11

Fremont, California. Década de los ochenta

A mi padre le encantaba la idea de América.

Y fue la vida en América lo que le provocó la úlcera.

Nos recuerdo a los dos, paseando en Fremont por Lake Elizabeth Park, unas cuantas calles más abajo de donde se encontraba nuestro apartamento, observando cómo los niños jugaban con bates y las niñas reían en los columpios. Durante aquellos paseos, Baba me instruía en política con sus interminables disertaciones.

– En este mundo, Amir, sólo hay tres hombres de verdad -decía. Los contaba con los dedos: América, el salvador inculto, Gran Bretaña e Israel-. El resto… -solía mover la mano y emitir un sonido como «ffft»- son como viejas cotillas.

Lo de Israel levantaba la ira de los afganos de Fremont, que lo acusaban de projudío y, en consecuencia, de antiislámico. Baba se reunía con ellos en el parque para tomar el té con pastel de rowt y los volvía locos con su visión política.

– Lo que no comprenden -me dijo en cierta ocasión- es que la religión no tiene nada que ver con todo esto. -Desde el punto de vista de Baba, Israel era una isla de «hombres de verdad» en un océano de árabes demasiado ocupados en engordar a base del petróleo para preocuparse de nada más-. Israel hace esto, Israel hace aquello -decía Baba, empleando en broma un marcado acento árabe-. ¡Entonces haced algo al respecto! Poneos en acción. ¡Vosotros, árabes, ayudad entonces a los palestinos!

Aborrecía a Jimmy Carter, a quien calificaba de «cretino de dientes grandes». En 1980, cuando todavía estábamos en Kabul Estados Unidos había anunciado su boicot a los Juegos Olímpicos de Moscú.

– ¡Caramba! -exclamó, disgustado, Baba-. Breznev está masacrando a los afganos y lo único que sabe decir ese devorador de cacahuetes es que no piensa ir a nadar a su piscina. -Baba creía que, sin quererlo, Carter había hecho más por el comunismo que el mismo Leónidas Breznev-. No está capacitado para gobernar este país. Es como poner a un niño que no sabe montar en bicicleta a seguir la rueda de un Cadillac recién estrenado.

Lo que Estados Unidos y el mundo necesitaban era un hombre duro. Un hombre que se hiciera respetar, alguien que entrara en acción en lugar de lavarse las manos. Ese alguien llegó en la forma de Ronald Reagan. Y cuando Reagan salió en la televisión y calificó a los shorawi como «el imperio del mal», Baba salió de inmediato a comprar una fotografía del presidente, sonriendo y con el pulgar hacia arriba indicando que todo iba bien. Enmarcó la fotografía y la colgó en el vestíbulo de casa, justo al lado de la vieja fotografía en blanco y negro en la que aparecía él con su corbata fina estrechándole la mano al sha Zahir. Nuestros vecinos en Fremont eran conductores de autobús, policías, empleados de gasolineras y madres solteras que vivían de la beneficencia, exactamente el tipo de obreros que pronto ahogarían bajo la almohada toda la «reaganomanía» que les pasaban por la cara. Baba era el único republicano del edificio.

Pero la niebla de Bay Area le provocaba escozor en los ojos; el ruido del tráfico, dolor de cabeza; y el polen, tos. La fruta nunca era lo bastante dulce, el agua nunca lo bastante limpia ¿y dónde estaban los árboles y los campos? Estuve dos años intentando que Baba se apuntase a clases para mejorar su mal inglés. Pero se burlaba de la idea.

– Tal vez, cuando supiera pronunciar «gato», el profesor me daría una estrellita brillante para poder correr a casa a enseñártela -murmuraba.

Un domingo de primavera de 1983, entré en una pequeña librería de viejo que había al lado de un cine donde ponían películas hindúes, al oeste del punto donde las vías de Amtrak cruzan Fremont Boulevard. Le dije a Baba que tardaría cinco minutos y se encogió de hombros. Él trabajaba en una gasolinera de Fremont y tenía el día libre. Lo vi desfilar por Fremont Boulevard y entrar en Fast & Easy, una pequeña tienda de ultramarinos regentada por una pareja de vietnamitas ancianos, el señor y la señora Nguyen. Eran personas amables; ella tenía Parkinson y a él lo habían operado de la cadera para ponerle un implante. «Ahora es el hombre de los seis millones de dólares», solía decir ella, con su sonrisa desdentada. «¿Te acuerdas del hombre de los seis millones de dólares, Amir?» Entonces el señor Nguyen fruncía el entrecejo como Lee Majors y fingía que corría a cámara lenta.

Me encontraba hojeando un ejemplar de una novela de misterio de Mike Hammer cuando oí gritos y cristales rotos. Solté el libro y salí precipitadamente a la calle. Vi a los Nguyen detrás del mostrador, pálidos. El señor Nguyen abrazaba a su esposa. En el suelo: naranjas, una estantería de revistas, un bote de cecina de buey roto y fragmentos de cristal a los pies de Baba.

Luego resultó que Baba no llevaba dinero encima para pagar las naranjas. Le hizo un talón al señor Nguyen y éste le pidió un documento de identificación.

– Quiere ver mi documentación -gritó Baba en farsi-. ¡Llevo casi dos años comprándole su condenada fruta y poniéndole dinero en el bolsillo, y el hijo de perra ahora quiere ver mi documentación!

– Baba, no es nada personal -dije, sonriendo a los Nguyen-. Es lógico que quiera verla.

– No lo quiero aquí -dijo el señor Nguyen, dando un paso al frente y protegiendo a su esposa. Apuntaba a Baba con su bastón. Se volvió hacia mí-. Tú eres un joven amable, pero tu padre está loco. Ya no es bienvenido.

– ¿Me tiene por un ladrón? -le preguntó Baba, levantando la voz. Se había congregado gente en el exterior para ver qué ocurría-. ¿Qué tipo de país es éste? ¡Nadie confía en nadie!

– Llamaré a la policía -anunció la señora Nguyen asomando la cabeza-. O sale o llamo a la policía.

– Por favor, señora Nguyen, no llame a la policía. Me lo llevaré a casa. No llame a la policía, ¿de acuerdo? Por favor.

– Sí, llévatelo a casa. Buena idea -dijo el señor Nguyen, cuyos ojos, detrás de las gafas bifocales de montura metálica, no se despegaban de Baba.

Acompañé a Baba hacia la puerta. Por el camino le pegó una patada a una revista. Después de hacerle prometer que nunca volvería a entrar allí, volví a la tienda y me disculpé con los Nguyen. Les dije que mi padre estaba pasando por momentos difíciles. Le di a la señora Nguyen nuestro teléfono y nuestra dirección y le dije que evaluara los daños causados.

– Por favor, llámeme en cuanto lo sepan. Lo pagaré todo, señora Nguyen. Lo siento mucho.

La señora Nguyen cogió la hoja de papel y asintió con la cabeza. Vi que le temblaban las manos más de lo normal y eso hizo que me sintiera enfadado con Baba, por conseguir que una anciana temblase de aquella forma.

– Mi padre todavía está adaptándose a la vida en América -añadí a modo de explicación.

Quería decirles que en Kabul utilizábamos una vara como tarjeta de crédito. Hassan y yo íbamos al panadero con la varita. Él hacía una marca con el cuchillo por cada barra de naan que apartaba para nosotros de las llamas del tandoor. A final de mes, mi padre le pagaba según las marcas que hubiera en la vara. Así de simple. Sin preguntas. Sin documentación.

Pero no lo dije. Le di las gracias al señor Nguyen por no haber llamado a la policía y llevé a Baba a casa. Se fue, de mal humor, a fumar al balcón, mientras yo preparaba arroz con estofado de cuellos de pollo. Había pasado año y medio desde que descendimos del Boeing procedente de Peshawar, y Baba aún estaba adaptándose.

Aquella noche cenamos en silencio. Después de un par de mordiscos, Baba retiró el plato.

Lo miré desde el otro lado de la mesa: tenía las uñas desconchadas y negras por el aceite de motor, y los nudillos pelados, y los olores de la gasolinera (polvo, sudor y combustible) impregnaban su ropa. Baba era como el viudo que vuelve a casarse, pero es incapaz de olvidarse de su esposa muerta. Añoraba los campos de caña de azúcar de Jalalabad y los jardines de Paghman. Añoraba a la gente entrando y saliendo de su casa, añoraba pasear por los bulliciosos callejones del Shor Bazaar y saludar a la gente que le conocía a él y había conocido a su padre, que había conocido a su abuelo, gente que compartía antepasados con él, cuyas vidas se entrelazaban con la suya.

Para mí, América era un lugar donde enterrar mis recuerdos.

Para Baba, un lugar donde llorar los suyos.

– Tal vez deberíamos regresar a Peshawar -dije, con la mirada fija en el cubito de hielo que flotaba en mi vaso de agua. Habíamos pasado seis meses en Peshawar a la espera de que el INS, el Servicio de Inmigración y Naturalización, dependiente del gobierno de Estados Unidos, emitiera nuestros visados. El tenebroso apartamento de un solo dormitorio apestaba a calcetines sucios y excrementos de gato, pero estábamos rodeados de gente que conocíamos… Al menos gente que Baba conocía. Había invitado a cenar a todo el pasillo de vecinos, en su mayoría afganos a la espera de recibir sus visados. Inevitablemente, alguno de ellos llegaría con un conjunto de tabla y alguno que otro con un armonio. Prepararían el té y alguien con una voz aceptable cantaría hasta que el sol se pusiera y los mosquitos dejasen de molestar, y aplaudirían hasta que les doliesen las manos.

– Allí eras más feliz, Baba. Era más como estar en casa -dije.

– Peshawar estaba bien para mí. No para ti.

– Aquí trabajas mucho.

– Ahora no estoy tan mal -replicó, refiriéndose a que se había convertido en jefe del turno de día de la gasolinera. Pero yo había observado la mala cara que tenía y cómo se frotaba las muñecas los días húmedos. Y el sudor de su frente cuando después de comer buscaba el bote de los antiácidos-. Además, no vinimos aquí por mí, ¿no? Estiré un brazo por encima de la mesa y le cogí la mano. Mi mano de estudiante, limpia y suave, sobre su mano de trabajador, áspera y callosa. Pensé en todos los camiones, trenes y bicicletas que me había comprado en Kabul. Y luego América. El último regalo para Amir.

Un mes después de llegar a Estados Unidos, Baba encontró trabajo en Washington Boulevard como empleado en la gasolinera de un conocido afgano (había empezado a buscar trabajo a la semana de nuestra llegada). Seis días a la semana, Baba realizaba turnos de doce horas llenando depósitos de gasolina, encargándose de la caja registradora, cambiando aceite y limpiando parabrisas. A veces, cuando le llevaba la comida, lo encontraba buscando un paquete de tabaco en alguna estantería, ojeroso y pálido bajo la luz de los fluorescentes, y con un cliente esperando en el lado opuesto de aquel mostrador manchado de aceite. El timbre de la puerta sonaba a mi entrada y Baba miraba por encima del hombro, me saludaba con la mano y me sonreía. Tenía los ojos humedecidos por el cansancio.

El mismo día en que lo contrataron, Baba y yo acudimos a nuestra asistente social en San José, la señora Dobbins. Se trataba de una mujer obesa, de raza negra. Tenía una mirada risueña y se le formaban hoyuelos al sonreír. Una vez me dijo que cantaba en la iglesia, y yo le creí, pues poseía una voz que me evocaba la leche caliente con miel. Baba depositó el talón de cupones para comida sobre su escritorio.

– Gracias, pero no los quiero -dijo Baba-. Yo siempre trabajo. En Afganistán trabajo, en América trabajo. Muchas gracias, señora Dobbins, pero no me gusta el dinero gratis.

La señora Dobbins pestañeó. Cogió los cupones y nos miró, primero a mí y luego a Baba, como si estuviéramos tramando una travesura o «tendiéndole una trampa», como solía decir Hassan.

– Llevo quince años en este trabajo y nadie había hecho esto -dijo.

Y así fue como Baba acabó con la humillación que le provocaban los cupones de comida al llegar a la caja registradora; de esa manera se deshizo de uno de sus mayores temores: que un afgano lo viera comprando comida con dinero de la beneficencia. Baba salió de aquella oficina como quien ha sido curado de un tumor.

Aquel verano de 1983 me gradué en la escuela superior. Tenía veinte años y, de entre los que aquel día lanzaron el birrete al aire en el campo de fútbol, sin duda era el mayor. Recuerdo que perdí a Baba entre el enjambre de familias, cámaras de fotos y togas azules. Lo encontré cerca de la línea de las veinte yardas, con las manos hundidas en los bolsillos y la cámara colgando sobre el pecho. Aparecía y desaparecía detrás de la multitud que se agitaba entre nosotros: chicas histéricas vestidas de azul que gritaban y lloraban, chicos que presumían entre ellos de sus padres. La barba de Baba empezaba a encanecer y su cabello a clarear en las sienes. ¿No era más alto en Kabul?… Llevaba el traje marrón (su único traje, el que utilizaba para asistir a las bodas y los funerales afganos) y la corbata roja que le había regalado aquel mismo año con motivo de su cincuenta cumpleaños. Entonces me vio y me saludó con la mano. Sonrió. Me hizo señas para que me pusiera el birrete y me hizo una fotografía con la torre del reloj del colegio al fondo. Le sonreí, pues en cierto sentido aquél era más su día que el mío. Se acercó, me rodeó por el cuello con un brazo y me dio un beso en la frente.

– Estoy moftakhir, Amir -dijo. Orgulloso. Le brillaron los ojos cuando lo dijo, y me gustó ser el receptor de aquella mirada.

Por la noche me llevó a un restaurante afgano de kabob, situado en Hayward, y pidió comida en abundancia. Le explicó al propietario que su hijo iría a la universidad en otoño. Habíamos discutido brevemente ese tema antes de la graduación y yo le había dicho que quería trabajar, ayudar, ahorrar algo de dinero, que ya iría a la universidad el curso siguiente. Pero él me había disparado una de esas miradas que volatilizaban las palabras de mi lengua.

Después de cenar, Baba me llevó a un bar que había enfrente del restaurante. Se trataba de un lugar oscuro cuyas paredes estaban impregnadas del olor acre de la cerveza que tanto me ha disgustado siempre. Hombres con gorras de béisbol se emborrachaban con tanques de cerveza mientras jugaban al billar. Sobre las mesas verdes se cernían nubes de humo de cigarrillos que ascendían formando remolinos hacia la luz de los fluorescentes. Atraíamos las miradas de la concurrencia. Baba, con su traje marrón, y yo, con pantalones planchados con raya y chaqueta deportiva. Nos sentamos en la barra, junto a un anciano cuya cara curtida ofrecía un aspecto enfermizo bajo el resplandor azul del cartel de Michelob que colgaba del techo. Baba encendió un cigarrillo y pidió dos cervezas.

– Esta noche soy muy feliz -anunció a todos y a nadie-. Esta noche bebo con mi hijo. Y otra para mi amigo -dijo, dándole un golpecito en la espalda al anciano. El viejo saludó con la gorra y sonrió. No tenía dientes superiores.

Baba se tomó la cerveza en tres tragos y pidió otra. Se bebió tres antes de que yo acabara a la fuerza una cuarta parte de la mía. Por entonces ya había pedido un whisky para el anciano e invitado a cuatro de los que jugaban al billar con una jarra de Budweiser. La gente le estrechaba la mano y le propinaba golpecitos en la espalda. Todos bebían a su salud. Alguien le dio fuego. Baba se aflojó la corbata, le entregó al anciano un puñado de monedas de veinticinco centavos y señaló en dirección a la máquina de discos.

– Dile que ponga sus canciones favoritas -me dijo.

El anciano asintió con la cabeza y le hizo a Baba una reverencia. La música country empezó a sonar al instante y, de esta manera, Baba puso en marcha una fiesta.

En determinado momento, Baba se puso en pie, levantó su cerveza, derramándola sobre el suelo lleno de serrín, y gritó:

– ¡Qué se jodan los rusos!

Entonces explotó una carcajada en la barra a la que siguió como un eco la de todo el local. Baba invitó a otra ronda de cervezas a todo el mundo.

Cuando nos fuimos, todos parecían tristes de verlo marchar. Kabul, Peshawar, Hayward. «El viejo Baba de siempre», pensé, sonriendo.

Conduje hasta casa el viejo Buick Century de color ocre de Baba. Él se echó una cabezada por el camino, roncando como un compresor. Olía a tabaco y alcohol, dulce y punzante. En cuanto detuve el coche, se sentó y dijo con voz ronca:

– Continúa hasta el final de la manzana.

– ¿Por qué, Baba?

– Tú continúa. -Me hizo aparcar en el extremo sur de la calle. Hurgó en el bolsillo del abrigo y me entregó un juego de llaves-. Ten -dijo, señalando el coche que había aparcado delante del nuestro. Se trataba de un modelo antiguo de Ford, largo y ancho, de un color oscuro que no podía adivinar a la luz de la luna-. Necesita pintura y le pediré a uno de los chicos de la gasolinera que le cambie los parachoques, pero funciona. -Cogí las llaves, asombrado. Lo miré primero a él y luego al coche-. Lo necesitarás para ir a la universidad -dijo.

Le tomé la mano y se la apreté. Se me humedecieron los ojos y agradecí que las sombras nos ocultaran la cara.

– Gracias, Baba.

Salimos y nos sentamos en el Ford. Era un Grand Torino. «Azul marino», dijo Baba. Di una vuelta a la manzana con él para comprobar los frenos, la radio, los intermitentes. Luego lo dejé en el aparcamiento de nuestro edificio y apagué el motor.

Tashakor, Baba jan -dije. Deseaba decir algo más, explicarle lo conmovido que me sentía por su amabilidad, lo mucho que apreciaba todo lo que había hecho por mí, todo lo que seguía haciendo. Pero sabía que lo pondría violento-. Tashakor -me limité a repetir.

Sonrió y se apoyó en el reposacabezas; la frente le rozaba el techo. No dijimos nada. Nos limitamos a permanecer sentados en la oscuridad, escuchando el tinc-tinc que hacía el motor al enfriarse, el lamento de una sirena a lo lejos. Entonces Baba volvió la cabeza hacia mí.

– Me habría gustado que Hassan hubiese estado hoy con nosotros -afirmó.

Un par de manos de acero se cernieron sobre mi garganta al oír mencionar el nombre de Hassan. Bajé la ventanilla. Esperé a que las manos de acero disminuyeran la presión.

El día después de la graduación le dije a Baba que en otoño me matricularía en la universidad para sacarme una diplomatura. Él estaba bebiendo té frío y mascando semillas de cardamomo, su antídoto personal para combatir la resaca.

– Creo que estudiaré lengua -dije. Me estremecí interiormente, a la espera de su respuesta.

– ¿Lengua?

– Creación literaria.

Reflexionó un poco. Dio un sorbo de té.

– Cuentos, quieres decir. Escribirás cuentos. -Me miré los pies-. ¿Pagan por eso? ¿Por escribir cuentos?

– Si eres bueno… Y si te descubren.

– ¿Cuántas probabilidades hay de que eso ocurra, de que te descubran?

– Sucede a veces.

Movió la cabeza.

– ¿Y qué harás mientras esperas a ser bueno y a que te descubran? ¿Cómo ganarás dinero? Si te casas, ¿cómo mantendrás a tu khanum?

Me veía incapaz de levantar la vista para enfrentarme a aquello.

– Yo… encontraré un trabajo.

– Oh. Wah wah. O sea, que, si lo he entendido bien, estudiarás un par de años para diplomarte y luego buscarás un trabajo chatti como el mío, uno que podrías obtener fácilmente hoy mismo, vistas las escasas posibilidades de que algún día tu diplomatura pueda ayudarte a conseguir… que te descubran.

Respiró hondo y dio un nuevo sorbo de té. Luego dijo algo relacionado con la escuela de medicina, de abogacía, y «trabajo de verdad».

Me ardían las mejillas y me inundaba un sentimiento de culpa, la culpa de darme yo mis caprichos a expensas de su úlcera, sus uñas negras y sus doloridas muñecas. Pero decidí mantenerme en mis trece. No quería sacrificarme más por Baba. La última vez que lo había hecho me había maldecido por ello.

Baba suspiró, y esa vez se introdujo en la boca un puñado entero de semillas de cardamomo.

En ocasiones me sentaba al volante de mi Ford, bajaba las ventanillas y conducía durante horas, de East Bay a South Bay, hasta Peninsula, ida y vuelta. Conducía por la cuadrícula de calles flanqueadas por álamos de Virginia de nuestro barrio de Fremont, donde gente que jamás le había estrechado la mano a un rey vivía en humildes casas de una sola planta con ventanas con rejas y donde viejos coches como el mío dejaban manchas de aceite en el asfalto. Los jardines traseros de las casas estaban rodeados de verjas de color gris grafito cerradas con cadenas. Las parcelas de césped delanteras estaban descuidadas y en ellas se amontonaban juguetes, neumáticos desgastados y botellas de cerveza con la etiqueta despegada. Conducía por parques llenos de sombras que olían a corteza de árboles, pasaba junto a hileras de centros comerciales lo bastante grandes para albergar simultáneamente cinco torneos de Buzkashi. Ascendía con el Ford Torino hasta las colinas de Los Altos y me detenía junto a propiedades con ventanales y leones plateados que custodiaban las verjas de hierro forjado, casas con fuentes con querubines que flanqueaban pulidos paseos y sin ningún Ford Torino aparcado en la acera. Casas que convertían la que Baba poseía en Wazir Akbar Kan en una cabaña para los criados.

Algunos sábados por la mañana me levantaba temprano y me dirigía al sur por la autopista diecisiete, para luego ascender renqueando por la sinuosa carretera que atravesaba las montañas hasta llegar a Santa Cruz. Aparcaba junto al viejo faro y contemplaba los bancos de niebla que se levantaban desde el mar poco antes de la salida del sol. En Afganistán sólo había visto el mar en el cine. Sentado en la oscuridad, junto a Hassan, me preguntaba si sería cierto lo que había leído, que el aire del mar olía a salado. Yo le decía a Hassan que algún día pasearíamos por una playa llena de algas, hundiríamos los pies en la arena y veríamos el agua retirándose de nuestros talones. La primera vez que vi el Pacífico casi me eché a llorar. Era tan grande y tan azul como los océanos de las películas de mi infancia.

A veces, a primera hora de la tarde, aparcaba el coche y me subía al paso elevado de una autopista. Presionaba la cara contra la valla y, forzando la vista al máximo, intentaba contar las parpadeantes luces traseras que pasaban por debajo. BMW. Saab. Porsche. Coches que nunca había visto en Kabul, donde la mayoría de la gente conducía Volga rusos, Opel viejos o Paikan iraníes.

Habían pasado casi dos años desde nuestra llegada a Estados Unidos y aún seguía maravillándome el tamaño del país, su inmensidad. Más allá de cualquier autopista había otra autopista, más allá de cualquier ciudad, otra ciudad, colinas más allá de las montañas, y montañas más allá de las colinas, y más allá de éstas, más ciudades y más gente.

Mucho antes de que el ejército roussi invadiera Afganistán, mucho antes de que incendiaran los pueblos y destruyeran las escuelas, mucho antes de que se plantasen minas como si de semillas de muerte se tratara y se enterrasen niños en tumbas construidas con un montón de piedras, Kabul se había convertido para mí en una ciudad de fantasmas. Una ciudad de fantasmas de labios leporinos.

América era distinta. América era un río que descendía con gran estruendo, inconsciente del pasado. Y yo podía vadear ese río, dejar que mis pecados se hundieran en el fondo, dejar que las aguas me arrastraran hacia algún lugar lejano. Algún lugar sin fantasmas, sin recuerdos y sin pecados.

Aunque sólo fuera por eso, aceptaba América.

El verano siguiente, el verano de 1984, cuando cumplí los veintiuno, Baba vendió su Buick y compró por quinientos cincuenta dólares un desvencijado autobús Volkswagen del 71 a un antiguo conocido afgano que había sido profesor de ciencias en Kabul. El vecindario entero volvió la cabeza la tarde en que el autobús hizo su entrada en la calle, chisporroteando y echando gases hasta llegar a nuestro aparcamiento. Baba apagó el motor y dejó que el autobús se deslizara en silencio hasta la plaza que teníamos asignada. Nos hundimos en los asientos, nos reímos hasta que nos rodaron las lágrimas por las mejillas y, lo que es más importante, hasta que nos aseguramos de que los vecinos ya no nos miraban. El autobús era una triste carcasa de metal oxidado, las ventanillas habían sido sustituidas por bolsas de basura de color negro, los neumáticos estaban desgastados y la tapicería destrozada hasta el punto de que se veían los muelles. Pero el anciano profesor le había garantizado a Baba que el motor y la transmisión funcionaban, y, en lo que a eso se refería, no le había mentido.

Los sábados Baba me despertaba al amanecer. Mientras él se vestía, yo examinaba los anuncios clasificados de los periódicos de la zona y marcaba con un círculo los de ventas de objetos usados. Luego preparábamos la ruta en el mapa: Fremon, Union City, Newark y Hayward; luego San Jose, Milpitas, Sunnyvale y Campbell, si nos daba tiempo. Baba conducía el autobús y bebía té caliente del termo, y yo lo guiaba. Nos deteníamos en los puestos de objetos usados y comprábamos baratijas que la gente ya no quería. Regateábamos el precio de máquinas de coser viejas, Barbies con un solo ojo, raquetas de tenis de madera, guitarras sin cuerdas o viejos aspiradores Electrolux. A media tarde habíamos llenado de objetos usados la parte trasera del viejo autobús. Después, los domingos por la mañana a primera hora, nos dirigíamos al mercadillo de San Jose, en las afueras de Berryessa, alquilábamos un puesto y vendíamos los trastos a un precio que nos permitía obtener un pequeño beneficio: un disco de Chicago que el día anterior habíamos comprado por veinticinco centavos podíamos venderlo por un dólar, o cinco discos por cuatro dólares; una destartalada máquina de coser Singer adquirida por diez dólares podía, después de cierto regateo, venderse por veinticinco.

Aquel verano, una zona entera del mercadillo de San Jose estaba ocupado por familias afganas. En los pasillos de la sección de objetos de segunda mano se oía música de mi país. Entre los afganos del mercadillo existía un código de comportamiento no escrito: saludar al tipo del puesto que estaba frente al tuyo, invitarlo a patatas bolani o a qabuli y charlar con él. Ofrecerle tus condolencias, tassali, por el fallecimiento de un familiar, felicitarlo por el nacimiento de algún hijo y sacudir la cabeza en señal de duelo cuando la conversación viraba hacia Afganistán y los roussis…, algo que resultaba inevitable. Pero había que evitar el tema de los sábados, porque podía darse el caso de que quien estaba enfrente de ti fuera el tipo al que casi te habías cargado a la salida de la autopista para ganarle la carrera hasta un puesto de venta de objetos usados prometedor.

En los pasillos sólo había una cosa que corría más que el té: los cotilleos afganos. El mercadillo era el lugar donde se bebía té verde con kolchas de almendra y donde te enterabas de que la hija de alguien había roto su compromiso para fugarse con un novio americano, o de quién había sido parchami, comunista, en Kabul, y de quién había comprado una casa con dinero negro mientras seguía cobrando el subsidio. Té, política y escándalos, los ingredientes de un domingo afgano en el mercadillo.

A veces me quedaba a cargo del puesto mientras Baba deambulaba arriba y abajo, con las manos respetuosamente colocadas a la altura del pecho, y saludaba a gente que conocía de Kabul: mecánicos, sastres que vendían abrigos de lana de segunda mano y cascos de bicicleta viejos, antiguos embajadores, cirujanos en paro y profesores de universidad.

Un domingo de julio de 1984, por la mañana temprano, mientras Baba montaba el puesto, fui a buscar dos tazas de café en el de la dirección y cuando volví me encontré a Baba charlando con un hombre mayor y de aspecto distinguido. Deposité las tazas sobre el parachoques trasero del autobús, junto a la pegatina de «Reagan/Bush para el 84».

– Amir -dijo Baba, indicándome que me acercara-, te presento al general sahib, el señor Iqbal Taheri. Fue general condecorado en Kabul. Entonces trabajaba en el ministerio de Defensa.

Taheri. ¿De qué me sonaba ese nombre?

El general se rió como quien está acostumbrado a asistir a fiestas formales donde hay que reír cualquier gracia que hagan los personajes importantes. Tenía el cabello fino y canoso, peinado hacia atrás; la frente, sin arrugas y bronceada, y cejas tupidas con algunas canas. Olía a colonia y vestía un traje con chaleco de color gris oscuro, brillante en algunas zonas de tanto plancharlo; del chaleco le colgaba la cadena de oro de un reloj.

– Una presentación muy rimbombante -dijo con voz profunda y cultivada-. Salaam, bachem. Hola, hijo mío.

Salaam, general sahib -dije, estrechándole la mano. Sus manos finas contradecían el fuerte apretón, como si detrás de aquella piel hidratada se ocultara acero.

– Amir será un gran escritor -comentó Baba. Yo hice de aquello una doble lectura-. Ha finalizado su primer año de licenciatura en la universidad y ha obtenido sobresalientes en todas las asignaturas.

– Diplomatura -le corregí.

Mashallah -dijo el general Taheri-. ¿Piensas escribir sobre nuestro país, nuestra historia, quizá? ¿Sobre economía?

– Escribo novelas -contesté, pensando en la docena aproximada de relatos cortos que había escrito en el cuaderno de tapas de piel que me había regalado Rahim Kan y preguntándome por qué me sentía de repente tan violento por eso en presencia de aquel hombre.

– Ah, novelista. Sí, la gente necesita historias que la entretengan en los momentos difíciles como éste. -Apoyó la mano en el hombro de Baba y se volvió hacia mí-. Hablando de historias, tu padre y yo estuvimos un día de verano cazando faisanes juntos en Jalalabad -dijo-. Era una época maravillosa. Si no recuerdo mal, el ojo de tu padre era tan agudo para la caza como para los negocios.

Baba dio un puntapié con la bota a una raqueta de madera que teníamos expuesta en el suelo sobre la lona.

– Para algunos negocios.

El general Taheri consiguió esgrimir una sonrisa triste y a un tiempo cortés, exhaló un suspiro y dio unos golpecitos amables en la espalda de Baba.

Zendagi migzara -dijo-. La vida continúa. -Después me miró a mí-. Los afganos tendemos a ser considerablemente exagerados, bachem, y muchas veces he oído calificar de «grande» a muchas personas. Sin embargo, tu padre pertenece a la minoría que realmente se merece ese atributo.

Aquel pequeño discurso me pareció igual que su traje: utilizado a menudo y artificialmente brillante.

– Me adulas -dijo Baba.

– No -objetó el general, ladeando la cabeza y poniéndose la mano en el pecho en señal de humildad-. Los jóvenes deben conocer el legado de sus padres. ¿Aprecias a tu padre, bachem? ¿Lo aprecias de verdad?

Balay, general sahib, por supuesto -dije, deseando que dejara de llamarme de esa forma.

– Felicidades, entonces. Te encuentras ya a medio camino de convertirte en un hombre -dijo, sin rastro de humor, sin ironía, el cumplido de un arrogante.

Padar jan, te has olvidado el té -dijo entonces la voz de una mujer joven.

Estaba detrás de nosotros, una belleza de caderas esbeltas, con una melena de terciopelo negra como el carbón, con un termo abierto y una taza de corcho en la mano. Parpadeé y se me aceleró el corazón. Sus cejas, espesas y oscuras, se rozaban por encima de la nariz como las alas arqueadas de un pájaro en pleno vuelo. Tenía la nariz graciosamente aguileña de una princesa de la antigua Persia… Tal vez la de Tahmineh, esposa de Rostam y madre del Shahnamah. Sus ojos, marrón nogal y sombreados por pestañas como abanicos, se cruzaron con los míos. Mantuvieron un instante la mirada y se alejaron.

– Muy amable, querida -dijo el general Taheri mientras le cogía la taza.

Antes de que ella se volviera para marcharse, vi una marca de nacimiento, oscura, en forma de hoz, que destacaba sobre su piel suave justo en el lado izquierdo de la mandíbula. Se encaminó hacia una furgoneta de color gris mortecino que estaba aparcada dos pasillos más allá del nuestro y guardó el termo en su interior. Cuando se arrodilló entre cajas de discos y libros viejos, la melena le cayó hacia un lado formando una cortina.

– Es mi hija, Soraya jan -nos explicó el general Taheri. Respiró hondo, como quien quiere cambiar de tema, y echó un vistazo al reloj que llevaba en el bolsillo del chaleco-. Bueno, es hora de ir a instalarnos. -Él y Baba se besaron en la mejilla y luego a mí me estrechó una mano entre las suyas-. Buena suerte con la escritura -dijo, mirándome a los ojos. Sus ojos azules no revelaban los pensamientos que se ocultaban tras ellos.

Durante el resto del día tuve que combatir la necesidad que sentía de mirar en dirección a la furgoneta gris.

Me acordé de camino a casa. Taheri. Sabía que había oído aquel nombre alguna vez.

– ¿No había una historia sobre la hija de Taheri? -le pregunté a Baba, intentando parecer despreocupado.

– Ya me conoces -respondió Baba mientras nos abríamos paso hacia la salida del mercadillo-. Cuando las conversaciones se convierten en cotilleos, cojo y me largo.

– Pero la había, ¿no? -dije.

– ¿Por qué lo preguntas? -Me miró por el rabillo del ojo.

Me encogí de hombros y luché por reprimir una sonrisa.

– Sólo por curiosidad, Baba.

– ¿De verdad? ¿Es eso todo? -dijo con una mirada guasona que no se apartaba de la mía-. ¿Te ha impresionado?

Aparté la vista.

– Baba, por favor.

Sonrió y salimos por fin del mercadillo. Nos dirigimos hacia la autopista 680 y permanecimos un rato en silencio.

– Lo único que sé es que hubo un hombre y que las cosas no fueron bien. -Lo dijo muy serio, como si estuviera revelándome que ella sufría un cáncer de pecho.

– Oh.

– He oído decir que es una chica decente, trabajadora y amable. Pero que desde entonces nadie ha llamado a la puerta del general, ningún khastegars, ningún pretendiente. -Baba suspiró-. Tal vez sea injusto, pero a veces lo que sucede en unos días, incluso en un único día, puede cambiar el curso de una vida, Amir.

Aquella noche, despierto en la cama, pensé en la marca de nacimiento de Soraya Taheri, en su nariz agradablemente aguileña y en cómo su luminosa mirada se había cruzado fugazmente con la mía. Mi corazón saltaba al pensar en ella. Soraya Taheri. Mi princesa encontrada en un mercadillo.

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