Epílogo

Jueves, 4 de junio de 2004

El verano estaba a la vuelta de la esquina.

Abril y mayo habían transcurrido con un tiempo anormalmente cálido y soleado. Los árboles y las flores habían brotado pronto, convirtiendo la primavera en un infierno para los alérgicos. En Dinamarca y en España se habían celebrado las bodas de los príncipes herederos. En Portugal preparaban la Eurocopa de fútbol, mientras que los atenienses luchaban con todas sus fuerzas contra el reloj para conseguir estar listos para los Juegos Olímpicos de agosto. El mundo se dejaba escandalizar por el maltrato de los presos de Irak, pero no demasiado, las fotografías rara vez alcanzaron las portadas de los periódicos noruegos. Tampoco la histórica expansión de Europa hacia el este despertó demasiado interés en ese pequeño y rico país en el extremo del continente. Más importancia se le dio a la duradera huelga de transporte, que hizo que se vaciaran los estantes de las tiendas y que generó gresca por los rollos de papel higiénico y los pañales. El equipo del Rosenborg iba de fracaso en fracaso en la liga y un presupuesto estatal revisado fue aprobado sin dar lugar a ningún dramatismo político. De vez en cuando, si uno se fijaba bien, todavía se podía encontrar algún que otro artículo en los periódicos sobre los asesinatos irresueltos de Vibeke Heinerback, Vegard Krogh y del deportista Håvard Stefansen. Pero no con frecuencia. Hacía ya quince días que no salía nada sobre ellos.

Una mujer estaba sentada sobre un banco junto al río Aker leyendo los periódicos.

Inger Johanne Vik había aprovechado la primavera para intentar olvidar. Estaba bien entrenada en ese tipo de cosas. A medida que fueron pasando las semanas y los meses sin que sucediera nada, se hizo insostenible mantener a las niñas ocultas. Durante una temporada la casa de la calle Hauge había sido custodiada por la policía. Con el tiempo también aquello pareció superfluo, por lo menos para los responsables de los ajustados presupuestos de la policía de Oslo. Ya no pasaban coches de patrulla por las noches por la calle Hauge.

Y nadie había intentado prenderle fuego a la vivienda, pintada de blanco y con forma de caja, en la que vivía la familia Vik y Stubø, con sus hijos y su perro y sus amables vecinos.

Inger Johanne había empezado a dormir de nuevo. Había entrado en una rutina cotidiana. Daba paseos.

Junto a ella había un cochecito de niño. La cría estaba ligeramente cubierta con una manta de algodón y dormía. La madre miraba de vez en cuando al cielo, daba la impresión de que el buen tiempo finalmente tocaba a su fin.

Le gustaba quedarse así sentada. Iba a aquel lugar todos y cada uno de los días. Compraba los periódicos en la gasolinera de la calle Maridal. Antes de llegar al banco bajo el sauce, justamente donde el río hacía una curva entre Sandaker y Bjølsen, dormía la pequeña. La madre podía disfrutar de una hora para sí misma.

Otra mujer se acercaba caminando por el sendero. Rondaba algo más de los cuarenta, el pelo se le rizaba con el leve viento y llevaba gafas de sol.

«Inger Johanne es tan jodidamente predecible -pensó la mujer-. ¿No ha aprendido nada? Está aquí todos los días, a no ser que llueva. Ya no da la impresión de estar asustada. Las niñas han vuelto a casa. Me irrita haberla sobrevalorado.»

– Hola -dijo la mujer que venía caminando, y se detuvo-. ¿No eres Inger Johanne Vik?

La mujer madre de niños pequeños se quedó mirándola fijamente. Wencke Bencke sonrió cuando Inger Johanne puso el brazo sobre el cochecito, con los dedos abiertos sobre la manta de ganchillo.

– He saludado a tu marido en un par de ocasiones -dijo la escritora-. ¿Te importa que me siente aquí?

Inger Johanne no respondió. No se movió.

– Me llamo Wencke Bencke. Tenemos amigos comunes, de hecho. Aparte de tu marido, quiero decir.


Se sentó. Rozó con el brazo a Inger Johanne al acomodarse, con las piernas cruzadas en señal de seguridad. Balanceaba la punta del zapato sobre el pie.

– Una historia horrorosa -dijo, negando con la cabeza-, la de los asesinatos de los famosos. Yo fui testigo de todo el asunto. Quizás no recuerdes. Por lo demás, da la impresión de que las pobres víctimas están a punto de caer en el olvido, desgraciadamente. -Señaló con la cabeza a la pila de periódicos que había entre ellas-. Así son las cosas. Mientras no haya sospechas concretas, a los periódicos se les acaban las cosas que escribir. En estos casos…

De nuevo señaló los periódicos; Inger Johanne estaba tensa e inmóvil, ahora en la otra punta del banco.

– … parece que han fracasado. La policía, quiero decir. Raro. Por lo visto no hay pistas. Están en blanco, simple y llanamente.

Inger Johanne Vik por fin había conseguido dominarse. Intentó ponerse en pie al mismo tiempo que se aferraba al cochecito y a una bolsa con cosas del bebé.

– Espera -dijo Wencke Bencke amablemente, y la agarró del brazo-. ¿No podrías quedarte sentada? Sólo unos minutos. Tenemos tanto en común. Tengo tanto que contarte.

«Será la curiosidad lo que le hace quedarse sentada -se preguntó Wencke Bencke-. ¿O son las piernas, que no la obedecen?»

Inger Johanne estaba sentada en silencio, con la bolsa sobre el regazo y el brazo sobre su hija.

Wencke Bencke se recostó en el banco y volvió la cara hacia la mujer joven.

– ¿En algún momento habéis sospechado de alguien aparte de mí? -preguntó, aún amable.

Y pensó: «No responde. No tiene ni idea de qué responder. Ya no tiene curiosidad. Tiene miedo. ¿Por qué no grita? ¿Qué podría gritar?».

– Verás -agregó-, es que he recibido esta carta.

Wencke Bencke se sacó una hoja de papel doblada del bolsillo trasero del pantalón. La desdobló y se la extendió sobre la rodilla.

– Me informan de que se han entregado extractos de mi cuenta en secreto -explicó-. Es del juzgado. Exactamente como prescribe la ley, con información sobre cómo he de proceder para presentar una queja porque tu marido metió la nariz en mis asuntos. -Levantó la carta un momento. Luego negó con la cabeza y se la volvió a meter en el bolsillo-. Pero no me voy a tomar la molestia. En realidad, mejor que ya desde el principio me hayan guardado las espaldas para posteriores acusaciones. El trabajo está hecho, se puede decir.

La risa era oscura e intentó conseguir que el pelo permaneciera detrás de su oreja.

– El viaje a Estocolmo tiene que haberos dado quebraderos de cabeza -dijo antes de volver a sacar la carta.

Se la puso sobre la palma derecha de la mano y apretó. Luego se levantó y bloqueó la salida del cochecito.

– Una cría preciosa -dijo, inclinándose sobre Ragnhild-. Va a tener un hoyuelo en la barbilla.

– Apártate. ¡Que te apartes!

Wencke Bencke dio un paso hacia atrás.

– Pero si no le voy a hacer ningún daño -dijo sonriendo-. ¡No voy a hacerle daño a nadie!

– Me tengo que ir -dijo Inger Johanne Vik, que se peleó con los frenos del cochecito-. No quiero hablar contigo.

– Por supuesto. No quiero imponerme. No era mi intención alterarte. Sólo quería hablar. Sobre nuestros intereses comunes y…

Los frenos se habían atascado. Inger Johanne arrastraba el cochecito por el sendero. Las ruedas de goma chillaban contra el asfalto. Ragnhild se despertó y rompió a llorar con desesperación. Wencke Bencke sonrió y se quitó las gafas de sol. Tenía los ojos ligeramente maquillados. Ahora parecían más grandes, y eran más oscuros.

«Nunca desaparecerá -pensó Inger Johanne-. Nunca va a desaparecer. No hasta que se muera. No antes de que yo consiga…»

– Por cierto, he terminado el libro -dijo Wencke Bencke, que seguía lentamente al cochecito-. Ha quedado bien. Te puedo mandar un ejemplar cuando salga de la imprenta.

Inger Johanne se paró de pronto y abrió la boca para pegar un chillido.

– Por Dios -dijo Wencke Bencke alzando las manos en un gesto para detenerla-. No hace falta que me des la dirección. Sé dónde vives.

Después se despidió con la cabeza, le dio la espalda y siguió por el sendero; hacia el sur.

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