Junio de 2001
Colgué el auricular y me quedé mirándolo fijamente durante un buen rato. Sólo cuando Aflatoon me sorprendió con un ladrido me percaté del silencio que se había apoderado de la estancia. Soraya había dejado el televisor sin volumen.
– Estás pálido, Amir -dijo desde el sofá, el mismo que nos habían regalado sus padres con motivo del estreno de nuestro primer apartamento.
Estaba acostada, con la cabeza de Aflatoon cobijada en su pecho, y las piernas tapadas por los viejos cojines. Hojeaba un especial de la PBS sobre la inquietante situación de los lobos en Minnesota, mientras corregía a desgana unas redacciones del curso que impartía en la escuela de verano (llevaba ya seis años dando clases en el mismo colegio). Se incorporó y Aflatoon bajó de un salto del sofá. Fue el general quien bautizó a nuestro cocker spaniel con el nombre en farsi de Platón, porque decía que, si mirabas con insistencia y durante un rato los ojos negros y transparentes del perro, parecía que estuviera pensando algo muy serio.
Bajo la barbilla de Soraya había aparecido un pequeño atisbo de papada. Los últimos diez años habían rellenado ligeramente la curva de sus caderas y dejado en su cabello negro como el carbón algunas pinceladas de gris ceniza. Sin embargo, conservaba el rostro de la princesa del baile, con sus cejas en forma de pájaro en pleno vuelo, y su nariz, elegantemente curvada como una letra del antiguo alfabeto árabe.
– Estás pálido -repitió Soraya, depositando el montón de papeles sobre la mesa.
– Tengo que ir a Pakistán.
Entonces se puso en pie.
– ¿A Pakistán?
– Rahim Kan está muy enfermo. -Sentí un nudo en la garganta al pronunciar esas palabras.
– ¿El antiguo socio de Kaka? -Soraya nunca había visto a Rahim Kan, pero le había hablado de él. Asentí con la cabeza-, ¡Oh! -dijo-. Lo siento mucho, Amir.
– Manteníamos una relación muy íntima. Cuando era pequeño, fue el primer adulto a quien consideré un amigo.
Le describí a él y a Baba tomando el té en el despacho de mi padre y luego fumando junto a la ventana, la brisa con esencia de escaramujo que llegaba del jardín y doblegaba las columnas de humo.
– Recuerdo que me lo contaste -dijo Soraya. Hizo una pausa-. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
– No lo sé. Quiere verme.
– ¿Es…?
– Sí, es seguro. No me pasará nada, Soraya. -Era la pregunta que ella había deseado formular durante todo aquel rato… Quince años de matrimonio nos habían otorgado el don de leernos el pensamiento-. Voy a dar un paseo.
– ¿Voy contigo?
– No, preferiría ir solo.
Me dirigí en coche hasta Golden Gate Park y paseé por Spreckels Lake, en la zona norte del parque. El sol centelleaba en el agua, sobre la que navegaban docenas de barcos diminutos impulsados por la vivificante brisa de San Francisco. Me senté en un banco y vi a un hombre que lanzaba a su hijo un balón de fútbol y le daba instrucciones de cómo debía manejarlo. Levanté la vista y vi un par de cometas rojas con largas colas azules que se elevaban hacia el cielo. Flotaban por encima de los árboles del extremo oeste del parque, por encima de los molinos de viento.
Pensé en el comentario que había hecho Rahim Kan justo antes de colgar. Fue de pasada, como una ocurrencia de última hora. Cerré los ojos y me lo imaginé al otro extremo del teléfono. Tenía los labios ligeramente entreabiertos y la cabeza inclinada hacia un lado. Una vez más, algo en sus ojos negros sin fondo insinuaba el secreto nunca pronunciado que existía entre nosotros. Con la diferencia de que ahora ya lo sabía. Las sospechas que yo había mantenido durante todos esos años eran ciertas. Sabía lo de Assef, la cometa, el dinero y el reloj de manecillas luminosas. Lo había sabido siempre.
«Ven. Hay una forma de volver a ser bueno», me había dicho Rahim Kan justo antes de colgar el teléfono. Lo dijo de pasada, como una ocurrencia de última hora.
Una forma de volver a ser bueno.
Cuando llegué a casa, Soraya estaba hablando por teléfono con su madre.
– No estará mucho tiempo, madar jan. Una semana, tal vez dos… Si, tú y padar podéis venir a casa…
Hacía dos años, el general se había fracturado la cadera derecha. Sufría una de sus habituales migrañas y, al salir de su habitación, con ojos legañosos y aturdido, había tropezado con el borde de una alfombra. El grito que dio hizo que Khala Jamila saliese corriendo de la cocina. «Fue como un jaroo, un palo de escoba que se parte por la mitad», decía ella siempre, a pesar de que el médico había dicho que era poco probable que hubiera oído nada parecido. La cadera hecha añicos del general (y todas las complicaciones posteriores, la neumonía, la infección, la prolongada estancia en el hospital) acabó con los eternos soliloquios de Khala Jamila sobre su propia salud. E inició otros nuevos sobre la del general. Explicaba a todo aquel que quisiera escucharla que los médicos habían dicho que los riñones empezaban a fallarle. «Sin embargo, ellos no han visto nunca unos riñones afganos, ¿no es así?», decía con orgullo. Lo que mejor recuerdo de la estancia del general en el hospital es a Khala Jamila esperando que se quedara dormido para luego cantarle canciones que yo recordaba de Kabul, que sonaban en la vieja radio llena de interferencias de Baba.
La fragilidad, y también la edad, del general habían suavizado las cosas entre él y Soraya. Paseaban juntos, salían a comer los sábados y, a veces, el general asistía a alguna de sus clases. Se sentaba en el fondo del aula, vestido con su traje gris lleno de brillos, el bastón de madera en el regazo y una sonrisa. A veces incluso tomaba apuntes.
Aquella noche nos acostamos Soraya y yo, ella dándome la espalda, y yo con la cara hundida en su melena. Recordaba cuando nos acostábamos el uno de cara al otro y compartíamos besos y susurros de placer hasta que se nos cerraban los ojos, hablábamos de pies diminutos, primeras sonrisas, primeras palabras, primeros pasos. A veces todavía lo hacíamos, pero hablábamos de la escuela o de mi nuevo libro, o nos reíamos de algún vestido ridículo que habíamos visto en una fiesta. Cuando hacíamos el amor seguía siendo bueno, en ocasiones mejor que bueno, pero algunas noches lo único que sentía era la sensación de desahogo de haberlo hecho, de ser libre para dejarme ir y olvidar, al menos por un rato, la inutilidad de lo que acababa de hacer. Ella no lo decía, pero yo sabía que también Soraya se sentía a veces de aquel modo. Esas noches recuperábamos cada uno nuestro lado de la cama y dejábamos que nuestro salvador se apoderara de nosotros. El de Soraya era el sueño. El mío, como siempre, era un libro.
La noche que llamó Rahim Kan, amparado por la oscuridad, recorrí con la mirada las líneas paralelas de plata que trazaba en la pared la luz de la luna que se filtraba por las persianas. En algún momento, tal vez justo antes de que amaneciera, logré conciliar el sueño. Y soñé con Hassan, que corría arrastrando el dobladillo del chapan verde y haciendo crujir la nieve bajo el peso de sus botas de caucho de color negro. Gritaba por encima del hombro: «¡Por ti lo haría mil veces más!»
Una semana después, me encontraba sentado a bordo de un avión de Pakistani International Airlines, observando cómo un par de empleados uniformados de la compañía retiraban los calzos de las ruedas. El avión se alejó de la terminal y enseguida estuvimos en el aire, atravesando las nubes. Reposé la cabeza en la ventanilla y esperé en vano la llegada del sueño.