– Año bisiesto -gritó Kristiane-. ¡Bang, bang!
– En esta casa no tenemos armas de juguete -dijo Inger Johanne quitándole la cuchara con la que estaba señalando.
– Francamente no veo cómo puedes llamar a eso arma de juguete -dijo Yngvar con irritación.
– ¡Bang, bang! ¿Qué es un año bisiesto?
– Es un año en el que hay un día como éste -dijo Yngvar sentándose en cuclillas-. 29 de febrero. Estos días sólo los hay cada cuatro años. ¿Quizá son tímidos?
– Tímidos -repitió Kristiane-. Año bisiesto. Daño bisiesto. Bang.
Después se echó el pelo detrás de las orejas, exactamente igual que lo acababa de hacer su madre.
– Pero ¿cuál es la explicación científica? -exigió muy seria-. Quiero comprender, no que me tomen el pelo.
Los adultos intercambiaron miradas: Inger Johanne, asustada; Yngvar, orgulloso.
– Es que… la Tierra tarda un poco más de 365 días en…
Se pasó la mano por la coronilla y miró a Inger Johanne para pedir ayuda.
– ¿En dar una vuelta a sí misma?
– En eso tarda un día, Yngvar.
– ¿En dar la vuelta alrededor del Sol?
Inger Johanne se limitó a sonreír y estrujó un trapo.
– En dar una vuelta completa a la Luna -le dijo él con decisión a Kristiane-. Así que a eso se le llama un año, que es un poco más largo que… Luego hay que reunir las horas que sobran, y se hace un día con ellas, así de vez en cuando. Cada cuatro años. Y luego había algo de Gregorio y de Julio, pero no lo recuerdo.
– Lo has hecho muy bien -dijo Kristiane-. Julio es un chimpancé, Yngvar. Voy a jugar al año bisiesto con Leonard. Hoy viene papá a buscarme. Tú no eres mi papá.
– No, pero te quiero muchísimo.
La niña salió corriendo con Jack pisándole los talones. Los pequeños pies se precipitaron escaleras abajo y la puerta se cerró de golpe. Yngvar respiró y se levantó entumecido.
– Me pregunto cuántas veces vamos a tener que repasar la lección esa de que yo no soy su padre -dijo-. Y además tenemos que arreglar lo del acuerdo de convivencia. Este invierno ha sido un caos. ¿No le tocaba irse con Isak el viernes?
– ¿Qué te pasa? -preguntó Inger Johanne, y le acarició la cabeza-. ¿Es sólo por lo de Rudolf Fjord, o es por…?
– ¿Sólo? ¿Sólo? -Apartó la cabeza, un poco bruscamente-. Joder, no es «sólo» si tu trabajo empuja a la gente a morir.
– Tú no has empujado a nadie a la muerte, Yngvar. Lo sabes muy bien.
Yngvar se sentó en la banqueta de bar más cercana. Sobre un plato sucio había un tallo de apio medio comido. Lo cogió y se lo metió en la boca.
– La verdad es que no lo sé -dijo, y arrancó un pedazo con los dientes.
– Mi amor -dijo ella, y él tuvo que sonreír.
Ella lo besó en la oreja, en el cuello.
– Tú no matas a nadie -susurró-. Tú eres capaz de sacar las arañas al jardín cuando las atrapas. Rudolf Fjord se suicidó. Eligió morir. Por su cuenta. Obviamente no es… -Se enderezó y lo miró a los ojos-. Obviamente no es culpa tuya. Y tú lo sabes.
– Te echo de menos -dijo él masticando el apio.
– ¿Me echas de menos? Tontorrón. Pero si estoy aquí.
– No del todo -dijo él-. Ninguno de los dos está del todo aquí. No como antes.
«Todo mejorará -pensó ella-. Pronto. Ahora por fin he empezado a dormir. No mucho, pero mucho más. Viene la primavera. Ragnhild está creciendo. Se está poniendo fuerte. Todo mejorará. Con tal de que acabe este caso, y de que tú…»
– ¿Te has planteado la posibilidad de cogerte la baja? -preguntó con ligereza, y empezó a meter la vajilla usada en el lavavajillas.
– ¿Baja? -preguntó.
– Cogerte la baja por paternidad, en serio.
Él masticaba y masticaba, se quedó mirando el tallo verde mordisqueado.
– Yo podría volver a trabajar -dijo ella-. ¿No te gustaría librarte de este caso? ¿Olvidarlo? Que alguien se hiciera cargo, que alguien…
– No digas tonterías. -Yngvar se rascó la entrepierna-. ¿No te parece raro? -dijo entrecerrando los ojos-. ¿No es en realidad raro elegir la muerte frente a…?
– No te vayas por las ramas. ¿Te lo has plateado, siquiera?
– Tú eres la que tienes derecho a cogerte la mayor parte de la baja, Inger Johanne. Y es lo suyo. Acabas de dar a luz y estás dando de mamar. Es bueno para Ragnhild. Es bueno para nosotros.
Como para subrayar que la discusión había acabado, tiró lo que quedaba del apio al cubo de basura dentro del armario abierto bajo el fregadero. No acertó.
– ¿No te parece muy raro? -dijo él abriendo las manos-. ¿Que una persona elija quitarse la vida porque corre el riesgo de que se descubra que es homosexual? ¿En el 2004? ¡Joder, están por todas partes! En el trabajo tenemos un montón de lesbianas, no da la impresión de que se sientan molestas o asediadas y nosotros…
– En realidad no sabes nada de este asunto -dijo Inger Johanne recogiendo el apio-. No las conoces muy bien que digamos.
– ¡En este país tenemos a un homosexual de ministro de Finanzas, joder! ¡Nadie se mete con eso!
Inger Johanne sonrió. Eso lo irritó.
– El ministro de Finanzas es un… hombre elegante de un barrio bien -dijo ella-. Discreto, profesional y, por lo poco que se sabe de él, buen cocinero. Lleva mil años viviendo con el mismo hombre. Eso es un poco…
Sostuvo el dedo índice contra el pulgar en un gesto exagerado.
– ¿Un poco?
– Un poco distinto -completó la idea Inger Johanne-. Alguien que compra chiquillos a la vez que se pasea por ahí con rubias colgadas del brazo cada vez que hay una cámara cerca.
Yngvar no dijo nada. Metió la cabeza entre los brazos.
– ¿No podrías dormir un poco? -dijo ella calladamente y acariciándole la espalda-. Ayer te pasaste toda la noche despierto.
– No tengo sueño -murmuró él.
– ¿Qué tienes entonces?
– Hastío -admitió él.
– ¿Puedo hacer algo por ti?
– No.
– Yngvar…
– Lo peor de todo es que descartamos a Rudolf desde el principio -dijo él, agitado y enderezándose-. Su coartada era buena. Nada indicaba que estuviera detrás de esto. Al contrario, según sus compañeros del Parlamento, estaba completamente destrozado. ¿Por qué no dejamos al tipo en paz? ¿Qué coño nos importa a nosotros con quién folle?
– Yngvar -lo intentó ella otra vez, y le agarró los músculos de la nuca con las dos manos.
– Escúchame -dijo él, y la apartó.
– Escucho. Sólo que me resulta un poco difícil contestar cuando lo que dices es tan poco… razonable. Teníais buenos motivos para investigar a Rudolf Fjord. Entre otras cosas por la bronca que tuvo con Kari Mundal. Durante aquel homenaje en…
– Me acuerdo perfectamente -respondió él, malhumorado-. Pero ¡no hace ni… cinco días que estuviste aquí trazando el perfil de un asesino que de ningún modo encajaba con Rudolf Fjord! ¿Por qué tuve entonces que seguir…?
– Yo no creía en ese perfil -dijo ella brevemente, y sacó detergente en polvo-. Ni entonces ni ahora. Y ahora francamente creo que deberías dejar de gimotear.
– ¿Gimotear? ¿Gimotear?
– Sí. Estás gimoteando. Te compadeces de ti mismo. Déjalo ya.
Inger Johanne puso en marcha el lavavajillas, dejó la caja de detergente en un estante de uno de los armarios superiores y se volvió hacia Yngvar. Se llevó la mano derecha a la cintura y sonrió de oreja a oreja.
– Tontorrona -murmuró él, y sonrió de vuelta sin querer-. Además tú misma dijiste que tu perfil tenía debilidades. Vegard Krogh no encajaba. No era lo suficientemente conocido.
Inger Johanne cogió a Sulamit, que estaba tirado en el suelo. Los ojos de la parrilla habían perdido las pupilas y la miraban ciegamente. Se puso a juguetear con la escalera rota.
– He estado pensándolo un poco más -dijo.
– ¿Y bien?
– ¿Recuerdas…? ¿Recuerdas el otro día que estuvimos aquí con Sigmund? No el último martes, sino hace unas semanas.
– Por supuesto.
– Me preguntó cuál sería el peor asesino que me podía imaginar.
– Sí.
– Le respondí que tendría que ser algo así como un asesino sin motivos.
– ¿Sí? -Yngvar parecía intrigado.
– Pues que de ésos no hay.
– Ya. Entonces, ¿qué querías decir en realidad?
– Quería decir…, quiero decir que el argumento se sostiene, hasta cierto punto. Alguien que eligiera a sus víctimas completamente al azar, sin tener motivos para cada asesinato en particular, sería muy difícil de encontrar. En el caso de que también se dé una serie de factores aparte, claro. Como, por ejemplo, que el asesino haga un buen trabajo.
– Sí… -Él asintió con la cabeza y se llevó las manos a la tripa.
Ella dejó a Sulamit de un golpetazo.
– No tienes hambre. Hace menos de una hora que has comido. Ahora escúchame.
– Te estoy escuchando -dijo Yngvar.
– El problema es que no hay quien se imagine una lista de víctimas completamente al azar -dijo Inger Johanne sentándose en la banqueta junto a él-. ¡Las personas nunca funcionan en el vacío! Nunca somos imparciales, tenemos nuestros likes and dislikes, somos…
Él fue reuniendo las puntas de cada dedo hasta que las manos formaron una tienda de campaña. Ella metió la nariz dentro y continuó hablando concentrada, la voz se le puso nasal:
– Si nos imaginamos un asesino que se decide a matar, por alguna razón u otra…, a eso podemos volver luego. Pero se decide a matar. No porque le desee la muerte a nadie, sino porque…
– Resulta difícil imaginarse a alguien que es asesinado a sangre fría sin que el asesino desee en realidad su muerte.
– Pues de todos modos nos lo vamos a imaginar -dijo ella con impaciencia, se cogió las manos y apretó hasta que los nudillos se le quedaron blancos-. Probablemente el asesino elija al primero bastante al azar. Como cuando éramos niños y girábamos el globo terráqueo a ciegas. Dónde tocaba el dedo…
– Era el sitio al que se viajaba veinticinco años después -dijo él-. Leí un libro infantil sobre algo así: ¡la promesa que vinculó!
– ¿Recuerdas lo que solía pasar la segunda vez que lo hacías?
– Yo hacía trampas -dijo él sonriendo-. Entreabría los ojos para dar en un sitio más emocionante que el de mi amigo.
– Yo al final tenía los ojos abiertos y apuntaba -admitió Inger Johanne-. Quería ir a Hawai.
– Y la cosa es que…
– He leído -dijo ella, y le permitió que le acariciara la espalda- que los periódicos dicen que estos asesinatos son crímenes perfectos. Cosa que tampoco es tan rara, teniendo en cuenta lo impotente que está siendo la policía. Pero de todos modos creo que deberíamos cambiar de enfoque, es mejor que asumamos que estamos hablando del asesino perfecto. Pero… -Se mordió el labio inferior y se alargó para coger un alcaparrón que había en un cuenco-. La cosa es que algo así no existe -agregó estudiando el tallo-. El asesino perfecto está completamente desgarrado de todo contexto. El asesino perfecto no siente nada: ni inquietud ni miedo ni odio y mucho menos amor. La gente tiene tendencia a creer que los asesinos completamente locos son gente carente de sentimientos, plenamente incapaces de relacionarse con otras criaturas vivas. Olvidan que incluso Marc Dutroux, el paradigma de monstruo pederasta, estaba casado. Hitler envió a seis millones de judíos al peor de los sufrimientos y la muerte, pero se dice que amaba profundamente a su perro. Supongo que incluso podemos asumir que lo trataba muy bien.
– ¿Tenía perro? -intervino Yngvar.
Ella se encogió de hombros.
– Creo que sí. Pero entiendes lo que te quiero decir, de todos modos.
– No -admitió Yngvar.
Ella se levantó despacio. Seguía masticando la obstinada alcaparra. Miró a su alrededor y se acercó a la caja de juguetes de Kristiane.
– Supón que soy alguien que se ha decidido a matar -dijo ella, que tragó antes de adelantarse a su objeción-: olvida por un momento por qué.
Cogió una pelota roja y la sostuvo ante ella en una postura dramática, como Hamlet con su calavera. Yngvar se rió por lo bajo.
– No te rías -dijo ella llanamente-. Este es mi planeta. Sé mucho sobre crímenes. Es mi especialidad. Conozco la relación entre el móvil y la solución. Sé que es mucho más fácil que me salga con la mía si no hay ninguna conexión entre la víctima y yo. Por eso le doy vueltas al globo terráqueo… -Cerró los ojos y golpeó con el dedo el plástico rojo-. He elegido una víctima completamente al azar. Y la mato. Todo sale bien. Nadie da conmigo. Se me han puesto los dientes largos.
– Se te han puesto los…
A Inger Johanne se le abrieron los ojos.
– Pero en cierto sentido he cambiado. Todos nuestros actos, todos los acontecimientos nos influyen. Siento que he tenido… éxito. Quiero volver a hacerlo. Me siento… viva.
Se quedó petrificada. Yngvar abrió la boca.
– Calla -dijo ella bruscamente-. ¡Calla!
Se oía cómo los niños corrían de una habitación a la otra en el piso de abajo. Jack ladraba, agitado. A través del suelo sonó una voz adulta y enfadada.
– Quizá debería bajar a buscarla -dijo Yngvar-. Da la impresión de que…
– Calla -repitió ella, tenía la mirada ausente y se había quedado petrificada en aquella postura teatral y cómica, con una pierna coquetamente delante de la otra. La pelota seguía en su mano derecha-. Viva, me siento viva -repitió, era como si estuviera saboreando la palabra.
De pronto agarró la pelota con las dos manos y la lanzó al piso. Rebotó contra la chimenea y volcó una planta que había en el suelo sin que Inger Johanne diera muestras de que le importara.
– Viva -repitió por tercera vez-. Estos asesinatos son una especie de… deporte de riesgo.
– ¿Cómo?
Yngvar miraba fijamente a Inger Johanne. Intentaba mirar dentro de ella, abrirse paso a través de una extraña mirada que le daba miedo, de su extraño comportamiento; estaba como en trance.
– El deporte de riesgo -repitió ella sin hacerle ni caso- es una manera de sentirse vivo. Así lo describen quienes lo practican. El subidón de adrenalina. El colocón. La sensación de desafiar a la muerte y superarla. Una y otra vez. Estar a punto de morir se convierte en una forma de sentir la presencia de la vida. Con más intensidad, dicen. Mejor. Los demás nos preguntamos: ¿por qué? ¿Por qué se fuerza uno en subir a la cima del Everest cuando el camino está sembrado de cadáveres en ambos sentidos? ¿Por qué razón se lanza la gente desde los peñascos de México cuando el más mínimo error de cálculo con las olas te estrellaría contra la roca?
– Inger Johanne -comenzó Yngvar, y alzó la mano.
– Dicen que les hace sentir que están vivos -se respondió ella misma.
Seguía sin mirarlo. Recogió la muñeca de trapo de Kristiane del marco de la ventana. Le tiró de las piernas antes de apretarla con fuerza contra sí, durante mucho tiempo.
– Inger Johanne -volvió a decir él.
– Es que simplemente no lo entiendo -susurró ella-. Pero ésa es la explicación que dan. Eso es lo que dicen cuando ha pasado todo y sonríen a las cámaras, a los compañeros. Le sacan la lengua a la vida. Y se ríen. Y luego lo vuelven a hacer todo otra vez. Y otra vez. Y aún otra…
Entonces él se levantó. Fue hasta ella. Le quitó la muñeca de las manos y la abrazó. No sabía si estaba llorando e Yngvar se quedó completamente callado.
– Como si la vida no valiera lo suficiente en sí misma -murmuró Inger Johanne contra su pecho-. Como si lo trivialmente humano no fuera bastante. Como si lo de amar, tener hijos y hacerse mayor no fuera lo suficientemente arriesgado.
– Inger Johanne…
Lo apartó de sí. Él no la quería soltar, pero se puso terca y lo apartó por la fuerza. Al menos lo miró directamente a los ojos cuando continuó:
– Lo vemos por todas partes, Yngvar. Cada vez con más frecuencia y en formas siempre nuevas. Jackas-stunts para los jóvenes. Se prenden fuego a sí mismos, se precipitan desde los tejados montados en una bicicleta. La gente se aburre. ¡La gente se aburre a morir!
– Sí, la gente…
Inger Johanne casi estaba gritando y golpeó el pecho de Yngvar con la palma de la mano. Le temblaba la voz cuando continuó:
– ¿Sabes que hay quien juega a la ruleta rusa con el sida? Otros se provocan el orgasmo con estrangulación. A veces se mueren antes de correrse. ¡Se mueren! -Ahora se reía, perturbada. Volvió a la barra americana y se subió a la banqueta. Se echó las manos a la cara-. La muerte es la única verdadera novedad para la gente de hoy en día -dijo-. No recuerdo quién lo dijo, pero es verdad. La muerte es lo único emocionante, puesto que es lo único que nunca vamos a comprender. Lo único de lo que no sabemos nada.
– Así que quieres decir -dijo Yngvar intentando reconducirla hacia lo concreto- que estamos tratando con un asesino que… se aburre.
– Sí. El móvil no está en quién es asesinado, sino en el hecho de asesinar.
– Inger Johanne…
– Tiene que ser así -insistió-. Matar es el más extremo de todos los actos extremos. Este asesino es… Encaja, Yngvar. Encaja con la teoría de que el asesinato de Fiona Helle no era un asesinato suyo. Él simplemente estaba allí. Sentado en algún sitio. Aburriéndose. Entonces, Mats Bohus asesinó a su madre, de un modo grotesco, y Noruega entera se salió de sus casillas. El asesinato lo tenía todo: una víctima famosa, rasgos rituales, una fuerte carga simbólica. Se montó un jaleo ensordecedor. Casi no puedo imaginarme algo más emocionante, más excitante, que un asesinato así. Sobre todo porque tenía grandes similitudes con el primer asesinato de otra serie, de otro relato sobre…
– Pero escucha lo que estás diciendo -dijo Yngvar con insistencia, había alzado la voz-. Si resumimos el perfil que has hecho, nos sale que -se tocaba el pulgar izquierdo con el índice derecho- A: el asesino sabe todo lo que merece la pena saber en materia de delitos. B: en algún momento ha escuchado la conferencia de Warren sobre proportional retribution.
– O ha oído hablar de ella -lo corrigió Inger Johanne.
– Cosa que pone en entredicho que sea noruego -añadió Yngvar con una mueca-. En tercer lugar: este asesino lleva a cabo sus asesinatos como una especie de pasatiempo, para encontrarle una salida al aburrimiento, a una vida sin contenido. Elige…
– Elige a sus víctimas de un modo que intenta que sea casual -completó ella, tenía las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes-. Al menos a la primera. Sólo tenía un criterio: que fuera alguien famoso. Quiere montar el mayor jaleo posible. Lo que está buscando es la emoción. Está jugando, Yngvar.
– Y con eso estamos de vuelta en el punto de partida -dijo él acariciándose la barbilla desanimado-. Vegard Krogh no era famoso.
– Era lo suficientemente famoso -lo corrigió ella con ardor-. ¡Menudo jaleo se montó también con él, madre mía! Sobre todo porque era el tercero de una lista de asesinatos de famosos. Y el asesino lo sabía. Sabía que Vegard Krogh era lo suficientemente famoso, ¡y por eso soltó… el azar!
– ¿Cómo?
– Sólo un ordenador puede hacer una elección completamente casual, Yngvar. Nosotros las personas nos dejamos dominar, consciente o inconscientemente. Vegard Krogh fue elegido porque…
De nuevo la mirada era apagada y distante. Cogió un mechón de pelo y se puso a mordisquearlo. El jaleo en el piso de abajo hacía mucho que se había calmado. Habían mandado a los niños a jugar afuera, bajo la lluvia; Yngvar oía todavía el jolgorio en el jardín.
– El asesino deseaba su muerte -dijo ella despacio-. El móvil era ante todo… la diversión. El juego. El desafío de matar y salir impune. Pero esta vez el asesino se dejó tentar y eligió a alguien a quien le deseaba mal.
– Todo el mundo le deseaba el mal a Vegard Krogh -suspiró Yngvar-. Y tu perfil no encaja con una sola de las personas con las que hemos topado, hemos hablado o de las que hemos sospechado mínimamente en este caso. ¿Sabes cuántas suman? ¿Cuántos interrogatorios hemos realizado?
– Muchos, diría yo.
– ¡Varios cientos! ¡Casi mil interrogatorios! Y ni uno de ellos encaja con tu descripción de… ¿Y qué podemos hacer entonces? ¿Dónde está? ¿Qué podemos hacer para…?
– No se va a rendir. Todavía no. Probablemente sólo tengamos que esperar.
– ¿Esperar a qué? -Yngvar mostraba impaciencia.
– A que…
– La mejor mamá del mundo -gritó Kristiane.
Llevaba puesta la ropa de la calle. Tenía las botas empapadas. Gorgotearon cuando cruzó corriendo la habitación y se echó en los brazos de su madre. Jack venía detrás. El animal se detuvo en medio de la habitación y se sacudió. Una fina salpicadura de barro lo rodeaba. Arena y gravilla aterrizaron sobre el parqué.
– El mejor perro del mundo -dijo Kristiane-. La mejor Kristiane del mundo. Y papá. Yngvar. Y la casa. Y…
– ¡Hola a todo el mundo! He entrado directamente. ¿Tiene la mochila lista? -dijo Isak.
Yngvar se echó a reír y acarició al perro, que gruñía y meneaba el rabo.
– He estado navegando -agregó el padre de la niña-. Y estoy tan mojado como Kristiane. Menudo tiempo hace para navegar. Hace un frío del carajo. Un viento estupendo. Pero luego se ha puesto a llover. Una mierda. ¡Ven, mi niña! ¡Hoy vamos a montar en los coches de choque! ¡Cojonudo!
Cruzó la habitación con los zapatos llenos de barro. Cogió el cochecito de bomberos, sonrió de oreja a oreja y se lo metió en el bolsillo.
– ¡Adiós, mamá! ¡Adiós, Yngvar!
La niña se fue bailando detrás de su padre. Yngvar e Inger Johanne se quedaron sentados en silencio escuchando cómo trajinaban por el cuarto de Kristiane. Cuando ella quiso levantarse a ayudar, él la detuvo poniéndole la mano sobre el muslo. Cinco minutos más tarde oyeron cómo aceleraba el Audi ATT de Isak por la calle Haug.
– Te apuesto lo que quieras a que se ha dejado el pijama y el cepillo de dientes -dijo Inger Johanne, y procuró no oír el suspiro de Yngvar cuando respondió:
– Se puede comprar un cepillo de dientes en cualquier gasolinera, Inger Johanne. Y puede dormir en camiseta. Isak se ha acordado de Sulamit, que es lo más importante. No te pongas…
De pronto ella se levantó y fue al cuarto de baño.
«Soy aburrida -pensó, y quiso meter la ropa sucia en la lavadora-. No soy nada emocionante ni elegante. Lo sé. Yo siento responsabilidad y pocas veces soy impulsiva. Soy una persona aburrida. Pero por lo menos nunca me aburro.»
El hombre que estaba sentado en una silla, con una diana enganchada con un imperdible al bolsillo de la camisa, era una estrella muy impopular. Llevaba el pelo largo recogido en una coleta. La raíz del pelo formaba un pico diabólico sobre su frente.
Había algo de hombre primitivo en la pesada prominencia de la frente sobre los ojos. Las cejas estaban unidas; una gruesa oruga que le cruzaba la frente. La nariz era sofisticada, recta y estrecha. Los labios, gruesos. La perilla emergía en punta alrededor de la boca. La lengua se vislumbraba entre los colmillos, que había hecho que le afilaran. Las comisuras de los labios le colgaban formando un gesto feo. Sobre su cabeza pendía un cubo de hojalata, clavado a la pared por el fondo.
Håvard Stefansen tenía por profesión correr el diatlón, esquí de fondo combinado con tiro al blanco. Hasta ahora, su mayor hazaña como senior había sido ganar dos medallas de plata en los Juegos Olímpicos. La última temporada había ganado tres series de la Copa del Mundo. Puesto que sólo tenía veinticuatro años, era una de las mayores esperanzas de Noruega ante los Juegos Olímpicos de Turín de 2006. «Si se comporta como es debido», le había advertido oficialmente el seleccionador nacional hacía seis semanas.
A lo largo de sus dos temporadas en la selección nacional senior, a Håvard Stefansen lo habían mandado a casa en cuatro ocasiones.
Era arrogante como vencedor y muy mal perdedor. Por lo general, echaba sin tapujos la culpa a los otros participantes cuando una carrera salía mal: se dopaban y hacían trampas. Trataba a los extranjeros y a sus propios compañeros de equipo con desprecio. Håvard Stefansen era descortés, egocéntrico, y nadie quería compartir dormitorio con él. A él parecía darle lo mismo.
Al público tampoco le gustaba y nunca había tenido patrocinadores personales. La arrogancia y los tatuajes con amenazas no eran propios de la profesión que había elegido. En las carreras se lo recibía con abucheos o silencios, y en cierto sentido daba la impresión de que le gustaba. Cada vez era más rápido, disparaba cada vez mejor y no hacía nada por mejorar su depravada imagen pública.
Ahora era demasiado tarde.
Era la noche del viernes 2 de marzo y la diana sobre el corazón del hombre había sido alcanzada en el centro. La mirada era cristalina. Cuando Yngvar Stubø se inclinó sobre el cadáver, le dio la impresión de que tenía moratones sobre los párpados, como si alguien los hubiera levantado por la fuerza.
– No lo mataron aquí dentro -dijo un agente de la policía de Oslo, con pelo muy rojo que le asomaba por debajo de la gorra-. Eso parece bastante claro. Le han clavado un cuchillo en la espalda. Mientras dormía, supongo. No hay señales de lucha, pero la cama está llena de sangre. Las huellas hasta aquí son claras. Da la impresión de que más o menos le han echado la ropa encima. Creemos que lo mataron mientras dormía, que lo trajeron aquí.
– El agujero de la bala -murmuró Yngvar, se estaba mareando.
– Es un perdigón de plomo -dijo el otro-. Le han disparado con una escopeta de aire comprimido. Esto es sencillamente una especie de pista de tiro interior. -Señaló el cubo, que tenía la abertura tapada con una diana de papel-. Pero sólo para rifles de aire comprimido, claro. Los disparos son absorbidos por el cubo. El rifle sólo emite un «pof». Eso explica por qué nadie ha oído nada. Si el tipo hubiera estado vivo cuando le dispararon, probablemente le hubiera hecho bastante daño. Pero nada más. Eso de ahí, en cambio…
El policía que acababa de presentarse como Erik Henriksen señaló la mano derecha de Håvard Stefansen. Descansaba, semiabierta y laxa, sobre su entrepierna. Faltaba el dedo índice. Sólo quedaba un muñón deshilachado.
– El dedo del gatillo -dijo Henriksen-. Y mira esto…
Fue hasta el otro lado del pasillo. El mono de papel crepitaba cuando se movía. Un rifle de aire comprimido estaba enganchado con cinta adhesiva a un caballete. El cañón se balanceaba sobre el palo de una escoba puesto en diagonal. Sobre el gatillo del rifle que apuntaba al corazón de Håvard Stefansen, estaba el dedo índice de Håvard Stefansen. Estaba azulado y tenía la uña un poco demasiado larga.
– Necesito salir de aquí -dijo Yngvar-. Lo siento. Sólo que tengo que…
– Aunque es asunto nuestro -dijo Erik Henriksen-, pensé que sería mejor que la gente de Kripos le echarais un vistazo. La verdad es que recuerda sospechosamente a…
«Un deportista -pensó Yngvar, desesperado-. Esto era lo que estábamos esperando. Yo no podía hacer nada. No podía custodiar a todos los deportistas del país. No podía dar la alarma. Habríamos hecho que cundiera el pánico. Y yo no sabía nada. Inger Johanne creía y pensaba y sentía, pero no sabíamos nada seguro. ¿Qué debería haber hecho? ¿Qué voy a hacer ahora?»
– ¿Cómo consiguió entrar el autor de los hechos? -consiguió decir Yngvar, y se decidió a aguantar-. ¿Rompió la puerta? ¿La ventana?
– Estamos en un quinto piso -señaló Henriksen, medio irritado, este tipo de Kripos no respondía exactamente a los rumores que corrían sobre él-. Pero mira esto.
A pesar de que el piso estaba en un edificio antiguo, la puerta de entrada parecía nueva, con un cerrojo moderno y sólido. Henriksen señaló con un bolígrafo.
– Un truco viejo, hasta cierto punto. Han metido madera tanto en la cerradura como aquí… -El bolígrafo pasó sobre el propio cerrojo-. Está atascado. Cerillas, probablemente.
– Vaya -murmuró Yngvar-. Una travesura trivial.
– Por ahora suponemos que la puerta estaba abierta mientras Håvard Stefansen estaba en casa despierto. Alguien ha destrozado el cerrojo. El piso es lo suficientemente grande como para que se pudiera hurgar aquí fuera mientras él comía, por ejemplo. Como es el último piso, hay menor riesgo de que te pillen. No está claro si Håvard Stefansen intentó cerrar la puerta o no antes de acostarse. Un bravucón como él, con la casa llena de armas, quizá no tuviera ningún miedo. Pero como intentara cerrar, le hubiera sido difícil.
«Se está haciendo más osado -pensó Yngvar, tenía una jaqueca atronadora y cerró los ojos-. Cada vez se atreve a más. Necesita más. Como los escaladores de cimas, que cada vez tienen que subir más alto, escalar más escarpado y vivir más peligrosamente. Ahora se está acercando. Está víctima era más fuerte que él físicamente. Lo sabía y tomó sus precauciones. Mató a Håvard Stefansen mientras dormía. Un simple ataque por la espalda. Sin carga simbólica, sin refinamiento. Eso no le importa nada, somos nosotros quienes tenemos que coger el mensaje. El mundo. No el muerto. Somos nosotros quienes tenemos que escandalizarnos ante esta imagen; el deportista que apunta a su propio corazón endurecido. Es a nosotros a quien provocar. A nosotros. ¿A mí?»
– ¿Este tipo dormía con coleta? -preguntó Yngvar, sobre todo por decir algo.
– Le quedaba bastante bien, la verdad. -El agente de policía Henriksen se encogió de hombros y añadió-: Quizás el asesino le haya puesto la goma. Para hacer que pareciera… él mismo, o algo así. Para reforzar la ilusión. Y ha tenido éxito, por decirlo así. Jod…
Contuvo las maldiciones a tiempo. Quizá por respeto hacia el muerto. Uno de sus compañeros asomó la cabeza desde las escaleras.
– Hola -susurró-. ¡Erik! La señora está aquí. La que nos avisó. Ella encontró el cadáver.
Erik Henriksen asintió con la cabeza y alzó la mano en señal de que iría en un momento.
– ¿Has visto lo suficiente? -preguntó.
– Más que suficiente -asintió Yngvar, y lo siguió afuera del piso.
En el descansillo había una mujer. Era grande. Tenía el pelo oscuro, con grandes rizos desordenados. El color de la piel podía indicar que había pasado mucho tiempo al aire libre. La edad era difícil de determinar. Llevaba vaqueros y un gran jersey verde. La luz del techo se reflejaba en sus estrechas gafas, lo que hacía difícil verle los ojos. A Yngvar le daba la impresión de que la conocía de algo.
– Ésta es Wencke Bencke -dijo el policía que acababa de presentarse-. Vive en el piso de abajo. Iba al desván a dejar unas maletas. La puerta estaba abierta, así que…
– Llamé al timbre -lo interrumpió ella-. Como no respondió nadie, me tomé la libertad de echar un vistazo. Supongo que ya saben lo que me encontré. Llamé inmediatamente a la policía.
– Wencke Bencke -dijo Erik Henriksen-. ¿La escritora de novelas policíacas?
Ella sonrió insondablemente y asintió con la cabeza.
No en dirección a Henriksen, que le había planteado la pregunta. Tampoco la sonrisa iba dirigida al policía de uniforme que daba la impresión de querer sacar un pedazo de papel en cualquier momento y pedir un autógrafo.
Era a Yngvar a quien miraba. Se dirigió a él cuando sacó la mano y dijo:
– Yngvar Stubø, ¿no? Un placer saludarte por fin.
Su apretón de manos era firme, casi duro. La mano era grande y ancha. La piel anormalmente caliente. Él la soltó rápidamente, como si se hubiera quemado.