La tormenta se había calmado. El viento todavía soplaba ligeramente, pero, hacia el sur, la capa de nubes se había resquebrajado en jirones azul claro. La lluvia había aplastado y había podrido la nieve sucia de los jardines y las cunetas. Inger Johanne procuraba evitar los peores charcos maniobrando el cochecito por la estrecha acera de Maridalsveien. El tráfico pesado y los autobuses pasaban atronando. No estaba a gusto, así que cruzó la calle junto a Badebakken para llegar al río Aker. Jack pegaba tirones de la correa y quería olerlo todo.
La temperatura estaba empezando a bajar. Habían anunciado nieve para la noche. Inger Johanne se detuvo y se ajustó la bufanda antes de proseguir. Tenía frío en la nariz y moqueaba. Debería haberse puesto un gorro. En todo caso, Ragnhild estaba lo suficientemente abrigada metida en su saco de dormir forrado con piel de oveja y una manta de lana extra cubriéndolo todo. La carita apenas asomaba cuando Inger Johanne tiró ligeramente del borde del saco. El chupete vibraba y, por el movimiento de los delgados párpados, supo que Ragnhild estaba soñando.
Delante de la guardería junto a Heftveløkka se sentó en cuclillas. Soltó a Jack para que echara a correr y éste salió pitando hacia el río a ladrarles a los patos, que apenas le hacían caso. Se limitaron a paletear un par de veces en los canales abiertos en el hielo. El animal gruñía y ladraba, y probó a meter una pata en el agua.
– Cálmate -murmuró Inger Johanne, con miedo a despertar a Ragnhild.
El frío atravesaba la tela del abrigo, pero era un placer quedarse así sentada, ella sola, meciendo el cochecito con una mano, adelante y atrás, adelante y atrás. Era ya martes 17 de febrero y a las doce podría llamar. Faltaban ocho minutos, pudo constatar al sacar su teléfono móvil. La mejor amiga de Fiona Helle había dicho que a esa hora estaría de vuelta en la oficina. Dio la impresión de estar sorprendida, pero bien dispuesta. Inger Johanne no se había presentado como agente de policía. Pero lo vago de su formulación podría de todos modos haber dado a Sara Brubakk la sensación de que se trataba de un requerimiento de carácter oficial. No estaba bien.
Esto no era propio de ella. En realidad quería salirse de este caso, pensó, no quería profundizar más en él, y desde luego no con métodos al límite de lo aceptable.
Inger Johanne se sonó los mocos. Se estaba constipando, como era de esperar.
No había casi nadie en el sendero. Un hombre haciendo footing pasó resoplando envuelto en una nube de humedad. Saludó con la cabeza y sonrió, pero pegó un respingo cuando Jack salió disparado desde detrás de unos arbustos, y se lanzó a por sus talones.
– Póngale una correa al perro -berreó, y salió acelerando.
– Ven aquí, Jack.
Se dejó atar al cochecito meneando el rabo y se tumbó. Eran las doce, marcó el número.
– Aquí Inger Johanne Vik -empezó-. Hemos hablado esta mañana y…
– Sí, hola otra vez. Oye, ¿me permites que me siente? Acabo de entrar por la puerta y…
Arañazos. Ruidos. Un golpe.
– ¿Hola?
– Sigo aquí -dijo Inger Johanne.
– Oye, ya me he acomodado. A ver, ¿de qué se trataba en realidad?
– Sólo tengo una pregunta, acerca de la época de bachillerato de Fiona Helle. De su juventud. Tú ibas a su clase, ¿verdad?
– Sí, como os dije cuando me interrogasteis, Fiona y yo fuimos juntas a clase desde el primer curso del colegio. Éramos inseparables. Siempre amigas. Ha sido todo tan horrible desde que…, hasta la semana pasada no he tenido fuerzas para venir al trabajo, la verdad. Me concedieron una baja, simple y llanamente. Mi jefe es tan…
– Entiendo -dijo Inger Johanne-. Y yo desde luego no voy a molestarte mucho rato. Sólo estoy intentando averiguar si Fiona alguna vez… faltó al colegio. Durante un periodo largo de tiempo, quiero decir.
– ¿Faltar al colegio…?
– Sí. No un par de días por un constipado, quiero decir, sino por un periodo más largo…
– Bueno, estuvo en el balneario de Modum. En primero de bachillerato. Duró bastante tiempo.
– ¿Cómo? -Inger Johanne ya no tenía frío. Se pasó el teléfono a la mano izquierda y preguntó-: ¿Qué has dicho?
– Fiona tuvo una especie de colapso nervioso, creo. No se habló de eso, de alguna manera, íbamos a empezar el colegio después de las vacaciones. Yo había estado en Francia con mi familia, recuerdo, todo el verano. Tenía muchas ganas de volver a ver a Fiona y… no vino. La habían ingresado.
– ¿En el balneario de Modum?
– Síííí… ¿Sabes?, no estoy segura. Siempre he tenido la idea de que fue en el balneario de Modum, pero quizá sea porque era el único sitio que conocía donde ingresaban a gente por ese tipo de cosas. Nervios, quiero decir.
– ¿Cómo sabes que eran nervios?
Silencio.
Nuevos arañazos, esta vez más suaves.
– Ahora que preguntas… -dijo Sara Brubakk lentamente-, la verdad es que no estoy muy segura de nada de todo esto. Aparte de que estuvo fuera, vamos. Mucho tiempo. Creo recordar que no volvió hasta después de las navidades. O…, ah, sí, volvió un poco antes. Montábamos un espectáculo en el colegio y siempre empezábamos los ensayos a principios de diciembre.
– ¿Un espectáculo? ¿Justo después de un colapso nervioso?
Jack gruñó profundamente a un pato macho y bravucón. Ahuecaba las alas intentando agarrar un pedazo de pan que estaba a un par de metros del hocico del perro.
– Quieto -dijo Inger Johanne.
– ¿Cómo?
– Disculpa. Le hablaba al perro. Así que Fiona participó en… ¿Te contó por qué había estado fuera?
– Sí. Bueno, no… Oye, de esto hace ya mucho tiempo. -La voz había adquirido un matiz de disculpa. Al mismo tiempo que la mujer parecía sinceramente interesada en ayudar-. Como te he dicho, era mi mejor amiga. Hablábamos de todo, como hacen las buenas amigas. Pero recuerdo que yo estaba un poco dolida, porque Fiona no quería contarme nada sobre dónde había estado y sobre lo que le pasaba en realidad. De esto sí que estoy segura. Recuerdo que mi madre me dijo que la dejara estar. Que ése tipo de cosas no eran fáciles…, las enfermedades.
– Pero la historia de los nervios y el balneario de Modum pueden ser conclusiones que sacaras tú y no necesariamente algo que sepas o supieras -resumió Inger Johanne.
– Creo que sí, desgraciadamente.
– ¿Me podrías decir algo de la impresión que daba cuando volvió?
– No… ¿Impresión? Bastante normal, en realidad. Como antes. No la había visto en… cinco meses, ¿son cinco? ¿Desde San Juan hasta noviembre? A esa edad se crece rápido. Pero nosotras éramos muy amigas. Lo seguimos siendo después, quiero decir.
Se acercaba una comitiva de niños de guardería. Caminando de la mano de dos en dos, se tambaleaban sendero arriba con sus monos demasiado grandes. Un crío que llevaba el gorro calado hasta los ojos y que tenía las narices llenas de mocos lloraba dolorosamente. Una mujer adulta lo cogió en brazos y gritó:
– Ya no queda mucho, niños. ¡Vamos!
– ¿Podría haber estado embarazada? -lanzó Inger Johanne.
– ¿Embarazada? ¿Embarazada, dices? -Sara Brubakk rompió a reír-. No, ¡eso puedes descartarlo! Por Dios, si con el tiempo se vio que tenía verdaderos problemas para tener hijos. Fiorella es una niña probeta, ya sabes.
Inger Johanne no lo sabía. En general había demasiadas cosas de la historia de Fiona Helle que no habían llegado a las carpetas de Kripos.
– No, no lo sabía.
– Además -agregó Sara Brubakk-, es cien por cien seguro que Fiona me hubiera contado algo así. Éramos casi como uña y carne. ¿Embarazada? No. Ni hablar.
– Pero tú no la viste durante cinco meses -objetó Inger Johanne.
– No. Pero ¿embarazada? Eso no.
– Está bien. Te lo agradezco mucho.
– ¿Eso era todo?
– Por ahora sí. Gracias.
– ¿Vais a conseguir resolver el caso? -Sara Brubakk parecía interesada en que así fuera.
– Por lo general lo hacemos -dijo Inger Johanne evasivamente-. Sólo que lleva su tiempo. Entiendo que pueda ser difícil para vosotros. Para la familia y el círculo de amistades.
– Sí. Pero llámame con lo que sea. Estoy deseando ayudar.
– Lo entiendo. Adiós.
La comitiva de niños se había adentrado entre los edificios de ladrillo de la calle Mor Gohjerta y había desaparecido. Los patos se habían tranquilizado. Se agrupaban sobre los témpanos de hielo, con las patas recogidas bajo sí y los picos reposando plácidamente contra las plumas del pecho.
Inger Johanne empezó a subir por la vera del río. Jack la seguía obedientemente.
«Durante mucho tiempo éste ha sido un caso sin secretos -pensó-. Un caso sorprendentemente carente de odio y secretos. Luego van apareciendo. Como hacen siempre, en todos los casos, después de todo asesinato. Mentiras. Medias verdades. Datos ocultos y olvidados, historias escondidas.»
Ragnhild se puso a llorar. Inger Johanne miró dentro del cochecito. Las encías sin dientes estaban al descubierto debido al furioso llanto. La madre lo cubrió con el chupete. Se hizo el silencio.
Llevaba mucho tiempo pensándolo: en ambos casos, tanto en el de Fiona como en el de Vibeke, había muchas menos contradicciones y conflictos subyacentes de lo normal.
Incrementó el ritmo. El viento era frío y duro. Pronto Ragnhild se despertaría de verdad. Tenían que llegar a casa.
«El rechazo materno ya ha creado asesinos antes de esto -pensó mientras se enfrentaba al borde de la acera de la calle Bergen-. Pero ¿por qué casi veintiséis años más tarde? ¿Será que el niño, el niño adulto, no se ha enterado de la verdad hasta ahora? ¿Puede el descubrimiento de una antigua traición ser la base de un odio como éste? ¿Puede impulsar un crimen como éste, un ajusticiamiento tan grotesco y tan simbólico? O…»
Se detuvo, Jack la miró con sorpresa, con la lengua colgando fuera de la boca sonriente. Pasó un autobús. El humo del tubo de escape obligó a Inger Johanne a toser y a volverse.
Quizá no hiciera tanto tiempo que lo había repudiado.
La idea se le había pasado por la cabeza la noche anterior, cuando Yngvar la advirtió en contra de las especulaciones ligeras. El niño de Fiona Helle podía haberse puesto en contacto con su madre biológica recientemente. Sería una ironía, pensó Inger Johanne, que la propia Fiona hubiera sido objeto de las añoranzas cuyo valor había explotado para construir su carrera.
No especular. Yngvar tiene razón. Esto era demasiado difuso. Y si realmente existiera el niño…
– ¿Qué puede tener que ver una persona así con Vibeke Heinerback? -se preguntó a media voz meneando la cabeza.
Tenía que haber dos asesinos.
O quizá no.
Sí. Dos. O uno.
«Tengo que rendirme -pensó-. Esto es enfermizo. Poco profesional. Un perfilador tiene avanzados programas de ordenador. Trabaja en equipo. Tiene acceso a los archivos y a los últimos gritos en el conocimiento. Yo no soy una perfiladora. Soy una señora cualquiera de paseo con su bebé y su perrito bastardo. Pero hay algo, hay algo que…»
Entonces se puso a corretear. Ragnhild chillaba en el cochecito que vibraba y pegaba botes y casi vuelca cuando Inger Johanne, en el momento en que giraba la esquina de la calle Hauge, se resbaló sobre una zona con hielo.
Cuando por fin llegó a casa, cerró la puerta y echó la cadena de seguridad antes de quitarse el abrigo.
Trond Arnesen no conseguía dormirse. Eran las dos de la mañana del miércoles. Se había levantado varias veces para beber agua, tenía la boca como una lija y no sabía bien por qué. No había nada para ver en la televisión. Al menos nada que despertara su interés, o que por lo menos pudiera impedir que siguiera cavilando, que lo librara por unos minutos del molino de hierro que giraba y giraba impidiéndole dormir.
Se rindió. Se levantó por cuarta vez. Se vistió. Un paseo, pensó. Un poco de aire.
La nieve había caído sobre las ocho. Se había posado sobre el suelo como un ligero velo limpio, sobre las hojas putrefactas y la basura del invierno, sobre cunetas negruzcas y caminos enfangados. La gravilla crujía bajo sus pies y la cancela chilló cuando la abrió. Arbitrariamente, se puso a subir la cuesta, como si le atrajera la farola que había allí arriba.
No había modo de contar la verdad.
Ni siquiera hubiera podido decirlo al principio, cuando todavía tenía la oportunidad de hacerlo, en el cuarto, con el policía que tenía pinta de estar a punto de echarse a reír.
Ese viernes había sido la última vez, y no le había costado nada olvidarlo.
Entonces vino Bård.
Menudo idiota.
Trond metió las manos en los bolsillos del abrigo. Caminaba rápido. A esa hora no había nadie más en la calle y, en la fila de casas sin luz, hacía ya tiempo que la gente se había retirado. Un gato cruzó la calle, se detuvo un instante y lo miró fijamente con sus ojos amarillos fosforescentes antes de desaparecer entre unos matorrales.
Echaba de menos a Vibeke. Un sumidero se le había instalado bajo las costillas; una añoranza que no recordaba haber sentido antes, pero que se parecía a la añoranza de su madre, que sentía cuando era pequeño y estaba de campamento.
Vibeke era tan fuerte. Ella lo hubiera arreglado.
Las lágrimas le dejaban huellas heladas sobre las mejillas.
Se sorbió los mocos, se los sonó masculinamente con los dedos y se detuvo. En el mismo lugar donde el taxi había parado para que vomitara. La nieve lo cubría todo ahora, pero estaba bastante seguro. Probó a clavar la punta de la bota en la nieve. Aquí había más luz, cada quince metros había una farola. La nieve fulguraba como diamantes azulados cuando le pegaba patadas.
Apareció su reloj de pulsera.
Se inclinó con sorpresa.
Era su reloj. Sopló, le quitó la nieve, se lo puso ante los ojos. Las cuatro menos veinte. El segundero avanzaba fielmente y la pantalla de la fecha mostraba el número dieciocho.
El plástico helado le escoció en la piel al ponerse el reloj.
Se alegró y sonrió. El reloj le recordaba a Vibeke, colocó la mano en torno a la correa negra y presionó.
Debería avisar.
Con el jaleo que había montado con el reloj, tendría que avisar a Yngvar Stubø de que había aparecido. Trond se había equivocado, así de claro. No lo había dejado en casa, había ido con él a la fiesta y se le había caído cuando estaba agachado vomitando la borrachera.
Quizás el policía pensaba remover cielo y tierra para resolver el asunto. Lo último que deseaba Trond es que se removiera cielo y tierra. Quería tener tranquilidad y el menor contacto posible con la policía.
La solución era un SMS. Stubø le había dado el teléfono de su móvil asegurándole que podía llamar cuando quisiera. Un SMS no era nada peligroso. Un mensaje de texto era algo cotidiano y poco dramático, un método moderno de transmisión de recados triviales y pequeñas nimiedades.
«He encontrado el reloj. Lo había perdido. ¡Disculpas por el jaleo! Trond Arnesen.»
Ya estaba hecho. Se dio la vuelta. No podía pasarse las noches deambulando por las calles. Quizá pudiera encontrar un DVD con el que matar el tiempo. Podía tomarse una de las pastillas para dormir de Vibeke. Nunca las había probado, así que era probable que cayera rendido si se tomaba dos. Eso le resultaba tentador.
El libro desaparecido no le importaba nada.
Que Rudolf Fjord se comprara uno nuevo.
– Yngvar.
Inger Johanne le pegó un empujón.
– Hummm…
Yngvar se colocó de costado.
– Tengo miedo -dijo ella.
– No tengas miedo. Duerme.
– No lo consigo.
Él suspiró elocuentemente y se cubrió la cabeza con la almohada.
– A veces tenemos que dormir un poco. -Su voz sonó medio ahogada-. Sólo alguna que otra vez. Asomó la cabeza y bostezó.
– ¿Y de qué tienes miedo ahora?
– Me he despertado cuando ha pitado tu móvil y entonces… -aclaró ella.
– ¿Me han llamado al móvil? Joder, debería…
Sus manos tantearon la lamparita de la mesilla en busca del interruptor. El vaso de agua se volcó.
– Joder -jadeó Yngvar-. ¿Dónde…?
La luz lo alcanzó en toda la cara. Hizo una mueca y se incorporó en la cama.
– No han llamado -dijo Inger Johanne rápidamente-. Pitó. Y después…
Yngvar manejaba torpemente el móvil. La luz verde brillaba.
– Por Dios -murmuró-. Vaya horas para mandar un mensaje. Pobre chico. No podrá dormir, supongo. Parece un poco aprensivo, si te soy sincero.
– ¿Quién? -ella estaba despejada.
– Trond Arnesen. Olvídalo. No tiene importancia. -Se levantó entumecido y se estiró los calzoncillos-. Está bien que por fin hayas accedido a que Ragnhild duerma sola, la verdad. Si no andaríamos todos por aquí como zombis. Como si no lo estuviéramos ya.
– No te enfades, anda. ¿Adónde vas?
– El agua -dijo él, airado y señalando-. Tengo que buscar un trapo.
– Déjalo. Sólo es agua.
Por un momento vaciló, luego se encogió de hombros y se volvió a meter bajo el edredón. Amortiguó la luz y alargó el brazo hacia Inger Johanne. Ella se arrimó a él.
– Hummm…
– ¿De qué tienes miedo? -repitió Yngvar-. Ragnhild está bien.
– No es eso. Son estos casos…
– Lo sabía -dijo él, desanimado, y se recostó mejor.
La luz seguía rasgándoles desagradablemente los ojos.
– Nunca debería haberte metido en este lío. Soy un idiota. ¿Podrías apagar la luz?
– Mmm. Sólo que creo que andáis mal de tiempo -apuntó ella.
– ¿Qué quieres decir?
– Lo que digo. -Inger Johanne pretendía ser clara.
– Todos sabemos que el tiempo es nuestro peor enemigo -dijo él bostezando largamente-. Pero, por otro lado, ya que el caso es que no encontramos pistas calientes, es mejor que seamos minuciosos. Que pongamos una piedra sobre otra.
– Pero…, y si…
Él se desembarazó bruscamente y se incorporó hasta sentarse.
– Son casi las tres -jadeó-. ¡Quiero dormir! ¿No podríamos dejarlo para mañana?
– ¿Y si el autor de los hechos hubiera ido sólo por una de las víctimas? -dijo lentamente Inger Johanne-. Si por ejemplo iba por Fiona, y a Vibeke se la quitó de en medio para camuflar sus motivos.
– Oye -dijo Yngvar llenándose los mofletes de aire-. Vivimos en Noruega. ¡Asesinatos de camuflaje! ¿Alguna vez has oído hablar de algo así?
– Sí. Muchas veces -admitió ella.
– Pero ¡no aquí! -Al estampar las manos contra el edredón, Yngvar produjo un sonido ahogado-. ¡No en el pequeño reino de Noruega, donde la gente, por lo general, se mata con un cuchillo y porque está borracha! ¡Además de que un solo asesinato es un camuflaje bastante mísero, la verdad! ¡Y ahora tenemos que dormirnos!
– Shhhhh -sopló ella.
– Hablo tan alto como me dé la gana.
– Estoy de acuerdo en que un solo asesinato es poco camuflaje -insistió Inger Johanne-. Por eso andáis mal de tiempo.
Yngvar se levantó de un salto y el suelo crujió por el golpe. El agua salpicó y él se puso a maldecir. El vaso rodó lentamente bajo la cama.
Agarró el edredón y fue hacia la puerta.
– Es admirable el poco sueño con el que tú te apañas -dijo. Ella hubiera jurado que le temblaba la voz, como si se estuviera obligando a no llorar-. Pero como ves a mí no me pasa lo mismo. Si tienes miedo…
– Yo…, esto.
A Yngvar se le hundieron los hombros. Tenía problemas con la ropa de cama. Después suspiró profundamente y continuó:
– Me puedes despertar, por supuesto. Pero que sea que tengas mucho miedo. Que estés verdaderamente aterrorizada. Me voy a dormir a la cama de Kristiane. Buenas noches.
La puerta se cerró de un portazo. Ragnhild rompió a llorar.
A Vegard Krogh no le gustaba el bosquecillo que tenía que atravesar para llegar a casa de su madre. Cuando era pequeño, sólo se atrevía a coger el sendero a pleno día y, preferiblemente, en compañía. Se contaba que entre los árboles había fantasmas. Se decía que el sitio fue en tiempos un cementerio desmantelado en el siglo XVIII sin ningún respeto por el descanso de los muertos. Los poltergeists se tomaban la revancha, pensaban los niños del barrio, asediando sin descanso a quienes alguna vez se aventuraban a penetrar en el bosque después de la entrada de la noche.
Pamplinas, por supuesto, y a Vegard Krogh le daba pereza dar el rodeo. Era ya tarde por la noche del jueves 19 de febrero. La nieve, que el último par de días se había posado sobre las ramas desnudas formando una fina manta entre los árboles, por suerte proporcionaba un poco de luz. Al menos veía el pie que ponía delante.
Llevaba dos elegantes bolsas de diseño. La madre le había prestado quince mil coronas sin vacilar y sin la preceptiva y quejumbrosa reprimenda por ser ya un hombre adulto y casado que debería mantener en orden su propia economía. Al contrario, le había entregado el dinero con brillo en los ojos. A cambio, le había prometido a la madre pasar un par de noches con ella. Estaba bien, tendría una buena comida a la mesa y vino gratis en la copa.
Quince mil coronas no daban para mucho, pero estaba contento. Al escribir el weblogg del día, estuvo tentado de mencionar la invitación. No lo hizo. Discreción, había pensado, y se conformó con hacer una descripción de sus compras. Acabó siendo una epístola irónica sobre las boutiques en las que hay cinco prendas y dos empleados que dan la impresión de estar tan cansados de la vida como para pegarse un tiro en la sien en cualquier momento.
Quizá los lectores más importantes comprendieran por qué él, que normalmente iba en vaqueros y sudadera de capucha, había fulminado una fortuna en Kamikaze y Ferner Jacobsen, donde finalmente había encontrado algo que creía ser tanto casual como sharp.
Tres de los ensayos de Puenting estaban accesibles en su página Web. No le había pedido permiso a la editorial. De todos modos no hacían una mierda por difundir el material. Lo mismo daba. Mañana pondría un par más. La gente se había abalanzado sobre ellos. La primera discusión tardó sólo un par de horas en comenzar. Era sobre todo la parte sobre la cultura ligera establecida la que había desencadenado el debate. Utilizaba el cartón de leche como metáfora en una historia sobre los superfluos productos de masas del estado del bienestar. No sabían a nada, no servían para nada y estaban por todas partes, en envases de marca fácilmente reconocibles que recirculaban eternamente en su corrección política. «Cultura desnatada», se llamaba el ensayo, y cuando añadió una pequeña pista con vínculo a la sección cultural del periódico Dagbladet, la polémica se desató.
Vegard Krogh caminaba a paso ligero. Las botas eran nuevas y le iban bien al pie. Las gruesas suelas le permitían caminar sin problemas por el sendero resbaladizo.
Quizá debería dar más la lata y llegar a un acuerdo con la NRK para trabajar como autónomo. Gran Estudio no era un programa exactamente de su tipo. Demasiado fácil, por supuesto, y demasiado superficial. Pero era un programa lo suficientemente ágil, a veces incluso rudo y urbano, y además Anne Lidmo era una mujer elegante.
Se iba a esforzar más para conseguir el trabajo.
Pronto saldría del bosquecillo. A la vuelta de la curva en ligera pendiente, pasando la pequeña loma donde en tiempos construyó una casa en un viejo roble, junto al borde del bosque, estaba la casa de su infancia. Su madre le había prometido comida, aunque llegara tarde.
Alguien venía caminando detrás de él. La angustia le oprimía el cuello, reconocía el miedo de las sofocantes carreras de su infancia a través del bosque con los fantasmas en los talones.
Se volvió tranquilamente. Notó que agarraba las bolsas de las compras con más fuerza, como si lo peor que le pudiera ocurrir fuera que le robaran sus prendas nuevas.
La persona no estaba detrás de él, ahora se daba cuenta. Salía del bosque, de entre los árboles, donde no había sendero y las huellas formaban una cadena de irregulares agujeros negros en la nieve nueva. Resultaba difícil percibir más que el contorno de la silueta. A Vegard Krogh casi lo deslumbra la luz de una potente linterna.
Llevaba ropa llamativa, vio.
Un mono blanco.
El miedo se apaciguó un poco.
– ¡Joder! -dijo Vegard Krogh alzando el brazo para hacerse sombra de la potente luz-. Asustas a la gente yendo así de hurtadillas.
La linterna fue bajada y apartada; ahora era la propia cara de la silueta la que estaba iluminada, desde abajo, como hacían los niños más traviesos para asustar a los más pequeños, en la penumbra de las noches de verano, cuando se exaltaban los unos a los otros hasta que echaban a correr aterrorizados, sobre los muertos vivientes.
– Tú -dijo Vegard Krogh, sorprendido, medio irritado; entrecerró los ojos y examinó el rostro más de cerca-. ¿Tú? ¿Eres…? -Se inclinó, ahora furioso-. ¿Eres tú? ¿Qué…? Joder, me has…
Cuando la linterna de dos kilos de peso lo alcanzó en la sien con una tremenda fuerza, no murió. Simplemente se desplomó y cayó de rodillas.
La linterna lo golpeó otra vez, esta vez en la parte de atrás de la cabeza, con un crujido carnoso que quizá lo hubiera fascinado en caso de haber tenido la oportunidad de oírlo.
Pero Vegard Krogh estaba sordo. Murió antes de que el cuerpo alcanzara el deslizante suelo helado.