A lo largo de varios siglos, la gente había caminado por aquellas calles angostas, entre las casas bajas e inclinadas que se agolpaban las unas contra las otras. Las escaleras se metían sinuosas por estrechos callejones. Los pies habían golpeado contra los escalones de piedra, en el mismo sitio, año tras año, dejando un sendero pulido, y ella, en varias ocasiones, se había sentado en cuclillas para acariciarlo. Los brillantes surcos estaban fríos contra sus dedos. Se los llevaba a la boca y sentía una punzada salada en la punta de la lengua.
Se recostó contra el muro que daba al sur. La bruma azul grisácea fundía el mar con el cielo. Ahí fuera no había horizonte, sólo una infinitud sin perspectiva que llegaba a marearla. Ni siquiera aquí, sobre el pico de la loma, corría el viento. Una humedad fría rodeaba el pueblo medieval de Eze. Estaba sola.
En verano el sitio debía de ser insoportable. Incluso con las contraventanas echadas y las puertas de los comercios cerradas por el invierno, las huellas del turismo resultaban evidentes. Los puestos de suvenires estaban apiñados; en las diminutas plazas que se abrían en un par de lugares del centro del pueblo, podía ver las cicatrices de la rozadura de las sillas y de las incontables colillas apagadas contra los adoquines. Caminando sola a lo largo de muro contra el mar, se imaginaba el jaleo de las hordas de la temporada de verano: japoneses ruidosos y alemanes estridentes y sonrosados.
Se había convertido en una vagabunda, ahora en serio. Con el tiempo había encontrado los senderos y había aprendido a evitar los caminos principales, sin aceras y mortalmente peligrosas, con su eterno tráfico abrumador.
Su nuevo duffel abrigaba, pero transpiraba bien. Lo había comprado en Niza, junto con tres pantalones, cuatro jerséis, un puñado de camisas y un traje chaqueta que en realidad no sabía si se atrevería a usar. Al llegar a Francia, justo antes de Navidad, traía dos pares de zapatos. Ahora estaban en el callejón, en uno de los cubos de la basura. Ayer los había metido con resolución en una bolsa de plástico y los había tirado, a pesar de que uno de los pares apenas tenía medio año. Eran marrones y sólidos. Zapatos sensatos, que eran lo que mejor le iba a una señora de mediana edad.
El abrigo duffel era beis, y el calzado Camper, muy cómodo. La señora de la tienda ni siquiera la había mirado cuando dijo que se los quería probar. Junto a ella, sobre un puf amarillo eléctrico, estaba sentado un muchacho de dieciocho años que se probaba los mismos zapatos. Al cruzarse con su mirada, el chico sonrió amablemente. Asintió con la cabeza en señal de aprobación. Ella se compró dos pares. Le calzaban muy bien al pie.
Seguía deambulando.
Al caminar le resultaba más fácil pensar. Durante sus largos paseos por el mar, las montañas y las escarpadas lomas entre Niza y Cap d'Ail, era cuando mejor sentía que la vida había vuelto a ser enérgica. De vez en cuando, sobre todo cuando volvía a casa por la noche, notaba el cansancio de los músculos como un bendito recordatorio de su propia fuerza. A veces se desvestía y caminaba desnuda por la casa, el reflejo de las ventanas le confirmaba las transformaciones que estaba atravesando. Bebía vino, pero nunca mucho. La comida le sabía bien, tanto cuando la hacía ella como cuando se pasaba por alguno de los restaurantes donde la reconocían; ahora siempre la reconocían. Los corteses camareros que le apartaban la silla y que recordaban que le gustaba tomar una copa de champán antes de comer.
Los últimos días había sentido agradecimiento.
Había conducido de una sola tacada desde Copenhague, donde había dejado el coche en un aparcamiento anónimo mientras ella cogía el ferri a Oslo y volvía. La lista de pasajeros del barco a Copenhague era un chiste. Había viajado como Eva Hansen y se había quedado en el camarote. En ambos trayectos. Tras pasar una noche en un hotel, acumuló las fuerzas suficientes como para sentarse treinta y cinco horas al volante, sin llegar siquiera a agotarse del todo. En sus breves pausas, en las pequeñas salidas de la carretera para echar diesel, para comer en un restaurante de un dorf alemán o en un pueblo junto al río Ródano, sentía ciertamente cansancio en los músculos y en las articulaciones. Pero nunca necesidad de dormir.
Entregó el coche al camarero marroquí del café de la Paix. Le había pagado bien por tomarse la molestia de alquilar el coche a su nombre. Quizá no se había creído del todo su explicación: estaba muy constipada cuando necesitó el coche y quería evitarse el viaje a Niza. Pero puesto que el joven planeaba volver a Marruecos, al restaurante nuevo que había abierto su padre, cogió el dinero con una sonrisa y sin pregunta alguna.
Después se fue a casa, a pie. Allí se durmió en cuanto cogió las sábanas y desapareció, sin sueños, durante once horas.
En todos estos años, de meticulosa planificación, de nítidas informaciones y de concienzuda research, no le había encontrado otro placer al trabajo que precisamente esto: comprobar que era su trabajo. Era lo que tenía que hacer para llevar a cabo la tarea por la que le pagaban. Era eficiente y nunca la cogían. Nadie podía decir que hubiera errado, hecho chapuzas, sido ligera o que hubiera saltado la valla por la parte más baja.
A pesar de todo estaba agradecida por los años sin vida.
Le habían proporcionado conocimientos y pericia.
A pesar de que tenía los ficheros en Noruega, recordaba lo suficiente. El gran armario de acero albergaba información sobre todas las personas a las que había investigado. Conocidos y desconocidos. Famosos y celebridades junto al cartero de Otta, que siempre le llenaba el buzón de publicidad a pesar de que había enviado un correo pidiendo que no lo hiciera. Había registrado las debilidades y las rutinas de la gente, había observado sus deseos y necesidades, había puesto sus cartas de amor, secretos y patrones de movimientos en ficheros y lo había almacenado todo en un gran armario de metal gris.
Nunca hacía chapuzas. El secreto de su profesión era siempre saber. La memoria nunca le fallaba.
Los años muertos no habían sido en balde. Ahora los agradecía. Era capaz de montar un rifle AG-3 a ciegas y de hacerle un puente a un coche en treinta segundos. Le llevaba menos de una semana conseguir un pasaporte falso y tenía un control del mercado escandinavo de heroína que la policía hubiera aprobado como muy eficiente. Conocía a las personas que nadie más que ella quería conocer, las conocía bien; pero ninguna de esas personas la conocía a ella.
Había empezado a hacer más frío. Un viento desagradable bajaba por las laderas disolviendo la bruma sobre el mar. El abrigo de duffel no la protegía lo suficiente y se apresuró a bajar el camino de la montaña. Hacía demasiado frío como para coger el camino largo a casa. Si el autobús llegaba a su hora, podría cogerlo. En caso contrario, siempre podía costearse un taxi.
Últimamente tenía menos prudencia con el dinero.
Un repentino parche de color apareció en el cielo por el norte. Una persona se mecía rítmicamente de lado a lado bajo un parapente naranja. Apareció otro por encima de la loma, rojo y amarillo, con letras verdes imposibles de descifrar. Una turbulencia repentina lo desestabilizó. Perdió el impulso y cayó en picado cincuenta o sesenta metros antes de que el hombre consiguiera recuperar el control del vuelo y bajar lentamente al valle que había a sus pies.
Ella lo siguió con los ojos y se rió en voz baja.
Creían que desafiaban el destino.
Los deportes de riesgo siempre la habían provocado, sobre todo porque quienes los practicaban le resultaban patéticos. Es evidente que no a todo el mundo le toca una vida emocionante. Al contrario. La gran mayoría de los seis mil millones de personas de la Tierra, la mayor parte de los habitantes de Europa y la práctica totalidad de la población noruega viven vidas sin sentido. La lucha por la existencia puede consistir en conseguir suficiente comida para sobrevivir, salud para los niños, un trabajo mejor o el coche más nuevo del vecindario; la existencia humana sigue siendo una trivial nimiedad. Que a los jovenzuelos mimados y depravados se les antojara necesario desafiar la muerte con saltos y zambullidas, en escarpadas paredes de montaña y a gran velocidad, era una manifestación de la decadencia occidental que siempre había despreciado.
Padecer.
Padecían aflicción vital porque creían merecer algo distinto y mejor, algo más de lo que la vida era para la gran mayoría: un periodo de tiempo sin importancia entre el nacimiento y la muerte.
«Creen que pueden escapar de la falta de sentido de la existencia -pensó-. A base de tirarse desde el Trollvegg bajo una estructura de tejido incierto. Quieren llegar más alto, más lejos y con más riesgo. No alcanzan a avistar el aburrimiento, que los persigue constantemente, riéndose de ellos y vestido de gris. No lo ven hasta que han aterrizado, hasta que han llegado sanos y salvos a casa. Luego repiten la empresa, hacen otra cosa, cada vez más peligrosa, cada vez más temeraria, hasta que o bien entienden que la vida no se deja desafiar o bien se topan con la muerte en el intento de demostrar lo contrario.»
Los parapentes ya casi habían bajado, se preparaban para aterrizar sobre un repecho con largas filas de vid. Le dio la impresión de oír su risa. Imaginaciones suyas, por supuesto, el viento no soplaba en la dirección correcta y había mucha distancia hasta el fondo del valle. Pero podía ver cómo los hombres se daban palmadas en la espalda y pegaban saltos de alegría. Dos mujeres subían corriendo hacia ellos por las terrazas de la loma. Los saludaban alegremente agitando los brazos.
Seguía sintiendo repugnancia hacia los juegos mortales.
Los que los practicaban se limitaban a arriesgar la vida.
La muerte no era más que el agradable final del aburrimiento. Aparte de que morir te proporcionaba una fama apropiada, puesto que el lenguaje de las necrológicas es laudatorio y no verdadero. Al morir joven, a la vida no le daba tiempo a hacerte viejo o feo, gordo o escuálido. Quien no envejecía, dejaba tras de sí un monumento trágico, un relato embellecedor y conciliador en el que lo triste se volvía emocionante y lo feo hermoso.
«Vegard Krogh», pensó, y se mordió la lengua.
Ya no quería leer más sobre él. Los artículos eran engañosos. Periodistas y compañeros, amigos y familia contribuían todos a dibujar la imagen del artista Krogh. El tenaz e inconformista defensor de lo auténtico y verdadero. Un alma colorida, un imperturbable soldado al importante e insobornable servicio de la cultura.
Empezó a despotricar en voz alta y se apresuró a bajar el camino. El autobús tenía ya el intermitente puesto para salir de la parada junto a la carretera, pero se detuvo al llegar ella corriendo. Pagó y se sentó pesadamente en un asiento libre.
Pronto volvería a Noruega para siempre.
En todo caso tenía que salir de la casa de Villefranche. Le habían prolongado el contrato hasta el 1 de marzo, no más. Dentro de menos de una semana se quedaría sin vivienda, a no ser que volviera a Noruega.
Se representaba su piso, arreglado con gusto y demasiado grande para una sola persona. Sólo el armario de acero del dormitorio rompía el suave estilo que había copiado de una revista de decoración de interiores. Había comprado la mayoría en IKEA, pero también se había topado con algún que otro objeto más exclusivo en las rebajas.
Ella no pegaba con la superficie que tenía su casa.
Casi nunca tenía invitados y no necesitaba tanto espacio. Cuando estaba en casa, se pasaba la mayor parte del tiempo en un despacho desordenado, y por eso le sacaba poco partido a que el resto del piso tuviera buena pinta. En realidad allí nunca se había sentido en su hogar; era como vivir en un hotel. En sus muchos viajes por Europa, con frecuencia se había alojado en habitaciones de hotel que resultaban más personales, cálidas y confortables que su propio salón.
Era una persona que no pegaba en absoluto en Noruega. Noruega no era para gente como ella. Se ahogaba en la gran idea igualitaria. Se sentía rechazada por la reducida élite excluyente. Noruega no era lo suficientemente grande para un tamaño como el suyo, no era vista como lo que era y por eso había decidido protegerse con una anónima capa de inaccesibilidad. Invisibilidad. Ellos no querían verla. Así que ella tampoco quería mostrarse ante ellos.
El autobús se bamboleaba hacia el este. La amortiguación era francesa y demasiado suave. Tenía que cerrar los ojos para evitar el mareo.
Correr el riesgo de morir no era ninguna hazaña. El peligro al que se exponían los escaladores de cumbres y los acróbatas del aire, los remeros solitarios de endebles barcos que cruzaban el Atlántico y los motociclistas con sus audaces ejercicios frente a un público que aguardaba entusiasmado a que algo fuera catastróficamente mal, estaban limitados por el tiempo que duraba la aventura; tres segundos u ocho semanas, un minuto o quizás un año.
Ella corría el riesgo de la propia vida. Era la emoción de no aterrizar nunca, de no llegar nunca a la meta, lo que la hacía única. El riesgo aumentaba cada día, como ella deseaba y quería. Siempre estaba ahí, intenso y vital: el peligro de ser encontrada y capturada.
Inclinó la frente contra la ventanilla. La noche estaba en camino. Las luces a lo largo del paseo marítimo allá abajo estaban encendidas. Una leve lluvia oscurecía el asfalto.
Nada indicaba que se estuvieran acercando. A pesar de las pistas que había dejado, de la clara invitación implícita en el patrón que había elegido, la policía seguía avanzando a ciegas. La irritaba, al mismo tiempo que le daba confianza para continuar. Desde luego era una contrariedad que la mujer acabara de tener un hijo. El momento no era el óptimo, eso ya lo sabía cuando empezó con todo el asunto, pero había límites para lo que podía controlar.
Quizá fuera a venir bien que volviera a casa. Que estuviera más cerca.
Correr mayores riesgos.
El autobús se detuvo y ella se apeó. Ahora ya llovía a cántaros y fue corriendo todo el camino hasta casa. Era ya martes por la noche, del 24 de febrero.