Una vez más, el mareo en el coche. En el momento en que pasamos junto al cartel acribillado por las balas donde se leía «El paso de Khyber le da la bienvenida», mi boca comenzó a segregar saliva. Sentí que algo en el interior de mi estómago se revolvía y se agitaba. Farid, el chófer, me lanzó una mirada gélida que no mostraba la más mínima empatía.
– ¿Podría bajar mi ventanilla? -le pregunté.
Encendió un cigarrillo y lo colocó entre los dos dedos que le quedaban en la mano izquierda. Con sus ojos negros fijos en la carretera, se encorvó, cogió el destornillador que llevaba entre los pies y me lo pasó. Lo inserté en el pequeño orificio donde un día había habido una manivela y comencé a darle vueltas para bajar mi ventanilla.
Farid me lanzó una nueva mirada de desprecio, esa vez con una hostilidad apenas disimulada, y siguió fumando su cigarrillo. Desde que habíamos salido del fuerte de Jamrud apenas había pronunciado una docena de palabras.
– Tashakor -murmuré.
Incliné la cabeza para asomarme por la ventanilla y dejar que el aire fresco de la tarde me diese en la cara. El paisaje de las tierras tribales del paso de Khyber, que serpenteaba entre precipicios de esquistos y piedra caliza, era como lo recordaba… Baba y yo habíamos cruzado aquel terreno abrupto en 1974. Las montañas, áridas e imponentes, se intercalaban con profundas gargantas y culminaban en picos dentados. En las cimas de los riscos se veían viejas fortalezas, murallas de adobe derrumbadas. Intenté mantener los ojos fijos en la cumbre nevada del Hindu Kush, en el lado norte, pero cuando parecía que mi estómago se estabilizaba un poco, el camión aceleraba bruscamente o derrapaba en una curva, provocándome nuevas oleadas de náuseas.
– Prueba con un limón.
– ¿Qué?
– Un limón. Es bueno para el mareo -me dijo Farid-. Siempre que hago este viaje traigo uno.
– No, gracias -repliqué.
La simple idea de añadirle acidez a mi estómago me provocó más náuseas. Farid se rió con disimulo.
– Ya sé que no es tan elegante como la medicina americana… Sólo es un viejo remedio que me enseñó mi madre.
Me arrepentí de echar por tierra una oportunidad de caldear la situación.
– En ese caso, tal vez deberías dármelo. -Cogió una bolsa de papel que llevaba en el asiento trasero y extrajo de ella medio limón. Le di un mordisco y esperé unos minutos-. Tenías razón. Me encuentro mejor -mentí.
Como afgano que soy, sabía que era mejor ser mentiroso que descortés. Me obligué a sonreír débilmente.
– Es un viejo truco watani, no hacen falta medicinas elegantes -comentó.
Su tono rozaba la mala educación. Sacudió la ceniza del cigarrillo y se regaló una mirada de satisfacción por el espejo retrovisor. Era un tayik, un hombre larguirucho y moreno con la cara curtida por la intemperie, espaldas anchas y un cuello largo interrumpido por una sobresaliente nuez que asomaba por detrás de la barba cuando volvía la cabeza. Iba vestido prácticamente como yo, aunque más bien al revés: un manto de lana burdamente tejido sobre un pirhan-tumban gris y un chaleco. Se tocaba la cabeza con un pakol de color marrón que llevaba ligeramente ladeado, como el héroe tayik Ahmad Shah Massoud, a quien los tayik conocían como el León del Panjsher.
Fue Rahim Kan quien me había presentado a Farid en Peshawar. Me dijo que tenía veintinueve años, a pesar de que su cara, cansada y arrugada, parecía la de un hombre veinte años mayor. Había nacido en Mazar-i-Sharif y vivido allí hasta que su padre trasladó a la familia a Jalalabad cuando él tenía diez años. A los catorce, él y su padre se unieron a la yihad para luchar contra los shorawi. Habían combatido en el valle del Pajsher durante dos años hasta que el fuego lanzado desde un helicóptero hizo trizas a su padre. Farid tenía dos esposas y cinco hijos. «Tenía siete», me había dicho Rahim Kan con tristeza en la mirada. Por lo visto, unos años atrás había perdido a sus dos hijas menores cuando estalló una mina en las afueras de Jalalabad, la misma que le dejó sin dedos en los pies y se llevó tres de la mano izquierda. Después de aquello, se trasladó con sus esposas y sus hijos a Peshawar.
– Puesto de control -gruñó Farid.
Me hundí un poco en mi asiento, con los brazos cruzados sobre el pecho, intentando olvidar por un instante la sensación de náusea. Pero no había motivo de alarma. Dos soldados paquistaníes se acercaron a nuestro maltrecho Land Cruiser, revisaron superficialmente su interior y nos indicaron con la mano que siguiéramos adelante.
Farid era lo primero que aparecía en la lista de preparativos que hicimos Rahim Kan y yo, una lista que incluía cambiar dólares por kaldar y billetes afganos, mis prendas de vestir y mi pakol (por irónico que parezca, nunca lo había llevado mientras viví en Afganistán), la fotografía de Hassan y Sohrab y, por último, quizá lo más importante: una barba postiza negra y larga hasta el pecho, al gusto de la shari'a. O, al menos, de la versión talibán de la shari'a o Ley Islámica. Rahim Kan conocía a un tipo en Peshawar especializado en tejerlas. A veces las hacía para los periodistas occidentales que cubrían la guerra.
Rahim Kan habría querido que me quedase con él unos días más para planificarlo todo con mayor detalle, pero yo sabía que debía partir lo antes posible. Me daba miedo cambiar de idea. Me daba miedo deliberar, rumiar, agonizar, racionalizar y decirme a mí mismo que no iba. Me daba miedo que la atracción que sentía hacia mi vida en América pudiera echarme atrás e invitarme a vadear de nuevo ese descomunal río, olvidándolo todo, dejando que todo lo que había descubierto aquellos últimos días se hundiese en el fondo. Me daba miedo dejar que las aguas me arrastrasen hasta alejarme de lo que debía hacer. De Hassan. De la llamada del pasado. Y de esa última oportunidad de redención. Así que partí antes de que apareciese cualquier posibilidad de que aquello ocurriera. En cuanto a Soraya, no podía decirle que volvía a Afganistán. De haberlo hecho, ella habría reservado inmediatamente un billete para el siguiente vuelo hacia Pakistán.
Habíamos cruzado la frontera y los signos de pobreza aparecían por doquier. A ambos lados de la carretera se veían cadenas de pueblecitos dispersos aquí y allá, como juguetes abandonados entre las piedras, casas de adobe destrozadas y cabañas construidas con cuatro palos y un pedazo de tela que hacía las veces de tejado. En el exterior de las cabañas se veían niños vestidos con andrajos detrás de un balón de fútbol. Varios kilómetros más adelante vi a un grupo de hombres sentados en cuclillas, como cuervos puestos en fila, sobre el cadáver de un viejo tanque soviético quemado. El viento azotaba los extremos de sus mantos. Detrás de ellos, una mujer con burka marrón cargaba al hombro una gran tinaja de arcilla y se dirigía por un trillado sendero hacia una hilera de casas de adobe.
– Es curioso… -comenté.
– ¿El qué?
– Me siento como un turista en mi propio país -dije, fascinado ante la visión de un cabrero que iba por la carretera encabezando un cortejo de media docena de cabras escuálidas. Farid rió con disimulo y tiró el cigarrillo.
– ¿Todavía consideras este lugar como tu país?
– Creo que una parte de mí lo considerará siempre así -contesté más a la defensiva de lo que pretendía.
– ¿Después de veinte años en América? -repuso, dando un volantazo para esquivar un bache del tamaño de una pelota de playa.
Asentí con la cabeza.
– Me crié en Afganistán. -Farid volvió a reír disimuladamente-. ¿Por qué haces esto?
– No importa -murmuró.
– No, quiero saberlo. ¿Por qué haces esto?
Vi por el retrovisor un brillo en su mirada.
– ¿Quieres que te lo diga? -me preguntó con sarcasmo-. Deja que me lo imagine, agha Sahib. Seguramente vivías en una gran casa de dos o tres pisos con un bonito jardín que tu jardinero sembraba de flores y árboles frutales. Todo rodeado por una verja, naturalmente. Tu padre conduciría un coche americano. Tendrías criados, probablemente hazaras. Tus padres contratarían empleados para decorar la casa con motivo de las elegantes mehmanis que ofrecerían, para que de ese modo sus amigos pudieran ir a beber y a fanfarronear de sus viajes por Europa y América. Y apostaría los ojos de mi primer hijo a que es la primera vez en tu vida que llevas un pakol. -Me sonrió, dejando al descubierto una boca llena de dientes podridos prematuramente-. ¿Voy bien?
– ¿Por qué dices todo eso?
– Porque tú querías saberlo -me espetó. Señaló en dirección a un anciano vestido con harapos que avanzaba con dificultad por un camino de tierra y que llevaba atado a la espalda un gran saco de arpillera lleno de malas hierbas-. Éste es el Afganistán de verdad, agha Sahib. Éste es el Afganistán que yo conozco. Tú siempre has sido un turista aquí, sólo que no eras consciente de ello.
Rahim Kan me había puesto sobre aviso en cuanto a que no debía esperar una cálida bienvenida en Afganistán por parte de los que se quedaron allí y lucharon en las guerras.
– Siento lo de tu padre -dije-. Siento lo de tus hijas y lo de tu mano.
– Eso no significa nada para mí -replicó, y sacudió la cabeza negativamente-. ¿A qué has vuelto? ¿Para vender las tierras de tu Baba? ¿Para embolsarte el dinero y regresar corriendo a América con tu madre?
– Mi madre murió cuando yo nací. -Suspiró y encendió un nuevo cigarrillo. No dijo nada-. Detente.
– ¿Qué?
– ¡Que te detengas, maldita sea! Me estoy mareando… -Salí precipitadamente del camión en el mismo momento en que se detenía sobre la gravilla del arcén.
A última hora de la tarde, el paisaje había cambiado de los picos azotados por el sol y los riscos estériles a otro más verde, más rural. La carretera principal descendía desde Landi Kotal hasta Landi Kana a través de territorio Shinwari. Habíamos entrado en Afganistán por Torkham. La carretera estaba flanqueada por pinos, menos de los que yo recordaba y muchos de ellos completamente desnudos, pero ver árboles de nuevo después del arduo trayecto del paso Khyber era una sensación placentera. Nos acercábamos a Jalalabad, donde Farid tenía un hermano que nos hospedaría aquella noche.
Cuando entramos en Jalalabad, capital del estado de Nangarhar, ciudad famosa por su fruta y su cálido clima, el sol estaba ocultándose. Farid pasó de largo los edificios y las casas de piedra del centro de la ciudad. No había tantas palmeras como recordaba y algunas de las casas habían quedado reducidas a cuatro paredes sin tejado y montañas de escombros.
Farid entró en una calle estrecha sin asfaltar y aparcó el Land Cruiser junto a un arroyo seco. Salté del vehículo, me desperecé y respiré hondo. En los viejos tiempos, los vientos soplaban en las irrigadas planicies de Jalalabad, donde los granjeros cultivaban la caña de azúcar, impregnando la atmósfera de la ciudad con su dulce perfume. Cerré los ojos en busca de aquella dulzura. No la encontré.
– Vamos -dijo Farid impaciente.
Echamos a andar por la calle de tierra, pasamos junto a unos sauces sin hojas y avanzamos entre muros de adobe derrumbados. Farid me condujo hasta una desvencijada casa de una sola planta y llamó a una puerta hecha con tablas.
Asomó la cabeza una mujer joven con los ojos de color verde mar. Un pañuelo blanco le enmarcaba el rostro. Me vio a mí primero y retrocedió, pero luego vio a Farid y sus ojos resplandecieron.
– ¡Salaam alaykum, Kaka Farid!
– Salaam, Maryam jan -respondió Farid, y le ofreció algo que llevaba el día entero negándome a mí: una cálida sonrisa. Le estampó un beso en la coronilla. La mujer se hizo a un lado y me observó con cierta aprensión mientras seguía a Farid hacia el interior de la casa.
El tejado de adobe era bajo, las paredes estaban completamente desnudas y la única luz que había procedía de un par de lámparas colocadas en una esquina. Nos despojamos de los zapatos y pisamos la estera de paja que cubría el suelo. Junto a una de las paredes había tres niños sentados sobre un colchón que estaba cubierto con una manta deshilachada. Se levantó a saludarnos un hombre alto y barbudo, de espaldas anchas. Farid y él se abrazaron y se dieron un beso en la mejilla. Farid me lo presentó como Wahid, su hermano mayor.
– Es de América -le dijo a Wahid, señalándome con el pulgar. Luego nos dejó solos y fue a saludar a los niños.
Wahid se sentó conmigo junto a la pared opuesta a donde estaban los niños, los cuales habían cogido por sorpresa a Farid y le habían saltado a la espalda. A pesar de mis protestas, Wahid ordenó a uno de los niños que fuese a buscar otra manta para que estuviese más cómodo sentado en el suelo y le pidió a Maryam que me sirviera un poco de té. Me preguntó sobre el viaje desde Peshawar y el trayecto por el paso de Khyber.
– Espero que no os cruzarais con los dozds -dijo. El paso de Khyber era tan famoso por su duro terreno como por los bandidos que asaltaban a los viajeros. Antes de que me diera tiempo a responder, me guiñó el ojo y dijo en voz alta-: Aunque, por supuesto, ningún dozd perdería el tiempo con un coche tan feo como el de mi hermano.
Farid consiguió tirar al suelo al niño más pequeño y le hizo cosquillas en las costillas con su mano buena. El niño reía y pataleaba.
– Al menos tengo un coche -repuso jadeando Farid-. ¿Cómo va tu burro últimamente?
– Mi burro es mejor montura que tu todoterreno.
– Khar khara mishnassah -le disparó Farid a modo de respuesta. «Sólo un burro reconoce a otro burro.» Empezaron a reír y yo me uní a ellos. Oí voces femeninas en la habitación contigua. Desde donde estaba sentado veía la mitad de dicha habitación. Maryam y una mujer mayor vestida con un hijab de color marrón, presumiblemente su madre, hablaban en voz baja y vertían el té de una tetera a un puchero.
– ¿Y a qué te dedicas en América, Amir agha? -inquirió Wahid.
– Soy escritor -respondí. Me pareció oír a Farid riéndose a escondidas ante mi respuesta.
– ¿Escritor? -dijo Wahid claramente impresionado-. ¿Escribes sobre Afganistán?
– Sí, lo he hecho. Pero no en este momento -puntualicé.
Mi última novela, Una estación para las cenizas, trataba sobre un profesor universitario que se unía a un grupo de bohemios después de descubrir a su mujer en la cama con uno de sus alumnos. No era un libro malo. Algunos críticos lo calificaron como «un buen libro», y uno incluso utilizó la palabra «fascinante». Pero de pronto me sentía violento por ello. Esperaba que Wahid no me preguntase de qué iba.
– Tal vez deberías volver a escribir sobre Afganistán -dijo Wahid-. Contarle al resto del mundo lo que los talibanes están haciendo con nuestro país.
– Bueno, es que no…, no soy exactamente ese tipo de escritor.
– Oh -repuso Wahid sacudiendo la cabeza y sonrojándose ligeramente-. Tú eres quien mejor lo sabe, naturalmente. No soy nadie para sugerir…
Justo en ese momento entraron en la habitación Maryam y la otra mujer con un par de tazas y una tetera en una pequeña bandeja. Me levanté como señal de respeto, me llevé la mano al pecho e incliné la cabeza.
– Salaam Alaykum -dije.
La mujer mayor, que se había tapado la mitad inferior de la cara con su hijab, inclinó también la cabeza.
– Salaam -respondió en un susurro casi inaudible. Nunca nos miramos directamente. Sirvió el té mientras yo permanecía de pie.
La mujer dejó la taza de té hirviendo delante de mí y salió de la habitación. Iba descalza y por ese motivo no emitió ningún tipo de sonido al desaparecer. Me senté y di un sorbo de aquel té negro y fuerte. Wahid rompió finalmente el incómodo silencio que siguió.
– Bueno, entonces ¿qué es lo que te trae de vuelta a Afganistán?
– ¿Qué es lo que los trae a todos de vuelta a Afganistán, querido hermano? -dijo Farid, dirigiéndose a Wahid, pero sin apartar en ningún momento de mí una mirada despectiva.
– Bas! -replicó bruscamente Wahid.
– Siempre es lo mismo -dijo Farid-. Vender esta tierra, vender aquella casa, recoger el dinero y salir corriendo como una rata. Regresar a América y gastar el dinero en unas vacaciones en México con la familia.
– ¡Farid! -rugió Wahid. Sus hijos, e incluso Farid, se estremecieron-. ¿Has olvidado tus modales? ¡Estás en mi casa! ¡Amir agha es mi invitado esta noche y no permitiré que me deshonres de esta manera!
Farid abrió la boca para decir algo, pero se lo pensó y no dijo nada. Se dejó caer contra la pared, murmuró algo en voz baja y cruzó su pie mutilado por encima del bueno. Su mirada acusadora no me abandonaba ni un instante.
– Perdónanos, Amir agha -me pidió Wahid-. Desde que era un niño, la boca de mi hermano ha ido siempre dos pasos por delante de su cabeza.
– En realidad es culpa mía -dije intentando esbozar una sonrisa bajo la intensa mirada de Farid-. No me siento ofendido. Debería haberle explicado qué es lo que vengo a hacer a Afganistán. No estoy aquí para vender ninguna propiedad. Me dirijo a Kabul para encontrar a un niño.
– A un niño… -repitió Wahid.
– Sí.
Saqué la Polaroid del bolsillo de mi camisa. Ver de nuevo la fotografía de Hassan abrió de nuevo en mi cabeza la herida aún fresca que la noticia de su muerte me había dejado. Tuve que apartar la vista. Se la entregué a Wahid y éste la examinó. Luego me miró a mí, volvió a mirar la fotografía y de nuevo a mí.
– ¿A este niño?
Asentí con la cabeza.
– ¿A este niño hazara?
– Sí.
– ¿Qué significa para ti?
– Su padre significaba mucho para mí. Es el hombre que aparece en la fotografía. Está muerto.
Wahid pestañeó.
– ¿Era amigo tuyo?
Iba a responder que sí instintivamente, como si, en un nivel profundo de mi persona, yo también deseara proteger el secreto de Baba. Pero ya bastaba de mentiras.
– Era mi hermanastro. -Tragué saliva y añadí-: Mi hermanastro ilegítimo.
Le di vueltas a la taza de té y jugueteé con el asa.
– No pretendía entrometerme en tus asuntos.
– No te entrometes en absoluto -dije.
– ¿Qué harás con él?
– Llevarlo a Peshawar. Allí hay gente que cuidará de él.
Wahid me devolvió la fotografía y me puso una mano sobre un hombro.
– Eres un hombre honorable, Amir agha. Un verdadero afgano. -Me encogí interiormente-. Me siento orgulloso de hospedarte esta noche en mi casa -dijo Wahid.
Le di las gracias y miré de reojo a Farid. Estaba cabizbajo, jugando con los bordes rotos de la estera de paja.
•••
Un poco más tarde, Maryam y su madre aparecieron con dos boles muy calientes llenos de shorwa vegetal y dos barras de pan.
– Siento no poder ofrecerte carne -se disculpó Wahid-. Hoy en día, sólo los talibanes pueden permitirse la carne.
– Tiene un aspecto estupendo -comenté.
Y era cierto. Le ofrecí un poco, y también a los niños, pero Wahid dijo que la familia había comido antes de que llegáramos. Farid y yo nos remangamos, mojamos el pan en el shorwa y comimos con las manos.
Mientras comía, vi que los niños de Wahid, los tres muy delgados, con la cara sucia y cabello castaño corto y rizado bajo sus casquetes, lanzaban miradas furtivas a mi reloj digital. El más pequeño le susurró algo al oído a su hermano mediano. Éste asintió con la cabeza, sin apartar los ojos de mi reloj. El mayor (supongo que tendría unos doce años) se balanceaba de un lado a otro, sin despegar tampoco la vista de mi muñeca. Después de cenar y de lavarme las manos con el agua que me ofreció Maryam en un cuenco de barro, pedí permiso a Wahid para darle un hadia, un regalo, a sus hijos. Dijo que no, pero, ante mi insistencia, acabó aceptando a regañadientes. Me quité el reloj y se lo di al más pequeño, que murmuró un tímido «tashakor».
– Te dice la hora que es en cualquier ciudad del mundo -le expliqué. Los niños asintieron educadamente con la cabeza, se pasaron el reloj y fueron probándoselo por turnos. Pero enseguida perdieron el interés y muy pronto el reloj quedó abandonado sobre la estera de paja.
– Podrías habérmelo contado -dijo posteriormente Farid. Estábamos acostados el uno junto al otro sobre los jergones de paja que la esposa de Wahid nos había preparado.
– ¿Contarte qué?
– Por qué motivo habías regresado a Afganistán. -Su voz había perdido el tono áspero que había mostrado desde el momento en que lo había conocido.
– No me lo preguntaste.
– Deberías habérmelo contado.
– No me lo preguntaste.
Se dio la vuelta para mirarme y apoyó la cabeza en el brazo doblado.
– Tal vez te ayude a encontrar a ese niño.
– Gracias, Farid -dije.
– Me equivoqué en mi suposición.
Suspiré.
– No te preocupes. Estás más en lo cierto de lo que imaginas.
Tiene las manos atadas a la espalda con una cuerda toscamente tejida que le corta la carne de las muñecas. Tiene los ojos vendados con un trapo de color negro. Está arrodillado en la calle, junto a una cuneta con agua estancada, la cabeza gacha. Avanza de rodillas por el suelo y la sangre traspasa sus pantalones mientras se balancea rezando. Es la última hora de la tarde y su sombra se proyecta en la gravilla con un movimiento de vaivén hacia delante y hacia atrás. Murmura algo entre dientes. Me acerco. «Mil veces más -murmura-. Por ti lo haría mil veces más.» Se balancea hacia delante y hacia atrás. Levanta la cara. Veo una cicatriz desdibujada sobre su labio superior.
No estamos solos.
Veo primero el cañón. Luego el hombre de pie a sus espaldas. Es alto, lleva chaleco de espiguilla y un turbante negro. Observa al hombre con los ojos vendados que tiene ante él con una mirada que no muestra sino un vacío enorme, cavernoso. Da un paso atrás y levanta el cañón. Lo sitúa en la nuca del hombre arrodillado. Por un instante, el sol de poniente acaricia el metal y centellea.
La escopeta ruge con un sonido ensordecedor.
Sigo la trayectoria en arco hacia arriba que traza el cañón. Veo la cara detrás de la columna de humo que sale de la embocadura. Soy el hombre del chaleco de espiguilla.
Me despierto con un grito atrapado en la garganta.
•••
Salí al exterior. Permanecí bajo el brillo deslustrado de la media luna y alcé la vista hacia el cielo inundado de estrellas. Era noche cerrada y se oía el canto de los grillos y el viento que soplaba entre los árboles. Notaba el frío del suelo bajo los pies descalzos y, de pronto, por primera vez desde que habíamos cruzado la frontera, sentí que estaba de vuelta en casa. Después de todos aquellos años, estaba de nuevo en casa, pisando la tierra de mis antepasados. Aquélla era la tierra donde mi bisabuelo se casó con su tercera esposa un año antes de morir en la epidemia de cólera que asoló Kabul en 1915. Ella le dio lo que sus dos primeras esposas no habían conseguido darle, un hijo. Fue en aquella tierra donde mi abuelo salió a cazar con el rey Nadir Shah y mató un ciervo. Mi madre había muerto en aquella tierra. Y en aquella tierra había luchado yo por obtener el amor de mi padre.
Me senté junto a una de las paredes de adobe de la casa. La atracción que de repente sentía por mi vieja tierra… me sorprendía. Había permanecido lejos de ella el tiempo suficiente para olvidar y ser olvidado. Tenía un hogar en un país que la gente que dormía al otro lado de la pared podía considerar perfectamente otra galaxia. Creía que me había olvidado de aquella tierra. Pero no era así. Y bajo el resplandor descarnado de la media luna sentía Afganistán bullendo bajo mis pies. Tal vez Afganistán tampoco me hubiera olvidado a mí.
Miré en dirección oeste, fascinado ante el hecho de que, en algún lugar detrás de aquellas montañas, siguiese existiendo Kabul. Existía de verdad, no sólo como un antiguo recuerdo o como titular de una noticia en la sección de Asia Pacífico de la página quince de The San Francisco Chronicle. En algún lugar hacia el oeste, detrás de aquellas montañas, dormía la ciudad donde mi hermano de labio leporino y yo volábamos cometas. Allí, en algún lugar, el hombre de los ojos vendados de mi sueño había sufrido una muerte innecesaria. En una ocasión, detrás de aquellas montañas, había hecho una elección. Y en aquel momento, un cuarto de siglo más tarde, la elección me había llevado directamente de regreso a aquella tierra.
Estaba a punto de volver a entrar en la casa cuando escuché voces que provenían del interior. Reconocí una de ellas como la de Wahid.
– …no queda nada para los niños.
– ¡Tenemos hambre, pero no somos salvajes! ¡Es un invitado! ¿Qué se supone que debía hacer yo? -dijo con tensión en la voz.
– …encontrar algo mañana. -Ella parecía a punto de llorar-. Qué voy a darles de comer…
Me alejé de puntillas. Comprendí entonces por qué los niños no habían mostrado el más mínimo interés por el reloj. No miraban el reloj. Miraban mi comida.
Nos despedimos a primera hora de la mañana siguiente. Antes de subir al Land Cruiser, agradecí a Wahid su hospitalidad. Éste señaló en dirección a la pequeña casa que quedaba a sus espaldas y dijo:
– Es tu casa.
Sus tres hijos permanecían en el umbral de la puerta, observándonos. El pequeño llevaba el reloj en la muñeca, flaca como un palillo.
Cuando arrancamos miré hacia atrás por el retrovisor. Wahid permanecía allí, rodeado de sus hijos, en medio de la nube de polvo que nuestro todoterreno había levantado. Se me ocurrió que, en condiciones normales, los niños habrían perseguido el coche de no estar tan famélicos.
Antes, aquella misma mañana, cuando tuve la certeza de que nadie me miraba, hice algo que había hecho veintiséis años atrás: escondí un puñado de billetes arrugados bajo un colchón.