23

Las caras asomaban entre la neblina, permanecían allí, se desvanecían. Miraban con atención, me hacían preguntas. Todos me hacían preguntas. ¿Sé quién soy? ¿Me duele en algún sitio? Sé quien soy y me duele por todas partes. Quiero decírselo, pero hablar me produce dolor. Lo sé porque hace algún tiempo, tal vez hace un año, tal vez dos, tal vez diez, intenté hablar con un niño que llevaba colorete en las mejillas y los ojos tiznados de negro. El niño. Sí, lo veo en este momento. Nos encontramos en el interior de algún tipo de vehículo, el niño y yo, y no creo que sea Soraya quien esté al volante porque Soraya no conduce tan rápido. Quiero decirle algo a ese niño… Parece muy importante que lo haga. Pero no recuerdo lo que quiero decirle, ni por qué es tan importante. Tal vez lo que quiero decirle es que deje de llorar, que todo irá bien a partir de ahora. Tal vez no. Por alguna razón que no comprendo quiero darle las gracias al niño.

Caras. Todos llevan gorros verdes. Aparecen y desaparecen de mi vista. Hablan muy deprisa y usan palabras que no comprendo. Oigo otras voces, otros sonidos, pitidos y alarmas. Y más caras. Me miran con atención. No recuerdo ninguna de ellas, excepto la que lleva gomina en la cabeza y el bigote a lo Clark Gable, el que tiene en el gorro una mancha oscura con la forma de África. El señor Estrella de Telenovela. Es gracioso. Quiero reír. Pero reír también me duele.

Me desvanezco.

•••

Dice que se llama Aisha, «como la mujer del profeta». Su cabello canoso está peinado con raya en medio y recogido en una cola de caballo; en la nariz lleva prendido un adorno que tiene forma de sol. Sus gafas bifocales le hacen los ojos más grandes. También va vestida de verde y tiene las manos suaves. Ve que la miro y sonríe. Dice algo en inglés. Algo se me clava en un lado del pecho. Me desvanezco.

Hay un hombre de pie junto a mi cama. Lo conozco. Es moreno, alto y desgarbado, tiene una barba larga y un sombrero… ¿Cómo se llaman esos sombreros? ¿Pakols? Lo lleva ladeado, igual que un famoso cuyo nombre no consigo recordar. Conozco a ese hombre. Me acompañó en coche a algún sitio hace unos años. Lo conozco. En mi boca hay algo que no funciona como es debido. Oigo un burbujeo.

Me desvanezco.

El brazo derecho me quema. La mujer de las bifocales y el adorno en forma de sol está inclinada sobre mi brazo, aplicándole un tubo de plástico transparente. Dice que es potasio. «Pica como una avispa, ¿verdad?», dice. Así es. ¿Cómo se llama? Algo que tiene que ver con un profeta. La conozco también desde hace unos años. Llevaba siempre el cabello recogido en una cola de caballo. Ahora lo lleva hacia atrás, recogido en un moño. La primera vez que hablamos, Soraya también llevaba el pelo recogido así. ¿Cuándo fue eso? ¿La semana pasada?

¡Aisha! Sí.

En mi boca hay algo que no funciona como es debido. Y esa cosa que se me clava en el pecho…

Me desvanezco.

•••

Nos encontramos en las montañas de Sulaiman, en Baluchistán. Baba está luchando contra el oso negro. Es el Baba de mi infancia, Toophan agha, el imponente ejemplar de pastún, no el hombre consumido bajo las mantas, el hombre de las mejillas y los ojos hundidos. Hombre y bestia ruedan juntos sobre la hierba verde; el cabello rizado de Baba ondea al viento. El oso ruge, o tal vez sea Baba quien lo hace. Vuelan la saliva y la sangre; golpes de garra y de mano de hombre. Caen al suelo con un ruido sordo y Baba, sentado sobre el pecho del oso, le hunde los dedos en el hocico. Me mira y lo veo. Él soy yo. Soy yo quien lucha contra el oso.

Me despierto. El hombre larguirucho de piel oscura vuelve a estar a mi lado. Se llama Farid, ahora lo recuerdo. Y junto a él se encuentra el niño del coche. Su cara me recuerda un sonido de campanas. Tengo sed.

Me desvanezco.

Sigo desvaneciéndome y despertándome.

El nombre del señor con bigote a lo Clark Gable resultó ser el doctor Faruqi. No era una estrella de telenovela, sino un cirujano especialista en cabeza y garganta, pero yo seguí imaginándomelo como un tal Armand en un vaporoso escenario de telenovela en una isla tropical.

«¿Dónde estoy?», quería preguntar, pero la boca no se abría. Fruncía el entrecejo. Gruñía. Armand sonreía; su dentadura era de un blanco reluciente.

– Todavía no, Amir -decía-, pronto. Cuando te quitemos los hierros.

Hablaba inglés con un marcado y ondulante acento urdu. «¿Hierros?» Armand cruzó los brazos; tenía los antebrazos velludos y lucía anillo de casado.

– Supongo que estarás preguntándote dónde te encuentras y qué te ha sucedido. Es completamente normal, el estado postoperatorio resulta siempre desorientador. Así que te explicaré lo que yo sé.

Quería preguntarle acerca de los hierros. ¿Postoperatorio? ¿Dónde estaba Aisha? Quería que me sonriese, quería sentir sus manos suaves junto a las mías.

Armand arqueó una ceja, como dándose importancia.

– Te encuentras en un hospital de Peshawar. Llevas dos días aquí. Has sufrido diversas heridas muy graves, Amir, debo decírtelo. Diría que tienes suerte de seguir con vida, amigo -Mientras decía eso, movía el dedo índice hacia delante y hacia atrás-. Has sufrido una rotura de bazo, y por suerte para ti, la rotura no se ha producido de manera inmediata, pues mostrabas síntomas de un principio de hemorragia en la cavidad abdominal. Mis colegas de la unidad de cirugía tuvieron que realizarte una extirpación de bazo con carácter de urgencia. Si la rotura se hubiese producido antes, te habrías desangrado hasta morir. -Me dio un golpecito en el brazo en el que llevaba colocada la sonda y sonrió-. Tienes también siete costillas rotas. Una de ellas te ha provocado un neumotórax. -Fruncí el entrecejo. Intenté abrir la boca, pero recordé lo de los hierros-. Eso significa que tienes un pulmón perforado -me explicó Armand. Tiró de un tubo de plástico transparente que tenía en el costado izquierdo. Sentí otra vez el pinchazo en el pecho-. Hemos sellado la fuga mediante esta vía pulmonar. -Seguí el recorrido del tubo que, entre vendajes, salía de mi pecho e iba a parar a un recipiente medio lleno de columnas de agua. El sonido de burbujas procedía de allí-. Has sufrido también diversas laceraciones. Heridas con desgarro, vamos.

Quería decirle que conocía perfectamente el significado de laceración, que yo era escritor. Iba a abrir de nuevo la boca. Volví a olvidarme de los hierros.

– La peor ha sido en el labio superior -dijo Armand-. El impacto te ha partido en dos el labio superior, exactamente por la mitad. Pero no te preocupes, los de plástica lo han cosido y dicen que la intervención ha sido un éxito, aunque quedará una cicatriz. Eso es inevitable. Había también una fractura orbital en el lado izquierdo; se trata del hueso de la cuenca ocular, y hemos tenido que repararlo también. En unas seis semanas te retirarán los hierros de las mandíbulas. Hasta entonces sólo podrás tomar líquidos y batidos. Perderás algo de peso y durante una temporada hablarás como Al Pacino en la primera película de El padrino. -Se echó a reír-. Y hoy tienes deberes que hacer. ¿Sabes cuáles? -Negué con la cabeza-. Tus deberes para hoy consisten en echar gases. En cuanto lo hagas podremos empezar a darte líquidos. Si no hay expulsión de gases, no hay comida. -Volvió a reír.

Posteriormente, después de que Aisha me cambiara la sonda y me levantara la cabecera de la cama tal y como yo había solicitado, pensé en lo que me había sucedido. Rotura de bazo. Dientes rotos. Perforación de pulmón. Cuenca ocular destrozada. Y mientras observaba una paloma que picoteaba una miga en el alféizar de la ventana, seguí pensando en otra cosa que había mencionado Armand/doctor Faruqui: «El impacto te ha partido en dos el labio superior -había dicho-, exactamente por la mitad.» Exactamente por la mitad. Un labio leporino.

Farid y Sohrab fueron a visitarme al día siguiente.

– ¿Sabes quiénes somos? ¿Te acuerdas de nosotros? -me preguntó Farid en broma. Asentí con la cabeza-. Al hamdulle-llah! -gritó-. Ya se acabaron los delirios.

– Gracias, Farid -dije a través de las mandíbulas cerradas por los hierros. Armand tenía razón… sonaba un poco como Al Pacino en El padrino. Y mi lengua me sorprendía cada vez que iba a parar a uno de los espacios que habían dejado los dientes que me había tragado-. Gracias de verdad. Por todo.

Él sacudió la mano y se sonrojó levemente.

Bas, no tienes por qué darme las gracias -dijo.

Me volví hacia Sohrab. Llevaba ropa nueva, un pirhan-tumban de color marrón claro que le quedaba un poco grande y un casquete negro. Miraba el suelo y jugueteaba con la sonda que estaba enrollada sobre la cama.

– Aún no nos han presentado como es debido -dije. Le tendí la mano-. Soy Amir.

Miró primero la mano y luego a mí.

– ¿Eres el Amir del que me hablaba agha padre? -me preguntó.

– Sí. -Recordé las palabras de la carta de Hassan. «Les he hablado mucho de ti a Farzana jan y a Sohrab, de cómo nos criamos juntos y jugábamos y corríamos por las calles. ¡Se ríen con las historias de las travesuras que tú y yo solíamos hacer!»-. También a ti tengo que darte las gracias, Sohrab jan -dije-. Me has salvado la vida. -No comentó nada. Retiré la mano al comprobar que no la cogía-. Me gusta tu ropa nueva -murmuré.

– Es de mi hijo -intervino Farid-. A él ya le quedaba pequeña. Yo diría que a Sohrab le sienta bastante bien. -A continuación añadió que el muchacho podía quedarse en su casa hasta que encontráramos un lugar para él-. No disponemos de mucho espacio, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? No puedo abandonarlo en la calle. Además, mis hijos le han tomado cariño. ¿Ha, Sohrab? -Pero el niño seguía mirando el suelo, enrollándose la sonda en el dedo-. Quería preguntarte… -dijo Farid con ciertas dudas-, ¿qué sucedió en aquella casa? ¿Qué sucedió entre tú y el talibán?

– Digamos que ambos recibimos lo que nos merecíamos -contesté. Farid asintió con la cabeza y no indagó más. Se me ocurrió que en algún momento de nuestro viaje desde Peshawar a Afganistán nos habíamos hecho amigos-. Yo también quería preguntarte una cosa.

– ¿Qué?

No quería preguntarlo. Temía la respuesta.

– ¿Rahim Kan?

– Se ha ido.

Mi corazón dio un brinco.

– ¿Está…

– No, sólo… se ha ido. -Me entregó un pedazo de papel doblado y una pequeña llave-. El propietario me lo dio cuando fui a buscarlo. Dijo que Rahim Kan se había ido al día siguiente de que nos fuéramos nosotros.

– ¿Adónde ha ido?

Farid se encogió de hombros.

– El propietario no sabía nada. Dijo que Rahim Kan había dejado la carta y la llave para ti y que se había ido. -Comprobó la hora en el reloj-. Será mejor que me vaya. Bia, Sohrab.

– ¿Podrías dejarlo aquí y pasar a recogerlo más tarde? -Me volví hacia Sohrab y le pregunté-: ¿Quieres quedarte conmigo un rato?

El niño se encogió de hombros y no dijo nada.

– Naturalmente -respondió Farid-. Lo recogeré antes del namaz del atardecer.

En mi habitación había tres pacientes más. Dos hombres mayores -uno con la pierna escayolada, el otro un asmático que respiraba con dificultad- y un muchacho de quince o dieciséis años que había sido intervenido de apendicitis. El hombre de la pierna escayolada nos miraba fijamente, sin pestañear; su mirada pasaba de mí al niño hazara que estaba sentado en un taburete. Las familias de mis compañeros de habitación (mujeres mayores vestidas con shalwar-kameezes de colores chillones, niños y hombres tocados con casquete) entraban y salían constantemente. Llegaban cargados de pakoras, naan, samosa, biryani. Algunos se limitaban a pasear por la habitación, como el hombre alto y barbudo que había llegado justo antes de que lo hiciesen Farid y Sohrab. Iba envuelto en un manto marrón. Aisha le preguntó algo en urdu. Él, sin prestarle la más mínima atención, se dedicó a escudriñar la estancia. Pensé que a mí me miraba más de lo necesario. Cuando la enfermera volvió a dirigirse a él, dio media vuelta y se largó.

– ¿Cómo estás? -le pregunté a Sohrab. El niño se encogió de hombros y se miró las manos-. ¿Tienes hambre? Esa señora de ahí me ha traído un plato de biryani, pero no puedo comerlo. -No sabía qué decirle-. ¿Lo quieres? -Sacudió la cabeza negativamente-. ¿Te apetece hablar?

Volvió a sacudir la cabeza.

Permanecimos así un rato, en silencio; yo incorporado en la cama, con dos almohadas en la espalda, y Sohrab sentado junto a mí en el taburete de tres patas. En algún momento me quedé dormido y cuando me desperté la luz del día había perdido intensidad, las sombras eran más grandes y Sohrab seguía sentado a mi lado. Continuaba con la cabeza baja, mirando sus manitas encallecidas.

Aquella noche, después de que Farid recogiera a Sohrab, desdoble la carta de Rahim Kan. Había retrasado al máximo el momento de leerla. Decía así:


Amir jan:

Inshallah hayas recibido esta carta sano y salvo. Rezo por no haberte puesto en el camino del mal y por que Afganistán se haya mostrado amable contigo. Has estado presente en mis oraciones desde el día de tu partida.

Tenías razón de sospechar que yo lo sabía. Sí, lo sabía. Hassan me lo contó poco después de que sucediese. Lo que hiciste estuvo mal, Amir jan, pero no olvides que cuando los hechos sucedieron tú eras un niño. Un niño con problemas. Por aquel entonces eras demasiado duro contigo mismo, y sigues siéndolo…, lo vi en tu mirada en Peshawar. Pero espero que prestes atención a lo siguiente: el hombre sin conciencia, sin bondad, no sufre. Espero que tu sufrimiento llegue a su fin con este viaje a Afganistán.

Amir jan, me siento avergonzado por las mentiras que te contamos. Tenías todos los motivos para enfadarte en Peshawar. Tenías derecho a saberlo. Igual que Hassan. Sé que esto no absuelve a nadie de nada, pero el Kabul donde vivimos en aquella época era un mundo extraño, un mundo en el que ciertas cosas importaban más que la verdad.

Amir jan, sé lo duro que fue tu padre contigo cuando eras pequeño. Vi cómo sufrías y suspirabas por su cariño, y mi corazón padecía por ti. Pero tu padre era un hombre partido en dos mitades, Amir jan: tú y Hassan. Os quería a los dos, pero no podía querer a Hassan como le habría gustado, abiertamente, como un padre. Así que se desquitó contigo… Amir, la mitad socialmente legítima, la mitad que representaba las riquezas que había heredado y los privilegios que las acompañaban, como, por ejemplo, que sus pecados quedaran impunes. Cuando te veía, se veía a sí mismo. Y su sentimiento de culpa. Estás todavía excesivamente enfadado y me doy cuenta de que es muy pronto para esperar que lo aceptes, pero tal vez algún día comprendas que cuando tu padre era duro contigo, estaba también siendo duro consigo mismo. Tu padre, igual que tú, era un alma torturada, Amir jan.

Soy incapaz de describirte la profundidad y la oscuridad del dolor que me invadió cuando me enteré de su fallecimiento. Lo quería porque era mi amigo, pero también porque era un buen hombre, tal vez incluso un gran hombre. Y eso es lo que quiero que entiendas, que el remordimiento de tu padre corroboró esa bondad, esa bondad de verdad. A veces pienso que todo lo que hizo, dar de comer a los pobres de la calle, construir el orfanato, dejar dinero a los amigos necesitados…, era su forma de redimirse. Y en eso, creo, consiste la auténtica redención, Amir jan: en el sentimiento de culpa que desemboca en la bondad.

Sé que al final Dios perdonará. Perdonará a tu padre, a mí, y a ti también. Espero que puedas hacer tú lo mismo. Perdonar a tu padre. Perdonarme a mí. Y lo más importante, perdonarte a ti mismo.

Te he dejado algún dinero; de hecho, prácticamente todo lo que tengo. Supongo que cuando regreses aquí tendrás que afrontar algunos gastos; ese dinero debería ser suficiente para cubrirlos. El dinero se encuentra en una caja de seguridad de un banco de Peshawar. Farid sabe cuál. Ésta es la llave.

En cuanto a mí, es hora de marcharme. Me queda poco tiempo y deseo pasarlo solo. No me busques, por favor. Es lo último que te pido.

Te dejo en manos de Dios.

Tu amigo para siempre,

Rahim


Me restregué los ojos con la manga del camisón del hospital. Doblé la carta y la guardé debajo del colchón.

«Amir, la mitad socialmente legítima, la mitad que representaba las riquezas que había heredado y los privilegios que las acompañaban, como, por ejemplo, que sus pecados quedaran impunes.» Me preguntaba si tal vez habría sido ése el motivo por el que Baba y yo nos habíamos llevado mucho mejor en Estados Unidos. Vender chatarra a cambio de dinero para nuestros pequeños gastos domésticos y para pagar nuestro mugriento piso… La versión norteamericana de una cabaña; tal vez en América, cuando Baba me miraba, veía en mí un poquito de Hassan.

«Tu padre, igual que tú, era un alma torturada», había escrito Rahim Kan. Tal vez sí. Ambos habíamos pecado y traicionado. Pero Baba había descubierto una manera de generar bien a partir de su remordimiento. Sin embargo, ¿qué había hecho yo, excepto descargar mi culpa sobre la persona a la que había traicionado y luego intentar olvidarlo todo? ¿Qué había hecho yo, excepto convertirme en un insomne?

¿Qué había hecho yo para arreglar la situación?

Cuando entró la enfermera, jeringa en mano (no Aisha, sino una mujer pelirroja cuyo nombre no recuerdo), y me preguntó si necesitaba una inyección de morfina, le dije que sí.

Me retiraron el tubo del pecho a primera hora de la mañana siguiente y Armand autorizó al personal para que me permitieran beber un poco de zumo de manzana. Cuando Aisha dejó el vaso de zumo en la mesita que había junto a la cama, le pedí que me dejara un espejo. Se subió las bifocales a la frente y descorrió la cortina para que la luz del sol matinal inundara la habitación.

– Recuerda una cosa -dijo, hablándome por encima del hombro-. El aspecto mejorará en pocos días. Mi yerno sufrió un accidente de ciclomotor el año pasado. Arrastró por el asfalto su preciosa cara y se le quedó morada como una berenjena. Ahora vuelve a estar perfecto, parece una estrella de Lollywood.

A pesar de sus palabras tranquilizadoras, mirarme al espejo y ver la cosa que pretendía ser mi cara me dejó durante un rato sin respiración. Parecía como si alguien hubiera colocado debajo de mi piel la boquilla de una bomba de aire y hubiese bombeado. Tenía los ojos hinchados y azules, pero lo peor de todo era la boca, un borrón grotesco de morado y rojo, cardenales y puntos de sutura. Intenté sonreír y una punzada de dolor me sacudió los labios. No volvería a hacerlo durante un tiempo. Tenía puntos en la mejilla izquierda, debajo de la barbilla y en la frente, justo debajo de las raíces del pelo.

El anciano de la pierna escayolada dijo algo en urdu. Lo miré encogiéndome de hombros y sacudí negativamente la cabeza. Señaló su cara, se dio unos golpecitos y me regaló una ancha sonrisa, una sonrisa desdentada.

– Muy bien -dijo en inglés-. Inshallah.

– Gracias -susurré.

Farid y Sohrab llegaron justo cuando dejé el espejo. Sohrab tomó asiento en su taburete y apoyó la cabeza en los barrotes de la cama.

– ¿Sabes? Creo que cuanto antes te saquemos de aquí, mejor -dijo Farid.

– Dice el doctor Faruqi…

– No me refiero del hospital, sino de Peshawar.

– ¿Por qué?

– No creo que puedas seguir estando seguro aquí durante mucho tiempo -respondió Farid. Luego bajó el tono de voz-. Los talibanes tienen amigos en esta ciudad. Empezarán a buscarte.

– Tal vez lo hayan hecho ya -murmuré, pensando en el hombre barbudo que había entrado en la habitación y se había quedado mirándome.

Farid se inclinó hacia mí.

– Tan pronto como puedas caminar te llevaré a Islamabad. Tampoco allí estarás completamente seguro, en Pakistán no hay ningún lugar que lo sea, pero estarás mejor que aquí. Al menos ganarás un poco de tiempo.

– Farid jan, esto tampoco puede ser seguro para ti. Tal vez no deberían verte conmigo. Tienes una familia de la que cuidar.

Farid me indicó con un gesto de la mano que no me preocupara.

– Mis hijos son pequeños, pero muy juiciosos. Saben cuidar de sus madres y de sus hermanas. -Sonrió-. Además, no he dicho en ningún momento que vaya a hacerlo gratis.

– Tampoco yo lo permitiría -dije. Me olvidé de que no podía sonreír y lo intenté. Cayó un hilillo de sangre por la barbilla-. ¿Puedo pedirte un favor más?

– Por ti lo haría mil veces más -respondió Farid.

Y tan sólo de oír pronunciar aquella frase, me eché a llorar. Busqué con dificultad una bocanada de aire. Las lágrimas rodaban por mis mejillas y me causaban escozor cuando llegaban a los labios, que estaban en carne viva.

– ¿Qué sucede? -me preguntó Farid alarmado.

Me tapé la cara con una mano y levanté la otra. Sabía que la habitación entera me miraba. Después me sentí agotado, vacío.

– Lo siento -dije. Sohrab me observaba con el entrecejo fruncido. Cuando fui capaz de recuperar el habla, le expliqué a Farid lo que quería de él-. Rahim Kan me dijo que la pareja de americanos vivía aquí, en Peshawar.

– Será mejor que me anotes los nombres -dijo Farid contemplándome con cautela, como esperando que en cualquier momento fuera a atenazarme otra explosión de llanto. Garabateé los nombres en un pedazo de servilleta de papel.

– John y Betty Caldwell.

Farid se guardó el trozo de papel en el bolsillo.

– Los buscaré enseguida -dijo, y se volvió hacia Sohrab-. En cuanto a ti, te recogeré a última hora de la tarde. No canses mucho a Amir agha.

Pero Sohrab se había acercado a la ventana, donde media docena de palomas paseaban de un lado al otro del alféizar, picoteando la madera y algunas migas de pan duro.

En el cajón del medio de la mesilla había un número antiguo de la revista National Geographic, un lápiz con la punta mordisqueada, un peine al que le faltaban púas y lo que andaba buscando en aquel momento mientras el sudor me resbalaba por la cara debido al esfuerzo: una baraja de cartas. Ya las había contado en otro momento y, para mi sorpresa, la baraja estaba completa. Le pregunté a Sohrab si quería jugar. No esperaba que me respondiera, y mucho menos que jugase. Había permanecido en silencio desde que habíamos huido de Kabul. Sin embargo, se volvió desde la ventana y dijo:

– A lo único que sé jugar es al panjpar.

– Lo siento por ti, porque soy un gran maestro del panjpar, famoso en el mundo entero. -Tomó asiento en el taburete y le di cinco cartas-. Cuando tu padre y yo teníamos tu edad, jugábamos mucho a este juego. Sobre todo en invierno, cuando nevaba y no podíamos salir. Jugábamos hasta que se ponía el sol.

Jugó una carta y cogió otra del mazo. Yo le lanzaba miradas furtivas mientras él estudiaba sus cartas. Era como su padre en muchos aspectos: la manera de sostener el abanico de cartas con las dos manos, la forma de entornar los ojos para estudiarlas, el modo de mirar de vez en cuando directamente a los ojos…

Jugamos en silencio. Gané la primera partida, le dejé ganar la siguiente y perdí las demás sin trampa ni cartón.

– Eres tan bueno como tu padre, tal vez incluso mejor -comenté después de perder por última vez-. Yo le ganaba a veces, pero creo que me dejaba ganar. -Hice una pausa antes de decir-: A tu padre y a mí nos crió la misma mujer.

– Lo sé.

– ¿Qué… qué te explicó sobre nosotros?

– Que fuiste el mejor amigo que tuvo en su vida -contestó.

Giré entre los dedos la jota de diamantes y la lancé al aire.

– No fui tan buen amigo -dije-. Pero me gustaría ser tu amigo. Creo que podría ser un buen amigo tuyo. ¿No crees que estaría bien? ¿Te gustaría?

Le puse la mano en el brazo, con cautela, pero él lo apartó, tiró las cartas y se levantó del taburete. Se dirigió de nuevo hacia la ventana. El sol se ponía en Peshawar y el cielo estaba inundado de franjas rojas y violetas. En la calle se oían bocinazos, el rebuzno de un asno, el silbato de un policía… Sohrab siguió con la frente apoyada en el cristal, rodeado de aquella luz carmesí, con los puños escondidos bajo las axilas.

Aisha dio instrucciones a un auxiliar para que aquella noche me ayudara a dar mis primeros pasos. Di una única vuelta a la habitación, sujetándome con una mano al portagoteros y con la otra al antebrazo del auxiliar. Tardé diez minutos en acostarme de nuevo, y transcurrido ese tiempo la herida abdominal me daba enormes punzadas y estaba empapado de sudor. Me quedé tendido en la cama, jadeante; los latidos del corazón me martilleaban en los oídos y pensé en lo mucho que echaba de menos a mi esposa.

Sohrab y yo pasamos prácticamente todo el día siguiente jugando al panjpar, en silencio, como siempre. Y el día siguiente. Apenas hablábamos, nos limitábamos a jugar, yo incorporado en la cama y él sentado en el taburete de tres patas. La rutina se interrumpía únicamente cuando yo daba mi paseo por la habitación o iba al baño, que estaba al final del pasillo. Aquella noche tuve un sueño. Soñé que Assef estaba en la puerta de mi habitación del hospital con la bola de acero todavía incrustada en la cuenca del ojo.

– Tú y yo somos iguales -decía-. Te criaste con él, pero eres mi gemelo.


A primera hora del día siguiente le dije a Armand que me iba.

– Aún es pronto para el alta -protestó él. Aquel día no llevaba la bata, sino que iba vestido con un traje azul marino y corbata amarilla. Tenía el pelo engominado-. Sigues en tratamiento con antibióticos por vía intravenosa y…

– Debo irme -dije-. Aprecio lo que has hecho por mí, lo que habéis hecho todos vosotros. De verdad. Pero tengo que marcharme.

– ¿Adónde vas? -me preguntó Armand.

– Preferiría no decirlo.

– Apenas puedes caminar.

– Puedo ir hasta el final del pasillo y volver. Me recuperaré pronto.

El plan era el siguiente: recoger el dinero de la caja de seguridad, pagar las facturas del hospital e ir al orfanato para dejar a Sohrab con John y Betty Caldwell. Luego viajaría hasta Islamabad y me concedería unos días para restablecerme un poco antes de volver a casa.

El plan era ése. Hasta que llegaron Farid y Sohrab a la mañana siguiente.

– Tus amigos, John y Betty Caldwell, no están en Peshawar -dijo Farid.

Me costó diez minutos conseguir meterme en mi pirhan-tumban. Cuando levantaba el brazo, me dolía el pecho en la zona donde me habían realizado la incisión para insertar el tubo de los pulmones, y el abdomen me daba punzadas cada vez que me agachaba. El simple esfuerzo de guardar mis escasas pertenencias en una bolsa de papel marrón me obligaba a respirar de forma entrecortada. Pero por fin conseguí tenerlo todo preparado, y cuando llegó Farid con las noticias, estaba esperándolo sentado en el borde de la cama. Sohrab se sentó a mi lado.

– ¿Adónde han ido? -pregunté.

Farid sacudió la cabeza.

– ¿No lo comprendes…?

– Rahim Kan dijo…

– He ido al consulado de Estados Unidos -me contó Farid cogiendo mi bolsa-. Nunca ha habido ningunos John y Betty Caldwell en Peshawar. Según la gente del consulado, no han existido nunca. Al menos aquí, en Peshawar.

A mi lado, Sohrab hojeaba el número viejo de National Geographic.

Sacamos el dinero del banco. El director, un hombre panzudo con manchas de sudor debajo de las axilas, me sonreía mientras me aseguraba que nadie del banco había tocado aquel dinero.

– Absolutamente nadie -dijo muy serio, moviendo el dedo índice de la misma manera que Armand.

Pasear en coche por Peshawar con aquella cantidad de dinero en una bolsa de papel fue una experiencia aterradora. Además, yo sospechaba que cualquier hombre barbudo que me miraba era un asesino talibán enviado por Assef. Y mis temores se veían agravados por dos circunstancias: en Peshawar hay muchos hombres barbudos y todo el mundo te mira.

– ¿Qué hacemos con él? -me preguntó Farid mientras se dirigía lentamente hacia el coche después de haber pagado la factura del hospital. Sohrab estaba en el asiento trasero del Land Cruiser, observando el tráfico por la ventanilla bajada, con la barbilla apoyada en las manos.

– No puede quedarse en Peshawar -dije jadeando.

Nay, Amir agha, no puede… -Farid había leído la pregunta en mis palabras-. Lo siento. Me gustaría…

– No pasa nada, Farid -Conseguí esbozar una sonrisa de agotamiento-. Tú tienes bocas que alimentar. -Había un perro junto al todoterreno. Estaba alzado sobre las patas traseras y tenía las delanteras apoyadas en la puerta del vehículo. Movía la cola y Sohrab jugaba con él-. De momento vendrá conmigo a Islamabad.

•••

Dormí prácticamente durante todo el trayecto de cuatro horas hasta Islamabad. Soñé muchísimo, pero lo único que recuerdo es un batiburrillo de imágenes que destellan de forma intermitente en mi cabeza, como las tarjetas que van dando vueltas en un archivador giratorio: Baba adobando el cordero en la fiesta de mi decimotercer cumpleaños. Soraya y yo haciendo el amor por primera vez, el sol saliendo por el este, la música de la boda resonando todavía en nuestros oídos, sus manos pintadas con henna enlazadas con las mías. El día en que Baba nos llevó a Hassan y a mí a un campo de fresas en Jalalabad (el propietario nos había dicho que podíamos comer todas las que quisiésemos siempre y cuando le compráramos un mínimo de cuatro kilos) y el empacho que sufrimos posteriormente los dos. Lo oscura, casi negra, que era la sangre de Hassan sobre la nieve cuando goteaba de la parte de atrás de sus pantalones. «La sangre es muy importante, bachem.» Khala Jamila dándole golpecitos en la rodilla a Soraya y diciéndole: «Dios es quien mejor lo sabe, tal vez es que no debía ser así.» Durmiendo en el tejado de casa de mi padre. Baba diciendo que el único pecado era el robo. «Cuando mientes, le robas a alguien el derecho a la verdad.» Rahim Kan al teléfono diciéndome que existe una forma de volver a ser bueno. «Una forma de volver a ser bueno…»

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