Capítulo 1

Al este de Oslo, donde las lomas se van allanando hacia las casas en torno a la estación junto al río Nit, los coches se habían helado a lo largo de la noche. La gente que iba a pie se calzaba mejor los gorros sobre las orejas y se ajustaba las bufandas al cuello mientras se apresuraba hacia la parada del autobús que estaba junto a la carretera, a un gélido kilómetro de distancia. Las casas del pequeño callejón sin salida se cerraban contra la helada, con las cortinas echadas y los montículos de nieve ante las entradas de coches. En una vieja villa, ya casi dentro del bosque, largos carámbanos de hielo colgaban de los aleros del tejado y desencadenaban catástrofes en el acceso. La casa era blanca.

Detrás de la puerta de entrada, con sus vidrieras y su llamador forjado en latón, a la izquierda de un recibidor anormalmente grande, en un despacho marcado por el arte minimalista y los suntuosos muebles, tras un ostentoso escritorio y entre cajas llenas de correspondencia sin abrir, había una mujer sentada, y estaba muerta. Tenía la cabeza echada hacia atrás, los antebrazos sobre los reposabrazos del sillón. Una gruesa banda de sangre reseca le caía desde el labio inferior hasta el cuello al descubierto, y se dividía a la altura del pecho para reunirse luego sobre un abdomen impresionantemente firme. También la nariz estaba sanguinolenta. A la luz de la lámpara del techo, parecía una flecha dirigida al oscuro hueco que una vez fue la boca. De la lengua no quedaba más que un pedazo, era evidente que había sido eliminada por una mano meticulosa. El tajo era limpio; el corte, afilado.

Hacía calor en la habitación, casi bochorno.

El inspector Sigmund Berli, de Kripos, desconectó por fin el teléfono móvil y miró el termómetro digital colocado en la parte interior de la ventana panorámica que daba al sudeste. Fuera: veintidós grados bajo cero.

– Es extraño que este tipo de cristales no revienten -dijo golpeando levemente el vidrio-. Cuarenta y siete grados de diferencia entre dentro y fuera. Qué cosas tan raras.

No parecía que nadie lo estuviera escuchando.

La mujer muerta estaba desnuda bajo la bata de seda con solapas doradas. El cinturón estaba tirado en el suelo. Un joven agente de la policía local de Romerike retrocedió de pronto al ver la aduja amarilla.

– Joder -dijo, y tomó aire antes de pasarse la mano por la cabeza con aturdimiento-. Me había parecido que era una serpiente, fíjate.

El pedazo que faltaba del cuerpo de la mujer estaba sobre el escritorio, primorosamente empaquetado. Sólo asomaba la punta entre todo el rojo. Una planta exótica y rechoncha; carne pálida con papilas gustativas aún más pálidas y, en las arrugas y los pliegues, líneas rojo azulado por el vino. Un vaso medio vacío se balanceaba sobre una pila de papeles al borde de la mesa. La botella no se veía por ninguna parte.

– ¿No podríamos, al menos, cubrirle las tetas? -carraspeó el comisario.

– Es demasiado jodido que tenga que…

– Esas cosas tendremos que dejarlas para luego -dijo Sigmund Berli metiéndose el teléfono móvil en el bolsillo de la camisa. Se arrodilló y se puso a mirar a la mujer muerta-. Yo no me rindo -murmuró-. Esto le va a interesar a Yngvar. Y de paso, a su chica.

– ¿Cómo?

– Nada. ¿Sabemos a qué hora murió?

Berli ahogó un estornudo. El silencio en la habitación le provocaba pitido de oídos; se levantó rígidamente mientras se limpiaba innecesariamente el polvo del pantalón. Junto a la puerta del recibidor había un hombre con uniforme azul. Con las manos a la espalda, alternando inquietamente el peso de un pie al otro, miraba fijamente por la ventana, en dirección opuesta al cadáver. Un abeto aún conservaba la decoración de Navidad. Aquí y allá se vislumbraban luces en lugares a los que nunca accedía el día, bajo las ramas y la densidad de la nieve.

– ¿No hay nadie aquí que sepa algo? -preguntó Berli con irritación-. ¿No tenéis siquiera una hora provisional de la muerte?

– Anoche -dijo finalmente el otro-. Pero es demasiado pronto…

– Para decirlo -completó Sigmund Berli-. Anoche. Bastante vago, vamos. ¿Dónde están…?

– Salen todos los martes. La familia, digo. El marido y la hija de seis años. Si era eso lo que…

El comisario sonrió con inseguridad.

– Sí -dijo Berli, que rodeó a medias el escritorio-. La lengua -dijo mirando el paquete-. Cuando se la cortaron, ¿aún estaba viva?

– No lo sé -dijo el comisario-. Aquí tengo los papeles para ti, y ya que hemos concluido las investigaciones y todo el mundo está en la comisaría y tú quizá…

– Sí -dijo Berli, aunque el comisario no sabía bien a qué asentía-. ¿Quién lo descubrió, si la familia no estaba?

– El criado. Un señor filipino que viene todos los miércoles a las seis de la mañana. Empieza aquí abajo y va trabajando hacia arriba, para no despertar a nadie tan temprano. Los dormitorios están arriba, en el segundo piso.

– Sí -repitió Berli con desinterés-. ¿Salen todos los martes?

– Eso ya lo había contado ella -dijo el comisario-. En entrevistas y cosas así. Que todos los martes echa al marido y a la hija. Que revisa personalmente todas las cartas. Pone toda su honra en…

– Me parece que lo estoy viendo -murmuró Berli hurgando la punta de un bolígrafo en una de las cajas con cartas-. Es sencillamente imposible que una sola persona revise todo esto. -Volvió a mirar el cadáver de la mujer-. Sic transit gloria mundi -dijo echando un vistazo dentro de la boca-. Poco puede disfrutar ya de su estatus de famosa, la verdad.

– Ya hemos reunido un montón de recortes, lo tenemos todo listo…

– Bien, bien.

Berli se lo quitó de encima sacudiendo la mano. El silencio volvió a ser llamativo. No se oía a nadie en el camino, ningún tictac de reloj. El ordenador estaba apagado. Desde una vitrina junto a la puerta, una radio lo miraba fija y mudamente, con su solitario ojo rojo. Sobre la ancha repisa de la chimenea reposaba un ganso de Canadá en rígida huida. Tenía las patas descoloridas, la cola casi sin plumas. El gélido día dibujaba un rectángulo pálido sobre la alfombra ante la ventana que daba al sudeste. Sigmund Berli sentía cómo la sangre le golpeaba las sienes. La desagradable sensación de encontrarse en un mausoleo le hizo pasarse el dedo índice por el arco de la nariz. No tenía claro si estaba irritado o azorado. La mujer seguía en su silla, con las piernas separadas, los pechos descubiertos y la boca deslenguada abierta de par en par. Era como si la infamia no se hubiera limitado a robarle un órgano importante sino que también la había despojado de toda humanidad.

– Como soléis enfadaros cuando os avisamos demasiado tarde… -dijo finalmente el comisario-. Lo hemos dejado todo tal y como estaba, aunque, como ya he dicho, hemos acabado la mayor parte de…

– Nosotros nunca acabamos -dijo Berli-. Pero gracias. Habéis hecho bien. Especialmente con esta mujer. ¿La prensa ya ha…?

– Todavía no. Hemos enganchado al filipino, lo estamos interrogando y lo vamos a retener todo lo posible. Fuera hemos tenido todo el cuidado que hemos podido. Es importante proteger las huellas, sobre todo con la nieve y esas cosas, y supongo que los vecinos se habrán sorprendido un poco. Pero por ahora ninguno puede haber dado el chivatazo a nadie. Supongo que más bien estarán pendientes de la nueva princesa. -Una fugaz sonrisa se transformó en seriedad-. Pero claro… La mismísima «Fiona en faena» asesinada. En su propia casa, y de este modo…

– De este modo -asintió Berli-. Estrangulada, ¿no?

– Eso pensaba el médico. No tiene cortes ni balazos. Marcas en el cuello, ya lo ves.

– Ya, pero ¡mejor échale un vistazo a esto!

Berli se puso a mirar la lengua sobre el escritorio. Realmente el papel había sido plegado con primor, formaba un jarrón chato con una apertura para la punta de la lengua y con elegantes alas simétricas.

– Casi parecen pétalos -dijo el agente más joven frunciendo la nariz-. Con algo desagradable en el centro. Bastante…

– Llamativo -murmuró Berli-. El asesino tiene que haberlo traído hecho. No consigo imaginarme a nadie que primero mate a alguien de este modo y luego se tome el tiempo para hacer «origami».

– Creo que podemos descartar que haya nada sexual en esto.

– «Origami» -repitió Sigmund Berli-. El arte japonés de plegar papel. Pero…

– ¿Qué?

Berli se inclinó aún más sobre el órgano cercenado. Lo mismo hizo el comisario. Y así se quedaron los dos policías, coronilla contra coronilla, y sus respiraciones no tardaron en acompasarse.

– No sólo la han cortado -dijo finalmente Berli enderezando la espalda-. Tiene un tajo en la punta. Alguien la ha dividido en dos.

El agente uniformado que estaba junto a la puerta se volvió hacia ellos por primera vez desde que Sigmund Berli llegó al lugar de los hechos. Tenía el rostro desnudo, como el de un adolescente, con espinillas; la lengua recorría los labios una y otra vez mientras que la nuez brincaba sobre el ceñido cuello de la camisa.

– ¿Me puedo ir ya? -preguntó débilmente-. ¿Me puedo ir?


– Visceredera al trono -dijo la chiquilla, y sonrió.

El hombre medio desnudo se pasó la cuchilla lentamente por el cuello antes de enjuagarla y volverse. La niña estaba sentada en el suelo sacándose el cabello a través de los agujeros de un gorro de baño estropeado.

– Así no puedes ir -dijo él-. Quítatelo, anda. Podemos coger el gorro que te han regalado para Navidad. ¡Seguro que te quieres poner guapa para ver a tu hermana por primera vez!

– Visceredera al trono -repitió Kristiane, y se caló más aún el gorro de baño-. Peredera al trono. Heredera al tono.

– Quizá lo que quieres decir es heredera al trono -dijo Yngvar Stubø, y se aclaró con agua el resto de la espuma-. Eso es alguien que antes o después acaba siendo reina.

– Mi hermana va a ser reina -dijo Kristiane-. Supongo que eres el hombre más grande del mundo, en realidad.

– ¿Eso crees?

Alzó a la niña y se la colocó sobre la cadera. Los ojos de la chiquilla vagaron de un punto al otro, sin determinación, como si mirada y contacto físico al mismo tiempo fueran demasiado para ella. Era pequeña para sus casi diez años de edad.

– Heredera al trono -dijo Kristiane mirando al techo.

– Correcto. Resulta que nosotros no somos los únicos que hemos tenido hoy un bebé. También…

– Mette-Marit es tan guapa -le interrumpió la niña aplaudiendo entusiasmada con las manos-. Sale en la tele. Nos han dado pan con queso para desayunar. La mamá de Leonard ha dicho que ha nacido una princesa. ¡Mi hermana!

– Sí -dijo Yngvar, y la volvió a dejar en el suelo para intentar quitarle el gorro de baño sin tirarle demasiado del pelo-. Nuestro bebé es una hermosa princesa, pero no es heredera al trono. ¿Cómo piensas que se debería llamar?

Por fin el gorro se aflojó. Largos cabellos se adherían a su interior, pero Kristiane no reaccionó al dolor cuando él se lo quitó.

– Abendgebet -respondió ella.

– Eso significa «oración nocturna» -le explicó él-. No se llama así. La muchacha encima de tu cama, quiero decir. Es alemán, y explica lo que hace la chica de la foto…

– Abendgebet -dijo Kristiane.

– A ver qué dice mamá -dijo Yngvar, y se puso los pantalones y la camisa-. Ve a buscar el resto de tu ropa. Tenemos que poner tierra de por medio.

– Tierra de por medio -dijo Kristiane, y salió al pasillo-. Tierras. Con vacas y caballos y gatitos. ¡Jack! ¡El rey de América! ¿Quieres venir a ver al bebé?

Un enorme perro, con el pelo marrón dorado y una lengua que le caía de entre sus fauces sonrientes, salió corriendo del cuarto de Kristiane. Meneaba el rabo con entusiasmo al mismo tiempo que correteaba en torno a la niña.

– Jack se va a tener que quedar en casa -dijo Yngvar-. ¿Dónde se habrá metido tu gorro?

– Jack se viene con nosotros -dijo Kristiane alegremente, y ató una bufanda roja al cuello del animal-. La heredera al trono también es hermana suya. En Noruega hay igualdad entre los sexos. Las chicas pueden hacer lo que quieran. Eso dice la mamá de Leonard. Y tú no eres mi papá. Isak es mi papá. Eso lo digo yo.

– Y es todo verdad -se rió Yngvar-. Pero yo te quiero mucho. Y ahora vamos a tener que irnos. Jack se queda en casa. Está prohibido llevar perros al hospital.

– El hospital es para los enfermos -dijo Kristiane cuando él le puso el abrigo-. El bebé no está enfermo. Mamá no está enferma. Pero están en el hospital.

– Eres una pequeña muy lógica.

La besó en los labios y le caló el gorro sobre las orejas. De pronto ella lo miró a los ojos. Él quedó petrificado, como hacía siempre en estos raros momentos de apertura, repentinas mirillas a una existencia que nadie conseguía apresar del todo.

– Ha nacido una heredera al trono -dijo ella con solemnidad, antes de coger aire y seguir citando las noticias matutinas de la televisión-: Un acontecimiento para el país, para el pueblo, pero sobre todo para los padres, claro. Y todos nos alegramos especialmente de que en esta ocasión haya sido una niñita. -Un pitido sonó medio ahogado bajo la fila de ropa de abrigo que colgaba de un perchero-. El teléfono móvil -apuntó mecánicamente-. Dam-di-rum-ram.

Yngvar Stubø se levantó y se puso a palpar frenéticamente las chaquetas y los abrigos que colgaban en un caos hasta encontrar lo que estaba buscando.

– Hola -dijo con escepticismo-. Aquí Stubø.

Tranquilamente, Kristiane se volvió a quitar la ropa. Primero el gorro, después el abrigo.

– Un momento -dijo Yngvar al aparato-. ¡Kristiane! No… Espera un poco.

– No.

La chiquilla ya se lo había quitado casi todo. Sólo le quedaban la camiseta y las braguitas rosas. El leotardo se lo puso en la cabeza.

– Ni hablar -dijo Yngvar Stubø-. Tengo quince días de baja por paternidad. Llevo despierto más de veinticuatro horas, Sigmund. Por Dios, hace menos de cinco horas que ha nacido mi niña y ya…

Kristiane se colocó las piernas del leotardo como si fueran largas trenzas que bajaban por su tripita.

– Pipi Calzaslargas -dijo alegremente-. Tararí tarará.

– No -dijo Yngvar tan cortante que Kristiane pegó un respingo y rompió a llorar-. Estoy de baja. He tenido una hija. Yo…

El llanto de la niña se convirtió en aullidos. Yngvar no conseguía acostumbrarse a los broncos sollozos de la criatura.

– Kristiane -dijo abatido-. No estoy enfadado contigo. Hablo con… ¿Hola? No puedo. Por muy espectacular que sea todo el asunto, no puedo abandonar a mi familia en estos momentos y ya está. Adiós. Suerte.

Cerró la tapa de un golpe y se sentó en el suelo. Hacía ya rato que deberían estar en el hospital.

– Kristiane -repitió-. Mi pequeña Pipi. ¿No podrías enseñarme al señor Nilson?

No se le ocurrió la mala idea de abrazarla, sino que se puso a silbar. Jack se tumbó en su regazo y se echó a dormir. Bajo la boca abierta, una mancha de humedad se fue entendiendo por el muslo de su pantalón. Yngvar tarareó y canturreó y entonó todas las canciones infantiles que consiguió recordar. Pasados cuarenta minutos, el llanto de la niña se acalló. Sin mirarlo, Kristiane se quitó los leotardos de la cabeza y empezó a vestirse lentamente.

– Ya es hora de visitar a la heredera al trono -dijo sin tono en la voz.

El teléfono móvil había sonado siete veces.

Yngvar lo apagó vacilante, sin escuchar el contestador.


Transcurridos ocho días era obvio que la policía no había avanzado un solo paso. Cosa que no le sorprendía.

Los periódicos de Internet son desastrosos, pensó la mujer, sentada ante el ordenador portátil. Al no haberse tomado la molestia de contratar una conexión local, navegar le resultaba sangrantemente caro. Se estaba agobiando al pensar en el dinero que iba desapareciendo mientras ella esperaba la respuesta de una parsimoniosa línea analógica que se mostraba reticente en la conexión con Noruega. Obviamente podía irse al Chez Net. Cobraban cinco euros por cuarto de hora y tenían banda ancha. Desgraciadamente el sitio estaba desagradablemente lleno de australianos borrachos y británicos ruidosos, incluso ahora en invierno. Pasaba, por lo menos por ahora.

Era sorprendente lo poco que había llamado la atención el asesinato los primeros días. La niña de la realeza llenaba ella sola todo el circo mediático. El mundo verdaderamente quería que lo engañaran.

Pero ahora, por fin, habían empezado a cubrir la noticia.

La mujer, sentada ante el ordenador, no soportaba a Fiona Helle, simple y llanamente. Sus sentimientos, por supuesto, eran de una inquietante corrección política, pero así iba a tener que ser. Los periódicos usaban la expresión «apreciada por la gente». Ciertamente, ya que más de un millón de personas seguían sus programas, todos y cada uno de los sábados durante cinco temporadas consecutivas. Ella no había visto más que un par de ellos, justo antes de marcharse. Más que suficiente para constatar que, por una vez, iba a tener que estar de acuerdo con el modo en que la élite cultural, tan insoportablemente arrogante como de costumbre, calificaba ese tipo de entretenimiento. De hecho, fue uno de esos agresivos análisis, un artículo en el periódico Aftenposten, escrito por un catedrático de sociología, el que hizo que una noche de sábado se sentara ante la pantalla y desperdiciara una hora y media con Fiona en faena.

Claro, que tampoco fue en balde. Hacía siglos que nada la provocaba tanto. O los participantes eran idiotas o eran profundamente infelices. Pero difícilmente se les podía reprochar ninguna de las dos cosas. Fiona Helle, en cambio, era una mujer calculadora y de éxito, que ni siquiera era consecuente con su populismo, ya que entraba en el estudio engalanada con ropa de diseño comprada muy lejos de H &M. Sonreía sin pudor a la cámara mientras aquellas pobres criaturas revelaban sus sueños sin esperanza, sus falsas expectativas y desde luego también, su extremadamente limitada inteligencia. Prime time.

La mujer que se levantó de la mesa y se puso a dar vueltas por un salón ajeno sin saber exactamente lo que quería no participaba en el debate público. Pero tras un episodio de Fiona en faena se vio tentada de hacerlo. Cuando llevaba ya escrita media encendida carta al director, tuvo que sonreír e ironizar sobre sí misma antes de borrar el documento. Había pasado el resto de la noche alterada. El sueño se negaba a llegar y, para colmo, se permitió consumir un par de horrorosas películas nocturnas de TV3, de las que de todos modos sacó cierto provecho, según creía recordar.

Sentirse provocada era al menos una forma de emoción.

Y su forma de expresión no eran las cartas al director de Dagbladet.

Mañana iría a Niza para buscar prensa noruega.

Загрузка...