Era de noche en Tåsen. En la casa vivían dos familias, una en el primer piso y la otra en el segundo. En la calleja tras la valla del fondo del jardín había tres tristes farolas. Hacía mucho que la furia de los niños había reventado las bombillas con bolas de nieve dura. El vecindario parecía tomarse en serio el llamamiento al ahorro de electricidad. El cielo estaba claro y negro. Hacia el noreste, sobre el cerro de Grefsen, Inger Johanne veía una constelación de estrellas que le parecía reconocer. Le produjo la sensación de estar bastante sola en el mundo.
– ¿Estás otra vez aquí? -preguntó Yngvar, abatido.
Estaba bajo el marco de la puerta de la entrada y se rascaba la entrepierna con gesto somnoliento. Los calzoncillos se le ceñían a los muslos. Sus hombros desnudos eran tan anchos que casi rozaban el marco de la puerta.
– Sí, aquí estoy…
– ¿Cuánto tiempo vas a seguir así, bonita?
– No lo sé. Vuélvete a acostar, anda.
Inger Johanne se giró de nuevo hacia la ventana. El cambio entre la vida en un piso y una zona residencial había sido mayor de lo esperado. Estaba acostumbrada al lamento de las tuberías, al llanto de bebé arraigado en las paredes, a los adolescentes peleándose y al sonido del televisor de la señora del primero, que realmente oía mal y con frecuencia se quedaba dormida viendo los programas nocturnos. En un piso se podía hacer café en mitad de la noche, escuchar la radio, mantener una conversación, incluso. Aquí casi no se atrevía a abrir la nevera. El olor del meado de Yngvar impregnaba el baño todas las mañanas, le había prohibido molestar a los vecinos de abajo tirando de la cadena antes de las siete.
– Andas por aquí de puntillas -dijo él-. ¿No podrías al menos sentarte un rato?
– No hables tan alto -dijo Inger Johanne en voz baja.
– Déjalo ya. Tampoco es para tanto. ¡Tú estás acostumbrada a tener vecinos, Inger Johanne!
– Sí, muchos. Más o menos anónimos. Aquí es como si estuviéramos demasiado pegados. Al estar sólo ellos y nosotros es como si… No sé.
– Pero ¡si es una alegría tener ahí a Gitta y a Samuel! ¡Por no decir al pequeño Leonard! Si no fuera por él, Kristiane apenas tendría…
– ¡Échale un vistazo a esto, anda!
Inger Johanne le enseñó el pie riéndose por lo bajo.
– Es la primera vez que uso zapatillas. ¡Casi no me atrevo a salir de la cama sin ellas!
– Son monas. Parecen amanitas muscarias.
– Bueno, ¡es que se supone que tienen que parecer amanitas muscarias! ¿No podías haberla convencido de que eligiera alguna otra cosa? ¿Conejos? ¿Ositos? ¿O, mejor, unas zapatillas marrones completamente corrientes?
El parqué crujió con cada paso que él dio hacia ella. La mujer hizo una mueca antes de volverse a girar hacia la ventana.
– Kristiane no es exactamente fácil de manejar -dijo él-. Y tienes que dejar de tener tanto miedo. No ocurre nada.
– Eso decía también Isak cuando Kristiane era un bebé.
– Eso es otra cosa. Kristiane…
– Nadie sabe exactamente qué le pasa. Nadie puede saber si a Ragnhild también le pasa algo.
– ¿Estamos ya de acuerdo sobre Ragnhild?
– Sí -dijo Inger Johanne.
Yngvar la cogió entre sus brazos.
– Ragnhild es un bebé de ocho días de edad sano como una manzana -susurró-. Se despierta tres veces cada noche, toma leche y se vuelve a dormir inmediatamente después. ¿Quieres un café?
– No hagas ruido, anda -dijo ella.
Él quiso agregar algo. Abrió la boca, pero finalmente negó imperceptiblemente con la cabeza, recogió un jersey del suelo y se lo puso de camino a la cocina.
– Siéntate aquí, por favor -dijo finalmente-. Si para ti es cosa de vida o muerte quedarte despierta toda la noche, lo mejor es que hagamos algo sensato.
Inger Johanne acercó la banqueta de bar al banco de la cocina y se ajustó la bata. Con los dedos hojeaba sin concentrarse la gruesa carpeta del caso, que no debería estar en la cocina.
– Sigmund no se rinde -dijo ella restregándose los ojos bajo las gafas.
– No, pero es que tiene razón. Se trata de un caso fascinante.
Yngvar se volvió tan bruscamente que el agua de la cafetera salpicó.
– He estado una hora en el trabajo -dijo a la defensiva-. Desde que salí de aquí hasta que volví…
– Relájate, hombre. No pasa nada. Entiendo perfectamente que tengas que pasarte por ahí de vez en cuando. Tengo que admitir que…
Sobre la carpeta había una fotografía, un lisonjero retrato de una futura víctima de asesinato. Su estrecho rostro parecía aún más estrecho porque llevaba la raya de su media melena en medio. Por lo demás, pocas cosas eran anticuadas en Fiona Helle. La mirada era desafiante, los labios gruesos y la sonrisa que le dirigía al fotógrafo, segura de sí misma. El maquillaje de los ojos era pesado, pero paradójicamente no resultaba vulgar. En suma, había algo fascinante en la foto, un toque abiertamente erótico contrastaba fuertemente con el perfil mundano y familiar de su programa, que ella había construido con gran éxito.
– ¿Qué tienes que admitir? -preguntó Yngvar.
– Que…
– Que el caso te parece jodidamente interesante -se río Yngvar entre el ruido de las tazas-. Sólo voy a buscar un par de pantalones.
El pasado de Fiona Helle no era menos fascinante que su retrato. Inger Johanne se fijó mientras iba leyendo: era diplomada en Historia del Arte. Con sólo veintidós años se casó con el fontanero Bernt Helle, se hizo cargo del chalé de los abuelos en Lørenskog y vivió sin hijos durante trece años. Resultaba evidente que la llegada de la pequeña Fiorella en 1998 no había frenado ni sus ambiciones ni su carrera. Más bien al contrario. Desde su estatus de culto en el pequeño programa Arte que mola, en el canal NRK2, fue con el tiempo trasladada a la sección de entretenimiento. Tras un par de temporadas en un talk-show, los jueves a última hora, por fin «llegó a casa». Ésa era al menos la expresión que ella misma usaba, en las incontables entrevistas que había concedido en los últimos tres años. Fiona en faena era uno de los mayores éxitos del canal público desde la década de los sesenta, cuando la gente no tenía otra cosa mejor que hacer que reunirse en torno a las pantallas, con un solo canal, dándole forma colectiva a lo que era una noche de sábado en Noruega.
– ¡A ti te gustaban sus programas! ¡Un hombre hecho y derecho ahí sentado llorando!
Inger Johanne sonrió a Yngvar, que ya había vuelto, ahora con un forro polar rojo eléctrico, pantalones de chándal grises y calcetines de lana naranja en los pies.
– No lloraba en absoluto -protestó Yngvar mientras echaba café en las tazas-. Me emocionaba, tengo que admitirlo. Pero ¿llorar? ¡Nunca! -Acercó su banqueta más a la de ella-. Fue el episodio ese con la hija del alemán -dijo en voz baja-. Habría que tener el corazón de piedra para no emocionarse con esa historia. Después de haber sufrido humillaciones y abusos durante toda la infancia, se fue a Estados Unidos en la adolescencia. Lavó los suelos del World Trade Center desde que lo construyeron y tuvo su primera baja por enfermedad el 11 de septiembre de 2001. Siempre echó de menos al vecinito noruego que…
– Que sí -dijo Inger Johanne, humedeciéndose ligeramente los labios con el café hirviendo-. ¡Sshh! -Se quedó petrificada-. Es Ragnhild -dijo con tensión.
– No -empezó él, y la quiso parar antes de que se saliera corriendo hacia el cuarto de los niños.
Demasiado tarde. Inger Johanne se deslizó por el suelo sin hacer prácticamente ruido y desapareció. Sólo la inquietud quedó tras ella. Un pinchazo de acidez en torno al estómago le hizo servirse más leche en el café.
La historia de Yngvar era peor que la de Inger Johanne. Las comparaciones no eran sólo odiosas, sino también imposibles.
El dolor no se podía medir, las pérdidas no se podían pesar. Pero él no conseguía evitarlo del todo. Desde que se conocieron, un dramático verano hacía casi cuatro años, ella sé había pillado algunas veces de más irritándose con la tristeza de Inger Johanne por la particularidad de Kristiane.
Al fin y al cabo, Inger Johanne tenía una hija. Una niña viva con gran apetito por la vida. Rara como pocos, pero a su manera Kristiane era una niña cariñosa y completamente presente.
– Ya lo sé -dijo de pronto Inger Johanne, que había entrado desde el pasillo sin que él se diera cuenta-. Tú cargas con más que yo. Tu hija murió. Yo debería estar agradecida. Y lo estoy.
Un temblor en el labio inferior, apenas perceptible, la hizo callar. La mano le cubrió los ojos.
– ¿Estaba todo bien con Ragnhild? -preguntó Yngvar.
Ella asintió.
– Es que tengo tanto miedo -susurró-. Cuando duerme, tengo miedo de que esté muerta. Cuando se despierta, tengo miedo de que se muera. O de que le pase alguna otra cosa.
– Inger Johanne -dijo él, abatido, dando palmas sobre el asiento junto a él-. Ven aquí. Siéntate. -Ella se dejó caer lentamente junto a él. Él le acarició la espalda, arriba y abajo, un poco apresuradamente-. Todo va bien…
– Estás irritado -susurró ella.
– No.
– Sí.
La mano se detuvo, la cogió levemente de la barbilla.
– Que no, te digo. Pero ahora… -Yngvar se interrumpió.
– ¿No podrías sencillamente dejarme…?
– ¿Sabes qué? -dijo él, con alegría fingida-. Estamos de acuerdo en que las niñas están bien. Ninguno de los dos puede dormir. Así que ahora le vamos a dedicar una hora a este asunto… Y luego vemos si conseguimos dormir un poco. ¿Vale? -Con dedos torpes martilleó sobre la cara de Fiona Helle.
– Eres muy buen profesional -dijo ella, y se restregó la nariz con el dorso de la mano-. Y este caso es peor de lo que os teméis.
– Ya.
Yngvar vació su taza, la apartó y extendió los papeles de la carpeta sobre el amplio banco. La foto yacía entre ellos. Pasó el dedo índice sobre la nariz de Fiona Helle, le rodeó la boca y se lo pensó un rato antes de levantar la fotografía para mirarla atentamente.
– ¿Qué sabes tú, en realidad, sobre lo que nosotros nos tememos?
– Ni una sola pista -dijo ella con ligereza-. Lo he leído todo a escondidas. -Estaba buscando un documento pero no lo encontraba-. En primer lugar -dijo moqueando-, las huellas en la nieve son casi inutilizables. Aunque es cierto que encontrasteis tres huellas en la entrada de coches que probablemente sean del asesino, pero la temperatura y el viento, además de la nieve que cayó el martes por la noche, hacen que tengan un valor muy limitado. Lo único seguro es que se puso calcetines sobre los zapatos.
– Tras el puto caso Orderud cada jodido ladrón de bicicletas usa ese truco-murmuró él.
– Cuida tu lenguaje -dijo ella.
– Están durmiendo -adujo Yngvar.
– La talla de los zapatos está en algún sitio entre el cuarenta y uno y el cuarenta y cinco. Cosa que incluye al noventa por ciento de la población masculina.
– Y a una pequeña parte de la femenina -sonrió él, e Inger Johanne metió los pies un poco más bajo la banqueta.
– De todos modos el truco de los zapatos demasiado grandes ya es bastante conocido. Tampoco se puede deducir nada sobre el peso del asesino a partir de la profundidad de las huellas. El hombre ha tenido suerte con el tiempo, así de sencillo.
– O la mujer.
– Quizá la mujer. Pero, sinceramente, se requerían ingentes fuerzas para reducir a Fiona Helle. Una persona en plena forma en la mejor edad.
Volvieron a mirar la fotografía. El aspecto de la mujer se adecuaba a su edad, los cuarenta y dos años se le habían dibujado claramente en torno a los ojos. También sobre la boca se notaban las arrugas, estrechas flechas a través del maquillaje. Pero, a pesar de todo, había algo fresco en su cara, en la mirada directa, en la piel tersa sobre el cuello y los pómulos.
– Le cortaron la lengua mientras aún estaba viva -dijo Yngvar-. La teoría que tienen ahora es que se desmayó a causa de la presión sobre el cuello y que luego le cortaron la lengua. Sangró con bastante fuerza, así que no podía estar muerta. Quizás el asesino eligió cuidadosamente este modo de proceder, o quizá…
– Es prácticamente imposible calcular este tipo de cosas -dijo Inger Johanne frunciendo la nariz.
– Ahogarla hasta que quedara inconsciente en vez de muerta, quiero decir. Debía de creer que estaba muerta.
– La causa de la muerte, en todo caso, fue el estrangulamiento. Tiene que haberlo hecho todo con las manos. Después del trabajito de la lengua. -Yngvar se estremeció y añadió-: ¿Has visto esto?
Sacó un sobre de manila y lo miró un momento antes de cambiar manifiestamente de idea y dejarlo sin abrir.
– Un vistacito de nada -dijo Inger Johanne-. Normalmente las fotos del lugar del crimen no me afectan. Pero ahora, después de Ragnhild… -Los ojos se le llenaron de lágrimas y escondió la cara entre las manos-. Lloro por nada -dijo en voz alta, casi estridente, antes de caer en la cuenta y bajar la voz-. Este tipo de fotos me afecta muy poco. Normalmente. He visto… -Se secó rápida y dolorosamente los ojos y sonrió con esfuerzo-. El marido -dijo-. Tiene una coartada inquebrantable.
– Ninguna coartada es inquebrantable -alegó Yngvar.
Su mano volvía a estar sobre la espalda de ella. El calor atravesó la fina seda.
– Ésta sí -dijo Inger Johanne-. Prácticamente, al menos. Estaba con Fiorella en casa de su madre. Tuvo que compartir cuarto con su hija porque su hermana y el marido también se habían quedado a dormir. Encima la hermana estaba mala y casi no pegó ojo en toda la noche. Además…
Volvió a pasarse la mano derecha por los ojos. Yngvar sonrió y le pasó el pulgar bajo la nariz antes de secarse sobre su propio muslo.
– Además…
– Además no hay absolutamente nada que indique más que los conflictos matrimoniales más frecuentes -completó ella-. Ni en el plano amoroso ni, mucho menos, en el económico. En eso están bastante equilibrados. Él gana más que ella, ella es dueña de la mayor parte de la casa. La empresa de él parece bastante sólida.
Ella le cogió la mano que tenía libre. La piel de él era basta, las uñas cortas. Su pulgar topó con el de Yngvar, en movimientos circulares.
– Bastante sólida… -completó Yngvar
– Además, ya han pasado ocho días -dijo ella-, sin que hayáis conseguido hacer otra cosa que descartar a un par de sospechosos evidentes.
– Es un comienzo -dijo él mansamente, y retiró la mano.
– Un comienzo muy débil.
– ¿Y qué piensas tú? -preguntó Yngvar sin desafío.
– Muchas cosas.
– ¿Qué cosas?
– La lengua -dijo, y se levantó para servirse más café.
Un coche serpenteaba por la calle Hauge. El leve gruñido hizo que vibraran las copas del armario rinconero. El cono de luz se reflejó en el techo del salón, una huidiza nube luminosa en el gran cuarto en penumbra.
– La lengua -repitió él, alicaído, como si ella le hubiera recordado un desagradable dato que hubiera preferido olvidar.
– Sí. La lengua. El método. El odio. La premeditación. El envoltorio… -Inger Johanne dibujó unas comillas en el aire-. Lo traía hecho. No había nada de papel rojo en la casa. Se tarda ocho minutos en hacer un paquete como ése, dice en tus papeles. Y eso si estás bien entrenado.
Por primera vez Inger Johanne daba la impresión de estar claramente arrebatada. Abrió un armario y cogió dos terrones de azúcar de un cuenco de plata. La cucharilla repiqueteó contra la taza.
– Café cuando tenemos insomnio -murmuró Inger Johanne-. Muy inteligente. -Levantó la vista-. Cortarle la lengua a una persona es un acto simbólico tan fuerte, tan brutal y tan horrendo que difícilmente se puede fundar en otra cosa que en el odio. Un odio bastante intenso.
– Y Fiona Helle era una mujer muy apreciada -dijo secamente Yngvar-. Ya has disuelto el azúcar, cariño.
Ella lamió la cucharilla y se volvió a sentar.
– El problema, Yngvar, es que es imposible saber quién la odiaba. Ya que la familia, los amigos, los compañeros de trabajo…, todos los que la rodeaban parecían apreciar a la mujer. Probablemente tendrás que buscar al asesino allí fuera. -Señaló con el índice hacia la ventana. Alguien había encendido una luz nocturna en casa de los vecinos-. No me refiero a ellos -sonrió-. Sino al espacio público.
– Por Dios -murmuró Yngvar.
– Fiona Helle era uno de los rostros televisivos más conocidos del país. Apenas no hay nadie que no tuviera una opinión sobre lo que estaba haciendo. Y por tanto también sobre quién creían que era, se equivocaran o no.
– Más de cuatro millones de sospechosos, por tanto.
– Bueno… -reconoció ella. Le pegó un sorbito al café antes de dejar la taza-. Puedes restarle todos lo que tienen menos de quince y más de setenta años, además de todos los que abiertamente la admiraban.
– ¿Cuántos crees que nos quedan entonces?
– Ni idea. Un par de millones…, ¿quizá?
– Dos millones de sospechosos… -Yngvar parecía estar considerando seriamente el número.
– Que probablemente ni siquiera habían cruzado palabra con ella -añadió Inger Johanne-. No tiene por qué haber ningún vínculo previo entre Fiona y el asesino.
– O la asesina.
– O la asesina -asintió ella-. ¡Suerte! Por lo demás, en lo que se refiere al estado de la lengua… ¡Shhhhhh!
Se oía levemente un débil llanto, proveniente del cuarto infantil recién acondicionado. Yngvar se levantó antes de que a Inger Johanne le diera tiempo a reaccionar.
– Sólo quiere comer -dijo él reteniéndola-. Yo te la traigo. Siéntate en el sofá.
Ella intentó controlarse. Sentía el miedo físicamente, como una inyección de una sustancia excitante. Se le aceleró el pulso, el calor le refulgía en las mejillas. Al elevar la mano y mirar la palma, vio que el sudor de la línea de la vida atrapaba el reflejo de la luz del techo. Se secó las manos en la bata y se sentó pesadamente.
– Esta niña tiene un hambre que devora -le oía murmurar a Yngvar contra la cabeza de la pequeña-. Su mamá le va a dar de comer, ¿sabes? Ya está, ya está…
El alivio por ver los ojos entreabiertos y la ávida boquita provocó de nuevo el llanto en Inger Johanne.
– Creo que me estoy volviendo loca -susurró, y se colocó mejor el pecho.
– Loca no -dijo Yngvar-. Sólo un poco alterada y asustada.
– La lengua -murmuró Inger Johanne.
– Vamos a dejar de hablar de eso. Ahora relájate, por favor.
– Que estuviera dividida en dos -insistió ella.
– Ya está, ya está.
– Mentiroso -gimoteó Inger Johanne alzando la vista.
– ¿Mentiroso?
– No tú, claro.
Le susurró al bebé antes de mirarlo a él a los ojos.
– Una lengua dividida en dos. Prácticamente sólo puede significar una cosa. Que alguien pensaba que Fiona Helle era una mentirosa.
– Supongo que todos mentimos un poco de vez en cuando -dijo Yngvar pasando tiernamente el dedo sobre el cráneo de plumón del bebé-. ¡Mira! ¡Se le nota el pulso en la fontanela!
– Alguien pensaba que Fiona Helle mentía -repitió Inger Johanne-. Que mentía de un modo tan decisivo y brutal que merecía morir por ello.
Ragnhild soltó el pecho. Una mueca que fácilmente podía confundirse con una sonrisa hizo que Yngvar cayera de rodillas y posara la cara sobre su cálida mejilla húmeda. La marca de mamar del labio superior de Ragnhild estaba rosa y llena de líquido. Las diminutas pestañas eran casi negras.
– Una puta mentira flagrante, en todo caso -murmuró Yngvar-. Una mentira mayor de lo que creo que yo me pueda imaginar.
Ragnhild eructó y se quedó dormida.
Ella nunca hubiera elegido este lugar.
A los demás, a los que notoriamente estaban sin blanca, se les metió de pronto en la cabeza que se iban a permitir el lujo de pasar tres semanas en la Riviera. Lo que pretendían hacer en la Riviera en pleno diciembre fue, desde el comienzo, un misterio, pero de todos modos dijo que quería ir con ellos. Por lo menos supondría cierta variación.
El padre se había puesto imposible desde la muerte de la madre. Lloriqueaba y se quejaba y se pegaba a ella. Olía a hombre viejo, una mezcla de ropa sucia y falta de control sobre la vejiga. Sus dedos, que la raspaban en la espalda en muy poco deseadas muestras de cariño en las despedidas, se habían vuelto repulsivamente escuálidos. El deber la obligaba a pasarse por ahí una vez al mes más o menos. El piso de Sandaker nunca había sido un palacio, pero, después de que el padre se quedó solo, se había desmadrado completamente. Por fin había logrado -tras varias cartas, furiosas llamadas telefónicas y mucho esfuerzo- conseguirle asistencia doméstica. Pero no fue de gran ayuda. La parte de abajo del asiento del váter seguía manchada de mierda. La comida seguía pasándose de fecha de caducidad en la nevera con lo que era imposible abrir la puerta sin sentir arcadas. Resultaba increíble que el Ayuntamiento no tuviera nada mejor que ofrecerle a un viejo contribuyente leal que una chiquilla poco de fiar que apenas había aprendido a poner la lavadora y poco más.
Las navidades sin su padre la habían tentado, aunque estaba escéptica ante el viaje. Sobre todo dado que los niños también iban. Le irritaba que los críos de hoy en día parecieran alérgicos a todo tipo de alimentación sana. «No me gusta, no me gusta», lloriqueaban constantemente. Un mantra por cada comida. No era de extrañar que de pequeños estuvieran escuálidos, para luego inflarse y desinflarse en la informe pubertad, atacados por las perturbaciones alimenticias modernas. La menor, una niña de tres o cuatro años, todavía tenía cierto encanto. Pero los hermanos…
En compensación la casa era grande, y el cuarto que le habían adjudicado era imponente. Le habían enseñado algunos folletos con enorme entusiasmo. Tenía la sospecha de que querían que ella pagara una parte mayor del alquiler de lo que le correspondía. Sabían que ella tenía dinero, aunque obviamente no supieran cuánto.
Para decir la verdad, había elegido separarse de la mayoría de sus conocidos. Giraban en sus pequeñas vidas, con problemas exagerados que de ningún modo podían despertar el interés de nadie que no fuera ellos mismos. En las cuentas sociales que con el tiempo le había parecido necesario llevar a cabo, los números rojos chillaban contra ella. Daba tanto más de lo que recibía… De vez en cuando, si se lo pensaba bien, llegaba a la conclusión de que sólo había conocido a un puñado de buenas personas.
Ellos querían que se apuntara, y ella no iba a soportar aún otras navidades con su padre.
Así que allí estaba, en el aeropuerto de Gardermoen, con los billetes en la mano, cuando sonó el teléfono móvil. La pequeña, la niña en cuestión, había sido ingresada en el hospital de imprevisto.
Se puso furiosa. Obviamente, sus amigos no podían dejar sola a una niña tan pequeña, pero ¿habían tenido que esperar a tres cuartos de hora antes de despegar para avisarla? Al fin y al cabo, la niña se había puesto enferma cuatro horas antes. Cuando aún tenía elección.
Se marchó.
Y los demás iban a tener que pagar su parte del alquiler, cosa que les dejó más o menos claro ya durante la conversación telefónica. Lo cierto es que le había hecho cierta ilusión la idea de pasar tres semanas en compañía de gente a la que, al fin y al cabo, conocía desde la infancia.
Cuando habían pasado diecinueve días, el dueño de la casa le había ofrecido la posibilidad de quedarse hasta marzo. No había encontrado nuevos inquilinos para el invierno y no le gustaba que la casa estuviera vacía. Probablemente contribuyó a ello el hecho de que la mujer hubiera hecho limpieza general antes de que llegara. Seguro que también reparó en que sólo se estaba usando una de las camas, cuando recorrió cuarto tras cuarto simulando revisar la instalación eléctrica.
Su ordenador portátil estaba en ese lugar tan bien como en casa. Y vivía gratis.
La fama de la Riviera era exagerada.
Villefranche era un pueblo falso, para turistas. Hacía mucho que carecía de toda verdadera realidad, pensaba ella; incluso el castillo centenario junto al mar parecía estar hecho de cartón piedra. Si los taxistas franceses hablaban un inglés aceptable, es que algo tenía que estar muy mal en el pueblo.
Le irritaba sobremanera que la policía no avanzara ni un paso.
Por otro lado, era un caso difícil. La policía noruega nunca había sido nada del otro mundo; eunucos provincianos y desarmados.
Ella, en cambio, era una experta.
Las noches se habían vuelto largas.