lo fría que resultaba en los primeros golpes y lo rápido que mi sangre la hizo entrar en calor. Que me arrojaron contra la pared, y el pinchazo en la espalda provocado por un clavo que en su día habría sujetado algún cuadro. Los gritos de Sohrab. Tabla, armonio, una dil-roba. Que me lanzaron contra la pared nuevamente. Que la manopla me destrozaba la mandíbula. Los golpes entre los propios dientes, tener que tragármelos, pensar en las innumerables horas que había pasado aplicándome hilo dental y cepillándolos. Que me tiraran una vez más contra la pared. Tendido en el suelo, la sangre del labio superior, partido, manchaba la alfombra de color malva, el dolor me desgarraba el vientre, me preguntaba cuándo sería capaz de respirar de nuevo. El sonido de mis costillas partiéndose como las ramas de los árboles que Hassan y yo rompíamos para convertirlas en espadas y luchar como Simbad en aquellas viejas películas. Sohrab gritando. Mi cara golpeando la esquina de la mesita del televisor. De nuevo el sonido de algo partiéndose, esta vez justo debajo del ojo izquierdo. Música. Sohrab gritando. Dedos que me tiraban del pelo hacia atrás, el centelleo del acero inoxidable. Ahí estaba. De nuevo aquel sonido de algo partiéndose, en ese momento en la nariz. Morder de dolor, percatarme de que mis dientes no encajaban como antes. Patadas. Sohrab gritando.
No sé en qué momento empecé a reírme, pero lo hice. Reír dolía, me dolían la mandíbula, las costillas, la garganta. Pero reía y reía. Y cuanto más reía, más fuerte me pateaba, me pegaba, me arañaba.
– ¿Qué es lo que te resulta tan divertido? -vociferaba Assef a cada golpe que asestaba. La saliva que escupió al hablar me fue a parar a un ojo. Sohrab gritaba-. ¿Qué es lo que te resulta tan divertido? -bramaba Assef.
Otra costilla rota, esta vez una de la izquierda. Lo que me resultaba tan divertido era que, por primera vez desde el invierno de 1975, me sentía en paz. Me reía porque me daba cuenta de que, en algún escondrijo recóndito de mi cabeza, había estado esperando desde entonces que llegara ese momento. Recordaba el día en que, en la colina, le lancé granadas a Hassan para provocarlo. Él se limitó a permanecer inmóvil, sin hacer nada, mientras el jugo rojo le traspasaba la camisa como si de sangre se tratara. Luego me arrebató una granada de la mano y se la aplastó contra la frente. «¿Estás satisfecho ahora? -murmuró entre dientes-. ¿Te sientes mejor?» Pero no me sentía satisfecho ni mejor. Sin embargo, ahora sí. Tenía el cuerpo roto (hasta qué punto sólo lo descubriría posteriormente), pero me sentía curado. Curado por fin. Reí.
Y luego el final. Eso me lo llevaré a la tumba.
Yo estaba en el suelo, riendo, y Assef montado a horcajadas sobre mi pecho. Su rostro era una máscara de locura enmarcada por mechones de cabello enmarañado que se balanceaban a escasos centímetros de mi cara. Me sujetaba el cuello con la mano que tenía libre. La otra, la de la manopla de acero, la tenía levantada por encima del hombro. Alzó aún más el puño y lo levantó para asestarme un nuevo golpe.
En ese momento se oyó una voz fina que decía:
– Bas.
Los dos miramos.
– Por favor, no más.
Recordé lo que había dicho el director del orfanato cuando nos abrió la puerta a mí y a Farid. ¿Cómo se llamaba? ¿Zaman? «Es inseparable de ese artilugio -había dicho-. Lo lleva en la cintura del pantalón adondequiera que vaya.»
– No más.
Por sus mejillas rodaban dos manchurrones de rímel mezclados con lágrimas que se confundían con el colorete. Le temblaba el labio inferior y tenía la nariz llena de mocos.
– Bas -gimoteó.
Tenía la mano levantada por encima del hombro y sujetaba con ella el receptáculo del tirachinas, situado en el extremo de la banda elástica, que estaba completamente tensa hacia atrás. En el receptáculo había algo brillante y amarillo. Pestañeé para retirar la sangre que me anegaba los ojos y vi que se trataba de una de las bolas de acero del anillo que formaba la base de la mesa. Sohrab apuntaba con el tirachinas a la cara de Assef.
– No más, agha. Por favor -dijo con voz ronca y temblorosa-. Deja de hacerle daño.
Assef movió la boca sin articular palabra. Luego empezó a decir algo y se interrumpió.
– ¿Qué crees que estás haciendo? -le preguntó finalmente.
– Para, por favor -dijo Sohrab. Sus ojos verdes estaban empañados de lágrimas que se mezclaban con rímel.
– Deja eso, hazara -dijo Assef entre dientes-. Déjalo o lo que estoy haciéndole a él será un cariñoso tirón de orejas comparado con lo que te haré a ti.
Las lágrimas estallaron por fin. Sohrab sacudió la cabeza.
– Por favor, agha -repitió-. Para.
– Deja eso.
– No le hagas más daño.
– Déjalo.
– Por favor.
– ¡Déjalo!
– Bas.
– ¡Déjalo! -Assef me soltó del cuello y gritó a Sohrab con todas sus fuerzas.
Cuando Sohrab soltó el receptáculo, el tirachinas emitió un silbido. Después fue Assef quien gritó. Se llevó la mano al lugar donde su ojo izquierdo había estado hacía sólo un instante. La sangre rezumaba entre sus dedos. Sangre y algo más, algo blanco con aspecto de gelatina. «Eso es lo que se llama líquido vítreo -pensé con claridad-. Lo he leído en alguna parte. Líquido vítreo.»
Assef cayó rodando sobre la alfombra, gritando, sin despegar la mano de la cuenca ensangrentada.
– ¡Vámonos! -exclamó Sohrab. Me dio la mano y me ayudó a ponerme en pie. Cada centímetro de mi apaleado cuerpo gemía de dolor. Detrás de nosotros, Assef seguía chillando.
– ¡Fuera! ¡Fuera! -gritaba.
Abrí la puerta tambaleándome. Los guardias abrieron los ojos de par en par al verme y me pregunté qué aspecto tendría. Cada vez que respiraba me dolía el estómago. Uno de los guardias dijo algo en pastún y entraron en la habitación donde Assef seguía gritando.
– ¡Fuera!
– Bia -dijo Sohrab, tirándome de la mano-. ¡Vámonos!
Avancé dando tumbos por el pasillo, cogido de la manita de Sohrab. Miré por última vez por encima del hombro. Los guardias estaban agachados sobre Assef, haciéndole algo en la cara. Entonces lo comprendí: la bola de acero seguía clavada en la cuenca vacía de su ojo.
Con el mundo entero girando a mi alrededor, bajé las escaleras apoyándome en Sohrab. Los gritos de Assef continuaban arriba; eran los gritos de un animal herido. Salimos al exterior, a la luz de día, yo con el brazo por encima del hombro de Sohrab. Entonces vi a Farid, que corría hacia nosotros.
– Bismillah! Bismillah! -exclamó.
Los ojos se le salieron de las órbitas al ver mi aspecto. Cogió mi brazo, se lo pasó por el hombro y me llevó corriendo al todo-terreno. Creo que grité. Me fijé en que sus sandalias avanzaban pesadamente por el pavimento y golpeaban sus talones callosos y negros. Me dolía respirar. Luego me encontré mirando el techo del Land Cruiser en el asiento trasero, la tapicería beis arrancada, escuchando el «ding, ding, ding» que advertía de una puerta abierta. Oí pasos acelerados alrededor del todoterreno. Farid y Sohrab intercambiaron unas palabras rápidas. Las puertas del todoterreno se cerraron y el motor cobró vida. El coche avanzó a trompicones y sentí una mano diminuta sobre mi frente. Oía voces en la calle, y a alguien que gritaba. Vi árboles que desfilaban borrosos a través de la ventanilla. Sohrab sollozaba. Farid seguía repitiendo: «Bismillah! Bismillah!»
Fue entonces cuando perdí el conocimiento.