Capítulo 6

La casa a la entrada del bosque era típica de los años cincuenta. No era gran cosa, casi podía pasar por una cabaña; una caja de madera construida con las tablas en vertical y un solitario balcón acristalado en medio de la fachada simétrica. El porche sobre la puerta de entrada era pequeño, con un banco a cada lado. La escalera era de obra y el escalón central necesitaba unos arreglos. Por lo demás el edificio estaba bien cuidado. Yngvar Stubø estaba en la calle, junto a la cancela. Se percató de que el tejado era nuevo y de que el color rojo de la madera era tan aceitoso que la luz de luna se reflejaba sobre la pintura.

El farol de uno de los postes de la cancela estaba roto. Puesto que ya hacía tiempo que habían asegurado todas las huellas, se inclinó hacia el cristal quebrado y levantó la tapa de hierro para poder ver mejor la propia bombilla. También estaba hecha añicos. En el casquillo sólo quedaba un pequeño ribete de cristal dentado. Pasó el dedo índice a lo largo del fondo de la lámpara. Diminutos pedazos de cristal fino y mate se le adherían a la piel. La espiral estaba intacta, lo comprobó a la luz de la linterna. La apagó, se puso el guante y se quedó unos segundos quieto para permitir que los ojos se acostumbraran a la oscuridad.

Bajo el techo del porche, justo encima de la puerta de entrada, también había un farol. No funcionaba. La noche era fría y clara. Al fondo del jardín, la luna colgaba sobre los árboles desnudos, exactamente la mitad, como si alguien la hubiera cortado pulcramente. Su luz hacía que fuera posible apreciar los detalles de la casa, el sendero de gravilla y el desordenado terreno circundante. No había más fuente de luz alrededor de la casa que una farola en la calle, a cincuenta metros de distancia.

– Esto está bastante oscuro -dijo Trond Arnesen innecesariamente.

– Sí -dijo Yngvar-. Y más oscuro estaba la semana pasada, que ni siquiera había luna.

Trond Arnesen moqueó. Yngvar le puso la mano sobre el hombro.

– Escucha -dijo en voz baja, la respiración flotaba entre ellos en nubes azuladas-. Comprendo lo duro que es esto para ti. Sólo quiero que sepas lo siguiente, Trond… ¿Está bien que te llame Trond?

El hombre asintió, y se humedeció los labios con la lengua.

– Tú no estás bajo sospecha en este caso. ¿Vale? -El otro asintió de nuevo y se mordió el labio-. Sabemos que estuviste celebrando una despedida de soltero toda la noche del crimen. Sabemos que Vibeke y tú estabais bien juntos. Os ibais a casar en verano, por lo que he oído. De hecho puedo incluso decirte que… -Miró a su alrededor, de modo tangiblemente furtivo-. Este tipo de cosas nunca las desvelamos -susurró sin soltar el brazo del otro-. Pero toda la familia de Vibeke está libre de toda sospecha. Los padres, el hermano. Tú. De hecho tú fuiste el primero que tachamos de la lista. El primero de todos. ¿Me escuchas?

– Sí -murmuró Trond Arnesen, y se pasó la mano enguantada por los ojos-. Pero voy a heredar… Me va a tocar esta casa y todo. Teníamos un…

El llanto detuvo las palabras, un llanto extraño y suave. Yngvar le pasó la mano por la espalda. Lo sujetaba. El chico medía una cabeza menos que Yngvar, y se apoyó ligeramente sobre él cuando se echó las manos a la cara.

– Que tuvierais un contrato de convivencia sólo significa que erais unos jóvenes sensatos -dijo Yngvar en voz baja-. Tienes que dejar de estar tan asustado, Trond. No tienes nada que temer de la policía, nada. ¿Lo entiendes?

El prometido de Vibeke Heinerback había estado tan muerto de miedo bajo los interrogatorios que el agente encargado había tenido problemas para no reírse, a pesar de lo trágico de las circunstancias. El hombre rubio, con su camiseta Lacoste rosa, apuesto y con el pelo corto, se había aferrado al borde de la mesa y había ingerido tanta agua que parecía seguir bajo los efectos de una sonada resaca, tres días después de la despedida de soltero. Apenas era capaz de responder a las preguntas sobre su fecha de nacimiento y dirección.

– Relájate -repitió Yngvar-. Ahora vamos a entrar tranquilamente en el dormitorio. Ya lo han ordenado todo. No queda nada de sangre, ¿vale? Todo está más o menos tal y como estaba antes… ¿Estás oyendo lo que digo?

Trond Arnesen se puso firme. Tosió levemente contra el puño cerrado y después se pasó la mano por el pelo. Tras tomar aire profundamente un par de veces, sonrió pálidamente y dijo:

– Estoy listo.

La gravilla, mezclada con la nieve y el hielo, crujía bajo sus pies. Junto a la puerta, Trond se detuvo aún otra vez, como si necesitara coger impulso. Por un momento se quedó de pie balanceándose sobre las puntas de los zapatos. Luego volvió a pasarse la mano por la cabeza, un gesto desvalido y desnudo; se ajustó la bufanda y tiró de la chaqueta antes de subir las escaleras de una sola zancada. Un policía uniformado lo condujo al dormitorio. Yngvar lo siguió. Nadie dijo nada.

La cama estaba vacía, aparte de dos almohadas. El cuarto estaba ordenado. Sobre el cabecero de la cama colgaba una reproducción gigante de La historia, de Munch. En una estantería junto a la pared había tres fundas de edredón primorosamente dobladas, algunas toallas y un par de cojines coloridos.

El colchón estaba limpio, sin rastro de sangre. El suelo estaba recién lavado, todavía quedaba un ligero aroma a jabón en el aire. Yngvar sacó las fotografías que llevaba en un sobre de papel Manila. Se acarició el puente de la nariz mientras estudiaba las fotos en silencio durante un par de minutos. Después se volvió hacia Trond Arnesen, que estaba horriblemente pálido bajo la estridente luz cenital, y le preguntó con amabilidad:

– ¿Listo, Trond?

Trond tragó saliva, asintió y dio un paso al frente.

– ¿Qué quieres que haga?


Hacía veinticuatro días que Bernt Helle era viudo. Llevaba la cuenta exacta del tiempo. Cada mañana dibujaba una cruz roja sobre el día anterior en el calendario que Fiona había colgado en la cocina para que Fiorella entendiera mejor las nociones de día, semana y mes. Sobre cada fecha colgaba una criatura del valle de los Mummi. Esa mañana había tachado a Sniff, que llevaba un doce en una cadena de plata alrededor del cuello. Bernt Helle no estaba seguro de por qué lo hacía. Cada mañana una nueva cruz. Cada hora suponía un pasito más lejos de la herida que le decían que sanaría con el tiempo.

Cada noche una cama de matrimonio vacía.

«Hoy es viernes y trece», pensó, y acarició el pelo de su suegra.

Fiona había sido tan supersticiosa. Le daban miedo los gatos negros. Daba grandes rodeos para evitar pasar bajo una escalera. Tenía un número de la suerte y pensaba que el rojo era un color inquietante.

– ¿Sigues aquí? -preguntó Yvonne Knutsen entreabriendo los ojos-. Ya te tienes que ir, como comprenderás.

– Qué va. Esta noche Fiorella está en casa de mi madre. Es viernes, ya sabes.

– No -dijo ella, aturdida.

– Sí, es vier…

– No lo sabía. Un día es igual a otro, aquí tumbada. ¿Me darías un poco de agua?

Bebió con avidez por medio de la pajita.

– Alguna vez has… pensado que Fiona tuviera…, que era como si… -dijo de pronto Bernt, sin habérselo pensado en realidad.

Yvonne dormía. Los ojos, al menos, se le habían cerrado y la respiración era constante entre los labios secos.

Bernt nunca había entendido del todo la inclinación de Fiona hacia la religiosidad. Si todavía se hubiera tratado de la Iglesia, la Iglesia noruega corriente, en la que lo habían educado a él y que le permitía aún participar honestamente en las bodas, los funerales y alguna que otra misa del gallo. Pero Fiona no tenía Iglesia. Tampoco secta, menos mal. No tenía parroquia ni otra adhesión espiritual más que sí misma, una tendencia a caer fuera, o dentro, de algo que nunca quería compartir con él. Cuando eran muy jóvenes, le fascinaba que leyera tanto. Sobre las religiones, sobre la filosofía oriental, sobre pensadores y grandes pensamientos. Durante un tiempo, debió de ser a principios de los noventa, quizás incluso antes, había coqueteado con la New Age. Por suerte no duró mucho. Pero más tarde, cuando terminó lo que parecía la búsqueda de un suelo teológico y que duró más de diez años, se volvió aún más distante. No siempre, y desde luego no en todos los ámbitos de la vida. Cuando finalmente llegó Fiorella, el sentimiento de comunidad entre ellos era tan fuerte que organizaron una segunda boda, quince años después de la primera.

La irreparable soledad del alma, lo había denominado irónicamente ella en las raras ocasiones en que le había preguntado. Entonces se cerraba, primero sonreía sin que el calor jamás le llegara a los ojos y después cerraba el rostro. Se conocían desde siempre, entre las casas de sus padres apenas había doscientos pasos cortos. En la adolescencia casi no se vieron, eran demasiado distintos. Cuando ambos tenían veinte años y se encontraron en un bar de Oslo, no se podía creer su propia suerte. Acababa de sacarse el diploma de oficial y había empezado a trabajar en la empresa de fontanería de su padre. En la barra del bar se había hurgado los pantalones; de ninguna manera iba a permitir que ella descubriera que estaban a punto de rompérsele. Fiona era una rubia de pelo largo que estudiaba en la Universidad de Blindern. Esa noche se hicieron pareja y desde aquel momento Bernt Helle no había tenido otra mujer.

Era desasosegada, en cierto sentido, al mismo tiempo que se aferraba a todo lo que fuera eterno y firme.

– No debería haberlo hecho -dijo de pronto Yvonne abriendo los ojos-. No deberíamos haberlo hecho.

– Yvonne -dijo Bernt, y se inclinó sobre la mujer.

– Ah -dijo ella dócilmente-. Estaba soñando. Agua, gracias.

«Está empezando a perder la cabeza», pensó él, abatido. Ella se volvió a dormir.

Ya no era posible mantener una conversación de verdad con Yvonne, pensó. No importaba. Compartían una gran pena. Con eso bastaba.

Se levantó y miró el reloj. Era casi medianoche. Se puso el abrigo sin hacer ruido y cubrió bien a Yvonne con el edredón. Era obvio que ya no quería seguir. Cada uno se enfrentaba a la pérdida a su manera, ella luchaba por salirse de la vida con las pocas fuerzas que le quedaban.

Él, en cambio, esperaba conseguir volver algún día, a base de luchar.


La reconstrucción había acabado. La mayoría había abandonado ya el lugar. Sólo quedaban Yngvar Stubø y Trond Arnesen, que seguían en el dormitorio. El joven no conseguía arrancarse de allí. La mirada barría la habitación, una y otra vez, y él daba vueltas acariciando las cosas, como si tuviera que asegurarse de que aún existían.

– ¿Te parece raro que quiera volver a vivir aquí? -preguntó sin mirar a Yngvar.

– Para nada. Completamente natural, si me preguntas a mí. Ésta era vuestra casa. Sigue siendo tu hogar, aunque Vibeke haya muerto. ¿Me han dicho que tú la ayudaste con la restauración?

– Sí. También en este cuarto.

– ¿Lo recuerdas tal y como está?

– No.

– Tienes que intentarlo. El dormitorio tiene este aspecto. -Yngvar desplegó el brazo y vaciló antes de proseguir-: Nuestros hombres no han hecho más que… fregar. La ropa de cama y los edredones, desgraciadamente, no se podían salvar. Por lo demás, todo está como antes, por lo que entiendo. Y así es como lo tienes que recordar tú. Vas a vivir aquí, Trond. Vas a vivir aquí un montón de años, quizá. Esa noche de la semana pasada, de una manera u otra, vas a tener que aparcarla en algún otro sitio. La verdad es que comprendo cómo estás. Y te aseguro una cosa: se va. Yo he estado ahí, en el mismo lugar, Trond. Se va.

El joven lo miró, de frente. Tenía los ojos azules con vetas verdes. Hasta ese momento Yngvar no se había dado cuenta de que había un brillo rojo en su pelo fuerte y rubio y que una débil red de pecas se dibujaba sobre la base de su nariz, a pesar de la palidez invernal.

– ¿Qué quieres decir? -murmuró.

– Encontré a mi familia muerta en el jardín -dijo Yngvar lentamente sin evitarle la mirada-. Un accidente. Estaba seguro de que nunca iba a ser capaz de volver a acercarme al sitio. Quería mudarme, pero me faltaban las fuerzas. Un día, debía de ser un par de meses más tarde, abrí la puerta de la terraza y salí. No me atrevía a abrir los ojos. Pero entonces empecé a escuchar.

Trond se había sentado en la cama. Tenía el cuerpo tieso y tenso, como si no confiara del todo en que el mueble lo fuera a aguantar. Se apoyaba sobre el colchón con las dos manos.

– ¿Qué oíste? -preguntó.

Yngvar se metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó una funda de puro. La deslizaba entre el dedo gordo y el índice, adelante y atrás, una y otra vez.

– Tantas cosas -dijo calladamente-. Oía tantas cosas. Los pájaros seguían ahí. Estaban allí desde que nos mudamos de recién casados, hace mucho tiempo. Teníamos veinte años, ¿comprendes? Primero la alquilamos, luego la compramos. Cantaban. -De pronto buscó aire-. Cantaban -repitió, más alto esta vez-. Los pájaros cantaban como siempre. Y entre los cantos, entre todo aquel maldito jolgorio, era… a Trine a quien oía. Mi hija. La oí llamarme cuando sólo tenía tres años, llorando a mares porque se había caído del columpio. Oí el repiqueteo del hielo cuando mi mujer venía con limonada. La risa de Trine jugando con el perro del vecino se me hizo tan tangible…, tenía la impresión de poder oír el crepitar de la barbacoa de noches largas y… de pronto podía olerlas a las dos. A mi mujer. A mi hija. Abrí los ojos. Aquello era nuestro jardín. Era un jardín repleto de los mejores recuerdos que tengo. Era obvio que no me podía mudar.

– ¿Sigues viviendo ahí?

Trond se estaba relajando más. La espalda se le combaba y apoyó el codo sobre una rodilla.

– No. Pero ésa es otra historia. -Yngvar se río brevemente y volvió a meter la funda de los puros en su sitio-. Llegan nuevas historias -dijo-. Siempre llegan nuevas historias, Trond. Así es la vida. Pero entre tanto tienes que reconquistar este cuarto. La casa. El lugar. Es tuyo. Y está lleno de buenos recuerdos. Evócalos. Olvida esa terrible noche.

Trond se levantó, estiró el cuerpo, ladeó la cabeza de un lado a otro mientras se hurgaba los pantalones. Después sonrió débilmente:

– Eres un policía amable.

– La mayor parte de los policías son agradables.

El chico mantuvo la sonrisa. Después echó una última ojeada a su alrededor y se dirigió a la puerta.

Por fin Trond Arnesen estaba listo para irse.

A medio camino vaciló, se detuvo, avanzó otro paso, antes de darse la vuelta y acercarse a la mesilla del lado izquierdo de la cama. Abrió un pequeño cajón, despacio y vacilante, como si esperara encontrar algo aterrador.

– ¿Has dicho que no se ha hecho nada más aquí? -preguntó Trond-. ¿Que sólo han limpiado? ¿Que no se han llevado nada?

– Sí. No de aquí dentro. Nos hemos llevado algunos papeles y el ordenador, por supuesto, como te advertimos, y…

– Pero ¿nada de aquí dentro?

– No.

– Mi reloj. Estaba sobre la mesilla. Y el libro.

– ¿Ah, sí?

– Tengo un reloj de submarinista. Un cacharro grande. No puedo dormir con él, claro, así que lo dejo aquí por las noches.

Sus dedos martillearon contra la superficie de la mesilla. Se puso el dedo sobre el puente de la nariz, concentrado.

– Pero no te habías acostado. Estabas celebrando lo de tu hermano…

– Justo -lo interrumpió-. Me había arreglado. Teníamos un plan de esos de esmoquin y la verdad es que no pegaba mucho llevar un reloj enorme de plástico negro. Así que lo dejé…

– ¿Estás seguro? -preguntó Yngvar, casi cortante.

Trond Arnesen se volvió hacia él, Yngvar pudo percibir irritación en su voz cuando dijo:

– El libro y mi reloj estaban aquí. Sobre la mesilla. Vibeke era… -Al mencionar su nombre, el filo de su voz desapareció-. Vibeke era un poco alérgica -murmuró-. No quería tener libros en el dormitorio. Sólo me dejaba tener aquí el que estuviera leyendo en cada momento. El último de Bencke. Iba por la mitad. Estaba aquí.

– Bien…, pero te lo tengo que preguntar una vez más: ¿estás completamente seguro de esto que me dices?

– ¡Sí! Mi reloj…, quiero decir, me gustaba ese reloj. Me lo había regalado Vibeke. Mil detalles. Nunca lo hubiera…

Se interrumpió. Un sonrojo casi imperceptible surgió bajo la raíz del pelo. Se tiró distraídamente del lóbulo de la oreja.

– Sigue, por favor.

– Claro que puedo equivocarme -dijo con desánimo-. No estoy del todo seguro, yo…

– Pero te parece recordar…

– Me parece recordar… El libro no puedo haberlo dejado en otro sitio, ¿no? Sólo leo en la cama, yo…

Se quedó mirando a Yngvar, evidentemente desesperado. Esto tenía poco que ver con el libro, pensó Yngvar. Por un momento Trond Arnesen había llegado a pensar que todo podía volver a ser como antes. Yngvar le había hecho creer, durante unos cortos minutos, que un día se borraría y desaparecería la imagen de Vibeke crucificada en la cama.

– No puede ser. El libro no. El reloj, quizá, puede estar en otro sitio, pero yo…

– Ven -dijo Yngvar-. Voy a averiguar lo que ha pasado. Seguro que simplemente lo han dejado en otro sitio. Venga, vámonos.

Trond Arnesen abrió el cajón una vez más. Estaba vacío. Después se acercó al otro lado de la cama. Tampoco allí encontró lo que buscaba. Tenía la mirada medio enajenada cuando se precipitó hacia el baño. Yngvar se quedó quieto. Oyó el ruido de armarios y cajones que se abrían y cerraban, el chasquido de algo que podía ser la tapa de una papelera, portazos, meneos y sacudidas.

Y de pronto el chico estaba ahí, en el umbral de la puerta, mostrando las palmas de las manos vacías.

– Supongo que me estoy haciendo un lío -dijo, con la voz profunda. Bajó la vista-. Vibeke siempre lo decía, que era un desordenado incorregible.


«La maldad es una ilusión», pensó la mujer.

Estaba de pie junto al busto de bronce de Jean Cocteau. Un remiendo con rasgos corrientes, dictaminó, como si un niño hubiera estado jugando con cera derretida y a alguien de pronto se le hubiera ocurrido la idea de perpetuar aquel ensayo carente de todo talento. La escultura estaba situada al borde del muelle, a algunos pasos de la pequeña capilla que el propio Cocteau había decorado. Cobraban por entrar. Por eso sólo había visto los frescos de refilón. Fue en navidades, cuando, en un ataque de nostalgia de día festivo, había querido pasarse por una «casa de Dios». La iglesia de Saint Michel, que estaba sobre la colina, se le hizo insoportable con su kitsch católico y el murmullo sermonero del cura. Había reculado.

Pero pagar por encontrarse con un Dios en el que nunca había creído era aún peor. Le habían entrado ganas de recordarle el ataque de cólera de Jesús en el templo a la mujerona gorda apostada en la puerta de la capilla de Cocteau. La rancia señora estaba sentada tras una mesa llena de suvenires vulgares a precios desorbitados. Para su disgusto, sus conocimientos de francés no daban más que para maldecir a media voz.

Era ya tarde, aquel viernes 13 de febrero. Los daños ocasionados por la marea viva aquella tarde eran considerables. El mar había destrozado las cristaleras de los restaurantes a lo largo del paseo marítimo. Hombres jóvenes en camisa blanca corrían de acá para allá tiritando y cargando con planchas de contrachapado que, con escasa maestría, clavaban ante las ventanas como resguardo provisional contra el viento y las inclemencias del tiempo. Las sillas estaban hechas añicos. Una mesa flotaba a algunos metros del borde del muelle. La mayor parte de los barcos de la bahía se mecían amarrados y habían aguantado la tormenta. Peor les había ido a las cuatro o cinco lanchas que habían estado en el embarcadero. En el mar inquieto y negruzco sólo se vislumbraban restos de madera y de cuerda a la deriva.

Se inclinó sobre Jean Cocteau y pensó de nuevo: «La maldad es una ilusión».

Su medio de vida era el revés de las personas. Nunca hacía chapuzas. Todo lo contrario. Sabía más sobre la traición, la malicia y la vileza del alma que la mayoría de la gente.

En su tiempo, de algún modo se enorgullecía de ello.

Al principio, hacía diecinueve años, cuando todavía estaba en la veintena y había descubierto lo fácil que le resultaba todo aquello, el sorprendente talento oculto al que podía sacar partido, de vez en cuando había sentido emoción. Entusiasmo. Alegría, incluso. Al menos le parecía recordarlo así. Ni siquiera le amargaban los años de estudios a los que no les iba a sacar ningún partido, la perseverancia despilfarrada en la universidad con el único propósito de hacer que pasara el tiempo. Todo ello un esfuerzo inútil, se daba cuenta, pero nada de eso tuvo la menor importancia cuando, a los veintiséis años, encontró su estante en la vida.

La expresión le había hecho sonreír.

Una noche de marzo de 1985, estaba sentada ante un extracto de su cuenta bancaria, con una jarra de cerveza en la mano. Intentaba representarse su propio estante, aquel lugar de residencia único de una estantería imaginaria de la pared de la vida. Al parecer este estante iba a hacer de ella algo especial y valioso, algo completamente particular. La gastada metáfora la había hecho reír en alto e imaginarse masas de gente buscando su sitio, gateando a la caza de una superficie libre.

El mar estaba ahora más tranquilo. En el aire no hacía más de un par de grados, que desaparecían en las ráfagas de viento que seguían entrando por el sur. Los chicos en camisa habían cubierto los peores agujeros y era evidente que ya no les quedaban fuerzas para más. Una pareja joven vestida de oscuro se aproximaba a ella. Cuando se cruzaron, se rieron y cuchichearon entre ellos. Ella se volvió hacia la pareja y siguió con la mirada su torpe avanzar sobre los resbaladizos adoquines hasta que desaparecieron en la oscuridad.

Parecían noruegos. Él llevaba mochila.

Por suerte hacía doce años que no la fotografiaban. Exactamente doce años. Entonces estaba más delgada. Mucho más delgada, y llevaba el pelo largo. La fotografía, a la que de vez en cuando le echaba un vistazo por pura equivocación, era el retrato de otra persona. Así debía pensar. Ahora llevaba gafas. El pelo largo ya no le quedaba bien. El espejo le permitía ver cómo la vida se había atornillado sin piedad a lo que una vez fue un rostro normal. La nariz, que también entonces era pequeña, ahora parecía un botón. Los ojos, que nunca habían sido grandes, pero por lo menos eran marrones y, por lo tanto, no exactamente iguales a los de todo el mundo nórdico, ahora casi desaparecían tras las gafas y un flequillo demasiado largo.

La representación de lo único era un engaño.

Las personas eran tan jodidamente iguales.

No sabía cuándo había caído en la cuenta de la verdad. Probablemente la constatación le había llegado gradualmente, pensó. Lo repetitivo de su trabajo a la larga la había impacientado, aunque no sabría decir qué era lo que querría cambiar. Por supuesto que cada plan era especial, todos y cada uno de los crímenes eran algo particular. Las circunstancias variaban y las víctimas nunca eran iguales. Usaba sus fuerzas, nunca hacía chapuzas en el trabajo. Pero a pesar de todo no conseguía verlo como otra cosa que una serie enervante de repeticiones.

Ya no conseguía que pasara el tiempo.

Simplemente pasaba, por sí mismo.

Hasta ahora, pensó tomando aire.

Todos eran tan iguales.

El tiempo que las personas estaban tan empeñadas en «llenar» era un concepto carente de contenido, creado para proporcionar un sentido engañoso a lo carente de razón: el estar en la vida.

La mujer se puso un gorro en la cabeza y empezó a subir lentamente las escaleras encerradas entre antiquísimas casas de piedra. Los estrechos callejones estaban anormalmente oscuros. Quizá la tormenta había afectado a las líneas eléctricas.

A través del estudio de la conducta humana, en algún momento había comprendido que la consideración, la solidaridad y la bondad no eran más que expresiones vacías para los comportamientos deseados, que habían intentado fijarse alternativamente en las tablas de piedra de Dios, en las visiones eternas de los monjes, en las profecías de un árabe guerrero, en las ideas de los filósofos o en los cuentos de boca de un judío atormentado.

La maldad era lo verdaderamente humano, pensó.

La maldad no era ni la obra del diablo ni la caída en el pecado ni el resultado dialéctico de las necesidades materiales y la injusticia. A nadie se le ocurriría llamar malvada a la leona madre, cuando abandona a su cría enferma sin pensar ni un segundo en que su vástago se encamina hacia una dolorosa muerte sin cuidados. No se puede rastrear ningún reproche en la mención de la zoología del caimán macho, de cómo la atávica criatura se deshace de sus propios hijos con la certeza instintiva de que el hábitat no tolera aún más carga.

Se detuvo en el callejón de la mísera puerta de Saint Michel. Por un momento vaciló. La respiración se le había acelerado con tantos escalones. Puso cuidadosamente la mano sobre el pomo de la puerta, antes de encogerse de hombros y seguir su camino. Era hora de volver a casa. La lluvia había regresado; una fina y ligera humedad que se posaba sobre la piel como un vapor.

No tenía ningún sentido estigmatizar las conductas naturales, pensó. Por eso los animales eran libres. Pero puesto que las personas acabarían exterminándose a sí mismas si carecieran de cultura, de mandamientos, de prohibiciones y de amenazas de castigos correctivos, quizá de todos modos tuviera sentido estampar la marca de Caín en la frente de quienes rompen las normas y siguen los dictados de su propia naturaleza.

– Pero de todos modos no es maldad -susurró buscando aire en Place de la Paix.

La señal en forma de cruz de la pharmacie destellaba en verde vehemente contra la desierta cafetería cerrada, al otro lado de la calle. Se detuvo ante las ventanas de la inmobiliaria.

Le dolían los muslos, un dolor bueno y vago, a pesar de que apenas había subido más de un par de cientos de escalones. Saboreó el sudor de su labio superior. Una ampolla en el talón izquierdo le escocía. Hacía mucho tiempo que no sentía el placer del esfuerzo físico. Los débiles dolores le proporcionaban la sensación de estar realmente presente. Elevó la cara hacia el cielo y sintió el agua de la lluvia caer por dentro del cuello del abrigo, por la nuca, sobre la piel; sintió cómo se le endurecían los pezones.

Todo había cambiado. La propia vida había adquirido un tacto, una intensidad concreta que nunca había sentido antes. Por fin era única.

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