Capítulo 17

Le producía cierta satisfacción que tuvieran miedo.

Había visto su angustia, aunque ya no se tomaba la molestia de comprobarlo con la misma frecuencia que antes. Cada noche a eso de las siete, metían a la pequeña en el coche y conducían un par de kilómetros hasta la casa en la que creció Inger Johanne. La niña rara, la que siempre iba cargando con un cochecito de bomberos para el que ya hacía mucho que era mayor, vivía con su padre. Iba con frecuencia de visita a la calle Hauge, pero, por lo que Wencke Bencke podía entender, nunca dormía ahí.

No tenía mucha importancia.

Las cosas habían cambiado.

Todo.

Era domingo 21 de marzo y ella estaba ordenando su piso. Los últimos tiempos habían sido muy ajetreados. No sólo trabajaba duro con el manuscrito, sino que también las entrevistas y las apariciones en televisión le llevaban tiempo. Los últimos días apenas había pasado por casa más que para cambiarse la ropa, que ahora estaba tirada por las sillas del salón y por el suelo del dormitorio.

Habían vuelto a aparecer viejos amigos. No es que con el tiempo se hubieran vuelto más interesantes, pero por lo menos habían cambiado de actitud. En realidad no tenía la menor importancia. Ella se encogía de hombros ante todos aquellos que de nuevo llamaban a la puerta, alentados por la atención que ahora recibía Wencke Bencke.

Lo importante era que por fin la tomaban en serio. Era una experta. No en ficción, sino en la realidad. Ya no era la encarnación del concepto de comercialidad y ligereza, la marca de identidad de una cultura en decadencia. Ahora se había convertido en una escéptica, una fuerza de resistencia; una contertulia crítica con la autoridad, instruida y elegante en el uso del lenguaje.

Estaba casi irreconocible. Incluso para ella misma.

En el cuarto de baño se detuvo y se miró al espejo. Parecía mayor que antes. Debía de ser por la pérdida de peso. Las arrugas ya no sólo se abrían formando flechas desde los ojos, sino que recorrían también sus pómulos, como si la piel de la cara pesara un poco de más.

Tampoco tenía importancia. La edad le confería profundidad a sus análisis, pese a los muchos comentarios que le solicitaban y que ella hacía encantada. Ya no se trataba sólo de los asesinatos en serie. Un espectáculo de desaparición en el este del país, un feo caso de violación en Trondheim y un sensacional atraco a un banco en Stavanger; Wencke Bencke era la experta a quien todo el mundo estaba deseando escuchar.

Y había sido el asesinato de Fiona Helle lo que lo había desencadenado todo.

Wencke Bencke abrió el cajón en el que guardaba su nuevo maquillaje. No estaba acostumbrada a esas cosas. Se llevó la sombra de ojos tentativamente a las cortas pestañas.

No acertó.

Pensar en Fiona Helle siempre le hacía perder el pulso. Procuró respirar más despacio y abrió el grifo. El agua fría sobre las muñecas hizo que se le aclarara la cabeza.

En realidad no se había alegrado cuando leyó acerca del crimen, parecía que hacía ya una eternidad. El sentimiento que tuvo entonces fue más bien de furia dirigida contra la víctima. Recordaba aquella noche con extraña nitidez. Era un miércoles de enero. El aire olía a asfalto, una cuadrilla había estado reparando la calle frente a su casa. Estaba intranquila, pero no era capaz de hacer otra cosa que deambular de silla en silla frente a la gran ventana panorámica con vistas a la bahía y al cabo Ferrat.

La deplorable línea de Internet casi le había impedido navegar por las noticias de Noruega del día. Cuando por fin consiguió conectarse, se quedó sentada toda la noche.

Ocurrió algo.

Si con anterioridad se había irritado y alguna vez se había sentido incluso provocada, en esta ocasión sintió una furia que lo absorbía todo.

Fiona Helle vendía el destino de los demás para conseguir su propio éxito. El programa la afectaba a ella misma, a Wencke Bencke, porque jugaba con la biología y con mentiras que habían durando toda la vida. Era sobre ella misma sobre quien escupía Fiona Helle cuando, a lo largo de su ligero programa de una hora de duración, entretenía al público a costa de los vulnerables sueños de la gente, los sueños de Wencke Bencke, tal y como fueron en algún momento, aunque ella nunca se hubiera atrevido a reconocerlo.

«Tengo que aprender a hacer esto, pensó metiendo el cepillo de la sombra de ojos en el contenido grasiento y negro del cilindro plateado. Todavía no soy vieja. Me queda mucho por hacer y estoy en proceso de cambio. Ya no soy una observadora; ahora soy observada. Tengo que aprender a arreglarme».

Hacía diez años, cuando su verdadera historia apareció en un documento amarillento, ya estaba paralizada. Iba camino de volverse invisible. No pertenecía a ningún sitio. Nadie quería saber nada de ella; escribía libros que leía todo el mundo, pero que nadie quería reconocer. Su padre era un parásito, quería dinero, dinero y dinero. Su falsa madre apenas le dirigía la palabra y no entendía nada de lo que llamaba «las horribles historietas de Wencke».

Su auténtica madre, la mujer que la parió con dolor y más tarde murió, habría estado orgullosa de ella. La habría amado, a pesar de la pesadez de su cuerpo, de su cara poco agraciada y de un carácter cada vez más cerrado.

Su madre habría colocado sus novelas en la estantería del salón, y quizás hubiera hecho un libro de recortes.

No había tenido fuerzas para averiguar nada más. Wencke Bencke no sabía nada sobre la mujer que murió veinte minutos después de que naciera la hija. En su lugar, empezó a llevar un archivo sobre otras personas. Se volvió mejor escritora.

Y cada vez era más invisible.

El mundo ya no le incumbía, del mismo modo que ella ya no le incumbía al mundo.

Pero eso era entonces. No ahora.

No tenía sentido intentar maquillarse. Las manos parecían demasiado grandes; no estaban hechas al diminuto pincel de la cajita de la sombra de ojos. Además, el pintalabios era demasiado fuerte, demasiado rojo.

Olía mucho a asfalto, recordaba; aquella noche en Villefranche. Alquitrán mojado y pegajoso, mezclado con el mar salado y la lluvia de la noche. Se acostó de madrugada, pero no lograba dormir. En su mente rondaba una idea que no conseguía apresar y que le llevó ocho días comprender. Todos estos años -había pensado entonces-, todos los años de trabajo sin descanso que no le habían proporcionado más que dinero e incomodidades. Y de pronto estaba ahí, ante ella, como una nueva y brillante posibilidad. Todos los preparativos ya estaban hechos. No había más que empezar. La lengua de Fiona Helle había sido sajada y empaquetada diligentemente. Wencke Bencke sonrió con frialdad al leerlo; después rió furiosa y recordó otro caso, de otro mundo, seis años antes. Recordó a un hombre de ojos intensos, energía extrema e historias fascinantes. Recordó cómo había ido avanzando posiciones en el auditorio por cada conferencia, haciendo preguntas y sabias reflexiones. Él se limitaba a sonreír huidizamente y se inclinaba sobre una morena mientras citaba a Longfellow y guiñaba el ojo. Wencke Bencke le regaló un libro con una respetuosa dedicatoria. Él se lo dejó sobre el escritorio. Por las noches lo seguía; iba a algún pub, montaba jarana y contaba historias rodeado de mujeres que se turnaban para llevárselo a casa.

Ya entonces ella era demasiado mayor. Ella era invisible y él presumía de Inger Johanne Vik.

Había recordado todo esto y finalmente comprendió lo que iba a hacer. No quería seguir esperando lo que nunca iba a ocurrir. Quería convertirse en uno de los que hacen que todo suceda.

Lo había conseguido.

Y ahora iba a aprender a maquillarse, mostrarse nueva. Bastaba con que no mirara demasiado hacia atrás, con que no se alterara demasiado.

«¡Olvida a Fiona Helle!»

Wencke Bencke cerró el cajón del baño y entró en el dormitorio. De camino iba recogiendo la ropa. Constantemente llegaban prendas nuevas al armario. Iba de compras con frecuencia, casi cada semana; ya no tenía miedo a pedirle consejos a las dependientas.

En el armario archivador del rincón descansaban las vidas de más de cien personas. Pasó la mano por una extremidad helada. Puso el dedo contra la cerradura. Apoyó el cuerpo sobre el sólido peso del acero.

Las buenas y las malas costumbres de la gente, sus ritmos, deseos y necesidades fueron observados, analizados y catalogados. Wencke Bencke los conocía mejor de lo que ellos se conocían a sí mismos; ella lo registraba fría y clínicamente. Sabía lo suficiente como para poder, camuflada ligeramente, quitarles la vida a más de cien personas con la pluma y el papel. Conocía sus vidas de memoria. La soleada mañana de enero que despertó en Villefranche y tomó la decisión de llevar la ficción a la realidad, tenía mucho material para elegir.

Sabía, tanto entonces como ahora, que tenía que hacerlo al azar. Víctimas casuales era lo más seguro. Pero la tentación fue demasiado grande. Vibeke Heinerback siempre la había irritado, aunque no comprendía exactamente por qué. Lo más importante era que podía pasar por racista. Todo tenía que encajar. Había que darle a Inger Johanne la oportunidad de comprender. Si no tras el primer asesinato, al menos más tarde.

Además, caería Rudolf Fjord.

Era patético.

Wencke Bencke abrió el armario de acero. Encontró una carpeta. Leyó. Le hizo sonreír lo bien que lo había recordado todo, lo fácil que era rememorar todo lo que había visto y anotado.

Rudolf Fjord era repugnante. Nunca habría aguantado el foco de la policía. Si un caso no bastaba para hacerlo caer, había suficientes más que lo machacarían. Su archivo era casi tan extenso como el de Inger Johanne Vik. Durante un breve periodo de tiempo estuvo pensando en elegirlo como primera víctima. Después abandonó la idea. Era demasiado sencillo. A Rudolf Fjord se le podía dejar caer solo.

El tiempo le dio la razón. Rudolf Fjord no aguantó la tormenta.

Wencke Bencke cerró la carpeta. Sacó otra mucho más fina.

Escrutó el nombre, pero no la abrió. Un momento después la colocó en su sitio y cerró el armario.

Vegard Krogh merecía morir. No quería ni pensar en él. Ya estaba muerto.

Wencke Bencke salió al salón. Ahora estaba más ordenado, pero un ramo de flores, que llevaba demasiados días allí, despedía un olor fuerte y desagradable; se lo había dado la comisión directiva de la Sociedad de Estudiantes después de que participara en un debate sobre la castración química.

Abrió la puerta de la terraza. El aire frío le acarició la cara, dándole la sensación de borrar las arrugas que acababa de estudiarse en la chillona luz ante el espejo.

Por alguna razón, no conseguía conciliarse con el hecho de haber sacrificado a la puta de Estocolmo. Obviamente no tenía la menor importancia que hubiera una prostituta más o menos en la plaza de Brunkeberg. Pero había surgido entre ellas algo que recordaba a camaradería. Quizá fuera por su parecido físico. No le costó mucho encontrarla; había prostitutas de casi todos los colores y modelos. La mujer era grande, a pesar de la árida dieta que probablemente llevaba. Tenía el pelo rizado y seco. Incluso las gafas, que eran tan exclusivas que tenían que ser robadas, se parecían a las suyas.

Y la tipa se dejó engañar.

No se había largado con la tarjeta de crédito. Podía haber fulminado la tarjeta todo lo que le diera tiempo antes de que fuera bloqueada, y haber desaparecido. Pero le creyó cuando le prometió que le iba a dar grandes sumas en efectivo si hacía lo que le había pedido: comer una buena comida, coger un taxi, comprar algo en algún que otro quiosco y volver al hotel antes de medianoche. Que la vieran, pero sin decir una sola palabra.

Cuando se encontraron a la mañana siguiente, la prostituta parecía casi feliz. Estaba limpia. Había comido bien. Había dormido una noche entera. Sin clientes, en una cama cálida.

Obviamente no le dio el dinero.

Como era de esperar, la prostituta amenazó con acudir a la policía; no era tan tonta como para no darse cuenta de lo sospechoso de la propuesta que había recibido. Como era de esperar, no hizo nada hasta haberse metido el chute de heroína que le había dado Wencke Bencke, una compensación por un trabajo bien hecho.

Como era de esperar, la droga la mató.

Ahora estaba muerta e incinerada, y probablemente descansaba en una tumba sin nombre.

Wencke Bencke estaba de pie en su terraza y fruncía el ceño al pensar en la prostituta muerta. Después alzó la cara hacia el cielo y decidió no volver a pensar nunca más en ella.

Empezó a caer una ligera lluvia. Olía a primavera en Oslo, a contaminación y a basura putrefacta.

La muerte de Håvard Stefansen había sido simplemente una necesidad. Inger Johanne Vik la había defraudado, no entendía el plan. Tenía que dejárselo más claro, así que Wencke Bencke por fin salió a la luz.

Y allí se había quedado.

Ahora la gente la reconocía por la calle. Le sonreían y algunos le pedían un autógrafo. La edición del sábado del periódico VG había impreso una reseña de tres páginas sobre Wencke Bencke, experta en criminalidad y novelista de éxito internacional, retratada detrás del ordenador en su caótico cuarto para escribir, ante su suntuosa mesa de comedor con una copa en la mano alzada y en la terraza, donde sonreía al fotógrafo recién maquillada y con vistas sobre toda la ciudad. Había recibido ayuda de una estilista.

No les había permitido entrar en el dormitorio.

Volvió al salón. El olor de las flores la mareaba. Llevó el jarrón a la cocina. Lo vació de agua y metió el ramo en una bolsa de plástico.

El libro estaba casi acabado.

En la parte baja del armario, donde nadie lo encontraría antes de que ella hubiera muerto, estaba la carpeta más importante. Por fuera, con grandes letras homogéneas, había escrito: COARTADAS.

Se había pasado diecisiete años investigando y reflexionando. Una buena coartada era la premisa para que un crimen tuviera éxito, el mismísimo fundamento de una buena novela policiaca. Creaba y construía, especulaba y descartaba. La carpeta crecía lentamente. Antes de ir a Francia, llevaba la cuenta. Treinta y cuatro documentos. Treinta y cuatro coartadas imaginables. Algunas de ellas ya las había usado, otras esperaban un nuevo manuscrito, un relato que les fuera mejor. Ninguna de ellas era perfecta, porque la coartada perfecta no existía.

Pero sus construcciones eran realmente buenas.

Tres de ellas nunca podría utilizarlas en ningún libro.

Habían encontrado mejor aplicación.

Como no eran perfectas, la mantenían despierta y viva. Cada mañana sentía el sano miedo. Cuando llamaban a la puerta, cuando sonaba el teléfono, cuando un desconocido se detenía al otro lado de la calle y dudaba un poco antes de dirigirse a ella, sentía el terror; le recordaba lo valiosa que se había vuelto la vida.

De camino hacia las escaleras para tirar las flores muertas por el tubo de la basura, se detuvo y vaciló. El libro que se había llevado del dormitorio de Vibeke Heinerback estaba en el armario de zapatos de la entrada. Lo había estado hojeando la noche anterior. Había palpado las hojas, había sentido la emoción de tocar el mismo papel que la joven política se había llevado a la cama o al autobús, que quizás había leído a escondidas durante el tedio de los plenarios, en las interminables pausas en el Parlamento.

Era el ejemplar de Rudolf Fjord.

Lo iba a tirar. Lo agarró bruscamente y lo metió en el tubo de las basuras con las flores. Se quedó de pie escuchando el sonido del pesado libro contra el metal, cada vez más bajo, hasta que cesó con un chasquido sordo, casi inaudible.

Alguien podía encontrarlo. Alguien podía preguntarse qué hacía un libro con el ex libris de Rudolf Fjord en el cuarto de la basura del edificio en que vivía y escribía sus libros Wencke Bencke. No lo había destrozado, no había arrancado la página con el nombre del dueño. Podía haber quemado el libro o haberlo tirado a otro sitio.

Pero no habría tenido ninguna emoción.

Wencke Bencke vivía en una nube constante. Se había lanzado desde el pico más alto.


– Tres semanas -dijo Sigmund Berli-. Se nos han acabado nuestras tres semanas,

– Sí -reconoció Yngvar Stubø-. Y no tenemos nada. Nada de nada.

Sobre el escritorio ante él había dos pilas de extractos. Una de ellas contenía información sobre las tres cuentas bancarias de Wencke Bencke en el periodo del 1 de enero al 3 de marzo, el día que fue asesinado Håvard Stefansen. La otra contenía información de Telenor, la compañía telefónica.

– Cuando murió Vibeke Heinerback -dijo Yngvar-, Wencke Bencke estaba en Estocolmo. Como ha contado en varias… -de una patada tiró una pila de periódicos y revistas al suelo- de esas malditas entrevistas. El golpe que supuso para ella enterarse del asesinato lo… ¡Joder, es más lista que el hambre!

Durante tres semanas habían trabajado solos. Sigmund e Yngvar. Habían conseguido la orden para la entrega en secreto de los extractos, basada en una petición ajustada fantasiosamente y parcialmente mendaz. Después habían investigado a Wencke Bencke con detalle, día y noche, apenas habían pasado por casa para coger ropa limpia y echar unas horas de mal sueño antes de lanzarse de nuevo a la meticulosa labor de reconstruir la vida de una persona basándose en el dinero que gastaba, las llamadas telefónicas que realizaba y sus navegaciones por Internet.

Wencke Bencke tenía dinero, pero era sorprendente lo poco que gastaba. Ciertamente había renovado su vestuario al acercarse el momento de su viaje de vuelta a casa, pero incluso alrededor de Navidad sus gastos eran llamativamente bajos. Casi nunca llamaba a nadie y a ella apenas la llamaba nadie aparte de sus editores de toda Europa. Con su padre no había hablado desde antes de navidades.

En Estocolmo se había reunido con su editor, eso le había contado a los medios de comunicación; un viaje rápido para planear la gira de lanzamiento del otoño. Sigmund llamó y se hizo pasar por periodista. Consiguió sacar una confirmación de la visita, aunque su impasibilidad ante las mentiras a las que tenían que recurrir constantemente daba miedo. Yngvar, en cambio, se atormentaba seriamente. No sólo forzaban el sistema, sino que tiraban por tierra todo lo que Yngvar había aprendido y había representado durante una vida entera en la policía.

Wencke Bencke se había convertido en una obsesión.

Habían empleado ocho días enteros en intentar encontrar caminos que hubiera podido tomar entre Estocolmo y Oslo el 6 de febrero. Se habían pasado día y noche haciendo malabares con las horas, estudiando los mapas y escrutando con lupa las listas de pasajeros. Con las compañías aéreas Sigmund había ido de buenas y de malas, con amenazas y con mentiras. Por las noches habían recorrido los pasillos pegando sobre las paredes papeles amarillos con las horas. Habían intentado acercarlas más las unas a las otras. Habían tanteado encontrar los agujeros y las lagunas; un huequito en la sólida pared de horas imposibles en los extractos del banco de Wencke Bencke.

– No funciona. -Era la conclusión a la que había llegado Sigmund cada día, a eso de las cuatro de la mañana-. Simple y llanamente no encaja.

Se había inscrito en el hotel a las tres de la tarde. Había comprado en un quiosco a las cinco y diecisiete. Había cogido un taxi justo antes de las siete de las noche. Veinticinco minutos antes de medianoche, aproximadamente en el mismo momento en que, según el informe de la autopsia, Vibeke Heinerback fue asesinada en su casa de Lørenskog, Wencke Bencke había pagado una suculenta factura en un restaurante junto al Dramaten, en el centro de Estocolmo.

Una mañana, tras dieciséis horas de trabajo continuo y desperdiciado, Sigmund, en un ataque de furia, se había montado en un avión que se dirigía a Suecia. Esa misma tarde volvió con la cabeza gacha; el portero de noche aseguraba haber visto a Wencke Bencke llegar al hotel sobre la medianoche del día de autos. Había asentido ante la foto que le enseñaba Sigmund. No, no habían hablado, pero creía recordar que la mujer de la habitación 237 se había servido cubitos de hielo de la máquina del hall. Estaba estropeada, así que tuvo que secar el suelo cuando ella se fue. Además, por la tarde había dejado algo de ropa para lavar. Cuando la dejó ante la puerta a primera hora de la mañana siguiente, había escuchado música a todo volumen dentro el cuarto.

Había dejado el hotel sobre las diez.

Lo único llamativo de la estancia de Wencke Bencke en Estocolmo era que daba la impresión de haber sido más generosa de lo habitual consigo misma.

Por lo demás todo era inaprensible. Yngvar y Sigmund lo habían apostado todo y se habían quedado sin nada. El plazo había acabado.

– ¿Qué hacemos? -dijo Sigmund calladamente.

– Sí. ¿Qué hacemos…?

Yngvar toqueteó los extractos. Cuando fue asesinado Vegard Krogh, Wencke Bencke aparentemente estaba en Francia. Dos días antes había sacado una gran suma de dinero, y en los cuatro días sucesivos no había movimientos en la cuenta. La siguiente vez que usó la tarjeta fue en una pescadería del casco antiguo de Niza.

Yngvar y Sigmund se habían animado con este hueco de tiempo y emplearon varias jornadas en estudiarlo. En teoría era posible que se hubiera apañado, con aquel dinero en efectivo, para ir y volver de Noruega…, si no se tenía en cuenta que su nombre no aparecía en ninguna lista de pasajeros, y tampoco en ninguna de las agencias de alquiler de coches de Niza.

En Estocolmo les costó más conseguir las listas. Podría muy bien haber robado un coche. Lo único que sabían los dos detectives tras pasar tres semanas en el despacho, noche y día, era lo mismo de lo que ya estaban convencidos antes de ponerse manos a la obra: Wencke Bencke estaba en Oslo cuando tuvieron lugar los asesinatos.

Pero seguían sin tener la más mínima idea de cómo lo había conseguido.

Podían seguir investigando, buscar más concienzudamente.

Deberían de haberlo hecho. Los dos deseaban intensamente seguir.

Pero había que hacerlo oficialmente.

El plazo ya se les había pasado y sus compañeros habían empezado a burlarse de ellos. Sonreían de oreja a oreja cuando Yngvar y Sigmund aparecían para comer, pálidos y exhaustos; se sentaban solos y comían en silencio.

Cuando fue asesinado Håvard Stefansen, Wencke Bencke estaba sentada en el piso de abajo trabajando con su ordenador. Se había explicado en tanto que testigo, y se había explicado con exactitud. No había visto ni oído nada extraño, estaba absorta por el trabajo. Se había pasado varias horas en la red para aprender más sobre las arañas sudamericanas. Hasta que no se encaminó al desván para guardar las maletas tras su larga estancia en el extranjero, no se había percatado de que la puerta estaba abierta, había asomado la cabeza dentro del pasillo y había descubierto el cadáver. Entonces llamó a la policía. La historia encajaba con la información de la compañía telefónica. No se podía decir que fuera una coartada, pero tampoco les proporcionaba nada con lo que seguir.

Y Wencke Bencke florecía. Estaba en todas partes y se tenían grandes expectativas con la novela que iba a sacar en otoño.

Yngvar se levantó de pronto. Recogió los papeles y los reunió en un único gran documento.

– Hemos perdido -declaró, y lanzó el montón a la cesta de los papeles para inutilizar-. Wencke Bencke ha ganado. Lo único que hemos sacado de estas semanas de trabajo duro es la demostración… -Se rió, en voz baja y sin ganas; no quería completar la frase-. La demostración de que la tipa es inocente -dijo Sigmund lentamente-. Hemos trabajado día y noche durante tres semanas para acabar demostrando que… la mujer es inocente. ¡Hemos demostrado la inocencia de Wencke Bencke! Eso es exactamente lo que hemos hecho -concluyó bostezando largamente-. Así lo tenía planeado. Ella sabía que esto era lo que iba a pasar. Y tú…

Rodeó el escritorio. Se quedó un momento de pie mirando a Sigmund, que había perdido peso. Seguía teniendo la cara redonda. La barbilla seguía siendo rellena, pero la ropa le quedaba suelta. Las arrugas a lo largo de la base de la nariz se dibujaban más claramente que antes. Tenía los ojos inyectados en sangre y olía a sudor cuando Yngvar le tendió la mano y lo levantó de la silla.

– Y tú eres mi mejor amigo -dijo, y le echó los brazos alrededor-. Eres mi Sancho Panza.

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