Capítulo 5

La visita al piso de Vibeke Heinerback no había hecho de Yngvar un hombre menos prejuicioso, pero al menos lo había disuadido de hacerse ideas previas sobre cómo transcurriría el funeral. Aparcó a cierta distancia. Las cunetas estaban abarrotadas de coches que volvían intransitable el camino.

El anterior líder del partido había puesto, generosamente, su casa a disposición del evento. La colosal villa estaba situada en primera línea de playa y a pocos cientos de metros de distancia de las antiguas pistas del aeropuerto de Fornebu. Se había sacudido de encima la polución y el estruendo de los aviones cuando tuvo lugar la largamente deseada reubicación del aeropuerto principal. Con sus grandes terrazas y la decena de balcones acristalados, además de las dos columnas jónicas de la entrada, la inhabitable y combada casa de troncos de madera había resurgido, cual ave Fénix, en un jardín que todavía no era sino barro y piedras sueltas, con una ladera gris ceniza y sin nieve que descendía hasta el fiordo.

La afluencia de afligidas gentes vestidas de oscuro era formidable.

Yngvar Stubø saludó a una mujer junto a la puerta y, por si acaso, le dio el pésame entre dientes. No tenía ni idea de quién era. Una vez dentro del hall, estuvo a punto de tropezar con el paragüero. Había por lo menos quince personas esperando a quitarse el abrigo. De pronto notó cómo alguien le tiraba de la manga y, antes de que pudiera volverse, un joven de cuello fino y corbata mal anudada le había quitado el abrigo y lo había empujado amablemente hacia uno de los varios salones que evidentemente había a disposición de los visitantes.

Yngvar se vio de pronto de pie con una copa medio llena en la mano. Como conducía, empezó a buscar un sitio donde dejarla.

– No lleva alcohol -le susurró una voz.

Reconoció a la mujer inmediatamente.

– Gracias -dijo aturdido, y se abrió paso por un costado para no bloquear la entrada-. Así que también usted está aquí.

Al intentar tragarse la última frase se acaloró.

– Sí -dijo amablemente la mujer, todavía en baja voz en el zumbido de la congregación-. Estamos aquí, casi todos. Esto no es política. Esto es una tragedia que nos afecta a todos.

Llevaba un ceñido traje chaqueta negro que al contrastar con el pelo corto y rubio hacía que pareciera más pálida que en la televisión. Yngvar bajó la vista, sobre todo por turbación, y se fijó en que el aire de entierro no había sido obstáculo para que la líder del Partido Socialista de Izquierdas eligiera una falda tan corta como para que, en sentido estricto, hubiera que pensar que le sobraba una década para poder llevarla. Pero tenía las piernas torneadas y de pronto se dio cuenta de que debería alzar la vista.

– ¿Y usted es amigo de Vibeke? -le preguntó la mujer.

– No.

Carraspeó y le tendió la mano. Ella la cogió.

– Yngvar Stubø -dijo-. Kripos. Central de la Policía Criminal. Encantado.

La mujer tenía la mirada azul y despierta, Yngvar percibió cierta curiosidad en el modo en que ladeó la cabeza mientras se pasaba la copa de una mano a otra. Luego se recompuso asintiendo levemente con la cabeza.

– Ojalá consiguierais llegar al fondo de este asunto -dijo antes de volverse hacia la habitación en la que Kjell Mundal, el líder recién sustituido del partido, estaba encaramado a una tribuna oratoria que probablemente le hubiera prestado algún hotel del vecindario.

– Queridos amigos -se oyó tras un carraspeo que atrajo la atención de todos-. Quisiera daros a todos cálidamente la bienvenida aquí a nuestra casa, de Kari y mía, con ocasión de esta ceremonia que hemos considerado importante y correcto celebrar.

Volvió a toser, esta vez con más violencia.

– Disculpad -dijo, y prosiguió-: Sólo han pasado dos días desde que recibimos la horrorosa noticia de que nos habían despojado, así de brutalmente, de Vibeke Heinerback. Vibeke…

Yngvar hubiera jurado que lo que caían de los ojos del señor, bien entrado en años, eran lágrimas. Lágrimas auténticas, pensó sorprendido. Eran verdaderas gotas saladas lo que, a la vista de todos, humedecía el rostro de corte recto del hombre que durante tres décadas se había perfilado como el político más tenaz, astuto y capaz de sobrevivir de toda Noruega.

– No es ningún secreto que Vibeke era…

El hombre calló. Respiró profundamente, como si estuviera cogiendo carrerilla.

– No quiero decir que era como una hija para mí. Tengo cuatro hijas y Vibeke no era una de ellas. Pero era una persona muy cercana para mí. En lo político, claro, ya que a pesar de su joven edad llevábamos muchos años trabajando juntos, pero también en lo personal. En la medida en que en política se puede…

Volvió a quedarse callado. El silencio era compacto. Nadie bebía. Nadie arrastraba la silla o los zapatos sobre el suelo de oscura madera de cerezo. Apenas había nadie que se atreviera a respirar. Yngvar recorrió la habitación con la mirada, sin mover la cabeza. En uno de los conjuntos de sofás, aplastado entre un ostentoso sillón orejero y dos hombres a los que Yngvar no conocía, estaba el presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores, con las manos metidas, profunda e incorrectamente, en los bolsillos del pantalón. Miraba por la ventana con los ojos entrecerrados, con el ceño fruncido en expectación, como si esperara que Vibeke Heinerback los fuera a sorprender a todos saludándolos desde la cubierta de uno de los barquitos que se aproximaban al muelle a los pies de la casa. Junto a un ramo de lirios blancos en un jarrón chino gigante, estaba una de las parlamentarias más jóvenes del Partido de los Trabajadores, que lloraba abiertamente, pero sin hacer ningún ruido. Era miembro de la Comisión de Finanzas y, por tanto, conocería a Vibeke Heinerback mejor que muchos otros, supuso Yngvar. El ministro de Finanzas, de pie junto a la tribuna y con la cabeza gacha, se enderezó distraídamente las gafas. El presidente del Parlamento se agarraba a la mano de una mujer, Yngvar decidió apartar la vista y llegó a la conclusión de que la villa de Teitsveien, en estos precisos momentos, tenía que ser el objetivo terrorista menos vigilado de Europa. Se estremeció levemente. Un solitario coche de policía uniformada era lo único que había visto al llegar.

– … en la medida en la que la política es un lugar amigable -concluyó finalmente el anciano-. Y lo puede ser. Me alegra que…

Yngvar saludó con la cabeza a la rubia de las piernas al descubierto, que le devolvió la sonrisa rápida y tristemente. Yngvar empezó a retirarse lentamente mientras el hombre seguía con su discurso ahí delante.

– Disculpe -les susurraba a las caras irritadas a medida que se iba acercando a su objetivo.

Por fin llegó al hall, que estaba desierto. Cerró con cuidado las puertas dobles y respiró profundamente.

Quizá no había sido muy buena idea asistir. Había tenido sus planes con la visita, la idea de que la ceremoniosidad del luto le proporcionaría una imagen más completa de Vibeke Heinerback. Era evidente que no había sido quien se las daba de ser públicamente. En todo caso era algo más. Aunque no se le pasaba por la cabeza que la imagen de los personajes públicos pudiera ser nunca auténtica, verdadera o completa -tal y como era retratada para el público con trazo grueso y poco detalle-, la inspección del lugar de los hechos le había causado una impresión mucho más profunda de lo que en realidad quería reconocer. Aquella mañana, mientras buscaba una camisa blanca limpia, pensaba que las personas del entorno de Vibeke Heinerback mostrarían más de sí mismas, y quizá también más de ella, durante una impulsiva ceremonia celebrada al poco tiempo de la muerte de la joven. Ya en estos momentos, a los pocos minutos de llegar, se daba cuenta de que debería habérselo pensado mejor. Este era un día para la alabanza, para los buenos pensamientos y los recuerdos gratos, para la aflicción y el compañerismo entre políticos.

Yngvar, dándole la espalda a las grandes puertas, se preguntaba dónde podría encontrar su abrigo. El discurso del antiguo líder del partido, con sus pausas y algún que otro carraspeo, se filtraba sordamente a través de la madera de la sólida puerta.

A la izquierda, donde un vano entreabierto daba a lo que podía ser una cocina, se oía otra voz. Una mujer susurraba tensamente y resoplando, como si en realidad quisiera gritar, pero le pareciera poco adecuado teniendo en cuenta la ocasión. Yngvar estaba a punto de hacerse notar cuando oyó:

– ¡Eso a ti te importa una mierda!

La voz de un hombre, profunda y agresiva.

El ruido de una copa estampada contra la mesa fue seguido por un claro sollozo de la mujer. Luego ella dijo algo. Yngvar distinguió sólo un par de palabras sueltas que carecían de sentido. Tentativamente dio un par de pasos hacia la franja de luz que salía de la puerta entornada.

– Ten cuidado -oyó que decía la mujer-. ¡Ya puedes tener cuidado, Rudolf!

Entró tan repentinamente en el hall que Yngvar se vio obligado a dar un paso hacia atrás.

La mujer dejó salir a un hombre, y luego cerró concienzudamente la puerta, estrechó la mano de Yngvar y le devolvió la sonrisa. Era más pequeña de lo que había creído, casi llamativamente pequeña. La cintura era esbeltísima, cosa que subrayaba con una falda negra ceñida que le llegaba justo por debajo de la rodilla. La blusa de seda gris tenía volantes en el cuello y el pecho; recordaba un poco a una versión en miniatura de Margaret Thatcher. La nariz era grande y curva, la barbilla puntiaguda. Los ojos eran dignos de una dama de hierro: azul glaciar y atentos, aunque la cara por lo demás pareciera relajada y receptiva.

– Kari Mundal -dijo a media voz-. Encantada. Bienvenido, debería decir. A pesar de las circunstancias. ¿Quizá conozca a Rudolf Fjord?

El hombre parecía el doble de alto que ella, y la mitad de viejo. Era obvio que tenía menos costumbre de ocultar sus pensamientos que la mujer. Al saludar, su apretón de manos fue húmedo. La mirada voló de acá para allá durante algunos segundos, hasta que por fin se sobrepuso y consiguió sonreír. Al mismo tiempo saludó con la cabeza, prácticamente hizo una reverencia, como si se hubiera dado cuenta de que no había tenido mucho éxito al estrecharle la mano.

– ¿Puedo ayudarlo con algo? -dijo Kari Mundal-. ¿El servicio? Es por ahí. -Señaló-. Cuando acabe la ceremonia -añadió-, sacaremos algo para picar. Obviamente no esperábamos que viniera tanta gente. Pero nada podría ser más lógico y adecuado. Vibeke, claro, era…

Se pasó furtivamente la mano por el pelo.

Kari Mundal era lo más cercano que había al icono oficial de las amas de casa de los buenos viejos tiempos: nunca había trabajado fuera del hogar, y tenía cuatro hijas, tres hijos y un marido que no ocultaba en absoluto que su fiel esposa era el principal motivo de su propia resistencia en la arena política. «Todo el mundo tendría que tener una Kari en casa», decía con frecuencia en las entrevistas, eternamente inmune a las fervientes acusaciones de las mujeres más jóvenes. «¡Una Kari en casa es mejor que diez en el trabajo!»

Kari Mundal se había ocupado de la casa y de los niños, y llevaba más de cuarenta años planchando camisas. Aparecía de buen grado en las revistas y en los programas de entretenimiento de la televisión los sábados por la noche y, especialmente desde que su marido se había retirado de la política, se había convertido en una especie de mascota de la nación, una abuelita amable, aguda y políticamente incorrecta.

– ¿Era el servicio lo que estaba buscando? -preguntó volviendo a señalar.

– Sí -dijo Yngvar-. Una bobada perderme el discurso de su marido cuando…

– Cuando la necesidad aprieta… -lo interrumpió Kari Mundal-. Rudolf, ¿entramos?

Rudolf Fjord volvió a hacer una reverencia, rígido y abiertamente incómodo. Siguió a la mujer mayor cuando ésta abrió la puerta del salón, que se cerró detrás de ellos sin siquiera emitir un ruido.

Yngvar estaba solo.

La voz ahí dentro sonaba ahora a sermón. Yngvar se preguntó si la congregación empezaría de pronto a cantar. El cadáver de Vibeke Heinerback no sería entregado para su entierro hasta pasado un buen tiempo. En ese sentido no había nada llamativo en una ceremonia como ésta. A pesar de todo, por primera vez desde que había llegado, se le ocurrió que había algo ligeramente de mal gusto en celebrarlo así, en una casa privada; una sesión convocada de forma repentina, pero obviamente bien planeada.

Al echar un vistazo a la habitación en la que Rudolf Fjord y Kari Mundal habían reñido con susurros, pudo confirmar sus suposiciones. La cocina era enorme, como si estuviera hecha para ocasiones como aquélla. Bandejas de plata con canapés, aperitivos y exquisitos hors d'oevres llenaban los bancos y las mesas, aplastadas entre cuencos llenos de coloridas ensaladas. Junto a la pared había una pila de cajas de agua mineral. En el marco de la ventana, de medio metro de profundidad y por lo menos dos metros de anchura, la anfitriona había colocado una gran cantidad de botellas de vino, tanto tinto como blanco. Algunas de ellas ya estaban abiertas.

Yngvar levantó con cuidado el plástico que cubría una bandeja y se metió tres trozos de pollo en la boca.

Después se retiró.

Descubrió un vestidor en el extremo del hall. De pronto, mientras masticaba intensamente e intentaba encontrar el suyo entre los montones de abrigos, chaquetas, sombreros y bufandas, se dio cuenta de la que señora Mundal no le había preguntado ni quién era en realidad ni por qué estaba allí. Era imposible que lo conociera; Yngvar sólo se había dejado entrevistar en una ocasión en un medio de comunicación de ámbito nacional. Al día siguiente se había prometido a sí mismo y a sus superiores que nunca se repetiría.

Por fin encontró su abrigo. Salió.

Una riña, pensó Yngvar cuando el aire fresco del mar le golpeó la cara.

Riñas en un día como éste. Entre la pequeña señora Mundal y Rudolf Fjord, el vicepresidente del partido y, según los periódicos, el heredero evidente del liderazgo tras Vibeke Heinerback. El desacuerdo era lo suficientemente importante como para que ni siquiera estuvieran presentes durante el discurso de Kjell Mundal en el salón principal.

Un golpe de viento hizo que los faldones del abrigo le golpearan las pantorrillas por detrás. Yngvar se estremeció, y echó a correr por la basta gravilla.

Obviamente no tenía por qué significar nada.

Cuando llegó al coche, oyó la llegada de los helicópteros. Eran dos: uno sobrevolaba una loma al este, el otro pasaba cerca del mar, a poca distancia de la playa. A lo largo del camino contó cinco hombres de uniforme, todos iban armados.

Así que la congregación de allá dentro estaba segura.

En la medida en que alguien lo esté del todo, se dijo, y metió la marcha del coche. Se vio obligado a ir marcha atrás cincuenta metros antes de que le fuera posible dar la vuelta.


Los dolores físicos no eran lo peor. A eso Yvonne Knutsen ya estaba acostumbrada. Hacía más de veinte años que la esclerosis múltiple maltrataba su cuerpo. Aunque no tenía más de sesenta y siete años, sabía que se acercaba el final. Nada le funcionaba. Las úlceras de cubito supuraban y eran dolorosas. Su cuerpo era como una cáscara en torno a algo que parecía una vida. Estaba postrada en la cama de una desagradable habitación de una institución que nunca había podido soportar. La pena estaba a punto de robarle las últimas fuerzas.

Desde luego Bernt era bueno. Se traía a Fiorella, todos y cada uno de los días, y se quedaba un buen rato, a pesar de que Yvonne echaba constantes cabezaditas. Ahora recibía una medicación más fuerte.

Deseaba morir. Pero Dios se negaba en redondo a venir a recogerla.

Lo peor de estar así postrada era el tiempo, que se alargaba al no poder hacer nada. Caminaba en círculos, en lazos, en grandes arcos, antes de volver al punto de partida; no quería pasar por esto. Su tiempo en la Tierra ya debería haber tocado fin, hacía mucho, y la pena hacía aún más insoportable el modo en que su cuerpo se aferraba a la vida.

Fiona había sido una buena hija. Por supuesto que se peleaban, como hacen siempre madres e hijas. Por temporadas la relación entre ellas se había enfriado, pero tampoco cabía esperar otra cosa. Nunca pasaban muchas semanas hasta que todo volvía a ser como antes. Fiona era buena. Eso solían decir las amigas de Yvonne, antes, cuando todavía era capaz de arreglarse y de servir café, y hasta alguna comida en los días buenos:

– Tienes suerte, Yvonne. Fiona nunca la había traicionado. Compartían un secreto, ellas dos.

El secreto era tan grande que se había vuelto invisible. Al principio se había interpuesto entre ellas como una corona de espinas. Cuando ya no hubo camino de vuelta, sin embargo, les había resultado sorprendentemente fácil cumplir lo que habían acordado: «Esto lo vamos a olvidar».

Yvonne Knutsen aún oía su voz de aquel tiempo, decidida y maternal, con una aguda arista de decidido instinto de protección.

– Esto lo vamos a olvidar.

Y lo habían olvidado.

Ahora Fiona estaba muerta, y la soledad había revitalizado el secreto. La perseguía, sobre todo por la noche, cuando le parecía verlo como una sombra junto a la ventana, un callado vengador que finalmente había encontrado razones para martirizarla, ahora que ya no tenía nadie con quien olvidar.

Con tal de que Dios le permitiera seguir los pasos de Fiona.

– Dios querido -susurró al cuarto.

Pero el corazón siguió palpitando tozudamente bajo su escuálido pecho.


La luz del día estaba desapareciendo. Eran las cuatro de la tarde del lunes 9 de noviembre. Un hombre de treinta y siete años estaba haciendo algo claramente ilegal: escalaba una grúa. El artefacto, amarillo y con más de veinte metros de altura, se alzaba sobre un caos de materiales de construcción y maquinaria. Apenas se había despegado del suelo cuando el hombre empezó a sentir cómo el frío viento le atravesaba la ropa. Los guantes eran demasiado finos. Su compañero ya se lo había advertido. El metal era como hielo, pero no se había atrevido a coger unos más gruesos, al fin y al cabo era mejor conservar el control sobre los dedos.

No subía lo suficientemente deprisa. Su compañero ya estaba a medio camino. Claro que también era más joven, y además estaba en mejor forma.

Vegard Krogh intentaba pensar en positivo.

En realidad no tenía fuerzas para estas cosas. Se encaminaba a regañadientes hacia los cuarenta, y nunca había obtenido el reconocimiento y la publicidad que se merecía. En su opinión, escribía de un modo accesible, pero también con fuerza literaria y alta calidad. Quienes escribían sus reseñas, en la medida en que la obra de Vegard Krogh era objeto de algo más que comentarios casuales en la prensa local de su lugar de origen, en el fondo estaban de acuerdo. Vegard Krogh tenía voz propia, había escrito uno de los cronistas; una pluma original e irónica. Se decía que tenía talento. Desde entonces no sólo había envejecido, sino que se había convertido en un autor de referencia. Lo sabía muy bien: tenía cosas importantes que contar. Su talento ya había florecido; ya debería estar consolidado, ser uno de aquellos con quienes se cuenta. En el panel de corcho de su casa colgaba la reseña de Morgenbladet de su tercera novela. No era gran cosa, un par de columnas, gastadas y amarillentas tras algunos años en la cocina, pero aparecía la expresión «fuerte, vital y, a veces, técnicamente brillante».

Los lectores, en cambio, lo traicionaban completamente. No pensar. Escalar.

Tendría que haberse puesto un mono de trabajo. Entre el jersey y la cintura del pantalón, había surgido un hueco. El frío lo picoteaba como témpanos de hielo contra las vértebras lumbares. Intentó repujarse la camiseta de lana con una de las manos. Lo alivió durante algunos segundos.

Que fuera lo que Dios quisiera. No sabía bien de dónde sacaba la energía. Sin pensar en el frío, sin prestar atención a la altura creciente sobre el suelo, sin pensar en el proyecto mortalmente peligroso que ahora estaba decidido a llevar a cabo, se concentraba en poner una pierna encima de la otra. Elevar una mano un estribo, mientras la otra se aferraba al metal. Una y otra vez. Mantener el ritmo. Darlo todo.

Estaba arriba.

El viento tenía tal fuerza que sentía cómo oscilaba la grúa. Miró hacia abajo. Cerró los ojos.

– No mires abajo -le gritó su compañero-. ¡Todavía no mires abajo, Vegard! ¡Mírame a mí!

Los párpados se le pegaban al iris.

Quería mirar, pero no se atrevía. La náusea se le echó encima, en tremendas oleadas.

– Esto tú ya lo has hecho antes -oyó la voz de su compañero, esta vez mucho más cerca-. Todo va bien, ¿sabes?

Una mano lo agarró por el brazo. Lo apretó.

– Esto es exactamente igual que en verano -dijo la voz-. La única diferencia es el tiempo que hace.

Y la ilegalidad, pensó Vegard Krogh intentando no mirar hacia atrás.

El periódico La lucha de clases había sido un callejón sin salida. Se había quedado demasiado tiempo. Quizá porque al fin y al cabo le dejaban escribir lo que quisiera. La lucha de clases era importante. Tomaba partido. Los periódicos debían tomar partido, sobre fundamentos limpios y políticos, y a Vegard Krogh le permitían despotricar cuanto quisiera. Con tal de que la agresión estuviera puesta en la dirección adecuada, como expresaba el director del periódico. Dado que La lucha de clases y Vegard Krogh tenían opiniones casi coincidentes sobre la vida cultural noruega, el escritor contaba con el apoyo incondicional de la redacción para sus venenosas reseñas perfectamente redactadas, sus furibundos análisis y sus burdos e injuriosos comentarios. Siguió durante varios años, hasta que comprendió abatido que casi nadie leía La lucha de clases.

Nunca se querellaban contra él.

Cuando le dieron el trabajo en TV2, como colaborador cultural, pareció que las cosas iban a mejorar. Durante un año escaso había sido una especie de figura de culto para los hombres jóvenes, acusadores y vestidos de traje, que sabían dónde se encontraba el país y adonde debía encaminarse Noruega. Vegard Krogh era uno de ellos, un poco mayor, quizá. Pero desde luego uno de ellos. Se dio a conocer como reportero intrépido en Joven y urbano, más tarde cada jueves a través de un furibundo rincón propio, de diez minutos de duración, en Entretenimiento absoluto.

Después, tras algunas casi demandas de más, que, gracias a un director del canal demasiado jovial y dispuesto a disculparse, nunca llegaron a la sala del juzgado, lo quitaron del cartel. En TV2 no estaban tan abiertos como en La lucha de clases a lo que, en una reunión interna de ajuste de cuentas, denominaron como payasadas, demostrando así su ignorancia. En realidad, a Vegard Krogh le dio exactamente lo mismo. TV2 era un canal completamente comercial del peor de los modelos norteamericanos.

Por fin se atrevió a mirar hacia abajo.

– ¿Lo ves? -Le gritó el compañero-. ¿Sobre la plancha naranja?

Vegard Krogh miró hacia abajo. El viento le transformó el anorak en un globo; una enorme burbuja que le impedía ver nada.

– Empieza -aulló.

– Tenemos que salir un poco más sobre el brazo de la grúa -le berreó su compañero soltándole el brazo-. ¿Podrás hacerlo?

Finalmente estaba donde tenía que estar. Intentó relajarse. Desdeñó el frío. Olvidó la altura. Fijó la mirada en el libro allá abajo; un rectángulo casi invisible sobre una gran plancha naranja. Se le caían las lágrimas, le echó la culpa al frío e intentó sentir su propia fuerza. A la izquierda, sobre una pila de ladrillos de alta resistencia, estaba la cámara. El fotógrafo se había puesto la capucha. Vegard Krogh alzó el brazo como señal. Una luz muy intensa lo deslumbró, y le llevó varios segundos volver a avistar la diana.

Tenía los tirantes bien ajustados. El compañero los comprobó una última vez.

– Ya está -dijo en voz alta-. Ya puedes saltar.

– ¿Así que estás seguro de que la cuerda aguanta? -gritó innecesariamente Vegard Krogh una vez más.

– Hasta el último gramo -le gritó su compañero-. ¡Te pesé tres veces antes de elegirla, joder! ¡La última vez que medí esta grúa fue ayer! ¡Salta! ¡Me estoy congelando!

Vegard Krogh le echó una última mirada al fotógrafo. La capucha con ribete de piel de lobo cubría la mitad de la cámara. El objetivo estaba dirigido hacia los dos que estaban en lo alto. A lo lejos se oía una sirena. Se aproximaba.

Vegard Krogh apuntó al libro, su última colección de ensayos, una mancha casi invisible sobre una plancha circular de color naranja.

Saltó.

La caída fue demasiado lenta.

Tuvo tiempo de pensar. Tuvo tiempo de pensar demasiado. Pensó que pronto cumpliría cuarenta años. Pensó en que su mujer no parecía demasiado fértil; llevaban ya tres años intentando tener un hijo, sin otro resultado que las decepciones mensuales sobre las que ya no merecía la pena hablar en voz alta. Pensó en que seguían viviendo en un piso de dos habitaciones en Granland y que nunca conseguían ahorrar más que unas minucias.

Cuando estaba a media caída, dejó de pensar.

Iba demasiado rápido.

Demasiado rápido, pensó el fotógrafo; el objetivo seguía el periplo del hombre hacia el suelo.

El libro crecía ante los ojos de Vegard. No era capaz de pestañear, sólo veía la cubierta blanca que crecía constantemente; echó los brazos hacia delante y hacia abajo, cayó contra el suelo y al final pensó: esto va demasiado rápido.

El viento le había arrancado el gorro, y su pelo rubio, muy escaso en la frente, rozó levemente la plancha naranja en el momento en que Vegard Krogh comprendió que todo había pasado. Con delicadeza, como si tuviera todo el tiempo del mundo, agarró su libro y se lo apretó contra el corazón; el hueso de la frente sintió un golpecito de tierra firme, el flequillo besó la madera fosforita.

La cuerda de goma pegó un tirón. El movimiento se trasladó al cuerpo, una tremenda presión desde la planta de los pies, un pulso oprimente que subía por las piernas desde las pantorrillas; fue como si la columna vertebral se le distendiera del violento empujón.

Se echó a reír.

Pegaba alaridos mientras se bamboleaba de arriba abajo, de lado a lado. Hipaba de risa en el momento en que la policía entró al descampado de la obra maniobrando con el coche y el fotógrafo procuraba recoger sus cosas al tiempo que corría hacia el agujero en la valla que rodeaba el recinto.

Vegard Krogh nunca se había sentido tan vivo. Con tal de que la película sirviera, todo sería perfecto. El salto había sido exactamente como tenía que ser, como era el libro, tal y como Vegard Krogh pensaba que había sido siempre: audaz, peligroso y desafiante, al límite de todo lo permitido.

No murió este lunes a mediados de febrero; muy al contrario, se sintió inmortal botando bajo la grúa amarillo fósforo, sobre una plancha de madera naranja, bajo los potentes focos azules, de espectáculo, del coche de policía que aullaba contra él allá abajo, en el suelo. Vegard Krogh flotaba entre llamativos colores una ventosa tarde gris, y se aferraba al primer ejemplar de su último libro: Puenting.

La muerte de Vegard Krogh se pospondría una semana y tres días, pero de eso él, naturalmente, no sabía nada.


Inger Johanne no conseguía que le gustara Sigmund Berli. El hombre no tenía el menor encanto. Se sacaba los mocos sin pudor. Se tiraba constantemente pequeños pedos sin ni siquiera pedir disculpas. Se hurgaba en los oídos, se mordía las uñas delante de cualquiera y, en estos precisos momentos, estaba desgarrando en pedazos una servilleta de papel sucia, sin pensar siquiera en que la corriente de aire se llevaba los pedazos haciéndolos caer al suelo.

– Es un chico majo -solía decir Yngvar, desanimado por la tibia actitud de Inger Johanne-. Un poco maleducado, nada más. Además Sigmund fue la única persona que realmente habló conmigo tras la muerte de Elisabeth y Trine.

El último argumento era irrebatible. Tras la brutal muerte de su primera mujer y su hija, Yngvar había estado a punto de hundirse. Estaba desvinculándose de la vida laboral y encaminándose a una seria y destructiva depresión, cuando Sigmund, con súbita fortaleza y tiernos cuidados, lo arrastró de vuelta hacia una especie de existencia que no acabó de tomar forma hasta que, dos años más tarde, conoció a Inger Johanne y empezó desde el principio.

– ¿Qué importan unos mocos en los pantalones frente la auténtica lealtad? -había preguntado Yngvar, con el resultado de que ahora el hombre estaba sentado sobre una de las banquetas de corcho en casa de Inger Johanne y que acababa de ingerir tres raciones de auténtico pollo de corral y ensalada de rúcula.

– ¡Qué comida tan rica haces! -dijo con una gran sonrisa. La mirada iba dirigida a Yngvar.

– Gracias -dijo Inger Johanne.

– Bueno, yo he preparado el aliño de la ensalada -bromeó Yngvar-. El aliño es lo más importante. Pero tienes razón. Inger Johanne es la cocinera de la casa. Yo no soy más que el… feinschmeckeren. Me encargo de los detalles. Todo aquello que eleva una comida ordinaria hasta…

Se echó a reír cuando ella lo atacó con el trapo de cocina.

– No soporta que le tomen el pelo -dijo, y la cogió entre sus brazos-. Pero en el fondo es buena.

La besó y se negaba a soltarla.

– La discusión en la cocina -empezó Sigmund arrugando con embarazo la servilleta, antes de dejarla a un lado, sin saber bien qué hacer con los restos destrozados-. Puede haber sido una tontería.

– Sí -dijo Yngvar, dejando que Inger Johanne se fuera-. Pero de todos modos creo que deberíamos recordarlo, por si hubiera algo en ese asunto. No es sólo que Kari Mundal y Rudolf Fjord se pelearan, sino que la discusión era tan importante como para que se perdieran el discurso perfectamente preparado de Kjell Mundal. No es propio de Kari Mundal dejar que se le escape una ocasión así de cultivar y apoyar a su marido. Y Rudolf Fjord parecía bastante alterado.

– La política -dijo Inger Johanne-, como es bien sabido, no es la catequesis. Si las discusiones violentas entre los bastidores políticos fueran fundamento suficiente para ser sospechoso de homicidio, no daríais abasto.

– Pero de todos modos…

Yngvar acercó la otra banqueta a la barra americana y se aposentó. Las piernas abiertas, los antebrazos sobre el banco.

– Había algo en toda la situación -dijo a media voz-. Algo… -Después meneó la cabeza-. Está apuntado -dijo con ligereza-. Pero por ahora lo dejamos así. Tenemos otras cosa de las que ocuparnos. Por ahora, quiero decir.

– Por ahora no tenemos prácticamente nada -dijo Sigmund hoscamente-. En ninguno de los casos. Nada de nada.

– Te estás poniendo muy duro -dijo Yngvar-. Algo tenemos.

– Algo -repitió Sigmund.

– Pero nada encaja -dijo Yngvar-. Nada nos lleva a ningún sitio. En eso estoy de acuerdo. No encontramos más líneas de conexión entre las dos mujeres que las más obvias, lo que determinamos desde el principio. Y que hemos repasado mil veces. La brutalidad de los asesinatos. El sexo de las víctimas. Su vida como personajes públicos. El municipio en el que vivían. -Bostezó largamente y prosiguió-: Pero es muy dudoso que estemos buscando a un asesino con especial predilección por Lørenskog. Vibeke y Fiona no se conocían, no tenían amigos comunes, ni siquiera conocidos, más allá de los que siempre se tienen en un país tan pequeño como éste. No han estado implicadas en ningún trabajo común. Llevaban vidas muy diferentes. Una era soltera y fiestera, la otra mujer de familia y madre. Me da la impresión de que…

– …a pesar de todo se trata de dos casos independientes -intervino Inger Johanne mientras sostenía un cazo bajo el grifo-. Pero los dos asesinos tienen que ser fornidos. A Vibeke la mataron delante de su casa y la llevaron en brazos hasta el dormitorio. Fiona fue reducida.

– ¿Soléis hablar así? -preguntó Sigmund.

– ¿Cómo?

– ¿Completando las frases el uno del otro? Como los gemelos de mi hermana.

– Hombre, es que nosotros somos almas gemelas -dijo Inger Johanne, sonriendo al ver que Sigmund no cogía la ironía-. Pensamos igual, sentimos igual. Todo el rato. ¿Café?

– Sí, por favor. Pero si… -se llevó la mano a la boca intentando mitigar un profundo eructo-, si se trata de dos casos independientes, ¿podría pensarse que el segundo asesino, me refiero al que se encargó de Vibeke Heinerback, hubiera intentado que pareciera una serie?

– Tampoco es que se pueda decir que dos asesinatos son una gran serie -apuntó Yngvar-. Casi un poco mísero. Pero antes que nada tenemos que ponernos de acuerdo en que no se trata del mismo asesino.

– Por supuesto que no podemos acordar eso -dijo Inger Johanne-. Todavía no. Pero estoy de acuerdo. Aunque las similitudes son muchas, no son de tal carácter que… Los asesinatos no gritan exactamente «crimen en serie».

– Me preguntaba… -comenzó Sigmund, y se sonrojó como un adolescente repleto de preguntas sin respuesta sobre la vida sexual.

Se rascó el muslo y ladeó la cabeza con torpeza. Por un momento estuvo guapo, pensó Inger Johanne. Echó agua en la cafetera, llenó una jarrita de leche y sacó un cuenco con azúcar moreno.

– Te preguntabas… -intervino Yngvar.

– Sólo quería saber. -Sigmund lo intentó de nuevo-. Cómo el perfilado este, el profiling

No conseguía decidirse ni por el noruego ni por el inglés y se pellizcó las aletas nasales con el pulgar y el índice.

– Puedes decir perfilado perfectamente -dijo Inger Johanne-. Profiling suena un poco…, a novela policiaca. ¿No te parece?

Se sirvió demasiado café, así que tuvo que acercar la boca a la taza y pegarle un sorbo al líquido ardiente antes de atreverse a levantarlo.

– ¡Ay! ¡Ay! -Sigmund se restregó el labio superior con fuerza y siguió farfullando-: Nosotros también sabemos bastante. Bastante. Pero ya que lo has aprendido en el FBI y eso, del jefazo aquel, pensé que…

– Leche -le interrumpió Yngvar, sirviéndole sin que nadie se lo pidiera hasta que se desbordó el café-. ¿Azúcar? ¡Aquí!

– Perfilado pueden ser muchas cosas -dijo Inger Johanne pasándole un trapo a Sigmund-. Cualquier asesinato contiene por lo general elementos que indican los rasgos de carácter del culpable. Los perfilados se usan en todas las investigaciones, en realidad. Sólo que no se usa el concepto.

– ¿Quieres decir -dijo Sigmund, secando sin ton ni son el banco y desparramando la leche del café- que cuando encontramos a un hombre en su propia casa, llena de basura, y con un cuchillo en la ingle, y el tipo que llamó a la policía está llorando en un rincón borracho como una cuba no formamos un perfil? ¿Un tipo de perfil de los de «el autor de los hechos se ha peleado con un pariente estando borracho y resulta que había allí un cuchillo tirado y que él no tenía intención de matarlo y que se arrepiente una barbaridad y que seguramente hubiera llamado luego a pedir ayuda»?

Inger Johanne se río de corazón y secó con un papel los restos del líquido marrón claro.

– Como si lo hubiera dicho yo misma -dijo-. Y el perfil que acabas de describir es tan común y tan fácil de construir que os lleva unos treinta segundos llegar a la conclusión de que el borrachín del rincón es el culpable. Pero supongo que no tenéis muchos casos de ésos, Yngvar y tú. La Kripos se ocupa de peores misterios.

– Pero Inger Johanne -dijo Sigmund, ya emocionado-, supongo que analizas cada caso descomponiendo…

– Se analiza el modo -lo ayudó Inger Johanne-. Se descompone, como dices tú, el acto criminal en sus componentes simples. Después llevamos a cabo una deducción a partir de los factores simples, además de la impresión de conjunto. En el análisis se le da peso al pasado y entorno de la víctima, a su conducta previa, tanto subjetiva como objetivamente, y al propio acto criminal. Una ardua labor. Y…, casi no hay otra ciencia tan insegura, tan difícil y tan poco de fiar como la de establecer un perfil.

La taza echaba vapor, a Inger Johanne se le empañaban las gafas.

– Lo que estás describiendo es en el fondo lo mismo que la investigación táctica -dijo Sigmund frunciendo el ceño.

Inger Johanne asintió y añadió:

– Puede parecérsele. La diferencia consiste principalmente en que la investigación táctica, en mayor grado que el perfilado, se atiene a…, cómo decir…, hechos incontrovertibles. Los perfiladores muchas veces son psicólogos. Pero mientras que el objetivo de un investigador táctico es encontrar al autor de los hechos, la tarea de un perfilador consiste en encontrar un modelo psicológico del criminal. En este sentido, el perfil no es más que un medio de apoyo para la investigación táctica.

– Así que si tuvieras que decir algo sólo sobre el asesinato de Fiona Helle… -dijo Sigmund, se le habían formado rosetones en las mejillas por la agitación-, olvidando por un momento completamente a Vibeke Heinerback, ¿qué dirías?

Inger Johanne le echó un ojo a Sigmund por encima de la taza.

– No estoy segura -dijo lentamente-. Todo resulta muy… poco noruego. No me gusta la expresión, porque ya han pasado los tiempos en que podíamos decir que estábamos a salvo de crímenes grotescos de este tipo. Pero de todos modos… -inspiró profundamente, bebió y prosiguió pasados unos segundos-, pues supongo que diría que se puede ver el contorno de dos perfiles bastante diferentes. Empezando por los rasgos comunes: el asesinato de Fiona Helle estaba bien planeado. Resulta bastante evidente que estamos hablando de un acto premeditado, es decir, de una persona capaz de proyectar hasta el último detalle la muerte de otra. No creo que la cestita de papel pudiera tener más función que la de albergar la lengua rebanada. Encajaba perfectamente. Que alguien pensara en cortarle la lengua a una persona, sin matarla antes, probablemente podemos descartarlo totalmente. El momento del crimen también era el adecuado. El martes por la noche. Todo el mundo sabía que Fiona Helle siempre estaba sola esa noche. Además, en varias ocasiones, se había jactado de que el Lørenskog era «un oasis de paz fuera del ajetreo de la gran ciudad»…

Dibujó en el aire unas comillas con dos dedos.

– Toda una expresión -dijo Yngvar.

– Y bastante idiota eso de contarle a todo el mundo que no había motivos para cerrar las puertas en el pequeño callejón sin salida, ya que todos cuidaban de todos y nadie era malo. -Sigmund resopló y prosiguió-: Ese comentario empujó a los chicos de Rommerike a llamar a la señora. Para advertirle, simple y llanamente. Pero la puerta seguía abierta de par en par. Había dicho algo del tipo «no ceder ante las fuerzas malignas». Por Dios…

Murmuró algo inaudible dentro de la taza de café.

– En todo caso -dijo Inger Johanne agarrando un cuaderno de dibujo que Yngvar había encontrado en la caja roja de juguetes de Kristiane-. El asesinato fue premeditado. Eso ya nos hace avanzar un buen trecho. -Apoyó los codos sobre el alto banco-. Hay base para sacar aún otra conclusión segura. Sostengo que un asesinato como éste nos revela un odio intenso. Tanto la premeditación, es decir, la firme determinación criminal que ha demostrado el autor de los hechos, como el método…

Surgió un breve silencio. Inger Johanne frunció la frente, casi imperceptiblemente, y giró el oído izquierdo hacia la entrada.

– No ha sido nada -dijo Yngvar-. Nada.

– Estrangular a una persona, atarla, cortarle la lengua… -Inger Johanne hablaba ahora a media voz, tensa y todavía a la escucha-. Odio -concluyó-. Pero a partir de ahí surgen los problemas. El dramatismo, la lengua dividida, el «origami»…, la escena entera, en realidad… -El lápiz rojo dibujaba lentamente círculos sobre el papel-. Puede ser una tapadera. Teatro. Camuflaje. El simbolismo clama al cielo por su banalidad, es tan…

– Infantil -propuso Sigmund.

– Si quieres -aceptó Inger Johanne-. Tan sencillo, en todo caso, que casi podría parecer un cover-up. Puede que tuviera la intención de aturdir. En ese caso estaríamos hablando de una persona excepcionalmente retorcida. Que además debía de odiar a Fiona Helle con considerable intensidad. Y así no hemos llegado más que a…

– Al principio, de nuevo -dijo Yngvar, abatido-. Pero ¿qué pasa si el simbolismo va en serio?

– Por Dios… ¿Acaso los indios no usaban la expresión literalmente? ¿«El hombre blanco habla con dos lenguas»? Si asumimos que el asesino mutiló el cadáver para decirle algo al mundo, tiene que significar que Fiona Helle no era quien aparentaba ser. Que era una mentirosa. Una traidora. Según él, claro. Según el asesino. Que en este perfil tan difuso y, por tanto tan inservible, me temo que parece… loco como una regadera.

– Una pena… -dijo Sigmund bostezando ruidosa y visiblemente- que no seamos capaces de encontrar más que minucias en su vida. Ningún conflicto grande. Algo de envidia por aquí y por allá, era una señora de éxito. Una bronca con Hacienda hace un par de años. Un conflicto con el vecino por un abeto que robaba la luz del despacho de Fiona. Nimiedades. Por cierto, talaron el árbol sin que el caso llegara a un juzgado.

– Resulta llamativo que no… -comenzó Inger Johanne, y se interrumpió a sí misma-: ¿Y ahora?

Su temor era visible al mirar a Yngvar.

– No es nada -dijo él una vez más-. Relájate. Está durmiendo.

Inger Johanne había accedido a que Ragnhild durmiera en el dormitorio, al menos cuando tuvieran visitas.

– Resulta llamativo -repitió vacilante- que no encontréis nada turbio en la vida de Fiona Helle. Muy llamativo. Tenía cuarenta y dos años. Se os tiene que haber escapado algo.

– ¿Por qué no pruebas tú? -dijo Sigmund, visiblemente ofendido-. Hemos tenido quince hombres trabajando en esto varias semanas y el resultado es nulo. ¿No podría ser que la señora simplemente fuera un modelo de virtud?

– Los modelos de virtud no existen -dijo Inger Johanne sin humor.

– Pero ¿y el perfil?

– ¿Qué perfil?

– El que ibas a hacer -aclaró Sigmund.

– No puedo hacer el perfil de quien mató a Fiona Helle -dijo Inger Johanne, que se bebió el resto del café de un sorbo-. No con seriedad, al menos. Nadie puede hacerlo. Pero puedo daros un buen consejo. Buscad las mentiras de su vida. Encontrad la mentira. Y quizá no necesitéis ningún perfil. Entonces tendréis al tipo.

– O a la tipa -dijo Yngvar con una débil sonrisa.

Inger Johanne no se dignó contestar. En vez de eso, salió de puntillas hacia el dormitorio.

– ¿Siempre se preocupa tanto? -susurró Sigmund.

– Sí.

– Yo no lo habría aguantado.

– Pero si tú apenas ves a tu familia -le recordó Yngvar.

– Corta el rollo. Estoy más en casa que la mayoría de la gente que conozco.

– Cosa que tampoco dice gran cosa.

– Eres medio bobo.

– Idiota -le sonrió Yngvar-. ¿Más café?

– No, gracias. Pero eso de ahí…

Sigmund señalaba hacia el final del banco, donde una botella brillaba amarronada a la luz de las velas del candelabro del cerco de la ventana.

– ¿No vas a conducir?

– La parienta tiene el coche. Una reunión de padres, o algo así.

– Ya ves.

Yngvar agarró dos copas de coñac sobredimensionadas y las sirvió.

– Salud -dijo Sigmund.

– No tenemos gran cosa por la que brindar -dijo Yngvar, y le pegó un sorbo.

Las garras de Jack rascaron el parqué. El animal se paró en seco en medio del cuarto y se estiró a la par que bostezaba largamente.

– No me digas que no parece que se está riendo -murmuró Sigmund.

– Creo que eso es lo que hace -dijo Yngvar-. De nosotros, quizá. De nuestras preocupaciones. Ése no piensa más que en comida.

El perro meneó levemente la cola y se fue para la cocina. Se puso a lloriquear ante la puerta de la basura. Aplastaba el hocico contra el suelo, para comerse a lametazos, ávidamente, las manchas de grasa y las migas.

– La comida la tienes en tu cuenco -dijo Yngvar-. ¡Guau!

Jack ladró agudamente y le gruñó a la puerta de la basura.

– No lo excites, anda. ¡Calla, Jack!

Inger Johanne volvió con Ragnhild despierta en brazos.

– Sabía que había oído algo -dijo, sin ocultar el tono triunfal de su voz-. Está mojada. La puedes cambiar. ¡Jack! ¡Ve a acostarte!

– La niñita de su papá -murmuró Yngvar, cogiendo cariñosamente a su hija en brazos.

– Nuestra niña bonita está mojada.

– Está hecho un flan -le dijo Sigmund a Inger Johanne.

– Ser buen padre, se llama a eso -apuntó ella, sonrió y siguió a Yngvar con los ojos cuando desapareció hacia el baño.

Jack los siguió con las orejas gachas. Se detuvo junto a la pared de separación con el salón, y le echó aún otra mirada suplicante a Inger Johanne.

– Acuéstate -dijo ella, y el perro desapareció.

Del primer piso subía música atenuada. La mitad del sonido desaparecía con el aislamiento del suelo. Los golpes del bajo eran lo único que llegaba hasta arriba, Inger Johanne frunció la nariz antes de ponerse a llenar el lavavajillas.

– Se oye bastante -constató Sigmund sin hacer ademán de irse-. ¿Puedo o qué? Señaló la botella de coñac.

– Sí, sí. Por supuesto. Sírvete.

La música subía cada vez más.

– Debe de ser Selma -murmuró Inger Johanne-. Una adolescente. Sola en casa, me imagino.

Sigmund sonrió y metió la nariz en la copa. Se estaba relajando, pensó con sorpresa. Había algo en el ambiente de la casa, en el tono, la luz, los muebles. Había algo en Inger Johanne. En el trabajo se murmuraba que era muy estricta. Se equivocaban, pensó Sigmund, mojando su labio dolorido en el alcohol. La quemadura le picaba agradablemente y bebió.

Inger Johanne no era estricta. Era fuerte, pensó Sigmund, a pesar de que era evidente que se preocupaba demasiado por el bebé. Quizá no fuera tan extraño, teniendo en cuenta lo rarilla que era la mayor de las niñas, una cría particular y enclenque, que aparentaba tres años menos de los que tenía en realidad. Yngvar se la había llevado al trabajo un par de veces, era capaz de matar del susto a cualquiera. Tan pronto se comportaba como una niña de tres años, como decía algo que podía haber salido de la boca de un estudiante universitario. Al parecer le pasaba algo en el cerebro. Algo que no sabían qué era.

A Sigmund siempre le había gustado Yngvar. Le gustaba pasar el rato con aquel hombre mayor que él. Pero de todos modos, rara vez tenían trato en su tiempo libre. Justo después del accidente, por supuesto, cuando la hija de Yngvar cayó sobre la madre al intentar limpiar los canalones y ambas murieron, Sigmund había estado ahí, claro. Recordaba la luz del sol bajo a través de las copas de los árboles, los dos cadáveres en el jardín, Yngvar que no decía nada, que no lloraba, que no hablaba. Simplemente se quedó de pie, con su nieto llorando en brazos, como si fuera la mismísima vida lo que estaba apretujando y casi aplastando.

– ¿Seguís teniendo a Amund los fines de semana? -preguntó Sigmund de pronto.

– En principio lo tenemos fin de semana sí, fin de semana no -dijo Inger Johanne, sorprendida por la pregunta-. Pero ahora, con el bebé y todo esto… Al principio supongo que era más bien un arreglo para aligerar la carga del yerno de Yngvar.

– No -dijo Sigmund.

– ¿Cómo?

Ella se volvió hacia él.

– No era por eso -dijo él llanamente-. Hablé mucho con Bjarne en esos momentos, ¿sabes? Con el yerno, quiero decir.

– Sé cómo se llama el yerno de Yngvar.

– Claro. En todo caso… Ese arreglo era para ayudar a Yngvar. Para darle algo por lo que vivir. Estábamos preocupados. Muy preocupados, Bjarne y yo. Me alegra ver que… -Se bebió el resto del aguardiente de un trago y echó una alegre mirada a su alrededor-. Este es un buen hogar -dijo con inesperada solemnidad en la voz; tenía los ojos húmedos.

Inger Johanne meneó la cabeza y se río entre dientes. Se puso los brazos en jarras, ladeó la cabeza y le siguió las manos con los ojos. Él se sirvió una copa triple, antes de ponerle el corcho a la botella con un dramático chasquido.

– Ya está. Suficiente por hoy. A tu salud, Inger Johanne. Eres toda una mujer, hay que decirlo. A mí me encantaría llegar a casa todos los días con la parienta y saber que le interesa lo que ando haciendo en el trabajo. Que supiera algo de eso. Como tú. Eres una gran chica. Salud otra vez.

– Y tú eres un tipo muy curioso, Sigmund.

– Qué va. Sólo estoy un poco borracho. ¡Anda!

Alzó la copa hacia Yngvar, que triunfalmente levantó los brazos y aplaudió con las manos por encima de su cabeza.

– Un cacho de bebé, un cacho de niña de nueve años y un mamarracho de bestia perruna duermen como tronquitos. Secos y limpios, todos ellos. -Se dejó caer sobre la banqueta de bar-. ¿Estás festejando, Sigmund? ¿Un lunes?

– Sí, por lo general salgo muy poco -dijo Sigmund, le había entrado hipo-. Oye, Inger Johanne…

– ¿Sí?

– Si tuvieras que imaginarte al peor de los asesinos posibles…, al más difícil de los asesinos en serie…, al más difícil de cazar, me refiero. Si tuvieras que hacer el perfil del asesino en serie perfecto, ¿qué pinta tendría?

– ¿No tenéis vosotros dos bastantes problemas con los criminales que realmente hay? -dijo inclinándose sobre el banco.

– Hazlo -le sonrió Yngvar-. Cuenta. Cuéntanos cómo sería.

La vela del alféizar de la ventana estaba a punto de consumirse. Bramaba alterada. Motas de hollín flotaban ante los reflejos de la oscura copa. Inger Johanne sacó otra vela, la insertó en el candelabro y encendió la mecha. Se quedó algunos segundos estudiando la llama.

– Sería una mujer -dijo lentamente-. Simplemente porque siempre nos imaginamos a un hombre. Tenemos problemas para imaginarnos el mal encarnado en una mujer. Curiosamente. La historia nos ha demostrado expresamente que las mujeres pueden ser malvadas.

– Una mujer -dijo Yngvar asintiendo.

– ¿Más?

Inger Johanne se volvió hacia ellos y contó velozmente con los dedos:

– Rica en conocimientos, por supuesto, y además competente, inteligente, retorcida y sin escrúpulos. Cosa que son, normalmente, las mujeres. Pero lo peor, lo peor de todo sería que…

De pronto daba la impresión de estar pensando en algo completamente distinto, como si estuviera buscando una idea que sólo se hubiera mostrado huidizamente. Los dos hombres le pegaron un sorbo al coñac, y se oyeron los berridos de un grupo de muchachos por la calle. Alguien apagó una luz en casa del vecino, la oscuridad al otro lado de la ventana de la cocina se hizo más densa, los reflejos más fuertes.

– ¿Lo peor de todo sería…? -se impacientó Yngvar.

– Es exactamente como si -comenzó ella, y se enderezó las gafas con el dedo índice estirado-. Es como si… Este caso me produce una sensación de déjà vu. Sólo que no consigo… -Volvió a enfrascarse en la llama de la vela, que bailaba en la corriente de la ventana que todavía no se habían podido permitir cambiar. Algo fugaz cruzó la cara de Inger Johanne-. Olvidadlo. Seguro que no es más que una tontería.

– Sigue -dijo Sigmund-. Por ahora sólo has enumerado lo más evidente. ¿Qué más haría falta para que esta tipa tuya fuera imposible de coger? ¿No están siempre más o menos locos?

– Locos no. -Inger Johanne negó decidida con la cabeza-. Perturbada, por supuesto. Embrutecida. Presumo que sufre de algún tipo de trastorno de personalidad. Pero no está completamente loca. En el sentido del derecho criminal, los asesinos rara vez están desequilibrados, la verdad. Pero lo que realmente dificultaría…, lo que haría que fuera prácticamente imposible pillarla, a no ser que se la cogiera con las manos en la masa…

– Cosa que esta supermujer evidentemente no dejaría que ocurriera -la interrumpió Yngvar restregándose la nuca.

– Exactamente -dijo Inger Johanne, y guardó silencio.

El grupo de muchachos de allá fuera había pasado ya. Las luces se iban apagando en las casas a lo largo de la calle Hauge. En el piso de abajo por fin había silencio. Sólo uno de los sempiternos gatos maulló en el jardín, para luego desaparecer. Inger Johanne se pilló sintiendo el silencio, la seguridad que había en aquella casa; por primera vez desde que se mudaron, se sintió realmente en casa. Pasó sorprendida la mano por la superficie del banco. Un tajo le rozó el dedo. Kristiane había estado jugando con el cuchillo en un momento que no la vigilaban. Inger Johanne recorrió con la mirada la pared que daba al oeste. La pared tenía arañazos de las garras de Jack; el parqué, rayones de los patines de la cuna de Ragnhild. Un dibujo a rotulador de un rascacielos rojo pálido se alzaba desde el suelo hasta el marco de la ventana.

Olisqueó. Olía a comida y un poco a cerrado, a bebé limpio y a perro sucio. Le llegó un leve olor a coñac en el momento en que Yngvar pegó su último sorbo. Se inclinó para recoger un colorido juguete de bebé que estaba tirado en el rincón del lavavajillas, y se percató de que Kristiane había escrito su nombre sobre el rodapiés con letras extrañas y torcidas.

Por fin habían habitado la casa, pensó Inger Johanne. Esto era ahora su hogar.

– Lo peor -dijo, manoseando una sonriente cabeza de león rodeada de anillos para morder y cintas de varios colores-. Lo peor de todo sería un asesino sin móvil.

Respiró profundamente, dejó el juguete y se quitó las gafas. Con la punta de la camisa intentó quitarles la grasa de la comida y las huellas de los dedos de las crías. Después dirigió su mirada miope hacia Sigmund y lo dijo una vez más:

– El asesino más difícil de pillar es el que mata sin motivos. El asesino cualificado e inteligente que no tiene el más mínimo motivo para desearles algún mal a sus víctimas. Toda investigación táctica moderna consiste, en el fondo, en encontrar el móvil del crimen. Se puede descubrir al más demente de los asesinos en serie, ya que en la elección más absurda y aparentemente azarosa de las víctimas habrá algún tipo de lógica oculta, alguna conexión. Si no hay nada de eso, ningún motivo, ninguna lógica, por muy delirante que sea, nos dan jaque mate. Un asesino así nos puede tomar el pelo…, eternamente.

La luz del alféizar ondeaba ahora con más fuerza y se apagó. Inger Johanne se puso las gafas, agarró los pomos y cerró mejor la ventana.

– Pero en realidad nunca he oído hablar de monstruos como ése -dijo con ligereza-. Me tengo que acostar. ¿Alguna pregunta más antes de que me vaya?

Ninguna.


Rudolf Fjord estaba limpiando el baño.

Eran las tres de la mañana del martes. El desgarbado caballero estaba a cuatro patas, restregando las junturas entre los azulejos del suelo. Usaba un cepillo de dientes y amoniaco. El hedor le picaba y le irritaba la nariz. Tosía, frotaba, maldecía y lo enjuagaba todo con agua demasiado caliente para sus manos desnudas. Estaba a medias. Los azulejos desde el lavabo y hasta la taza del váter estaban ya enmarcados en claro; juntas gris pálido contra cerámica azul acero. Resultaba extraño que un cuarto de baño pudiera ensuciarse tanto en sólo medio año. Iba a hacer también las paredes, pensó mientras se secaba los mocos con la manga de la camisa. Iba a vaciar los armarios, limpiar los cajones. Incluso le daría una pasada al interior de la cisterna. Todavía faltaban muchas horas para que tuviera que ir al trabajo.

No conseguía dormir.

Quizá vaciara las librerías, para pasarles la aspiradora a los libros, uno a uno. Eso haría que transcurriera el tiempo.

El alivio que había sentido ante la muerte de Vibeke, el jubiloso alivio físico del sábado por la mañana le había durado doce minutos. Cuando se dio cuenta de que Vibeke Heinerback era mejor seguro viva que muerta, se derrumbó, literalmente.

Había intentado levantarse del sofá, pero le habían fallado las piernas. Sudaba a mares, pero en frío. Las ideas le daban vueltas en la cabeza. Finalmente había conseguido llegar a la ducha y, después, reunir un atuendo adecuado para la reunión extraordinaria del grupo parlamentario.

Lo habían mirado.

Con el ceño fruncido.

Rudolf Fjord alzó el cepillo de dientes.

Las cerdas estaban chatas y grises. Inservibles. Se puso en pie y rebuscó por encima en la basura a la caza de otro. No encontró ninguno. El nudo en la garganta crecía. Arremetió contra uno de los cajones del mueble del baño y se cortó feamente al intentar sacar un cepillo nuevo del rígido envoltorio de plástico. El hedor a amoniaco resultaba ya insoportable. No encontró tiritas.

Realmente lo habían mirado con el ceño fruncido.

– Buenos compañeros de partido -había sonreído Vibeke, algo estirada, cuando los periodistas, con algo de curiosidad de más, habían intentado profundizar en la relación que había entre ellos-. Trabajamos muy bien juntos, Rudolf y yo.

Procuró respirar más profundamente.

Enderezó la espalda. Sacó pecho, metió tripa, como en la playa el año anterior, aquel verano maravilloso cuando aún nada estaba decidido. Cuando estaba seguro de que lo iban a nombrar líder del partido tan pronto como el viejo por fin decidiera que el momento estaba maduro para un cambio.

Sencillamente no conseguía respirar.

Estrellas rojas le bailaban ante los ojos. Estaba a punto de desmayarse. Tambaleándose, con las manos contra la pared, consiguió salir del baño. En el pasillo se recuperó un poco, le dieron arcadas pero no vomitó, y siguió tambaleándose hacia el salón, hasta la puerta de la terraza. Estaba cerrada. Intentaba mantener la calma, algo andaba mal con los goznes, sólo tenía que levantarla un poco, así. La sangre dibujó curiosas figuras sobre el marco. La puerta se abrió.

El aire gélido lo golpeó insuflándole vida.

Abrió la boca y respiró.

Lo habían mirado de un modo tan raro.

Llamativo, seguro que habían pensado eso. Extraño que Rudolf Fjord fuera claramente el más afectado por la brutal muerte de Vibeke Heinerback. Kari Mundal fue la peor.

De verdad que la gente no tenía ni idea de cómo era Kari Mundal. Una graciosa, diminuta y aguda ama de casa, pensaban todos.

Aguda desde luego era.

En el mejor de los casos no pasaría nada, pensó Rudolf Fjord tragando aire limpio. Ya estaba más tranquilo, y se abrochó la camisa con manos ligeramente temblorosas. La sangre ya había empezado a coagular. Se chupaba cuidadosamente el dedo.

La mezcla del amoniaco había que hacerla más diluida, se daba cuenta.

En el mejor de los casos no pasaría absolutamente nada.

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