El asesino de los famosos se había convertido en un monstruo.
De todos modos la prensa se había calmado ligeramente después de que se supiera que el asesino de Fiona Helle era paciente de una institución psiquiátrica, con un móvil que la mayoría al menos podía comprender. Durante un breve periodo de tiempo había dado la impresión de que también los periodistas contemplaban la posibilidad de que se enfrentaban a un efecto de contagio. Posiblemente no se trataba de un asesino en serie, admitían los comentadores, sino más bien de la amenazadora coincidencia de varios grotescos asesinatos singulares. Cuando Rudolf Fjord eligió quitarse su propia vida, los medios de comunicación estuvieron sorprendentemente moderados, fueron casi sobrios a la hora de cubrir la trágica noticia.
Cuando encontraron a Håvard Stefansen muerto y colocado como diana de su propia pequeña pista de tiro cubierta, Noruega volvió a salirse de sus casillas.
Los psicólogos regresaron a la arena. Los acompañaron detectives privados y altos cargos de policía extranjera, investigadores y analistas criminales. Los expertos dibujaban y explicaban, a lo largo de muchas columnas y en todos los canales. Al cabo de una jornada, el asesino en serie volvía a estar en la conciencia de todos. Era un monstruo. Un psicópata sin sensibilidad. En un par de días, el asesino de los famosos pasó a ser una figura mítica con rasgos de carácter que, por lo general, sólo se encontraban en la literatura sombría y gótica.
La familia real marchó al extranjero y Palacio no podía precisar para cuándo se esperaba su regreso. Los rumores sostenían que en el Parlamento se había doblado la plantilla de guardas, a pesar de que el jefe de seguridad, tenso y serio, se negó a comentar el caso. Se cancelaron estrenos de teatro. Se suspendieron conciertos previstos. Una boda muy comentada, entre un político y una ejecutiva, fue suspendida tres días antes de la ceremonia. Pospuesta hasta el otoño, dijo un novio parco en palabras que aseguró que el amor seguía floreciendo.
También la gente corriente, la gran mayoría cuyo nombre nunca ha salido en los periódicos ni ha visto su cara impresa en una revista a todo color, tiró las entradas del cine a la papelera y decidió no salir el fin de semana. Un ambiente de conmoción y curiosidad, miedo y emoción, placer en el sufrimiento ajeno y sincera desesperación hacía que la gente se quedara con los suyos.
Era lo más seguro.
Inger Johanne Vik e Yngvar Stubø también estaban en casa. Era ya jueves 4 de marzo y eran casi las ocho y media de la noche. Ragnhild dormía. El televisor estaba encendido. El volumen era bajo, ninguno de los dos estaba prestando atención.
En los dos últimos días apenas habían hablado. Los dos cargaban con un miedo demasiado grande como para compartirlo con el otro. Esta vez el asesino había elegido a un deportista. Sólo quedaba un caso de la conferencia de Warren Scifford sobre proportional retribution, e Inger Johanne e Yngvar se merodeaban con tensa y fingida amabilidad. La vida del chalé adosado de Tåsen transcurría ajetreada. En la cotidianidad el miedo podía camuflarse.
Un rato, al menos.
Yngvar estaba montando unos estantes en el baño. Llevaban medio año con el armario. Inger Johanne esperaba oír el llanto de Ragnhild de un momento a otro, aquellos martillazos podían despertar a un muerto. Pero no tenía fuerzas para hablar con él. Estaba sentada en el sofá hojeando un libro. Leer era imposible.
– Esta noche, Redacción EN será ampliado a una hora -dijo una voz apenas audible.
Inger Johanne cogió el mando a distancia. La voz subió de volumen. Sonó la sintonía.
El presentador iba vestido de negro, como si fuera a asistir a un entierro. No sonreía, como solía hacer al principio de la emisión. Inger Johanne no recordaba haber visto nunca con corbata al experimentado presentador del programa.
También la jefa de la policía se había engalanado para la ocasión. El uniforme le quedaba suelto; las últimas semanas, la normalmente delgada mujer se había quedado en los huesos. Estaba sentada rígida y tensa en su silla, como si estuviera en guardia. Por una vez tuvo problemas para responder con claridad a las preguntas que le formulaban.
– Yngvar -dijo Inger Johanne-. Deberías venir. -Fuertes martillazos en el baño-. ¡Yngvar!
Fue a buscarlo. Estaba a cuatro patas intentando separar dos estantes.
– Joder, mierda -dijo él para sí-. Este manual de instrucciones está fatal.
– Hay una emisión especial sobre tu caso -dijo ella.
– No es mi caso. No es de mi propiedad.
– No digas tonterías. Anda, ven. Los estantes no se van a ir a ningún sitio.
Yngvar dejó el martillo.
– Mira -dijo cabizbajo señalando el suelo-. He roto una baldosa. Lo siento. No me di cuenta de que…
– Ven -repitió ella brevemente, y volvió al salón.
– … y obviamente tenemos una serie de pistas en el caso -decía la jefa de policía en la televisión-. En los casos, supongo que debería decir. Pero no son pistas unívocas. Nos va a llevar tiempo arreglar esto. Estamos hablando de un enorme conjunto de casos.
– Pistas -murmuró Yngvar, que había seguido a Inger Johanne y se había dejado caer en el otro sofá-. Que me las enseñe, anda. ¡Que me enseñe las pistas!
Se pasó la punta de la camisa por la cara y cogió una lata de cerveza tibia de la mesa del salón.
– ¿Puede usted entender… -dijo el presentador, inclinándose hacia delante y abriendo los brazos en señal de desánimo- que la gente tenga miedo? ¿Que esté aterrorizada? ¿Tras cuatro grotescos asesinatos? ¿Y ahora que la investigación parece estar completamente estancada?
– Permítame que lo corrija -dijo la jefa de policía, que carraspeó contra el puño cerrado-. Estamos hablando de tres casos. Tres. El caso de Fiona Helle está resuelto, en opinión de la policía y de la fiscalía. Todavía queda algo de investigación por hacer también en eso, pero los cargos serán aclarados a lo largo de…
– Tres casos -la interrumpió el presentador-. Muy bien. ¿Y qué tienen en esos casos?
– Ruego que se comprenda que no puedo profundizar en las precipitadas evaluaciones que se hacen de la investigación. Lo único que puedo decir esta noche es que estamos valiéndonos de grandes recursos…
– Comprender -la interrumpió el presentador-. ¿Pide que comprendamos que no tengan nada? Que la gente se vea obligada a parapetarse en sus casas y…
– Tiene miedo -dijo Yngvar, que se bebió el último trago perezoso de cerveza-. No suele enfadarse nunca. ¿No es más propio de él engatusar y tentar? ¿Sonreír y dejar que la gente meta la pata ella sólita?
Inger Johanne respondió subiendo aún más el volumen.
– Déjame oír.
– Está aterrorizado -murmuró Yngvar-. Él y el otro par de miles de noruegos que viven en esa caja.
Señaló el televisor con la lata vacía.
– Calla.
– Ven aquí -dijo él.
– ¿Qué?
– ¿No puedes venir aquí? ¿Sentarte conmigo?
– Yo…
– Por favor -rogó Yngvar.
Por fin soltaron a la jefa de policía. Mientras cambiaban al invitado en el estudio, intentaron emitir un reportaje sobre la casa de vecinos en la que, dos días antes, habían encontrado a Håvard Stefansen, muerto y sin un dedo. La cinta de vídeo se enganchó. La vista panorámica desde el portal hasta el quinto piso se quedó atascada en el movimiento, convirtiéndose en una foto fija desenfocada en la que una escandalizada mujer miraba por la ventana del tercero desde detrás de la cortina. El sonido chirrió. Algo pitó. De pronto el presentador volvió a aparecer en pantalla.
– Pedimos disculpas por los problemas técnicos -carraspeó-. Entonces creo que…
– Siempre seremos novios -murmuró Yngvar oliéndole el pelo, ella se había acurrucado junto a él y los había tapado a los dos con la manta.
– Quizá -dijo Inger Johanne acariciándole el antebrazo con el dedo-. Si me prometes no aventurarte nunca más con tareas prácticas.
– Bienvenida al estudio, Wencke Bencke.
– ¿Cómo? -dijo Yngvar.
– ¡Calla, Yngvar!
– Gracias -dijo Wencke Bencke sin sonreír.
– Eres autora de nada menos que diecisiete novelas policíacas -dijo el presentador-. Y todas tratan sobre asesinatos en serie. Se te considera experta en el asunto, cosechas grandes halagos por la profundidad de tu trabajo preparatorio y la extensión de tu research. También entre la policía, como hemos podido constatar hoy. Tienes tus orígenes en el Derecho, ¿no es así?
– Es correcto -dijo ella, seguía seria-. Pero ya no me queda mucho de jurista. Llevo escribiendo novelas desde 1985.
– Estamos especialmente contentos de tenerte hoy aquí, ya que hace doce años que no concedes una entrevista en Noruega. Obviamente las circunstancias que te han traído aquí son trágicas. Pero, a pesar de todo, tiene que estar permitido empezar planteando una pregunta con guasa: ¿a cuánta gente le has quitado la vida a lo largo de estos años?
Se inclinó expectante hacia ella, como si esperara que lo hicieran partícipe de un gran secreto.
– Ya no lo tengo muy claro -dijo ella sonriendo, tenía los dientes anormalmente blancos y regulares para ser una mujer de unos cuarenta y cinco años-. He perdido la cuenta. Pero, al fin y al cabo, la calidad es mejor que la cantidad, también en mi oficio. Me concentro en el refinamiento, no en la cantidad. Es a los giros originales a lo que yo… les encuentro el gusto, se podría decir.
Se apartó el flequillo de la frente. Éste volvió a caer inmediatamente.
Inger Johanne se desembarazó de los brazos de Yngvar, que estaba a punto de ahogarla. Acababa de coger el periódico Dagbladet de encima de la mesa, había mirado algo y lo había vuelto a soltar, directamente sobre el suelo. Se volvió parcialmente hacia él y preguntó:
– ¿Qué pasa?
– … así que tú encontraste a la última víctima -decían por los altavoces del televisor-, que era tu vecino más cercano. Desde tu punto de vista de indiscutida experta en esto, ¿qué puede haber detrás…
– ¿Qué pasa, tesoro?
– … del deseo de ser visto como otra cosa que…
– ¡Yngvar!
Él tenía la piel húmeda. Grisácea.
– Yngvar -gritó ella, cayéndose del sofá-. ¿Qué es lo que te pasa?
– … recuerda a casos sucedidos en lugares distintos a nuestro propio continente. No sólo en Estados Unidos, sino también en Inglaterra, por no decir Alemania, donde conocemos…
Inger Johanne levantó la mano. Le pegó. El chasquido de su mano abierta contra la mejilla de Yngvar hizo que por fin él levantara la vista.
– Es ella -dijo Yngvar.
– … tener cuidado con sacar conclusiones en la dirección…
– ¿Qué es lo que te pasa? -gritó Inger Johanne-. ¡Creía que te había dado un ataque al corazón! Te he dicho mil veces que tienes que ponerte a dieta, y no tocar el azúcar y…
– Es ella -repitió él-. Es ella.
– … con la limitación de que he pasado estos últimos meses en el extranjero y de que por tanto sólo he podido seguir el caso por la red y algún que otro periódico, yo diría que…
– ¿Te has vuelto loco? -dijo Inger Johanne-. ¿Te has vuelto rematadamente chalado? ¿Por qué iba…?
Él seguía señalando el televisor. El color le estaba volviendo a la cara. La respiración se le había calmado. Inger Johanne se giró lentamente hacia el televisor.
Wencke Bencke llevaba gafas sin montura. La potente luz del estudio provocaba reflejos que impedían verle los ojos. El traje chaqueta le quedaba un poco estrecho, como si lo hubiese comprado con la esperanza de perder peso. En la solapa de la chaqueta tenía un pequeño broche. Una fina cadena de oro brillaba en torno a su cuello, estaba morena para la época del año.
– Lo veo bastante sombrío -respondió la entrevistada a una pregunta que Inger Johanne no había captado-. Puesto que la policía todavía no parece tener ni idea de qué va esto, me cuesta pensar que haya grandes probabilidades de que lo resuelvan.
– ¿Estás diciendo esto en serio? -dijo el presentador haciendo un gesto con las manos como si deseara que le dieran un respuesta más detallada.
– No entiendo -empezó a decir Inger Johanne, volvió a girarse para intentar captar la atención de Yngvar.
– Por favor -le rogó él-. ¡Déjame oír lo que está diciendo!
– Entonces vamos a tener que poner punto final a esta parte del programa -dijo el presentador-. Me tienes que permitir que acabe planteándote una pregunta, en consideración a los terribles sucesos de la vida real en los últimos tiempos: ¿nunca te hartas de imaginarte y entretenerte con crímenes y asesinatos?
Wencke Bencke se enderezó las gafas. La nariz era demasiado pequeña para su cara ancha, y las gafas amenazaban todo el rato con caérsele.
– Sí -admitió-. Me hastía. Mucho, de vez en cuando. Pero escribir novelas policíacas es lo único que sé hacer. Estoy ya entrando en años. Y… -Alzó el corto dedo índice y dirigió la mirada a la cámara. De pronto se le vieron claramente los ojos. Eran marrones e iluminaban una sonrisa que hacía que las mejillas se dividieran a lo largo de profundos hoyuelos-. Y el sueldo por horas es desorbitado, claro. Eso ayuda.
– Con esto te damos las gracias.
Inger Johanne soltó el mando a distancia.
– ¿Qué quieres decir? -susurró-. Me has asustado tantísimo, Yngvar. Creía que te estabas muriendo.
– Fue Wencke Bencke quien mató a Vibeke Heinerback -dijo él aplastando la lata de cerveza entre las manos-. Le quitó la vida a Vegard Krogh. Y también mató a su vecino, Håvard Stefansen. Ella es la asesina de los famosos. Tiene que ser así.
Inger Johanne se sentó lentamente sobre la mesa. La casa estaba en silencio. No se oía ni un ruido de fuera. Los vecinos de abajo estaban de viaje. Inger Johanne e Yngvar estaban solos, al otro lado de la calle alguien apagó una luz.
De pronto llegó llanto del cuarto de las niñas; el chillido doloroso y desgarrador de un bebé de seis semanas de edad.
Wencke Bencke salió despacio a través de las puertas de la recepción del canal público NRK. Era una noche de marzo fresca. Corría el aire. Al mirar al cielo, vio a Venus relumbrar en un hueco azul marino entre las nubes oscuras a la deriva. Sonrió a los periodistas y dejó que los fotógrafos le sacaran aún más fotografías antes de meterse en un taxi y darle una dirección al taxista.
Todo había cambiado. Mucho más de lo que se hubiera atrevido a esperar. El viernes pasado ya lo había notado en Gardermoen, cuando le dio las gracias a la azafata con una amplia sonrisa. Si antes iba encorvada y cabizbaja, ahora llevaba la espalda recta. Había paseado por los interminables pasillos del aeropuerto con una bolsa de tax-free colgando alegremente de la mano. Había alzado la mirada. Se había fijado en los detalles del bello edificio; las enormes vigas de madera laminada y el juego de colores de la obra de arte junto a las escaleras que bajaban a la zona de llegadas. Esperó pacientemente su equipaje y charló con un niño pelirrojo que hurgaba su ordenador con curiosidad. Sonrió al padre del niño y se ajustó el nuevo abrigo de Armani que se había comprado en la Gallerie Lafayette en Niza, y que la hacía parecer tan nueva como de hecho se sentía.
Era fuerte.
Y tan maravillosamente segura de sí misma.
Hacía muchos años, cuando entregó su primer manuscrito y descubrió que aquello era a lo que se iba a dedicar, tomó al mismo tiempo una decisión. Iba a hacerse experta en crímenes. Especialista en asesinatos. La raza de los críticos literarios no era de fiar. La dialéctica de los medios de comunicación era previsible y horrenda: primero te subían a la cima y luego te tiraban abajo. El editor la había advertido ya en aquella ocasión. La había mirado con ojos infinitamente tristes, como si Wencke Bencke al debutar como escritora de novelas policíacas estuviera adentrándose voluntariamente en un eterno purgatorio. Y en ese mismo momento lo decidió: nunca iba a leer una reseña.
Nunca, nunca cometería errores.
Iba a crear tramas perfectas. Nunca iba a juzgar mal el efecto de un arma. Quería saberlo todo sobre la anatomía de las personas, sobre los navajazos y las palizas, sobre las heridas de bala y los envenenamientos. Investigación y táctica. Química, biología y psicología. Iba a hacerse con información de toda la cadena económica criminal, desde las organizaciones más poderosas hasta el más humilde de los yonquis que se acurrucaban al final de la escalera de mando, con la mano vuelta hacia arriba: «¿Tienes algo de calderilla?».
No fue capaz de mantener la primera promesa.
Leía las reseñas tan pronto como aparecían impresas.
Pero nadie diría nunca: «Wencke Bencke no sabe lo que se dice».
Y nadie lo dijo.
Llevaba estudiando y leyendo desde 1985. Había hecho investigaciones de campo. Había viajado. Había observado y había examinado. Con el tiempo se dio cuenta de que la teoría nunca podía sustituir a la práctica. Tenía que concretar. El universo ficticio se le hacía demasiado poco tangible. La vida real estaba llena de detalles y de sucesos imprevistos. Desde el escritorio era difícil representarse la multitud de detalles aparentemente insignificantes, de sucesos triviales que al final podían jugar un papel determinante en un caso de asesinato.
Empezó a estudiar a gente real.
El archivo surgió en 1995. Para el libro que iba a escribir necesitaba un director de orfanato y un policía de mala fama. Le escandalizó lo fácil que le resultó encontrarlos. Vigilar a la gente era un aburrimiento, obviamente; horas de espera y de observaciones sin importancia. Las anotaciones eran secas y carentes de pasión.
Pero se le hizo más fácil escribir.
Los reseñistas se mostraron positivos. Su octavo libro fue recibido con cierto entusiasmo, como lo había sido el primero. Un par de críticos señalaron que daba la impresión de que Wencke Bencke estaba más fresca que en mucho tiempo, casi renovada.
Se equivocaban.
Se aburría más que nunca. Vivía apartada del mundo. Hacía mapas de la vida de los demás, pero nunca intervenía en esas vidas, y el archivo iba creciendo. Compró un armario de acero, un artefacto a prueba de incendios que colocó en su dormitorio.
A veces, por las noches, se quedaba en la cama leyendo el contenido de una carpeta. A menudo resultaba irritante. La gente llevaba vidas tan parecidas. El trabajo y los niños, las infidelidades y las borracheras. Los proyectos de obras y los divorcios, los problemas económicos y los mercadillos del equipo de fútbol. Ya podía estudiar a políticos o a dentistas, a gente rica o a clientes de la ayuda social, a hombres o a mujeres, eran todos asombrosamente parecidos.
«Soy única -pensó reclinándose sobre el confortable asiento del taxi-. Y ahora me están viendo. Por fin me ven, como lo que soy. Una experta fuera de lo común. No alguien que entrega todos los otoños su examen para que lo desprecien con ardor de estómago. Puedo. Sé. Y hago.
»Él me vio. Se asustó. Lo sentí; quitó la mano de golpe y miró hacia otro lado. Ahora me están viendo, pero no como yo los veo a ellos. No como yo la veo a ella. Su carpeta es muy gruesa. Su carpeta es la más gruesa que tengo. La he seguido mucho tiempo, y la conozco.
»Ahora me están viendo, y no pueden hacer nada.»
– Mira esto.
Yngvar le enseñó el Dagbladet, abierto por la página cinco. Seguía pálido, pero había dejado de dar la impresión de estar gravemente enfermo.
– Wencke Bencke -dijo Inger Johanne, daba vueltas por la habitación con Ragnhild contra el hombro-. ¿Y qué?
– Mira la marca. En la solapa de la chaqueta.
Ella le pasó tiernamente a la niña, cogió el periódico y dio un par de pasos hacia la lámpara de pie.
– Todo encaja -dijo él arrullando a la niña-. Encajan demasiadas cosas de tu perfil. Wencke Bencke realmente tiene el crimen como especialidad. ¡Una escritora de novela policiaca de renombre internacional! Superior sobre el terreno a la mayoría de los asesinos en serie. Malhumorada y amarga, si nos fiamos de los retratos que se han compuesto de ella, a pesar de que nunca concede entrevistas en Noruega. Hasta ahora, vamos. Algo tiene que haber cambiado. Lleva mucho tiempo siendo una ermitaña. Justo como dijiste. Como describía tu perfil. -Ragnhild entreabrió los ojos. Yngvar le pasó la mano por la frente y dijo-: Mira el broche que lleva.
La fotografía del Dagbladet no era especialmente buena. Wencke Bencke estaba a punto de decir algo; tenía la boca abierta y los ojos muy redondos bajo las gafas, que se caían sobre la punta de su pequeña nariz respingona. Pero los contornos de la fotografía eran claros. El broche sobre la solapa izquierda de la chaqueta se veía bien.
– Sabía quién era yo -dijo Yngvar al aire-. Era yo quien le interesaba.
– Esto es peor de lo que crees -dijo Inger Johanne.
– Peor…
– Sí.
– ¿Qué quieres decir?
Ella se dirigió al dormitorio sin responder la pregunta. La oyó buscar en los cajones de la gran cómoda. El portazo de la puerta de un armario. Los pasos continuaron; hacia el armario trastero, pensó él.
– Mira esto.
Había encontrado lo que estaba buscando. Cogió a Ragnhild de sus brazos y la tumbó de espaldas en el suelo, bajo un móvil con adornos colgando. La niña se regocijó y alargó los bracitos hacia las figuras coloridas. Inger Johanne le pasó la carpeta de anillas que había traído. Era blanca, con una gran marca circular sobre la tapa.
– El logotipo del FBI -dijo él frunciendo el ceño-. Lo conozco, claro. Tengo una placa en el despacho. A eso me refiero, por eso…
Señaló la foto del Dagbladet.
– Sí -dijo ella-. Pero te digo que es peor de lo que piensas. -Se sentó junto a él, sobre la punta del sofá-. Los estadounidenses aman sus símbolos -dijo enderezándose las gafas con el dedo índice-. La bandera. Pledge of Allegiance. Los monumentos. Nada es casualidad. Esto azul…
Señaló el fondo oscuro del emblema.
– ¿Esto azul?
– …junto con la balanza en la parte alta del escudo, simboliza la justicia. El círculo contiene trece estrellas, que representan los trece estados que tenía Estados Unidos al principio. Estas rayas rojas y blancas de aquí son de la bandera. El rojo simboliza el valor y la fuerza. El blanco: la pureza, la luz, la verdad y la paz.
– Es obvio que les parecen más importantes el valor y la fuerza que la verdad y la paz -dijo Yngvar-. Puesto que hay más rayas rojas que blancas, quiero decir.
Inger Johanne no tenía fuerzas para sonreír.
– Así es también la Star Spangled Banner -dijo-. Las rojas son una más que las blancas. El ribete de picos en torno al emblema simboliza los grandes retos a los que se enfrenta el FBI, y también la fuerza de la organización.
Ragnhild agitaba las piernas y pataleaba. Las figuras de madera entrechocaban. Yngvar se rascó el cuello y murmuró:
– Imponente. Pero no sé exactamente adónde quieres llegar.
– ¿Ves estas dos ramas? -Pasó la uña por las dos líneas de hojas que discurrían a ambos lados del escudo rojo y blanco del interior-. Laurel. Con una lupa podrías contar exactamente sesenta y cuatro hojas. Tantas como estados había en el país en 1908, cuando fue fundado el FBI.
– Sigo muy impresionado -dijo Yngvar-. Pero…
– Ahora mira esto.
Inger Johanne sostuvo la página del periódico con la fotografía de Wencke Bencke bajo la lámpara.
– Miro, miro…
– El broche. El laurel. ¿Lo ves?
– No es laurel.
Él entrecerró los ojos.
– No -dijo ella.
– Son… ¿Plumas?
– Sí.
– Plumas en vez de laurel. ¿Por qué?
– Son plumas de águila -dijo ella.
– Plumas de águila…
– ¿Quién usa plumas de águila? -preguntó Inger Johanne.
– Los indios.
– Los jefes indios.
– Los jefes indios -repitió él dócilmente y sin comprender nada.
Inger Johanne levantó cuidadosamente a Ragnhild y se la colocó sobre el hombro. Olía el aroma a jabón y la peste de la caca. Una mancha marrón se estaba extendiendo por el muslo del pantalón de la cría. La abrazó contra su cuerpo.
– The Chief -dijo ella-. Warren Scifford. Una panda de estudiantes se hizo estos broches. Cien ejemplares. Se montó un verdadero infierno cuando lo descubrieron. No se juega con la heráldica del FBI. Con el tiempo los broches fueron adquiriendo bastante valor. La gente los llevaba en la parte de dentro de la solapa. Como un carné de socio, como un signo de estar dentro. Ser uno de los discípulos de Warren. A él… le encantaba, claro. No quería saber nada del asunto, pero… le encantaba.
– Así que esto significa que…
– Significa que Wencke Bencke de algún modo u otro conoce a Warren. Ha oído hablar de él, lo ha escuchado o ha hablado con alguien que lo conoce.
– Que a su vez significa que…
– Que desea que la veamos -dijo Inger Johanne.
– ¿Cómo?
– Nos está invitando. Retando. Se presenta en la tele, tras doce años de silencio. Deja que le hagan fotografías. Habla. Mata a un vecino y llama a la policía. No quiere esconderse. Se escondió durante muchos años y terminó por serle insoportable. Quiere volver a la luz de los focos, no salir de ella. Y lleva esta marca con la esperanza de que la veamos. Nosotros. Con la esperanza de que la comprendamos. Está jugando con nosotros.
– ¿Con nosotros? ¿Nosotros dos?
Inger Johanne no respondió. Hizo una mueca hacia el olor, que era cada vez más fuerte, y se dirigió al baño. Él la siguió.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Yngvar en voz baja.
Ella seguía sin querer contestar. Dejó el agua correr y se inclinó para coger un trapo, con una mano sobre la tripa de Ragnhild, que estaba tumbada sobre la mesita de aseo.
– ¿No había desaparecido un libro? -preguntó ella.
– ¿Un libro?
– No te tapes la nariz, Yngvar. Esto de aquí es tu hija. -Dejó correr el agua sobre el culito de Ragnhild y continuó-: En casa de Trond Arnesen. Echaba en falta un libro. Y un reloj. El reloj volvió a aparecer. Pero ¿han encontrado el libro? Pásame la pomada.
Él se puso a rebuscar en la cesta junto al lavabo.
– Había un libro -dijo él despacio, y se detuvo, en una mano tenía un tubo de pomada de zinc y en la otra un pañal-. Es verdad. Me preocupé un poco por el reloj durante un tiempo. Me olvidé del libro. Completamente. Sobre todo cuando Trond encontró el puto reloj. Lo del libro no parecía tener ninguna importancia. Era una novela policiaca, creo, un libro que Trond decía que había estado sobre la mesilla, pero…
– Wencke Bencke -dijo ella-. La última novela de Bencke.
Las manos eran anormalmente rápidas, casi bruscas, cuando metió el pañal debajo del culete del bebé y pegó las tiras.
– Fue su primer asesinato -dijo con la misma rapidez-. Tenía cuidado. Vibeke Heinerback vivía en un lugar apartado y esa noche estaba sola, cosa que podía saber cualquiera que mirara su página web. Un asesinato sin peligro. Casi carente de riesgo, si se sabe lo que se hace. Wencke Bencke sabe lo que se hace. Así que cogió el libro. Lo firmó, Yngvar, pero nadie se dio cuenta. Nadie comprendió lo que significaba. Y la siguiente vez…
El body del bebé se resistía. Inger Johanne no conseguía meter el brazo izquierdo y Ragnhild se puso a llorar.
– Déjame -dijo Yngvar, y cogió el relevo.
Inger Johanne se sentó sobre la tapa del váter con los codos apoyados sobre las rodillas y la cara entre las manos.
– La siguiente vez fue más lejos. Se acercó más.
Ahora daba la impresión de que a Inger Johanne le asustaba su propio razonamiento. Había bajado la voz y hablaba más despacio. Se enderezó, se mordisqueó el pulgar. Yngvar le puso un pijama limpio a Ragnhild, que hizo gorgoritos cuando la tumbó boca abajo sobre su brazo y la estrujó contra el cuerpo.
– La segunda vez -dijo Inger Johanne sin hacer señal de quererse levantar-. La segunda vez eligió a Vegard Krogh. Lo despreciaba. Estaba furiosa con él, probablemente. Llevaba años insultándola, ridiculizando todo lo que ella representaba. Wencke Bencke sabía que… -se pegó una palmada en la frente- la bufona campaña de Vegard Krogh… sería un diminuto dedo acusador en su dirección. No demasiado evidente. Desde luego que no. Él tenía muchos enemigos. Pero de todos modos…
Por fin se levantó. Una sonrisa fugaz le cruzó la cara cuan-do besó la cabeza de la niña.
– Después dio el paso hasta el final. Mató al vecino, llamó a la policía. La involucraron en la investigación. Está iluminada por todos los focos, Yngvar. Está en medio del resplandor. En el centro del cono de la luz del foco, y lo está disfrutando. Nos está sacando la lengua, y sabe que ha ganado.
– ¿Ganado? ¿Cómo que ha ganado? Ahora ya sabemos que…
Ella se puso el dedo índice sobre la boca haciéndolo callar. Después pasó con cuidado la mano sobre la nuca de Ragnhild.
– Está dormida -susurró-. Acuéstala, por favor.
Inger Johanne se dirigió al salón. Del armario del rincón sacó una botella de vino. La abrió. Agarró la copa más bella que tenía, un cáliz de cristal fino procedente de la casa de verano de sus abuelos. Hacía muchos años tenía cuatro, grandes copas con finos grabados y ribeteados con pan de oro. Tres de ellas se habían roto. La que quedaba no se usaba nunca. Una vez al mes, más o menos, la sacaba. Le quitaba el polvo, miraba el dibujo bajo la luz de la lámpara del techo. Le recordaba a los largos veranos y los baños en agua salada, al abuelo materno en la terraza con un vino blanco dulce en la copa, con la nariz colorada por el sol y la felicidad, con migas de bizcocho en la barba. Solía dejarla probar. Ella humedecía la lengua con una mueca y a continuación escupía. Entonces él se reía, siempre, y le daba gaseosa, aunque no fuera sábado.
Se sirvió y puso a girar el vino.
– ¿Qué quieres decir con eso de que ha ganado? -dijo Yngvar.
– ¿Está dormida?
Él asintió y pegó un respingo cuando vio la copa que había elegido. Se fue a la cocina a buscar otra y se sirvió.
– ¿Qué quieres decir? -repitió Yngvar-. Ya sabemos que es ella. Sabemos adonde ir. De algún modo…
– No lo conseguirás -dijo ella, y bebió.
– ¿Qué quieres decir?
Su copa seguía sin tocar sobre la mesa del comedor. Inger Johanne se volvió hacia la ventana. El jardín tenía un aspecto triste, con algunas manchas de nieve sobre el césped amarillo y empapado. Por fin le habían cambiado las bombillas a las farolas de la calle Haugé. Un hombre con un chubasquero amarillo paseaba a su perro. Éste iba suelto y corría de un lado a otro con el hocico a ras de suelo. Se detuvo junto al Golf de Inger Johanne y levantó la pata trasera. Se quedó así un buen rato, antes de seguir satisfecho a su amo.
– Estaba en Francia -dijo ella-. Cuando fue asesinada Vibeke Heinerback. Y cuando Vegard Krogh fue asesinado en el bosquecillo de Asker. Da la impresión de que se te ha olvidado del todo.
– Claro que no -dijo él, ligeramente irritado-. Pero tanto tú como yo sabemos que no podía estar ahí. A no ser que tuviera un ayudante, un…
– Wencke Bencke no tiene ningún ayudante. Es una loner. Mata para sentirse viva, para mostrar su fuerza. Para… crecer, mostrar lo competente…, lo inigualable que es.
– A ver, tienes que decidirte -dijo él-. Si estaba en Francia, no puede haberlos matado. ¿Qué es lo que quieres decir en realidad?
– Obviamente no estaba allí. No todo el rato. De una manera u otra ha conseguido ir y venir. Podemos especular sobre cómo lo consiguió. Podemos teorizar y reconstruir. Lo único que es completamente seguro es que nunca lo vamos a resolver.
– No entiendo cómo puedes decir algo así -dijo él pasándole el brazo por los hombros-. ¿Qué hace que estés tan convencida? ¿Cómo puedes…?
– Yngvar -lo interrumpió ella mirándolo a la cara.
Tenía los ojos tan claros. Las cejas se le habían empezado a afilar y parecían optimistas cuernos de viejo sobre la frente. Tenía la piel limpia y homogénea. La ancha boca entreabierta, e Yngvar sentía su respiración contra la suya; el vino y el fuerte olor del ajo. Inger Johanne puso el dedo índice sobre el profundo hoyuelo de la barbilla de él.
– Nunca antes he dicho esto -susurró Inger Johanne-. Y espero no tener nunca más la oportunidad de volver a decirlo. Soy profiler. Warren solía decir que yo era una profiler nata. Que era algo de lo que nunca iba a poder escapar. -Se rió por lo bajo-. Durante todos estos años he estado intentado olvidarlo. ¿Recuerdas lo poco dispuesta que estaba, aquella primavera hace cuatro años? Cuando robaron a aquellos niños y tú querías…
– Sí.
Ya no susurraba. Él la mordió con cuidado en la punta del dedo.
– Yo estaba trabajando en mi investigación. Estaba absorbida por ella. Tenía suficiente que hacer con Kristiane, y… luego apareciste tú. Nuestra vida aquí y Ragnhild. No quiero otra cosa. ¿Por qué crees tú que de todos modos me he pasado las noches aquí sentada trabajando con un caso de asesinato que en realidad no tiene nada que ver conmigo?
– Porque tienes que hacerlo -dijo él sin soltarle la mirada.
– Porque tengo que hacerlo -asintió ella-. Y esto te lo digo porque tengo que hacerlo: Wencke Bencke ha ganado. A lo largo de estas semanas no habéis encontrado una sola huella. Nada. No quiere que la descubran. Quiere que se la vea, no que la cojan.
– De todos modos tengo que intentarlo -dijo Yngvar; sonaba a pregunta, como si precisara su bendición.
– De todos modos tienes que intentarlo -asintió ella-. Y la única esperanza que tienes es conseguir situarla en los lugares de los hechos. Demostrar que no estaba en Francia.
«Nunca lo conseguirás», pensó Inger Johanne una vez más, pero no lo repitió. En vez de hacerlo se bebió el resto del vino y dijo:
– Las niñas no pueden seguir viviendo aquí. A Wencke Bencke le queda un caso. Tenemos que mudar a las niñas.
Luego se levantó para llamar a su madre, aunque era casi medianoche.
– Así que quieres decir…-dijo el jefe de Kripos rascándose la oreja con el dedo meñique- que tenemos que darle la vuelta a toda la investigación por un libro que ha desaparecido y por un botón. ¡¿Un botón?!
– Un broche -lo corrigió Yngvar-. O un… pin.
El jefe supremo de Kripos tenía mucho sobrepeso. La tripa le colgaba como un saco de mantequilla sobre el cinturón ceñido. La camisa se le abría sobre el ombligo. Durante las exposiciones de Lars Kirkeland e Yngvar Stubø había mantenido silencio. Incluso cuando durante el resto de la pequeña reunión estuvieron discutiendo el asunto durante media hora, el jefe había mantenido la boca cerrada. Sólo sus pequeños dedos rechonchos lo habían acusado; golpeaban impacientes contra la tabla de la mesa cada vez que alguien mantenía la palabra durante más de veinte segundos.
Ahora, por enfado, le temblaba la papada doble. Se levantó con gran dificultad. Se acercó al cuaderno en el que el nombre de Wencke Bencke estaba escrito con letras rojas bajo una línea del tiempo con tres fechas. Se detuvo y sopló tres veces por la nariz. Yngvar no sabía si era por desprecio o porque tenía problemas con la respiración. Con la mano derecha se alisó el pelo que le cubría la calva antes de arrancar una hoja del caballete y de arrugarla concienzudamente.
– Déjame decirlo así -dijo, clavando sus pequeños ojos agudos en Yngvar-. Eres uno de mis más preciados colaboradores. Ésa es la razón por la que llevo aquí una hora sentado escuchando estas… chorradas. Con todos mis respetos.
Se tiró del bigote, que se le rizaba alegremente sobre las comisuras de los labios y que solía hacer que pareciera un tío de la familia, gordo y agradable.
Nadie dijo nada. Yngvar recorrió con la mirada a sus colegas. Seis de los investigadores más famosos de Noruega estaban sentados en torno a la mesa con la vista baja. Hurgando en una taza, toqueteando unas gafas. Lars Kirkeland estaba dibujando, parecía profundamente concentrado. Sólo Sigmund Berli miraba al frente. Se lo veía colorado y agitado, y daba la impresión de estar a punto de levantarse. En lugar de hacerlo levantó la mano, como si estuviera pidiendo formalmente la palabra.
– ¿No merece al menos la pena intentarlo? Quiero decir: ¡en todas las demás direcciones estábamos estancados! Si me preguntáis a mí, esto es…
– Nadie te está preguntando nada -dijo el jefe-. Lo que se va a decir sobre este asunto ya está dicho. Lars ha resumido muy diligentemente el curso de la investigación hasta ahora. Todos lo que estamos aquí sabemos que en la labor policial no hay… abracadabra. Meticulosidad, personas. Paciencia. Nadie sabe mejor que nosotros que el trabajo duro y el manejo sistemático de todos los hallazgos es el único camino que seguir. Somos una organización moderna. Pero no tan moderna como para que desechemos semanas de trabajo policial intenso, y de calidad, porque una mujer cualquiera siente y piensa y opina que quizá piense.
– Estás hablando de mi mujer -dijo Yngvar calmadamente-. No acepto la denominación una mujer cualquiera.
– Inger Johanne es una mujer cualquiera -dijo el jefe manteniendo la calma-. En este contexto lo es. Te pido disculpas si mi elección de las palabras te ha resultado ofensiva. Tengo el mayor de los respetos por tu mujer y tengo completamente claro lo útil que nos fue en aquel caso de secuestros hace algunos años. Ése es también el motivo por el cual he sido… condescendiente con tu algo… indulgente modo de manejar los documentos del caso. Pero ahora el caso es bastante distinto.
Volvió a pasarse la mano por la coronilla. Los finos mechones de pelo parecían pintados sobre su cráneo.
– Distinto -dijo Sigmund, furioso-. Pero ¡si no sabemos nada, hombre! ¡Ni una puta pista! Todo lo que en realidad ha contado Lars ha sido una serie infinita de hallazgos técnicos que no nos llevan a ningún sitio y de reflexiones tácticas que en el fondo sólo tratan de una cosa: ¡estamos colgados en la ignorancia! Joder… -Se contuvo-. Lo siento -dijo débilmente-. Pero escucha esto…
El jefe alzó la mano.
– No -dijo-. Lo último que necesitamos ahora es más crítica de los medios. Si atacamos a Wencke Bencke… -Le echó una mirada a la papelera, como si la escritora estuviera ahí metida, junto con su nombre en rotulador rojo-. Si se nos ocurre siquiera mirar en su dirección, se va a montar un jaleo de cojones. Se está haciendo muy popular, por lo que puedo entender. Ayer la vi dos veces en la televisión, y NRK ha anunciado que esta noche será la invitada de honor de Primero y último.
Se chupó los dientes. El ruido era insoportable. Luego chasqueó levemente la lengua y se retorció el bigote entre el pulgar y el índice. Continuó, ahora mirando a Yngvar:
– Y si, contra todo pronóstico, se viera que había algo de verdad en esta hipótesis tuya, en esta absurda y volátil teoría tuya sobre viejas conferencias y aburrimiento, entonces esta señora es dura de pelar.
– Así que lo mejor será ni intentarlo -dijo Yngvar mirándolo a los ojos.
– Ahórrate los sarcasmos.
– Pero prefieres tener tres casos sin resolver que tener que enfrentarte a los medios de comunicación -dijo Yngvar encogiéndose de hombros-. Por mí está bien.
El jefe de Kripos se acarició su amplia cintura. Introdujo el pulgar debajo del ceñido cinturón. Se chupó los dientes. Se subió los pantalones, que volvieron a caer inmediatamente al hueco bajo la barriga.
– Está bien, está bien -dijo por fin-. Te doy dos semanas. Tres. Durante tres semanas estás exento de llevar a cabo otra tarea que no sea la de registrar los movimientos de Wencke Bencke en el periodo de tiempo en torno a los asesinatos. Y nada más. ¿Me estás oyendo?
Yngvar asintió con la cabeza. Dijo:
– Tres semanas.
– Nada de saltos mortales. Nada de hurgar en otras partes de su vida. No quiero jaleo, ¿entendido? Averigua si su coartada al final no se sostiene. Mi consejo es: empieza con el último asesinato. Con Håvard Stefansen. Cuando él murió, por lo menos andaba cerca.
Yngvar volvió a asentir.
– Vive en la misma casa…
– Como oiga una sola palabra sobre que esta mujer está siendo investigada… -ahora el jefe tenía la cara rojo oscuro y el sudor le corría por la frente-, de boca de alguien que no sea los que estamos aquí ahora y que… ¡No vamos a decir una palabra sobre este asunto a nadie!
Estampó su mano pequeña y gorda contra la mesa.
Cogió aire, profundamente, luego lo dejó salir entre los dientes apretados. Y llegó la advertencia:
– De lo contrario me cabrearé. Y ya sabéis lo que significa eso.
Todos asintieron, como una clase de primaria entusiasmada.
– Y tú -dijo el jefe señalando a Sigmund-: si te va la vida en ser el escudero de Yngvar, por mí está bien. Tres semanas. Ni un día más. Y por lo demás la investigación sigue su curso como antes, Lars. La reunión ha acabado.
Las sillas arañaron el suelo. Alguien abrió una ventana. Alguien se rió. Sigmund sonrió feliz e indicó que se iba al despacho a hacer una llamada.
– Yngvar -dijo el jefe, trayéndolo hacia sí cuando la habitación se estaba vaciando.
– ¿Sí?
– No me gusta el último caso -dijo en voz baja.
– ¿Håvard Stefansen?
– No. El último caso de esa vieja conferencia. El que todavía no ha tenido lugar. El incendio. La casa en llamas del policía.
Yngvar no respondió. Se limitó a contraer los párpados y a mirar por la ventana con aire ausente.
– Le he pedido a la policía de Oslo que haga unas rondas extra -continuó el jefe-. Por la noche. En la calle Hauge.
– Gracias -dijo Yngvar, y le ofreció la mano-. Te lo agradezco. Hemos trasladado a los niños.
– Muy bien -dijo el jefe queriéndose ir. A pesar de todo se quedó un rato de pie, con la mano de Yngvar en la suya-. Y esto no es porque le dé el menor crédito a vuestro perfil. No es más que una medida de seguridad. ¿Entendido?
– Entendido -dijo Yngvar, completamente serio.
– Además -dijo el jefe cogiendo la funda de puro del bolsillo de Yngvar-, esto me lo quedo yo. ¿No podrías dejar de fumar en el despacho? Los sindicatos me están friendo con este asunto del humo.
– Está bien -dijo Yngvar, pero ahora con una amplia sonrisa.
Se había hecho la idea de que sería más glamuroso. Quizá no tanto como en Hollywood, con los nombres de las estrellas escritos con purpurina sobre las puertas de los camerinos, pero de todos modos con el aura de algo brillante. No había mucho de fabuloso en el cuarto descolorido situado al final de unas largas escaleras, con café tibio en un termo a presión y bolsas de té en una taza de papel encerado. A lo largo de dos de las paredes se extendían dos sofás de tipo banco en los que había cinco personas esperando alguna cosa. Yngvar Stubø no entendía qué función tenían. No eran famosos y no estaban haciendo nada. Se limitaban a estar ahí sentados, con la vestimenta descuidada, pegándole sorbos al café y mirando constantemente el reloj. En un monitor en el rincón, en diagonal bajo el techo, podía ver el propio estudio. Gente con auriculares iba de acá para allá con aspecto de contar con todo el tiempo del mundo.
– Anda, mira -le murmuró a dos policías de uniforme que estaban junto a la escalera con aspecto de desubicados; al ver a Yngvar, uno de ellos se escondió una galleta detrás de la espalda y dejó de masticar.
Dado que se habían aumentado las medidas de seguridad en torno a las emisiones de la NRK, había resultado fácil acceder al estudio. Sólo tuvo que mostrarle una legitimación a un muchacho en la recepción antes de ser conducido en la dirección adecuada. Saludaba y sonreía sin que a nadie pareciera importarle. Unos charlaban mientras otros no paraban de entrar y salir del cuarto abarrotado. Una silla con vistas al monitor estaba libre. Yngvar se sentó y agarró un periódico para no parecer completamente desamparado.
– Yngvar Stubø -dijo una voz, alguien le tocó el hombro.
Yngvar se levantó y se volvió hacia la voz.
– Wencke Bencke -dijo.
– Tengo la impresión de que me está siguiendo -dijo ella, y sonrió.
– De ningún modo. Es por el aumento de las rutinas de seguridad, nada más.
Alzó la mano en dirección a los dos agentes de policía.
– Pues sí que se toman medidas de seguridad sólidas -dijo ella enderezándose las gafas-. Resulta impresionante que empleen a un experimentado y meritorio detective de homicidios para hacer de guardaespaldas durante la grabación de un programa de entretenimiento. ¿Será el modo más sensato de usar los recursos?
Ella seguía sonriendo. La voz era afable, casi burlona. Tras la gafas, Yngvar vio una mirada que le hizo enderezar el espinazo.
– Debemos echar mano de lo que tenemos, ya sabe. De lo que tenemos en estos tiempos.
Estaba sudando y se quitó el abrigo. Lo lanzó sobre la silla de la que se acaba de levantar.
– En estos tiempos -repitió ella-. ¿Qué tipo de tiempo es éste?
– Un asesino anda suelto -dijo él.
– O varios -sonrió ella-. Por lo que entiendo, ni siquiera están ustedes completamente seguros de si se trata de un solo hombre.
– Yo estoy seguro -dijo él-. Un autor de los hechos. O autora, claro. Por ser neutral con el género. En estos tiempos.
Los hoyuelos de ella le dividían las mejillas desde los ojos a la barbilla.
– Es lo mejor -asintió la mujer.
Ella no se quería ir. El presentador del programa subía por las escaleras saludando a diestro y siniestro, una mujer frágil le volvió a empolvar la nariz y él entró después en el estudio. Wencke Bencke no se movió. Tenía la mirada clavada en la de Yngvar.
– Curioso broche el que lleva -dijo él despacio.
– ¿Este? -Ella se acarició el pecho, sin bajar la vista-. Lo compré en una tienda de segunda mano en Nueva York.
– Tiene una historia bastante especial -dijo él.
– Sí -asintió ella-. Por eso lo compré.
– Así que conoce… Sabe por qué el laurel ha sido sustituido por…
– ¿Plumas de águila? ¡The Chief, por supuesto!
Su risa era suave y oscura. El murmullo de voces en la habitación se había mitigado, era como si la conversación fascinara a algunos otros además de a los implicados.
– The Chief -refutó Yngvar-. ¿Lo conoce?
– ¿Warren Scifford? No. Sería una exageración. Obviamente sé mucho de él, Probablemente he leído todo lo que ha escrito. Una vez tuve el placer de verlo en persona. En Saint Olaf’s College. En Minesota. Asistí a un ciclo de conferencias. Seguro que él no me recuerda. Pero es imposible olvidar a Warren Scifford. -Por fin se miró la solapa de la chaqueta. Se acarició el broche con un dedo rechoncho-. Pregúntele a su mujer -dijo con ligereza, sin alzar la mirada-. Warren es un hombre al que nunca se olvida.
A Yngvar empezó a darle vueltas todo. Sentía la cabeza ligera, se llevó la mano al cuello e intentó tragar saliva.
– Pero… ¿conoce…?
Ella miró al techo, como si estuviera saboreando la palabra.
– No. -Después se inclinó hacia él. Tenía la cabeza sólo a un palmo de la de él-. ¿Qué está haciendo aquí, Stubø? En realidad, quiero decir.
Había un silencio desagradable. Sólo la charla de la maquilladora salía del cuarto contiguo y flotaba como una suave nana en la habitación. Ella tenía ahora los ojos más oscuros, casi negros, tras los claros cristales de las gafas. Tenía una mancha en el iris, se fijó él; una mancha blanca que se comía parte del ojo izquierdo, Yngvar no era capaz de ver nada más que el defecto blanquecino del ojo de Wencke Bencke, que lo miraba fijamente.
– Casi vamos a tener que entrar -susurró una mujer que llevaba unos grandes auriculares y una escaleta bajo el brazo-. ¡Enseguida empezamos!
Wencke Bencke se enderezó, se apartó el flequillo de la frente, éste volvió a caer.
– ¿Vienes? -preguntó la regidora, que la tocó en el brazo.
– En Saint Olaf's hay muchos noruegos -dijo Wencke Bencke sin hacer gesto de querer irse-. Y descendientes de noruegos. Quizá por eso…
– Disculpa, pero es que casi tenemos que…
La ayudante de dirección posó la mano sobre su brazo. Wencke Bencke dio tres pasos tranquilos, hacia atrás.
– Quizá por eso Warren siempre finaliza sus conferencias diciendo…
– Ven -dijo la mujer con los auriculares, ahora ya visiblemente irritada.
– … que Inger Johanne Vik es la mejor profiler que nunca haya conocido. O quizás es que sencillamente es verdad.
Después desapareció hacia el estudio. Las pesadas puertas de acero se cerraron lentamente detrás de ella.
– ¿Va todo bien? -preguntó el más joven de los policías, parecía preocupado y le ofreció un vaso de agua-. Inspector, ¿va todo…?
Pero el inspector miraba fijamente el monitor. Estaba sonando la sintonía del programa; una liebre y una tortuga danzaban por un laberinto psicodélico obligando a Yngvar a apoyarse sobre el respaldo de la silla. El presentador entró y recibió un ensordecedor aplauso de un público bien instruido.
Wencke Bencke se sentó.
Llevaba un traje chaqueta rojo oscuro.
El presentador se rió de algo que dijo ella. Yngvar no estaba prestando atención. Miraba fijamente un pequeño broche, casi invisible en la imagen. Sólo de vez en cuando el metal relumbraba bajo la luz del estudio, cuando la escritora se movía; cuando se echaba para delante, hacía el presentador. Eran íntimos ante un millón de espectadores, Yngvar no oyó nada hasta que el rubio presentador preguntó:
– ¿Qué has estado haciendo allí abajo? En la Riviera en medio del invierno, quiero decir.
– He estado escribiendo -dijo ella-. Estoy escribiendo una novela sobre una escritora de novelas policíacas que empieza a matar porque se aburre.
Todos se rieron. Reían en el estudio; se sentía una vibración, un temblor en el suelo. Reían en la pequeña habitación en la que se hallaba Yngvar, rieron largo y tendido, y el presentador fue quien rió más y durante más tiempo.
– Porque podrás decir lo que quieras -dijo Wencke Bencke cuando finalmente se calmaron, puso la mano suave y maternalmente sobre el muslo del hombre-, pero si hay alguien que lo sepa todo sobre el matar, somos nosotros. Por no decir… -Sonrió de oreja a oreja y agregó-: ¡Sabemos cómo salir impunes!
– Joder, Yngvar. Menuda historia.
En una casa en la calle Sag, justo detrás de los antiguos telares junto al río Aker, el fuego ardía alegremente en una estufa de ladrillo. Era ya de madrugada. Yngvar estaba recostado en un sillón orejero. Cuando cerraba los ojos, oía el salto de agua junto al molino, donde el río caía alborotando y crecido por la primavera, en dirección al fiordo que estaba a algunos kilómetros de distancia hacia el sur. La oscuridad al otro lado de la ventana era compacta debido a la lluvia. Dentro hacía frío, casi se quedó dormido.
Yngvar había contado la historia que no había que contar.
– Sí -dijo-. Es todo un relato.
El otro hombre se levantó y trajo dos copas de la cocina. Yngvar oyó el tintinear de los cubitos de hielo.
– Toma -dijo Bjørn Busk pasándole un sólido whisky antes de echarle otro tronco al fuego y sentarse en la otra silla-. ¿Está Inger Johanne sola en casa?
– No. Esta noche se quedaba a dormir en casa de sus padres. Pero sólo esta noche. Se le ha metido en la cabeza que Wencke Bencke sabe dónde estamos en todo momento. Por eso no quiere dormir bajo el mismo techo que las niñas. En su caso, esa mujer iría por nosotros dos. No por los niños. Nosotros nos quedamos en casa, Kristiane se va a quedar un tiempo con Isak. La madre de Inger Johanne se encarga de Ragnhild. Por la noche, vamos. Los dioses sabrán cuánto tiempo podremos continuar así.
Bjørn Busk apoyó los pies sobre un puf y le dio un sorbo a la copa.
– Estás realmente convencido -dijo pensativo.
– ¿De que va por nosotros? No. Pero estoy cien por cien seguro de que mató a Vibeke Heinerback, Vegard Krogh y Håvard Stefansen. Y la verdad es que nunca antes… -se interrumpió a sí mismo y se quedó estudiando el juego del líquido dorado- lo había dicho -completó-. Estoy totalmente seguro con respecto a su culpabilidad, quiero decir. Es un caso despojado de cualquier prueba técnica, de todos modos.
– Está bien que lo digas tú mismo -sonrió Bjørn Busk-. Porque, por lo que puedo entender, no hay nada siquiera cercano a razones de peso para la sospecha.
– Que es el motivo por el que acudo a ti en medio de la noche. Sin previo aviso.
– No pasa nada. Desde que Sara se mudó…
– Lo siento, Bjørn. Tendría que haber hablado contigo cuando me enteré. Tendría que…
– Olvídalo. Así es la vida. Tenemos muchas cosas que atender. Estamos muy atareados. Tenemos bastante con nuestras propias vidas como para implicarnos en los problemas de los demás. Yo estoy bien, Yngvar. En algún sentido…, lo he superado. Y aprecio mucho que hayas venido esta noche.
Bjørn Busk sonrió y dejó la copa sobre una pequeña mesa que había entre ellos. Era un hombre de la edad de Yngvar y de gran tamaño. Eran amigos desde que, con el pelo igual de rapado y con sus carteras azules colgando de sus estrechos hombros, habían entrado en su primera aula en 1962.
– Se puede decir -dijo pensativo- que nuestro procedimiento judicial tiene poco hueco para los asesinatos en los que se carece de móvil. Cuando el resto de las pistas son pocas, o vagas, nos basamos en el móvil. Nunca antes lo había visto exactamente así, pero… -bebió, con el ceño muy fruncido-, puesto que se protege a los ciudadanos de la intromisión arbitraria de las autoridades, imponiendo ciertos requisitos al grado de sospecha antes de permitir investigaciones efectivas…
– Te estás poniendo muy jurídico, Bjørn. El caso es que si no encontramos un móvil, nos tenemos que quedar con los putos brazos cruzados. A no ser que se pille al asesino con la sangre en el cuchillo, los pantalones bajados o con tres testigos con cámara.
– Quizás estés exagerando un poco en el modo de expresarlo. Pero eso era más o menos lo que quería decir.
– Exactamente eso.
Se rieron un poco. Se quedaron en silencio.
– En realidad me estás pidiendo que haga algo ilegal -dijo Bjørn.
Yngvar abrió la boca para protestar.
«Ilegal no. Sólo te estoy pidiendo que aflojes un poco las riendas. Que hagas la vista gorda. Que corras un riesgo, nada más; en nombre de la justicia», pensó.
– Sí -dijo en su lugar-. Supongo que eso es lo que estoy haciendo.
– No se cumplen las condiciones para hacer una entrega en secreto de los extractos. Para nada. Ni para entregarlo de ninguna manera, para ser más precisos.
– Sin una orden no tengo la menor posibilidad de mirar su cuenta -dijo Yngvar, notaba cómo le ardían las mejillas con el calor del alcohol-. Y sin mirar su cuenta no tengo la menor oportunidad de averiguar dónde estaba cuando tuvieron lugar los asesinatos.
– ¿No podrías simplemente preguntarle a ella?
Bjørn lo miró por encima de las gafas.
– ¿Preguntarle a ella?… ¡Ja!
– Si te permite estudiar su cuenta, quiero decir. No dónde estaba. Tal y como la describes, no me sorprendería que te dijera que sí. Tu relato trata sobre una mujer que quiere que la vean. Que desea mostrarse ante ti en breves momentos, desde donde no la puedas alcanzar, pero de todos modos… ahí. Presente. Como un elfo del bosque. Con haber visto uno, se puede jurar que existen. Pero nunca se puede demostrar.
La madera crepitó en el hogar. De vez en cuando las llamas se hinchaban en lenguas azuladas y amarillas. Un leve aroma a alquitrán se mezclaba con el olor del fuerte whisky de malta; brea y corteza quemada. Bjørn cogió un pequeño cofre de madera de un estante y abrió la tapa.
– Coge uno -dijo, Yngvar sintió que se le humedecían los ojos.
– Gracias -dijo-. Muchas gracias.
Prepararon los puros en silencio. Yngvar los encendió con una cerilla basta y tuvo que contener un suspiro de somnoliento bienestar.
– Lo que tienes que saber de Wencke Bencke -dijo, echando un aro de humo hacia el cielo- es que ha pensado en todo. No sé si habrá nada que cosechar en un extracto de su cuenta. Lo más probable es que no. Todo indica que esto también lo ha previsto. Es aguda y buena en su oficio. Sería inconcebible que no hubiera cubierto sus huellas, también las electrónicas. Pero si no lo hubiera hecho…
Se metió el puro en la boca. El fino tabaco seco se le pegaba a los labios. El humo era suave y casi resultaba fresco en la garganta.
– Si contra todo pronóstico se le hubiera escapado un punto tan central, sería que no se le ha escapado.
Se rió un poco y se quedó mirando el grueso puro afeitado.
– Entonces sería parte del juego. Está tan segura, tan benditamente convencida de que nunca vamos a encontrar nada que justifique una orden de arresto, que se siente protegida. Sabe que no lo vamos a poder comprobar sin su permiso. O sin una orden justificada por razones de peso para la sospecha. Nosotros no tenemos ninguna de las dos cosas. Y ella lo sabe.
Bjørn le acercó un cenicero.
– Necesito esa orden -dijo Yngvar, y golpeó el puro contra el canto-. Sé que te estoy pidiendo muchísimo. Pero tienes que entender que…
El viento había cambiado. Ahora soplaba del oeste. La lluvia había pasado a violentos chaparrones. Un rayo brilló azulado en el jardín. Por un momento se pudieron ver los árboles desnudos; nítidos, pero con sombras planas, como en una fotografía malograda. El estruendo llegó un segundo después.
– Una tormenta ahora -murmuró Bjørn-. Un poco pronto, ¿no? ¿Y con este frío?
– Tú eres juez -dijo Yngvar dándole una calada al puro-. Has estado en el aparato judicial… ¿Cuánto tiempo?
– Dieciocho años. Más dos de abogado. Veinte años.
– Veinte años. ¿Alguna vez, a lo largo de estos veinte años, te has topado con… maldad? No me refiero a la rabia determinada por la situación, al oportunismo determinado materialmente. No me refiero ni a debilidad ni a colapso del carácter ni a egoísmo. Me refiero a verdadera y auténtica maldad. ¿Alguna vez has visto algo así?
– ¿Es que eso existe?
– Sí.
Bebieron en silencio. El humo se extendía bajo el techo como una agradable manta de agradable aroma.
– ¿Tienes a alguien que presente la petición?
– ¿Para qué se tiene a los jóvenes abogados fáciles de manipular…?
Sonrieron sin mirarse.
– Asegúrate de que llegue al juzgado el miércoles -dijo Bjørn Busk-. Ni antes ni después. En ese caso por lo menos hay alguna probabilidad de que acabe sobre mi mesa. Pero no puedo prometerte nada.
– Gracias -dijo Yngvar haciendo gesto de querer marcharse.
– Quédate -dijo Bjørn-. Quédate un rato, ¿no? Nos queda bebida en la copa y la caja de puros está llena.
Los dedos martillearon contra la tapa. Yngvar se recostó de nuevo en el sillón. Puso las piernas sobre el puf.
– Ya que insistes -dijo cerrando los ojos-. Si te atreves a tenerme aquí…
– Está lloviendo a cántaros -dijo Bjørn Busk-. Esta casa no va a arder esta noche.