Capítulo 11

Line Skytter entró arrastrando los pies en su cuarto de trabajo. Las zapatillas le quedaban demasiado grandes. La bata debían de haberla comprado para otra. El dobladillo del brazo tenía veinte centímetros de ancho.

– Aunque seas mi mejor amiga -dijo, y se sentó sobre la cama de invitados-, espero que no vayas a coger la costumbre de aparecer los sábados a las siete y media de la mañana para usar el ordenador. Por cierto, ¿no tenéis ahora a Kristiane? ¿Qué has hecho con ella?

– Está con los vecinos, los de abajo -murmuró Inger Johanne-. Con Leonard.

Había un bloc de notas junto al teclado. Aunque siempre sabía dónde estaba, hacía muchos años que no lo abría. Trece años, pensó. Se había mudado tres veces desde entonces. Tres veces había encontrado el cuaderno en una caja de zapatos con secretos: un anillo de latón de cuando era pequeña, a los cinco años se había comprometido con el chico más guapo de la calle. La cinta de plástico que había llevado Kristiane en torno a la muñeca en la clínica al nacer. La niña de Inger Johanne Vik. Una carta de amor de Isak. El camafeo marrón de su abuela.

El cuaderno.

Tres veces había decidido tirarlo. Cada una de las veces cambió de idea. El cuaderno amarillo de espiral y con un diminuto corazón en la penúltima hoja iba a seguir con ella. Dentro del corazón había escrito una «W» infantil. Es que ella era una niña, pensó. Una niña de veintitrés años.

– ¿Qué estás buscando? -preguntó Line.

– Preferirías no saberlo. Pero muchas gracias por dejarme venir otra vez. Nuestro ordenador va fatal. Está infectado con un virus y va muy lento.

– Un placer. Si ya casi no nos vemos.

– ¡He parido hace un mes, Line! Las dieciséis semanas de antes andaba como una vaca, con desprendimiento de la placenta y problemas de sueño.

– Siempre has tenido problemas de sueño -dijo Line jovialmente-. ¿Por qué no te quedas hoy aquí? Cuando hayas acabado podemos dar una vuelta por el centro. Ir de compras. Irnos a un café. Ya casi no se fuma en ningún sitio, así que no hay ningún problema con Ragnhild.

Echó un vistazo fuera. El cochecito estaba justo debajo de la ventana.

– Además duermen todo el rato, a esa edad.

– Pues la verdad es que no -dijo Inger Johanne-. Y gracias por la proposición, pero luego tengo que ir a casa.

– ¿Dónde está Yngvar? ¿Qué tal andáis últimamente? ¿Está loco por Ragnhild o qué? Apuesto a que…

Inger Johanne suspiró elocuentemente y miró a Line por encima de las gafas.

– Estoy contentísima por haber podido venir -dijo lentamente-. Pero cuando el sábado por la mañana decido despertar a mi amiga juerguista y sin hijos, es porque me traigo algo importante entre manos. ¿Crees que podría trabajar un ratito sin interrupciones…, y luego charlamos?

– Desde luego -dijo Line levantándose-. Por Dios, estás…

– ¡Line!

– Vale. Voy a hacer café. Si quieres, me lo dices y te lo traigo.

La puerta se cerró de golpe con un poco de fuerza de más. Inger Johanne le echó un ojo al cochecito. Ningún movimiento. Ningún sonido. Aliviada se volvió a reclinar en la silla.

Acababa de parir y tenía derecho a tranquilidad, pensaba cada vez que Line la llamaba, que su hermana le daba la lata o cuando Yngvar sugería con cuidado que podría estar bien tener alguna visita. Una pequeña cena, quizás, o un café el domingo. Tan pronto como preguntaba y veía cómo los hombros de Inger Johanne se elevaban otro poco, lo dejaba estar. Hablaba de otra cosa. Luego ella lo olvidaba. Hasta la siguiente vez que sonaba el teléfono y alguien empezaba a dar la lata con que quería ver a Ragnhild, que quería saludarlos a todos.

Tenía que conseguir normalizar sus noches.

Tenía que dormir.

Los dedos corrieron por el teclado: www.fbi.gov.

Fue pulsando hasta llegar a una página con una retrospectiva sobre la institución. Sobre todo porque no sabía exactamente qué buscaba. Bajo una foto de una Star Spangled Banner ondeando, aparecía John Edgar Hoover retratado como un jefe eficaz, democrático y, en lo político, modélicamente neutral, y que ejerció como tal a lo largo de casi medio siglo. Incluso ahora, bien adentrado un nuevo milenio, más de treinta años después de que el pervertido director por fin exhalara el último suspiro, se lo aclamaba patrióticamente como el creador, responsable y visionario del FBI moderno, la organización policial más poderosa del mundo.

Sonrió. Se pilló a sí misma riendo.

El entusiasmo. La confianza en sí mismo. La indoblegable soberanía estadounidense que se contagiaba tan rápidamente. Ella era joven, estaba enamorada y casi se convirtió en uno de ellos.

El cuaderno seguía cerrado.

Pulsó el vínculo con «The Academy». La fotografía del inmueble, encerrado en un hermoso parque con árboles amarilleados por el otoño, hizo que se le tensara la tripa. Inger Johanne no quería recordar Quantico, Virginia. Se negaba a imaginarse a Warren caminando ágilmente por el aula, no quería recordar cómo le caía sobre los ojos el prominente flequillo gris cuando se inclinaba sobre los estudiantes, sobre ella con más frecuencia, mientras citaba a Longfellow y guiñaba el ojo derecho con el último verso. Inger Johanne lo oía reírse, burda, violenta y contagiosamente; incluso la risa era norteamericana.

El cuaderno seguía sin abrir.

Abrir el cuaderno con las peligrosas direcciones sería como echar hacia atrás el tiempo. Llevaba trece años encapsulando los meses que había pasado en Washington, las semanas en Quantico, las noches con Warren, los picnics con vino y baños desnudos en las pozas del río y el catastrófico e innombrable suceso que finalmente lo destruyó todo y que casi acaba con ella. No quería hacer esto.

Levantó el cuaderno amarillo. No olía a nada. Rozó la espiral con la punta de la lengua. Metal frío y dulce.

La fotografía de The Academy cubría media pantalla.

El auditorio. La capilla. Hagans Alley. Días agotadores, noches de cerveza. Cenas con amigos. Warren, siempre retrasado, desconcentrado mientras se tragaba una pinta. No se retiraban al mismo tiempo, dejaban pasar varios minutos entre uno y otro, para que nadie comprendiera nada.

El cuaderno seguiría sin abrir. Era innecesario.

Porque recordaba.

Ahora ya sabía qué era lo que había estado buscando desde que Yngvar llegó a casa la noche del 21 de enero, hacía exactamente un mes, y le habló del cadáver sin lengua de Lørenskog. La historia la había rozado, sólo leve y difusamente, como las telarañas de un oscuro desván. La había incordiado al morir Vibeke Heinerback y se le había aproximado amenazadoramente cuando encontraron a Vegard Krogh hacía día y medio, muerto con un bolígrafo de diseño profundamente clavado en la cuenca del ojo.

Ahora ya estaba aquí.

Había bastado con una ojeada al cuarto secreto y olvidado.

Ragnhild se puso a llorar. Inger Johanne se metió el cuaderno en el bolso, salió raudamente de las páginas que había visitado en Internet, borró el logg y se puso el abrigo, ya saliendo.

– Vaya -dijo Line, ahora vestida-. ¿Ya te vas a ir?

– Mil gracias por la ayuda -dijo Inger Johanne, y le dio un beso en la mejilla-. Tengo que irme ya. ¡Ragnhild está llorando!

– Pero podrías…

La puerta se cerró.

– Por Dios -murmuró Line Skytter, que se encaminó de vuelta al salón.

Nunca había visto a su amiga tan alterada.

La tranquila, bondadosa y previsible Inger Johanne.

La aburrida Inger Johanne.


Mats Bohus llevaba ya un mes en el hospital. Exactamente. Le gustaban los números. Los números nunca se peleaban. Las fechas se sucedían, fina y ordenadamente, sin que hubiera nada que discutir. Habían transcurrido cuatro semanas y tres días desde que llegó. Eran las siete menos cinco de la mañana cuando por fin llegó a la entrada. Se había pasado toda la noche deambulando por Oslo. Un gato lo había seguido durante el último trecho, desde Bislett, donde había pasado un rato de pie mirando hacia su propia ventana. No había nadie allí arriba. Oscuridad total. Por supuesto que no había nadie, el piso era suyo y vivía solo. Estaba completamente solo y el gato era gris. Maullaba. Mats Bohus odiaba a los gatos.

Era obvio que acabarían viniendo.

Él no leía los periódicos.

No tal y como se había puesto todo. Era como si la nieve no quisiera dejar de caer. Por la noche, mientras los demás dormían, podía sentarse a mirar cómo bailaban los copos en la luz nocturna. En realidad no eran blancos. Más bien grises, o azul fosforescente. De vez en cuando venía alguien a echarle un ojo. Decían que no nevaba. Cosas que decían ellos.

– Mats Bohus -le dijo el hombre corpulento-. Éste es tu abogado: Kristoffer Nilsen. Al doctor Bonheur ya lo conoces. Mi compañero se llama Sigmund Berli. ¿Necesitas alguna cosa?

– Sí -respondió él-. Necesito mucho.

– Me refiero a si quieres un café o algo así. ¿Un té?

– No, gracias.

– ¿Agua, quizá?

– Sí, por favor.

Stubø le sirvió agua de una garrafa. El vaso era grande y Mats Bohus lo vació de un solo trago.

– Esto no es un interrogatorio corriente -dijo el policía-. ¿Vale? Todavía no estás acusado de nada.

– Está bien.

– Si más tarde se quisiera presentar una acusación contra ti, se tendrían en cuenta todas las consideraciones concernientes a… tu enfermedad. Se las cuidaría. Ahora mismo lo único que quiero es hablar contigo. Conseguir unas respuestas.

– Comprendo.

– Por eso está aquí tu médico y, por si acaso, hemos convocado al abogado Nilsen. En caso de que no te gustara… -Yngvar Stubø sonrió-. En caso de que no te gustara podrías cambiarlo. Más tarde. Si fuera necesario.

– Sí.

– Tengo entendido que descubriste bastante tarde que habías sido adoptado.

Mats Bohus volvió a asentir. El hombre que se llamaba Stubø se sentó frente a él, en el sitio del médico. Tras el escritorio del médico. Resultaba irreverente. Era una mesa privada, con las fotografías de su mujer y sus tres hijos en un marco de plata. Alex Bonheur estaba sentado en el marco de la ventana. Tenía pinta de estar incómodo. Detrás de él, a través del cristal, Mats Bohus veía cómo el día llegaba a hurtadillas, con una claridad gris y mate.

– ¿Podrías, hablar un poco de eso?

– ¿Por qué lo pregunta?

– Me interesa.

– En realidad creo que no.

Mats Bohus había cogido la torre al entrar. La escondía en la mano derecha.

– Que sí. La verdad es que sí me interesa -admitió el policía.

– Está bien. Soy adoptado. No supe nada hasta los dieciocho años. Cuando murió mi padre. Ese mismo día. El cumpleaños. No hay mucho más que contar…

– ¿Te… chocó? ¿Sorprendió? ¿Dolió?

– No estoy seguro -dijo Mats Bohus.

– Inténtalo.

– ¿Intentar qué?

– Notarlo. Lo que sentías -sugirió Yngvar.

Mats se puso de pie. Los ojos de esos hombres le quemaban el cuerpo, del mismo modo que las miradas lo abrasaban fuera a donde fuese. Todos lo miraban fijamente, menos Alex, que sonreía débilmente asintiendo con la cabeza. Mats se tiró del jersey.

– No sé cuánto sabe sobre mi enfermedad -dijo cruzando la habitación-. Pero para que lo sepa, tengo más que suficiente con los sentimientos que abrigo ahora mismo. Más que suficiente. No puedo decir que me esté impresionando mucho.

– ¿No? ¿Hay algo en particular que te decepcione? -apuntó Yngvar.

– No sé si me da la gana seguir aquí.

Mats había llegado hasta la puerta. Puso una mano sobre el pomo. Con la otra mano la abrió lentamente. Se quedó mirando la torre negra.

– El arte de la estrategia no me es del todo desconocido -dijo-. Y su estrategia apesta.

Stubø sonrió y le preguntó:

– ¿Tienes alguna propuesta de cómo puedo mejorar?

– Deje de tratarme como a un idiota.

– No era mi intención. Si te he tratado como a un idiota, te pido disculpas. -Yngvar Stubø no convenció a Mats.

– Lo está volviendo a hacer.

– ¿El qué? -preguntó Yngvar.

– Adopta el tono ese. El tono de «pobre monstruo».

– Corta el rollo.

Stubø se levantó. Se acercó a la mesa. El policía era igual de alto que él. Movió el alfil.

– Eso está fatal -dijo Mats.

– ¿Fatal? Eso lo decido yo.

– No, es una partida dada. La jugada de apertura de…

– Nada está dado, Mats Bohus. Eso es lo fascinante de todo juego.

Mats Bohus soltó el pomo. Le dolía la cabeza. El dolor solía aparecer sobre esta hora del día. Cuando el lugar despertaba y había demasiadas personas. La habitación estaba repleta. El abogado estaba en un rincón con las manos a la espalda. Se elevaba sobre los dedos de los pies y se dejaba caer. Arriba. Abajo. Parecía más un policía estresado que una persona puesta allí para ayudarlo.

– Sé lo que está haciendo -le dijo Mats Bohus a Yngvar Stubø.

– Estoy intentando mantener una conversación.

– Chorradas. Está intentando generar confianza. Hablando de cosas que no son peligrosas. De modo introductorio, simplemente. Quiere crear un ambiente relajado. Hacer que me sienta seguro. Que crea que en realidad está intentando ayudarme.

– Estoy intentando ayudarte.

– Mucho. Me va a coger, por supuesto. Cree que ese estilo afable le va a dar beneficios. Poco a poco se acercará al núcleo del asunto. Ése… -un dedo índice, rechoncho y con pliegues, vibraba en dirección a Sigmund Berli- acabará siendo the bad guy, si su táctica de amabilidad no funciona. Bastante fácil de desenmascarar.

El policía tenía un corte justo detrás de la oreja. La costra parecía una Y, como si alguien hubiera empezado a tallar su nombre sobre el cráneo pero a último momento se hubiera arrepentido.

– Es tu opinión -señaló Stubø.

– Esto no es más que una chorrada -dijo Mats Bohus.

La torre estaba chapada en plata en torno a las almenas. Un hombre diminuto de rodillas apuntaba con una ballesta desde una de ellas. Mats se puso a toquetear el soldado en miniatura con cuidado.

– ¿No recuerdas lo que te he dicho cuando has llegado?

– Sí.

– ¿Qué? ¿Qué es lo que he dicho?

Yngvar Stubø se quedó mirando al joven. Ya no daba la impresión de tener intención de irse. La puerta seguía cerrada y Mats Bohus volvía a mirar de frente al resto de los hombres.

– Has dicho que no te arrepentías de nada.

– Justo. ¿Cómo lo ha interpretado?

– Como una confesión.

– ¿De qué?

– De eso no estoy del todo seguro.

– Yo la maté. A eso me refería.

El abogado abrió la boca y dio un paso al frente mientras elevaba el brazo en señal de advertencia. Después, de pronto se detuvo, la mandíbula se le cerró con un golpe audible. El doctor Bonheur estaba sentado sin expresión y con los brazos cruzados sobre el pecho. Dio la impresión de que Sigmund Berli se iba a levantar, pero cambió de idea con un suspiro y se reclinó en la silla.

Nadie dijo nada.

Mats Bohus cruzó la habitación y se sentó en el profundo sillón de invitados. Yngvar lo seguía con los ojos. Había una curiosa estética en el modo en que el hombre se movía. Se mecía. La grasa rodaba ondulada hacia delante, sinuosamente, como una ballena de las profundidades.

– Maté a mi madre.

Ahora la voz había cambiado. Todo en el hombre daba a entender que había pasado por un enorme esfuerzo. La cicatriz sobre el labio superior estaba más roja, más tensa; se la humedecía con la lengua. Los brazos caían lacios a ambos lados del sillón.

Todos continuaron callados.

Yngvar también se sentó. Se inclinó sobre la mesa de trabajo.

Mats Bohus aparentaba tener menos de sus veintiséis años. Apenas se le insinuaba algo de barba. La piel era limpia. No tenía granos ni cicatrices aparte del ancho tajo rojo sobre la boca. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

– No quería tener nada que ver conmigo -dijo-. No me quería cuando nací, y no me quería ahora. En sus programas…, en las entrevistas decía que nunca podía salir nada malo de reunir a las familias. Todo el mundo recibía la ayuda de Fiona Helle. A mí, en cambio, a su propio hijo, podía darle tranquilamente la espalda. Había mentido. No quería nada conmigo. Nadie quiere nada conmigo. Yo tampoco quiero nada conmigo mismo.

– Tu madre te quería -dijo Yngvar-. Tu verdadera madre, y tu padre. Ellos te querían.

– Pero no eran de verdad. Según se vio.

– Eres demasiado listo como para creer realmente en eso.

– Están muertos -recordó Mats.

– Sí. Eso es verdad. -Yngvar vaciló un segundo antes de continuar-. Los demás, ¿qué pasa con ellos?

Mats Bohus estaba llorando. Enormes lagrimones se agarraron a las pestañas hasta que se desplomaron, y cayeron hacia las aletas de la nariz. Se echó lentamente hacia delante, apartó los papeles y las fotos familiares y enterró la cabeza entre los brazos. El vaso de agua cayó al suelo, sin romperse.

– Los demás -repitió Yngvar Stubø-. Vibeke Heinerback y Vegard Krogh. ¿Qué habían hecho ellos?

– No quiero nada conmigo mismo -lloraba Mats-. No… quiero… nada… conmigo…

– Ahora no entiendo bien -dijo Axel Bonheur, la voz era tajante-. En primer lugar tengo que decir que este interrogatorio tiene que acabar aquí. No es aconsejable seguir. Además… -posó la mano suavemente sobre la espalda de Mats Bohus. El joven reaccionó sollozando en alto-, no veo que pueda haber relación entre…

– Seguro que sí lo entiendes -dijo Yngvar Stubø con serenidad-. Aunque Mats no lea los periódicos, supongo que tú sí. Como sabes, estamos hablando de varios asesinatos, con las mismas características y…

– Es imposible -dijo el doctor Bonheur lanzando una mirada de reproche al joven abogado, que seguía con la boca abierta, sin conseguir acordarse de lo que iba a decir-. Mats Bohus lleva con nosotros desde el 21 de enero.

Sigmund Berli intentaba pensar. Tenía las neuronas dormidas. Estaba tan cansado que apenas podía levantarse, pero tenía que pensar y gritó:

– Pero ¡si el hombre está aquí por propia voluntad! Tiene que entrar y salir de aquí, ¿no? De vez en cuando…

– No -dijo el doctor Bonheur-. Ha estado aquí todo el tiempo.

El silencio que siguió fue espeluznante. Finalmente el abogado había cerrado la boca. Sigmund mantenía la mano alzada, como en protesta, pero no era capaz de decir nada. Yngvar cerró los ojos. Incluso el llanto de Mats Bohus se había apaciguado. En el pasillo detrás de la puerta cerrada, antes habían sonado pasos que iban y venían, se había oído charla y alguien había gritado ostensiblemente. Ahora no se oía ni un ruido.

Fue Sigmund quien finalmente se atrevió a formular la pregunta:

– ¿Estás seguro? ¿Totalmente seguro?

– Sí. Mats Bohus llegó al hospital a las siete de la mañana del 21 de enero. Desde entonces no ha salido de aquí. Eso lo puedo garantizar.

Sigmund Berli nunca se había sentido tan despierto.


Los sábados por la noche no había nada interesante en la televisión. Eso le iba bien a Inger Johanne. De vez en cuando pegaba una cabezadita, pero la despertaban bruscamente sus propios pensamientos: cuando se adormilaba se transformaban en absurdos sueños.

Kristiane se había quedado a dormir en casa de los vecinos. Era la primera vez que se quedaba a dormir fuera de casa.

Leonard había venido con una invitación escrita, una hoja din A-4 con grandes letras rectas. Inger Johanne pensaba en los mojados nocturnos. Pensaba en Sulamit, que tenía que ser gato para que Kristiane pudiera dormir. Vaciló.

– Si es tan importante, el coche de bomberos puede ser gato por una noche -había dicho Leonard.

Gita Jensen había sonreído, estaba de pie en medio de las escaleras.

– Es verdad -dijo-. Leonard tiene tantas ganas. Y con Ragnhild, por las noches…, hemos pensado que quizás a vosotros también os viniera bien.

– Quiero ir -decidió Kristiane-. Quiero dormir en literas. Arriba.

Inger Johanne permitió que Kristiane se fuera, y ahora se arrepentía.

La niña podía asustarse. Era muy sensible a los cambios. Le había llevado meses acostumbrarse a la nueva casa. Cada noche, durante mucho tiempo, se despertaba y buscaba el dormitorio de los adultos donde estaba en el antiguo piso. Allí no encontraba sino una pared, y su llanto desesperado no se apaciguaba hasta que la dejaban dormir en un pequeño colchón junto a la cama de Yngvar.

Kristiane se iba a hacer pis en la cama. Se iba a avergonzar y a poner triste. Últimamente había empezado a registrar más el mundo que la rodeaba, a ser más consciente de su propia singularidad. Era una avance, pero también sumamente delicado.

Por lo menos para Inger Johanne.

Yngvar había llamado. Había sido breve, se había limitado a decir que volvería tarde.

Inger Johanne apagó la televisión. Siguió un silencio demasiado intenso y la volvió a encender. Se esforzaba por escuchar ruidos provenientes del piso de abajo. Debían de haberse acostado ya. Lo que más deseaba era ir a recoger a Kristiane. Subírsela al regazo, charlar sobre cosas raras y poco peligrosas. Ponerle a la niña de nueve años un pañal de noche que era invisible…, cuando no lo sabía más que mamá. Podían jugar al ajedrez al modo de Kristiane: el caballo tenía derecho a galopar a donde quisiera, con tal de que le dejaran comer peones para la cena. Podían ver una película. Estar despiertas juntas.

Inger Johanne tenía frío. No servía de gran cosa empaquetarse con mantas. Aquella misma mañana, en un entorno que no era el suyo, se había atrevido finalmente a echar un ojo al cuarto que llevaba tanto tiempo cerrado. Al llegar a casa, jadeando y alterada, se había puesto a llorar. Le habían impuesto algo. No lo quería. Se sentía desamparada y humillada; y tenía frío.

¡Con tal de que volviera Yngvar!

Se llevó a Ragnhild al pecho. El bebé pesaba ya casi cinco kilos, y la piel tenía pequeños pliegues de carne sobre el dorso de las manos. El tiempo pasaba tan rápido. La pelusa oscura de la cabeza ya casi había desaparecido. El pelo que crecía en su lugar parecía que iba a ser rubio. La mirada de la niña se aferró a la suya y, aunque todo el mundo explicaba que era demasiado pronto para decir algo seguro, Inger Johanne pensaba que los ojos iban a ser verdes. En la barbilla tenía una sombra del hoyuelo de Yngvar.

Tenía que estar al llegar. Eran ya las once.

Al día siguiente habría una comida familiar. Inger Johanne no estaba segura de que fuera a ser capaz de dejar la casa.

Un ruido en la puerta de abajo hizo que, instintivamente, cogiera a Ragnhild con más fuerza. La boca perdió el pezón y la pequeña empezó a llorar.

Entrechocar de llaves. Pasos pesados subiendo las escaleras.

Por fin le iba poder contar a Yngvar a qué se enfrentaban.

Un solo asesino.

Un mismo autor que había asesinado y maltratado tanto a Fiona Helle como a Vibeke Heinerback y a Vegard Krogh. Había un patrón, los contornos inconcebibles de un plan que, por ahora, sólo indicaba que los crímenes habían sido llevados a cabo por una sola persona.

Y que habría más asesinatos.

Yngvar estaba en la puerta. Bajo el abrigo tenía los hombros hundidos.

– Fue él. Mats Bohus. Lo ha confesado.

– ¿Cómo?

Inger Johanne se levantó del sofá. Temblaba y casi se le cae el bebé. Se volvió a sentar lentamente.

– ¿Qué…? Pero… ¡Qué enorme alivio, Yngvar!

– Mató a su madre.

– ¿Y?

– A Fiona Helle, me refiero.

– Y…

– No hay «y». Nada más.

Yngvar se arrancó el abrigo y lo tiró al suelo. Salió a la cocina. Inger Johanne oyó cómo se abría y cerraba la puerta de la nevera. Yngvar se abrió una lata de cerveza.

Pero Yngvar se equivocaba y ella lo sabía.

– Mató a los demás también, ¿no? Él…

– No.

Yngvar cruzó la habitación y se detuvo detrás del sofá, con una mano sobre el hombro de ella y la otra aferrando la cerveza. Bebió. Los tragos eran audibles, casi ostentosos.

– No hay asesino en serie -dijo, y se secó la boca con la mano antes de vaciar la lata-. Sólo una puta serie de asesinatos. Será algo que anda por ahí. Me acuesto, cariño. Estoy agotado.

– Pero… -comenzó ella.

Yngvar se detuvo ante la puerta y se giró hacia Inger Johanne.

– ¿Te ayudo con Ragnhild?

– No hace falta. Voy a… Pero, Yngvar…

– ¿Sí?

– Podría estar mintiendo. Que… -No había vacilación en las palabras de ella.

– No miente. Por ahora su explicación se corresponde completamente con lo que hemos encontrado en la vivienda de Fiona. Nos hemos peleado hasta conseguir otro interrogatorio esta noche. Seguro que no es aconsejable, por su salud, pero… conoce detalles que no se han hecho públicos. Tenía un móvil fuerte. Fiona no quería saber nada de él. Como tú dijiste. Lo rechazó de plano. Mats Bohus sostiene que sentía repulsión hacia él. Repulsión, repetía. Una y otra vez. Incluso ha… -Yngvar se restregó la cara con la mano izquierda y respiró profundamente-, ha guardado el cuchillo. Con el que le cercenó la lengua. La mató, Inger Johanne.

– ¡Puede estar mintiendo sobre los demás! Puede asumir la responsabilidad del asesinato de su madre y mentir sobre…

Yngvar apretó la lata de cerveza vacía.

– No -sostuvo-. Nunca he topado con una coartada mejor. No ha salido del hospital desde el 21 de enero. -Abatido, se quedó mirando la lata, como si se le hubiera olvidado que la había destrozado. Ausente levantó la vista y preguntó-: ¿Ibas a decir algo?

– ¿Cómo?

Inger Johanne se colocó a Ragnhild sobre el hombro y las arropó a las dos mejor con la manta.

– Cuando he llegado, daba la impresión de que ibas a decir algo -observó Yngvar bostezando largamente-. ¿De qué se trataba?

Llevaba muchas horas esperándolo, mirando por la ventana a ver si llegaba, mirando el reloj; con impaciencia y aprensión había esperado deseando poder compartir con él la carga de lo que había visto y recordado. Y luego no era más que una casualidad, todo el asunto.

No. No podía ser una casualidad.

– Nada -dijo-. No era nada.

– Entonces me acuesto -dijo él, y se fue.


Apenas había comenzado el domingo 22 de febrero. Las aceras y calzadas de la ciudad estaban inusitadamente tranquilas. Casi no se veían peatones por la calle Karl Johan, a pesar de que los clubes nocturnos y algún que otro pub todavía iban a estar abiertos varias horas. El viento traía nieve pesada y fría del fiordo, y desanimaba a la mayoría de la gente. Ni siquiera había personas en la parada de taxis junto al Teatro Nacional, donde por lo general a esas horas se producían empujones y peleas. Sólo una chica joven, con las faldas demasiado cortas y los zapatos demasiado finos, se inclinaba sobre el viento. Pegaba pisotones y hablaba por un móvil con enfado.

– Lo más fácil es que cojas por la calle Droning Maud -dijo uno de los policías metiéndose un papel en el bolsillo.

– ¿No sería mejor…?

– Droning Maud -repitió el otro, tajante-. ¿Llevo yo años conduciendo por estas calles o no?

El más joven se rindió. Era su primer turno con el enorme bravucón en el asiento del copiloto. Hacía mucho que los rumores le habían contado que lo mejor era callar y hacer exactamente lo que indicaba. Acabaron el trayecto en silencio.

– Aquí -dijo el más joven, y condujo el coche hasta una pila de nieve en la calle Huitfeldts-. No encuentro mejor sitio para aparcar.

– Joder -masculló el otro al salir del estrecho coche-. Como tengamos problemas para sacar el coche, te va a tocar a ti ocuparte de toda la mierda. Y yo me cojo un taxi. Que te quede bien clarito. No pienso…

El resto desapareció entre murmullos y viento.

El más joven siguió las huellas de su compañero.

– Qué suerte -dijo el mayor, le llevó pocos segundos abrir la puerta al amparo de sus amplias espaldas-. ¡Anda, la puerta estaba abierta! A mí aquí no me hace falta la bendición de un puto jurista. Vamos, agente Kalvø.

Petter Kalvø tenía veintinueve años y aún conservaba una especie de fe infantil. Tenía el pelo tupido y corto, solía ir bien vestido. En comparación con el desaseado hombre en vaqueros y unas botas Doctor Martens ya casi sin suela, Petter Kalvø parecía un joven recién admitido en West Point. Junto a las escaleras se puso firme, con las manos a la espalda.

– Esto es muy poco reglamentario -dijo, pero la voz se quebró-. No puedo…

– Corta el rollo.

Se abrieron las puertas del ascensor. El compañero entró, Petter Kalvø lo siguió vacilante.

– Confía en mí -se rió el mayor-. En este trabajo no se sobrevive si no se coge algún que otro atajo. Tenemos que llegar de improviso, sabes. Si no…

Guiñó el ojo. La mirada daba miedo; un ojo azul y otro marrón, como un gélido perro husky.

Habían llegado a la cuarta planta. El policía con calva aporreó la puerta verde con el puño antes de mirar una vez más el papel, clavado en la puerta con una chincheta, en él estaba escrito el nombre.

– Ulrik Gjemselund -leyó-. Es aquí, vamos.

De pronto dio dos pasos hacia atrás. Y golpeó la puerta con el hombro con una fuerza tremenda. Dentro sonaron gritos. El policía volvió a coger carrerilla y le pegó una patada. La puerta cedió, arrancada del marco y de los pernios. Como en película lenta, cayó pausadamente en la entrada.

– Así lo hacemos -sonrió el policía, y entró-. ¡Ulrik! ¡Ulrik Gjemselund!

Petter Kalvø se quedó de pie en el pasillo. El sudor corría bajo su gabardina de Berberí. «Está loco -pensó aturrullado-. Este tipo está como una cabra. Me han dicho que haga lo que me pida. Que lo mejor es obedecer y hacer como si nada. Después de la suspensión nadie quiere trabajar con él. Un perro solitario, dicen que es; alguien que ya no tiene nada que perder. No quiero…»

– Agente Kalvø -berreó el compañero desde algún lugar del piso-. ¡Ven aquí! ¡Entra de una puta vez!

Entró a regañadientes. Vislumbraba un televisor en lo que debía de ser el salón. Se acercó más.

– Mira a este payaso -dijo su compañero.

Un hombre de poco más de veinte años estaba de pie en el fondo de un rincón, junto a un aparato de estéreo, bajo un estante con libros que recorría todas las paredes bajo el techo. Estaba desnudo y se aferraba a sus propios genitales. Tenía la espalda y los hombros hundidos, y la media melena alborotada.

– Ahí lo tenemos controlado -dijo el compañero a Kalvø-. Ahora tú te puedes quedar aquí vigilando a nuestro chico y yo me voy a dar una vuelta por aquí. Se está cuidando la polla con tanto esmero que da la impresión de que cree que se la vamos a cortar. Pero no lo vamos a hacer. Tranquilízate.

Lo último iba dirigido al habitante de la vivienda, que seguía aplastado contra el rincón.

– Coged lo que queráis -balbuceaba-. Coged…, tengo dinero en el monedero. Podéis coger…

– Relájate -dijo Petter Kalvø.

Dio un paso hacia el hombre desnudo, que alzó un brazo para protegerse la cara.

– ¿No se lo has dicho? -preguntó Kalvø, sorprendido por su propio enfado-. Joder, ¿no le has dicho que somos de la policía?

El chico gimió.

El compañero bramó:

– Tranquilo. Claro que se lo he dicho. El tipo tiene que ser duro de oído. No dejes que vaya a ningún lado.

El agente de policía Petter Kalvø se esforzaba en pensar con claridad. Se enderezó cuidadosamente la chaqueta y tiró de la corbata, como si durante este escandaloso e ilegal registro fuera especialmente importante ir bien vestido. Tenía que hacer algo. Parar esto. Dar la alarma. Protestar. Podía, por ejemplo, salir, bajar al coche y llamar a una patrulla.

– No te preocupes -dijo en cambio, intentando forzar una sonrisa-. Hace mucho ruido, pero no es peligroso.

La voz era débil y sin rastro de convicción. Él mismo se dio cuenta. Volvió a dar otro paso hacia el muchacho, que por fin había bajado el brazo.

– Sólo queremos comprobar que…

– Pipiolo -dijo el compañero quejumbroso desde la puerta-. ¡Ulrik Gjemselund es un verdadero principiante, por lo que entiendo! -En la mano tenía una pequeña bolsa de plástico con polvo blanco-. La cisterna -dijo, y chasqueó la lengua-. Es el primer sitio donde buscamos, Ulrik. El primero de todos. Enséñame un piso en el que crea que haya drogas y yo voy al baño con los ojos cerrados, destapo la cisterna y miro. Joder, qué coñazo. -Se acarició el bigote rojo óxido con vetas grises. La cabeza giraba lentamente de un lado a otro mientras abría la bolsa, metía un meñique sucio en lo blanco y lo probaba-. Cocaína -dijo fingiendo sorpresa-. Y yo que estaba seguro de que guardabas la fécula de patata en el váter. O heroína o algo así. Y en cambio lo que tenemos es una buena cantidad de mierda de pijos. Muy mal, muy mal. ¡No te muevas!

El chico del rincón se puso firme, aterrorizado. Había estado a punto de hundirse hasta sentarse, todavía con las manos sobre la entrepierna. Se había puesto a llorar abiertamente.

– Tranquilo, pequeñín. Quédate ahí. No te vayas.

El policía abría cajones y armarios. Pasaba la mano bajo los estantes y detrás de los libros. Pasaba los dedos por los marcos de los cuadros y bajo los asientos de las sillas. Se detuvo ante la mesa del ordenador en el rincón que daba a la cocina. Había cuatro cajas de IKEA apiladas sobre la impresora. Abrió la primera y vació el contenido sobre el suelo.

– Vamos a ver -dijo animoso-. Aquí hay un poco de todo. Cinco condones… -Rasgó el pico de uno de los envases y se lo llevó a la nariz-. Plátano -olisqueó-. ¡Tú sabrás! -Los dedos recorrieron la pila del suelo. Sacó un cigarro con forma de trompeta-. Quien busque, encontrará -dijo-. Un zorrito astuto. -Volvió a oler la presa-. Una calidad horrorosa -gimoteó-. Está claro que no tienes ni idea de marihuana. Avergüénzate.

Vació otra caja.

– Aquí no hay nada de interés -dijo el policía, que le echó el ojo a una baraja de cartas antes de agarrar la tercera caja. Estaba vacía, aparte de un sobre-. Trond Arnesen -leyó en voz alta-. Este nombre me suena.

El muchacho del rincón se despistó. Dio cuatro pasos al frente, se detuvo de pronto y se echó las manos a la cara.

– Por favor -lloraba-. No toque eso. No es droga. No es… nada. No…

– Interesante -dijo el policía abriendo el sobre-. Qué curiosidad me ha entrado, qué barbaridad.

Dentro había cinco sobres más pequeños, unidos con una goma de pelo rota. Todos estaban dirigidos a Ulrik Gjemselund; letras neutrales que se inclinaban ligeramente hacia la izquierda. No tenían remitente. El policía sacó una hoja de la primera y leyó.

– Fíjate tú -murmuró, y volvió a meter cuidadosamente la carta en el sobre-. Trond Arnesen. Trond Arnesen… ¿Dónde he oído ese nombre?

– Francamente. -El chico lo intentó, ya no lloraba-. Deje eso. Son cosas privadas, ¿vale? No tiene ningún derecho a venir aquí a…

El policía era inexplicablemente rápido y ágil. Antes de que a Petter Kalvø le diera tiempo de enterarse de qué era lo que pasaba, el colega había dado cuatro grandes pasos, había alzado al chico agarrándolo firmemente de la cintura y lo había plantado de nuevo en el rincón. Su dedo índice se clavó profundamente en la mejilla de Ulrik Gjemselund.

– Ahora me vas a escuchar -dijo en voz baja presionando aún más. -Le sacaba al otro cabeza y media-. Yo soy quien decide aquí lo que es interesante y lo que no. Tú te vas a quedar completamente quieto y vas a hacer lo que yo te diga. Llevo casi treinta años recorriendo el fango que hacéis tú y la gente como tú. Eso es mucho tiempo. Mucho puto tiempo. Estoy hasta los huevos de los pijos…

El dedo índice daba la impresión de estar a punto de atravesar la mejilla y penetrar en la boca.

– Creo que ahora tenemos que… -empezó Petter Kalvø-. Creo que quizá…

– Calla -bramó el compañero-. Resulta que Trond Arnesen es el niñato que se iba a casar con Vibeke Heinerback. Estoy bastante convencido de que los chicos de Romerike y de Kripos tienen interés por echarle un vistazo a estas cartas.

Soltó al chico. Ulrik Gjemselund se desplomó. Un fuerte olor a mierda invadió el cuarto.

– Joder, y ahora se caga encima -dijo el policía, hastiado-. Ve a lavarte. Búscate algo de ropa. Te vienes con nosotros.

– ¿Lo acompaño? -preguntó Petter Kalvø-. Para que…

– No va a saltar desde el cuarto piso. Se mata. Tan tonto no es.

Ulrik Gjemselund caminaba con las piernas abiertas. Iba goteando y Petter Kalvø no pudo evitar apartarse cuando pasó y se metió en el cuarto de baño. Oyeron un llanto ahogado y el sonido del agua corriendo allí dentro.

– Que te quede claro, Petter -el policía mayor colocó la mano sobre el hombro de su compañero en gesto medio amenazador, medio amigable-: la puerta de abajo estaba abierta -dijo en voz baja-. ¿Vale? Y en lo que respecta a la necesidad de abrirnos paso aquí arriba… -señaló con la cabeza en dirección al pasillo- fue porque escuchamos gritos, como si estuvieran maltratando a alguien. Violando, quizá. ¿Entendido?

– Pero si… ¡Estaba solo!

– Eso no lo supimos hasta más tarde. Los gritos eran espeluznantes, ¿no te acuerdas? Lo harás, ¿no? En realidad el tipo se estaba cascando una paja a grito pelado, pero eso no lo podíamos saber nosotros.

– No sé cómo…

– No hace falta que sepas nada de nada, Petter. Hemos encontrado lo que estábamos buscando, ¿no? Hemos encontrado una buena bolsa de cocaína, un mísero porro y un paquete de cartas que puede valer su precio en oro.

Ulrik Gjemselund salió del baño con una toalla en torno a la cintura.

– Tengo la ropa en el dormitorio.

– Pues vamos allá.

– Escuche. Trond no tiene nada que ver con… Trond no se droga. De verdad. No sabe que…

– Venga. Anda. Vístete.

Siguieron a Ulrik hasta un caótico dormitorio y se quedaron esperando hasta que encontró unos calzoncillos, una camiseta, un jersey de lana rojo, vaqueros y calcetines. Se vistió rápidamente. El mayor de los policías sacó un par de botas de un estante de zapatos y se los lanzó al suelo.

– Toma -dijo-. Ponte éstos.

– Tengo que volver a ir al baño -dijo Ulrik llevándose las manos al vientre.

– Pues ve.

El chico salió a toda velocidad.

No se oía ni un ruido. Los policías estudiaron los destrozos en la entrada. Puesto que los goznes se habían soltado, no iba a ser posible volver a colgar la puerta.

– No podemos irnos dejando el piso abierto -dijo Petter Kalvø.

El otro se encogió de hombros.

– Nos llevamos todo lo que haya de valor -dijo-. Apoyamos la puerta en su sitio y la dejamos así.

– Pero…

– Bromeaba -sonrió el policía-. Llama a una patrulla. Pídeles que consigan un cerrajero, un carpintero o lo que sea que haga falta para arreglar esto.

Sonó la cisterna. Oyeron cómo se abría y se cerraba un armario.

– Francamente -susurró Petter Kalvø mirando hacia el cuarto de baño-. ¿De qué tipo de cartas estamos hablando? El otro se palpó el bolsillo.

– De cartas de amor -susurró de vuelta con una gran sonrisa-. A juzgar por estas cartas, Trond y Ulrik follaban con bastante entusiasmo. Mira que Trond, que se iba a casar en primavera. Muy mal, muy mal.

– ¿Qué hacemos con la puerta? -se quejó Ulrik, que salió del baño con las botas puestas-. No podemos…

– Vamos -dijo el policía agarrándolo del brazo-. Tienes preocupaciones mucho más serias que una puerta rota. Y no te creas que no sé lo que acabas de hacer. En el baño. Al cagar no suelen abrirse y cerrarse los armarios, ¿sabes?

– Yo…

– Cállate. Supongo que se te pueden conceder unas pastillas en el estómago. Va a pasar mucho tiempo hasta la próxima vez.

Después echó una sonora carcajada y empujó al detenido hacia el ascensor.


Habían superado la cena en casa de sus padres. Inger Johanne tenía que admitir a regañadientes que había sido un éxito. Su madre había estado del mejor de sus humores: cálida, alegre y sinceramente entretenida con los niños. Su padre daba la impresión de estar más sano de lo que había estado en mucho tiempo. Comió bien y, por una vez, no tocó el vino. Desde luego, y como era su costumbre, Isak estuvo familiar hasta la saciedad, pero Kristiane estaba feliz de tenerlos a todos reunidos.

– Mis personas -había dicho, tumbándose bajo la mesa del comedor, con los brazos al aire-. Mis tesoronas. Dam-di-rum-dam. No me he hecho pis en la cama de Leonard.

Incluso Marie, la hermana de Inger Johanne, tres años más joven y sin hijos, se había ahorrado los comentarios sobre el jersey hecho a mano de su hermana mayor y sobre sus pantalones de terciopelo desgastado. Ella estaba sentada a la mesa con un traje verde oscuro que era evidente que no había comprado en Noruega, y con un peinado que debía de requerir un esfuerzo de una hora, entre montarlo y desmontarlo, mañana y noche. Pero las gafas de Inger Johanne no se libraron de los comentarios de doble fondo de la hermana.

– En realidad a ti te quedarían muy bien unas gafas estrechas -le había dicho Marie con una sonrisa, colocándose un mechón de pelo-. ¿Has probado?

– A mí me encantan sus gafas -dijo Yngvar sirviéndose asado de añojo por tercera vez-. Además es una tontería gastarse el dinero en cosas como ésa cuando falta poco para que Ragnhild empiece a querer cogerlas. Éstas son sólidas y buenas.

Isak había estado jugando con Ragnhild y afirmaba que la niña se reía. Yngvar dijo poca cosa, pero acariciaba la pierna de Inger Johanne de vez en cuando. El padre lloró un poco al dar las gracias por la comida. Todo como siempre. Ninguno de ellos se había fijado en que Inger Johanne había comprobado el acceso al chalé varias veces durante la comida, y que pegó un respingo cuando sonó el teléfono.

Era casi medianoche.

Daba la impresión de que la sola idea de que se acercaba la hora normal de acostarse avivaba a Inger Johanne. Se pasaba el día bostezando y pegando cabezaditas, pero en cuanto llegaba la noche le resultaba imposible descansar de verdad. Las primeras dos semanas después del parto, el miedo era algo concreto: pensaba en Kristiane cada vez que veía a la recién nacida. Recordaba al extraño bebé que nunca buscaba a nadie ni nada con los ojos. Cuando Ragnhild comía, Inger Johanne se tensaba con el recuerdo de un bulto flácido y sin hambre, que tenía siempre los puños cerrados y al que se le ponían los labios azules en roncos y extraños ataques de llanto.

Pero Ragnhild estaba sana. Lloraba y se lo tragaba todo, batía los brazos y las piernas, dormía como correspondía y no le pasaba nada malo.

Pero los bebés sanos también podían morir. Repentina e inexplicablemente.

Necesitaba ayuda, pensó Inger Johanne cogiendo una carpeta de anillas. «Hay personas que se vuelven locas por falta de sueño. No fumo, casi no bebo. Me tengo que controlar. No se va a morir. No me la voy a encontrar fofa y sin vida en la cama; usa chupete y duerme de espaldas. Como dicen que tiene que ser.»

Yngvar se había rendido. No la invitaba a ir con él cuando se acostaba. De vez en cuando se levantaba por la noche. Se quedaba un rato con ella en el sofá, bostezaba y se volvía a acostar.

Algo andaba mal, pensó Inger Johanne, y agarró la carpeta de anillas. «No es Ragnhild. A ella no le pasa nada. Pero algo no encaja. Alguien nos está engañando. Este tipo de casualidades no existe. Es demasiado parecido, demasiado coincidente.»

Hojeó sin ningún interés la carpeta de anillas con las anotaciones sobre los tres casos. Las hojas de separación eran rojas. Arrancó con decisión las hojas sobre Fiona Helle. Después se arrepintió e intentó volver a meterlas. No era posible. Los agujeros se habían desgarrado. Fue a buscar cinta adhesiva a un cajón de la cocina. Con resolución empezó a reparar los destrozos, antes de lanzar el celo al suelo y llevarse las manos a la cara.

«No aguanto más. Hay alguien ahí fuera.»

– Contrólate -se dijo entre dientes-. Sobreponte, Inger Johanne Vik.

Y la voz de él:

– Estoy de acuerdo.

Yngvar se había vuelto a levantar. Se dirigió a la cocina sin decir nada más. Empezó a oler a café e Inger Johanne cerró los ojos. Yngvar se podía quedar despierto vigilando. Si pudiera tener a Ragnhild en la cama sería capaz de dormir. Pero la niña podría morirse si la dejaban dormir con ellos. Eso escribían los investigadores, en todas las revistas que estaban sobre la mesilla, publicaciones médicas periódicas y semanarios para padres preocupados. Ragnhild tenía que dormir sola e Inger Johanne se tenía que quedar despierta vigilando, porque había alguien ahí fuera que les deseaba mal.

Se durmió.

– ¡Estaba durmiendo!

Pegó un respingo cuando él intentó arroparla con una manta.

– Sigue así -susurró Yngvar.

– No. Ya estoy despierta.

– Necesitas ayuda.

– No.

– El riesgo de muerte súbita no es… -intentó decir él.

– ¡No digas esa palabra!

– El riesgo no desaparecerá del todo hasta que Ragnhild cumpla dos años. -Se sentó con aire pensativo junto a ella. Sólo había una taza de café sobre la mesa del salón, y la apartó cuando ella la quiso coger-. ¡Y te digo que no puedes pasarte los próximos dos años sin dormir!

– He encontrado algo -dijo ella.

– Pues mañana me encantaría que me lo contaras -dijo acariciándose la cabeza, todavía no se había acostumbrado al peinado-. Cuando las niñas se hayan acostado y aún quede un resto decente de lo que se puede llamar día.

Ella cogió la taza. Él meneó la cabeza y se volvió a recostar en el sofá con resignación. Ella bebió. Él cerró los ojos.

– Esta serie de asesinatos se parece absurdamente a algo -empezó ella, vacilante, tentativamente-, a algo que he…

El sofá estaba lleno de Yngvar. Estaba tumbado con los brazos apoyados sobre los cojines y con las piernas separadas. La cabeza cayó hacia atrás y se le quedó la boca abierta, como si estuviera durmiendo profundamente.

– No hagas el payaso -dijo ella-. Sé que estás despierto.

Se le abrieron los ojos. Miró al techo, seguía en silencio.

– Una conferencia -dijo Inger Johanne rápidamente, y bebió más café.

– ¿Cómo?

– Me hablaron de estos asesinatos en una conferencia. Hace trece años.

Él se incorporó entre los cojines.

– Te hablaron de estos asesinatos hace trece años -repitió él sin tono en la voz-. Está bien.

– No de los mismos asesinatos, claro.

– Hasta ahí lo entiendo.

Ahora la voz estaba completamente despierta.

– Sino de unos que se les parecen -aclaró ella, como si fuese necesario.

– ¿Podrías devolverme mi taza, cariño?

Él sonrió tranquilizadoramente, como si ella no estuviera en sus cabales y tuviera que ser anclada a la realidad mediante alguna acción concreta y cotidiana. Inger Johanne se levantó asiendo la taza con las dos manos.

– Ayer estuve en casa de Line -dijo-. Nuestro ordenador es…

– Ya lo sé -la interrumpió él-. Ya te he prometido que lo vamos a arreglar. Uno de los chicos del trabajo…, sólo que tienen…

– Hice una especie de sentimental journey, se podría decir. Sólo que no era muy sentimental, en realidad.

La frente había adquirido tres marcadas arrugas cuando se inclinó hacia delante.

– ¿Qué quieres decir, Inger Johanne?

– Hace tiempo que tengo la impresión de que en este caso hay algo conocido. En los asesinatos de Fiona Helle, Vibeke Heinerback y Vegard Krogh. Sólo que no conseguía apresarlo. La idea, quiero decir. El recuerdo. Pero tenía que haber algo que…

Acercó la cara al café. El vapor se le adhirió al rostro.

– ¿Algo como qué?

– Tenía que ser algo que supiera de cuando estuve en Washington. O Quantico. Resultaba tan remoto. Tan… olvidado y guardado. Y tenía razón. No me hizo falta buscar mucho rato. Al ver la foto de…, sólo con la foto de…, olvídalo.

Se colocó el pelo detrás de la oreja, y no quería soltar el calor de la taza de café. Ahora se aferraba de nuevo a ella con ambas manos y le dio la espalda a Yngvar.

– Amor mío -dijo él, levantándose.

– Siéntate.

– Está bien -dijo él dócilmente.

– No me hizo falta más que mirar la foto de la Academy -dijo tan bajo que a él le costó captar las palabras-. Entonces me acordé. Recordé las clases. Recordé los largos días, las cansadas, exigentes, divertidas… -Se acercó a su reflejo en el cristal de la ventana, como si fuera más seguro hablar consigo misma-. Ahora recuerdo incluso el ciclo de conferencias en que estaba incluido. Behavioral science. Warren nos divirtió con una conferencia que había titulado Proportional retribution.

Por un momento a Yngvar le dio la impresión de ver el reflejo de una sonrisa.

– ¿Sonríes?

– Nos divertía -repitió ella-. La verdad es que eso es lo que hacía. Nos reíamos. Todos nos reíamos cuando Warren quería que nos riéramos. Era un día de junio. Se acercaban las vacaciones. Hacía calor. Un bochorno horrible y calor. El aire acondicionado del auditorio estaba estropeado. Nosotros sudábamos. Pero Warren no. Siempre parecía fresco, siempre…, cool. En todos los sentidos de la palabra.

Se volvió lentamente. Bajó la taza. Estaba vacía y colgada de su dedo índice por el asa.

– Empleo tantas fuerzas en olvidar -dijo sin mirarlo-. Quizá no sea tan extraño que tenga grandes problemas para recordarlo. A pesar de que…

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Echó la cabeza hacia atrás para evitar que se derramaran. Yngvar volvió a hacer gesto de que se quería levantar.

– Inger…

– No -dijo ella, tajante. De pronto sonrió entre las lágrimas y se pasó el dorso de la mano por el ojo izquierdo-. La conferencia trataba sobre vengadores con gusto por la tesis del «ojo por ojo, diente por diente» -dijo-. Sobre criminales con una inclinación exagerada hacia los castigos reflejos. Y hacia el simbolismo, no menos. A Warren le encantaban esas cosas. Amaba todo lo que era violento. Claro. Exagerado.

– Siéntate, Inger Johanne.

Yngvar dio unas palmadas sobre el cojín del sofá a su lado.

– No. Quiero estar de pie. Tengo que contarlo ahora. Mientras tenga fuerzas. O mejor dicho… -De nuevo esa fugaz sonrisa pequeña-. Mientras tenga fuerzas para hacerlo -añadió.

– La verdad es que no sé exactamente de qué estás hablando, Inger Johanne.

– Nos habló de cinco casos -continuó ella, como si no lo hubiera oído-. Uno de ellos era…, se trataba de uno de esos excéntricos que sólo te encuentras en Estados Unidos. Un tipo intelectual y un poco retorcido, con mucha maña para las plantas. Tenía un jardín magnífico, que protegía con uñas y dientes.

»No recuerdo de qué vivía, pero debía de tener dinero, porque el jardín era la joya de todo el barrio. Un vecino lo llevó a juicio por un problema con las lindes de los terrenos. Pensaba que la valla estaba unos metros metida en su propiedad. Los tribunales dieron la razón al vecino, tras una larga ronda por el ente judicial. No lo recuerdo muy bien. La cosa es que…

Se quedó rígida, con la punta de la lengua a la vista y la cabeza ladeada.

– Sigue, por favor.

– ¿Has oído algo?

– No. ¿No podrías…?

Inger Johanne tragó saliva y respiró profundamente antes de continuar:

– La cosa es que encontraron al vecino muerto justo antes de que se dictara la última sentencia. Le habían cortado la lengua y la habían metido en un sobre hecho con la portada de House & Garden. Una revista sobre…

– Sobre casa y jardín -dijo Yngvar con desánimo-. ¿No podrías hacer el favor de sentarte? Tienes frío. Ven aquí.

– ¿No me estás escuchando?

– Sí, pero…

– ¡Le habían cortado la lengua! ¡Y la habían envuelto bellamente! La más obvia y vulgarmente simbólica…

– Estoy seguro… -dijo él con la voz moderada- de que hay ejemplos en todo el mundo de cadáveres que están mutilados de este modo, Inger Johanne. Y que no tienen nada que ver con el asesinato de Fiona Helle. Tú misma lo estás diciendo: pasó hace mucho tiempo, y no lo recuerdas muy…

– La putada es que lo recuerdo -dijo con enfado-. ¡Ahora lo recuerdo! ¡No podrías intentar comprender, Yngvar! ¿Comprender lo… difícil que resulta obligarse a recordar algo que se ha intentado desesperadamente olvidar? ¿Lo…? ¿Lo terriblemente doloroso que es…?

– Me es difícil comprender algo de lo que nunca se me ha contado nada -dijo Yngvar, y se arrepintió inmediatamente-. Quiero decir…, ya veo que esto es doloroso para ti. No es difícil de…

– Ni se te ocurra -le gritó ella-. Nunca, nunca voy a hablar de lo que pasó. Sólo estoy intentando darte una explicación de por qué esta historia se me había escondido. Ha estado tan cerca, tan…

Él se levantó. La agarró por las muñecas y notó lo delgada que se había puesto. El reloj de pulsera, que se le había quedado estrecho durante los últimos meses de embarazo, amenazaba ahora con deslizarse por la mano. Ella, sin voluntad, dejó que la agarrara. Él le acarició la espalda. Las vértebras se notaban a través del jersey.

– Tienes que comer -dijo con la cara en su pelo, que estaba muerto y revuelto-. Tienes que comer y dormir, Inger Johanne.

– Y tú tienes que escucharme -lloró ella-. ¿No podrías escuchar mi historia? Sin preguntar lo que…, sin mezclarlo todo… -Inger Johanne se estiró y puso la manos contra el pecho de él-. ¿No podrías dejar de preguntar sobre lo que tiene que ver conmigo? ¿Podrías olvidar eso y escucharme?

– Me es difícil. En algún momento vas a tener que…

– Nunca. ¿Vale? Nunca. Me prometiste que…

– Nos íbamos a casar al día siguiente, Inger Johanne. Tenía miedo de que cancelaras toda la boda si no me doblegaba a tus deseos. Ahora todo es distinto.

– Nada es distinto.

– Sí. Estamos casados. Tenemos hijos. Estás poniéndote… Sufres, Inger Johanne. Sufres por algo en lo que no me permites entrar. Y eso simplemente no lo acepto.

– Vas a tener que hacerlo.

Él la soltó. Se quedaron así de pie, juntos, pero sin rozarse. Él le sacaba casi una cabeza. Inger Johanne alzó la cara. En sus ojos había una oscuridad que Yngvar no reconocía, y se le aceleró el pulso cuando por un momento creyó ver algo que parecía… odio.

– Inger Johanne -susurró.

– Te amo -dijo ella en voz baja-. Pero tienes que olvidar ese asunto. Quizás algún día sea capaz de contarte lo que pasó entre Warren y yo. Pero no ahora. No en mucho tiempo, Yngvar. Me he pasado las últimas semanas intentando sacarlo del olvido. Ha sido un viaje duro. Ya no aguanto más. Quiero volver. A la vida aquí. Contigo y las niñas. Nosotros.

– Por supuesto -dijo él con la voz ronca, el corazón seguía latiendo con fuerza.

– Me he traído una historia, y es la que quisiera contar. Al resto le voy a poner la tapa, por ahora… Quizá por mucho tiempo, quizá para siempre. Pero tienes que…, tienes que escuchar lo que tengo que decir.

Él tragó saliva y asintió con la cabeza.

– ¿Nos sentamos? -dijo, la voz seguía siendo áspera.

– No te pongas así -dijo Inger Johanne acariciándole el pelo-. ¿No podrías…?

– Me has asustado -dijo él, sin quererle soltar los ojos.

Ahora estaban amables. Los auténticos, amables y cotidianos ojos de Inger Johanne.

– No era mi intención.

– Nos sentamos, ¿te parece? -insistió él.

– No podrías dejar de…

– ¿Dejar de qué?

– Siento haberte asustado. Pero no tienes que tratarme como a un invitado cualquiera por eso -concretó Inger Johanne.

Por un momento su mirada había sido beligerante. No había odio, como Yngvar había sentido al principio, sino agresividad y beligerancia.

– Tonterías -dijo él sonriendo-. Lo dejamos estar. Vamos a dejarte a ti y a…, a ti y a Warren a un lado. Cuéntame.

Fue a buscar otra taza, sirvió café para los dos y se sentó en el sofá palmeando el cojín junto a él para animarla.

– Venga -dijo fingiendo una despejada cordialidad.

– ¿Completamente seguro? -dijo ella interrogativamente, y cogió la taza recién servida sin sentarse.

– Seguro.

La sonrisa seguía sin llegar a los ojos.

– Está bien -dijo ella lentamente-. El segundo caso era un asesinato de provincias en California. O…, sí, California. Un político local murió ahogado en citas de la Biblia, literalmente. Clavado a la pared con la boca llena de papel mojado. Arrancadas de la propia Biblia del pobre desgraciado.

La mirada de Inger Johanne vagó por la habitación, como si necesitara aferrarse a lo seguro y lo cotidiano antes de avanzar en el relato. La oscuridad se cerraba en torno a la casa como una capa de aislamiento; había un silencio tal que a Yngvar le daba la impresión de poder oír sus propios pensamientos. Daban tumbos por su cabeza, aturdidos y desestructurados. ¿Qué era esto? ¿Qué historia absurda le estaba contando? ¿Qué relación podía haber entre tres asesinatos cometidos en Noruega en el 2004 y una conferencia, escondida y olvidada, sostenida en Estados Unidos hacía trece años?

En aquella ocasión, la Biblia. Ahora el Corán.

– ¿Por qué lo mataron? -Eso fue lo único que se le ocurrió preguntar.

– Un pastor que tenía sus propios feligreses, algo retorcidos, opinaba que el concejal merecía morir porque potenciaba un racismo poco cristiano. Consiguió que uno de los feligreses llevara a cabo el asesinato. Un tontorrón. Se pasó todo el juicio sonriendo como un bendito, contaba…, eso nos dijeron.

Racismo, pensó Yngvar.

Vibeke Heinerback no era racista. Vibeke Heinerback era una política financiera. Durante la investigación apenas habían rozado ese tema. Habían estado buscando motivos en la política, en los impopulares recortes de presupuesto y en las brutales luchas de poder. El racismo se descartó rápidamente como posible motivo, a pesar del Corán. La joven líder del partido solía evitar el tema, y tenía la pericia suficiente como para responder con generalidades poco peligrosas cuando los periodistas que no se dejaban comer por la charlatanería sobre los gastos que producía la inmigración y la problemática de los recursos la ponían entre la espada y la pared.

– Pero Vibeke Heinerback tenía algún que otro compañero de partido -dijo Yngvar, vacilante- al que difícilmente se le puede acusar de tratar muy bien a los inmigrantes. -No había tocado el café. Ahora se inclinó sobre la mesa. Le temblaba la mano-. Han sido dos casos -dijo sin tocar la taza-. Has dicho que os hablaron de cinco.

– Mataron a un periodista a golpes -dijo Inger Johanne-. Había destapado un caso sobre corrupción económica en una compañía de la costa Este, no recuerdo bien de qué se trataba. Pero la historia le costó la vida.

– Pero ¿no lo mataron con un… bolígrafo?

– No. -Ella sonrió pálidamente-. Una máquina de escribir. Una Remington, una enorme y anticuada…

Yngvar ya no la estaba escuchando.

Una máquina de escribir en la cabeza, pensó. Un bolígrafo en el ojo. Dos periodistas, entonces y ahora, asesinados con su herramienta de trabajo. Dos políticos, en aquella ocasión y en ésta, crucificados y humillados con textos religiosos. Dos lenguas. Dos supuestos mentirosos.

– Me cago en la madre que los parió -susurró.

Inger Johanne recogió una muñeca de trapo rojo del estante junto al televisor. Le faltaba un brazo. Tenía la cara de un gris sucio y el pelo rojo estaba tan descolorido como el vestido, casi rosa tras incontables visitas a la lavadora.

– Así que esto es lo que contaron una calurosa noche de principios de verano hace muchos años -dijo ella calladamente mientras acariciaba las piernas, absurdamente largas, de la muñeca-. En sí mismos no son suficientemente interesantes. Las crónicas criminales estadounidenses están llenas de historias mucho más espectaculares que éstas. -De pronto lanzó la muñeca a la caja de los juguetes-. Lo interesante para nosotros es que alguien en este país lo está poniendo de nuevo en escena. No tenemos que enterrarnos en el pasado, sino concentrarnos en… Fiona Helle, Vibeke Heinerback y Vegard Krogh. En el día de hoy. En nuestros propios crímenes. ¿No es verdad?

El deseaba asentir. Lo que más deseaba era sonreír y estar de acuerdo. La historia ya era lo suficientemente útil tal y como la había presentado; a grandes rasgos y sin precisión. Con eso tendría que bastar.

Los dos sabían que era imposible.

Ella le había dado una historia importante, y al mismo tiempo había metido una cuña entre ellos. Durante los días siguientes iba a tener que remover cielo y tierra para desenterrar hasta el último detalle de los casos. Tendría que poner en movimiento los organismos internacionales. Necesitaban los informes, las actas de los juicios, los interrogatorios policiales. Necesitaban nombres y fechas.

Necesitaban la ayuda de Warren.

– Creo -dijo, y vaciló un momento antes de proseguir-. Creo que por hoy lo vamos a dejar. Mañana será un largo día.

– Lo sé -dijo ella, y se sentó en cuclillas. Jack se había despertado y se restregaba contra ella-. Ahora ninguno de los dos da mucho de sí. Acuéstate, anda.

– Ven conmigo.

– No merece la pena, Yngvar. Acuéstate.

– No sin ti.

– Yo no quiero. No puedo -gimoteó ella.

– ¿Tienes hambre? -inquirió él.

– Sé que vas a hablar con Warren. Comprendo que tienes que hacerlo -admitió Inger Johanne.

– ¿Quieres que haga una tortilla? -respondió Yngvar.

– Te pareces a mamá. Crees que la comida resuelve todos los problemas. -Luego hundió la cara en el fuerte y cálido olor a perro sucio y murmuró-: No me trates como si fuese tonta, Yngvar.

Se volvió a ver en un apuro para decir algo.

– ¿Tú crees…?

– Obviamente entiendo lo que tienes que hacer con la información que te he dado -continuó ella-. No es que quiera que me des las gracias por haberme hundido en un pasado que quisiera olvidar, pero lo menos que puedo exigir es algo de respeto. Hacer como si todo estuviera bien, como si me hubiera limitado a entretenerte con una historia de buenas noches, me parece… un poco puñetero.

Levantó al perro y escondió la cara en su pelambre.

«Deberíamos ser felices -pensó él-. Deberíamos estar encantados con Ragnhild. Con los progresos de Kristiane. El uno con el otro. Estamos bien, nosotros dos. Los cuatro. Aquella mañana, hace un mes, cuando Kristiane creía que habíamos tenido un heredero a la corona. ¿No estaba yo satisfecho? ¿Feliz? La cría estaba sana. Tú estabas un poco preocupada y muy contenta. Quiero echar el calendario hacia atrás y olvidar esto extraño y secreto que genera distancia entre nosotros. Tu mirada era beligerante y ahora estás desapareciendo de mí.»

– Mantenme fuera del asunto -dijo Inger Johanne-. Haz lo que tengas que hacer, pero déjame fuera. ¿Vale?

Él asintió con la cabeza. Jack agitaba las piernas y quería bajar.

– No le gusta que lo lleven en brazos -dijo Yngvar.

– ¿Mats Bohus está descartado?

– ¿Cómo?

– ¿Es cien por cien seguro que Mats Bohus no puede ser responsable de todos los asesinatos?

– Sí.

Jack hizo un movimiento y cayó al suelo con un golpe seco. Gimió levemente y salió pitando hacia un rincón con el rabo entre las patas.

– ¿Qué puede ser entonces? -dijo Inger Johanne sentándose en el otro sofá.

– Quieres decir quién -dijo él sin tono en la voz.

– No sé…, tanto quién como qué.

– No puedo con esto -dijo él.

– ¿Con qué?

– Con tu frialdad, Inger Johanne.

– No soy fría.

– Sí, estás siéndolo.

– No tienes remedio. Quieres que esté siempre contenta, cálida y cercana. Eso es imposible. Grow up. Somos dos personas adultas, con los problemas de la gente adulta. No tiene por qué ser peligroso.

Ella había dicho «no tiene por qué ser peligroso». Yngvar quería oír «no es peligroso». Se cogió las manos y empezó a estudiar sus nudillos, que se estaban poniendo blancos. Dentro de catorce meses cumpliría cincuenta años. La edad se le notaba cada vez más; la piel estaba seca y floja sobre el torso de la mano, incluso cuando tensaba los dedos.

– ¿Puede haber alguien dirigiendo esto? -dijo ella, vacilante.

– Déjalo ya -intervino él, y abrió la mano derecha.

Inger Johanne miró a Jack, que no dejaba de dar vueltas en torno a su cojín y no conseguía echarse a descansar.

– ¿Puede haber alguien que esté fuera manipulando a otros para que asesinen? -indicó ella, sobre todo para sí misma, como si pensara en voz alta-. Alguien que conoce estas viejas historias y que por alguna razón u otra quiere recrear… Me voy a volver loca -murmuró al final.

Por fin el perro se tumbó.

– Nos acostamos -dijo él.

– Sí -dijo ella.

– Dijiste cinco -dijo él.

– ¿Cinco qué?

– Cinco asesinatos. La conferencia trataba de cinco asesinatos. Todos ejemplos de lo que Warren llamaba… ¿proportional revenge?

– Retribution.

– ¿Cómo eran los dos últimos casos? -preguntó él sin levantar la vista de la mano.

Inger Johanne se quitó las gafas. El cuarto perdió nitidez, y ella limpió lentamente los cristales con los ojos medio cerrados.

– ¿Quiénes fueron asesinados? -preguntó él-. ¿Y cómo?

– Un deportista.

– ¿Qué le pasó?

– Le clavaron una jabalina en el corazón.

– Una jabalina… ¿Una de esas que se lanzan?

– Sí.

– ¿Por qué?

– El asesino fue un contrincante. Consideraba que lo habían desatendido en el reparto de una serie de becas para deporte en una de las facultades de la Ivy League. Algo así. No lo recuerdo muy bien. Estoy cansada.

– Así que ahora nos tenemos que quedar aquí sentados -dijo él-. Completamente impotentes…, esperando a que una estrella del deporte sea despachada brutalmente.

Ella seguía limpiando las gafas con la punta de la camisa, al tuntún y con indecisión.

– ¿Y el último? -preguntó él, con voz casi inaudible.

Inger Johanne sostenía las gafas contra la lámpara de pie y cerró un ojo. Miró hacia la luz a través de las dos lentes, varias veces. Después se las volvió a poner lentamente. Y se encogió de hombros.

– ¿Sabes?, la verdad es que creo que ahora voy a intentar dormirme. Se ha hecho…

– Inger Johanne -la interrumpió él, y se bebió el resto del café de un sorbo.

La taza resonó en la mesa.

Una potente luz se reflejó en el techo, el haz de luz pasó lentamente desde la cocina hasta la puerta que daba al balcón de la pared del sur. El ruido del motor de un camión hizo vibrar los cristales de la ventana.

– El camión de la basura -profirió Yngvar, alterado-. ¿Ahora?

Si no hubiera estado tan cansado, quizá se hubiera dado cuenta de que Inger Johanne contenía la respiración. Si la hubiera mirado en vez de acercarse a la ventana para comprobar quién se permitía dejar que un camión vagara vacío en medio de la noche por una zona residencial, probablemente se hubiera dado cuenta de que ella tenía la boca medio abierta y los labios pálidos. Habría visto que estaba ahí sentada en tensión, mirando hacia la entrada; hacia el dormitorio de las niñas.

Pero Yngvar estaba junto a la ventana, y le daba la espalda a Inger Johanne.

– Es un coche de estudiantes del último curso de bachillerato -dijo desazonado cuando por fin el jaleo desapareció por la calle Hauge-. En febrero. Cada año empiezan antes las celebraciones. -Titubeó por un momento, antes de sentarse de nuevo en el sofá frente a Inger Johanne-. El último -dijo-. ¿Qué le pasó al último?

– No lo consiguió. Warren incluyó el ejemplo porque…

– ¿A quién intentó asesinar, Inger Johanne?

Ella cogió las dos tazas y se levantó. Él la agarró en el momento que pasaba.

– Da igual -dijo ella-. No lo consiguió.

El movimiento que hizo para desembarazarse de él fue innecesariamente brusco.

– Inger Johanne -dijo sin seguirla, oyó cómo metía las tazas en el lavavajillas-. Te estás poniendo muy difícil.

– Seguro.

– ¿A quién intentó asesinar? -repitió Yngvar.

Le sorprendió oír el ruido del lavavajillas. Eran casi las dos. Inger Johanne andaba en los cajones y los armarios.

– ¿Qué estás haciendo? -murmuró, y salió a buscarla.

– Recojo -dijo ella brevemente.

– Ahora -dijo el hombre señalando el reloj de la pared-. Veo que te estás acostumbrando a vivir en un chalé.

– Esto es una casa bifamiliar -dijo ella-. Creo que no pasa por el nombre de chalé.

El cajón de la cubertería cayó al suelo montando un estruendo. Inger Johanne cayó de rodillas e intentó reunir los tenedores y los cuchillos, las cucharas y el resto de las cosas.

– Era un padre de familia -sollozó ella- al que estaban investigando en relación con una estafa al seguro después del incendio de su casa. Le prendió…, le prendió fuego a la casa del policía. El hogar del investigador. Mientras la familia dormía.

La agarró del brazo, con amabilidad y decisión, la cogió en brazos; ella se resistía.

– Ven aquí. Nadie le va a prender fuego a nuestra casa -dijo Yngvar-. Nadie le va a prender nunca fuego a nuestra casa.

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