Capítulo 9

La mañana del viernes 20 de febrero, Yngvar Stubø caminaba detrás de Sigmund Berli y Bernt Helle. Lo primero que percibió al cruzar las puertas acristaladas del hospital color amarillo situado a las afueras de Oslo fue el hedor a institución. No entendía por qué se obligaba a las personas que necesitaban cuidados a vivir entre el olor del pescado hervido hasta la saciedad y el de los penetrantes productos de limpieza. La pobreza pública no carecía de riesgos, pero estaba claro que el aire fresco era gratis. Al entrar por la puerta del cuarto en que Yvonne Knutsen yacía inmóvil en su cama, por tercer año consecutivo, apenas pudo controlar su impulso de abrir las ventanas.

– Yvonne -dijo Bernt Helle-. Soy yo. Hoy vengo con la policía. ¿Estás dormida?

– No.

Volvió la cara hacia su yerno. La sonrisa era reservada. Bernt Helle le puso la mano sobre el brazo y le dio un fugaz beso en la mejilla. Después acercó a la cama la única silla del cuarto y se sentó. Yngvar y Sigmund seguían de pie junto a la puerta.

– Ya sé que preferirías no hablar con nadie -dijo Bernt Helle cogiendo con su manaza la fina mano de Yvonne Knutsen, en la que se veía brillar las venas en azul pálido bajo la piel-. Aparte de Fiorella y yo, quiero decir. Pero ahora es un poco importante. Que hables. Verás…

Se pasó la mano por la coronilla y suspiró ostensiblemente.

– ¿Qué pasa? -dijo Yvonne.

– Verás, ha pasado…

Volvió a trabarse. Manoseaba un metro de madera que le asomaba de uno de los bolsillos de sus pantalones de carpintero de color caqui.

Yngvar se aproximó.

– Soy Yngvar Stubø -saludó, alzando la mano sin tendérsela-. He estado aquí antes. Justo después de que…

– De eso me acuerdo, hombre -dijo Yvonne Knutsen-. Desgraciadamente aún no tengo demencia senil. Recuerdo lo suficiente como para saber que prometiste que no vendríais a molestarme más.

– Es cierto -asintió Yngvar-. Pero es que la situación ha cambiado.

– No para mí -dijo Yvonne.

– Se ha producido otro asesinato -dijo Yngvar.

– Y bien -dijo la inválida.

– También en esta ocasión se trata de una persona famosa.

– ¿Quién?

– Vegard Krogh -dijo Yngvar.

– Nunca he oído hablar de él.

– Famoso, famoso… Todo es relativo. La cosa es que… -trató de precisar Yngvar.

– La cosa es que yo estoy aquí tumbada muriéndome -dijo Yvonne Knutsen con la voz tranquila, sin atisbo de dramatismo o autocompasión-. Cuanto antes, mejor. Mientras espero, preferiría que no me molestaran. No hablar con nadie. Un deseo modesto, en mi opinión, si tenemos en cuenta mi estado.

Yngvar dejó que los ojos recorrieran la manta. Ni un solo movimiento delataba que hubiera una persona viva debajo, ni siquiera la caja torácica se elevaba perceptiblemente bajo la cubierta. Sólo en la cara quedaban rastros de lo que alguna vez fue una hermosa mujer, de frente ancha y grandes ojos con forma de almendra. La boca no era más que una grieta entre las mejillas hundidas, pero seguía habiendo la suficiente información bajo la pálida máscara mortuoria como para que pudiera hacerse una idea de Yvonne Knutsen tal y como tuvo que ser: esbelta, segura de sí misma y atractiva.

– Entiendo -dijo-. De verdad que sí. El problema es que desgraciadamente no puedo cumplir su deseo. La situación es ya tan grave que tenemos que seguir las pistas que tenemos.

– Ya he dicho que no conozco a ningún Vegard Krag y no puedo…

– Krogh -dijo Sigmund desde su puesto de vigilancia en medio del suelo-. Vegard Krogh.

– Krogh -repitió ella, abatida y sin mirar en dirección a Sigmund-. No conozco a nadie que se llame así. Y por tanto no sé en qué os puedo ayudar.

– Tengo unas preguntas vinculadas al hijo de Fiona -dijo Yngvar calladamente.

– Fiorella -dijo la mujer de la cama con sorpresa, pasando la mirada de Yngvar a Bernt y de vuelta-. ¿Qué pasa con ella?

– Fiorella no -dijo Yngvar-. El primer hijo. Quisiera saber algo del hijo que dio a luz Fiona en la adolescencia.

Yvonne Knutsen se transformó. Se le enrojeció el arco de la nariz. El color se extendió con rapidez, formando una mariposa sobre la piel gris pálida. La respiración era más rápida, más profunda, e hizo un vano intento de incorporarse en la cama. Le creció la boca. Se humedeció los labios que se pusieron más rojos y carnosos. Los ojos, que hacía escasos segundos parecían haberse tomado la muerte por adelantado, brillaban en profunda desesperación.

Bernt le puso la mano suavemente sobre el pecho.

– Tranquila -dijo.

– Bernt -jadeó ella.

– No pasa nada -dijo Bernt.

– Pero…

– Tranquilízate.

Yngvar Stubø se acercó más. Apoyó los muslos contra la alta cama y se inclinó sobre la enferma.

– Entiendo que esto tiene que haber sido muy duro…

Bernt Helle lo apartó. Por primera vez en toda la larga e infructuosa investigación del asesinato de Fiona resultaba agresivo. No se rindió hasta que Yngvar se había alejado un metro de la cama. Después le acarició el pelo a Yvonne.

– La verdad es que para mí es un alivio saberlo -dijo en voz baja, como si los policías ya no le incumbieran-. Fiona era tan…, como si siempre estuviera a la búsqueda de algo. Me he preguntado muchas veces por qué podía ser. Tampoco veo que fuera algo tan terrible de contar, tantos años después, tantos…

– Bernt…

La voz de Bernt había adquirido un tono de enfado reprimido; se oyó a sí mismo y tragó saliva. Yngvar vió cómo agarraba la mano de su suegra con más firmeza antes de continuar:

– Acepto que no entiendo mucho de lo que pasa aquí. Tenemos que hablar. En serio, quiero decir. Pero ahora mismo tienes que hacer el favor de responder a las preguntas del policía Stubø. Es importante, Yvonne. Por favor.

Ella lloraba en silencio. Las lágrimas eran grandes como gotas de agua, y se rezagaban un segundo o dos en el rabillo del ojo, antes de desprenderse y caer sobre el pelo de las sienes.

– No quiero… Pensamos… Fue…

– Shhh -insinuó Bernt con suavidad-. Ahora, tranquilízate.

– Hubiera destruido su vida -susurró Yvonne-. Acababa de cumplir dieciséis años. El padre de la criatura… -Las palabras desaparecieron. Una fina línea de líquido transparente corría desde su fosa nasal izquierda, se pasó el dorso de la mano por la cara-. Era un tunante. -Al decirlo alzó la voz-. Fiona iba a empezar el bachillerato. El chico desapareció y era demasiado tarde para… Debería haberme dado cuenta, claro, pero ¿quién…? En la adolescencia, tienen derecho a tener vida privada. Unos michelines en época de transformación… Yo…

– Yvonne -dijo Bernt con decisión, intentando atrapar su mirada-. Ahora me vas a escuchar. ¡Escúchame! -Había vuelto a darle la espalda a su yerno. Intentaba desasirse la mano de su firme agarre-. Escúchame -repitió él, como si estuviera hablando con su hija en algún momento de rebeldía-. Luego tú y yo nos vamos a tomar el tiempo que necesitemos. Ahora lo importante es que respondas a las preguntas de la policía.

Nadie dijo nada. Yvonne había abandonado la lucha con sus reluctantes músculos. Volvía a yacer desvalida y sin fuerzas. Incluso el pelo parecía sin vida, gris, lacio y enredado sobre la almohada.

– Se llama Mats Bohus -dijo ella de pronto, la voz era la de antes, de rechazo e indiferencia al mismo tiempo.

– ¿Cómo?

– Mats Bohus. Nació el 13 de octubre de 1978. No sé nada más.

– ¿Cómo puedes…? -empezó Bernt, pero no completó la pregunta.

Yngvar se aproximó de nuevo a la cama.

– Este Mats tomó contacto con Fiona recientemente -constató, como si no necesitara la confirmación de Yvonne.

Pero ella, de todos modos, murmuró una confirmación, sin mirar a Yngvar.

– ¿Antes o después de Año Nuevo? -preguntó él.

– Justo antes de Navidad -susurró Yvonne-. Era… Es…

El flujo de mocos no quería parar, Bernt Helle sacó un pañuelo del cajón de la mesilla y lo puso en la mano de su suegra. A ella las fuerzas le alcanzaron justo para elevar la mano izquierda y llevarse el pañuelo a la nariz.

– La mandé fuera -dijo-. Mandé a Fiona a casa de mi hermana en Dokka. Lo suficientemente recóndito. Lo suficientemente desierto como para mantener a raya las preguntas.

Yngvar se estremeció con la risa de la mujer. Sonaba como un grajo herido; la risa era ronca, rasposa y totalmente carente de alegría.

– Siga, por favor.

– Y luego parió demasiado pronto -dijo Yvonne-. Yo no estaba allí. No había nadie con ella. Estuvieron a punto de morir, los dos. Entonces…

La respiración pasó a ser un hipido y, cuando le dio un ataque de tos, Bernt la incorporó a medias en la cama. Cuando por fin se tranquilizó, la secó con cuidado en torno a la boca y la tumbó.

– Tranquila…, tranquila…

– Al crío le pasaba algo -dijo con dureza-. Pero ya no era asunto nuestro.

– Al crío le pasaba algo -repitió Yngvar-. ¿Qué le pasaba?

– Era demasiado grande. Apático y enorme e increíblemente… feo.

A Yngvar se le apareció por un momento la imagen de Ragnhild, recién sacada de la tripa de su madre, roja, pegajosa y desamparadamente poco bella. Se llevó la mano a la boca y carraspeó. Se le estrecharon los ojos. Yvonne Knutsen no parecía notar la reprobación.

– ¿Qué pasó entonces? -dijo Bernt Helle de modo casi inaudible.

– Olvidamos -dijo Yvonne-. Teníamos que olvidar.

– Olvidar…

Yngvar, silenciosamente, se alejó un paso de la cama.

– Dimos al niño -dijo la mujer-. En adopción. Por supuesto, no supimos a quién. Era mejor así. Para él y para Fiona. Ella tenía la vida por delante. Con tal de que fuéramos capaces de olvidar.

– ¿Lo conseguisteis? ¿Tú conseguiste olvidar, Yvonne?

Bernt Helle le había soltado la mano y estaba sentado sobre el borde de la silla, como si estuviera a punto de salir corriendo. La pierna izquierda le vibraba. El tacón de la bota repiqueteaba contra el linóleo.

– Olvidé -dijo Yvonne-. Fiona olvidó. Era mejor así. ¡No lo entiendes, Bernt!

Los dedos de ella se aferraron a la sábana, donde la mano de él ya no estaba. La mirada de Bernt se había posado sobre la litografía pálida y torcida. Se reclinó contra la silla y ladeó la cabeza. Los ojos no querían soltar el cuadro. Lo miraba fijamente, guiñaba los ojos y estudiaba la composición no figurativa hecha de cubos y cilindros descoloridos.

Yvonne prosiguió:

– Tienes que intentar entenderlo -rogó-. Fiona era demasiado joven. Lo mejor era mandarla fuera, dejar que viniera el crío y más tarde olvidar. Seguir como si nada hubiera pasado. Era completamente necesario, Bernt. Tenía que pensar en Fiona. Sólo en ella. Ella era responsabilidad mía. Yo era su madre. El niño iba a tener una vida mejor con unos padres adultos, con gente que pudiera…

– No estamos hablando del periodo de entreguerras -dijo Bernt alejándose aún otro poco de la cama-. ¡Esto pasó a finales de los setenta! ¡La década de las mujeres, Yvonne! Gro Harlem Bruntland y el medio ambiente, aborto por decisión propia y discriminación positiva, joder era…

Se levantó bruscamente. Estaba de pie, en una postura medio amenazadora, medio desesperada, con los puños alzados y cerrados, luego elevó la cabeza hacia el techo y se pasó las dos palmas de las manos por la cabeza.

– Bernt… -insinuó Yngvar.

– ¡Estuvimos años y años intentando tener hijos! Estuvimos en el extranjero, en todo tipo de clínicas, lo intentamos una y otra vez y…

– Creo… -lo interrumpió Yngvar con tono cortante- que deberíamos atenernos a tus propias y sabias palabras, Helle. Que vais a tener que hablar de estos problemas, pero que va tener que ser más tarde.

El robusto hombre lo miró con sorpresa, como si acabara de darse cuenta de que estaba presente la policía.

– Sí -dijo débilmente-. Pero entonces creo que…

Se desplazó lentamente hasta el otro lado de la cama. El aire de la habitación era denso. Yngvar sentía cómo le corría el sudor bajo los sobacos, recorriendo frías sendas hasta la cintura del pantalón. Se pasó el dedo índice bajo la nariz.

– ¿Qué quieres ahora? -dijo alerta.

Bernt Helle no respondió. En vez de hacerlo, enderezó cuidadosamente el cuadro. Un poco hacia un lado, una pizca hacia el otro.

– Entiendo que necesitáis respuestas -dijo, todavía mirando a la pared-. Y de verdad que quiero ayudar. Pero ahora mismo la verdad es que no puedo hacer gran cosa. No debería estar aquí. Así que me voy.

Sigmund bloqueó la puerta.

– No estoy arrestado -dijo Bernt Helle, que le sacaba una cabeza al corpulento policía-. ¡Apártate!

– Déjalo ir -dijo Yngvar Stubø-. Tiene derecho a hacer lo que quiera, por supuesto. Muchas gracias por la ayuda, Helle.

El viudo no respondió. La puerta se cerró tan despacio tras de él que les permitió oír sus pasos, dura goma contra linóleo encerado, cada vez más tenues por el pasillo. Yngvar tomó el sitio de Helle en la silla.

– Así que ya sólo quedamos nosotros -dijo Sigmund.

La enferma parecía estar ahora aún peor. El sonrojo se había mitigado. La cara no estaba gris como cuando llegaron, pero tenía un amenazador tono blanco azulado. Los ojos se le cerraron. El labio inferior temblaba, siendo la única prueba de que Yvonne Knutsen seguía con vida.

– Comprendo que esto sea difícil -dijo Yngvar tanteando-. Y no voy a molestarla mucho rato. Sólo tengo que averiguar lo que pasó cuando…

– Váyase.

– Sí, sólo quiero…

– Váyase.

La voz se rompió.

– ¿Qué quería? -preguntó Yngvar-. Mats Bohus. ¿Qué pasó cuando apareció?

– Váyase.

– ¿Vive aquí en.,.?

– Por favor. Váyase.

Su mano buscaba el botón de alarma, que estaba pegado con cinta adhesiva a la cama. Él se levantó.

– Siento mucho todo esto -dijo calladamente-. Adiós.

– Pero -protestó Sigmund Berli cuando Yngvar lo agarró del brazo y lo condujo hacia el pasillo-. Tenemos que…

– El hombre se llama Mats Bohus y sabemos su fecha de nacimiento -dijo Yngvar mirándose por encima del hombro. A Yvonne Knutsen le costaba respirar y apretaba una y otra vez el botón de la alarma-. No puede ser tan difícil encontrarlo sabiendo todo eso -susurró, y se quedó de pie en la puerta.

Cuando un hombre en bata, en la treintena, llegó caminando para atender a las furiosas llamadas, y antes de echarse a andar, Yngvar volvió a agarrar a Sigmund de la manga.

– Dime -susurró éste.

– No puede ser tanto trabajo -dijo de nuevo, como si estuviera intentando convencerse a sí mismo. Miró brevemente el reloj-. Las doce y cuarto, ya. Vamos mal de tiempo.

El aire de la calle, frío, punzante y con el aroma de los abetos y la leña que ardía en una casa a poca distancia, hizo que Yngvar se quedara de todos modos de pie unos minutos antes de sentarse pesadamente en el asiento del copiloto.

– Conduce tú -le dijo a Sigmund, que se sentó al volante, sorprendido, y metió la llave de arranque-. Andamos mal de tiempo.


Ya no le resultaba tan difícil estar solo. Al contrario, hacía lo posible para evitar que la gente fuera a verlo. Hacían cola. Los padres, sobre todo su madre, llamaban varias veces al día. Aunque no le había visto el pelo a su hermano desde la inexplicable pelea, los amigos, los compañeros de trabajo y los conocidos, fueran más o menos cercanos o periféricos, parecían todos pensar que Trond Arnesen no cumplía ninguno de los requisitos necesarios para vivir solo. El día antes, dos antiguas compañeras de clase habían llamado a la puerta trayendo una lasaña casera. Dio la impresión de que se ofendieron cuando él no las dejó pasar.

Había leído que debía ser al revés.

En las coloridas revistas femeninas que aún tenía guardadas, ponía que los afectados por lo general eran silenciados después de que se dieran muertes trágicas en la familia. Había leído historias de niños que al morir dejaban tal vacío que el entorno de los padres se alejaba con silencioso pudor.

A él no le pasaba lo mismo. La gente se le pegaba. Su jefe le había dicho que se lo tomara con calma. «Pasar el luto», fue la expresión que usó cuando le puso el brazo por encima del hombro y se ofreció a llevarlo a casa en coche. A Trond, al haber aceptado la oferta, le resultaba difícil no invitarlo a entrar. Tenía alrededor de cincuenta años, con el pelo peinado sobre la calva y una nariz respingona y curiosa en medio de la cara completamente redonda. El jefe había lanzado miradas furtivas en todas las direcciones, como si estuviera recogiendo trazas con las que construir las historias que contaría al volver al trabajo. Al final se sació y se fue.

Habían encontrado muerto a otro famoso.

Trond dejó el periódico a un lado y salió a la cocina. Tenía en la nevera todo lo que necesitaba para el fin de semana. Su madre había insistido en hacerle la compra. Abrió una cerveza. Aún no era la una del mediodía, pero ya había cerrado la puerta con llave, había sacado las pilas del teléfono fijo y había apagado el móvil. Quería estar solo, hasta el lunes. La idea le infundía ánimos. Por primera vez desde que mataran a Vibeke sentía una especie de calma.

La hora y media secreta estaba casi olvidada. Se bebió medio bote de un trago antes de sentarse en un sillón con la prensa del día.

Incluso el periódico Aftenposten había girado contra el viento. Gran parte de la primera página y dos páginas del interior enteras estaban dedicadas a un asesino que, a juzgar por los sórdidos comentarios del periódico, era una máquina de matar sin parangón en la historia criminal de Noruega. Lo habían dibujado especulativamente como una oscura silueta que ocupaba seis columnas del periódico. Era evidente que se imaginaban a un hombre con rasgos fuertes y pelo rebelde. Sobre su pecho, habían colocado un montaje de fotografías de Fiona Helle, Vibeke Heinerback y Vegard Krogh. Ya no se hablaba de un misógino rechazado por su madre. Ahora se inclinaban por un hombre laborioso y malogrado. En una gran entrevista a tres psicólogos famosos y a un policía retirado de Bergen, se podía leer entre líneas que el asesino probablemente fuera uno de los concursantes descalificados de Robinson, de los cantantes fracasados del concurso Idal o de los finalistas perdedores de Eurovisión. Probablemente el brutal autor de los hechos había tenido sus quince minutos de gloria y no había podido soportar el síndrome de abstinencia que surgió cuando de pronto se apagaron los focos. Eso pensaban los expertos.

Vegard Krogh era descrito como un brillante talento, un artista inconformista.

Lo encontraron con un bolígrafo introducido en el ojo.

Trond se río hasta que se le desbordó la cerveza.

Vegard Krogh pertenecía a la mierda más grande del mundo.

El tipo despreciaba a Vibeke y a todo lo que ella representaba. Eso le pasaba a mucha gente, pero Vegard Krogh no se había conformado con un desacuerdo corriente. Tras una de las diatribas de Vibeke contra la incapacidad del arte para adaptarse al mercado, Vegard se había acercado a ellos en la Casa del Artista. Era viernes, era tarde y todo el mundo estaba allí. Primero la había provocado en voz alta en busca de pelea. Cuando Vibeke le dio la espalda, formando con el dedo meñique un pequeño órgano sexual hacia el resto de los que estaban en la mesa, le había echado la cerveza sobre la cabeza. Siguió un enorme jaleo. Trond quería denunciar lo ocurrido a la policía.

– Eso solo va a conseguir que se crezca -había dicho Vibeke en aquella ocasión-. Quiere atención y yo no pienso tomarme la molestia de dársela.

Desde entonces no habían visto ni sabido nada de Vegard Krogh, aparte de algún que otro venenoso comentario suelto en los artículos que le mandaban a Vibeke del Observen. A ella le daba exactamente lo mismo, pero Trond siempre se ponía furioso con sus infames escritos. Cuando el tipo tuvo una breve, aparición en Entretenimiento absoluto, Trond dejó de ver TV2.

Un gilipollas de la peor calaña, pensó.

Lo que más deseaba en el mundo Vegard Krogh era ser famoso y por fin parecía haberlo conseguido.

Trond se bebió el resto de la cerveza y fue a buscar otra.

Iba a pasarse todo el fin de semana solo y había decidido beber hasta emborracharse. Quizá se diera un baño y viera una película. Se tragaría un par de pastillas para dormir del armario de medicinas de Vibeke y dormiría medio día.

La hora y media secreta estaba casi olvidada.


– Un boli -dijo Sigmund Berli dócilmente.

– Mont Blanc -dijo el patólogo-. El modelo se llama «Boheme». Adecuado, por lo que he leído en los periódicos. No quería extraerlo hasta que lo vierais.

– ¿Cómo está…? -Yngvar se interrumpió a sí mismo y se inclinó sobre el cadáver. Entrecerró los ojos al mirar la cara destapada.

La boca estaba medio abierta. Tenía arañazos en la nariz. El ojo intacto miraba fijamente hacia algún punto del techo. Del otro asomaba un bolígrafo rechoncho. Al rodear el banco de acero, Yngvar se dio cuenta de que el instrumento para escribir había sido introducido por el rabillo del ojo. Profundamente, supuso, sólo asomaban cinco o seis centímetros del bolígrafo negro, estaba colocado de tal modo que formaba, con el pómulo, un ángulo perfecto de noventa grados. Una pequeña piedra de adorno, colocada en el extremo del enganche, brillaba en un color rojo rubí bajo la desagradable luz de la sala.

– Así que lo que es el globo ocular no está perforado -dijo Yngvar a modo de pregunta, y se acercó aún más.

La pupila derecha del muerto parecía terriblemente viva, en su bizquear hacia el cuerpo extraño en el rabillo del ojo. Daba la impresión de que Vegard Krogh había tenido tiempo de enterarse de que su bolígrafo preferido iba de camino a su cerebro.

– Bueno -dijo el patólogo-. Lo más probable es que el globo ocular esté roto, obviamente. Pero él…, el autor de los hechos no le ha taladrado el boli en el propio ojo.

– Pero pudo haberlo intentado -dijo Yngvar.

– Sí. El boli puede haberse deslizado por el ojo. Por aquí…

El patólogo usaba un lápiz con una luz roja que hizo bailar sobre rabillo del ojo del difunto.

– Obviamente es más fácil entrar.

– Interesante -murmuró Yngvar.

Sigmund Berli no dijo nada. Había dado dos imperceptibles pasos alejándose del banco de acero.

– Sí -admitió escuetamente el patólogo.

– Así que ya estaba muerto cuando sucedió esto -dijo Yngvar.

– Sí -dijo el patólogo-. Probablemente. Lo que lo mató fue el golpe en la nuca. Como he dicho, he esperado para hacer la revisión en detalle, tengo entendido que queríais verlo antes. De todos modos se nota bastante que le pegaron aquí…

El punto rojo vibró sobre la sien izquierda de Vegard Krogh. El pelo estaba apelmazado y oscuro.

– Desmayado por el golpe, es lo más admisible. Después está el golpe de la nuca… -el patólogo se rascó la mejilla y se sentó en cuclillas, de modo que puso la cara a la altura de la cabeza del cadáver-, que fue lo que lo mató. Es un poco difícil enseñarlo sin darle la vuelta, y no quiero volverlo hasta que saque el boli y…

– No pasa nada -dijo Yngvar-. Puedo esperar hasta el informe definitivo. Así que un golpe en la nuca. Después de que se desmayara por el golpe en la sien izquierda. ¿Con qué?

– Algo pesado. Algo metálico, probablemente. Yo apuesto a que fue con un tubo. Cuando lo investiguemos mejor, probablemente encontremos partículas en las heridas que nos proporcionen una información más precisa.

– Entonces sabemos que lo más probable es que estemos hablando de un asesino diestro -dijo Yngvar-. Cosa que tampoco nos ayuda mucho.

– ¿Diestro?

– La sien izquierda -explicó Yngvar, ausente-. Golpe con la mano derecha.

– Sólo en caso de que estuvieran el uno frente al otro-dijo Sigmund, que estaba comiéndose un caramelo y se había alejado hasta la puerta-. Si el autor llegó por detrás, podría haber…

– Estaban cara a cara -lo interrumpió Yngvar-. Ésa es, por lo menos, la conclusión a la que han llegado los que estudiaron el lugar de los hechos. Por las huellas. Gracias por la ayuda.

Le tendió la mano al patólogo, que se la estrechó y después se sentó tras el escritorio del rincón.

– Por nada, es mi trabajo.


– ¿Qué es lo que te ha pasado? -dijo Yngvar, riéndose de Sigmund cuando la puerta de la sala de autopsias se cerró tras ellos-. ¡Tú sueles aguantar cosas peores que éstas!

– Joder. ¡Un puto boli en el ojo!

– No sé qué es peor -dijo Yngvar buscando su bloc de notas en el bolsillo del abrigo-. Un boli en el ojo, la lengua en una preciosa rosa o el Corán medio metido en el chichi.

– El boli en el ojo -musitó Sigmund-. Un puto bolígrafo de pijos clavado en el cerebro es lo peor que he visto yo.


Un hombre que pasaba casualmente se paró un momento ante la suntuosa casa al fondo del Quadratur. Tenía prisa. Si no llegaba a tiempo al autobús, tendría que esperar una hora entera al siguiente. Pero de todos modos se detuvo. Alguien estaba aplaudiendo allí dentro. El aplauso era tan intenso que le daba la sensación de sentir las vibraciones en el suelo, como si el entusiasmo tras los sólidos muros fuera tan grande como para poner todo Oslo en movimiento. El hombre levantó la vista. Llevaba cinco años pasando por este sitio los cinco días a la semana, al ir y al volver del trabajo; casi dos mil quinientas veces había pasado por delante del edificio, que durante mucho tiempo estuvo tan destrozado que los vecinos habían exigido que fuera derribado.

A lo largo de las cuatro estaciones del año había visto cómo la casa adquiría una vida nueva. El invierno pasado la habían arropado con andamios de acero y revestimiento de plástico, que temblaba y ondeaba con los golpes de viento provenientes del fiordo. A lo largo de la primavera el edificio fue reducido a una fachada sin nada en su interior, como un decorado de Hollywood. Antes de que el invierno hubiera pasado del todo, el enorme espacio vacío de cuatro plantas de altura volvió a convertirse en una casa, con suntuosas escaleras y suelos de madera noble, hermosas puertas y ventanas cuidadosamente restauradas con vidrieras en el primer piso. Durante el otoño, se oían maldiciones y palabrotas en polaco y en danés en los andamios y en los agujeros aún abiertos de la casa; veinticuatro horas al día. Los periódicos hablaban de reventón del presupuesto, retrasos y peleas sobre el modo de usar del dinero.

Alrededor de Navidad, por fin inauguraron los nuevos locales del partido. Según el plan previsto y organizando el estreno de una obra de teatro navideña para niños en la fastuosa y cara sala de fiestas.

El hombre recorrió la fachada con la mirada.

Le proporcionaba una inexplicable alegría pasar delante de este fabuloso edificio. Los colores eran reproducción exacta de los elegidos a finales del siglo XIX, cuando fue construido como residencia y oficinas del contratista más rico de la ciudad. Al morir su nieto, anciano y sin hijos, en 1998, el partido recibió la residencia en donación. Puesto que apenas tenían medios ni para pagar los impuestos del Ayuntamiento, la casa quedó abandonada hasta que otro neoliberal, agradecido por la característica política de impuestos del partido, donó una suma desorbitada que hizo posible que crearan los locales de organización política más elegantes de Escandinavia.

Las aclamaciones no conocían fin.

El hombre tuvo que sonreír. Se ajustó mejor el abrigo y salió brincando hacia el autobús.

Si en vez de hacer eso hubiera subido las escaleras de piedra y se hubiera acercado a la enorme y pesada puerta de roble, la habría encontrado abierta. De haber entrado en el hall, probablemente habría disfrutado viendo el suelo. Tablas de madera maciza, adaptadas a mano, salían formando una espiral de una vitrina en medio de la habitación, en la que la consigna del partido estaba incrustada en oro de ley tras el cristal: «Persona – Mercado – Moral».

Puesto que el hombre que estaba subiéndose al autobús tres manzanas más allá era un convencido socialdemócrata, probablemente se hubiese irritado por la banalidad del mensaje. Pero de todos modos la belleza del cuarto, con su cúpula decorada a mano y las arañas de cristal y plata, probablemente le hubieran hecho forzar las escaleras lentamente. Las gruesas alfombras se habrían doblegado bajo sus pies como la hierba de verano. Quizá permitiera que el eterno aplauso lo tentara a entrar en la sala de fiestas. Tras las puertas dobles al fondo del ancho pasillo, al otro lado de la habitación, detrás de una tribuna, habría visto a Rudolf Fjord con los brazos en alto y seguro de su victoria.

El hombre que iba montado en el autobús pensando en cómo decirle a su compañera que se había olvidado de pasar por el Monopolio Estatal de Alcohol probablemente se hubiera sorprendido ante el enorme júbilo que se atrevía a mostrar este congreso nacional extraordinario transcurrido tan poco tiempo desde el asesinato de su joven líder.

Un nuevo líder del partido acababa de ser elegido.

Si este hombre, que ahora apoyaba la frente contra la ventanilla del autobús pensando en cuál de sus amigos podía tener en casa tres botellas de vino tinto para prestarle, hubiera en cambio subido a lo largo de las filas de bancos de la sala de fiestas, habría visto lo que hasta ese momento sólo había notado Rudolf Fjord.

Entre todos los delegados, que aullaban, aplaudían y silbaban, había una que ni sonreía ni reía. Sus manos entrechocaban lentamente y en silencio, en una protesta muda y elocuente.

La mujer era Kari Mundal. El hombre del autobús habría visto que le daba la espalda a la tribuna y salía tranquila y calladamente de la sala de fiestas antes de que a Rudolf Fjord le hubiera dado tiempo a dar las gracias por tan formidable muestra de confianza.

Un observador agudo se hubiera percatado de todo esto.

Sin embargo, el hombre que pasaba casualmente había querido llegar a tiempo al autobús. Ahora estaba sentado durmiendo, con la cabeza sobre el hombro de un desconocido.


Era la una de la mañana de la noche del sábado. Kristiane estaba de vuelta. Estaba excitada, como siempre que se alejaba de su madre, y no se durmió hasta medianoche. Yngvar se había metido en la cama al mismo tiempo que la niña. Ni siquiera intentó convencer a Inger Johanne de que lo acompañara. Apenas habían cruzado palabra, con todo el ajetreo. Isak se había quedado con ellos hasta bien tarde.

Inger Johanne sabía que tenía que intentar no irritarse con él. Al mismo tiempo reconocía que nunca lo iba a conseguir. Lo que más la irritaba era el que Isak lo diera por supuesto; aquella desenfadada suposición de que siempre les venía bien que se quedara, de que nunca tenían nada mejor que hacer que servirle comida y darle charla cada vez que entregaba a Kristiane. Incluso ahora, transcurrido sólo un mes desde el parto, corría por la casa montando un escándalo y jugando a Superman con Kristiane a la espalda, sin pensar ni por un momento en que Ragnhild estaba durmiendo.

– Estate contenta -había dicho Yngvar antes de acostarse, había algo de abatimiento en la voz-. Kristiane tiene un buen padre. Es un pelín…, se toma libertades, pero ama a la cría. Sé un poco generosa, haz el esfuerzo.

Quizá la culpa de que no consiguiera del todo aguantar a Isak fuera sobre todo Yngvar. Debía ser él quien protestara. Era Yngvar, su marido, quien debería poner límites al intruso, su esmirriado primer esposo que siempre que llegaba golpeaba en el hombro al heredero, a pesar de que le doblaba en tamaño, y le ofrecía una de las seis cervezas tibias que se había cogido la costumbre de traer viernes sí viernes no, junto con un saco con la ropa sucia de Kristiane. Siempre sucia. Y nunca se acordaba de traer sus cosas de aseo.

– Tengo cerveza fría -sonreía Yngvar siempre en respuesta.

Inger Johanne se negaba a verlo como un signo de debilidad.

Indecisión.

Se levantó bruscamente del sofá.

– ¿Qué pasa ahora? -dijo Yngvar.

Ella se paró y se encogió de hombros.

– Nada. Vuelve a acostarte.

Se había vestido. La sudadera cutre y los pantalones grises del chándal le fastidiaban. Para Navidad él le había regalado un chándal de Nike azul marino para andar por casa. Estaban en el armario sin estrenar.

– Acuéstate -repitió tajante, y se dirigió a la cocina.

– Esto simplemente se tiene que acabar -dijo él-. No puedes enfadarte conmigo uno de cada dos viernes. No puede ser.

– No estoy enfadada contigo -dijo Inger Johanne dejando que corriera el agua-. Si de algún modo estoy irritada, es con Isak. Pero vamos a dejarlo estar.

– No, no podemos.

– Déjalo estar, Yngvar.

Y lo dejaron estar. Yngvar entró al salón. Oyó cómo ella en la cocina llenaba un vaso de agua del grifo. Bebió a grandes sorbos. El sonido del vaso contra el banco de la cocina fue más duro de lo necesario. Después se hizo el silencio.

– ¿Qué tal si trabajamos un rato?

La sonrisa era dócil. Yngvar agarró la mano de Inger Johanne cuando ésta pasó por delante de él para sentarse en el otro sofá. Sólo le permitió sostenerla un momento, antes de recoger el brazo.

– Un bolígrafo en el ojo -dijo Inger Johanne lentamente, y se dejó caer entre los cojines, daba la impresión de tener que hacer todo un esfuerzo para interesarse lo más mínimo-. Altamente simbólico, en todo caso.

– Demasiado -asintió Yngvar, que seguía sin saber por dónde circulaba el pensamiento de ella-. Y por primera vez podemos hablar con certeza de una víctima con muchos enemigos. Vibeke tenía competidores y algún que otro enfrentamiento. A Fiona Helle se la envidiada y alguna vez se hablaba a sus espaldas. Vegard Krogh, en cambio, se había enemistado con todo y con todos. Tanto con su modo de comportarse como con lo que escribía. Quizás especialmente esto último.

– Ese tipo de gente es asquerosa -dijo Inger Johanne con enfado-. Unos chulos cuando están tras la pantalla de su ordenador y mansos y cobardes cuando están cara a cara con la gente a la que ponen verde. Cuando no se emborrachan hasta perder la conciencia, claro.

– Qué barbaridad -murmuró Yngvar-. ¿Queda algo del vino?

Ella asintió y se arrebujó mejor en la manta.

– A mí me parece que está bien que haya hot heads de ésos -dijo, y puso una generosa copa de vino sobre la mesa-. ¿Quieres?

Ella negó con la cabeza.

– Francamente -dijo Inger Johanne con inusual enojo-, ese tipo de gente destroza todo debate público. En este país es absolutamente imposible… -Su propia voz le hizo pegar un respingo y bajó el volumen antes de continuar-. Ya no tiene sentido discutir nada. No en los periódicos, al menos. La gente está más empeñada en encontrar la formulación más fina y en lucirse con sus elegantes ajusticiamientos verbales del contrario que en deliberar de verdad sobre el problema. Iluminarlo. Estar libre de prejuicios. Ganar comprensión. Compartir los conocimientos.

Yngvar se reclinó y alzó la copa. La estudió con cuidado. Tenía el pelo enmarañado y bolsas bajo los ojos. Como todos los demás en esa época del año, Inger Johanne estaba pálida, pero le daba la impresión de que, además, la piel de la cara había adquirido algo transparente, una vulnerabilidad que intentaba esconder tras un enfado que él no había conocido hasta entonces.

– Ven aquí -dijo suavemente-. No te lo tomes todo tan en serio. Deja que la gente sea un poco chillona. No suele ser con mala intención. Forzar las discusiones, un poco de pelea y las altas temperaturas sólo es entretenido. Pero nunca se puede tomar en serio.

Inger Johanne recogió las piernas bajo sí y se pasó los dedos entre el pelo. Le temblaba el labio inferior.

– Es que…

– Ven aquí -la interrumpió Yngvar-. Ven aquí, bonita.

– Es que me irrito tanto -dijo ella calladamente-. Y preferiría seguir sentada a mi aire.

– Bien. Vale.

– Mats Bohus -dijo ella.

– Así se llama.

– ¿Lo habéis encontrado?

– No.

– ¿Por qué no? -En la pregunta de Inger Johanne no había ningún tono de exigencia.

Yngvar se pasó la mano por su pelo rubio, que estaba a punto de estar demasiado largo. Sabía que tenía un aspecto muy malo, cada vez le quedaba menos pelo sobre la coronilla y se le doblaba hacia fuera en la nuca y sobre las orejas. Normalmente lo llevaba corto, pero así parecía más tupido y juvenil.

– Está empadronado en Oslo -dijo-. En Bislett. Calle Louise. Pero no está ahí ahora. Los vecinos hablan de él como un personaje curioso. Está mucho fuera, dijo la vieja al otro, lado del pasillo. El chico nunca da problemas, pero muchas veces está ausente durante largas temporadas. Nunca habla con nadie, aparte de hola y buenos días en las escaleras. Además tenemos la impresión de que tiene un aspecto muy particular. ¿Me podrías cortar mañana el pelo?

– Puedo cortártelo ahora.

Él se río y bebió más vino.

– ¿Ahora?

– Sí. Es ahora cuando tenemos tiempo -dijo ella con sensatez.

Jack meneó rotundamente el rabo cuando Yngvar se encogió de hombros y fue a buscar la maquinilla.

– Ahora no nos vamos de paseo -dijo severo-. ¡Túmbate!

El perro se retiró apesadumbrado a un rincón, dio un par de vueltas en torno a sí mismo y se tumbó sobre el parqué con un golpe seco.

– ¿Preparado?

– No me lo cortes demasiado -le advirtió Yngvar atándose una toalla en torno al cuello-. Que no me rapes, quiero decir. Quisiera tener algo de pelo, vamos.

– Que sí. Siéntate.

Cuando la maquinilla se abrió camino entre la maraña de la nuca se sintió como una oveja. La vibración le resonaba en el cráneo.

– Me hace cosquillas en las orejas -sonrió cepillándose el pelo caído sobre el pecho.

– Estate quieto, Yngvar.

– De verdad que este asesino tiene mucha suerte -dijo él, pensativo-. Si realmente quien se sirve de la lista de noruegos famosos es un solo hombre, entonces o lo ha planeado muy bien o ha tenido una suerte increíble.

– No necesariamente -dijo Inger Johanne pasando la maquinilla con mano firme por la sien izquierda de Yngvar.

– Sí -dijo él con decisión-, ha vuelto a entrar y salir del sitio sin que nadie le viera. Eso parece, y hemos tenido a treinta hombres de Asker y Baerum implicados en una exhaustiva acción de puerta en puerta. Hay muchas huellas en el lugar de los hechos, y la verdad es que son lo suficientemente buenas como para proporcionarnos una imagen considerablemente completa de cómo transcurrieron los minutos previos a que se llevara a cabo el crimen. El asesino estuvo esperando en el bosque, dejó que Vegard Krogh pasara por el sendero, lo siguió y consiguió que se diera la vuelta para luego golpearlo hasta que lo derribó. Pero no hay nada… -La maquinilla le cortó la piel-. ¡Ay! ¡Ten cuidado! ¡Y te he dicho que no me quiero rapar!

– Vas a quedar muy bien. ¿Qué ibas a decir?

– Pero, de todos modos, por ahora, no tenemos nada. No hay huellas orgánicas. Por el peso y el tamaño, es difícil decir algo aparte de que el hombre no es de lo más ligero que hay en el mercado. Tiene suerte.

Ella apagó la maquinilla. Se quedó un rato de pie detrás de él, pensativa, como sin enfocar en nada. Dijo:

– La verdad es que no le hace falta suerte. La pericia y el esmero le bastan. Todas las víctimas eran personajes públicos, más o menos, y es sorprendente que…

Se hizo el silencio. Las dos niñas dormían profundamente. Los vecinos de abajo se habían acostado. No se oía un ruido ni en la calle ni en el jardín. No había gatos. No había coches ni jóvenes borrachos con ganas de seguir la fiesta. La casa estaba en silencio; la ampliación del edificio por fin se había asentado y ya no se quejaba por las noches. Incluso Jack dormía profunda y silenciosamente.

– Hoy he estado en casa de Line -dijo por fin Inger Johanne-. Este ordenador nuestro es un desastre y ella tiene banda ancha. Me llevó sólo unos minutos averiguar que estas víctimas, estas… -Dejó a un lado la maquinilla de cortar pelo y se sentó en cuclillas ante él-. Estos personajes públicos son verdaderamente públicos -dijo apoyando los codos contra sus rodillas-. ¡De verdad! Curiosamente no habían tocado la página web de Vibeke Heinerback desde que ocurrió el asesinato, es…

– La familia habrá tenido otras cosas en que pensar.

– No pretendo criticar -dijo ella rápidamente-. La cosa es que la despedida de soltero del cuñado…

– El futuro cuñado.-aclaró Yngvar.

– No me interrumpas. Se mencionaba la despedida de soltero en su página web, con un vínculo a la página de Trond. ¡En la que se le ofrecía al lector un programa detallado! Cualquiera podía, por tanto, deducir que lo más probable era que Vibeke volviera sola a casa aquella noche. Que se acostaba temprano era cosa conocida, porque montaba un número con ese tema en todas las entrevistas.

– No sé muy bien adonde quieres llegar, querida. Debo de tener un aspecto muy raro en la cabeza.

– Vas a quedar muy bien. -Se volvió a situar detrás de él y puso en marcha la maquinilla-. Fiona Helle también era generosa a la hora de compartir su vida privada. Le había anunciado a todo el mundo que pasaba los martes por la noche sola. Vegard Krogh llevaba un blog, una de esas cosas increíblemente egocéntricas en las que el dueño evidentemente se cree de enorme interés para todo el mundo. Ayer les contó a sus lectores que iba a tener que cenar con su madre porque le debía dinero. De verdad que ese tipo insoportable era un redomado…

– ¿Qué estás haciendo? -dijo Yngvar desembarazándose con un berrido mitigado-. ¡Que no me lo rapes te he dicho!

– ¡Huy! -exclamó Inger Johanne-. Un poco corto quizás. Espera un momento. -Le pasó diligentemente la maquinilla un par de veces de la nuca a la frente-. Así -dijo escéptica-. Por lo menos ahora ha quedado homogéneo. ¿No podríamos pensar que es un corte de verano?

– ¿En febrero? Déjame ver.

Ella le pasó el espejo con gesto reluctante.

– Parezco un pan -se quejó Yngvar-. ¡Mi cabeza parece la parte de arriba de un pan enorme! ¡Te pedí que no me lo cortaras todo!

– No te lo he cortado todo -dijo ella-. Estás estupendo. Pero ahora tenemos que concentrarnos.

– ¡Me parezco a Kojak! -exclamó él, casi desesperado.

– ¿Crees que mienten mucho? -preguntó ella intentando reunir el pelo sobre el recogedor.

– ¿Quiénes? -murmuró Yngvar.

– Los famosos.

– ¿Mentir?

– Sí. Cuando los entrevistan -quiso saber Inger Johanne.

– No sé…

– He visto que algunos lo reconocen. O que presumen de ello, depende de cómo lo mires. Si es verdad, lo entiendo. Crean una vida de mentira en la que puede participar todo el mundo, mientras que se guardan la verdadera realidad para sí mismos -concluyó ella.

– Pero si acabas de decir que ponían toda su vida en la red.

– Parte de su vida. Las cosas poco peligrosas. Eso hace que la mentira sea más efectiva, supongo. No sé. Quizás estoy diciendo tonterías, Yngvar.

Inger Johanne metió el pelo en una bolsa de plástico, la cerró bien y la dejó caer en el cubo de basura. Yngvar seguía sentado en silencio sobre la banqueta, con la toalla en torno al cuello. El espejo estaba boca abajo sobre el suelo. De un corte justo detrás de la oreja brotaba una línea de sangre. Inger Johanne humedeció uno de los trapos sucios de eructar de Ragnhild y lo presionó contra la herida.

– Lo siento -susurró-. Tendría que haberme concentrado más.

– ¿Qué quieres decir con eso de que no necesita suerte? -preguntó Yngvar-. Con eso de que el asesino no necesariamente tiene estrella.

– Un asesinato sencillo y limpio no precisa demasiada planificación -dijo ella-. A no ser que seas uno de los que obviamente van a caer bajo sospecha, claro. Si quisiera quitarle la vida a alguien que todo el mundo supiera que tengo buenas razones para querer mal, tendría que pensármelo muy bien. Conseguir una coartada, por ejemplo. Ése es el mayor reto.

– Un gran reto -asintió Yngvar-. Por eso son pocos los que los consiguen.

– Justo. Piensa en un atraco a un banco… ¡Ahí sí que estamos hablando de planificación! El dinero está mucho mejor protegido que las personas. Un buen atraco depende de las averiguaciones previas y de una logística minuciosamente preparada. Pericia punta. Armas modernas y todo tipo de equipos avanzados. Pero nosotros, las personas, somos tan… -puso las manos sobre el cráneo de su marido; el pelo le pinchaba agradablemente las palmas de las manos- vulnerables. Una fina capa de piel. Y por dentro somos tan vulnerables. Un golpetazo en la cabeza, una puñalada en el sitio adecuado. Un empujón por unas escaleras. En realidad es raro que no ocurra con mas frecuencia.

– Joder, utilizas unas metáforas muy lúgubres para ser una mujer de buen corazón que acaba de tener una criatura -dijo levantándose-. ¿Me estás diciendo esto en serio?

– Sí. Ya lo dije el otro el día. Cuando estuvo Sigmund. Lo terrorífico es el asesino sin motivos. Si no se lo coge con las manos en la masa, o es anormalmente torpe, se libra.

– Mira, la verdad es que no estoy nada de acuerdo en todo esto -dijo Yngvar, y se puso a escupir pelo mientras intentaba rascarse la espalda-. Los asesinatos también necesitan planificación. Conocimientos.

Ella le echó un vistazo a la botella de vino, le quedaba un tercio. Fue a por un vaso y se sirvió.

– Estoy de acuerdo -asintió ella-. Tienes razón. Hay que tener cierta pericia. Pero tampoco mucho más que eso. No necesitas, por ejemplo, un gran equipo. Ninguna de las tres víctimas fue asesinada con arma de fuego, al fin y al cabo cuesta un poco conseguirlas y, además, dejan huellas interesantes. Lo más importante de todo es que te puedes echar atrás. Hasta el último momento. Si algo sale mal. Si pasa algo inesperado o perturbador, puedes tranquilamente no llevar a cabo el crimen. Sobre todo porque no necesitas aliarte con otros para matar, que es una gran ventaja: lo que sabe uno, no lo sabe nadie, lo que saben dos, lo sabe todo el mundo.

– Tu madre…, lo dice ella. -Yngvar se rió y se dejó caer en el sofá.

– Mmm. No todo lo que dice es igual de tonto.

Ella lo siguió. Y esta vez se sentó a su lado. Admitió:

– Me asusta pensar en la posibilidad de que de verdad se trate de alguien que sabe de esto. Un… profesional.

– ¿De verdad hay de eso? -dijo Yngvar, hastiado de Asesinos Profesionales S.A.-. Quiero decir, ¿en este país, en esta parte de Europa?

Ella ladeó la cabeza y lo miró como si hubiera preguntado si alguna vez era invierno en Noruega.

– ¿Lo preguntas en serio?

– Vale -murmuró él-. Los hay. Pero ¿no deberían tener un motivo? ¿Una causa por la que luchar? ¿Alguna razón retorcida, ya sea el dinero o la voluntad de Dios?

Sus miradas se encontraron un instante. Luego ella se reclinó sobre él. Él la agarró, con firmeza.

– ¿Qué piensas sobre el Mats Bohus este? -preguntó Inger Johanne bajando la voz.

– Que lo tenemos que encontrar.

– Pero ¿crees que tiene algo que ver con los asesinatos?

Yngvar suspiró ostensiblemente. Inger Johanne se recostó mejor, subió las piernas al sofá y le pegó un sorbito a la copa. Lo acarició levemente en el antebrazo.

– Es fácil pensar que esté involucrado en el asesinato de Fiona Helle -dijo él-. Por lo menos tiene un motivo. Presumiblemente. Sabemos demasiado poco sobre lo que pasó cuando contactó con ella. Pero ¿qué podía tener el tipo en contra de Vibeke Heinerback y Vegard Krogh?

– Nemo -dijo la niña de nueve años en el umbral de la puerta-. Sulamit y yo queremos ver Nemo.

– Kristiane -sonrió Inger Johanne-. Ven aquí. Es muy tarde, pequeñina. No se ven películas en mitad de la noche.

– Sí -dijo Kristiane, y se subió al sofá haciéndose un hueco entre ellos-. Leonard dice que Sulamit no es un gato.

Se llevó un cochecito de bomberos al pecho y lo besó en la escalera, que estaba rota.

– Tú eres la que decide si Sulamit es un gato -dijo Yngvar.

– Sólo yo -asintió Kristiane.

– Pero creo que Leonard ve a Sulamit como un coche de bomberos. También está bien, ¿no?

– No. Gato -insistió Kristiane.

– Gato para ti. Coche de bomberos para Leonard.

– Y gato para ti -dijo Kristiane llevando el triste coche de juguete sin ruedas a la cara de Yngvar; él besó la parrilla.

– Te tienes que volver a acostar -dijo Inger Johanne.

– Con vosotros -dijo Kristiane.

– En tu propia cama -dijo Yngvar-. Vamos.

Cogió a la niña y el coche de bomberos en brazos, y se los llevó. Inger Johanne se quedó sentada. Le dolían las articulaciones del cansancio. Se sentía más débil de lo que había estado en mucho tiempo. Era como si le estuvieran chupando las fuerzas; la voraz boca del bebé mamaba las pocas fuerzas que le habían quedado después del parto, cada cuatro horas, día y noche, la pequeña criatura la iba volviendo aprensiva y débil, y era obvio que tendría que emplear más tiempo con Kristiane. Pero no había más tiempo disponible.

Ya ni siquiera las noches eran suyas.

Obviamente, Mats Bohus podía haber matado a su madre biológica.

¿Podría haber matado a los otros dos?

Debería dormir.

Bebió. Dejó reposar el vino en la boca, lo dejó correr por la lengua, lo saboreó y tragó.

Si Mats Bohus quería camuflar el asesinato de su madre, había cometido un error trivial. Había matado a Fiona Helle la primera. El verdadero asesinato de una serie de asesinatos de camuflaje nunca debería ser el primero.

Elemental, pensó. Un error de principiante. Sin conocimientos.

El asesino era un profesional. Sabía lo que hacía.

Quizá no.

Tenía que dormir.

Había otro caso. Se parecía. En algún sitio del disco duro de su cabeza había una historia que no era capaz de encontrar.

Había tanto silencio. Echaba algo en falta, sin saber exactamente qué.

Inger Johanne se durmió. Los sueños no la atormentaron.


Sigmund Berli vació su cuarta taza de café amargo en tres horas. Éste ya no estaba sólo tibio, sino frío. Le moqueaba la nariz. Junto a la pantalla había una bolsa de gominolas. Se metió tres en la boca y las masticó lentamente. Su mujer estaba harta de que engordara. Pues que probara a quedarse aquí sentada hasta las cuatro de la mañana, delante de un ordenador que no quería revelarle nada; esa mujer debería probar a mantenerse despierta durante veinticuatro horas seguidas para después intentar sacarle algún sentido a las columnas, nombres, cifras y letras que centelleaban sobre una superficie cuadrada haciendo que le lloraran los ojos.

Podía ser difícil encontrar a una persona que estuviera en busca y captura. Incluso en un país pequeño como Noruega había escondites. Con el acuerdo de Schengen llegó la colaboración policial intereuropea que era útil para la caza de personas. Pero al mismo tiempo se hizo más fácil eludir las fronteras y se multiplicaron los escondites. Una persona en busca y captura se les podía escapar. A un noruego cualquiera, en cambio, a un Mats Bohus -sin antecedentes y noruego de pura cepa, con residencia fija y número de identidad-, deberían poder encontrarlo al cabo de un par de horas.

Llevaban ya casi veinticuatro.

Desaparecido. El hombre estaba completamente desaparecido.

Cuando por fin consiguieron aclarar que la última vez que había sido visto en el apartamento de la calle Louise fue el 20 de enero, todo Kripos se puso patas arriba. Probablemente Yngvar fue el único que se pudo ir a casa, con el argumento de que tenía una hija recién nacida.

Una punzada de envidia. Una ráfaga de deseo; Sigmund vio la cara de Inger Johanne en un reflejo de la pantalla. Se metió tres gominolas rojas en la boca. El azúcar crujía entre los dientes. La lengua se le pegaba al paladar. Alzó la taza a pesar de que sabía que estaba vacía.

Los extranjeros, todos estos malditos extranjeros, entraban y salían de Noruega como les daba la gana, como si sólo se pasaran por ahí para echar una cagada. Jugaban con la policía. Si la gente supiera. Por suerte algunos empezaban a entender. Extranjeros.

Pero ¿Mats Bohus?

A Fiona Helle la asesinaron el 20 de enero. Nadie lo había visto desde entonces.

¿Dónde mierda estaba?

– ¡Joder, Sigmund!

Lars Kirkeland estaba en la puerta, con la camisa por fuera y los ojos rojos. Sonrió como un corderito y golpeó el marco con el puño cerrado.

– ¡Hemos encontrado al tipo!

Sigmund se echó a reír, dio varias palmadas con las manos y se metió el resto de las gominolas en la boca.

– Mmm -dijo masticando a mandíbula batiente-. Tenemos que llamar a Yngvar.


Tendría que haber elegido otro hotel. El hotel SAS, por ejemplo, con diseño de Arne Jacobsen y un personal discreto y cosmopolita. Allí se reunía casi de todo bajo un mismo techo, y podía dejar de salir. Copenhague era como una ciudad noruega, demasiado noruega, repleta de hombres bebiendo cerveza con estúpidas gorras en la cabeza y mujeres con bolsas de plástico y gafas de sol baratas. Como una bandada de salmones llevados por el instinto, cruzaban una y otra vez la plaza del Ayuntamiento, corrían entre el Tivoli y Strøget, siempre el Tivoli o Strøget, como si Copenhague consistiera en una gran plaza con una casa de comidas en un extremo y una calle comercial sucia en el otro.

Ella no salía de su habitación. Incluso ahora, con el gélido frío de febrero entrando desde Øresund, Copenhague estaba llena de noruegos. Se iban de compras, bebían y se congregaban en tabernas marrones, comían hamburguesas y ya añoraban la siguiente visita, en primavera, cuando pudieran disfrutar de las cervezas al sol, cuando el Tivoli por fin empezaba la temporada.

Quería volver a casa.

A casa. Con sorpresa se dio cuenta de que Villefranche era su casa. No le gustaba la Riviera. De verdad que no. Eso era antes.

Ahora todo era tan nuevo.

Había vuelto a nacer, pensó, y su propio tópico la hizo sonreír. Se recorrió la tripa con los dedos. Ya estaba más firme, al menos más plana. Estaba tumbada desnuda en la cama, sobre el edredón. No había corrido las cortinas de terciopelo. Sólo los visillos, ligeros y medio transparentes, la separaban de cualquiera que pudiera estar fuera. Si alguien quería mirar, si había alguien al otro lado de la calle, en una ventana en el segundo piso, o en el tercero, si alguien de verdad quería verla, estaba a la vista. Entraba corriente de aire por la ventana. Se estiró. Notaba claramente la piel de gallina bajo las yemas de los dedos cuando los pasó por encima del brazo. Braille, pensó la mujer; su nueva vida estaba relatada en letras de ciego sobre la piel.

Sabía que ahora estaba corriendo riesgos. Nadie sabía hacer esto mejor que ella, y podría haber elegido seguir por un camino más seguro.

El primero fue perfecto. Inaprensible.

Pero lo seguro se le hacía demasiado invulnerable. Lo había comprendido en cuanto volvió a la villa junto a Baie des Anges.

La falta de libertad de lo aburrido, el entumecimiento de lo carente de riesgo, eran cosas sobre las que nunca había reflexionado y con las que, por tanto, no había sido capaz de hacer nada. No hasta que finalmente despertó y salió de una existencia acolchonada por las rutinas y el deber pasivo, donde nunca hacía más que aquello por lo que le pagaban. Nunca más, nunca menos. Los días se amontonaban lentamente. Formaban semanas y años. Envejecía. Cada vez más diestra. Cumplió cuarenta y cinco años y estaba a punto de morirse de aburrimiento.

El peligro le insufló nueva vida. El pánico la mantenía ahora despierta. El miedo hacía que le golpeara el propio pulso. Los días pasaban volando y la tentaban a salir corriendo detrás, felizmente aterrorizada, como un niño persiguiendo a un elefante de circo a la fuga.

«Y mueres tan lentamente que crees vivir -pensó la mujer, e intentó recordar el poema-. Trataba sobre mí. Era sobre mí sobre quien escribía el poeta.»

«The Chief sostiene que ella es la mejor. Se equivoca. Me tiro desde lo alto de los edificios con el equipo que nadie se atreve a probar. Ella es la que se queda en tierra y sabe si el equipo aguantará o se romperá. Yo buceo hasta profundidades en las que nunca he estado. Ella está sentada en el barco y ha calculado cuándo revientan los pulmones. Ella es una teórica, como yo en tiempos. Ahora yo soy alguien que actúa. Soy el Realizador, y por fin existo.»

Los dedos se deslizaron entre las piernas. La mirada buscó las ventanas al otro lado de la calle. Estaban iluminadas, y en una de las habitaciones se movía una sombra. Desapareció.

Tenía frío, y giró el cuerpo hacia la ventana. Tenía las piernas separadas. El que arrojaba sombra no volvió.

Podía tomarle el pelo eternamente a Inger Johanne.

Pero en eso no había deportividad.

Ni emoción.


Ragnhild eructó. Un líquido amarillo con vetas blancas le cayó por la barbilla y desapareció entre los profundos pliegues de su cuello. Inger Johanne la limpió cuidadosamente y volvió a recostar a la niña contra su hombro.

– ¿Duermes? -susurró.

– Mmm.

Yngvar se dio la vuelta, pesado como el plomo, y se puso la almohada sobre la cabeza.

– Estaba pensando una cosa -dijo ella en voz baja.

– Mañana -jadeó él, y volvió a darse la vuelta.

– Aunque todas las víctimas tenían una fuerte vinculación con Oslo -dijo Inger Johanne, ya no tan bajito-, todos los asesinatos tuvieron lugar fuera de la ciudad. ¿Has pensado en eso?

– Mañana, por favor -rogó Yngvar.

– Vegard Krogh vivía en Oslo. Aquella noche estaba en Asker sólo por casualidad. Fiona y Vibeke trabajaban en Oslo. Trabajaban mucho. Pasaban la mayor parte del tiempo en la capital. Pero, a pesar de esto, todos perdieron la vida fuera de Oslo. Raro, ¿no?

– No.

Él se incorporó apoyándose sobre el codo.

– Tienes que dejarlo -dijo con seriedad.

– ¿Se te ha ocurrido que puede haber una razón para ello? -preguntó su mujer impasible-. ¿Te has preguntado a ti mismo lo que pasa cuando se comete un asesinato fuera de Oslo?

– No me lo he preguntado a mí mismo, no.

– Kripos -dijo ella dejando a Ragnhild suavemente en la cuna, estaba dormida.

– Kripos -repitió él, adormilado.

– Nunca apoyáis a la policía de Oslo en los casos de asesinato. -El aserto de Inger Johanne no era una crítica.

– Sí.

– No en lo táctico -insistió ella.

– Bueno, yo…

– ¡Escúchame, muchacho!

Él se volvió a tumbar en la cama y se quedó mirando al techo.

– Te escucho.

– ¿Crees que el asesino desea tener una oposición más fuerte? ¿Un contrincante con más pericia?

– ¡Joder, Inger Johanne! ¡Hay que poner un límite a las especulaciones! Para empezar seguimos sin saber si se trata de un solo asesino. En segundo lugar, estamos tras la pista de un posible sospechoso. En tercer lugar…, la policía de Oslo tiene pericia más que suficiente. Yo diría que la mayoría de los criminales chiflados lo considerarían reto suficiente.

– Después de que desapareciera la mujer esa, Wilhelmsen, se dice que la mayoría se ha descompuesto y que…

– No escuches los rumores -aconsejó Yngvar,

– Simple y llanamente no quieres asumir la situación.

– No a las cuatro y diez de la madrugada -dijo él, que escondió la cara entre las manos.

– Eres el mejor -dijo ella calladamente.

– No.

– Sí. Escriben sobre ti. En los periódicos. Aunque no te dejes entrevistar tras aquel descuido…

– No me lo recuerdes -dijo él medio ahogado.

– Te presentan como el gran táctico. El outsitler grandullón, sabio y raro que no quiere ascender en el sistema, pero que se…

– Déjalo ya.

– Tenemos que instalar una alarma -afirmó ella.

– ¡Tienes que dejar de tener miedo, cariño!

Posó el brazo laxamente sobre el abdomen de ella. Inger Johanne seguía medio incorporada en la cama. Entrelazó sus dedos con los de él. Sonó el teléfono.

– ¡Joder! -Yngvar tanteó la mesilla en la penumbra-. Diga -ladró.

– Soy yo. Sigmund. Lo hemos encontrado. ¿Vienes?

Yngvar se sentó en la cama. Los pies toparon con el suelo congelado. Se restregó la cara y sintió la cálida mano de Inger Johanne contra la columna vertebral.

– Voy -dijo, y colgó el teléfono.

Se dio la vuelta y se acarició la nuca, inusualmente desnuda.

– Mats Bohus -dijo calladamente-. Lo han encontrado.

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