Capítulo 7

La tarea era demasiado grande

Inger Johanne Vik arrugó la nariz a causa del té. Lo había dejado demasiado tiempo y estaba muy amargo. Escupió de vuelta a la taza el líquido amarronado.

– Puaj -murmuró, alegrándose de estar sola cuando dejó la taza y abrió la puerta de la nevera.

Tendría que haberse negado. Los dos casos de asesinato ya eran lo suficientemente complicados para un equipo de policías profesionales, con acceso a la tecnología moderna, a avanzados programas de ordenador y visión de conjunto, además de con todas las horas del día a su disposición.

Inger Johanne no tenía nada de todo eso. Iba de cráneo. Sus días eran de las niñas. De vez cuando sentía que llevaba puesto el piloto automático, entre la lavadora y los deberes de Kristiane, entre hacer la comida y lo que intentaban ser ratos de paz amamantando al bebe. Incluso las semanas en las que no estaba la hija mayor rebosaban de quehaceres.

Pero las noches eran largas.

El tiempo que pasaba inclinada sobre las copias de los documentos que Yngvar, saltándose todas las reglas, traía a casa por las tardes pasaba lentamente, como si también el reloj considerara que se merecía un descanso tras un día fatigoso.

Cogió una gaseosa, la abrió y bebió de la botella.

– Rotura perianal -dijo a media voz al sentarse de nuevo ante la barra americana y ojear el informe definitivo de la autopsia del caso de asesinato de Fiona Helle.

Comprendía anal. Rotura significaba algo así como desgarro o grieta. El prefijo «peri» era peor.

– Periscopio -murmuró mientras mordisqueaba el lápiz-. Periferia. Peri…

Se golpeó levemente la frente. Por suerte no había tenido que preguntarle a nadie. Para una mujer adulta resultaba embarazoso no entender una palabra inmediatamente. Aunque sus dos hijas habían nacido por cesárea, Inger Johanne tenía bastantes amigas que con vivas palabras le habían descrito el problema.

La pequeña Fiorella había dejado sus huellas. Bien.

Dejó el documento a un lado y se concentró sobre el informe de la reconstrucción. No le decía nada que no supiera de antes. Siguió pasando las hojas con impaciencia. Puesto que el caso había crecido hasta contar con cientos de documentos, quizá más de mil, obviamente no había tenido acceso a todos.

Yngvar agrupaba y seleccionaba. Ella leía.

Sin encontrar nada.

Los papeles eran una serie sin fin de repeticiones, un caminar en círculo alrededor de lo obvio y evidente. No desvelaban ningún secreto. No había oposición, nada que llamara la atención, nada en lo que emplear tiempo de más con la esperanza de ver algo desde una perspectiva diferente.

Desanimada, cerró la carpeta de golpe.

Tenía que aprender a decir que no con mucha más frecuencia.

Como cuando había llamado su madre, ese mismo día, invitando a toda la familia a comer en su casa el domingo. Con Isak, por supuesto.

Habían pasado casi seis años desde el divorcio. Aunque a veces se preocupaba y se irritaba por la indulgente educación que Isak proporcionaba a Kristiane, sin horarios fijos para acostarse, con comidas sencillas y golosinas a diario, sentía una genuina alegría al verlos juntos. Kristiane e Isak eran físicamente iguales y se compenetraban mentalmente, a pesar de la incomprensible y no diagnosticada discapacidad de la niña. Le costaba más aceptar que su ex marido todavía cuidara la relación con los padres de Inger Johanne. Más de lo que lo hacía ella, para ser completamente sincera.

Le dolía y le reprochaba la vergüenza que sentía.

– ¡Espabila!

Sin saber en realidad por qué, volvió a sacar el informe de la autopsia.

Estrangulamiento, ponía. La causa de la muerte ya la sabía de antes. La lengua era descrita clínicamente. Nada nuevo.

Hematomas en torno a ambas muñecas. Ningún indicio de agresión sexual. Tipo de sangre A. Un quiste en la boca, bajo la mejilla izquierda, del tamaño de un guisante y benigno. Cicatrices, en varios sitios. Todas antiguas. De una operación en el hombro, cuatro lunares que le habían quitado y una cesárea. Además de una marca de cinco picos en el brazo derecho, relativamente grande pero prácticamente invisible. Posiblemente se había pinchado con algo hacía mucho tiempo. Tenía uno de los lóbulos de la oreja hinchados. La uña del dedo índice izquierdo estaba azul y a punto de caerse en el momento de la muerte.

El informe, con sus nítidos detalles, no le proporcionaba nada. Sólo le quedaba en la conciencia la vaga impresión de que había algo importante; algo que había agarrado por un instante, una idea sobre algo que no encajaba del todo.

La concentración le fallaba. Se irritaba con Isak, con su madre y con la amistad surgida entre ellos.

Energía desperdiciada, por supuesto. Isak era Isak. La madre era tal y como había sido siempre, rehuía los conflictos, era ambigua y extremadamente leal hacia aquellos a quienes quería.

«Deja de entrometerte», pensó Inger Johanne con cansancio, pero no lo conseguía.

– Enfoca -se dijo a media voz-. Tienes que enfoc… Ahí.

Su dedo se detuvo al final de una de las hojas. Esto no encajaba.

Tragó saliva. Al alzar la mano para seguir ojeando, buscando febrilmente un dato, algo que acababa de leer de pasada, se dio cuenta de que temblaba. Una ligera aceleración del pulso le hizo respirar por la boca.

Ahí.

Tenía razón. Esto simplemente no encajaba. Agarró el teléfono y sintió que la mano se le había humedecido.


En la otra punta de Oslo, Yngvar Stubø estaba cuidando a su nieto de casi seis años. El niño estaba durmiendo sobre su regazo. El abuelo acariciaba la oscura cabeza con la nariz. El olor a jabón infantil era dulce y cálido. El crío ya debería estar en la cama. Su yerno era un tipo majo y flexible, pero insistía firmemente en que el niño tenía que dormirse solo. Pero Yngvar no era capaz de resistirse a esos grandes ojos negros. Se había traído a escondidas uno de los biberones de Ragnhild. La cara de Amund al comprender que iba a poder ser un niño pequeño, con biberón y mimos en el regazo era impagable.

El niño, curiosamente, nunca había tenido celos de Kristiane. Al contrario, le fascinaba la peculiar niña que le sacaba cuatro años. Lo de haber tenido una tía hacía seis meses lo llevaba peor.

Sonó el teléfono.

Amund siguió durmiendo igual de firmemente. Cuando Yngvar se inclinó hacia la mesa para contestar, el niño relajó la presión sobre el biberón.

– Hola -dijo a media voz, con el auricular aplastado entre la barbilla y el hombro, en el momento en que se estiraba para coger el mando a distancia.

– Hola, corazón. ¿Estáis bien los chicos?

Sonrió. La agudeza de su voz la delataba.

– Sí, sí. Nos lo hemos pasado bien. Hemos jugado a un juego de cartas estúpido y al lego. Pero tú no llamas para que te cuente esto.

– No os voy a molestar mucho si estáis…

– El crío está durmiendo. Tengo tiempo.

– ¿Podrías…? Mañana, o tan pronto como sea posible, tienes que comprobarme un par de cosas.

– Muy bien.

Se equivocó al pulsar el mando. El presentador del telediario tuvo tiempo de berrear que cuatro estadounidenses habían sido asesinados en Basora antes de que Yngvar encontrara el botón adecuado. Amund se quejó y giró la cara contra el brazo de su abuelo.

– Estoy un poco… Espera.

– Es un segundo, nada más -insistió Inger Johanne-. Tienes que conseguirme el informe del médico que la atendió al nacer Fiorella. El informe médico de Fiona Helle, vamos. De cuando nació su hija.

– Está bien -dijo él-. ¿Por qué?

– No me gusta hablar de estas cosas por teléfono -dijo Inger Johanne, titubeando-. Ya que te vas a quedar a dormir en casa de Bjarne y Randi, tendrás que pasarte mañana por la mañana para que te dé los detalles o si no…

– No creo que me dé tiempo. Le he prometido a Amund que voy a acompañarlo a la guardería.

– Confía en mí, anda. Puede ser importante.

– Yo siempre confío en ti -dijo Yngvar con dulzura.

– Con razón.

Su risa resonó en el teléfono.

– Una cosa más -profirió él-. Querías que hiciera otra cosa más.

– Tienes que permitirme que… Dice en los papeles que la madre de Fiona está muy enferma y…

– Sí. Yo mismo hice ese interrogatorio. Esclerosis múltiple. Completamente lúcida en la cabeza, pero por lo demás derrotada -señaló Yngvar.

– ¿Así que está completamente lúcida?

– Por lo que sé, la esclerosis múltiple no ataca a la cabeza -dijo él.

– No te pongas así…

Amund se metió el pulgar en la boca y volvió a girarse hacia el cuerpo de Yngvar.

– No me pongo así -dijo sonriendo-. Te tomo el pelo, nada más.

– Tengo que hablar con ella. -La voz de Inger Johanne delataba decisión…

– ¿Tú?

– Estoy haciendo un trabajo para vosotros, Yngvar.

– Muy informalmente y sin ningún tipo de autoridad. Suficiente tenemos con que andes trapicheando con los documentos. A eso el jefe, de alguna manera, le ha dado su consentimiento tácito. Pero no puedo coger y darte…

– Hombre, no creo que nadie me pueda impedir que, en tanto que particular, visite a una anciana señora en un hospital -dijo ella.

– Y entonces, ¿por qué me preguntas?

– Por Ragnhild. No creo que sea buena idea llevarla conmigo. ¿No hay ninguna posibilidad de que pudieras volver a casa pronto mañana?

– Pronto -repitió él-. ¿Qué significa eso?

– ¿A la una? ¿A las dos?

– Quizá pueda salir de ahí sobre las dos y media. ¿Te vale?

– Me tendrá que valer, claro. Te lo agradezco.

– ¿Estás segura de que no me puedes contar nada? Tengo que admitir que tengo más que curiosidad por saber de qué se trata.

– Y yo muchas ganas de contártelo -dijo Inger Johanne, y le pegó un sorbo a algo; su voz casi desapareció-. Pero has sido tú quien me ha enseñado a ser cautelosa por teléfono.

– Pues entonces tendré que aguantarme. Hasta mañana.

– Tienes que meter a Amund en la cama -dijo ella.

– Está en la cama -respondió él, estupefacto.

– No. Está durmiendo en tu regazo con el biberón de Ragnhild.

– Pamplinas.

– Acuesta al niño, Yngvar. Y duerme bien. Eres el mejor del mundo.

– Tú eres…

– Espera. Si tienes tiempo, ¿podrías comprobar otra cosa? ¿Podrías averiguar si Fiona faltó al colegio durante un periodo largo de tiempo cuando iba al instituto?

– ¿Cómo? -La voz de Yngvar delataba desconcierto.

– Si fue estudiante de intercambio o algo de eso. Un viaje de estudios, alguna larga enfermedad o algún viaje a Australia para visitar a una tía, qué sé yo. Eso debería ser fácil de averiguar, ¿no?

– Siempre puedes preguntarle a la madre -dijo él, desalentado-. Ya que de todos modos la vas a ver, quiero decir. Supongo que es la más adecuada para responder a algo así.

– No estoy segura de que quiera responder. Pregúntale, al marido. O a una vieja amiga. A alguien. ¿Lo harás? -pidió Inger Johanne.

– Que sí. Acuéstate.

– Buenas noches, amor.

– Lo digo en serio. Acuéstate. No sigas mirando los documentos. No se te van a escapar. Buenas noches, querida mía.

Yngvar colgó y se levantó tan cuidadosamente como pudo del sofá, que era un poco demasiado blando. Le costó encontrar el equilibrio, estrujaba demasiado a Amund. El niño gimió, pero seguía acostado en sus brazos como un pequeño puf flojo.

– No entiendo por qué todos creen que te mimo demasiado -susurró Yngvar-. Simplemente no lo entiendo.

Llevó al niño al dormitorio de invitados, lo colocó al fondo de la cama, se desvistió sin hacer ruido, se puso el pijama y se acostó dándole la espalda al pequeño.

– Abuelito -susurró el niño entre sueños, una mano pasó por la nuca de Yngvar.

Durmieron profundamente durante nueve horas, Yngvar llegó casi una hora tarde al trabajo.


Trond Arnesen se había encargado de que tanto el farol del poste de la cancela como la luz del porche funcionaran antes de que volviera a mudarse a la casita que ahora iba a heredar. A pesar de todo, la oscuridad ahí afuera resultaba peligrosa. Su hermano se había ofrecido a estar con él los primeros días. Trond había rechazado la oferta dándole las gracias. La transición a una vida en solitario no podía hacerse paulatinamente. Éste era su hogar, aunque no hiciera más de un par de meses desde que se había mudado. Vibeke era un pelín anticuada y no había consentido en que vivieran juntos hasta que hubieran decidido la fecha de la boda.

Trond intentaba evitar las ventanas. Había corrido las cortinas antes de que se hiciera del todo de noche. Las rendijas resultaban amenazadoras, negras grietas de vacío.

La televisión relumbraba sin sonido. Vibeke le había regalado una pantalla de plasma de cuarenta y dos pulgadas para su cumpleaños. Demasiado despilfarro, no se lo podían permitir después de las obras. Para ver el fútbol, había dicho ella abriendo una botella de champán caro y sonriendo. Él cumplía treinta ese día y habían decidido intentar tener un hijo en otoño.

No tenía ganas de ver la televisión. Estaba demasiado inquieto, pero las personas mudas tras la pantalla le proporcionaban una sensación de amable cercanía. Se había pasado varias horas deambulando de un cuarto a otro, se sentaba, tocaba alguna cosa, se levantaba y seguía, con miedo a lo que pudiera encontrarse tras la siguiente puerta. En el baño se sentía seguro. No tenía ventanas y estaba caliente, y sobre las seis había cerrado la puerta y se había quedado allí una hora. Desanimado por sí mismo, se había tomado un baño, como si tuviera que legitimar su propia búsqueda de seguridad en una casa en la que en esos momentos, a las diez y media de la noche del lunes 16 de febrero, no concebía cómo podría seguir viviendo.

Se escuchó un ruido fuera.

Venía de la parte trasera de la casa, creía, de la caída hacia el riachuelo del jardín, que estaba a unos cincuenta metros, donde una valla de madera marcaba la frontera con lo que en otro tiempo fue un desguace de coches.

Se quedó petrificado, escuchando.

El silencio era total. Ni siquiera oía el acostumbrado clic del termostato de la estufa bajo la ventana. Imaginaciones suyas, por supuesto.

Un hombre adulto, pensó enojado consigo mismo, y cogió un libro cualquiera de una de las estanterías.

Se quedó estudiando la portada. Nunca había oído hablar del escritor. Debía de ser nuevo. Lo volvió a dejar, en horizontal sobre otros libros. Vibeke se irritaba con estas cosas, pensó de pronto, y volvió a agarrar el libro para meterlo entre otros dos.

El sonido había sido como un chasquido y ahí estaba otra vez.

Su hermano siempre le había llamado miedica. No era verdad. Trond Arnesen no era cobarde, sólo era precavido. Cuando su hermano, quince meses menor que él, lo había dejado atrás trepando a los árboles, era simplemente porque la sensatez le desaconsejaba trepar más alto. Cuando su hermano, a los siete años de edad, se tiró desde el tejado de un garaje que estaba a cuatro metros de altura con un paracaídas hecho con una sábana y cuatro trozos de cuerda, Trond estaba en el suelo advirtiéndolo en contra del proyecto. El hermano se rompió una pierna.

Trond no era cobarde. Simplemente estaba al tanto de las consecuencias de los actos.

El miedo que lo embargaba en aquel momento no tenía nada que ver con la previsión. Un inusual sabor a hierro se le pegaba a la lengua, que de pronto se quedó seca y parecía demasiado grande. Cuando el miedo le alcanzó las sienes, tuvo que menear la cabeza para oír algo aparte de la circulación de su propia sangre.

La mirada recorrió como un rayo toda la habitación.

Los muebles de Vibeke.

Las cositas de Vibeke por aquí y por allá. Un número de una revista con un post-it en un artículo sobre familias con hijos pequeños y problemas de falta de tiempo. Un mechero de acero y plástico que Trond le había regalado por Navidad para decirle que no tenía por qué seguir escondiendo los cigarrillos cuando él estaba presente.

Las cosas de Vibeke.

Su hogar.

Él no era un cobarde y, a pesar de que el sonido había venido de la parte de atrás de la casa, salió corriendo hacia la puerta de entrada, sin mirar siquiera por la ventana del salón para comprobar si el chasquido provenía de algún animal; un alce perdido o quizá simplemente uno de los muchos gatos escuálidos que pasaban.

Abrió la puerta de la calle sin vacilar.

– Hola -dijo Rudolf Fjord, visiblemente aturdido-. Hola, Trond. -Estaba al pie de las escaleras, con un pie sobre el primer escalón-. Hola -repitió débilmente.

– Idiota -le gritó Trond-. ¿Qué mierda haces husmeando así por el jardín? ¿Qué carajo estás…?

– Sólo quería comprobar si había alguien en casa -dijo Rudolf Fjord, la voz sonaba ahora más alto pero igual de débil, como si estuviera intentando sobreponerse pero sin conseguirlo-. Mis condolencias.

Trond Arnesen desplegó los brazos y salió al porche.

– ¿Tus condolencias? ¿Vienes aquí a las…? -Se tiró raudo de la manga izquierda del jersey. Su reloj de buzo seguía sin aparecer-. ¿Vienes a las tantas de la noche… para presentarme tus condolencias? ¡Cosa que por cierto ya has hecho! ¡Qué coño…! Casi me matas del… ¡Lárgate de aquí! -concluyó exacerbado.

– ¡Relájate, hombre!

Rudolf Fjord se había recompuesto. Le tendió la mano en señal de saludo conciliador, pero Trond no hizo el menor ademán de querer cogérsela.

– Sólo quería ver si estabas en casa. -Rudolf lo volvió a intentar-. No quería molestarte si ya estabas durmiendo. Por eso me di una vueltecita alrededor de la casa. ¡Es que tienes corridas las cortinas de todas las ventanas, hombre! Hasta que no he visto la luz del salón no sabía si estabas levantado. Estaba a punto de llamar al timbre cuando has…

– ¿Qué quieres? ¿Qué puta mierda quieres, Rudolf?

A Trond nunca le había gustado el colega de Vibeke. A ella tampoco. Las ocasiones en que le había preguntado, ella se cerraba en banda y respondía brevemente que el tipo no era del todo de fiar, mas no quería soltar prenda. Trond no sabía nada de la fiabilidad de Rudolf Fjord, pero no le gustaba el modo en que el individuo trataba a las mujeres. Era un hombre apuesto, suponía Trond; alto, bien formado, con potente mentón y ojos azules considerablemente intensos. Rudolf usaba a las mujeres. Abusaba de ellas.

– Como te he dicho, sólo quería…

– Te doy una oportunidad más -le gritó Trond-. No has venido aquí para acompañarme en el sentimiento en mitad de la noche. Eso vas y se lo cuentas a otro. ¿Qué haces aquí?

– También había pensado -dijo Rudolf Fjord, tenía literalmente aspecto de estar buscando unas palabras que le pasaban volando y sin detenerse; la vista discurría indeterminadamente por el jardín-. Había pensado preguntarte si podía buscar unos papeles importantes que Vibeke se había llevado del despacho. Iba a devolverlos el lunes siguiente al crimen. Quiero decir…

– ¡Francamente!

Ahora Trond Arnesen se reía, una risa alta y sin alegría.

– ¿Eres completamente… bobo? ¿Tonto del bote? -Volvió a reírse, casi con desesperación-. Obviamente la policía se ha llevado todos los papeles. ¿Eres…? ¿No entiendes nada? ¿No tienes ni idea de lo que pasa cuando se mata a alguien? ¿Eh?

Dio un paso al frente. Se quedó de pie al borde del porche. Se puso las dos manos sobre las orejas, como si acabara de ser testigo de una catástrofe. Después bajó los brazos, tomó aire profundamente y dijo:

– Habla con la policía. Adiós.

En el momento en que cruzaba la puerta y estaba a punto de cerrarla, Rudolf Fjord había subido las escaleras de un salto. Su pie estaba como una barrera sobre el umbral, la pierna bloqueaba la apertura entre la puerta y el marco. Trond se quedó mirando hacia abajo. Registró con sorpresa su propia furia, antes de tirar con todas sus fuerzas.

– ¡Ay! ¡Joder, Trond! Escucha… ¡Ay!

– Aparta el pie -dijo Trond soltando por un momento la puerta.

– Pero el ordenador es mío -dijo Fjord metiendo aún más la pierna-. Y además…

Trond Arnesen no cedió ni una pulgada. Tenía las dos manos sobre el pomo.

– Se te va a acabar rompiendo la pierna -dijo Trond, ahora completamente tranquilo-. Apártate.

– Necesito esos papeles. Y el ordenador.

– Estás mintiendo. El ordenador era el suyo, privado. Se lo regalé yo.

– Pero el otro, el…

– No había ningún otro -afirmó Trond.

– Pero…

Trond agarró la puerta con todas sus fuerzas y tiró.

– ¡Ay! ¡Aaayy! ¡Además se había llevado prestado un libro!

La pierna ya se le había retorcido considerablemente. Trond se quedó mirando la bota negra con fascinación. La hoja de la puerta se clavaba en el cuero, justo sobre el hueco del tobillo.

– ¿Qué libro? -preguntó sin alzar la vista.

– El último de Bencke -jadeó Rudolf.

Eso al menos era cierto. Trond se había fijado en el ex libris, le sorprendía un poco que esas dos personas se prestaran libros.

– Ha desaparecido -dijo.

– ¿Desaparecido?

– ¡Joder, Rudolf! El libro ha desaparecido, y ahora mismo es el menor de mis problemas. También para ti, la verdad. Cómprate la edición de bolsillo.

– ¡Suéltame, anda! -suplicó Rudolf Fjord.

Trond cedió tentativamente un par de centímetros. Rudolf Fjord recogió la pierna. Se le escapó un triste gemido cuando levantó el pie hacia la otra rodilla e intentó darse con cuidado un masaje para que la sangre volviera a la pierna.

– Adiós, entonces -dijo débilmente.

Bajó las escaleras a la pata coja. Trond se quedó mirándolo. En el camino de gravilla hacia la cancela, Rudolf Fjord estuvo a punto de caerse un par de veces, el hombre daba lástima a pesar de la anchura de sus hombros y del caro abrigo de piel de camello, al verlo saltar a la pata coja hacia la calle. El coche estaba a bastante distancia. Trond apenas veía el techo, como una plancha de plata bajo la farola sobre el pico de la cuesta. Por un momento se compadeció del individuo. No entendía por qué.

– Un tipo patético -se dijo a sí mismo, y sintió que ya no tenía miedo de estar solo.


Rudolf Fjord se quedó sentado en el coche hasta que se empañaron las ventanas. Todo estaba en silencio. El pie le dolía intensamente. No se atrevía a quitarse la bota para comprobar si había algo realmente dañado, por miedo a no poder volver a ponérsela. Pisó tentativamente el embrague. Por suerte el dolor no era inaguantable. Había tenido miedo de no poder conducir.

En el mejor de los casos no pasaría nada.

Los papeles estaban con la policía. Ellos no iban a encontrar nada. Ese no era el tipo de cosas que buscaban.

Rudolf Fjord no estaba ni siquiera seguro de que hubiera algo así. Vibeke nunca le había dicho qué era lo que tenía en su poder. Sus insinuaciones eran veladas, las amenazas vagas. Pero tenía que haber encontrado algo.

Rudolf Fjord había esperado llegar a una casa vacía. No concebía por qué; en estos momentos toda la expedición le parecía absurda. Entrar por la fuerza en la casa no era muy sensato, suponía. No estaba ni vestido ni preparado para una incursión en casa ajena. Quizás había esperado que pudieran mantener una serena conversación. Que Trond le diera lo que pedía, sin preguntas. Que fuera posible poner un punto final; que todo este pequeño incidente opresivo e inflamado hubiera pasado para siempre.

El cansancio le presionaba detrás de los ojos, que estaban secos por la falta de sueño.

Hasta ahora no sabía que el miedo hacía daño físicamente.

Quizá lo de ella fuera simplemente un farol.

Por supuesto que no podía serlo, pensó.

El pie estaba cada vez peor. En la pierna sufría contracciones de dolor. Con enojo, secó la humedad de la luna delantera y metió la marcha del coche.

En el mejor de los casos no pasaría nada.


Tres deplorables reuniones por fin habían acabado. Yngvar Stubø se dejó caer en la silla de su despacho y se quedó mirando alicaídamente las pilas de correo entrante. Hojeó diligentemente las cartas y las notas. Nada corría prisa. El reloj de arena estaba amenazadoramente cerca del borde de la mesa. Con cuidado lo empujó hasta una superficie más segura. Los granos de arena formaban un pico de brillos plateados en el cristal de abajo. Los granos se pusieron en movimiento, cada vez más rápido, un número cada vez mayor de granos de arena.

Estaba a punto de acabárseles el tiempo.

Cada día resultaba más evidente. Nadie decía nada. Todavía había una seguridad fingida en todos ellos; un desgastado entusiasmo que hacía que el personal aún aceptara hacer horas extra sin demasiadas protestas. Todavía se daban ataques de optimismo entre muchos de los detectives. Al fin y al cabo, cada día se hacían nuevos hallazgos; por insignificantes que el tiempo demostrara que eran.

No podía durar mucho.

Tres semanas aproximadamente, pensó Yngvar. El descontento se extendería rápidamente una vez que se afianzara. Conocía el proceso por casos anteriores en los que las pistas firmes se hacían esperar. Hoy hacía exactamente cuatro semanas desde que Fiona Helle había sido asesinada. Tras veintiocho días de intensa investigación deberían al menos intuir los contornos de un posible sospechoso, un dedo que señalara a un autor de los hechos; una pista, una dirección que seguir.

No había nada de todo esto escondido en las carpetas de la mesa del despacho de Yngvar Stubø. Y pronto la gente se hartaría. El desánimo, tristemente, se contagiaba al caso más reciente, como si todos, a pesar de las reiteradas advertencias, dieran por supuesto que Vibeke Heinerback había sido despachada por el asesino de Fiona Helle y que el criminal, sencillamente, se había salido con la suya.

Los casos no serían archivados. Por supuesto que no. Pero los cuchicheos sobre el abuso de los recursos, la falta de resultados y las cargantes horas extra pasarían con el tiempo a ser agudas protestas. Todo el mundo sabía lo que nadie quería decir: por cada hora que pasaba, se alejaba la solución en los casos de asesinato. Posiblemente la Central de la Policía Criminal dirigía al equipo más motivado del país. Al menos era, sin duda, el más competente. Todos los detectives implicados eran abrumadoramente conscientes de la triste relación entre el paso del tiempo y la solución del caso.

Yngvar se moría por un puro.

Levantó el auricular del teléfono y marcó el número apuntado sobre un papelillo que colgaba en la parte baja del corcho.

Hacía una eternidad que no sentía un deseo tan fuerte de un cigarro.

– ¿Bernt Helle? Aquí Yngvar Stubø. Kripos.

– Hola -dijo la voz al otro lado de la línea.

Se hizo el silencio.

– Espero que dadas las circunstancias todo vaya bien -dijo Yngvar.

– Bueno, sí -dijo la voz.

Nuevo silencio.

– Llamo porque tengo una pregunta con la que no lo quiero entretener demasiado -dijo Yngvar apretando el botón del altavoz antes de dejar el auricular y llevarse la mano al bolsillo de la camisa-. Es sólo una tontería, en realidad.

– Está bien -dijo Bernt Helle, y se puso a toser-. En realidad, estoy a punto de… -Ruidos. Un fuerte ataque de tos-. Pregunte -dijo por fin-. ¿De qué se trata?

La funda para puros estaba abollada.

– No estoy seguro de la importancia que tiene -dijo Yngvar mientras intentaba recordar el tiempo que hacía que llevaba encima la misma funda-. Pero podría decirme algo sobre… ¿Fue Fiona alguna vez estudiante de intercambio?

– ¿Estudiante de intercambio?

– Sí, ya sabe, esos acuerdos de…

– Sé lo que es un estudiante de intercambio -dijo Bernt Helle, desanimado, y tosió una vez más-. Fiona no estuvo en el extranjero en aquel tiempo. De eso estoy seguro. Aunque durante esos años no la conocía muy bien. Ella iba al instituto, mientras que yo hice Formación Profesional. Ya sabe…

Yngvar lo sabía.

Además se sentía como un idiota. Si hubiera esperado al día siguiente para llamar, al menos tendría alguna idea de por qué lo preguntaba. Pero Inger Johanne había insistido.

Pulcramente sacó el puro de la funda.

– Sí -dijo-. Y si de veras hubiera pasado una temporada estudiando en el extranjero, obviamente habrían hablado de ello más tarde.

– Por supuesto. No se me ocurre otra cosa.

En el estante que estaba detrás de Yngvar había una tijera de plata; una guillotina en miniatura. El chasquido que sonó al descapullar el puro le hizo la boca agua. Encendió el mechero y rotó el puro lentamente sobre la llama.

– No salió para nada al extranjero -constató Yngvar-. ¿Ningún viaje de estudios a Inglaterra? ¿En las vacaciones de verano? ¿Unas largas vacaciones en el extranjero en casa de algún amigo o familiar?

– No… Escuche… -Una violenta bala de tos resonó feamente en el altavoz-. Disculpe -gimoteó Bernt Helle.

El puro sabía mejor de lo que Yngvar había soñado. El humo era azul y seco contra su lengua, y no demasiado caliente. El olor le llenaba la nariz.

– Escucho, sí. Dígame.

Bernt Helle continuó:

– Obviamente no puedo rendir cuentas de los movimientos de Fiona cuando iba al instituto, así en detalle. Como he dicho, no salíamos juntos en aquella época. Nos volvimos a encontrar un poco más tarde, después de que… -Un fuerte estornudo-. Lo siento.

– No pasa nada. Debería meterse en la cama.

– Llevo un negocio. Y tengo una niña que acaba de perder a su madre. No se puede decir que tenga exactamente tiempo para meterme en la cama.

– Ahora me toca a mí disculparme -dijo Yngvar-. No lo entretengo más. Que se mejore, entonces.

Yngvar colgó. Una delicada niebla gris claro estaba a punto de inundar la habitación. Fumaba lentamente. Una calada cada medio minuto permitía que el sabor se asentara e impedía que el puro se calentara demasiado.

Nunca conseguiría dejarlo. Tendría que tomarse pausas; largos periodos sin el placer de un buen cigarro, el sabor a pimienta y cuero, quizá con una pizca de dulce cacao. En el fondo no estaba seguro de que a los niños les hiciera mal una pizca de aroma masculino alguna que otra noche de viernes. Los puros cubanos eran los mejores, por supuesto, pero también disfrutaba con un suave Sumatra, después de una comida de viernes, con un coñac o, mejor aún, con un Calvados muy aromático.

Esos tiempos habían quedado atrás.

Se pasó el dedo índice por el labio inferior. El puro se había quedado un poco seco tras varias semanas en el bolsillo. No tenía ninguna importancia. Ya se sentía más aliviado y se recostó en la silla antes de formar tres perfectos anillos de humo. Flotaron lentamente hacia al techo y desaparecieron.

– ¿No te ibas a ir pronto a casa? -Era la voz de Sigmund Berli.

Los pies de Yngvar, cruzados sobre el escritorio, cayeron del golpe al suelo.

– ¿Qué hora es? -dijo apagando concienzudamente el puro en una taza con restos de café.

– Las dos y media.

– ¡Joder!

– Apesta por todo el pasillo -dijo Sigmund Berli olisqueando el aire con reprobación-. El jefe se va a mosquear de veras, Yngvar. ¿No leíste la nueva circular sobre que…?

– Sí. Me tengo que ir pitando.

Derribó el perchero en el momento en que intentó descolgar el abrigo.

– Debería estar ya en casa -dijo pasando por delante de Sigmund y sin molestarse en abrir la ventana-. Voy muy tarde.

– Espera -le gritó Sigmund.

Yngvar redujo la carrera y se detuvo, al tiempo que intentaba meter el brazo en una manga retorcida.

– Acaba de llegar esto -dijo Sigmund, que le pasó un sobre.

– Joder -gruñó Yngvar entre dientes y con el abrigo a medio poner mientras sacudía el resto del mismo-. Esta mierda está estropeada…, ¿o qué?

Sigmund se echó a reír. Con paciencia, como si estuviera ayudando a un niño crecido y rebelde, le enderezó la manga, sujetó el abrigo por el cuello y permitió que Yngvar metiera el brazo.

– Ya está -dijo Sigmund alegremente, y le plantó a Yngvar el sobre-. Dijiste que corría prisa.

– Y así es. Muy diligente.

Yngvar sonrió fugazmente, se metió el sobre en el bolsillo y salió a toda prisa. Sigmund notaba cómo el suelo se mecía por cada paso, pesado como el plomo.

– Un día vas a tener problemas con esos papeles que andas llevando de acá para allá -se dijo Sigmund a sí mismo a media voz-. No está del todo bien que lo hagas.

Yngvar Stubø había dejado tras de sí una estela de olor a puro; agrio y desagradable.


Vegard Krogh bebía perezosamente cerveza y estaba feliz.

Algo debía de fallar en el grifo de cerveza de Coma, el único restaurante decente de Grunerløkka. Alzó el vaso hacia la ventana. La espuma estaba muerta y mala. La luz de la tarde apenas conseguía atravesar la bebida a temperatura del tiempo. Refracciones doradas jugaban ante él sobre la mesa y sonrió ampliamente antes de beber.

El número del puenting se había ido a la mierda.

La película estaba bien hasta la mitad de la caída. En ese momento Vegard Krogh desaparecía de la imagen. El objetivo titubeaba un poco contra el cielo. Enfocaba una grúa. Se giraba hacia el suelo. De pronto, en una milésima de segundo, se vislumbraba a Vegard Krogh, pegando un colosal tirón. Directo hacia arriba. Hasta que el sonido de las sirenas y los esfuerzos del fotógrafo por abandonar el lugar hacían que la película mostrara la tierra, las piedras y los materiales de construcción.

No tenía ninguna importancia.

La invitación le llegó.

Vegard Krogh la había estado esperando. De vez en cuando se sentía completamente seguro. Llegaría. Había pasado las noches pensando en la invitación. La última imagen consciente que recordaba, antes de haberse dormido, era una bella invitación con un monograma y su nombre escrito con primorosa caligrafía.

Entonces llegó.

Le temblaban las manos al abrir el sobre; papel grueso, tieso y de color huevo. La tarjeta era exactamente tal y como se la había imaginado. La tarjeta de sus sueños, que apareció en el buzón en el momento en que más la necesitaba.

Por fin Vegard Krogh había llegado a su destino.

Finalmente podía ser uno de los que contaban. A partir de ahora sería uno de ellos. Uno de los elegidos, que respondía «sin comentarios» cuando lo llamaba la prensa del corazón; los que llamaban constantemente, y para su disgusto, eran los amigos de su pareja.

– Me van a acosar -murmuró Vegard Krogh ahogando su eufórica sonrisa en el vaso de cerveza.

Los hijos de los reyes de Suecia se rodeaban de buenas familias, la aristocracia antigua y los personajes decadentes, pensó. En Noruega todo era distinto. En Noruega lo que importaba era la cultura. La música. La literatura. El arte.

Habían pasado seis años desde la primera vez que invitó a beber vino a un dandi de ojos de cachorro y ropas femeninas. El muchacho estaba sentado en un rincón mirando a las chicas. Vegard estaba como una cuba, pero siempre tenía olfato para saber dónde iban las muchachas. El joven le dio cortésmente las gracias y charló con él un rato, antes de que Vegard se largara enganchado al brazo de una morena.

Se encontraban de vez en cuando. Bebían una copa. Compartían historias. Hasta hacía un par de años, cuando, por razones evidentes, hubo que purgar el círculo de amistades y Vegard salió del show.

Puenting tenía que haber causado impresión.

Había firmado un ejemplar y se lo había mandado. Hasta ahora el libro no había sido beneficiado con una sola reseña, ocho días después de su publicación. De todos modos, le había llegado al crítico más importante de todos.

«De un practicante de puenting a otro. ¡Atreverse! Tu amigo, Vegard.»

Le había llevado una hora encontrar la formulación. Ahora se trataba de no presionar demasiado.

Vegard Krogh se bebió el resto de la cerveza de un solo y entusiasmado trago.

Por fin la copa de Merlot barato estaba empezando a dar frutos.

«Atuendo: Casual & Sharp», ponía.

Tendría que arrastrarse hasta la cruz y pedirle dinero a su madre.

Esta vez no se iba a enfadar.


– Pero ¡si me estás diciendo que el tipo ese, Stubø, es majo!

Bård Arnesen se inclinó sobre la mesa del comedor y le propinó a su hermano una palmada de ánimo en el brazo. Después se rascó la cabeza, antes de salvar una hoja de lechuga que estaba a punto de ahogarse en el aliño.

– Mentirle a la policía no es una gran idea, Trond.

Trond no respondió. Miraba insistentemente al frente sin fijar la mirada. Tenía el plato medio vacío. Movía los restos de la comida de acá para allá; carne y patatas fritas. Distraídamente cogió un pedazo de espárrago con los dedos, se lo metió en la boca y masticó lentamente sin tragárselo.

– ¡Hola! ¡La Tierra llamando! Pareces una vaca.

Bård agitó una mano abierta ante la cara de su hermano.

– Será mucho peor si lo descubren ellos mismos -dijo insistentemente-. En realidad es bastante raro que no hayan…

– Hombre, tienes que comprender que… -dijo Trond-, que no puedo decirle nada a Stubø sobre esto. En primer lugar me hunde la coartada. En segundo lugar estoy de mierda hasta aquí…

La mano hizo un agresivo corte sobre la frente.

– Sólo por haber mentido. Me van a enchironar directamente, Bård. Directamente.

– Pero si estás diciendo que saben que eres inocente. El Stubø ese te dijo que eras el primero que habían tachado de la lista. Has dicho que…

– ¡He dicho! ¿Qué coño importa lo que haya dicho?

Los puños resonaron sobre la mesa. Tenía problemas para mantener la expresión tranquila; le temblaba el labio inferior, se le dilataban las fosas nasales y los ojos estaban a punto de desaparecer en el cráneo. Apartó de sí el plato, lo trajo de vuelta, hizo equilibrios con el cuchillo sobre el tenedor y dobló la servilleta hasta que ya no se dejaba plegar más.

Bård mantenía la boca cerrada. El olor a asado que inundaba la cocina, obstinado y graso, había adquirido un matiz dulzón a causa del miedo de su hermano. Bård nunca lo había visto así. Había sido miedoso y remilgado desde que Bård tenía memoria. Temeroso ante todo. Un niño de mamá. Lloriqueaba las raras veces que se hacía daño.

Pero esto no eran ni preocupaciones ni nervios.

El hermano estaba aterrorizado y seguía masticando esforzadamente un espárrago que no conseguía tragar.

– Oye -dijo Bård amablemente, y le dio aún otra suave palmada-. Nadie creería en serio que tú hubieras matado a Vibeke. Joder, ¡era toda una mujer! Guapa, una chica divertida con dinero, casa y todo. ¿No podrías simplemente…? ¡Oye! ¡Trond!

Chasqueó desalentado los dedos.

– ¡Escúchame, hombre! -gritó Trond.

– Te estoy escuchando.

– Escupe eso.

Bård escupió. Una bola irregular y verde grisácea cayó sobre el puré del plato.

– Confías en mí, Trond. -La afirmación no provocó ninguna reacción en el destinatario-. Eres mi hermano, Trond. -El silencio continuó-. ¡Me cago en la puta mierda!

Bård se levantó con tanta brusquedad que la silla cayó hacia atrás. El respaldo resonó contra la puerta del armario y le hizo un desconchón a la pintura. Desconcertado, acercó el dedo a la mancha verde en medio de todo lo blanco.

– Lo arreglaré -dijo-. Lo pintaré en otro momento. -Tampoco esta vez su hermano reaccionó. Se limitó a pasarse rápidamente el torso de la mano por los ojos-. ¿Qué estuviste haciendo esas horas? -preguntó Bård-. ¿No podrías contármelo por lo menos a mí? ¿Eh? ¡A tu propio hermano, joder!

– Fue hora y media. Has dicho horas: no fueron varias horas. Fue una hora y media. Una hora y media escasa.

Trond Arnesen había conseguido olvidar el pequeño lapso de tiempo mantenido en secreto. Le había costado menos de lo que esperaba. Había sido sorprendentemente sencillo. Todo el incidente se le borró de la memoria de camino a casa. Cuando el taxi que lo llevaba a casa, a las siete menos veinte de la mañana del sábado 7 de febrero, se detuvo en la cuneta para que vomitara, estuvo un rato intentando enfocar el vómito sobre la nieve. Agachado, con las manos sobre las rodillas, reconoció un cacahuete no digerido, en medio de todo el rojo del vino tinto. Al ver las tiras de carne que había alrededor, vomitó una vez más. El taxista le berreó con impaciencia. Trond se quedó quieto. Esta era la última vez, pensó espeso. Fascinado, había estudiado su propio vómito, los repugnantes restos de todo lo que había ingerido aquel día. Ya se había deshecho de ellos. Fuera. Había acabado con eso.

Nunca más.

Rascó la nieve con la punta de la bota, quería cubrir la guarrería, pero perdió el equilibrio. El taxista lo ayudó a volver al coche. Lo transportó a casa. Todo estaba olvidado y ésta iba a ser, definitivamente, la última vez.

Desde entonces nadie le había preguntado.

La despedida de soltero de la que finalmente se había arrancado para ir a casa había ido en incremento a lo largo de la noche. A las seis de la tarde del viernes, diecinueve hombres impecablemente vestidos de esmoquin se lanzaron a la calle. Después se encontraron con el equipo de fútbol de Bård, con las camisetas rojas sucias y una victoria que celebrar. La fiesta trajo cola. Las cosas se fueron liando. Diez o doce colegas de Bård aparecieron sobre las ocho, en el momento en que el novio estaba vendiendo besos con lengua en un quiosco de la calle Karl Johan por cincuenta coronas el beso. Cuando el hermano, a las diez y media, le pidió a Trond que lo ayudara a ir al servicio para aligerar la presión, la despedida de soltero se había convertido en una fangosa panda de hombres berreantes reunidos aleatoriamente; chicos de Skeid y economistas de Telenor, una panda de jugadores de bolos de Hokksund, que se había apuntado sobre las nueve, además de algún que otro tipo que bebía cerveza y que nadie tenía ni la menor idea de quién era.

Seguro que eran más de cincuenta personas, pensó Trond.

Y nadie había notado nada.

Nadie le había dicho a la policía otra cosa, todos habían confirmado que Trond había estado en la despedida de soltero de su hermano desde las seis de la tarde del viernes hasta que alguien lo montó en el primer autobús que salía para Lørenskog el sábado por la mañana.

Todos habían dicho eso. Todo había sido olvidado.

– ¿Cómo te has acordado? -preguntó finalmente.

– ¿No podrías simplemente contarme dónde estabas?-preguntó Bård.

La voz ya no sonaba impaciente. Su hermano apelaba ahora a un tono quejica y exigente que Trond reconocía de la infancia y que todavía conseguía irritarlo.

– ¿Cómo te has acordado y por qué me cuentas esto ahora?

Al fin y al cabo, él era el mayor.

Bård se encogió de hombros.

– Con todo este dramatismo… Es como si hubiera tenido otras cosas en las que pensar. Pero ahora, ahora que… ¡Te largaste sin más! Te estuve buscando. Cuando volví del servicio. Me ayudaste. ¿Te acuerdas?

Trond no asintió con la cabeza. No dijo nada.

– Supongo que eras el único que no estaba completamente ciego. Quería que me prestaras dinero. Había usado más de tres mil coronas. Invitaba a todo el mundo, creo. No estabas. No te encontraba en ningún sitio.

– ¿Le preguntaste a alguien por mí? -dijo Trond.

– ¡Todo el mundo preguntaba por todo el mundo todo el rato! ¿No te acuerdas? Nos habíamos hecho con el sitio, más o menos. Un alegre caos. -Sonrió ampliamente después de interrumpirse-. La siguiente vez que te vi eran las doce y tres minutos. Eso lo tengo claro, porque montaste todo un número con el reloj, con el que te había regalado…

– ¿Mi reloj? No llevaba puesto el reloj.

– Sí. Deja de decir tonterías. Estabas en la barra y querías tomar el tiempo de la carrera de cervezas con el monstruo ese en el brazo.

Trond se acaloró. Aún más. Sentía el olor de su propio cuerpo, avergonzado y amargo. Tenía la vejiga llena. Quería levantarse. Quería ir al baño, pero las rodillas se negaban a ayudarle.

«Por qué lo habré admitido -pensó Trond-. ¿Por qué no lo habré negado, sin más? Bård estaba como una cuba. Se puede haber confundido. Haberse hecho un lío con la hora. Había tanta gente. Todos han confirmado que andaba por ahí bebiendo. Dando el espectáculo. Tendría que haberlo negado. Tenía todas las posibilidades para negarlo. Lo niego.»

– Te estás haciendo un lío -dijo Trond, aferrándose al borde de la mesa con ambas manos-. No desaparecí. Te desmayaste en el baño. No sé cuánto tiempo…

– ¿Qué carajo estás diciendo? ¡Cómo si no me enterara cuando me desmayo! No me dormí hasta las ocho de la mañana siguiente. Esa noche estaba bastante ciego, pero no tanto como para no darme cuenta de que…

Trond se obligó a levantarse de la silla. Inspiró profundamente. Sacó pecho, echó los hombros hacia atrás. Él era el hermano mayor. También era el más grande, le sacaba casi diez centímetros a su hermano.

– Tengo que mear -dijo cortante.

– ¿Y bien?

– Eres mi hermano. Somos hermanos.

– Bien -repitió Bård, con una expresión de sorpresa medio irritada, como si Trond estuviera malgastando sus fuerzas para convencerlo de que la Tierra era redonda y que estaba en órbita en torno al Sol-. ¿Y qué?

– Te equivocas. Estuve ahí todo el rato.

– ¿Me tomas por un gilipollas total o qué? -dijo Bård casi gritando.

Se precipitó hacia Trond y se colocó delante de él. Se le cerraron los puños. Bård era más bajo que su hermano, pero mucho más fuerte. Sólo un palmo de aire separaba los dos rostros.

– Hace diez minutos que lo has admitido -le espetó, se le estrecharon los ojos; Trond sintió una fina lluvia de saliva contra la piel.

– No admito nada de nada.

– Has dicho que no le podías contar nada a Stubø. Has dicho que mentiste. ¿Acaso eso no es admitirlo? -Bård parecía seguro de sí mismo.

– Tengo que mear -dijo Trond.

– Admítelo.

Bård golpeó a su hermano en el hombro. Con fuerza y con el puño cerrado.

– ¡Admítelo!

Repentina y sorprendentemente, Trond lo agarró por la cintura. Bård tuvo problemas para mantener el equilibrio, se aferró a la camisa del hermano con la mano izquierda mientras intentaba encontrar un asidero firme con la derecha. Se percató un poco tarde de que el pie de Trond estaba en medio cuando intentó dar un paso a un lado. Se cayeron los dos. En la caída, Bård arrastró consigo el cable del robot de cocina. Al ver de refilón la Kenwood, pesada como el plomo, consiguió girar la cabeza en un reflejo que le salvó la vida. El canto de metal le rasgó la oreja. Gritó e intentó alzar la mano para comprobar la herida. Tenía los brazos atrapados. Sólo la cabeza estaba libre y la lanzaba de acá para allá mientras aullaba.

Trond le pegaba.

Estaba sentado con una rodilla en cada brazo de su hermano y lo aporreaba.

Trond cerró los ojos y le propinó una paliza a su hermano.

Cuando se le acabaron las fuerzas se levantó rápidamente. Se peinó con los dedos, como si no consiguiera creerse lo que había sucedido y quisiera hacer como si nada. El hermano gimoteó. La sangre le corría por la oreja. Uno de los ojos ya se le había empezado a hinchar. Tenía el labio superior reventado. La camisa rasgada. Sobre la ingle, Bård estaba empapado, una franja oscura y con forma de mariposa sobre la tela color caqui.

– Me has meado encima -masculló Bård llevándose la mano a la oreja-. Me has meado encima, joder. -Se incorporó, entumecido y sin saber si se le había roto algo. Escrutó su sangrienta mano y volvió a llevarse la mano a la oreja-. ¿He perdido el lóbulo? -preguntó, tenía la voz ronca y escupía sangre-. ¿He perdido el lóbulo, Trond?

El hermano mayor se sentó en cuclillas y examinó la herida.

– No. Una mala herida. Pero la oreja está entera.

Bård se echó a reír. Al principio Trond creyó que estaba llorando. Pero su hermano menor se reía, se río hasta toser, se cogía las rodillas y se partía de risa mientras aún escupía más sangre.

– ¿Qué mierda te pasa? -jadeó-. Es la primera vez que te pegan una paliza. Joder, nunca has conseguido derribarme. ¿Es la primera vez que tienes una pelea?

– Aquí -dijo Trond tendiéndole la mano.

– Espera. Me duele todo. Tengo que hacerlo solo.

Le llevó un par de minutos ponerse en pie. Trond se quedó indeciso mirándolo, con las manos colgando a los lados. Se rascó el muslo con indecisión.

– Lo peor es lo del meado -dijo Bård sacudiendo con cuidado una de las piernas-. Además sigues teniendo una coartada compacta.

– ¿Cómo?

– Hora y media -dijo Bård tanteándose un diente.

– ¿Cómo?

– Puedo jurar sobre la Biblia que entre las diez y media y las doce estabas en el centro de Oslo. No te da tiempo a llegar hasta aquí y volver en ese rato. Por lo menos no sin que te vean.

– Podría haber cogido un taxi -admitió Trond.

– El taxista habría ido a la policía.

– Podría haber ido en coche.

– Tu coche estaba en casa de mamá y papá. Eso lo saben todos los chicos, nos fueron a buscar allí.

– Podría haber robado uno.

– Me cago en la puta oreja -dijo Bård cerrando uno de los ojos mientras probaba a mover uno de los hombros-. Me duele a morir. ¿Tendrán que darme puntos?

Trond se acercó más.

– Quizá. Puedo llevarte a Urgencias.

– Sigues teniendo coartada, Trond.

– Sí. Estaba en el Smuget, toda la noche.

Bård se mordió con cuidado el labio machacado.

– Está bien -dijo asintiendo con la cabeza.

Se miraron. Era como mirarse a sí mismo a los ojos, pensó Trond, a pesar de que el hermano estaba sanguinolento y magullado. La misma ligera inclinación del ojo izquierdo. Las vetas de verde en lo azul. El pliegue de mongol en los párpados; su madre siempre había dicho que era muy inusual en este país. Incluso las cejas, tan rubias que la frente parecía desnuda, eran iguales. Casi había matado a su hermano a golpes. No era capaz de comprender por qué. Aún entendía menos cómo lo había conseguido; Bård era más fuerte, más rápido y mucho más valiente.

– Está bien -dijo Bård, pasándose el torso de la mano bajo la nariz-. Estuviste en el Smuget. Toda la noche. Vale.

Se fue cojeando hacia la puerta del salón.

– Lo voy a dejar estar -dijo, y se detuvo-. Pero… -Se volvió a medias y tomó aire-. Nadie creería que mataste a Vibeke, Trond. Pienso que deberías contárselo todo a la policía. Yo puedo ir contigo, si quieres.

– Estuve toda la noche en el Smuget -dijo Trond-. Así no hará falta.

Bård se encogió de hombros y siguió cojeando.

Iba de camino al dormitorio de Trond para confiscar los más caros de sus pantalones. Therese, su prometida, podía subirles el dobladillo. Sus mejores pantalones era lo menos que le podía pedir.

– Me has pegado una paliza -murmuró impresionado.


La visita a Yvonne Knutsen fue un fracaso. Advirtieron a Inger Johanne ya en el pasillo. Una enfermera le susurró que la mujer, que sufría gravemente de esclerosis múltiple, rechazaba a la mayoría de las personas. Sólo su yerno y su nieta eran siempre bienvenidos.

La mujer de blanco tenía razón. Yvonne Knutsen se cerró en banda tan pronto como Inger Johanne entró en la habitación. Yacía rígida en la cama, ubicada en medio de la estancia. Por lo demás el cuarto estaba considerablemente desnudo. Una descolorida litografía colgaba de una de las paredes, pero torcida y con el marco roto. Junto a la cama había una silla de madera. El punzante sol bajo, que había deslumbrado a Inger Johanne en el coche el último tramo del camino al hospital, se veía ahora reducido a un débil gajo sobre el horizonte a través del cristal sucio y con regueros de la ventana. Inger Johanne no le sacó a Yvonne Knutsen más que un «por favor, vete de aquí», antes de que la enferma girara la cabeza y aparentemente cayera dormida.

– Lo siento muchísimo -había dicho la enfermera, posando una mano consoladora sobre su hombro cuando salió, como si fuera la madre de la propia Inger Johanne la que yacía ahí dentro, inmóvil, esperando la muerte.

El viaje de vuelta fue terrible. En la autopista E18, dirección Oslo, se le pinchó una rueda. Cuando Inger Johanne encontró por fin un hueco para apartarse, la cubierta estaba hecha jirones. La lluvia parecía una tormenta tropical. Estaba empapada antes de haber colocado el gato.

Al final, llegó a casa con más de una hora de retraso.

– La esclerosis múltiple es una enfermedad horrible -murmuró colocándose mejor el relleno de mamar del sostén; estaba sentada, en chándal, con Ragnhild medio dormida al pecho.

– A ti todas las enfermedades te parecen horribles -dijo Yngvar.

– No.

Yngvar le sirvió una generosa cucharada de miel en el té y se lo removió.

– Bebe. Le he echado jengibre. Te irá bien.

– Está demasiado caliente. Imagínate que Ragnhild se mueve y se me cae sobre…

– Toma -dijo con decisión cogiendo al bebé-. Ya está llena. Tú bebe, así te mantendrás sana. ¿Quieres que le eche un chorrito de alcohol?

– No, gracias. De verdad que ha sido horrible verlo.

– Estoy de acuerdo. Hablé con ella justo después del asesinato. Cuenta -dijo Yngvar, y se sentó en el sofá frente a ella.

Inger Johanne se llevó la taza a la boca, recogió los pies y se colocó el cojín tras la columna.

– Fiona tiene dos hijos -dijo.

– Fiona tiene…, tiene una hija.

– Sí. Pero no cabe duda de que ha dado a luz a dos criaturas.

Ragnhild eructó. Yngvar se la puso al hombro. Acariciaba la pequeña espaldita.

– Ahora entiendo bien poco -dijo Yngvar.

– Yo también -dijo Inger Johanne-. Hasta cierto punto.

Se alargó hacia los papeles que le había dado Yngvar cuando llegó a casa empapada y malhumorada. La última hoja todavía estaba reblandecida por la humedad.

– En el informe médico acerca del embarazo y del parto de Fiona, se dice siempre que es su primer parto. Y te aseguro que… -Lanzó los papeles sobre la mesa y se acomodó mejor-. A un médico o a una comadrona les cuesta muy poco determinar si una mujer ya ha parido antes. Pura rutina. Pero no aparece nada de eso en los papeles. Fiorella nació con cesárea, estaba planificado así. Por lo que entiendo del informe, sufría de algún tipo de pánico al parto, algo que al parecer se tomaron en serio. Decidieron una fecha para la cesárea, sin que sea capaz de ver que hubiera más motivos que los psicológicos.

– Pero… -Yngvar había dejado a Ragnhild en la cuna, que estaba de nuevo en el salón. Pisaba suavemente los patines-. Esto no lo entiendo -dijo.

– No me extraña. Parece que todo el mundo piensa que Fiorella era el único hijo de Fiona. También los médicos, aunque tienen que haber sabido que no era así.

– Pero oye -dijo Yngvar con el ceño fruncido y escéptico-. Así que tú sabes algo que no sabe nadie.

– Yo no. El patólogo.

Salió a la cocina y volvió con una tetera en una mano y el informe de la autopsia en la otra.

– ¿El patólogo?

– «Rotura perianal» -leyó

– ¿Qué significa…?

– Piensa.

– Estoy pensando. ¿Qué significa?

– Escucha la palabra -dijo ella con impaciencia, y se sirvió más té y más miel-. Me estoy constipando. Empieza por anal.

– Corta el rollo -dijo Yngvar-. ¡No se pare a los niños por el culo! ¡Explícame lo que es! ¿Cómo puedes…?

– Perineum -lo interrumpió ella- es la palabra médica para la zona entre la vagina y el ano. La rotura perianal es algo que puede ocurrir durante el parto, un desgarro de…

– Para -dijo él haciendo una mueca-. Entiendo. Pero ¿por qué no lo hemos visto nosotros? Si lo pone ahí tan…

Airado, se inclinó sobre la mesa del salón, cogió el informe de la autopsia y empezó a hojearlo.

– Simplemente no lo habéis entendido -dijo Inger Johanne-. Se os ha pasado, y ya está. Habéis mirado hasta la ceguera el hecho de que no hubiera agresión sexual y se os…

– Se nos ha pasado -exclamó Yngvar-. ¿Se nos ha pasado eso?

– No sois los únicos. Ha salido a la luz que la policía sueca archivó el caso Knutby, un posible caso de asesinato, porque no sabían lo que significaba «una dosis tóxica». ¿No lees los periódicos?

– Prefiero no hacerlo -murmuró él, hojeando febrilmente sin encontrar lo que estaba buscando-. Pero estos nuevos… ¿Y este informe qué?

Golpeaba con el dedo índice los papeles.

– ¿Por qué iban a mentir los médicos? ¿Es falsa la carpeta?

– No creo. He llamado a Even. Mi primo. El médico que conociste…

– Recuerdo a Even. ¿Qué ha dicho? -preguntó Yngvar mientras se sentaba en el sofá, justo frente a ella.

– Sólo puede haber una razón para que el informe médico no contenga datos que son a la vez relevantes y fáciles de comprobar para médicos y matronas -dijo Inger Johanne.

– ¿Que es…?

– Que el que los datos aparecieran pudiera causar daños esenciales en el paciente. Daños esenciales, ha dicho Even. Y para eso tiene que ser algo bastante serio, por lo que he podido entender.

Se quedaron sentados en silencio. Yngvar se rascaba la nuca. Le habían vuelto las ganas de fumar un puro. Tragó saliva, se quedó mirando abstraídamente por la ventana del salón. La lluvia golpeaba el cristal. Un coche se había detenido. Jóvenes, pensó; el motor resonaba una y otra vez. Unos gritaban, otros reían. Sonó un portazo y el coche siguió su camino y desapareció.

Ragnhild dormía profundamente. Jack llegó caminando procedente de la entrada. Se quedó quieto un momento, ladeando la cabeza con las orejas erguidas, como si no se acabara de creer el silencio que había. El animal posó el hocico en el regazo de Yngvar. Con la pezuña le arañaba el muslo.

– En el sofá no -murmuró Yngvar-. Túmbate en el suelo. Suelo.

Dio la impresión de que el perro se encogía de hombros. Después pasó ágilmente bajo la mesa y de un salto se subió al otro sofá, al lado de Inger Johanne.

– ¿Puede ese tipo de daño ser producido por una violación? -preguntó por fin Yngvar, sin comentar la indulgente educación de la bestia de color amarillo sucio.

– Pero bueno, Yngvar.

– Pero…

– Imagínate un parto. La cabeza de un bebé. ¿Por qué crees tú que se raja a las mujeres?

– No… -Yngvar se metió los dedos en los oídos.

– La respuesta es no -dijo Inger Johanne-. Violación no.

– Pero… -Yngvar tragó saliva y lo volvió a intentar-. Pero ¿un hombre no…? Pero ¿Bernt no habría descubierto que…?

– No tiene por qué -dijo Inger Johanne-. Eso dijo Even, al menos. No necesariamente. Ni durante el coito ni… en otro tipo de juegos.

Él sonrió.

– Qué raro.

Ella le sonrió de vuelta.

– Pero así es -dijo no sin picardía.

Jack gruñó en sueños.

– Summa summarum -dijo Yngvar volviéndose a levantar, se acarició la barbilla con el pulgar y el índice-. Así que podemos constatar lo siguiente: Fiona Helle ha estado embarazada dos veces. El primer niño nació bajo circunstancias que hicieron que se desgarrara malamente. Debe de hacer muchísimo tiempo, porque nada indica que Bernt Helle supiera nada de esta criatura. Ni tampoco nadie más. Fiona ha hecho declaraciones públicas y sin pudor sobre la felicidad que conlleva parir tarde a tu primer hijo. No se hubiera atrevido a hacer algo así si hubiera alguien ahí fuera que supiera… -Se acercó a la ventana. La corriente se podía sentir. Con el índice pasó el dedo por el marco de la ventana-. El aire traspasa directamente la pared -murmuró-. Esto lo tenemos que arreglar pronto. No puede ser bueno para las niñas.

– Un poco de corriente refresca el aire de dentro, lo hace más sano -dijo Inger Johanne agitando la mano-. Continúa.

Le costaba decirlo y se puso a hurgar la obsoleta masilla de la ventana, que estaba a punto de desprenderse.

– No consigo imaginarme a Bernt mintiendo -dijo lentamente, y se volvió a girar hacia ella-. El comportamiento del tipo ha sido el adecuado durante toda la investigación. A pesar de que seguro que está hasta las narices de toda la lata que le damos y que no parece llevar a ningún resultado. Responde y colabora. Coge el teléfono. Acude cuando se lo pedimos. Parece completamente en activo, simple y llanamente bastante despierto. Se hubiera dado cuenta de que un dato así era importante para nosotros. ¿No crees?

Inger Johanne frunció la nariz.

– Sí -dijo-. Quizá se hubiera dado cuenta. En todo caso creo que podemos asumir que este niño nació antes de que se hicieran novios. En los sitios pequeños se sabe todo. Además se casaron muy pronto, y no consigo imaginarme a una pareja adaptada, aunque considerablemente joven, llevando un embarazo en secreto. En realidad, creo que la respuesta a este enigma es obvia. Tiene que haber sido un embarazo muy poco deseado y a una edad muy temprana.

– No me vengas ahora con un incesto -le advirtió él-. Un incesto es precisamente lo que no necesita este caso.

– No puede haber sido el padre de Fiona, en todo caso. Murió cuando ella tenía nueve años. Creo que con esa edad podemos descartarlo. Pero tiene que haber sido lo suficientemente joven como para que pudieran mandarla fuera una temporada sin montar mucho lío. Fiona era adolescente… -La boca formaba números mudos mientras calculaba- a finales de los setenta -completó-. En el setenta y ocho tenía dieciséis años.

– Tan tarde -dijo Yngvar, desilusionado. Tampoco era una catástrofe ser madre adolescente en esa época.

– ¿Cómo? -exclamó Inger Johanne poniendo los ojos en blanco-. ¡Típico de un tío! A mí me aterrorizaba quedarme embarazada desde los dieciséis, aunque fuera a mediados de los ochenta.

– Dieciséis -dijo Yngvar-. ¿Sólo tenías dieciséis años cuando…?

– Olvida eso ahora -dijo Inger Johanne furiosa-. ¿No podríamos concentrarnos en el caso?

– Que sí, por supuesto, claro. Pero dieciséis… -Se sentó y empezó a rascar a Jack detrás de la oreja-. Fiona no estuvo en el extranjero en esa época. No durante mucho tiempo, al menos. Lo comprobé con Bernt. Y eso lo hubiera sabido, supongo. Aunque no todo el mundo que conozco suelta mucha prenda sobre sus viajes de estudios al extranjero, dudo que Fiona se callara…

– Corta el rollo -dijo Inger Johanne inclinándose sobre él. Lo besó con ligereza-. Así que nació una criatura. No tiene por qué significar nada para la investigación. Por otro lado, la cosa provoca inevitables asociaciones con el programa…

– … que hizo durante un montón de años con mucho éxito y mucho carácter -completó Yngvar.

– Niños perdidos y madres en pena. Reencuentros y dolorosos rechazos. Ese tipo de cosas.

Jack alzó la cabeza. Aguzó una oreja. La casa parecía encogerse con el viento frío. La lluvia golpeaba la ventana que daba al sur. Inger Johanne se inclinó sobre Ragnhild y arropó mejor a la niña, que seguía durmiendo imperturbable. El aparato de música se encendió y se apagó solo, varias veces. La lámpara que colgaba del techo encima de la mesa parpadeó.

Luego todo quedó oscuro.

– ¡Mierda! -dijo Yngvar.

– ¡Ragnhild! -dijo Inger Johanne.

– Tranquila.

– Por eso fui a ver a Yvonne Knutsen -dijo Inger Johanne a la oscuridad-. Ella sabe lo que pasó. Eso es bastante seguro.

– Probablemente -dijo Yngvar y, al encender una cerilla, su cara adquirió sombras inquietas y burdas.

– Quizá no quiera hablar conmigo por eso -dijo Inger Johanne-. Quizás haya aparecido el niño, quizá…

– Se nos están amontonando los quizá -dijo él-. Para el carro.

Por fin encontró una vela.

Ella lo seguía con los ojos. Era tan ágil, a pesar de su tamaño. Al andar, pisaba con fuerza, como si quisiera subrayar lo grande que era. Sentado en cuclillas en la penumbra ante la chimenea, al romper un periódico a tiras, al coger leña de la cesta de acero y hacer el fuego, había soltura y ligereza en todos los movimientos, una suavidad fascinante en su cuerpo sólido.

El fuego prendió con fuerza en el papel.

Inger Johanne aplaudió con cuidado y sonrió.

– Hago un poco de trampa por si acaso -dijo Yngvar metiendo entre la leña un par de pastillas para encender-. Bajo al sótano por más leña. El corte de luz puede durar un rato con este tiempo. ¿Dónde está la linterna?

Ella señaló hacia la entrada y él se fue.

Las llamas chisporroteaban gratamente inundando el salón de una luz amarilla rojiza. Inger Johanne ya sentía el calor contra la cara. Una vez más arropó a su hija y dio gracias por que Kristiane estuviera en casa de Isak. Una manta de lana estaba apoyada sobre el respaldo del sofá. Se la echó sobre las piernas, se recostó y cerró los ojos.

Yngvar tendría que hablar con el médico que la atendió en el parto. O con la comadrona. Al principio apelarían al juramento hipocrático, pero al final se rendirían. Como tenían que hacer siempre en casos como éste.

Llevará tiempo, pensó Inger Johanne.

Si realmente había un descendiente vivo y adulto de Fiona Helle, se acercaban por primera vez a algo que se parecía a una pista. Era débil, claro, y quizá no condujera a ningún sitio. Ella o él no era el primer niño de la historia que había sido parido con vergüenza y que había sido adoptado con amor. Probablemente se tratara de un chico de veintitantos, bien adaptado; estudiante, quizás, o carpintero, con un Volvo y críos pequeños. No un asesino de sangre fría persiguiendo vengar un rechazo que quedaba un cuarto de siglo atrás en el tiempo.

Pero Fiona se había enfrentado a la muerte con la lengua dividida en dos.

El niño era la gran mentira de Fiona.

Vibeke Heinerback acabó clavada a la pared.

Dos mujeres. Dos casos.

Un hijo ilegítimo.

Inger Johanne se incorporó de pronto. Estaba a punto de dormirse cuando, como si se tratara de un rayo, la ráfaga de una idea la volvió a sacudir; era la conocida y desagradable sensación de que un pensamiento importante no encontraba asidero. Trajo a Jack aún más cerca y posó la cara sobre la piel del animal.

– ¿Podríamos hablar ahora de otra cosa? -dijo cuando Yngvar volvió con una pila de leña.

Él dejó lo maderos resinosos en el suelo.

– Claro -dijo, y la besó en la cabeza-. Podemos hablar de lo que te dé la gana. Como que quiero comprarme un caballo nuevo, por ejemplo.

– ¿Un caballo nuevo? Te lo he dicho mil veces: nada de caballos nuevos.

– Ya veremos -dijo Yngvar, que se río y se encaminó a la cocina-. Kristiane me anima. Ragnhild también, seguramente. Y Jack. Somos cuatro contra una.

Inger Johanne quería corresponder a su risa, pero todavía le quedaba una inquietud en el cuerpo; los restos de una fugaz sensación de peligro.

– Olvídalo -dijo-. Que se te quite ese caballo de la cabeza.

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