– Si me permites que te lo diga, Inger Johanne; esta noche estás despampanante. De verdad, no se te puede negar. ¡Salud!
Sigmund Berli alzó su copa de coñac. No parecía incomodarle ser el único que bebía. Unas manchas rojas se le extendían en torno a los ojos como un eccema, y sonreía de oreja a oreja.
– Es increíble lo que puede hacer una buena noche de sueño -dijo Yngvar.
– Casi tres cuartos de un día -murmuró Inger Johanne-. Creo que no he dormido tanto desde que celebramos el fin del bachillerato.
Estaba de pie detrás de Sigmund y preguntaba mudamente, gesticulando y con muecas, por el sentido de traer al compañero a casa una noche cualquiera más entre semana.
– Sigmund está últimamente de Rodríguez -dijo Yngvar alegremente y en voz alta-. Y este hombre no tiene cabeza para comer si no le sirven la comida en la mesa.
– Si por lo menos me dieran comida como ésta todos los días -dijo Sigmund ahogando un eructo-. Nunca había probado una pizza tan buena. Nosotros solemos comprar la Grandiosa. ¿Es difícil hacer pizza? ¿Crees que me podrías dar la receta para mi mujer?
Hizo presa del último trozo cuando Yngvar iba a retirar la bandeja.
– ¿No preferirías una cerveza? -dijo Inger Johanne harta y mirando la botella de aguardiente sobre el alféizar de la ventana-. Si quieres comer más, quiero decir. ¿No sería eso lo más… apropiado?
– El coñac va con casi todo -comentó Sigmund, satisfecho y devorando el resto de la comida-. Se está de puta madre aquí con vosotros. Gracias por invitarme.
– De nada -dijo Inger Johanne sin entusiasmo-. ¿Sigues teniendo hambre?
– Tendría que ser bajo amenazas -se rió el invitado, y engulló la pizza con el resto del coñac.
– Por Dios -murmuró Inger Johanne, y se fue al baño.
Sigmund tenía razón. El sueño le había hecho bien. Las bolsas bajo los ojos ya no estaban azules, aunque, a la fuerte luz del espejo, seguían siendo más visibles de lo que a ella le hubiera gustado. Por la mañana se había tomado el tiempo de darse un baño de inmersión. Mascarilla para el pelo. Cortar y pintarse las uñas. Maquillarse. Cuando por fin se sintió lista para buscar a Ragnhild, ya se había echado una cabezadita de media hora. Su madre había exigido que le devolviera a la nieta el fin de semana siguiente. Inger Johanne había negado con la cabeza, pero la sonrisa de su madre indicaba que no iba a rendirse.
«¿Qué pasa con las madres? -pensó Inger Johanne-. ¿Acabaré yo misma así? ¿Acabaré siendo tan desesperante, tan provocadora, proyectando sobre los demás de ese modo? ¿Conseguiré alguna vez descifrar a mis hijas tan benditamente bien? Es la única persona a quien le puedo dejar a mis hijas, sin miedo, sin vergüenza. Me convierte en una niña otra vez. Lo necesito; alguna rara vez necesito no tener responsabilidades, que no se me exija nada. No quiero acabar como ella. La necesito. ¿Qué pasa con las madres?»
Dejó que el agua fría cayera y cayera sobre las manos.
Lo que más le apetecía era acostarse. Era como si el buen sueño de la última noche le hubiera recordado a su cuerpo que era posible dormir; ahora aullaba por más. Pero no eran más que las nueve. Se secó concienzudamente, se puso las gafas y volvió sin ganas a la cocina.
– ¿Qué piensas tú, Inger Johanne?
La cara de luna de Sigmund le sonreía expectante.
– ¿Sobre qué? -preguntó ella intentando devolver la sonrisa.
– Sostengo que ahora tiene que ser más fácil hacer el perfil del asesino. Si nos tomamos en serio todas tus teorías, quiero decir.
– ¿Todas mis teorías? No es que tenga muchas teorías.
– No seas quisquillosa -dijo Yngvar-. Sigmund tiene razón, ¿no?
Inger Johanne empuñó una botella de agua mineral y bebió. Después enroscó la tapa, se lo pensó, sonrió fugazmente y dijo:
– En todo caso tenemos muchos más datos que antes. En eso estoy de acuerdo.
– ¡Venga, mujer!
Sigmund empujó hacia ella papel y bolígrafo. Le brillaban los ojos, estaba expectante como un niño. Inger Johanne, irritada, se quedó mirando fijamente las hojas en blanco.
– El problema es Fiona Helle -dijo lentamente.
– ¿Por qué? -preguntó Yngvar-. ¿No era ella la única que no nos suponía un problema? En su caso tenemos un autor de los hechos, una confesión y un excelente móvil que apoya la confesión del asesino.
– Exacto -dijo Inger Johanne sentándose en la banqueta de bar que quedaba libre-. En ese sentido no encaja.
Cogió tres hojas y las colocó en fila sobre el banco. Con un rotulador escribió «FH» en la primera hoja, y la dejó a un lado. Cogió la segunda, escribió «VH» con grandes letras, y la puso ante sí. Se quedó un rato mordiendo el bolígrafo antes de garabatear «VK» sobre la última hoja y colocarla en fila con las demás.
– Tres asesinatos. Dos sin resolver.
Estaba hablando consigo misma. Mordisqueaba el bolígrafo. Pensaba. Los hombres mantenían silencio. De pronto escribió «martes, 20 de enero», «viernes, 6 de febrero» y «jueves, 19 de febrero» bajo las iniciales.
– Días distintos -murmuró-. No hay ritmo en los intervalos.
La boca de Yngvar se movió al hacer los cálculos.
– Diecisiete días entre el primer crimen y el segundo -dijo-. Y trece entre los dos últimos. Treinta entre el primero y el último.
– Eso al menos es un número redondo -lo intentó Sigmund.
Inger Johanne echó a un lado la hoja de «FH». La volvió a coger.
– Algo está mal -dijo-. Algo está completamente mal.
– ¿No podríamos partir de la idea de que hay alguien detrás de todo esto? -apuntó Yngvar con impaciencia, y volvió a poner la hoja en su sitio-. Vamos a suponer que Mats Bohus está bajo la influencia de alguien. Alguien que del mismo modo ha influido sobre otros para que maten a Vibeke Heinerback y Vegard Krogh. Vamos…
Inger Johanne frunció la nariz.
– Suena completamente disparatado -profirió-. No entiendo…
– Vamos a intentarlo, sólo -insistió Yngvar-. ¿A quién te imaginas? ¿Qué tipo de persona podría…?
– Tiene que ser una persona con un conocimiento de la psique humana fuera de lo común -dijo ella, de nuevo daba la impresión de hablar para sí misma-. Psiquiatra o psicólogo. Un policía experimentado, quizás. ¿Un sacerdote tarado? No… -Con los dedos martilleaba la hoja con las iniciales de Fiona Helle. Se mordió el labio. Guiñó los ojos, se enderezó las gafas-. Lo cierto es que no consigo… ver las verdaderas conexiones en esto. No si…, pero y si…
De pronto se levantó. En un estante sobre el televisor estaba la carpeta con sus anotaciones. Las fue ojeando con impaciencia mientras volvía y sacó la fotografía de Fiona Helle. Al volver a sentarse, dejó la fotografía sobre la hoja con las iniciales de la víctima.
– En realidad este caso es completamente clean cut -dijo-. Fiona Helle traicionó a su hijo. No creo que se le pueda reprochar lo que ocurrió en 1978, cuando nació Mats y la madre de Fiona tomó una decisión que iba a ser fatídica para tres generaciones. Pero supongo que no soy la única que entiende de algún modo la fuerte reacción de Mats Bohus ante lo que sucedió. Se puede opinar lo que se quiera de la extraña fijación que parecen tener algunas personas con sus orígenes biológicos, pero…
Su mirada no quería soltar la fotografía. Inger Johanne se quitó las gafas, levantó la fotografía y la estudió.
– Pero… -se impacientó Sigmund.
– Se trata de sueños y grandes expectativas -dijo ella en voz baja-. Muchas veces, al menos. Cuando las cosas se tuercen y la vida se pone demasiado dura, puede resultar tentadora la idea de que ahí fuera hay algo que es tu verdadero yo, que es la verdadera vida. Se convierte en un consuelo. Un sueño, y algunas veces una obsesión. La vida de Mats Bohus ha sido más difícil que la de la mayoría. El rechazo final y absoluto de su madre debe de haber sido… demoledor. Esta vez ella tenía todo que ofrecer, pero nada que dar. Mats Bohus tenía motivos para matarla. La mató él.
Pensativa dejó la fotografía sobre la hoja. Las unió con un clip. Como si los otros ya no estuvieran, se quedó sentada en silencio mirando la fotografía de la bella estrella de la televisión con los ojos fascinantes, la nariz recta y la boca sensual y provocativa.
Sigmund le echó una mirada furtiva a la botella que estaba en la ventana. Yngvar asintió con la cabeza.
– ¿Y si…? -volvió a comenzar Inger Johanne, ahora se percibía ardor en su voz-. ¿Y si nos imagináramos que no se trata de tres casos en serie?
– ¿Qué? -dijo Yngvar.
– ¿Eh? -dijo Sigmund, y se llenó la copa de coñac.
– Supongo que deberíamos… -comenzó Yngvar.
– Espera -dijo Inger Johanne, tajante.
Colocó las hojas formando una pirámide. Puso la palma de la mano sobre el rostro de Fiona Helle.
– Este caso está resuelto -dijo-. Un asesinato. Una investigación. Un sospechoso. El sospechoso tiene móvil. Confiesa. La confesión está apoyada por el resto de los datos que tenemos del caso. Case closed.
– De verdad que ahora no entiendo adonde quieres ir a parar -dijo Yngvar-. ¿Hemos vuelto al principio? ¿Piensas que todo esto no son más que casualidades y que se trata de tres casos independientes…?
– Pero ¿qué pasa con la simbología? -interrumpió Sigmund-. ¿Qué pasa con la conferencia que escuchaste hace trece años y que…?
– ¡Espera, espera!
Inger Johanne se había levantado. Caminaba en círculos por la habitación. De vez en cuando se detenía junto a la ventana. Miraba a la calle sin verla, como si estuviera buscando a alguien sin esperanzas de verlo.
– Es la lengua -dijo-. La lengua cercenada es el punto de partida. La clave.
Se volvió hacia los dos hombres. Se le estaban formando coloretes circulares sobre las mejillas, junto a las gafas que se le empañaban. Yngvar y Sigmund estaban completamente callados, profundamente concentrados, como si estuvieran asistiendo a un momento de peligrosa revelación.
– Ya estábamos ahí el primer día -dijo Inger Johanne con tensión-. El primer día de todos, cuando encontraron a Fiona Helle con la lengua tajada y bellamente envuelta, ya estábamos ahí. Comentamos lo sencillo que era. Que era un simbolismo muy sencillo, muy fácil de comprender, como sacado de una novela barata de indios y vaqueros. Tú mismo lo dijiste, Yngvar, el otro día…, dijiste que seguro que había infinitos ejemplos en la historia del mundo de cadáveres con la lengua cortada. Tienes razón. Tienes toda la razón. El asesinato de Fiona Helle no tenía nada que ver con la conferencia que escuché un caluroso día de principios de verano en un auditorio en Quantico. Es tan…
Se echó las manos a la cara y se meció levemente de lado a lado.
– ¿Tan qué?
– Tan banal -dijo medio ahogada-. Tan obvio. Por Dios. -Yngvar la miraba completamente desconcertado-. No me toques. Déjame continuar.
Sigmund había dejado de beber. Tenía la boca entreabierta, con los labios rojos y húmedos. La mirada vagó de Inger Johanne a Yngvar y de vuelta, Jack, el Rey de América, había entrado en el salón. Incluso el perro estaba petrificado, con la boca cerrada y las fosas nasales vibrando.
– Estos tres casos -dijo Inger Johanne por fin dejando caer los brazos- tienen una serie de rasgos en común. Pero en vez de desenterrar más de ellos, debemos preguntarnos qué es lo que los diferencia. ¿Qué es lo que hace que el caso de Fiona Helle sea tan completamente distinto de los otros dos?
Yngvar no le había quitado los ojos desde que empezó a dar vueltas por la habitación. Por fin se permitió coger la botella de agua. Le temblaban ligeramente las manos cuando desenroscó el tapón.
– Que está resuelto -dijo brevemente.
– ¡Exacto!
Inger Johanne lo señaló con las dos manos.
– ¡Exacto! ¡Que se dejaba resolver!
Jack meneó la cola y se puso a gimotear a sus pies. Inger Johanne le pisó la pata sin querer al volver corriendo hacia el banco. El perro aulló. Continuó:
– En el caso del asesinato de Fiona Helle encontrasteis respuestas -dijo sin hacerle caso al perro, y cogió la fotografía-. Os costó un poco, tropezasteis y estabais un poco desorientados. Pero la respuesta estaba ahí. En el informe de la autopsia había datos que conducían a una vieja y triste historia, que a su vez conducía a Mats Bohus. Al asesino. Móvil y posibilidad. Todo estaba ahí, Yngvar. Como lo está, por lo general. Como se resuelven por lo general los casos de asesinato en este país.
Sigmund agarró la botella y bebió.
– Hola -dijo-. Estoy aquí, yo también.
– Pero mira los otros dos casos -dijo Inger Johanne lanzando la fotografía sobre el banco antes de agarrar las hojas con las grandes letras, «VH» y «VK»-. ¿Alguna vez en toda tu carrera te habías topado con dos casos tan carentes de sospechosos? ¿Tan caóticamente llenos de pistas falsas y de rodeos? Trond Arnesen…
Escupió el nombre por toda la superficie del banco.
– Un chiquillo. Tiene sus secretos, como todo el mundo. Pero es obvio que no la ha matado. La coartada se sostiene, incluso con un agujero de una hora o dos para un revolcón ilegal.
– Rudolf Fjord sigue siendo un nombre interesante -objetó Sigmund.
– Rudolf Fjord -suspiró ella-. Por Dios. Seguro que no es un angelito, él tampoco. No hay angelitos. En ningún sitio…
Yngvar puso su mano sobre la de ella; estaba apoyada sobre el banco con los puños aferrados a dos hojas de papel. La acarició sobre la tensa piel.
– En estos dos casos… -dijo desembarazándose de él-, nunca vais a conseguir más que pisotear la vida de la gente con zapatos de pinchos. Como la policía nunca se rinde, pondréis cabeza abajo destinos de personas cada vez más alejadas de los asesinados. Antes de que os rindáis, hasta que por fin comprendáis que nunca vais a encontrar al asesino, habréis destrozado a tanta gente, habréis estrellado tantas existencias, tantas…
– Ahora te vas a tener que calmar, Inger Johanne. Siéntate. Parto de la idea que deseas que te comprendamos. Así que vas a tener que tomar las curvas con un poco más de calma.
Ella se sentó de mala gana. Se echó el pelo detrás de las orejas, sin éxito. Se volvía a caer todo el rato: el flequillo le había crecido demasiado.
– Necesitas una copa -dijo Sigmund alzando la voz-. Eso es lo que necesitas.
– No, gracias.
– Vino es lo que hace falta -dijo Yngvar-. Yo, al menos, pienso servirme una copa.
Un coche pasó traqueteando por la calle. Jack alzó la cabeza y se puso a gruñir. Yngvar sacó una botella del aparador del rincón, la sostuvo a un brazo de distancia y asintió satisfecho con la cabeza. Se sirvió a sí mismo y a Inger Johanne.
– Estoy de acuerdo con la división que haces -dijo asintiendo-. El caso de Fiona Helle es un caso más… normal, se podría decir, que los otros dos.
– Normal, normal -dijo Sigmund llenando su propio vaso hasta el borde-. Muy normal no es cortarle la lengua entre los morros de la gente.
Yngvar hizo caso omiso del comentario y del tono, tomó un trago, dejó la copa y cruzó los brazos sobre el pecho.
– Lo que no entiendo es la conexión que ves… -dijo.
Le sonrió amablemente a Inger Johanne, como si tuviera miedo de provocarla. Eso la provocó.
– Escucha -dijo ella, todavía hablando un poco más alto de lo normal, un filo de miedo, emoción y enfado-. El primer caso desencadenó los otros dos. Es el único modo de que todo se resuelva.
– Desencadenó -repitió Yngvar.
– ¿Desencadenó? -preguntó Sigmund.
Sigmund parecía ahora más alerta, apartó de sí las copas.
– No consigo que encaje ninguna otra cosa -dijo Inger Johanne-. Tal y como lo veo, el primer asesinato tuvo lugar exactamente tal y como se nos muestra ahora. Fiona Helle machacó los sueños de Mats Bohus. Él la mató y le cortó la lengua, y la dividió en dos como símbolo de lo que sentía: que ella mentía sobre las cosas más importantes de la vida. Se presentaba hacia fuera como la auxiliadora de los necesitados, la salvadora de los despojados. Cuando su propio hijo la necesitó, se vio que todo era una fachada. Una formidable mentira, él tuvo que verlo así.
Jack ladró. Al mismo tiempo, como si fuera por causa y efecto, se abrió la ventana de la cocina. La corriente fría apagó las velas. Yngvar se levantó maldiciendo.
– A ver si cambiamos estas ventanas -dijo, y aporreó el marco contra el cerco antes de encender una cerilla para volver a prender las velas.
– Así que tiene que haber alguien ahí fuera -dijo Inger Johanne como si nada hubiera pasado, mantenía la vista sobre un punto indeterminado de la pared-. Alguien que ha escuchado la conferencia de Warren sobre la proportional retribution. Y después se ha propuesto copiarla. Y lo ha hecho.
Un ángel pasó por la habitación.
El silencio se prolongó.
Las llamas de las velas seguían ondeando levemente con la corriente. Jack por fin se había calmado. Sigmund respiraba con la boca abierta. Un agradable aroma a coñac se extendía entre las tres personas en torno a la mesa de la cocina.
«Así tiene que ser -pensó Inger Johanne-. Alguien se dejó… inspirar. Alguien cogió la oportunidad, cuando se había cometido un asesinato y cortado y envuelto una lengua. Habían movido la primera pieza. Mats Bohus fue un desencadenante casual e ajeno.»
Todos seguían en silencio.
«Nunca he oído hablar de algo así -pensó Yngvar-. Durante todos estos años, con toda mi experiencia, con todo lo que he leído y estudiado, nunca he oído hablar de un caso como éste. No puede ser correcto. Simplemente no puede ser verdad.»
El silencio se mantuvo.
«Es una mujer maravillosa -pensó Sigmund-. Pero se le acaban de cruzar los cables del todo.»
– Está bien -dijo finalmente Yngvar-. ¿Y qué móvil podría haber para algo así?
– Eso no lo sé -dijo Inger Johanne.
– Prueba -dijo Sigmund.
– No conozco el móvil.
– ¿Qué tipo de…?
– Tiene que ser mucho más inteligente que la media. Muy por encima de la media en conocimientos. Tiene que…
Inger Johanne se acercó casi imperceptiblemente a la mesa, se acercó a los demás.
– Se trata de una persona que conoce muy bien el trabajo policial. Su investigación, tanto técnica como táctica. Los procedimientos y las rutinas. Por ahora no habéis encontrado una sola huella biológica de importancia. Nada. Apuesto a que tampoco vais a encontrar nada. Tácticamente estáis completamente estancados. Es obvio que es un hombre sin… -Se quitó las gafas con expresión ausente-. Un hombre sin empatia -dijo-. Una persona dañada. Con una perturbación de personalidad. Pero adaptada, probablemente. No tiene por qué tener antecedentes. Y no puedo librarme de… -La mirada que le lanzó a Yngvar, poco clara e indagadora, estaba marcada por una incipiente desesperación-. Tiene que ser policía -dijo desesperada-. O si me apuras alguien que… ¿Cómo puede saberse tanto? Tiene que haber escuchado la conferencia de Warren, ¿no? No puede ser una casualidad que elija la misma simbología.
Mantuvo la respiración. Despacio empezó a soltar el aire entre dientes apretados.
– La misma simbología…
– Estamos buscando a una persona que tiene los crímenes por especialidad -dijo llanamente y sin tono en la voz-. Un banco de conocimientos eficiente y malogrado.
– Así que al final no ha influido sobre otros para que maten -dijo Sigmund interrogativamente-. ¿Hemos dejado atrás esa teoría?
– Lo ha hecho él mismo. Sin ninguna duda. -Inger Johanne no soltaba la mirada de Yngvar-. No confía en nadie -continuó-. Desprecia al resto de las personas. Probablemente lleve una vida que para otros sea solitaria, pero sin estar completamente aislado. En realidad las personas no le interesan. Sus acciones son en sí mismas tan grotescas, y la imitación del simbolismo tan enferma que…
Pasó la mano lentamente sobre la superficie del banco y bajó la vista.
– Dilo…
– Ni siquiera tiene por qué tener nada en especial contra Vibeke Heinerback o Vegard Krogh -dijo.
– En lo que se refiere al último -murmuró Yngvar-. El asesino tendría que ser el único…, que no tenía nada contra él, quiero decir. Pero si todo esto fuera correcto, ¿cuál sería el móvil? ¿Qué putos motivos podría tener alguien para…?
– ¡Espera! -Inger Johanne agarró la mano de Yngvar y la estrujó-. El móvil no tiene por qué estar en perjudicar a Vibeke o a Vegard -dijo ella de nuevo, emocionada y con prisa, como para forzar a aparecer a un pensamiento que se le había escapado-. Pueden haber sido elegidos por el simple motivo de que eran famosos. ¡El asesino quería que los crímenes llamaran la atención, como hizo el primero, el asesinato de Fiona Helle! Este caso tiene…
– Vegard Krogh no era famoso -la interrumpió Sigmund-. Yo, por ejemplo, no tenía ni idea de quién era hasta que lo mataron.
Inger Johanne soltó la mano de Yngvar. Se puso las gafas sobre la nariz. Alzó la copa de vino y bebió.
– Tienes razón -dijo-. Tienes toda la razón. No entiendo bien cómo…
– En algunos círculos sí era bastante conocido -dijo Yngvar-. Había salido en la tele y…
– Sigmund tiene algo de razón -dijo Inger Johanne-. El que Vegard Krogh no fuera más famoso es un punto débil de mi teoría. Por otro lado…
Se interrumpió a sí misma con expresión pensativa, como si estuviera intentando agarrar algo que era demasiado débil y difuso como para compartirlo con los demás.
– Pero el móvil -repitió Yngvar-. Si la intención inicial no era dañar a Vibeke o a Vegard, ¿qué intenciones tenía? ¿Jugar con nosotros?
– ¡Shh! ¡Shh! -Inger Johanne volvía a estar despierta y alerta-. ¿Lo habéis oído? ¿Venía de…?
– Sólo es Kristiane -dijo Yngvar levantándose-. Voy yo.
– No. Déjame a mí.
Inger Johanne procuró no hacer ruido al salir al pasillo; Ragnhild aún podía dormir una hora más antes de volver a comer. Del cuarto de Kristiane salían sonidos que Inger Johanne no entendía.
– ¿Qué estás haciendo, mi niña?
Susurró al abrir la puerta.
Kristiane estaba sentada en medio de la cama. Se había puesto los leotardos y el jersey de esquiar. Sobre la cabeza llevaba un sombrero de fieltro; un sombrero tirolés verde y con una pluma que le había traído Yngvar de Munich. Sobre la cama, en torno a ella, había cinco muñecas Barbie. En la mano la niña sostenía un cuchillo y sonreía en dirección a la madre.
– Pero… ¡Kristiane! ¿Qué es lo que estás…? -Inger Johanne se sentó en la cama y le quitó con cuidado el cuchillo a su hija-. No puedes… Es peligroso…
Hasta ese momento no se había fijado en las cabezas de las muñecas. Las Barbies estaban decapitadas. Y el pelo estaba cortado y esparcido por el edredón como bolitas de adornos de Navidad viejos.
– ¿Qué es lo que estás…? -Inger Johanne tartamudeaba-. ¿Por qué has destrozado tus muñecas?
La voz le salió más enfadada de lo que había pensado. Kristiane rompió a llorar.
– Por nada, mamá. Es que me aburría.
Inger Johanne dejó el cuchillo en el suelo. Cogió a su hija, se la puso sobre el regazo, le quitó el ridículo sombrero y la apretó contra su cuerpo. La meció de lado a lado. La besó en el pelo revuelto.
– No tienes que hacer cosas así, tesoro. Que no se te ocurra hacer cosas como éstas.
– Es que me aburría muchísimo, mamá.
La ventana estaba abierta. El cuarto helado. Inger Johanne se notaba la piel de gallina por todo el cuerpo. Después lanzó los restos de las muñecas a un rincón, empujó el cuchillo más adentro bajo la cama y levantó el edredón. Se acostó junto a la niña, con la tripa pegada a la espalda de su hija. Así se quedó tumbada Inger Johanne, susurrando palabras de cariño en el oído de Kristiane, hasta que el sueño por fin venció a la niña llorosa.
A Kari Mundal no se le daban bien las cuentas. Pero era aguda de cabeza y tenía un desarrollado sentido común, y además sabía más o menos lo que estaba buscando. No porque nadie se lo hubiera dicho, sino porque en las semanas que siguieron a la muerte de Vibeke Heinerback había empleado sus largos paseos matutinos, desde las seis y diez en punto hasta que, cincuenta minutos más tarde, retornaba junto a su marido y el café recién hecho para pensar.
Vibeke Heinerback había sido, en origen, un proyecto de Kari Mundal. Era la mujer mayor quien había descubierto el talento de la muchacha, cuando Vibeke no tenía más de diecisiete años. Los últimos quince años habían aparecido y desaparecido candidatos a la sucesión en el liderazgo del partido. Ninguno había mantenido lo que había prometido. Un par de ellos habían actuado abiertamente a espaldas del viejo monarca Kjell Mundal. Fuera con ellos. Otros habían caído en el liberalismo extremo, imposible de conciliar con el enérgico esfuerzo del partido por convertirse en el nuevo partido del pueblo; con una regulación estatal estricta para ámbitos vitales de la sociedad. Como la inmigración.
Fuera también los neoliberales, y sólo quedaba Vibeke Heinerback.
Fue Kari Mundal quien la descubrió. La diecisieteañera del suburbio de Grorud masticaba chicle y llevaba el pelo decolorado en una ridícula coleta. Pero la mirada era azul y despierta, y la cabeza rápida. Además, se puso guapa cuando Kari Mundal le consiguió un nuevo peinado y le hizo deshacerse de su vestuario color rosa pastel.
Y era leal a Kjell; inquebrantablemente leal. Siempre.
No era fácil acercarse a Vibeke. A pesar de que durante una década se habían visto prácticamente a diario, en realidad Kari y Vibeke nunca llegaron a ser confidentes. No en el plano personal. Quizá fuera la diferencia de edad lo que lo complicaba tanto. Por otro lado, Vibeke Heinerback apenas abría su corazón a nadie, así lo veía Kari Mundal. Ni siquiera al guaperas de novio que se había echado. El chico no tenía virtudes, opinaba la señora Mundal, pero sabiamente mantuvo la boca cerrada.
Al menos tenían un aspecto estupendo cuando estaban juntos. Eso era mejor que nada.
Políticamente el caso era distinto. En la escasa medida en que Vibeke Heinerback revelaba algo sobre cómo veía el futuro del partido y el suyo propio, lo veía junto a Kari y Kjell Mundal. Hacía mucho que entre los tres habían trazado una estrategia a largo plazo para el partido; por detrás del programa, a espaldas del aparato directivo de la organización. Alcanzaron parte de sus objetivos cuando Vibeke fue aclamada sucesora de Kjell Mundal como líder del partido. Tras las elecciones generales del 2005, el partido iba a coger posiciones por primera vez en su historia, y el Viejo haría su reaparición política como consejero de Estado. En el 2009 la nación debería estar lista para que la primera ministra, aún joven, fuera de su partido.
Rudolf Fjord podría haber sido un problema.
Ya se habían dado cuenta el verano anterior, cuando una inquietante ola de favor rompió sobre el joven procedente del aparato de la organización. Era popular en los distritos. Viajaba mucho y la política municipal era su terreno. Era fácil prometer miles de millones en transferencias estando en la oposición, y Rudolf Fjord era un artista en eso. Durante un tiempo pareció que la competición de los dos candidatos por el liderazgo podría ser más ajustada de lo que hubiera querido el matrimonio Mundal. Pero Kari le puso remedio. Susurró unas palabras bien elegidas en los oídos adecuados sobre la relación de Rudolf con las mujeres, y ya estaba hecho. El hombre parecía completamente incapaz de atarse a nadie. Había algo oscuro en el modo en que aparecía en los estrenos y en las fiestas de famoseo, siempre con una mujer distinta agarrada del brazo. Aquello simplemente no pegaba para un hombre de su edad.
Pero Vibeke pensaba que Rudolf era necesario para el partido y, a pesar de todo, dio la impresión de alegrarse de tenerlo de segundo a bordo. Kari Mundal, con un afilada nariz, entrenada y afinada a lo largo de una eternidad como la más cercana consejera de Kjell, comprendió de todos modos que Vibeke se estaba guardando algo. Daba la impresión de que se ponía alerta cuando Rudolf estaba cerca. Un brillo en los ojos; una atención que Kari nunca llegó a comprender del todo, y que Vi
beke rehuyó explicarle en las dos ocasiones en que Kari le había preguntado por el asunto.
– Debería darse por satisfecho con que todo el mundo esté tan feliz con el nuevo edificio, y que a nadie se le ocurra estudiar los entresijos -había dicho Vibeke la última vez que hablaron-. ¡Rudolf ha hecho un buen trabajo como líder de la comisión de obras, pero que se ande con mucho cuidado!
Estaba furiosa cuando lo dijo. Rudolf Fjord había participado en un debate televisivo en el que había roto un acuerdo que tenían entre ellos. Habían acordado adoptar temporalmente una línea amable con el Gobierno, puesto que no quedaba mucho para la revisión de los presupuestos. Tenían un plan. Un acuerdo. Él lo había roto y a ella se le ennegrecieron los ojos al repetir:
– Ese hombre tiene que tener cuidado. Puedo machacarlo. Como a un piojo, si quiero. Está sentado sobre un polvorín. O más bien debajo de uno, para ser literal.
Luego tuvo que salir corriendo para una reunión, y Kari no se enteró de a qué se refería. Dos semanas más tarde, y sin que se hubieran vuelto a encontrar, estaba muerta. Cuando refirió a Rudolf los exabruptos de Vibeke, durante la ceremonia celebrada en su casa de Snarøya, éste aseguró que no sabía de qué le hablaba. Pero se le enrojecieron los pómulos y parecía llamativamente incómodo cuando se encontraron con el policía despistado en el hall.
No obstante, hasta hacía tres días, cuando se pasó por la casa de Rudolf Fjord en Frogner para entregarle unos papeles de parte de Kjell, no había sido capaz de encontrarle un significado posible a las palabras que profirió Vibeke justo antes de morir. A Rudolf le había molestado que apareciera por ahí, se había mostrado impaciente por que se volviera a ir. Ella pidió permiso para usar el servicio. Él miró agitado el reloj, pero no podía negarle el permiso. Y fue ahí, mientras dejaba correr el agua caliente sobre sus escuálidas manos llenas de espuma de jabón, donde comprendió dónde debía buscar.
Justo encima del despacho de Rudolf estaba la sección de Contabilidad. El nombre era engañoso; en realidad no había una verdadera sección, sólo una pequeña y bonita habitación empapelada en amarillo crema y con archivadores en madera de cerezo. La luz entraba por los grandes ventanales que daban al patio trasero, sobre el escritorio en el que Hege Hansen se sentaba sola media jornada para llevar la contabilidad, tanto para el partido como para la empresa asociada: La casa de la Quadratura A/S.
«Está sentado sobre un polvorín. O más bien debajo de uno», había dicho Vibeke.
Era tarde y la casa estaba casi vacía. Kari Mundal se había bebido un termo entero de té. No estaba acostumbrada a las cuentas y las columnas. Ni siquiera hacía su propia declaración de la renta. De esas cosas se ocupaba Kjell. A pesar de todo, la curiosidad la había llevado a revisar las cuentas de las colosales obras de rehabilitación; desde el principio hasta el final, desde el libro principal hasta el menor de los recibos. De vez en cuando se detenía, se colocaba las gafas sobre la punta de la nariz y estudiaba durante unos segundos de más una factura, antes de menear ligeramente la cabeza y seguir adelante.
Entonces se detuvo.
Diversos trabajos de fontanería.
Pstark, porcelana.
Eq. mm.
Trab. Se ok 03.
Añad. 342.293,
IVA 82.150,32.
A pagar 424.443,32.
De todos los recibos, desesperantemente confusos y prácticamente anodinos, que había estudiado a lo largo de las últimas cinco horas, éste era el peor. Las palabras «porcelana» y «trabajo de fontanería» podían pasar, pero le llevó un buen rato comprender que «Eq.» tenía que ser equipo y que, en realidad, había un espacio entre «se» y «ok» y «03». ¿Sabía alguien que el trabajo estaba «Ok» en el año 2003? ¿Qué significaba «Pstark»? ¿Post scriptum tark? ¿Y por qué el «PS» estaba colocado casi al principio de la factura?
El IVA había sido recaudado y pagado.
Las cuentas habían sido aprobadas.
Se ok 03.
¿«Se ok»?, se preguntaba Kari Mundal. Septiembre-octubre del 2003, ¿quizás? Un extraño modo de abreviar.
Se puso a pensar en el otoño del año anterior, cuando las obras del edificio parecieron estancarse. El sótano, el tejado y la fachada eran el problema más arduo. Habían elegido mal la pintura. El muro no respiraba y hubo que hacerlo todo de nuevo. Además algo fallaba con el drenaje. Tras un gran chaparrón, se inundó todo el sótano. Tuvieron que levantar el suelo del primer piso y volverlo a colocar a causa de los daños por la humedad, una operación costosa y que llevó tanto tiempo que llegó a poner en peligro los planes de hacer una grandiosa inauguración de la casa para navidades.
Los servicios estaban terminados ya en junio.
PStark.
Philippe Starck.
Cuando ellos arreglaron su mansión de Sanraya, su hija menor la había enterrado en revistas de decoración. «Piensa nuevo, mamá», le había insistido señalando bañeras que a Kari Mundal le parecían insoportables e inodoros que recordaban a un huevo. No tenía ninguna gana de sentirse como una gallina cada vez que iba al servicio, le había dicho a su hija
La gran casa de la Quadratura había sido rehabilitada con mano meticulosa y respetuosa. Los servicios eran a la antigua, con las cisternas bajo el techo y los tiradores de porcelana colgando de cadenas doradas.
En cambio, en casa de Rudolf, en su cuarto de baño recientemente arreglado, todo estaba hecho en el espíritu de los tiempos. Philipe Starck. Ella había estado ahí, lo había visto, y el reconocimiento de lo que acababa de encontrar hizo que le empezaran a sudar las palmas de las manos, antes de beberse con resolución el resto del té.
Entonces soltó el recibo de la carpeta de anillas y fue a buscar las llaves del cuarto de fotocopias. Cuando abrió la puerta, el silencio en el pasillo era como un muro compacto. Vaciló un momento, escuchó. Daba la impresión de que estaba sola.
¿Pudo Rudolf haber matado a Vibeke?
No por haber falseado una factura de 424.443,32 coronas. No podía haber hecho eso. ¿O sí podía?
¿Sabía él que ella lo sabía? ¿Lo había amenazado? ¿Fue por eso por lo que al final todo salió tan bien en las elecciones, cuando Rudolf retiró imprevistamente su candidatura y les pidió a sus partidarios que votaran a Vibeke?
Rudolf Fjord no podía haber matado a Vibeke. ¿O sí?
Kari Mundal metió la fotocopia en un pequeño bolso marrón de mano antes de ordenar todos los papeles y de salir del gran edificio de la Quadratura, tras cerrar con llave.
La mujer que había pasado el invierno en la Riviera estaba de camino de vuelta a Noruega. En cierto sentido le hacía ilusión. Al principio no reconoció el sentimiento. Le recordaba a algo poco común, de la infancia, algo poco específico y vago; no estaba ni siquiera segura de encontrarlo agradable. Una inquietud, sentía, una incómoda sensación de que el tiempo pasaba demasiado despacio. Hasta que el avión no se elevó empinadamente hacia el cielo y vio desaparecer la alargada Baie des Anges bajo una capa de nubes azul grisáceo, no sonrió. En ese momento se dio cuenta de que era expectación lo que sentía.
Era ya viernes 27 de febrero y el avión iba medio vacío. Tenía una fila de asientos para ella sola y aceptó el vino que le ofreció la azafata. Estaba demasiado frío. Se colocó la botella entre los muslos y se echó hacia atrás en el asiento. Cerró los ojos.
No había vuelta atrás.
Ahora todo sería más cercano. Más intenso.
Más peligroso y mejor.
Ulrik Gjemselund estaba aterrorizado. El gigante loco que lo había detenido hacía casi una semana había ido en persona a buscarlo a la cárcel. Ulrik había intentado protestar. Prefería quedarse en la celda hasta pudrirse antes que pasar un rato con un grandullón rapado al que, obviamente, no le importaba nada ni nadie. Sobre todo no le importaba Ulrik Gjemselund ni las prerrogativas que, al fin y al cabo, tenía en un Estado de derecho.
«Joder -pensó cuando lo empujaron dentro de una desnuda sala de interrogatorios de la comisaría central de Oslo-. Tenía un poco de cocaína y un puto porro. ¡Una semana! ¡Una semana! ¿Cuándo tienen pensado soltarme? ¿Por qué mi abogada no hace nada? Me prometió que estaría fuera para el fin de semana. Tengo que conseguir otro. Quiero a uno de los grandes. Quiero salir. Ahora.»
– Seguro que te sorprende que te retengamos tanto tiempo -dijo el policía, sorprendentemente alegre y señalando una silla-. Lo entiendo. Pero ya sabes, no es poco lo que podemos sacarle a los jueces esos de los juzgados, cuando no estamos del todo contentos con las chusma que recogemos. Una vez tuve… -Se rió atronadoramente y cerró la puerta a sus espaldas antes de sentarse en una silla que no daba la impresión de poder aguantar su peso. Continuó-: Tuve a un pequeño mierda. No muy distinto a ti. Lo cogí con tres gramos de hachís en el bolsillo. Tres gramos, date cuenta. Ése se pasó aquí dos semanas. En el patio trasera. Ni siquiera le encontré sitio en una cárcel de verdad. Cumplió dos semanas. ¡Por tres gramos! Sólo porque no entendía que… -De pronto se echó hacia delante y sonrió. Tenía los dientes regulares y sorprendentemente blancos-. En realidad soy un tipo majo.
Ulrik tragó saliva.
– Majo -repitió el policía-. Soy el mejor amigo que tienes en el mundo, en estos momentos. Y me decepciono, ya sabes, si…, tú me rechazas todo el rato. Y no quieres responder a mis preguntas ni nada.
Se pasó la mano por la coronilla poniendo cara de ofendido.
Ulrik se puso a hurgar la manga de su jersey. Se le había soltado un hilo. Se lo enroscó entre los dedos, intentó introducirlo en el agujero.
– Seguro que tu abogada te ha prometido un montón de cosas -continuó el policía-. Son así, ya sabes. Pero para ella tú eres uno más. Un mierdecilla. Tiene otras cosas que hacer que…
– Quiero otro abogado -dijo Ulrik en voz alta, y se echó un poco hacia la pared-. Quiero a Tor Edvin Staff.
El policía se volvió a reír.
– Erling…, Tor Erling Staff-le corrigió el policía con una amplia sonrisa-. Me parece a mí que ése tiene cosas más emocionantes de las que ocuparse. Pero escucha…
Ahora estaba tan inclinado sobre la mesa que Ulrik le notaba el aliento. Ajo y tabaco viejo. El preso echó la cabeza hacia la pared y se aferró al borde de la mesa.
– Seguro que estás preguntándote por qué te estoy reteniendo -dijo el hombre, de nuevo había en él algo conciliador, casi amable-. Lo entiendo perfectamente. No has matao a nadie, ni na'. Pero te voy a decir una cosa. Se trata de lo que llamo… la fina ecología de la criminalidad.
Por fin se puso recto. Parecía sorprendido, como si no entendiera bien lo que acababa de decir. Ulrik volvió a apoyar la silla sobre el suelo y se atrevió a respirar de nuevo.
– Una elegante expresión -dijo satisfecho-. La fina ecología de la criminalidad. Nunca la había usado antes. Bueno, ya sabes, todo está relacionado con todo. Allí fuera, en la libertad. -Agitó indeterminadamente su gigantesca mano en dirección a la pared, como si la naturaleza salvaje estuviera escondida al otro lado de las planchas de yeso-. Cuando hay muchos mosquitos, hay mucha comida para los pájaros. Si hay mucha comida, los pájaros ponen huevos. Los huevos se los comen las culebras y las martas. Cuando hay mucha marta, va bien la nutrición de las pieles. Si las pieles van bien…, por cierto, habrá martas domesticadas, ¿no? Visón, se les llama, ¿no? -Se quedó un momento mirando a Ulrik. Tenía el ojo azul casi cerrado. El marrón lo miraba con el ceño fruncido. Luego se encogió de hombros y meneó rápidamente la cabeza-. Lo estás cogiendo -aseguró-. Todo está relacionado. Eso mismo pasa con la criminalidad. El menor de los yonquis de mierda está vinculado con el peor de los atracadores de bancos, el más brutal de los asesinos. O más bien debería decir que… los actos están relacionados. Es una red, ¿sabes? Una red inconcebiblemente fina de… -Se contrajo, levantó los codos y se puso a agarrar el aire con los dedos, como si estuviera jugando a asustar a un niño pequeño-. Infernal -dijo entre dientes-. Tú compras drogas. Alguien tiene que importarlas. Esos se hacen ricos. Se vuelven codiciosos. Roban. Matan, si es necesario. Venden las drogas. Los jóvenes se enganchan. Atracan a las viejecillas por la calle.
Seguía siendo un cangrejo gigante. Agitaba los dedos ante los ojos de Ulrik. Se había mordido las uñas hasta hacerse sangre.
«Este tipo está como una cabra -pensó Ulrik-. ¿Sabrá alguien que estoy aquí? Ha cerrado la puerta con llave. Está cerrada.»
– Y así llegamos -dijo el hombre, que de pronto volvía a estar normal- a la razón por la cual no he dejado que un bicho como tú vuelva al mundo tan pronto como me hice con tus datos el sábado pasado. ¿Lo comprendes ahora?
Ulrik no se atrevía a contestar. Era evidente que daba igual que lo hiciera o no.
– Porque al aparecer el nombre de Trond Arnesen, esto pasó a ser algo más que un poco de droga para una fiesta -continuó el policía-. Porque todo…
Se quedó con la palabra en la boca e hizo un gesto rotativo, alentador, con la mano derecha.
– Está relacionado -murmuró Ulrik.
– ¡Bien! ¡Exacto! ¡Ya estamos llegando a algún sitio, chico! Así que te voy a dar algo que encontré en tu casa el otro día. Me tuve que dar otra vuelta, ya sabes, por ese piso tan fino y tan caro que tienes. -Se palmeó el trasero. Después se le iluminó la cara y sacó una libreta de notas del bolsillo del pecho-. Aquí está -dijo satisfecho-. Así que… Por lo que entiendo esto es tu pequeña contabilidad.
Ulrik abrió la boca para protestar.
– Ciérrala -dijo el hombre entre dientes-. Yo andaba encerrando a gente como tú antes de que a tu padre le hubiera salido pelo en la polla. Este es tu libro, y aquí están tus clientes. -El dedo índice martilleaba las iniciales en el margen de una hoja abierta al azar-. Aquí están los teléfonos y todo, así que a muchos de ellos ya los he identificado. Raro, la verdad, los secretos que guarda la gente. Pero a mí ya no me sorprende casi nada. -Chasqueó la lengua y sacudió la cabeza. Daba la impresión de estar completamente absorto por el libro-. Pero no a todos -dijo de pronto-. Me faltan tres nombres. Quiero saber quién es «AC». Y «APL» y «RF». Y, Ulrik…
Se levantó lentamente. Se rascó el bigote, se estiró. Se tiró del lóbulo de la oreja. Sonrió, y de pronto se puso serio. Las palmas de las manos chasquearon contra la mesa. Ulrik pegó un brinco, literalmente.
– Ahora no me vengas con tonterías -dijo el hombre-. Ni lo intentes siquiera. Éstos son tus clientes y yo quiero saber quiénes son, ¿vale? Nos podemos quedar aquí hasta que se descuelgue la luna, pero sería jodidamente incómodo. Para los dos. Para ti más. Así que habla ya. Cuenta.
Puso la mano sobre la nuca de Ulrik. Apretó. No demasiado fuerte. Aflojó la presión, pero dejó la mano, enorme y ardiente.
– No nos hagas perder el tiempo, vamos.
– Arne Christiansen y Arne-Petter Larsen -dijo Ulrik, jadeando.
– RF -dijo el hombre-. ¿Quién es RF?
– Rudolf Fjord -susurró Ulrik-. Pero hace mucho que no lo veo. Un par de años. Por lo menos.
La mano le acarició suavemente el cogote y luego lo soltó.
– Buen chico -dijo el hombre-. ¿Qué te había dicho yo?
Ulrik lo miraba fijamente sin decir nada; la sangre le golpeaba contra las sienes y estaba sudando.
– ¿Qué es lo que te he contado? -repitió el hombre con amabilidad-. No me embrolles ahora.
– Que todo está relacionado -susurró Ulrik rápidamente.
– Que todo está relacionado -asintió el hombre-. Recuérdalo. Para otra vez.
– Ése habría conseguido que la madre Teresa confesara un asesinato triple -dijo Sigmund Berli con escepticismo y golpeando con el dedo sobre el informe que había escrito el policía tras el interrogatorio de Ulrik Gjemselund-. O que Nelson Mandela confesara haber cometido genocidio. O que Jesús…
– Ya te he entendido, Sigmund. Te he entendido enseguida, en realidad.
Estaban paseando. Yngvar había insistido en darse una vuelta por el parque de Frogner. Sigmund fue protestando todo el camino. Iban mal de tiempo. Caía aguanieve. Hacía un frío de muerte. Sigmund no llevaba muy buenos zapatos y tenía a su mujer enfadada por todas las horas extra. No conseguía entender por qué tenían que perder veinte minutos en un parque lleno de estatuas feas y de impetuosos perros sueltos.
– Necesito aire -había dicho Yngvar-. Tengo que pensar, ¿vale? Y no me lo pones nada fácil lloriqueando como un chiquillo de cinco años. Cállate, ya. Disfruta del ejercicio. Lo necesitamos, los dos.
Inger Johanne se equivocaba, pensó Yngvar incrementando la velocidad. Sentía una extraña vulnerabilidad bajo el tórax. Nunca había dudado de las capacidades de Inger Johanne. Las admiraba. Las necesitaba. La necesitaba a ella, y estaba desapareciendo. Sus instintos la engañaban. Tenía el intelecto mermado por las noches en vela y un bebé codicioso. La teoría no encajaba. Si lo que quería el asesino era alboroto, si lo que deseaba era jaleo y atención, no habría elegido a Vegard Krogh. Vibeke Heinerback; está bien. Todo el mundo la conocía. Pero ¿Vegard Krogh? ¿Un artista depravado, un bufón seudointelectual que casi nadie sabía siquiera quién era? Inger Johanne se equivocaba y no tenían nada a lo que agarrarse. No tenía ni idea de dónde estaban. De adónde iban.
– ¿Por qué no llamamos simplemente al tipo para declarar? -le daba la lata Sigmund, malhumorado. Tenía las piernas cortas y correteaba detrás de su compañero-. ¿Por qué tenemos que andar visitando a la gente en sus casas todo el rato? ¡Joder, Yngvar, estamos malgastando el dinero de los impuestos con todo este desperdicio de tiempo!
– El dinero de los impuestos se gasta en cosas peores que en intentar encontrar alguna salida al atolladero en el que estamos metidos -dijo Yngvar-. Déjalo ya. Casi hemos llegado.
– No me creo nada de lo que diga el chico ese, Gjemselund. Rudolf Fjord no es marica, ¿sabes? No tiene pinta de eso. ¿Por qué carajo iba a pagar él por follarse a unos chicos? ¿Eh? ¡Un tío guapo y grande, y menudo tirón con las chicas! Mi mujer lee revistas de ésas, ya sabes, con fotos de los estrenos y las fiestas y esas cosas, y ese tío no es marica.
Yngvar se detuvo. Tomó aire profundamente. El frío le rasgó la garganta.
– Sigmund -dijo tranquilamente-. A veces tengo la impresión de que eres bobo perdido. Como sé que no es verdad, ahora tengo que pedirte…
– Sí, dime.
Yngvar se calentó las orejas con las dos manos. Respiró de nuevo profundamente y de pronto berreó:
– ¡Que te calles!
Luego se puso otra vez a caminar.
Pasaron en silencio los portales ricamente decorados de la calle Kirkeveien. Dos autobuses de turistas estaban aparcados en diagonal al otro lado de la verja. Yngvar se colocó mejor la bufanda. Un grupo de africanos vestidos al modo tradicional, con amplias prendas de muchos colores, se estaba subiendo a uno de los autobuses. Que hubiera turistas que viajaban a Noruega, apenas se podía entender, pensó Sigmund. Pero en febrero, con ventisca en todas las direcciones y nieve sucia hasta las rodillas, era completamente incomprensible.
– Por lo menos tendrás que admitir que esos vestidos son ridículos -murmuró Sigmund.
– Con parche de cuero en el culo, torera y hebillas de plata en los zapatos, tú tampoco tienes muy buena pinta -dijo Yngvar-. Pero eso no te impide llevar el traje tradicional, por lo que he visto. Seguro que es alguna cosa oficial. ¿Qué hora es?
– Casi las seis -se quejó Sigmund-. Tengo un frío que me muero. Además no es una tore…, torera. Es una chaqueta de lana.
Quince minutos más tarde Yngvar pasaba el dedo por una lista de nombres sobre una placa de acero en una puerta gris.
– Rudolf Fjord -murmuró, y apretó el botón.
Nadie contestó. Sigmund entrechocó los pies y murmuró por lo bajo. Una mujer joven venía andando, con una bolsa al hombro. Sacó un manojo de llaves y le sonrió deslumbrantemente a Yngvar.
– Hola -dijo como si lo conociera.
– Hola -dijo Yngvar.
– ¿Entráis?
Mantenía la puerta abierta e Yngvar la cogió. La mujer tenía el pelo rojo. Cuando subió corriendo las escaleras, silbando como una chiquilla, dejó un aroma de aire fresco y perfume ligero.
– Buen fin de semana -dijo, oyeron una puerta que se abría y se volvía a cerrar.
– Así que ya estamos aquí -dijo Sigmund mirando hacia los pisos altos.
– El cuarto -dijo Yngvar, y se dirigió al antiguo ascensor con reja de hierro forjado-. No estoy seguro de que esto aguante el peso de los dos.
– «Máximo 250 kilos» -leyó Sigmund en la placa esmaltada-. Corremos el riesgo, ¿no?
Funcionó. Por los pelos. El ascensor gimió y jadeó y se detuvo a medio escalón del cuarto piso. A Yngvar le costó abrir la puerta. La reja se había atascado en la guía del suelo.
– Creo que para bajar voy a ir por las escaleras -dijo Yngvar, que por fin consiguió salir.
El portal era hermoso, por muy viejo que fuera el ascensor. La escalera era amplia y alfombrada. Las ventanas que daban al patio trasero tenían franjas en cristal rojo y azul que lanzaban manchas de color sobre las paredes. En la cuarta planta había dos puertas de entrada. Entre las dos había un cuadro enmarcado, un paisaje amarillo amarronado del sur de Europa.
Yngvar no tuvo ni siquiera tiempo de llamar al timbre de Rudolf Fjord antes de que la puerta del otro lado del descansillo se abriera de pronto.
– Hola -dijo una mujer de unos setenta años.
Era guapa. Al estilo niña bien, pensó Sigmund. Delgada y bastante pequeña. Pelo arreglado. Falda y jersey, y un par de finas zapatillas de cuero. Se retorcía las manos y daba la sensación de estar muy incómoda.
– Desde luego no tengo la menor intención de meterme donde no me llaman -dijo, hasta entonces Yngvar no se había dado cuenta de que, a pesar de su aparición de anciana casi servicial, tenía los ojos vivarachos. Hacía rato que ya había pesado y medido a los dos hombres.
– ¿Sois amigos de Fjord? ¿Colegas, quizá? -La sonrisa era lo bastante auténtica y el ceño fruncido de preocupación parecía sincero-. Tengo que admitir que he estado escuchando a ver si venía alguien -dijo antes de que les diera tiempo a responder-. Por una vez me he alegrado de oír el jaleo de ese de ahí.
– Esto, nosotros…
Un fino dedo con la uña bien cuidada señaló el ascensor.
– Veréis, Rudolf ha sido un tesoro para este portal. Encaja tanto. Lo arregla todo. Cuando me rompí la pierna antes de Navidad… -Levantó una pizca la pierna izquierda. Era bonita y delgada, y estaba entera-. Todos los días se pasaba a traerme la compra. Somos buenos vecinos, Rudolf y yo. Pero me estoy poniendo…, disculpad. -Echó la cadena del cerrojo con manos ágiles y dio algunos pasos hacia los dos hombres-. Haldis Helleland -se presentó.
Los dos hombres murmuraron sus apellidos.
– Berli.
– Stubø.
– Estoy tan preocupada -dijo la mujer-. Ayer Rudolf volvió a casa sobre las nueve. Al mismo tiempo que yo, que había estado en el teatro con una amiga. Rudolf y yo siempre charlamos un rato cuando nos encontramos. De vez en cuando entra a tomar una taza de café. O una copita. Siempre es tan…
«Parece un armiño -pensó Yngvar-. Un armiño curioso y vivaracho, de manos alocadas y mirada fluctuante. Se entera de todo.»
Ella se colocó el pelo, carraspeó levemente.
– Es tan amable Rudolf -completó la señora.
– Pero ayer no -dijo Yngvar en tono de pregunta.
– ¡No! Casi no respondió a lo que le dije. Parecía pálido. Le pregunté si estaba enfermo, pero dijo que no. Las cosas son así, claro…
La sonrisa le quitó diez años a la edad de Haldis Helleland. Brilló oro entre sus aseados dientes y le salieron profundos hoyuelos.
– ¿Y cómo son las cosas? -preguntó Yngvar.
– Es un hombre en su mejor edad y yo soy una viuda entrada en años. Entiendo de todo corazón que no siempre sea igual de divertido para él usar su tiempo conmigo. Pero…
Vaciló.
– Era un comportamiento inusual -la ayudó Yngvar-. Realmente estaba muy distinto que de costumbre.
– Exacto -dijo la señora Helleland, agradecida-. Me avergüenza admitir que desde entonces he estado escuchando un poco. -Miró a Yngvar directamente a los ojos-. No está nada bien, claro, pero es que aquí se oye todo, y yo siento que todos debemos… responsabilizarnos de los demás.
– Estoy completamente de acuerdo con eso -asintió Yngvar-. ¿Y qué ha oído?
– Nada -dijo agitada-. ¡Ése es el problema! Suelo escuchar pasos ahí dentro. Música. La televisión, quizá. Lo único…
El ceño había vuelto a la frente.
– ¿Nada?
– Ha sonado el teléfono -dijo con decisión-. Cuatro veces. Ha sonado una y otra vez.
– Quizás haya vuelto a salir -propuso Sigmund.
Helle Helleland lo miró con reproche, como si hubiera insinuado que se había quedado dormida estando de guardia. Señaló dos periódicos sobre la alfombrilla de la puerta.
– La edición de la mañana y la de la tarde -dijo elocuentemente-. Ese hombre es adicto a los periódicos. A no ser que haya salido a hurtadillas en medio de la noche mientras yo dormía, está en casa. ¡Y ni siquiera sale a coger el periódico!
– Quizá sea eso lo que ha hecho -dijo Yngvar-. Puede haber salido en medio de la noche.
– Voy a llamar a la policía -dijo la mujer con decisión-. Si no sois capaces de entender que conozco lo bastante a Rudolf Fjord como para saber cuando algo anda mal, será mejor que llame a las fuerzas del orden.
De pronto se dio la vuelta y se encaminó hacia su puerta dando pasitos cortos.
– Espere -dijo Yngvar con tranquilidad-. Señora Helleland, somos de la policía.
Volvió a girarse bruscamente.
– ¿Cómo?
Después las ágiles manos pasaron por su pelo antes de que sonriera aliviada y añadiera:
– Claro. Es por esta horrible historia de Vibeke Heinerback. Horroroso. A Rudolf le ha afectado mucho. Estáis aquí para buscar información, claro. Pero entonces…
Ladeaba la cabeza de un lado al otro, breve y rápidamente. Ahora de verdad que parecía un armiño, con la nariz afilada y los ojos vivarachos.
– Estamos aquí… -Yngvar se interrumpió
– Entonces entremos -decidió la mujer-. Tendré que pedirles que me enseñen su documentación. Un momento, por favor, que voy a buscar la llave.
Antes de que a los dos hombres les diera tiempo a decir nada, había desaparecido.
– No quiero ni pensarlo -dijo Yngvar.
– ¿Pensar qué? -dijo Sigmund-. ¡Si tiene llave! Y puedes decir lo que quieras, pero esa mujer es bastante sensata.
– No quiero ni pensar lo que podemos encontrarnos.
Haldis Helleland estaba de vuelta. Le echó un ojo a los documentos de identidad que le mostraban los dos hombres y asintió con la cabeza.
– Rudolf arregló su cuarto de baño el otoño pasado -explicó metiendo la llave en la cerradura-. Le ha quedado estupendo. Con los albañiles entrando y saliendo era mejor que yo tuviera un juego de llaves. Nunca se sabe en quién se puede confiar. Y luego me las he ido quedando. ¡Ya está!
La puerta estaba abierta.
Yngvar entró.
El recibidor estaba oscuro. Todas las habitaciones del resto de la casa estaban cerradas. Yngvar buscó un interruptor y lo encontró.
– El salón es por aquí -dijo la señora Helleland, ahora más mansa.
De repente se agarró al brazo de Yngvar y se dirigió al fondo de la entrada. Después se detuvo ante una puerta doble.
– ¿Sí?
– Será mejor -comenzó, y asintió con la cabeza en dirección a Yngvar.
Él abrió.
Sobre la mesa del comedor había una lámpara de araña. Las cadenas de prismas estaban enredadas. Un trocito solitario de cristal colgaba por fuera del borde de la mesa. Del gancho de la pared del que era evidente que hasta hacía poco había colgado la lámpara, en el centro de una grandiosa roseta de yeso, estaba colgado Rudolf Fjord de un pedazo de cuerda. Tenía la lengua azul y grande. Los ojos abiertos. El cadáver pendía inmóvil.
– Ahora se va a ir a su piso y nos espera allí -dijo Yngvar, Haldis Helleland todavía no se había atrevido a entrar en el salón.
Sin preguntar, sin intentar siquiera echar una mirada a la habitación, obedeció. La puerta de entrada quedó abierta detrás de ella. Oyeron sus pasos al cruzar el descansillo. Su puerta se cerró.
– ¡Joder! -dijo Sigmund Berli, y se acercó al muerto. Levantó la pierna del pantalón de Rudolf Fjord y comprobó la piel blanca.
– Está completamente frío.
– ¿Ves alguna carta?
Yngvar no se movía. Estaba de pie, completamente quieto, observando el leve vaivén que había iniciado Sigmund. El cadáver giraba increíblemente despacio en torno a su propio eje.
Había una silla volcada en el suelo.
«Inger Johanne al menos tiene razón en una cosa -pensó Yngvar-. Tiene razón en que este caso sale muy caro. Demasiado caro. Vamos dando tumbos al tuntún. Levantamos un jirón de una vida humana por aquí, tiramos de un hilo por allá. Luego se desgarra. No encontramos lo que estamos buscando. Pero seguimos adelante. Rudolf Fjord no pudo seguir. ¿Quién le avisó? ¿Fue Ulrik? ¿Llamó Ulrik para advertir a un viejo cliente, para decir que habían descubierto el secreto? ¿Qué ya no tenía sentido pasearse con mujeres y hacerse el cosmopolita?»
– Aquí, por lo menos, no hay ninguna carta -afirmó Sigmund.
– Busca mejor.
– Pero ya he…
– Busca mejor. Y llama a los del turno de guardia. Inmediatamente. -El tono de Yngvar era perentorio.
«Rudolf Fjord no mató a Vibeke Heinerback; apenas era capaz de moverse. Estaba cenando con compañeros del partido cuando se cometió el crimen. La coartada se sostenía. Nunca estuvo bajo sospecha. A pesar de todo no lo dejamos tranquilo. Nunca dejamos a nadie tranquilo», pensó Yngvar.
– Aquí no hay ninguna carta -dijo Sigmund Berli con irritación-. Ha cogido la soga porque tenía miedo de que lo pilláramos con los pantalones bajados. No es que sea como para presumir, quizá.
– Justamente eso -dijo Yngvar, y por fin se acercó al cadáver, que había dejado de rotar-. Eso de que es posible que Rudolf Fjord haya comprado sexo al amante de Trond Arnesen nos lo vamos a callar. Tenemos que poner límites a la destrucción de la vida de la gente y…
Miró a la cara de Rudolf Fjord. La ancha y masculina barbilla parecía ahora más grande que antes; tenía los ojos inyectados en sangre. Parecía un pez de aguas profundas encallado.
– ¿Poner límites? -quiso saber Sigmund
– Y a la destrucción de su memoria -completó Yngvar-. Así que eso nos lo callaremos. ¿De acuerdo?
– De acuerdo -asintió Sigmund-. Está bien. La policía de Oslo está en camino. Diez minutos, me han dicho.
Tardaron ocho.
Cuando Kari Mundal cogió el teléfono cuatro horas más tarde, irritada porque alguien llamara a las diez y media de la noche de un viernes, pasó sólo un minuto antes de que se hundiera lentamente en una silla que estaba junto al pequeño estante de caoba del hall. Escuchó el mensaje del secretario del partido y apenas fue capaz de contestar adecuadamente las pocas preguntas que le formuló. Cuando la conversación por fin terminó, se quedó sentada. La silla era incómoda, y estaba apoltronada medio a oscuras y con frío. A pesar de todo, no conseguía levantarse.
Había llamado a Rudolf el día antes. No había sido capaz de no hacerlo. Después de pasar la noche del miércoles al jueves sin dormir, con las ventajas y las desventajas de dar la voz de alarma dándole tumbos por la cabeza, había tomado una decisión.
Que fue fatal, ahora se daba cuenta.
Sin haber decidido si iba a seguir adelante con el caso, lo había llamado. Sin haber evaluado si el partido, y por tanto Kjell Mundal, sería capaz de soportar un escándalo así, le había contado lo que sabía.
Estaba enfadada, pensó, y sólo oía su propia respiración, rápida y superficial. Estaba tan decepcionada y furiosa. No pensaba muy bien. Sólo quería que no creyera que el peligro había pasado. Quería que supiera que Vibeke no se había llevado su secreto a la tumba. Estaba tan furiosa. Tan terriblemente decepcionada.
– ¿Qué pasa, cariño?
Kjell Mundal había entrado desde el salón. La luz irrumpió por las puertas dobles y casi la deslumbró. El hombre era una silueta oscura con una pipa en una mano y un periódico en la otra.
– Rudolf ha muerto -dijo.
– ¿Rudolf?
– Sí.
El hombre se acercó. Todavía sólo oía su propia respiración, su propio pulso. Encendió la luz. Se puso a llorar.
– ¿Qué es lo que estás diciendo? -dijo él agarrándole la mano.
– Rudolf se ha quitado la vida -susurró ella-. No saben exactamente cuándo. Ayer, quizá. No saben. No lo sé.
– ¿Quitado la vida? ¿Quitado la vida? -Kjell Mundal gritaba-. Pero ¿por qué demonios ese idiota iba a quitarse la vida?
No habían encontrado ninguna carta, eso había dicho el secretario del partido. Ni en el piso de Rudolf ni tampoco en el ordenador. Obviamente iban a seguir buscando, pero por ahora no habían encontrado nada.
– Nadie sabe nada -dijo Kari Mundal soltándole la mano-. Nadie sabe nada del asunto por ahora.
«Espero que no escribieras una carta, Rudolf. Espero que tu madre, pobre persona, nunca sepa por qué tenías tanto miedo como para no querer seguir viviendo», pensó.
– Necesito una copa -dijo Kjell Mundal maldiciendo entre dientes-. Y tú también.
Ella lo siguió sin decir nada más.
Fue una noche ajetreada, con conversaciones telefónicas y muchas visitas. Nadie se dio cuenta de que la vivaz mujer, por primera vez en su larga vida, estaba completamente callada. Todos hablaban, algunos desesperaban. Unos pocos lloraban. La gente iba y venía, hasta altas horas de la mañana. Kari Mundal hizo café y té, sirvió copas bien cargadas y a medianoche hizo unos bocadillos. Pero no dijo ni una palabra.
De madrugada, cuando Kjell finalmente se hubo dormido, se levantó y bajó a la primera planta. En el bolso, en un bolsillo amplio de su monedero, había una copia de una factura defectuosa. La sacó y se acercó a la chimenea. Allí encendió una cerilla. Hasta que el fuego no le lamió los dedos, no soltó el papel.
Dos días más tarde se inventó una excusa para mirar las viejas cuentas una vez más. Encontró enseguida lo que buscaba. La factura original fue rota en pedacitos y tirada por el váter de la tercera planta; un inodoro a la antigua, con la cisterna bajo el techo y el tirador de porcelana colgado de una cadena dorada.
Nunca encontraron una carta de despedida. Durante un tiempo, un par de policías de Oslo pensaron que sabían por qué Rudolf Fjord se había colgado en su propio salón, poco tiempo después de ser elegido entre júbilos líder de uno de los partidos más grandes de Noruega. Nunca dijeron nada. Después de unos años el episodio desapareció para ellos, estaba olvidado.
Una mujer mayor en Snarøya, al oeste de Oslo, era la única que conocía el verdadero motivo del suicidio.
Ella nunca lo olvidó.