El médico jefe de la sección de Psiquiatría saludó amablemente, aunque con algo de reserva. También a él lo habían sacado de la cama a horas intempestivas. Aún era completamente de noche al otro lado de las ventanas del despacho cuando una mujer, con los labios rojos y una bata verde de hospital, trajo café. Al irse dejó un aroma a primavera que hizo que Sigmund sonriera hacia la puerta, que se cerró silenciosamente tras ella. El despacho estaba ordenado, y era casi hogareño. En un estante tras la silla de oficina, había esculturas que a Yngvar le recordaban a África, máscaras y diosas orondas y sin cabeza. Un dibujo de niño enmarcado lo iluminaba todo con sus fuertes colores.
– Comprendo -dijo el doctor cuando Yngvar le explicó por qué era necesario hablar con él-. Preguntad lo que queráis. Yo os voy a responder lo mejor que pueda, ahora que hemos arreglado las formalidades.
Yngvar le pegó un sorbo al café. Estaba ardiendo. Estudió al doctor Bonheur por encima de la taza. Era probable que el hombre hubiera pasado de los cuarenta, pero se conservaba bien. Llevaba el pelo aún más corto que Yngvar. La cara tenía un cariz oscuro y los ojos eran marrones. El nombre podía indicar que en realidad fuera extranjero, aunque hablaba sin acento. Estaba delgado y al acercarse a la pequeña nevera dio la impresión de ser ágil, sirvió leche en una jarrita y se la alargó. Ambos la rechazaron dando las gracias.
– Me hace falta toda la dinamita que me den -dijo Yngvar riendo-. A estas horas de la mañana.
Sigmund bostezó, sin taparse la boca. Se le saltaron las lágrimas y rápidamente sacudió la cabeza.
– Me he pasado toda la noche despierto -les explicó.
– Comprendo -asintió el médico, sus ojos brillaron y a Yngvar le dio de pronto la desagradable sensación de que lo estaban evaluando.
– Mats Bohus -comenzó Yngvar-. ¿Qué le pasa?
– ¿En estos precisos momentos?
– Bueno…, me ha dado la impresión de que lleva tiempo entrando y saliendo de aquí. No soy muy ducho en los términos técnicos de la psiquiatría, así que no tengo muy claro si estas enfermedades…, esta… ¿Tiene un diagnóstico?
– Sí. Trastorno bipolar. Es maniaco-depresivo. Y sí, se puede decir que ha estado entrando y saliendo de aquí. A Mats Bohus nunca le ha dado miedo pedir ayuda. En ese sentido es el paciente ideal. Lo malo es que normalmente viene un poco tarde.
– Nacido el 13 de octubre de 1978 -leyó Yngvar en su bloc y pasó la hoja-. ¿Es correcto?
– Sí. Aquí vino por primera vez cuando tenía alrededor de dieciocho. Remitido por un médico generalista que llevaba unos meses intentándolo con él. Desde entonces ha… estado bastante aquí.
– ¿Viene cuando está maniaco o cuando está depre? -preguntó Sigmund.
– Cuando está bajo de ánimos -sonrió el doctor Bonheur-. Es poco frecuente que se sienta necesidad de ayuda cuando se está maniaco. En esos momentos pueden comerse el mundo, por lo general. Así lo viven ellos, en realidad. Tenéis que saber que…
Yngvar volvió a sentir la mirada del médico sobre sí, escrutadora, como si lo estuviera pesando y midiendo.
– Mats es un chico extremadamente inteligente -dijo el doctor Bonheur-. No fue muy buen estudiante de pequeño. Pero sus padres tuvieron la visión suficiente como para cambiarlo a un colegio más pequeño. Un colegio privado. No es que yo me esté posicionando en esa problemática…
Elevó las palmas de las manos y sonrió. Yngvar se dio cuenta de que el dedo meñique de la mano derecha había desaparecido. Sólo quedaba un muñón rosa en contraste con el resto de la mano que era morena.
– Pero para Mats, desde luego, era preferible ir al colegio Steiner. Es un… -De nuevo aquella vacilación. Daba la impresión de sopesar cada palabra-. Es un joven completamente extraordinario. Muy cultivado. Juega al ajedrez como un maestro. Y también es hábil con los dedos.
Yngvar se había fijado en un tablero de ajedrez que estaba junto a la puerta. Tenía patas propias y los cuadros parecían estar hechos de ébano y marfil incrustados en madera noble. Las piezas estaban abandonadas en medio de una partida. Yngvar se levantó y se aproximó a la mesa. El caballo en «c3» echaba espumarajos por la boca. Tenía los cascos alzados sobre el peón de al lado, un hombre encorvado, vestido con un traje y que llevaba un bastón.
– La partida de apertura de Reykiavik -dijo Yngvar sonriendo-. Cuando por fin consiguieron empezar tras todas las contrariedades. Spasski jugaba con las blancas.
– Tú juegas al ajedrez -dijo el doctor Bonheur cordialmente, y se acercó a la mesa.
– Jugaba. Ya no tengo tiempo. Ya sabes…, pero los Mundiales de Reykiavik fueron algo especial. Muy grande. Lo seguí todo. En su momento.
Yngvar levantó la reina.
– Preciosa -murmuró, admirando la capa con piedras azules y la corona rodeada de cristales.
– Pero bastante poco indicada para jugar -dijo el médico, y se rió brevemente-. Yo prefiero el clásico tablero de madera. Este me lo regalaron para mi cuarenta cumpleaños. No lo uso, en realidad. Pero adorna.
– Yo creía que uno de los síntomas de los trastornos bipolares era la falta de capacidad de concentración -dijo Yngvar, que colocó cuidadosamente la reina en su sitio-. No encaja muy bien con el ajedrez.
– Correcto -dijo el médico-. Lo repito: Mats Bohus es un joven muy especial. No siempre puede jugar. Pero en sus etapas buenas disfruta mucho de una partida. Es mejor que yo. A veces se pasa por aquí para jugar una partida, incluso cuando no está ingresado. Supongo que disfruta especialmente ganándome, precisamente a mí.
Se rieron un poco, los dos. Sigmund Berli bostezaba.
– ¿De qué se trata, en realidad? -dijo el doctor Bonheur, de pronto el tono era otro; Yngvar se puso firme.
– Preferiría no decirlo aún.
– Mats Bohus está en una situación muy vulnerable -aclaró el doctor.
– Eso lo entiendo y lo respeto. Pero nosotros también estamos en… una situación vulnerable. De otro modo, por supuesto -aclaró Yngvar.
– ¿Tiene esto que ver con el asesinato de Fiona Helle?
Sigmund despertó de repente.
– ¿Por qué lo preguntas? -intervino.
– Supongo que sabéis que Mats Bohus fue adoptado.
– Sí…, lo sabemos -admitió Sigmund.
– A él le encantaba su programa -continuó el doctor Bonheur, y sonrió débilmente-. Lo grababa en vídeo. Lo veía una y otra vez. No supo nada de su propia adopción hasta que cumplió los dieciocho. Al morir su padre adoptivo, su madre decidió decirle la verdad. A veces se obsesionaba con las historias de Fiona en faena. Por cierto, la madre también murió. Hace alrededor de un año. Mats hablaba continuamente de que quería averiguar de dónde venía. Quién era, como él lo expresaba.
– ¿Lo consiguió?
– ¿Averiguar quién es?
– Sí.
Una sonrisa fugaz cruzó la cara del doctor Bonheur.
– Intenté hacerle comprender que la llave para entenderse a sí mismo estaba en la vida con sus padres adoptivos -dijo-, no en buscar a quien casualmente lo trajo al mundo.
– Pero ¿encontró sus raíces biológicas?
– No que yo sepa. Al parecer uno de los trabajadores sociales lo había orientado de algún modo sobre cómo proceder para encontrarlos. Más lejos no llegó, creo.
– ¿Por qué has preguntado entonces si nuestra visita tenía algo que ver con Fiona Helle? -preguntó Sigmund Berli, y se restregó el ojo con el puño.
El médico mantuvo la mirada fija en Yngvar al responder:
– He dado en el clavo, por lo que puedo entender.
Levantó un peón, se lo pensó un momento y lo volvió a dejar donde estaba. Yngvar asió la misma pieza.
– ¿Cómo se manifiesta su enfermedad? -preguntó mientras palpaba con cuidado el bastón.
– El último año, el intervalo entre sus fases se ha acortado -dijo el doctor Bonheur-. Obviamente es fatigoso para él. Estuvo fuertemente maniaco un tiempo antes de Navidad. Después siguió un periodo bueno. Él… -Cruzó la habitación y se inclinó sobre el escritorio. Revolvió una pila de papeles. El dedo recorrió una hoja y se detuvo-. El 21 de enero por la mañana llegó aquí -completó.
– ¿Temprano?
El médico buscó entre los papeles.
– Sí. Muy pronto. Llegó sobre las siete de la mañana; la verdad: muy derrumbado.
– ¿Crees que…?
Yngvar dejó el peón y miró el reloj.
– ¿Estará ya despierto?
– Sé que lo está. Suele despertarse sobre las cinco. Se queda sólo en la sala de actividades hasta que aparecen los demás. Prefiere estar solo. Por lo menos cuando está tan deprimido como ahora -detalló el médico.
– ¿Podemos? -preguntó Yngvar, y alzó el brazo hacia la puerta cerrada.
El doctor Bonheur asintió con la cabeza y salió delante de ellos. Cerró la puerta tras de sí y los condujo al ascensor. Nadie dijo nada. Entraron.
– Supongo que debo advertiros que… -El ascensor se detuvo. Cuando habían recorrido medio pasillo, el doctor se volvió y completó la frase-: Debo advertiros que Mats Bohus tiene… un aspecto particular.
– Está bien -dijo Yngvar, sorprendido.
– Tiene un problema de metabolismo que lo hace grande. Pesado. Además nació con labio leporino. Se lo operaron, por supuesto, pero sin mucho éxito. Le hemos ofrecido varias veces hacerle una nueva intervención. No quiere.
Siguió andando sin esperar respuesta. Abrió una puerta y entró.
– ¡Hola, Mats! Tienes visita.
En medio de la habitación, tras una mesa de fórmica, estaba sentado Mats Bohus, en una silla de madera. Los carrillos del trasero asomaban por los lados del asiento y daba la impresión de que el hombre tenía problemas para que le cupieran los muslos bajo la mesa. Llevaba puesto un chándal. Ante él había una fila de hermosos animales. Al acercarse, Yngvar pudo ver, un cisne. Una jirafa. Dos leones, con la melena revuelta y la boca abierta. El elefante era amarillo y brillante, con la trompa alzada y grandes orejas transparentes.
– ¿Qué estás haciendo? -dijo Yngvar en voz baja; se había acercado a la mesa, los otros dos hombres seguían de pie ante la puerta.
Mats Bohus no respondió. Los dedos trabajan raudos algo que parecía papel de seda. Yngvar se quedó de pie viendo cómo se creaba un caballo, detallado anatómicamente hasta las pezuñas y la cola alzada.
– Yngvar Stubø -dijo finalmente-. Vengo de la policía.
Mats Bohus se levantó. A Yngvar le sorprendió la facilidad con que echó la silla para atrás, colocó el caballo entre el león y la jirafa, dio un paso a un lado y se giró hacia el policía.
– Teníais que llegar -dijo sin sonreír-. Pero ha llevado su tiempo.
La cicatriz sobre el labio era ancha y roja. Estaba tirante. Se podía ver una de las paletas, aunque la boca estuviera cerrada. La nariz era pequeña, la zona de la barbilla poco definida, con pliegue tras pliegue sobre un cuello que no se veía.
Los ojos eran los de Fiona Helle. Ligeramente rasgados, de color azul intenso y largas pestañas oscuras.
– No me arrepiento -dijo Mats Bohus-. No os vayáis a pensar que me arrepiento.
– Comprendo -dijo Yngvar Stubø.
– No -dijo Mats Bohus-. La verdad es que creo que no. ¿Nos vamos?
Ya había cruzado media habitación.