– Alguien podría estar manipulándonos desde atrás -dijo Yngvar Stubø, atiborrándose de pollo en salsa de yogur-. Ésa es su última teoría. Yo no sé.
Sonrió con la boca llena de comida.
– ¿Qué quieres decir? -inquirió Sigmund Berli-. ¿Cómo si alguien estuviera empujando a otros a cometer los asesinatos? ¿Engañándolos?
Cogió un pedazo del pan indio nan, lo sostuvo entre el pulgar y el índice y lo estudió con escepticismo.
– ¿Esto es una especie de pan sin levadura o qué?
– Nan -dijo Yngvar-. Pruébalo. La teoría no es una chorrada. Quiero decir, evidentemente es lógica. En algún sentido. Si tenemos que admitir que Mats Bohus mató a Fiona Helle, pero a ninguno de los otros dos, resulta plausible que haya alguien detrás de todo esto. Una mano rectora. Alguien con un móvil superior, digamos. Pero al mismo tiempo…
Sigmund masticaba y masticaba. No conseguía tragar.
– Es que este pan…
– Joder -murmuró Yngvar inclinándose sobre la mesa-. ¡Espabila! ¡Hace treinta años que hay restaurantes indios en Noruega! Te comportas como si te estuvieras comiendo un trozo de carne de serpiente. Es pan, Sigmund. Sólo pan.
– Ése no es indio -murmuró el compañero señalando con la cabeza hacia el camarero, un hombre de mediana edad con aseado bigote y cálida sonrisa-. Es paqui.
El mango del cuchillo de Yngvar alcanzó la mesa dando un golpe.
– Ya está bien -le espetó-. Te debo mucho, Sigmund, pero no lo suficiente como para aceptar estas chorradas. Te lo he dicho mil veces, mantén tu puto…
– Paquistaní, quería decir. Lo siento. Pero es que es paquistaní. No indio. Y mi estómago no aguanta especias tan fuertes.
Una mueca, exagerada y amanerada, le cruzó la cara mientras se cogía dramáticamente la tripa.
– Has pedido comida suave -dijo Yngvar sirviéndose más raita-. Si no aguantas eso, es que no aguantas ni la coliflor hervida. Come.
Sigmund cogió un pedazo con el tenedor para probar. Vaciló. Se lo metió lentamente en la boca. Masticó.
– Sí, sí…, como.
– Pero es que no consigo que encaje del todo -dijo Yngvar-. Es como tan poco… noruego. Tan poco europeo. Que a alguien se le pueda ocurrir usar a personas desgraciadas como piezas de un gran juego de asesinatos.
– Ahora te estás pasando tú -dijo Sigmund, tragó y cogió otro trozo-. Ya nada es poco noruego. Desde el punto de vista criminal, quiero decir. La situación aquí no es una pizca mejor que en otros sitios. Hace una eternidad que no lo es. Son todos estos… -se detuvo, se lo pensó y continuó- rusos -completó-. Y los putos bandidos de los Balcanes. Esos tíos no tienen vergüenza en esta vida, ya lo sabes.
La expresión de la cara de Yngvar le hizo levantar la palma de la mano.
– No creo que describir la realidad sea racismo -protestó enardecidamente Sigmund-. ¡Esa gente es igual que nosotros! La misma raza y todo. Pero tú sabes bien cómo…
– Para. En este caso no hay extranjeros implicados. Las víctimas son noruegas de pura cepa. Rubios, de hecho, todos ellos. Lo mismo pasa con el desgraciado al que hemos cogido. Olvida a los rusos. Olvida los Balcanes. Olvida, me cago en… -Pegó un violento respingo y se llevó la mano a la mejilla-. Me he mordido la mejilla -murmuró-. Duele.
Sigmund arrimó la silla a la mesa. Se colocó la servilleta en el regazo y agarró el cuchillo y el tenedor, como si quisiera comenzar la comida de nuevo.
– Admite que la conferencia esa de Inger Johanne resulta bastante espeluznante -dijo Sigmund, sin dar importancia a la bronca de Yngvar-. Un poco Expediente X. Lazos en el tiempo y cosas así. ¿Qué piensas de eso?
– No mucho -admitió Yngvar.
– Pero ¿qué?
– Puede ser todo una casualidad, claro.
– Casualidad -dijo Sigmund con desdén-. ¡Seguro! ¡Resulta que a tu chati, hace trece años y en la otra punta del planeta, le cuentan la historia de varios asesinatos de gran fuerza simbólica, y de pronto aparece en Noruega, en el 2004, el mismo modus operandi, exactamente la misma simbología! ¡En tres ocasiones! Y una mierda casualidad, te lo digo. Ni hablar.
– Entonces quizá tengas una explicación. Tú que ves Expediente X, quiero decir -ironizó Yngvar.
– Ya no la ponen. Supongo que hacia el final se pasaban de absurdo -admitió Sigmund.
– ¿Tú qué piensas?
Yngvar volvió a beneficiarse de la pequeña olla de hierro. El arroz se pegaba a la cuchara de servir. Sacudió el mango. El bulto blanco y pegajoso cayó en la salsa con un chasquido húmedo. Se salpicó la camisa de salsa rojiza.
– Creo que ahí fuera hay algún diablo -dijo tranquilamente Sigmund-. Un diablo que ha escuchado la misma conferencia. Que se ha divertido con ella.
«Entretenido con la idea de jugar con nosotros.»
Yngvar sintió un escalofrío en la espalda.
– Está bien -dijo despacio, y dejó de comer-. ¿Qué más?
– La simbología es demasiado fuerte. En los casos originales los autores eran un pelín torpes, por lo menos según lo que has contado hasta ahora. Los idiotas siempre eligen un simbolismo desmesurado. Pero nuestro hombre no es ningún idiota. Nuestro hombre ha…
– Nuestro hombre…
Ahora la sonrisa de Sigmund era casi infantil, veía una inusual y nueva aprobación en los ojos estrechados de Yngvar, en el leve asentir de su cabeza.
– Si asumimos eso -continuó Sigmund-, que Inger Johanne tiene razón, que hay alguien ahí fuera moviendo los hilos para que otros maten… -el ceño se frunció entre sus tupidas cejas-, y para que lo lleven todo a cabo de un modo completamente especial, entonces está claro que no nos enfrentamos a alguien sin talento. Todo lo contrario.
Se hizo el silencio. Eran los últimos comensales que quedaban. El camarero había desaparecido en un cuarto trasero. Sólo una leve melodía oriental se oía a través de unos altavoces al otro lado de la habitación. Rascaba con esfuerzo en las notas más altas.
– ¡Mierda! -dijo Yngvar finalmente, y alzó su gaseosa en señal de aprobación-. No ha estado mal. Pero si este señor X hubiera escuchado la misma conferencia, entonces se tiene que tratar necesariamente de alguien a quien Inger Johanne conozca de…
– No -le interrumpió Sigmund intentando comerse otro pedazo de pan-. Es verdad que hace ya un tiempo que salí de la Escuela de Policía, pero aún recuerdo algo. Las conferencias eran las mismas, año tras año. Lo profesores no hacen más que darle la vuelta a su montón de papeles. Yo le pedí prestados los apuntes a un compañero del año anterior. Una copia exacta. El pan, por lo menos, está bueno.
– Prueba el tandoori -dijo Yngvar-. Olvidas que no estamos hablando de un profesor cualquiera. Warren Scifford es legendario. No creo que…
– Como si los buenos profesores fueran algo mejores que los malos a este respecto -lo interrumpió Sigmund mirando fijamente el tenedor antes de clavarlo vacilante en la carne-. Todo lo contrario, diría yo. Si una conferencia es un éxito, menos razón aún para cambiarla. Los estudiantes van y vienen. Los profesores permanecen. Por cierto, ¿hemos dado con él?
– ¿Con Warren?
– Sí, con él.
– No. Si no te vas a comer tu comida, me encantaría… -insinuó Yngvar.
– Adelante.
Sigmund empujó el plato sobre la mesa.
– El FBI, para decirlo con suavidad, ha cambiado su cometido después del 11 de septiembre de 2001 -dijo Yngvar-. Ahora es todo antiterrorismo y secretismo. Encontrar a Warren va a ser más difícil de lo que creíamos. Antes me bastaba con coger el teléfono y lo tenía al otro lado de la línea a los treinta segundos. Ahora…
Se encogió de hombros.
– Apuesto a que está en Irak -dijo Sigmund con ligereza.
– ¿Irak? ¡El FBI tiene la jurisdicción restringida! ¿No tendrían que quedarse en su propio territorio? ¿Dentro de Estados Unidos?
– En principio: sí. En la práctica: no sé. Volvió a encogerse ligeramente de hombros.
– Con la experiencia que tiene Warren… Me imagino que en esa vorágine les será de utilidad -admitió Yngvar.
– ¿Qué es lo que sabe hacer, en realidad? -curioseó Sigmund.
Yngvar se echó a reír y se pasó una servilleta por la boca.
– Pregunta mejor qué es lo que no sabe el tipo. En principio es licenciado en Sociología. Además es jurista. Supongo que lo más relevante es que lleva treinta años vinculado con la mejor organización policial del mundo. Una estrella.
– Y ahora resulta que está en Irak.
– No sé si está en Irak -precisó Yngvar-. Pero tal y como les va a los estadounidenses ahí abajo, no me sorprendería que necesitaran a sus mejores hombres. Ya sea gente del FBI o de otro sitio. Pero todavía no he cejado en el empeño de encontrarlo.
El camarero había vuelto. Cortésmente se abstuvo de comentar que Yngvar estaba sentado con dos platos ante sí.
– ¿Algo más de beber?
– Agua -dijo Sigmund de forma tajante, y plantó los codos sobre la mesa.
– Sí, por favor -dijo Yngvar sonriente y alabando la comida-. Para mí gaseosa. Farris azul, por favor.
Se palpó la herida de la mejilla con la lengua.
– ¿Crees en mi teoría? -preguntó Sigmund-. ¿En la teoría de Inger Johanne?
A Yngvar le costó contestar:
– No consigo… imaginarme del todo cómo sería posible manipular a la gente hasta ese punto. Por otro lado… -el camarero les llenó los vasos, sonrió y se volvió a retirar-, puede que sea porque no me atrevo del todo -admitió, y bebió-. En caso de que tuvierais razón, implicaría que la investigación… se complicaría aún más. Implica, entre otras cosas, que el verdadero hombre que está detrás de todo esto no tiene por qué tener ninguna relación visible con las víctimas. Sólo con los autores de los crímenes. Y por ahora sólo tenemos a mano a uno de ellos.
– Un tarado balbuciente e ingresado en un psiquiátrico -suspiró Sigmund. El tenedor alzado de Yngvar lo llevó a añadir rápidamente-: Un paciente psiquiátrico ingresado, quiero decir. ¿Qué crees que deberíamos hacer? ¿Deberíamos perseguir esta… teoría?
– Al menos nos la vamos a apuntar detrás de la oreja -dijo Yngvar-. Como en todo caso tenemos que seguir buscando conexiones entre las tres víctimas, no será demasiado esfuerzo tener también en cuenta a Mats Bohus.
– ¿Cómo? Ahora no te entiendo bien. A él no lo han matado, él…
– Él es lo único que tenemos, en caso de que Inger Johanne y tú estéis en lo cierto. Mientras seguimos buscando vínculos entre Fiona Helle, Vibeke Heinerback y Vegard Krogh, veremos al mismo tiempo si hay alguna conexión oculta entre Mats Bohus y los dos últimos. Long shot, pero, de todos modos…, el problema es que con Mats Bohus ya no se puede hablar. Está completamente ido. El último interrogatorio, el del sábado, fue demasiado para él. El doctor Bonheur tenía razón. Y ahora tenemos que pagar las cuentas, el tipo está encerrado. No nos va a resultar fácil averiguar con quién ha estado en contacto, por decirlo así. -Cogió el último pedazo de pan y se lo metió en la boca-. Estoy lleno -murmuró-. ¿Nos vamos?
– Quizás un café -dijo Sigmund.
– No te lo recomiendo. El café aquí no es exactamente…
Sonó el móvil. Yngvar lo cogió mientras hacía señas al camarero de que quería la factura.
– Stubø -dijo brevemente.
Cuando al cabo de minuto y medio colgó, sin haber dicho más que «sí» y «bien», daba la impresión de estar realmente preocupado. Los ojos se le habían estrechado más que nunca, y la boca tenía un gesto cansado y de preocupación.
– ¿Qué pasa? -preguntó Sigmund. Yngvar pagó y se levantó.
– Vamos.
– ¿Qué coño pasa? -repitió Sigmund con impaciencia cuando salieron a la calle de Arendal; un autobús pasó atronando.
– Trond Arnesen ha mentido -dijo Yngvar encaminándose al taller de Myre, el coche estaba aparcado ante las antiguas instalaciones de la fábrica.
– ¿Cómo? -gritó Sigmund correteando a su lado.
Un camión estaba detenido ante un semáforo en rojo. El estrépito era ensordecedor.
– Trond Arnesen no es tan inocente como yo creía -bramó Yngvar en respuesta-. Mantenía una relación paralela.
El semáforo cambió a verde, y el camión se puso en marcha y desapareció en dirección a Torshov.
– ¿Cómo?
– Con un hombre -dijo Yngvar, y cruzó la calle corriendo-. Un chico joven.
– Es lo que siempre he dicho -dijo Sigmund esforzándose por seguir a su compañero-. Nunca se puede confiar en los maricones.
Yngvar no tenía fuerzas para replicarle.
Había creído a pies juntillas en la inocencia de Trond Arnesen.
Inger Johanne se despertó porque alguien andaba en las escaleras. El miedo se le disparó por los miembros. Ragnhild estaba tumbada sobre ella, aplastada entre el brazo izquierdo y el cuerpo. La pequeña dormía profundamente. Fuera seguía habiendo luz. Tenía que ser de día. Por la tarde. ¿Cuánto tiempo había dormido? Alguien se acercaba.
– ¿Estabas dormida? Qué bien.
Su madre sonrió y se acercó al sofá.
– Mamá -jadeó Inger Johanne-. ¡Me has asustado! No puedes…
– Sí, sí que puedo -dijo la madre con decisión, hasta ese momento Inger Johanne no se había dado cuenta de que no se había quitado la ropa de abrigo-. Me he tomado la libertad de usar la llave de repuesto que habéis dejado en casa. Para serte franca, me temía que no me fueras a abrir si llamaba a la puerta y mirabas por la ventana de la cocina y veías que era yo.
– Por supuesto que hubiera…
Inger Johanne intentaba levantarse del sofá sin despertar a Ragnhild.
– No, corazón. No me habrías abierto. ¿Cuánto tiempo has dormido?
Inger Johanne le echó un ojo al reloj de pulsera.
– Doce minutos -dijo bostezando-. ¿Por qué estás aquí?
– Relájate -dijo la madre, y desapareció en la cocina.
Se puso a abrir armarios y cajones. La puerta de la nevera se abrió y se volvió a cerrar. Inger Johanne oyó el entrechocar de botellas y el ruido sordo y de succión de la puerta del congelador. Consiguió ponerse en pie.
– ¿Qué estás haciendo? -murmuró irritada.
– Estoy empaquetando -dijo la madre.
– ¿Empaquetando?
– Qué bien que tengas tanta leche materna guardada. Así…
Con dedos diestros, enrolló los biberones congelados en papel de periódico.
– ¿Qué estás haciendo, mamá?
– ¿No podrías portarte bien y sacar algo de ropa? Su pijama. Pañales. Ah, no, tu padre ya ha comprado pañales. Libero, ¿no? Tú haz una pequeña maleta, ya está. Y no se te vayan a olvidar un par de chupetes extra, por favor.
Inger Johanne intentó cambiar al bebé de posición. La niña entreabrió los ojos y gimoteó.
– No voy a dejar que te lleves a Ragnhild, mamá.
– Te aseguro que sí.
La madre ya estaba metiendo los biberones perfectamente aislados en una bolsa térmica con el logotipo de Coca-Cola.
– Ni hablar.
– Ahora me vas a escuchar, Inger Johanne. -Su madre cerró la cremallera con enfado y dejó la bolsa sobre la encimera de la cocina. Después se pasó los dedos por el pelo gris, antes de apresar la mirada de su hija y declarar-: Resulta que esto lo voy a decidir yo.
– No puedes…
– Cállate. -La voz era tajante, pero baja. Ragnhild no reaccionó-. Tengo claro que por lo general no tienes una gran opinión de mí, Inger Johanne. Nosotras dos no siempre hemos sido las mejores amigas del mundo. Pero soy tu madre, y desde luego no tan tonta como tú te crees. Durante la comida del domingo no sólo me di cuenta de que estabas agotada, sino que también percibí algo que sólo puedo interpretar como… miedo.
Inger Johanne tomó aire para protestar.
– Yo…
– Que te calles -la regañó su madre-. No tengo la menor intención de preguntarte qué es lo que te da miedo. De todos modos nunca me cuentas nada. Pero al menos puedo contribuir con sueño. Ahora me voy a llevar a mi nieta conmigo a casa, y tú te vas a ir a acostar. Son las… -los ojos miraron el reloj de pared-, las dos y media. Le he pedido a Isak que vaya a buscar a Kristiane al colegio. Yngvar dice que se va a quedar trabajando hasta tarde. Se va a quedar a dormir en nuestra casa, así nadie te va a molestar. Tú… -el dedo le vibraba cuando señaló- te vas a ir a la cama. No eres tan boba como para no entender que Ragnhild está en buenas manos conmigo. Con nosotros. Tú, a dormir. O como si te quieres pasar toda la noche leyendo libros, si eso es lo que hace falta para que te pongas más contenta. Pero yo creo…, pero, cariño…
Inger Johanne escondió la cara en el pequeño bulto. Al sentir el suave aroma de ropa limpia, sollozó. La madre le acarició el pelo y sacó con cuidado a Ragnhild de los brazos de su hija.
– ¿Lo ves? -dijo la madre-. Estás completamente exhausta. Acuéstate, anda, que ya encontraré yo todo lo que necesito.
– No puedo… No puedes…
– He criado a dos hijas. Me saqué el título de la Escuela de Amas de Casa. He llevado mi hogar toda la vida. Puedo hacerme cargo de un bebé una noche o dos.
Los decididos pasos de la madre resonaron sobre el parqué cuando se dirigió al cuarto de las niñas. Inger Johanne quería salir corriendo detrás, pero le faltaban las fuerzas.
Sueño. Muchas, muchas horas de sueño.
Poco le faltó para acostarse en el suelo. En su lugar, cogió una botella de agua medio llena y bebió. Después se metió en su cuarto. Apenas le llegaron las fuerzas para desvestirse. La ropa de cama le producía una buena sensación de frescor contra la piel. La habitación estaba fría. El edredón caliente. Durante algunos minutos oyó cómo la madre le murmuraba cosas a la nieta. Pasos que iban de acá para allá, salían al cuarto de baño, volvían a la cocina, entraban en la habitación de Ragnhild.
– La pomada -murmuró Inger Johanne-. No se te vaya a olvidar la pomada.
Pero ya estaba dormida y no se despertó hasta dieciséis horas más tarde.
– No soy así -dijo Trond Arnesen, desesperado-. ¡En realidad, no soy así!
Sobre la mesa que lo separaba de Yngvar Stubø había cinco sobres reunidos con una goma de pelo. Todas las cartas estaban dirigidas a Ulrik Gjemselund. Las grandes letras mayúsculas eran las mismas que adornaban la primera hoja de un filofax que había junto a la pila de cartas.
– Trond Arnesen -leyó Yngvar Stubø martilleando el dedo índice contra el papel-. Tienes una letra muy característica. Podemos acordar que no es preciso un análisis grafológico, ¿no? ¿Zurdo?
– ¡De verdad que no soy así! ¡Tiene que creer lo que le digo!
Yngvar se balanceó sobre la silla. Se cogió las manos detrás de la nuca. Se pasó los pulgares por los pliegues. Rítmicamente dejaba que el respaldo pegara contra la pared. Se quedó mirando al chico, sin decir nada. Tenía una expresión chata y neutral, como si estuviera esperando algo o a alguien, y se estuviera aburriendo.
– Tiene que creerme -insistió Trond-. Nunca he estado con… ningún otro chico. ¡Se lo juro! Y esa noche, esa noche, fue la última vez que iba. Si yo me iba a casar y…
Grandes lagrimones le corrían por la cara. Moqueaba por una de las fosas nasales. Se secó con la manga, pero era incapaz de calmar el llanto. Los sollozos sonaban como los de un niño pequeño. Yngvar se balanceaba adelante y atrás. La silla golpeaba. Tam. Tam. Tam.
– ¿No podría dejar de hacer eso? -dijo Trond-. ¡Por favor!
Yngvar continuó balanceándose.
– Sigue.
– Me emborraché tanto -dijo Trond-. Sobre las nueve estaba ya como una cuba. Hacía mucho que no veía a Ulrik y entonces…, sobre las diez y media, salí para tomar un poco de aire. Salí del pub para despejarme un poco. Y, bueno, quedaba muy cerca. La calle Huitfeldt, quiero decir…, y entonces…
La silla de Yngvar cayó de golpe sobre el suelo. El joven pegó un fuerte respingo. La taza de plástico con agua de la que acababa de beber se volcó. El policía cogió las cartas. Quitó la goma y ojeó los sobres una vez más sin abrir ninguno de ellos. Después volvió a poner la goma diligentemente, y metió todo el montón en una carpeta gris. Trond reconocía al policía amable que había estado en la reconstrucción. Era imposible leerle los ojos, y casi no decía nada.
– Sigo escuchándote.
– Ha sido bastante difícil -dijo dócilmente, tomando aire entre los hipidos-. Ulrik ha estado…, dice que…, en realidad había pensado contarlo. Quería decir la verdad, pero cuando me di cuenta de que pensabais que me había pasado toda la noche en el Smuget, no entendí bien por qué…, pensé que… -De pronto echó la cabeza hacia atrás-. ¿No podría decir algo? -se lamentó, y se echó bruscamente hacia delante, apoyando las manos sobre la superficie de la mesa-. ¡Podría decir algo, hombre!
– Tú eres el que tiene que hablar.
– Pero ¡no tengo nada más que decir! Siento muchísimo no haberlo dicho inmediatamente, pero es que… ¡Yo amaba a Vibeke! La echo mucho de menos. Nos íbamos a casar, yo era tan… ¡Tiene que creerme!
– Ahora mismo no tiene mucho interés lo que yo piense -dijo Yngvar tirándose del lóbulo de la oreja-. Pero me importa mucho saber cuánto tiempo te ausentaste de la despedida de soltero.
– Durante una hora y media, ya lo he dicho. Desde las diez y media hasta las doce. Medianoche. Palabra de honor. Pregunte al resto, pregúnteselo a mi hermano.
– Está claro que la última vez que preguntamos se equivocaron. O, si no, mintieron, todos ellos. Juraron que estuviste toda la noche.
– ¡Eso creían ellos! Por Dios, era todo un caos, y yo me fui sólo un rato. Tendría que haberlo dicho inmediatamente, pero… me daba vergüenza. Me iba a casar.
– Eso ya lo sabemos -dijo Yngvar con dureza-. Lo has dicho unas cuantas veces.
– Tendría que haberlo dicho -gimoteaba el joven-. Pero es que me daba tanta…, pensé que…
– Pensaste que te ibas a librar -dijo Yngvar Stubø, la voz tenía una inflexión extraña-. ¿No es verdad?
Se levantó, se puso las manos a la espalda y recorrió lentamente la habitación. Trond se plegaba; dobló la nuca y encogió los hombros, como si tuviera miedo de que le fueran a pegar.
– Lo interesante -agregó Yngvar, la voz había adquirido algo fingidamente paternal, un tono medio afable, medio estricto-. Lo interesante es que me acabas de contar algo que no sabíamos.
El chico había dejado de llorar. Se secaba lágrimas y mocos con la punta de la camisa, y por un momento dio la impresión de estar más aturdido que desesperado.
– Ahora no entiendo lo que quiere decir -dijo mirando al policía directamente a los ojos-. Es obvio que han hablado con Ulrik y aquella noche…
– Te equivocas -dijo Yngvar-. Ulrik no quiere hablar con nosotros. Está metido en una celda en Granland y no suelta prenda. Hasta cierto punto tiene derecho a hacerlo. A no soltar prenda, quiero decir. Así que sobre esto de que has mentido a propósito de tu coartada, no teníamos ni idea. Hasta ahora no.
– ¿En una celda? ¿Qué ha hecho? ¿Ulrik?
Yngvar se detuvo a un metro del joven. Colocó el codo derecho en la mano izquierda, y se acarició la nariz con expresión pensativa.
– Tan tonto no eres, Trond.
– Yo…
– ¿Tú qué?
– Francamente, no tengo ni idea de qué va esto.
– Hummm. Está bien. Así que quieres que crea que has estado con Ulrik de…, de formas no superficiales, se podría decir…
Yngvar señaló con la cabeza la carpeta con los documentos. Las cartas asomaban levemente de la apertura. La cara de Trond se puso como un tomate.
– Yo…
– Sin saber nada de la relación de Ulrik con sustancias prohibidas -continuó Yngvar-. Con todos mis respetos, me cuesta mucho creerlo.
Trond tenía pinta de haber visto, por un momento, al mismísimo diablo, con cuernos en la frente y rabo en llamas. Tenía los ojos abiertos de par en par, la boca se le abrió y los mocos empezaron de nuevo a caer sin que hiciera ningún ademán de querer secárselos. Las palabras se convirtieron en sílabas sin sentido. Yngvar se mordió pensativo los nudillos, sin la menor intención de ayudarle.
– Drogas -consiguió por fin decir Trond-. De eso yo no sabía nada. ¡Lo juro!
– Tengo una cría en casa -dijo Yngvar, y empezó de nuevo a deambular, dando grandes zancadas, de un extremo a otro de la estrecha sala de interrogatorios-. Tiene casi diez años y posee una fantasía envidiable. -Se detuvo y sonrió-. Miente todo el rato. Tú dices «lo juro» con más frecuencia que ella. Eso no refuerza exactamente tu credibilidad.
– Me rindo -murmuró Trond, y daba la impresión de que lo decía en serio, se recostó en la silla y repitió-: Me rindo, joder.
Los brazos le colgaban sueltos a ambos lados del cuerpo. Echó la cabeza hacia atrás. Cerró los ojos. Separó las piernas. Se quedó sentado como un adolescente desgarbado.
– Supongo que tampoco sabías que Ulrik se prostituía -dijo Yngvar con tranquilidad, miraba fijamente la larguirucha silueta para no perderse el más mínimo detalle.
No ocurrió nada. Trond Arnesen se limitó a quedarse ahí sentado, con la boca abierta, las rodillas bien separadas y las manos balanceándose al compás.
– Del tipo más bien exclusivo -añadió Yngvar-. Pero eso no lo sabías, claro. Porque seguro que tú nunca pagabas.
Tampoco esta vez el joven reaccionó. Se quedó mucho rato sentado inmóvil. Incluso las manos le colgaban quietas. Sólo un temblor en los párpados mostraba que había estado escuchando. En el denso aire de la sala de interrogatorios no había más ruido que la respiración constante de Yngvar y el zumbido del sistema de ventilación, que apenas se oía.
– No deberías haber escrito esas cartas -dijo Yngvar en voz baja y con rabia, no sabía bien por qué-. Si no hubieras escrito esas cartas, ahora todo estaría bien. Estarías sentado en tu casa. En tu hogar. Contarías con la simpatía de todo el mundo. Antes o después remontarías tu vida. Eres joven. Dentro de medio año habría pasado lo peor y habrías podido continuar. Pero tuviste que escribir las cartas. No fue muy inteligente, Trond.
«Estoy siendo malvado», pensó, y se sacó del bolsillo de la camisa un grueso puro con su funda de aluminio. «Lo estoy castigando por mi propia decepción. ¿Qué es lo que me decepciona? ¿Que haya mentido? ¿Que tuviera secretos? Todo el mundo miente. Todo el mundo tiene secretos. No hay vidas intachables sin vergüenzas, sin tacha ni mácula. No lo estoy castigando por ser inmoral, he visto demasiado y he comprendido lo suficiente como para hacer eso. Estoy decepcionado porque me ha engañado. Por una vez decidí creer. Mi vida laboral transcurre entre las mentiras y las infidelidades de los demás, entre sus deserciones y sus traiciones. Sin embargo, había algo en este muchacho, en este hombre inmaduro… Algo de candor. Algo auténtico. Pero me equivoqué, y por eso lo castigo.»
Olió el puro. Desenroscó un poco la tapa y olisqueó.
Trond se levantó lentamente de la silla. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Una fina línea de saliva le caía de la comisura izquierda de la boca. Tomó aire entre hipidos.
– Nunca pagué -dijo, y se cubrió la cara entre las manos-. No sabía que a otros les cobraba. No sabía que tenía a otros…, además de a mí.
Después lo volvió a dominar el llanto. No se dejaba consolar por nada, ni por la mano vacilante de Yngvar sobre su hombro, ni por el abrazo que le dio su madre cuando la llamaron media hora más tarde y llegó agitada y muerta de miedo, ni por el tosco abrazo de chico de su hermano en el aparcamiento, antes de que lo montaran en el asiento trasero.
– Hace mucho tiempo que es mayor de edad -respondió Yngvar a las numerosas preguntas de su madre-. Tendrá que preguntarle a él de qué se trata.
– Pero… tiene que decirme si…, es él…, si fue él quien…
– Trond no mató a Vibeke. De eso puede estar segura. Pero ahora no está nada bien. Cuídelo mucho.
Yngvar se quedó de pie en el aparcamiento bastante tiempo después de que las luces traseras rojas del coche de Bård Arnesen hubieran desaparecido. Mientras estaba ahí sin abrigo, la temperatura cayó un grado o dos; había empezado a nevar. Se quedó bastante quieto, sin saludar a la gente que salía del edificio y se despedía antes de meterse tiritando en los coches para ir a sus casas a reunirse con sus propias familias, sus propias vidas torcidas.
En momentos como éstos recordaba por qué la pasión que en tiempos sintió por su trabajo se había reducido a un mitigado y poco frecuente sentimiento de satisfacción. Seguía pensando que lo que hacía era importante. Seguía encontrando desafíos en su trabajo todos los días. Sacaba partido de su amplia experiencia y reconocía que era valiosa. También la intuición se había reforzado con los años, y se había vuelto más precisa. Yngvar Stubø era un defensor de lo correcto y lo justo, a la manera antigua, y sabía que nunca podría ser otra cosa que policía. A pesar de todo, ya no sentía triunfo ni alegría desbordante cada vez que resolvía un caso, como le había pasado cuando era más joven.
Con la edad cada vez se le hacía más difícil vivir con los destrozos derivados de cada investigación. Descalabraba vidas, ponía destinos cabeza abajo. Desvelaba secretos. Los lados oscuros de las vidas de las personas eran sacados de los cajones y los armarios olvidados.
El próximo verano Yngvar Stubø cumpliría cincuenta años. Llevaba veintiocho de ellos siendo policía y sabía que Trond Arnesen era inocente del asesinato de su prometida. Yngvar se había topado con muchos como Trond Arnesen a lo largo de los años, con sus debilidades y sus mentiras vitales; personas corrientes que tenían la desgracia de que cada uno de los rincones oscuros de su vida eran enfocados por la investigación.
Trond Arnesen mentía cuando se lo amenazaba y era huidizo cuando pensaba que merecía la pena mentir. Era como la mayoría de la gente.
Nevaba cada vez con más intensidad y la temperatura caía constantemente.
Yngvar seguía ahí de pie, sintiendo el placer de estar con la cabeza al descubierto y poca ropa en un sitio abierto con mal tiempo.
El placer de tener frío.
Kari Mundal, la ex primera dama del partido, se quedó, como de costumbre, mirando un rato la fachada antes de subir las escaleras de piedra. Estaba orgullosa de los locales del partido. Al contrario que su marido, que opinaba que a no ser que se mantuviera alejado se convertiría en el vejestorio rechazado de la casa, la señora Mundal se pasaba por ahí varias veces por semana. Por lo general no tenía ningún recado concreto que hacer y cada dos por tres ocurría que sólo se pasaba para dejar las bolsas de sus asiduas y considerablemente extensas rondas de compras por el centro de Oslo. Y siempre se quedaba de pie unos segundos, disfrutando de la visión de la fachada recién restaurada. Disfrutaba con todos los detalles; de las cornisas a lo largo de cada piso, de las figuras de santos metidas en nichos sobre las ventanas. Quería sobre todo a Juan el Bautista, que era el que más cerca estaba de la puerta y la miraba con un cordero en brazos. Las escaleras eran oscuras y anchas, y cuando apoyó la mano en el pomo, abrió la puerta y entró, le faltaba el aire.
– Soy yo -dijo vivaracha-. ¡He vuelto!
La recepcionista sonrió. Se levantó a medias para mirar por encima del alto mostrador y sonrió en señal de aprobación.
– Preciosos -dijo-. Pero ¿no es desaconsejable llevarlos con este tiempo?
Kari Mundal se miró los botines nuevos, enseñó coqueta el pie, giró el tobillo y chasqueó ligeramente la lengua.
– Seguro que sí -dijo-. Pero la verdad es que son preciosos. Qué tarde es para que sigas aquí, querida. Deberías irte a tu casa.
– Es que estas noches hay tantas reuniones -respondió la mujer, que era grande, pesada y que llevaba gafas poco favorecedoras-. He pensado que lo mejor sería quedarme un poco más. La gente entra y sale y, por lo general, no pone mucho cuidado en cerrar la puerta. Si estoy yo aquí, no tiene tanta importancia.
– Eres verdaderamente leal y esforzada -dijo Kari Mundal-. Pero a mí no me esperes, por favor. Es muy posible que tarde un buen rato. Estoy en la Sala Amarilla, si me necesitan. -Se inclinó sobre el mostrador con gesto conspirativo y susurró-: Pero preferiría que no me molestaran.
Cruzó con paso ligero sobre el dibujo en espiral del suelo, con las manos llenas de bolsas. Como siempre, echó un ojo a la placa de oro con el eslogan del partido y sonrió cálidamente antes de coger el ascensor.
– ¿Conseguiste todo lo que te pedí? -dijo de pronto, volviéndose de nuevo hacia la puerta de entrada.
– Sí -dijo la desenvuelta mujer tras el mostrador-. Todo debería estar ahí. Los anexos secretos y todo. Hege, la de Contabilidad, se queda hoy hasta tarde, así que puedes consultarle lo que quieras. No se lo he dicho a nadie más, eh.
– Muchísimas gracias -dijo Kari Mundal-. Es que eres un tesoro.
En el amplio descansillo del segundo piso, con vistas al hall en el que la lámpara de araña estaba encendida iluminando la estancia con una suave luz amarilla, estaba de pie Rudolf Fjord, llevaba ahí varios minutos. Ahora retrocedió silenciosamente hacia la pared, hacia la imponente palmera que había junto a la puerta de su propio despacho. El miedo que había conseguido reprimir, la angustia que enterró el día que recibió el apoyo incondicional del partido, volvía a aparecer tal y como había previsto, a pesar de que le había rogado a Dios que nunca lo volviera a invadir.
– Aprecio tu discreción -oyó que gritaba Kari Mundal, antes de que un clic y un zumbido casi inaudible la informaran de que el ascensor estaba subiendo.
La viuda de Vegard Krogh abrió la puerta y sonrió con desánimo. Yngvar Stubø había llamado previamente y había notado que su voz era inusualmente agradable. Se había imaginado una mujer morena, quizás alta, con boca grande y movimientos lentos. Resultó que era pequeña y rubia. Llevaba su cabellera rebelde recogida en dos tristes coletas. El jersey parecía sacado de una cápsula de tiempo de los años setenta, marrón con rayas naranjas y cordón en el cuello.
– Le agradezco que me reciba -dijo Yngvar dándole el abrigo.
Ella pasó delante de él al salón y le ofreció sitio en un sofá de color claro y lleno de manchas. Yngvar movió un cojín, levantó un libro y se sentó. La mirada recorrió la habitación. Los estantes estaban repletos y caóticos. Una cesta para prensa estaba desbordada, reconoció dos ejemplares de Information y una edición desgarrada de Le Monde Diplomatique. La mesa de cristal entre el sofá y las dos sillas distintas estaba sucia, y, sobre una pila de revistas que no conocía, había una copa abandonada con restos de vino tinto.
– Siento que esté todo tan revuelto -dijo Elisabeth Davidsen-. La verdad es que últimamente no tengo energías para hacer limpieza.
Realmente la voz no le pegaba. Era grave y melodiosa, y hacía que las coletas parecieran un chiste. No estaba maquillada y tenía los ojos más azules que Yngvar hubiera visto nunca. Sonrió comprensivo.
– Este lugar me parece muy agradable -dijo, y lo decía de corazón-. ¿De quién es?
Señaló con la cabeza en dirección a una litografía sobre el sofá.
– Inger Sitter -murmuró ella-. ¿Puedo ofrecerle algo? No tengo gran cosa en la casa, pero… ¿Café? ¿Té?
– Café estaría bien -profirió él-. Si no es demasiada molestia.
– Qué va. Lo he hecho hace media hora.
Señaló un termo de Alessi y se fue a la cocina a buscar una taza.
– ¿Toma leche o azúcar? -preguntó la mujer desde la cocina.
– Las dos cosas -se rió él-. Pero mi mujer no me deja, así que me lo tomo solo.
Cuando volvió, Yngvar se dio cuenta de que tenía un tipo impresionante bajo el vestuario informe. Los vaqueros necesitaban un lavado, y las zapatillas debieron de ser de Vegard en su tiempo. Pero la cintura era estrecha y el cuello largo y fino. Los movimientos tenían gracia cuando dejó las tazas y las sirvió.
– Creí que había terminado con ustedes -dijo, sin resultar descortés-. Así que no sé qué quieren de mí. Un compañero, un abogado, dijo que era muy poco corriente que fueran a ver a la gente a su casa. Dijo que… -Una sonrisa indescifrable. Un fino dedo pasó despacio sobre la ceja izquierda. Su mirada era casi burlona cuando se encontró con la de él.
– Dijo que la policía convoca a la gente para generarles inseguridad. En la comisaría, usted es el que está en casa, no yo. Así que aquí soy yo la que me siento segura. No usted.
– La verdad es que no me siento muy amenazado aquí en el sofá -dijo Yngvar probando el café-. Pero su amigo tiene algo de razón. Así que puede sacar la conclusión de que no es mi intención generarle inseguridad. Más bien estoy buscando…
– Conversación -dijo ella-. Están bastante estancados y usted es el tipo de policía que merodea por el paisaje para conseguir mejor visión de conjunto, mayor perspectiva. Para descubrir, quizá, nuevos ángulos de ataque. Caminos y huellas que se les hayan escapado.
– Hummm -dijo él sorprendido-. Eso no está muy lejos de la verdad.
– Mi compañero. Le conoce. Por lo visto es famoso.
Ella rió brevemente. Yngvar Stubø reprimió las ganas de preguntar quién era su amigo.
– No consigo agarrar del todo a su marido -dijo.
– No lo llame «mi marido». Por favor. Nos casamos por una sola razón: se vio que teníamos que considerar la posibilidad de adoptar en caso de que quisiéramos hijos. Diga Vegard, mejor.
– Está bien. No consigo agarrar del todo a Vegard.
De nuevo la pequeña risa; oscura y breve.
– Casi nadie lo hacía.
– ¿Ni siquiera usted?
– Desde luego yo no. Vegard era muchas personas. Hasta cierto punto lo somos todos, pero Vegard era… peor que la mayoría. O mejor. Eso depende de cómo elijas verlo.
La ironía era evidente. Yngvar volvió a quedarse pasmado con su voz. Elisabeth Davidsen jugaba con un gran espectro de expresiones; diminutos y elocuentes movimientos en la cara, y delicados pero a la vez descifrables cambios en la voz.
– Cuente -dijo él.
– ¿Que cuente? Hablar sobre Vegard…, -Se hurgaba ausente en un roto sobre la rodilla-. Vegard quería tanto -dijo-. Al mismo tiempo. Quería ser estrecho, literario y alternativo. Quería ser innovador y provocativo. Único. Al mismo tiempo tenía una propensión al reconocimiento que difícilmente se deja combinar con escribir ensayos e inaccesible prosa minimalista.
Ahora el que se rió fue Yngvar. Al dejar la taza y volver a mirar la habitación, se dio cuenta de que esa mujer le gustaba. Ella continuó, pensativa:
– Vegard tenía un gran talento. En algún momento. No quisiera decir que… lo despilfarró. Pero… fue un hombre joven y furioso demasiado tiempo. En su mejor época estaba lleno de encanto. ¡De energía! A mí me fascinó el inconformismo y la fuerza que había en todo lo que hacía. Pero después nunca llegó a crecer del todo. Creía que luchaba contra todo el mundo y nunca quiso admitir que con el paso de los años sólo luchaba contra sí mismo. Pataleaba en todas las direcciones, sin darse cuenta de que pataleaba a gente que hacía mucho que había seguido su camino. Se volvió…
Yngvar no había reaccionado ante el hecho de que, hasta ese momento, la mujer parecía bastante poco afectada por la brutal muerte de su marido hacía apenas dos semanas. Una estrategia apropiada, había pensado, dadas las circunstancias: estaba hablando con un policía al que no conocía. Pero ahora se dio cuenta de que a ella le temblaba el labio inferior.
– En realidad resultaba bastante patético -dijo, y tragó saliva-. Y era bastante jodido verlo.
– ¿Contra quién arremetía sobre todo?
Su mano golpeó mustiamente un cojín.
– Contra cualquiera que tuviera el éxito que pensaba que se merecía él -respondió-. Que pensaba que… le habían robado, de algún modo. En ese sentido, Vegard era un clásico tópico como artista: era el incomprendido. El ignorado. Al mismo tiempo…, al mismo tiempo intentaba ser uno de ellos. Lo que más deseaba era ser uno de ellos.
Se inclinó hacia delante y recogió un papel que se había caído en el suelo. Se lo pasó a Yngvar.
– Esto llegó un día o dos antes de que muriera -dijo, y se tiró de una de las coletas-. Nunca he visto a Vegard tan contento.
La tarjeta era de color amarillo crema y estaba adornada con un hermoso monograma real. Yngvar intentó forzar una sonrisa y dejó con cuidado la tarjeta sobre la superficie de cristal.
– Se puede reír, si quiere -dijo ella con tristeza-. Nos peleamos terriblemente por esa invitación. Yo no entendía por qué le parecía tan importante entrar en ese círculo. Para serle franca, estaba preocupada. Parecía casi poseído por la idea de qué por fin iba a «llegar a ser algo», como decía él.
Sus dedos dibujaron unas comillas en el aire.
– ¿Se peleaban mucho?
– Sí. Por lo menos los últimos años. Cuando las cosas de verdad se estancaron para Vegard, y ya, definitivamente, no se podía seguir diciendo de él que fuera joven y prometedor. Hemos estado asíííí… -entre el pulgar y el índice mantenía un milímetro de distancia- de cerca de separarnos. Algunas veces.
– Pero de todos modos querían tener hijos.
– Como todo el mundo, ¿no?
Él no respondió. En las escaleras del portal, de pronto se oía alboroto. Algo pesado cayó en el suelo y dos voces golpeaban con enfado las paredes de hormigón. Yngvar pensaba que el idioma debía de ser urdu.
– Está muy bien esto de Gronland -dijo ella secamente-. Pero a veces se pasa de multicultural. Por lo menos para los que no nos podemos permitir comprar un piso en los edificios nuevos.
Las voces se fueron calmando y finalmente desaparecieron. Sólo el monótono rumor de la ciudad atravesaba las deterioradas ventanas llenando el silencio que había entre ellos.
– Si tuviera que elegir uno sólo -dijo por fin Yngvar-, un solo enemigo de Vegard…, alguien que verdaderamente tuviera motivos para quererle mal, ¿quién sería?
– Es imposible saberlo -respondió ella sin vacilar-. Vegard ha ofendido a tanta gente y ha esparcido tanta mierda a su alrededor que nadie podría destacar a uno sólo. Además…
Volvió a hurgarse en el agujero sobre la rodilla. La piel debajo brillaba con palidez de invierno contra la tela azul.
– ¿Además…?
– Como he dicho, no estoy segura de que todavía tuviera fuerza para injuriar. En sus tiempos era verdaderamente certero en sus críticas. Ahora la mayor parte era… simplemente mierda, ya le he dicho.
– ¿Sería de todos modos posible -Yngvar lo volvió a intentar- señalar… algún grupo, digamos…, algún grupo que tuviera más motivos que otros para sentirse maltratado? Periodistas de prensa amarilla. Famosos de la tele… ¿Políticos?
– ¡Escritores de novelas policíacas!
Por fin una amplia sonrisa sincera. Tenía los dientes pequeños y blancos como perlas, con una pequeña separación entre las paletas. En una mejilla apreció un hoyuelo, la sombra ovalada de una risa olvidada.
– ¿Cómo?
– Hace algunos años, cuando todavía se prestaba atención a sus múltiples ocurrencias, escribió un texto cómico parafraseando a tres de los escritores de más éxito de ese año. Una tontería, pero bastante graciosa. Se entusiasmó. En algún sentido, esto se convirtió en su marca de identidad durante algunos años. Lo de poner verde a escritores de novelas policíacas, quiero decir. También en contextos de lo más inoportunos. Una especie de versión personal de «por lo demás opino que Cartago debe de ser destruida».
De nuevo sus dedos dibujaron comillas en el aire. Un tubo de escape retumbó al otro lado de la ventana del salón. Yngvar oía los ladridos de un perro en el patio trasero. Le dolían la espalda y los hombros. Tenía los ojos secos y se los restregó con los nudillos, como un niño con sueño.
«¿Qué estamos haciendo? -pensó-. ¿Qué es lo que estoy haciendo? Persiguiendo fantasmas y sombras. No encuentro nada. No hay ninguna coincidencia, ningún rasgo en común. Ningún camino que tomar. Ni siquiera un sendero invisible y lleno de maleza. Estamos usando el machete a ciegas, sin llegar a ningún sitio, sin que aparezcan más que nuevas lagunas inaccesibles. Fiona Helle era muy popular. Vibeke Heinerback tenía contrincantes políticos, pero no enemigos. Vegard Krogh era un ridículo don Quijote que, en un tiempo caracterizado por los déspotas, los fanatismos y la amenaza de catástrofes, luchaba contra los escritores de entretenimiento. Qué persona más…»
– Me tengo que ir -murmuró-. Es tarde.
– ¿Tan pronto?
Parecía decepcionada.
– Quiero decir… Por supuesto.
Fue a buscar su abrigo y estaba de vuelta antes de que él hubiera conseguido levantarse de los profundos cojines.
– Lo siento por usted -dijo Yngvar que ya se había puesto el abrigo-. Tanto por lo que ha ocurrido, como por haberla tenido que molestar de nuevo de este modo.
Elisabeth Davidsen no contestó. Caminó en silencio, delante de él, hasta la entrada.
– Gracias por dejarme venir -dijo Yngvar.
– Las gracias se las tengo que dar yo -dijo Elisabeth Davidsen con seriedad y le tendió la mano-. Un placer conocerlo.
Yngvar sintió su calor; la palma seca y suave de su mano, y la soltó un segundo demasiado tarde. Después se dio la vuelta y se fue. El perro del patio trasero tenía ahora compañía. Los animales montaban un escándalo que lo persiguió hasta que llegó al coche, que estaba aparcado a una manzana de allí. Le habían roto los dos retrovisores y, a lo largo del costado derecho, alguien le había gravado un mensaje de despedida de Oslo este: «Fuck you, you fucker».
Por lo menos estaba escrito sin faltas de ortografía.