Habían pasado diecisiete días desde el asesinato de Fiona Helle: el calendario marcaba el 6 de febrero.
Yngvar Stubø estaba en su despacho, ubicado en la zona con menos carácter del este de Oslo, intentando seguir contando los granos de un reloj de arena. El hermoso reloj de cristal era inusitadamente grande. La base estaba hecha a mano. Yngvar siempre había pensado que debía de ser de roble; madera noruega de pura cepa, envejecida por el paso de los siglos hasta alcanzar un tono gastado y oscuro. Justo antes de navidades, un técnico criminal francés que estaba de visita había estudiado la antigualla con cierto interés. Caoba, había constatado, para luego negar con la cabeza ante el relato de Yngvar sobre el instrumento que había acompañado, durante catorce generaciones, a la familia de marineros.
– Esto -dijo el francés en impecable inglés-. Este pequeño objeto está fabricado en algún momento entre 1880 y 1900. Probablemente nunca haya estado a bordo de un barco. Se produjeron muchos como éstos, para adorno de los hogares más pudientes. -Luego se encogió de hombros-. But by all means -añadió-. Pretty little thing.
Yngvar decidió asignar más confianza a la saga familiar que a un viajero francés cualquiera. El reloj de arena había estado sobre la repisa de la chimenea de sus abuelos, intocable para todo el que tuviera menos de veintiún años; una valorada joya que el padre, de cuando en cuando, se tomaba la molestia de colocar boca abajo para que el chiquillo viera caer los granos de arena, que brillaban en gris plateado contra el fino cristal soplado a mano, a través del orificio que, según la abuela, era más estrecho que un cabello.
Las carpetas, apiladas a lo largo de las paredes y a ambos lados del reloj de arena situado en medio del escritorio, relataban otra historia, mucho más tangible. El relato del asesinato de Fiona Helle contaba con un comienzo grotesco, pero con nada parecido a un final. Los cientos de interrogatorios a testigos, los incontables análisis técnicos, los informes personales, las fotografías y todas las consideraciones tácticas conducían a todas partes y, al mismo tiempo, a ningún sitio.
Yngvar no recordaba haber estado nunca sobre un suelo tan yermo.
Se acercaba a los cincuenta. La policía había sido su lugar de trabajo desde los veintidós. Había recorrido las calles como policía de orden público, había detenido a ladronzuelos y conductores borrachos como agente uniformado, había husmeado en la patrulla canina, por mera curiosidad, y había estado a disgusto tras su escritorio de la policía económica, hasta que por pura casualidad acabó en Kripos. Daba la impresión de que habían pasado ya un par de vidas. Evidentemente no recordaba todos sus casos, hacía mucho que había dejado de intentar llevar un archivo mental. Los asesinatos llegaron a ser demasiados, las violaciones excesivamente brutales. Con el tiempo las cifras perdieron el sentido. Sin embargo, había una cosa segura e irrecusable: algunas veces, todo se torcía. Así eran las cosas, Yngvar Stubø no perdía el tiempo rumiando las derrotas.
Sin embargo, esto era diferente.
Por una vez no había visto a la víctima. Por una vez no había estado ahí desde el principio. Entró cojeando en el caso, desorientado y por la puerta trasera. En cierto modo eso lo ponía especialmente alerta. Lo notaba sobre todo durante las reuniones, los coloquios de creciente frustración colectiva en los que, por lo general, mantenía la boca cerrada: pensaba de modo diferente a ellos.
Los demás se dejaban enterrar por pistas que en realidad no existían. Con precisión y pulcritud intentaban montar un puzzle que nunca estaría completo, sencillamente porque las piezas mostraban cielo azul allí donde la policía buscaba las sombras oscuras de una foto nocturna. Aunque en total se habían encontrado treinta y cuatro huellas dactilares en la vivienda de Fiona Helle, nada indicaba que una sola de ellas perteneciera al asesino. Una inexplicable colilla de cigarrillo junto a la puerta principal tampoco señalaba ninguna dirección determinada; los últimos análisis mostraban que debía de llevar allí varias semanas. Las huellas en la nieve podían tacharlas con una gruesa línea roja, por lo menos hasta que no pudieran combinarlas con alguna otra información sobre el asesino. La sangre del lugar de los hechos tampoco proporcionaba nada sobre lo que se pudiera seguir construyendo. Provenía exclusivamente de Fiona Helle. Los restos de saliva sobre la superficie de la mesa, el cabello sobre la alfombra y la grasienta huella de color rosa pálido sobre la copa de vino no contaban más que la historia, completamente común, de una mujer que había pasado tranquilamente la tarde en el despacho de su casa revisando el correo de la semana.
– Un asesino fantasma -dijo Sigmund Berli sonriendo desde el umbral de la puerta-. Te juro que estoy empezando a creerme la monserga de la gente de Romerike. Eso de que fue un suicidio.
– Impresionante -sonrió Yngvar de vuelta-. Primero se estranguló ella misma hasta casi perder la vida, y luego se rebanó la lengua antes de sentarse aplicadamente a esperar la muerte por pérdida de sangre. Para después reanimarse por un instante y dejar la lengua preparada en un bello paquetito de papel rojo. Original, cuanto menos. Por cierto, ¿cómo va? La colaboración, quiero decir.
– Son buena gente…, los chicos de Romerike. Un gran distrito, ya sabes. Obviamente tienen que pavonearse un poco, de vez en cuando. Pero da la impresión de que ante todo se alegran de que estemos implicados en el caso.
– Ajá…
Sigmund Berli se sentó y acercó la silla al escritorio.
– Han seleccionado a Snorre para participar en una gran competición de jockey sobre hielo este fin de semana -dijo, asintiendo elocuentemente con la cabeza-. No tiene más que ocho años, ¡y ya ha entrado en el primer equipo! ¡Con los chicos de diez!
– Creía que no hacían jerarquías en los equipos con chicos tan pequeños.
– Eso no es más que una tontería que se le ha ocurrido a la Asociación Nacional de Deporte. No se puede pensar así, sabes. El chiquillo vive para el jockey sobre hielo, todo el día… ¡El otro día durmió con los patines puestos! Si no se hacen cargo ya de la seriedad de la competición, se quedan atrás.
– Bueno, bueno. El hijo es tuyo. Aunque yo no hubiera…
– ¿Adonde nos dirigimos? -le interrumpió Sigmund pasando la mirada por las carpetas y las pilas de documentos-. ¿Adonde carajo nos dirigimos con este caso?
Yngvar no respondió. En su lugar le dio la vuelta al reloj de arena e intentó contar los segundos. A la arena le llevaba un minuto y cuatro segundos atravesar el cuello del cristal, eso ya lo sabía de chico. Un error de fabricación, suponía, y contó en voz alta:
– Cincuenta y dos. Cincuenta y tres. Y ya se ha vaciado. Siempre falla. -Le dio una vez más la vuelta al reloj-. Uno. Dos. Tres.
– ¡Yngvar! Corta el rollo. ¿La vigilia nocturna te ha sorbido los sesos o qué?
– No. Ragnhild es preciosa. Nueve. Diez.
– ¿Adonde nos dirigimos, Yngvar? -Ahora la voz de Sigmund se había vuelto insistente, y se inclinó hacia su colega antes de proseguir-: Joder, no tenemos ni una puta pista. Ninguna pista técnica, pero tampoco ninguna táctica, por lo que entiendo. Ayer y hoy he repasado todos los interrogatorios que tenemos. Fiona Helle era una mujer apreciada…, por la mayoría. Una señora graciosa, dice la gente. Pintoresca. Muchos destacan que resultaba especialmente emocionante por lo versátil que era. Cultivada e interesada en las formas de expresión cultural más refinadas. Pero a la vez leía tebeos y amaba El señor de los anillos.
– La gente que tiene tanto éxito como Fiona Helle siempre tiene…
Yngvar buscaba las palabras.
– Enemigos -propuso Sigmund.
– No. No necesariamente. Sino gente con la que está peleada. Siempre hay alguno que se siente ninguneado por este tipo de personas. Ignorado. Para colmo, Fiona Helle brillaba con mucha fuerza. Pero, a pesar de todo, me cuesta imaginar que algún empleado de la televisión, ofendido y con ambiciones de liderar los programas de entretenimiento de los sábados, pudiera llegar tan lejos como… -Señaló el corcho de la pared con la cabeza, donde la fotografía de una Fiona Helle despatarrada y con el pecho al descubierto chillaba hacia ellos en tamaño póster-. Me convence más que la respuesta esté aquí -dijo Yngvar, que sacó un fajo de copias de cartas metidas primorosamente en un sobre rojo-. He seleccionado veinte cartas. Al tuntún, en realidad. Para hacerme una idea del tipo de gente que escribía a Fiona Helle.
Sigmund frunció el ceño en señal de interrogación y cogió la primera carta.
– «Querida Fiona -leyó en voz alta-. Soy una chica de veintidós años de Hemnesberget. Hace tres años averigüé que mi padre era un marinero de Venezuela. Mi madre dise que era un mierda que la avandonó y nunca volvió a dar seniales de vida…» -Sigmund se rascó la oreja-. Joder, no sabe escribir -masculló antes de seguir leyendo-: «… después de saber que iba a naser yo. Pero hay una señora aquí en la tienda del pueblo que dice que Juan María era un buen tipo y que fue mamá la que quizo que…».
Sigmund se quedó observando la punta de su dedo. Un bulto amarillo sucio parecía fascinarle, se quedó callado varios segundos antes de limpiarse en la tela de las perneras.
– ¿Son todas tan desamparadas como ésta? -preguntó.
– Yo no diría que ésa es desamparada -dijo Yngvar-. Al fin y al cabo, ha tomado una iniciativa de importancia. Su falta de conocimientos de ortografía y gramática no le ha impedido llevar a cabo por su cuenta una investigación bastante completa. De hecho sabe dónde vive el padre. La carta es un ruego para que Fiona en faena se encargue del caso. La chiquilla tiene pánico de que la rechacen, y piensa que las posibilidades de que el padre quiera saber de ella son mayores si todo sale en la tele.
– Por Dios -dijo Sigmund cogiendo otra carta.
– Esa es de un calibre completamente distinto -dijo Yngvar mientras los ojos de su colega recorrían el papel-. Un dentista que se expresa muy bien y que está acercándose a la edad de la jubilación. No era más que un chiquillo durante la guerra, vivía en la parte este de Oslo y, en el cuarenta y cinco, demacrado, falto de sangre y huérfano, lo enviaron al campo para que engordara. Allí conoció a…
– Fiona Helle jugaba con fuego -lo interrumpió Sigmund hojeando el resto de las cartas-. Esto es…
– Son destinos -dijo Yngvar con ligereza y abrió los brazos de par en par-. Cada una de las cartas que recibía esa señora, y la verdad es que no eran pocas, eran relatos de vidas transcurridas en la pena y la añoranza. En la desesperación. Por otro lado, también ha ganado dinero. Al final surgió el debate de siempre. Por un lado los intelectuales esnobs, con mal disimulado desdén, se distanciaban de este tipo de abuso cometido en perjuicio de la plebe ignorante. Por el otro, estaba el «Pueblo»… -en ese momento dibujó una P mayúscula en el aire- que opinaba que lo que tenía que hacer el esnob era callarse la boca y apagar el televisor si no le gustaba lo que veía.
– En eso quizá tengan razón -murmuró Sigmund.
– Supongo que los dos frentes llevaban algo de razón, pero como siempre el debate no llevó a ningún sitio. Nada más que gritos y chillidos y, para el programa, un índice de audiencia aún mayor, claro. Y en defensa de Fiona Helle hay que decir que la criba de los muy pocos que de hecho llegaban a las pantallas era muy estricta. Tenían al menos tres psicólogos en la redacción y cada uno de los participantes tenía que pasar una especie de screening. Un asunto bastante cuidado, por lo que puedo entender.
– ¿Y los que no eran seleccionados?
– Justo. Hay gente ahí fuera que ponía toda su vida en una carta a Fiona Helle. Muchas de esas cartas contienen historias que nunca antes habían contado a nadie. Debía de ser bastante doloroso ser rechazado, y eso es lo que le pasaba a la mayoría. Sobre todo dado que la redacción no tenía capacidad para responder a todo el mundo. Algunos de los críticos alegaron también que… -Yngvar se sacó del bolsillo del pecho una funda de puro de aluminio mate; la abrió cuidadosamente, sacó un puro y se lo llevó bajo la nariz-, que Fiona Helle se convertía en un dios -dijo-. Un dios que respondía con silencio a los rezos de los desesperados.
– Bastante dramático.
– Más bien melodramático. Sí, señor.
Yngvar volvió a meter el puro cuidadosamente en la funda.
– Pero un poquitito verdad, como suele decir Kristiane cuando la pillamos mintiendo.
Sigmund soltó una carcajada,
– Mis chicos lo niegan todo en redondo sin excepción. Aunque los pille con las manos en la masa y se acumulen las pruebas. Duros como una piedra. Al menos Snorre. -Se pasó tímidamente la mano por la coronilla-. El más joven -explicó-. El que se parece a mí.
– Así que tenemos -dijo Yngvar, suspirando- un número desconocido de personas que tienen sus razones para estar, al menos…, decepcionadas con Fiona Helle.
– Decepcionadas -repitió Sigmund-. Me parece que nos estamos quedando un poco cortos…
De nuevo le echaron un ojo a la fotografía de la difunta.
– Sí. Por eso he iniciado una diminuta investigación por mi cuenta. Me gustaría saber lo que les ha pasado a los que sí recibieron ayuda de Fiona. Todos aquellos que tuvieron sus quince minutos de gloria y conocieron a su madre biológica de Corea del Sur, a su padre desaparecido en Argentina, a la hija que dieron en adopción en Drøbak y Dios sabrá qué más… A todos aquellos que vieron cambiar su vida en horario de máxima audiencia.
– ¿No hay ya algo así?
– No. Lo cierto es que no.
– Pero ¿el canal NRK no ha seguido el caso de todos los que…?
– No.
Sigmund se recostó en la silla. Se quedó mirando la funda de puros que había vuelto a su sitio en el bolsillo de Yngvar.
– ¿No lo habías dejado? -dijo Sigmund con cansancio.
– ¿Cómo? Ah. Te refieres a esto. Sólo lo huelo. Por una vieja costumbre. Ya nunca fumo. Se me hace muy pesado salir cada vez a la terraza. Sobre todo con los puros. Lleva su tiempo llegar al final de uno de éstos.
– Pero oye… -dijo Sigmund.
– Sí.
– ¿Crees que todo el trabajo que le hemos echado a las pruebas técnicas ha sido en balde?
Yngvar se rió entre clientes y se llevó el puño a la boca antes de ponerse a toser.
– Restos -explicó-. Restos del maldito tabaco. Hizo una mueca, tragó y prosiguió-: Por supuesto que no. Las investigaciones técnicas nunca son en balde. Pero ya que en ese ámbito parece todo estancado, por lo menos por ahora, creo que deberíamos empezar por el otro lado. En vez de trabajar sólo desde el lugar de los hechos hacia fuera, deberíamos empezar ahí fuera. E ir avanzando hacia dentro. Si tenemos suerte, podemos encontrar a alguien que tenga motivos. Un móvil lo suficientemente consistente y significativo, quiero decir.
– ¿Te vas? ¿Tan pronto?
Yngvar se había levantado y ya estaba junto a la gabardina que colgaba, lacia y sin lavar, de un perchero junto a la ventana.
– Sí -dijo con seriedad al ponerse el abrigo-. Soy un padre moderno. A partir de ahora, pienso irme del trabajo todos los días a las tres, para estar con mi hijita. Todos los días.
– ¿Qué?
– Bromeaba, tonto.
Yngvar golpeó al colega en el hombro y, al desaparecer por el pasillo, gritó:
– ¡Que paséis todos un buen fin de semana!
– Qué coño estoy haciendo aquí -murmuró Sigmund mirando la puerta que se había cerrado de golpe tras Yngvar-. Éste ni siquiera es mi despacho.
Luego echó un ojo al reloj. Ya eran las cinco y media. No tenía ni idea de cómo se había pasado el día.
La mujer rubia, vestida con un traje chaqueta de Armani y zapatillas deportivas, estaba satisfecha cuando salió del taxi. Todavía quedaba más de media hora para la medianoche y estaba prácticamente sobria. En la entrevista que iba a salir en la edición del día siguiente del diario VG decía que Vibeke Heinerback entendió que ya era una adulta cuando empezó a retirarse pronto de las fiestas en consideración a la productividad del día siguiente. Le gustaba la expresión: «productividad del día siguiente». La había acuñado ella misma. Decía algo de ella, tanto política como personalmente.
Las zapatillas eran todo menos adecuadas para el traje chaqueta. Pero con un dedo del pie roto, las posibilidades eran muy escasas y, por suerte, los productores de la televisión no habían cortado la parte del talk-show en la que comentaba su propia falta de elegancia coqueteando con el hecho de que aún no tenía más de veintiséis años. Y que se había roto el dedo jugando con un sobrino. No era del todo cierto, claro, pero estaba permitido retocar los detalles pequeños. El público del estudio, en todo caso, se rió cálidamente, y Vibeke Heinerback sonrió al intentar meter la llave en la puerta de entrada.
Había sido una buena semana.
Políticamente. Personalmente. En todos los sentidos.
A pesar del dedo dolorido.
La oscuridad era irritante. Miró hacia arriba. La luz de fuera no funcionaba, apenas veía la bombilla rota. Un poco asustada se miró por encima del hombro. También la luz junto a la verja estaba muerta. Intentó mantener el peso sobre el pie bueno mientras se llevaba el manojo de llaves a los ojos para comprobar que no había elegido la llave equivocada.
Nunca llegó a saberlo.
Vibeke Heinerback fue encontrada a la mañana siguiente por su novio, que había vuelto a casa dando tumbos de la despedida de soltero de su hermano, en autobús y taxi.
Estaba sentada en la cama. Desnuda. Tenía las manos clavadas a la pared tras el cabecero de la cama. Tenía las piernas abiertas de par en par y daba la impresión de que alguien había intentado meterle un libro por la vagina.
Al principio el novio de Vibeke Heinerback no se fijó en este detalle. Le liberó las manos, vomitó concienzudamente por todas partes y después arrastró el cadáver hasta el suelo, como si hubiera sido la cama la que la había atacado tan brutalmente. Pasó más de media hora hasta que se recuperó lo suficiente como para llamar a la policía.
A esas alturas, finalmente había descubierto el libro verde que estaba atrapado entre los muslos de Vibeke Heinerback.
Ulteriores investigaciones mostrarían que se trataba de un ejemplar del Corán encuadernado en cuero.