Capítulo 4

La mujer del asiento 16 A parecía simpática. Tenía sed de café y leía periódicos británicos. El auxiliar de vuelo no conseguía adivinar su procedencia. La mayoría de los pasajeros a bordo eran suecos, pero una alborotadora familia danesa que iba en la penúltima fila le estaba poniendo las cosas difíciles al resto de los pasajeros. También había detectado a varios noruegos. A pesar de que ni de lejos era temporada alta, había gente más que suficiente dispuesta a lanzarse a un vuelo directo a Niza a precio de saldo.

En realidad estaba pensando en dejarlo. El peso siempre había sido un problema, y ahora los compañeros habían empezado a lanzarle indirectas. Por mucho que se esforzara y por poco que comiera: los números digitales del peso del baño amenazaban con pasar, en cualquier momento, a las cifras límite.

Era un placer llevar en vuelos como éstos a señoras como la del 16 A.

Era más morena que la mayoría de los escandinavos. Tenía los ojos marrones y ella tampoco debía de estar del todo satisfecha con su peso. Corpulenta y bastante pesada, daba ante todo la impresión de ser fuerte. Fornida, pensó después de un rato. Es una mujer fornida.

Sin duda le encantaba el café.

Además tenía la bendición de no tener hijos, y no se quejaba de nada.


El cadáver seguía caliente.

En todo caso, pensaba el guarda del aparcamiento de Gallerian, no podían haber pasado más de dos horas desde que la prostituta se despidió cortésmente. Quizá de todos modos se equivocaba. No era un experto. Eso tenía que admitirlo, aunque fuera la segunda vez en menos de tres meses que tenía que llamar a la policía porque una pobre mujer había decidido ponerse su última inyección resguardada del frío viento invernal que azotaba las calles de Estocolmo y obligaba a la gente a vestirse como exploradores polares. El considerable calor que hacía en las escaleras hacía que fuera difícil de saber.

Pero no podía llevar allí mucho tiempo.

«Cuando no puedas mirar hacia delante ni hacia atrás, ¡mira hacia arriba en esta vida!»

Las sabias palabras brillaban en rotulador rojo en la pared. La prostituta se había tomado el consejo al pie de la letra. Estaba tumbada de costado con la cabeza apoyada sobre el brazo derecho y las rodillas encogidas, como si alguien la hubiera afianzado colocándola de costado a fin de permitir que la muerte llegara suavemente. Pero tenía la cara vuelta hacia arriba, con los ojos abiertos y una expresión de ligera sorpresa, casi de felicidad.

Paz, pensó el guarda, y sacó el móvil. La mujer parecía haber encontrado sosiego. Desde luego, el hombre estaba harto de echar a patadas a las prostitutas del gran edificio del aparcamiento, pero en el fondo de su corazón lo sentía por ellas. Su lacerante existencia lo hacía consciente de las alegrías de su propia vida. Tenía un trabajo aburrido y monótono, pero su mujer era guapa y los niños iban por buen camino. Podía permitirse tomar unas cervezas los domingos y ponía toda su honra en no desentenderse de las facturas domésticas.

La cobertura del móvil allí abajo era deplorable.

La reconocía, era una de las fijas. Daba la impresión de que vivía aquí, en el fondo del hueco de las escaleras, en un cuarto de apenas cinco metros cuadrados en el que las rayas rojas y azules seguramente pretendían crear luz y vida. Una maleta se hallaba tirada en un rincón, tres periódicos y una revista estaban metidos debajo de un saco de dormir enrollado, justo debajo de la escalera. Una botella de Ramlösa se había volcado a sus espaldas.

El guarda del aparcamiento subió las escaleras. El asma le estaba dando problemas y se detuvo un momento para recuperar el aliento. Pero llegó arriba y abrió la portezuela hacia la plaza de Brunkeberg.

Las colegas de la mujer ya estaban en plena actividad. Vio a dos de ellas, ateridas y escuálidas; una se montó en un BMW que inmediatamente aceleró en dirección a la plaza de Sergel.

Por fin consiguió contactar con la policía. Le prometieron que estarían allí al cabo de media hora.

– Seguro -murmuró malhumorado, y colgó; la última vez se había pasado más de una hora solo con el cadáver.

Se encendió un cigarrillo. La otra mujer, que llevaba medias finas y pieles falsas, recibió un pellizco al otro lado de la plaza.

La puta muerta no era tan pequeña. Al contrario, se dijo, y le pegó una profunda calada al cigarro. Era más bien de las rellenitas. Ésas eran menos frecuentes. Las prostitutas solían encogerse con los años; por cada inyección que se metían, por cada pastilla que tragaban, se hacían más chicas y flacas. Quizá su puta se acordara de comer de vez en cuando, entre los viajes y la toma de las dosis.

Debería volver a bajar para vigilar.

Sin embargo, en vez de hacerlo, encendió otro cigarrillo y se quedó esperando en el frío hasta que por fin llegó la policía. Les llevó unos segundos confirmar lo que el guarda del aparcamiento ya sabía: la mujer estaba muerta. Se llamó a una ambulancia y se llevaron el cadáver.

Katinka Olsson sería incinerada tres días más tarde y nadie se tomó la molestia de poner una lápida sobre los restos de la prostituta de casi cuarenta años. Los cuatro niños que había traído al mundo antes de cumplir los treinta nunca sabrían que su madre biológica llevaba, en un monedero en el que por lo demás no había nada más, fotos de cada de uno de ellos de cuando eran bebés; fotografías descoloridas de bordes irregulares y gastados, la única fortuna de Katinka Olsson.

Murió de sobredosis, y nadie iba nunca a preguntar por ella. Nadie guardaría luto por Katinka y nadie se sorprendería nunca de que una prostituta callejera oliera agradablemente a limpio y llevara ropa recién lavada aunque gastada.

Nadie.


El hogar de Vibeke Heinerback le sorprendía.

Allí de pie, en medio de un salón relativamente grande, Ingvar Stubø tuvo la sensación de estar ante una persona mucho más compleja de lo que los medios de comunicación habían conseguido nunca insinuar.

Ahora que lo pensaba, no recordaba haber visto nunca un reportaje sobre la casa de Vibeke Heinerback. Stubø había empleado las horas de la mañana en repasar una considerable pila de entrevistas y otros recortes, una reproducción colorida y brillante de una vida aparentemente feliz.

Cuando el novio le pidió la mano, la pareja se marchó a París con la revista Se og hør. Las fotos de los dos, en un constante abrazo junto a la Torre Eiffel, bajo el Arco del Triunfo, ante las tiendas de marca de los Campos Elíseos y callejeando por Montmartre, hacían pensar en los pósteres de publicidad de los años setenta. Vibeke y Trond eran de un rubio pálido e iban vestidos anodinamente. Llevaban pulseras de autoestima a juego con camisas de dibujos sicodélicos en color pastel. Sólo las copas de vino, alzadas en un par de las fotografías, quebraban la ilusión. Deberían haber sido botellas de Coca-Cola.

Cuando Vibeke Heinerback fue elegida como líder del partido, la más joven de Noruega, permitió que un compacto grupo de periodistas la acompañaran a la cama al salir del congreso del partido. Tanto los periódicos como las revistas enfocaron alegremente sobre el baño nocturno. Con la pierna izquierda, bien formada y depilada, apoyada sobre el canto de la bañera, en un mar de espuma rosa, Vibeke elevaba la copa de champán hacia los lectores. Según el pie de foto de esa imagen, estaba completamente agotada.

La escena parecía sacada de una habitación de hotel.

Vibeke Heinerback constituía el concepto mismo de éxito joven y escandinavo. Un par de años en la Facultad de Ciencias económicas fue toda la educación que alcanzó a recibir antes de que la política la absorbiera totalmente. Llevaba zapatos de tacón en el lodazal que se forma en invierno en la calle Karl Johan, pero también se dejaba fotografiar calzada con botas de lluvia en el campo de Marca. En el Parlamento siempre iba impecable. Seguía estrictamente el código del vestir en los debates transmitidos por la televisión, pero cuando tomaba parte en programas más ligeros, ostentaba un gusto que el año anterior le había valido el tercer puesto en la lista de mujeres más elegantes de Noruega. «Tiene tanto gusto para los detalles descarados», dijo el jurado con admiración. Y por supuesto que iba a tener niños, más adelante, le sonrió al impertinente periodista, y siguió escalando en un partido que, en los días en que las encuestas le eran favorables, triunfaba por poco margen sobre los demás.

Yngvar sintió una pizca de culpabilidad por sus propios prejuicios cuando, por tercera vez, recorrió el salón con la vista. Su mirada se posó en la hermosa pantalla de una lámpara, hecha de cristal blanco leche. Tres finos tubos de acero sostenían la cúpula haciendo que el conjunto pareciera un ovni de una película de los cincuenta. La estancia llamaba la atención, un sofá color crema en ángulo recto estaba colocado tras una mesa de acero y cristal. Las sillas eran de un naranja intenso, color que se repetía en las pequeñas manchas de una colosal pintura no figurativa que colgaba de la pared de enfrente. Todas las superficies estaban limpias. No había otro objeto decorativo en la habitación que un jarrón de Alvar Aalto sobre el sobrio mueble bar. Un colorido ramo de tulipanes estaba a punto de extenuarse de sed.

La cesta de los periódicos, fabricada con acero trenzado, estaba rebosante, sobre todo de revistas y prensa amarilla. Yngvar cogió un ejemplar de la revista Her og Nå. Coronaban la portada dos divorcios, un aniversario de artistas y la trágica vida en el alcoholismo del cantante de una orquesta de baile.

Aunque la atención que Yngvar le había prestado a Vibeke Heinerback era escasa, no le cabía más remedio que admirar su instintiva y profunda comprensión de la necesidad que siente la gente de encontrar soluciones sencillas. Sin embargo, nunca había vislumbrado en ella una auténtica comprensión de la política, una postura ética y de autoridad. Vibeke Heinerback opinaba que había que bajar el precio de la gasolina y que la política de asistencia a los ancianos era un escándalo para la nación, quería bajar los impuestos y reforzar la policía. Consideraba el hecho de que el pueblo fuera de compras a Suecia era un muy comprensible acto de protesta; si los políticos decidían imponer al alcohol los precios más altos de Europa, era problema de ellos.

Así la había visto él: simple, superficial y con picardía callejera. Poco cultivada, creía; en una entrevista se desveló que llamaba a su escritora favorita, Ayn Rand, por el nombre de pila.

Dejó pasar el dedo lentamente por el lomo de los libros de las estanterías, bien surtidas, que cubrían dos de las paredes del salón desde el suelo hasta el techo. The Fountainhead, desgastado y leído de cabo a rabo, estaba junto a una edición de bolsillo de Atlas shrugged. Una extensa biografía de un excéntrico arquitecto y escritor estaba en un estado tan lamentable que varias de las hojas se soltaron cuando Yngvar intentó comprobar el ex libris.

Jens Bjørneboe y Hamsun, P.O. Enquist, Günter Grass y Don DeLillo, Lu Xun y Hannah Arendt. Lo moderno y lo antiguo, codo con codo dentro de algo que podía parecer un sistema, un esquema amoroso que Yngvar de pronto comprendía.

– Mira esto -le dijo a Sigmund Berli que acababa de volver del dormitorio-. ¡Los libros que más le gustan los tiene colocados entre la altura de la cadera y la de la cabeza! Los libros que casi no ha tocado están o cerca del suelo o en la parte más alta.

Se estiró para señalar un volumen colectivo de escritores chinos de los que casi no había oído hablar. Después se puso en cuclillas, cogió un libro del estante más bajo y le sopló el polvo antes de leer en alto:

– Mircea Eliade.

Negó con la cabeza y devolvió el libro a su sitio.

– Este es el tipo de cosas que lee la hermana de Inger Johanne. No me esperaba esto de la señorita Heinerback.

– Bueno, aquí hay también un montón de novelas policíacas.

Sigmund Berli pasó los dedos por los estantes más cercanos a la puerta de la cocina. Yngvar iba leyendo los títulos. Allí estaban todos. The grand old ladies de la literatura británica y los norteamericanos bravucones de la década de los ochenta. Aquí y allá aparecía algún nombre que sonaba a francés. A juzgar por las portadas, grandes coches y armas mortales en estilizado trazo gris, debían de ser de la década de los cincuenta. Los clásicos como Chandler y Hammett, en ediciones de lujo estadounidenses, estaban junto a un catálogo casi completo de las ediciones de novelas policíacas noruegas de los últimos diez años.

– ¿Será que son los libros del novio? -preguntó Sigmund.

– Él acaba de mudarse. Éstos llevan aquí un tiempo. Me pregunto por qué…, ¿por qué nunca ha dicho nada de esto?

– ¿De qué? ¿De qué leía?

– Sí. Quiero decir, hoy he leído un montón de entrevistas que dibujaban la imagen de una persona bastante poco interesante. Un animal político, hasta cierto punto, pero más preocupada por los detalles banales que por poner las cosas en su contexto. Incluso en… -Yngvar dibujó un cuadrado en el aire antes de proseguir-:… las cajas esas, ¿se las llama así? Estos recuadros con preguntas estándar, nunca dijo nada sobre… esto. Periódicos, respondía cuando le preguntaban qué leía. Cinco periódicos al día, y le quedaba poco tiempo para nada más.

– Quizás es que leía antes. Hace tiempo, quiero decir. Que ya no le alcanzaba el tiempo.

Sigmund había salido a la cocina.

– ¡Mira esto, ven!

La cocina presentaba una extraña mezcla entre nuevo y viejo. Los armarios superiores, que eran oblicuos, debían de ser de poco después de la guerra. Cuando Yngvar empujó una de las puertas, se deslizó suave y silenciosamente sobre rieles modernos de plástico y metal. El fregadero era enorme, con una grifería que se podría haber usado en una película de los años treinta. Los pomos de porcelana señalaban el frío y el caliente con caligrafía anticuada en rojo y azul, pero estaban tan gastados que casi no se podían leer. Los bancos de la cocina eran oscuros y opacos.

– Pizarra -dijo Yngvar golpeando la superficie con los nudillos-. Ha restaurado mucho de lo antiguo. Y lo ha mezclado con elementos nuevos.

– Elegante -dijo Sigmund, dudoso-. ¿Mola bastante, no?

– Sí. Y es caro.

– ¿Y cuánto ganan en el Parlamento?

– No lo suficiente -dijo Yngvar pellizcándose el puente de la nariz-. ¿Cuándo ha estado aquí la policía?

– Sobre las siete de la mañana, o así. Su maromo, Trond Arnesen se llama, había destrozado el lugar de los hechos. Vomitó y lo revolvió todo. Incluso sacó a su chica de la cama. ¿Has visto el dormitorio?

– Mmm…

Yngvar se acercó a la ventana de la cocina. Hacia el este la oscuridad de la tarde estaba a punto de encontrar asidero, una capa compacta de nubes se extendía sobre Lillestrøm amenazando con una nevada al anochecer. Apartó con cuidado una mesa de cocina en ángulo y acercó la mejilla al cristal de la ventana, pero sin rozarlo. Se quedó un rato así, perdido en sus pensamientos, sin responder a los comentarios de Sigmund, que se iban debilitando a medida que su colega recorría la casa.

Le echó un ojo a la brújula de su moderno reloj de pulsera. Dibujó un mapa en su mente. Después dio un paso atrás guiñando un ojo hacia el paisaje.

Si se talaran los tres abetos al fondo del jardín, se eliminara el pequeño cerro hacia el noreste y se volara el grupo de viviendas que había a pocos cientos de metros de distancia, se podría ver la casa en la que había sido asesinada Fiona Helle diecisiete días antes.

No podía haber más de un kilómetro y medio entre los cerros.


– ¿Es posible de alguna manera? Que estén relacionados, quiero decir.

Yngvar Stubø se sirvió generosamente patatas bien fritas antes de alargarse a por la botella de Heinz.

– ¿Tienes que echarle Ketchup a absolutamente todo o qué?

– ¿Tú lo crees? ¿Crees que están relacionados?

– Ahora me voy -chilló Kristiane desde la entrada en el primer piso.

– Por Dios -dijo Inger Johanne, y se lanzó escaleras abajo con Ragnhild en brazos-. ¡No está durmiendo!

La punta de la nariz de Kristiane estaba pegada a la puerta de salida. Tenía la cremallera del abrigo de plumas rojo completamente subida. Llevaba la bufanda bien ajustada en torno al cuello y el gorro calado hasta los ojos. La bota izquierda estaba en el pie derecho y al revés. En cada mano la niña sostenía una manopla a la que se aferraba. Entonces apoyó todo el cuerpo contra la puerta cerrada y declaró:

– Me voy a ir.

– Ahora no -dijo Inger Johanne, y le pasó el bebé a Yngvar-. Es demasiado tarde. Son más de las nueve. Si ya te habías acostado, ¿no quieres coger en brazos un rato a Ragnhild? ¿A que es bonita y maja?

– Fea -bramó Kristiane-. Una cría horrible.

– ¡Kristiane!

La voz de Yngvar Stub sonó tan cortante que Ragnhild se echó a llorar. La arrulló con frustración y empezó a murmurar contra la mullida manta en la que estaba envuelta. Kristiane empezó a sollozar. Oscilaba el peso entre pie y pie mientras golpeaba la frente contra la madera. Los sollozos pasaron a ser un jadeo ronco y silbante.

– Papá -murmuraba de vez en cuando-. Mi papá. Me voy con mi papá.

Inger Johanne abrió los brazos de par en par y se volvió hacia Yngvar, que había empezado a subir las escaleras.

– Quizá sea lo mejor -dijo tentativamente-. Creo que quizá…

– Ni hablar -la interrumpió Yngvar-. Lleva una semana en casa de Isak. Ahora se va a quedar con nosotros. Tiene que sentir que forma parte de esto. Que está incluida. Que ésta…

El llanto del bebé por fin se había acallado. Una mancha en la piel de color rojo oscuro le recorría la mejilla rosa. El pelo le cubría el cráneo como plumón. De pronto entreabrió los ojos, sin querer, como tras un largo y profundo sueño. Una mueca sacó a la luz sus encías.

Yngvar prosiguió:

– Que ésta es su hermana -dijo calladamente, y rozó la piel de la niña con los labios-. Kristiane tiene que quedarse con nosotros. Dentro de unos días puede irse otra vez con Isak.

– ¡Papá! ¡Me quiero ir con papá!

Yngvar bajó hasta el pequeño recibidor del primer piso. El calor de los tubos de calefacción bajo el suelo le abrasaba a través de los calcetines de lana, sospechaba que el electricista había cometido un error durante la renovación de la casa. Los dioses sabrían cuándo tendría tiempo de investigarlo. Con cuidado devolvió al bebé.

– Aquí viene el troll Fabilius -dijo, y se subió a Kristiane a horcajadas sobre los hombros antes de marchar escaleras arriba.

– No. -Kristiane se rió sin querer cuando él le quitó una de las botas y la plantó en una maceta-. ¡No!

– Dentro de una semana o dos tendremos una flor de bota. Y ésta…

Tiró la otra a una papelera.

– No la necesitamos pa' na' -dijo, y maniobró hasta que la tenía firmemente agarrada-. Los trolls no usan zapatos. ¡Hala!

Abrió la puerta del dormitorio dando una estrepitosa patada. A un ritmo frenético le arrancó la ropa. Por suerte la niña seguía llevando el pijama debajo de los abrigos.

– Corre -dijo entre dientes-. Que el troll se va a morir de sudor. Y ahora voy a empezar a contar.

– ¡Que no! -aulló Kristiane, entusiasmada, y se enterró bajo el edredón.

– Uno -dijo él-. Dos. Tres. La magia está empezando a hacer efecto. Fabilius se ha quedado dormido.

Después cerró la puerta de un portazo y se encogió de hombros.

– ¡Ya está!

Inger Johanne estaba de pie, sin expresión en la cara, con Ragnhild apoyada contra el hombro.

– Solemos hacerlo así cuando estamos solos -se disculpó él ligeramente-. Rápido y efectivo. ¿Crees que están relacionados? ¿Los asesinatos de Fiona Helle y Vibeke Heinerback?

– ¿Acuestas a la niña de esa manera?

Inger Johanne lo miraba incrédula.

– Deja eso ahora. Ya está dormida. Magia. Ven -admitió Yngvar con humildad.

Se metió en el salón y empezó a recoger la mesa. Los restos de la comida acabaron en la basura, menos las patatas fritas, se las iba comiendo a la par que recogía. La grasa le chorreaba por los dedos y al servirse más vino la botella estuvo a punto de caérsele de las manos.

– Huy, ¿quieres? Ya sabes que ya no importa. Una copita no le va a hacer daño a Ragnhild.

– No, gracias. Bueno…

Dejó con cuidado a Ragnhild en la cunita, que Yngvar por fin había consentido en que metieran y sacaran del salón, según donde se encontraran ellos. Ahora estaba a los pies del sofá.

– Quizás una copita -dijo ella, y se sentó ante la mesa vacía.

– ¿Podrías pasarle un trapo, por favor?

Con un gesto cotidiano, casi casual, Inger Johanne agarró los papeles que Yngvar había arrojado al llegar a casa. La carpeta era fina. En esta ocasión no había fotos. Un par de informes personales, dos notas manuscritas y un plano de Lørenskog con una cruz roja sobre la dirección de Vibeke Heinerback estaban enganchados sin ningún método, por lo que Inger Johanne podía apreciar.

– Esta vez tampoco tenéis mucho a lo que agarraros, por lo que veo.

– ¡Descubrimos el asesinato esta mañana!

– Y tú has censurado la carpeta. ¿Querías ahorrarme las fotos? -preguntó Inger Johanne.

– No. -Parecía sincero y se sentó rascándose la cabeza-. Todavía no hemos sacado bastantes copias -añadió bostezando-. Pero no te pierdes nada. Una imagen horrorosa. Sobre todo lo de que…

– Gracias, gracias.

Enseñó las palmas de las manos y negó con la cabeza.

– Fuiste lo suficientemente explícito por teléfono. Yngvar. Visto así, al menos, sí que hay un rasgo común. Las liquidaron de un modo considerablemente grotesco. Los dos cadáveres están mutilados, simple y llanamente.

A Yngvar se le frunció el ceño. Ladeó la cabeza. Movía los labios, como si quisiera decir algo, pero sin saber bien qué.

– Mutilado -repitió finalmente-. Cortarle la lengua a alguien seguro que entra en el concepto de mutilación. En lo que se refiere a Vibeke Heinerback…

Volvió a adquirir esa expresión de duda. Guiñó los ojos entrecerrados y meneó la cabeza casi imperceptiblemente, como si la imagen de un asesino cazando mujeres famosas para matarlas fuera demasiado para él. Le echó una mirada a la cuna.

– ¿Tú crees que es posible que se esté enterando de algo de esto? -preguntó Yngvar.

– Aún no tiene ni tres semanas.

– Pero el cerebro es como una esponja, ya sabes. Quizás inconscientemente lo capta todo y luego lo almacena. Puede que le vaya a influir, quiero decir. Más adelante.

– Tontorrón. -Inger Johanne alargó el brazo por encima de la mesa y puso la mano sobre la mejilla de él-. Tienes miedo de que la prensa tenga razón -dijo-. ¿Has visto las ediciones especiales de los periódicos?

Él negó con la cabeza. Ella no lo soltaba.

– Están dando un espectáculo de fiesta. Les tiene que haber destrozado que esto no se descubriera hasta esta mañana, y aún más tarde oficialmente. Las ediciones especiales son una chapuza tremenda. Llenas de especulaciones, de datos terriblemente imprecisos y hasta erróneos, a juzgar por lo que me has contado. «El asesino de famosas», lo llaman…, al autor de los hechos.

– O a la autora -dijo Yngvar, que le cogió la mano. Posó los labios sobre el dorso de la mano de la mujer y lo besó.

– O a la autora, vale. No seas tan puntilloso. Por suerte el telediario ha sido algo más escueto, pero también especulan con que ande por ahí un loco a la caza de mujeres guapas y de éxito. Al diario VG le ha dado tiempo de conseguir que un reconocido psicólogo les haga el perfil: un misógino discapacitado, rechazado por su madre y sexualmente frustrado.

Ella rió por lo bajo y le pegó un sorbito a la copa.

– ¿Sabes?, hasta ahora no me había dado cuenta de lo bueno que es esto en realidad. Ahora que llevo diez meses sin probarlo, quiero decir.

– Eres… -insinuó él.

– Preciosa -completó ella, y le dirigió una sonrisa aún mayor-. ¿Tú qué piensas?

– ¿Sobre ti?

– Sobre la conexión. La idea no os puede resultar completamente ajena. Sigmund, tú y algunos más trabajáis en los dos casos. Los dos casos…

– Ocurrieron en Lørenskog, las dos víctimas son mujeres, las dos son famosas, las dos son personajes de los medios con mucho carácter, las dos…

– Están estupendas. Estaban, al menos.

Dejó rotar la copa entre las manos mientras proseguía:

– Y, en los dos casos, el autor de los hechos ha dejado un mensaje, una humillación al cadáver de fuerte carga simbólica. -Inger Johanne hablaba ahora más despacio. El tono de su voz había caído, como si le hubiera asustado su propio temperamento-. La prensa aún no sabe nada del libro -dijo él-. Del Corán. En realidad se lo había pegado con celo a los muslos. Puede dar la impresión de que la idea fuera metérselo en el chichi, pero…

– ¡No uses esas expresiones!

– Bueno, la vagina, la vulva. Tenía el libro pegado a los muslos con celo, junto a la vagina.

– O el ano.

– O el ano -repitió él, sorprendido-. ¡Debía de tener algo de eso in mente! ¡Del tipo up yours!

– Puede ser. ¿Más? -preguntó Inger Johanne.

Yngvar asintió y ella sirvió el resto de la botella en la copa de él. Apenas había tocado el contenido de su propia copa.

– Si nos ponemos de verdad a buscar rasgos comunes, aparte de los más evidentes, que pueden ser pura casualidad, es obvio que lo que se me ocurre es la fuerza simbólica -dijo ella-. Cortarle a alguien la lengua y dividirla en dos es una acción tan banal, de una simbología tan evidente, que te haría creer que el autor del crimen, de pequeño, leyó demasiados libros de indios. Una biblia musulmana metida por el culo tampoco es un mensaje demasiado sublime.

– No creo que a nuestros nuevos compatriotas les complazca mucho que digas que el Corán es una biblia -dijo Yngvar, que se llevó la mano a la nuca-. ¿Me harías el favor?

Ella se levantó, sonrió con satisfacción y se colocó detrás de él. Apoyó la espalda contra la barra americana y agarró firmemente la nuca de Yngvar.

Era tan ancho. Tan grande; se notaba como los músculos formaban duros racimos bajo la piel sorprendentemente suave. Su tamaño fue lo primero que la enganchó; le fascinó que un hombre pudiera pesar 115 kilos sin parecer realmente gordo. Poco después de que empezaran a vivir juntos, lo había puesto a régimen. Por la salud, le había dicho, pero él lo dejó a las tres semanas. No es que Yngvar se pusiera de mal humor cuando comía menos, es que se desesperaba. La tarde en que enjugó algo que podían ser lágrimas ante un plato con un pedazo de merluza hervida, una patata y un puñado de zanahorias al vapor, para luego irse al baño y quedarse allí el resto de la noche, pusieron punto final al proyecto. Le ponía mantequilla a todo, salsa a la mayoría y opinaba que una comida decente siempre tiene que acabarse con postre.

– Evidentemente es aún muy pronto para decir algo -dijo Inger Johanne taladrándolo con los pulgares entre los omoplatos y las columna vertebral-. Pero te quiero advertir que tengas cuidado con dar por hecho que se trata del mismo asesino.

– Por supuesto que no lo damos por hecho -jadeó él-. Más. ¡Un poco más arriba! Para decirte la verdad, me basta con pensarlo para morirme del susto. Quiero decir… Ahh. Ahí, sí.

– Quieres decir que como realmente se trate de un solo asesino, ya podéis prepararos para más -dijo Inger Johanne-. Víctimas, quiero decir. Más asesinatos.

A Yngvar se le petrificaron los músculos entre sus manos; enderezó la espalda, la apartó suavemente de sí y se puso la camisa. En el salón sonaban los pequeños resoplidos de Ragnhild, y era evidente que algún gato había salido a echar los tejos por la parte exterior de la casa. Sus maullidos rasgaban desagradablemente el silencio de la noche y a Inger Johanne le daba la impresión de que el olor a meado de gato llegaba hasta la segunda planta.

– Odio a esos animales medio salvajes -dijo, y se sentó.

– ¿Podrías ayudarme? -Ahora había intensidad en la voz de Yngvar, casi insistencia-. ¿Eres capaz de sacar algo en claro de todo esto?

– Tengo demasiado poco. Ya lo sabes. Tengo que revisarlo todo… Necesito… -Luego se rió, abatida, y abrió las manos-. Por Dios. Claro que no os puedo ayudar. ¡Tengo una niña recién nacida a la que cuidar! ¡Estoy de baja! Claro que podemos hablarlo un poco por encima…

– No hay nadie en este país que sepa hacer esto tan bien como tú. Aquí no hay verdaderos profilers, y nosotros…

– Yo no soy una profiler -se enfadó ella-. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir? Estoy harta de que…

– Vale -la interrumpió él enseñándole las palmas de las manos en señal de paz-. Pero, joder, no veas lo que sabes de trazar perfiles para no ser una profesional. Y tampoco conozco a nadie más que haya aprendido de uno de los tipos más destacados del FBI…

– ¡Yngvar!

La noche antes de que se casaran, al final había prometido por lo más sagrado y con la mano sobre el corazón que nunca preguntaría por el pasado de Inger Johanne en el FBI. Se habían peleado, dura y extrañamente, ella con palabras que él no hubiera creído que ella supiera usar, él verdaderamente enfurecido por el hecho de que un período importante de la vida de ella fuera a quedar en la oscuridad.

Pero Inger Johanne no quería compartirlo. Nunca, y con nadie. Cuando era una jovencísima estudiante de Psicología en Boston, tuvo ocasión de participar en uno de los profiler courses de la Agencia Federal de Investigación. El director del curso era Warren Scifford, una leyenda ya a los cincuenta años, tanto por su pericia como por seducir sin escrúpulos a las estudiantes más prometedoras. Lo llamaban The Chief, e Inger Johanne había confiado en el viejo jefe de tribu, que le sacaba más de treinta años. Con el tiempo empezó a creer que era algo especial. Que la habían seleccionado, tanto él como el FBI, y que por supuesto se iba a divorciar de la mujer en cuanto los niños crecieran un poco.

Todo salió mal, y casi le costó la vida. Se metió en el primer avión que salía para Oslo, tres semanas más tarde empezó a estudiar Derecho y, en tiempo récord para Noruega, se licenció. Warren Scifford era un nombre que llevaba casi trece años intentando olvidar. El tiempo que pasó en el FBI, los meses con Warren y el catastrófico suceso que obligó a The Chief a retirarse medio año al escritorio de su despacho hasta que todo cayó en el olvido y volvió a ser uno de los chicos grandes era un capítulo de su vida que alguna vez le cruzaba la mente, involuntariamente y provocándole siempre mareos, pero sobre el que nunca, bajo ninguna circunstancia, quería hablar.

El problema era que Yngvar conocía a Warren Scifford. La última vez que se habían visto había sido el verano anterior, cuando Yngvar fue a un encuentro internacional de policías en Nueva Orleans. Al volver a casa mencionó su nombre de pasada durante la cena y a Inger Johanne le dio un violento ataque de rabia en el que rompió dos platos. Y luego salió corriendo hacia el cuarto de invitados, cerró la puerta con llave y se quedó dormida entre sollozos. Durante tres días no le dirigió más que monosílabos.

Ahora, de nuevo, estaba peligrosamente cerca de romper su promesa.

– Yngvar -repitió ella cortante-. Don't even go there!

– Relájate. Si no quieres ayudar, no ayudes y ya está. -Yngvar se recostó en la silla y le sonrió con indiferencia-. Al fin y al cabo, esto no es problema tuyo.

– No seas así -le dijo ella con hartazgo.

– ¿Así, cómo? Me limito a constatar lo evidente. No es problema tuyo que anden por ahí matando y mutilando a alguna que otra mujer famosa a las afueras de Oslo.

Vació la copa y volvió a dejarla sobre la mesa, un poco demasiado fuerte.

– Tengo hijos -dijo Inger Johanne con vehemencia-. Tengo una niña de nueve años que requiere mucha atención y un bebé de un par de semanas, y un montón de cosas de las que ocuparme, como para encima tener que asumir un montón de responsabilidades en una investigación policial complicada.

– ¡Está bien! Que está bien, te digo. -Yngvar se levantó de pronto y fue a buscar dos cuencos para el postre-. Macedonia, ¿quieres?

– Yngvar, francamente. Siéntate. Podemos… Estoy completamente dispuesta a hablar de tus asuntos. Así, por la noche, cuando las niñas se hayan acostado. Pero los dos sabemos lo mucho que exige hacer un perfil, lo absorbente…

– ¿Sabes? -la interrumpió él, plantando el cuenco de plástico sobre la mesa con tanta fuerza que se salpicó la nata montada-. A la muerte de Fiona Helle no le falta riesgo: Trágico. Casada, con una niña pequeña y demasiado joven para morir. Es verdad que Vibeke Heinerback no tenía hijos, pero creo, quizá, que veintiséis es un poco pronto para abstenerse. Pero aparte de todo esto. Están muriendo personas. Las están asesinando.

– Sí…, ya lo sé…

Yngvar se pasó el dedo por el puente de la nariz; esa nariz recta y bien formada, cuyas fosas nasales se ponían a vibrar las raras veces que se enfadaba de verdad.

– En este país, día sí día no, se mata a gente, lo que me subleva, lo que me da… miedo… -Sorprendido por sus propias palabras, se quedó un poco aturdido antes de repetir-: Miedo. Tengo miedo, Inger Johanne. De estos casos no entiendo ni una palabra. Hay tantos rasgos comunes entre los dos que lo único en lo que pienso es…

– Cuándo caerá la próxima víctima -le auxilió Inger Johanne cuando tampoco esta vez Yngvar consiguió acabar la frase.

– Sí. Y por eso te estoy pidiendo ayuda. Ya sé que es mucho pedir. Ya sé que tienes más que suficiente con Kristiane y Ragnhild y tu madre y la casa y…

– ¡Ok!

– ¿Qué?

– Vale. Veré lo que consigo hacer. -Inger Johanne tenía un aire decidido.

– ¿Lo estás diciendo en serio?

– Sí. Pero entonces voy a necesitar todos los datos. De los dos casos. Y una cosa tiene que quedar clara desde el principio: me puedo retirar en cualquier momento.

– En cualquier momento -asintió él con decisión-. Quieres que…, puedo cogerme un taxi al trabajo y…

– Son casi las diez y media.

La risa de ella sonó dócil. Pero no dejaba de ser una risa, pensó Yngvar. Escrutó su cara buscando algún signo de irritación: un temblor en el labio inferior, algún músculo que lanzara sombra sobre los pómulos. No vio más que dos hoyuelos y un largo bostezo.

– Voy a echar un vistazo a las niñas -dijo ella.

Yngvar amaba su manera de caminar. Estaba delgada sin ser enjuta. Incluso ahora, a pocas semanas del parto, se movía con la ligereza de un chico y lo obligaba a sonreír. Tenía las caderas estrechas, los hombros rectos. Cuando se inclinó sobre Ragnhild, el cabello le cayó sobre la cara, suave y enredado. Se lo colocó detrás de la oreja y dijo algo. Ragnhild roncaba ligeramente.

Yngvar la siguió hasta el cuarto de Kristiane. Ella abrió la puerta con cuidado. La niña dormía con la cabeza en la parte de los pies, con el cuerpo encima del edredón y tapada con el edredón de plumas. La respiración era constante. Un suave olor a sueño y a ropa limpia llenaba la habitación, Yngvar cogió a Inger Johanne entre sus brazos.

– Por lo menos ha funcionado -susurró ella, Yngvar notó que sonreía al decirlo-. La magia ha funcionado.

– Gracias -susurró él.

– ¿Por qué?

Inger Johanne se quedó de pie en silencio. Yngvar no la soltaba. La inquietud que llevaba toda la tarde reprimiendo la embargó. La empezó a sentir cuando Yngvar la llamó sobre la una y le explicó brevemente por teléfono por qué iba a llegar tan tarde a casa. Siempre estaba muy inquieta. Por las niñas, por la madre que, tras el tercer infarto del padre, había empezado a hacer tonterías y ya no siempre sabía qué día era, por la investigación a la que ya no sabía si quería volver. Por la hipoteca y por los frenos del coche. Por la ligereza de Isak a la hora de poner límites y por la guerra en el Próximo Oriente. Siempre había algo por lo que preocuparse. Esa tarde había estado hojeando uno de sus infinitos libros médicos, para averiguar si las manchas blancas en las paletas de Kristiane podían ser síntoma de un exceso de leche o de algún otro tipo de desorden alimenticio. La preocupación, la mala conciencia y la sensación de quedarse corta constituían ya un estado cotidiano con el que se había acostumbrado a convivir.

Y sin embargo, esto era otra cosa.

En la penumbra, con el calor de Yngvar en la espalda y la respiración apenas audible del bebé dormido como recordatorios de lo cotidiano y seguro, le resultaba imposible describir la incomodidad que sentía, la sensación de saber algo que no tenía fuerzas de recordar.

– ¿Qué pasa? -susurró Yngvar.

– Nada -dijo ella en voz baja, y cerró con cuidado la puerta del dormitorio.


Hacía muchos años que no se aventuraba a tomar un café en un avión. En esta ocasión, sin embargo, había sentido un aroma tan exquisito extendiéndose por la cabina que por un momento se había preguntado si habría un barista a bordo.

El auxiliar de vuelo responsable de su fila de asientos debía de pesar más de cien kilos. Sudaba como un cerdo. Normalmente le hubieran irritado las repulsivas manchas de sudor que se formaban sobre la tela clara de su camisa. Ella no tenía ningún problema con los auxiliares de vuelo varones. Pero, a decir verdad, eran preferibles los que eran un poco femeninos, pensaba la robusta mujer que ahora estaba mirando hacia el sudeste, de pie ante su ventana panorámica en la loma sobre Villefranche. Por lo general, los auxiliares de vuelo en pantalones ostentaban un poco de pluma en la muñeca, y además elegían una loción de afeitar que recordaba más a un ligero perfume de primavera que a una colonia de hombre. Este gorrino de pelo rojizo constituía, por tanto, una excepción. Normalmente lo hubiera ignorado. Pero el olor a café la había conquistado completamente. Tres veces había pedido que le rellenaran la taza, sonriendo.

Ahora también el vino le sabía bien.

Con el tiempo había descubierto que el precio que ponía el Monopolio Estatal de Alcohol al vino -después de que el producto fuera transportado cuidadosamente a Noruega en un proceso que presumiblemente lo encarecía-, en realidad, era el mismo que en cualquiera de las vinaterías del casco antiguo de Villefranche. Incomprensible, se decía, pero completamente cierto. Por la tarde había abierto una botella de veinticinco euros y bebido una sola copa. No recordaba haber probado un vino mejor. El señor de la tienda le había asegurado que aguantaba un par de días con la botella abierta. Esperaba que tuviera razón.

Todos estos años, pensaba acariciándose el pelo. Todos estos proyectos que nunca le daban más que dinero e incomodidades. Todo este conocimiento que no se usaba más que para satisfacer a los demás.

Esta mañana había sentido puntadas de invierno en el aire, febrero era el mes más frío en la Riviera. El mar ya no presentaba un tono azul oscuro, sino gris y con la espuma sucia. Ella paseaba por las playas constantemente, disfrutando de su soledad. Por fin la mayoría de los árboles se habían quedado, sin hojas. Sólo alguna que otra conífera perenne emergía en verde musgo a lo largo de los caminos. Incluso el sendero hacia Saint Jean, donde normalmente los niños, impecablemente vestidos y acompañados por sus escuálidas madres y sus forrados padres, rompían con sus gritos cualquier forma de idilio, estaba desierto y sin gente. Se detenía con frecuencia. De vez en cuando encendía un cigarrillo, a pesar de que hacía años que había dejado de fumar. Un vago sabor a alquitrán se le adhería a la lengua. Le gustaba.

Había empezado a deambular. La inquietud que llevaba martirizándola desde que tenía memoria le parecía ahora diferente. Era como si por fin se hubiera agarrado a sí misma, agarrado a una existencia en la que llevaba demasiado tiempo viviendo en un vacío de espera. Había desperdiciado años de su vida esperando lo que nunca ocurre, pensaba allí de pie ante la ventana, mientras apoyaba la palma de la mano contra el frío cristal.

– Esperando que las cosas ocurran sin más -susurró, y vio el fogonazo gris de su respiración sobre el vidrio.

Seguía sintiendo la desazón, la vaga tensión en el cuerpo. Pero mientras antes la inquietud la había arrastrado hacia abajo, ahora sentía un miedo que le insuflaba vida.

– Miedo -susurró satisfecha, y dejó que la palma de la mano acariciara pegajosamente la copa.

Había elegido la palabra concienzudamente. Lo que ella sentía era un miedo sano, alerta y arrebatador. Era como estar enamorado, se imaginaba ella.

Pero si antes se deprimía sin llegar a llorar, y se cansaba sin llegar a dormir, ahora percibía su propia existencia con tanta fuerza que se echaba a reír cada dos por tres. Dormía bien, aunque con frecuencia la despertaba un sentimiento que fácilmente se podría confundir con… la felicidad.

Había elegido la palabra felicidad, a pesar de que por ahora le quedaba grande.

Seguro que había quien la llamaría solitaria. De eso estaba convencida, pero le importaba poco. Ay, si todos aquellos que creían que la conocían, y que sabían a lo que se dedicaba, hubieran tenido la más ligera idea… Muchos de ellos se dejaban cegar por el éxito, a pesar de que vivía en un país en el que la humildad era virtud y la soberbia el más mortal de todos los pecados mortales.

Una furia indeterminada y extraña surgió en ella. Se le puso la piel de gallina y se acarició el brazo izquierdo con la mano fría; iba notando lo compacta que era, lo adherida que tenía la carne al cuerpo, firme y encerrada, como si la piel le quedara un poquitín pequeña.

Hacía mucho que no se tomaba la molestia de pensar en el pasado. No merecía la pena. Pero durante las últimas semanas todo había cambiado.

Nació una lluviosa noche de domingo en noviembre de 1958. Ya al atender a la cría medio muerta, que se quedó sin madre cuando apenas tenía veinte minutos de vida, Noruega había dejado más claro que el agua que en este país nadie debía creerse que era alguien.

Su padre era extranjero. Abuelos no tenía. Una de las enfermeras quiso llevársela a casa con los suyos cuando finalmente se despabiló. La enfermera pensaba que la niña necesitaba más cariño y cuidados de los que podían ofrecer los tres turnos del hospital. Pero ese tipo de arreglos especiales no estaban bien vistos en el igualitario país del que la niña se había convertido en ciudadana. Acabó acostada en un rincón de la sección infantil, recibiendo poco más que comida y limpieza a horas fijas, hasta que finalmente, tres meses más tarde, su padre fue a recogerla para incorporarla a una vida en la que ya había colocado a una nueva madre.

– La amargura no va conmigo -dijo en voz alta la mujer al vago reflejo de su cara sobre el cristal-. ¡La amargura no va conmigo!

Ella nunca hubiera usado la expresión «enardecida furia». Pero ése fue el cliché que le vino a la mente en el momento en que le dio la espalda al paisaje y, para poder respirar mejor, se tumbó en un sofá excesivamente mullido. Le ardía la entrepierna. Lentamente se llevó las manos a la cara. Grandes manos torpes, de superficies sudorosas y uñas cortas. Las giró y descubrió que en el dorso tenía una cicatriz. El pulgar hacía un giro extraño. Intentó recordar una historia que sabía que tenía en algún sitio. Animosa y con rapidez se remangó las mangas del jersey, se retorcía y palpaba su propia piel. Ahora hacía mucho calor, casi no era capaz de respirar, de pronto se incorporó y se estudió el cuerpo, como si fuera el de una desconocida. Se peinó con los dedos sintiendo la grasa del cuero cabelludo contra las yemas de los dedos. Se rascó hasta que la sangre empezó a correr en finas líneas por su cráneo.

Se lamió los dedos con deseo. Bajo las uñas percibía un vago sabor a hierro: se las mordió, se arrancó pedazos de la piel y se los tragó. Todo parecía ahora mucho más claro. Era importante mirar hacia atrás, resultaba crucial poder recomponer su propia historia hasta formar una unidad.

Lo había intentado ya en otra ocasión.

Cuando, a fuerza de mucho pelear, por fin consiguió una copia del Epicrisis, el seco relato en términos técnicos de su propio nacimiento, tenía treinta y cinco años y todavía no tenía fuerzas para enfrentarse a ello. Había hojeado los amarillentos papeles con olor a archivo polvoriento y había obtenido la confirmación que temía, deseaba y esperaba al mismo tiempo. Su madre no la había parido. La mujer que había conocido como su mamá era una extraña. Una intrusa. Alguien por quien no tenía por qué sentir nada.

No le había ocasionado ni enfado ni añoranza. Al doblar cuidadosamente las hojas manuscritas, no sintió más que cansancio. O quizá más bien una irritación vaga y casi indiferente.

Ni siquiera había hablado del asunto con la vieja. Le daba pereza.

La madre falsa murió al poco tiempo. Ahora hacía diez años.


Vibeke Heinerback siempre la había irritado.

Vibeke Heinerback era racista.

Claro que no lo era abiertamente. Al fin y al cabo la mujer tenía mucho instinto político y un conocimiento casi perfecto sobre cómo funcionaban los medios de comunicación. Sus compañeros de partido, en cambio, no dejaban de esparcir a su alrededor las características estúpidas y sin un ápice de inteligencia de los inmigrantes. Para ellos los somalíes y los chinos tenían el mismo pellejo. Metían en el mismo saco a los cingaleses perfectamente integrados y a los gandules somalíes. Para el partido de Vibeke Heinerback, un diligente pakistaní dueño de un colmado suponía la misma carga para la sociedad que un buscador de fortunas marroquí que hubiera venido a Noruega pensando que podía servirse libremente tanto del género femenino como de los recursos del Estado.

Obviamente Vibeke Heinerback era responsable de todo esto.

La mujer que pasaba el invierno sola en la Riviera se incorporó bruscamente y plantó los pies en el suelo. Se tambaleó levemente, una oleada de mareo la obligó a buscar apoyo.

Encajaba tan bien, todo. Todo funcionaba.

Se rió para sí misma, sorprendida por la fuerza de los mareos.

Inspeccionar el hogar de una persona dice más que mil entrevistas, pensó cuando se le apaciguó el mareo.

La noche se aproximaba y pensaba servirse otra copa del buen vino del casco viejo. La luz del faro de Cap Ferrat la alcanzaba en rítmicas oleadas cuando se puso de nuevo a contemplar la bahía. Hacia el norte, a lo largo de los caminos que atravesaban los abruptos terrenos, había luces encendidas.

Era una maestra en su especialidad, y ya nadie más que ella misma la evaluaría.

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