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Kabakov luchaba por recuperar el conocimiento como un buceador agotado tratando de llegar a la superficie para respirar. Sentía un fuego en su pecho y trató de agarrar con las manos su garganta ardiente, pero sus muñecas estaban sujetas por un puño de hierro. Comprendió que estaba en un hospital. Sintió bajo su cuerpo la aspereza de la sábana mal planchada y sintió la presencia de alguien parado junto a la cama. No quería abrir sus ojos doloridos. Su cuerpo estaba controlado por su voluntad. Tenía que aflojarse. No debía forcejear y desangrarse. No era la primera vez que recuperaba el conocimiento en un hospital.

Moshevsky, cuya alta figura se alzaba junto a la cama, aflojó la presión con que sujetaba las muñecas de Kabakov y volviéndose hacia un asistente parado al lado de la puerta le dijo con su voz más suave:

– Está volviendo en sí. Dígale al médico que venga. ¡Rápido!

Kabakov abrió y cerró una mano y luego la otra. Movió la pierna derecha y luego la izquierda. Moshevsky casi sonrió de alivio. Sabía lo que estaba haciendo Kabakov. Un inventario de su persona. Moshevsky lo había hecho también en repetidas ocasiones.

Varios minutos pasaron mientras Kabakov flotaba alternadamente entre la oscuridad y el cuarto del hospital. Moshevsky se dirigió a la puerta mascullando un juramento entre dientes, justo cuando entró el médico seguido por una enfermera. El médico era un hombre joven con patillas.

Miró el cuadro clínico mientras la enfermera abría la carpa de oxígeno y levantaba la sábana de arriba, suspendida como una carga sobre una armazón metálica para evitar que tocara al paciente. El médico acercó una pequeña linterna a los ojos de Kabakov. Estaban colorados y comenzaron a lagrimear cuando los abrió. La enfermera le aplicó un colirio y sacudió un termómetro mientras el médico escuchaba la respiración.

La piel se estremeció con el frío del estetoscopio y el médico vio entorpecida su tarea por la tela adhesiva que cubría el costado izquierdo de las costillas. La sala de emergencia había realizado un buen trabajo. Miró con curiosidad profesional las viejas cicatrices salpicadas por el cuerpo de Kabakov.

– ¿Le importa quitarse de la luz? -le dijo a Moshevsky.

Este se balanceó sobre uno y otro pie y finalmente se puso junto a la ventana en una posición semejante a la del descanso de los soldados, y se quedó mirando hacia afuera hasta que terminó la revisión. Acompañó entonces al médico fuera del cuarto.

Sam Corley estaba esperando en el pasillo.

– ¿Y bien?

El joven doctor arqueó las cejas y pareció molesto:

– Ah, sí. Usted es del FBI -Parecía estar identificando una planta-. Tiene una pequeña conmoción. Tres costillas rotas. Quemaduras de segundo grado en el muslo izquierdo. Y el humo que respiró le ha irritado mucho la garganta y los pulmones. Tiene un seno roto al que quizás haya que punzar. Esta tarde vendrá un ORL. Sus ojos parecen estar en buen estado pero creo que debe sentir un zumbido en los oídos. Es muy común.

– ¿Le dijo algo al director del hospital respecto de que debía catalogarlo como muy delicado?

– El director puede catalogarlo como más le plazca. Yo diría que su estado es regular o inclusive bastante pasable. Tiene un cuerpo increíblemente resistente, pero muy vapuleado.

– Pero usted…

– Señor Corley, a mí no me importa que el director le diga al público que está embarazado si tiene ganas. No lo contradeciré. ¿Puedo preguntarle cómo pasó esto?

– Creo que explotó una cocina.

– Sí, seguramente -refunfuñó el médico alejándose por el pasillo.

– ¿Qué es un ORL? -le preguntó Moshevsky a Corley.

– Un especialista otorrinolaringólogo. A propósito, creía que usted no sabía hablar inglés.

– Muy mal -respondió Moshevsky introduciéndose rápidamente otra vez al cuarto mientras Corley lo miraba maliciosamente.

Kabakov durmió la mayor parte de la tarde. A medida que se pasaba el efecto del sedante que le habían administrado, sus ojos se contraían bajo sus párpados cerrados y comenzó a soñar sueños de brillantes colores. Estaba en su apartamento de Tel Aviv y sonaba el teléfono rojo. No podía alcanzarlo. Estaba enredado en un montón de ropa tirada en el suelo y esa ropa tenía olor a cordita.

Las manos de Kabakov estrujaron la sábana del hospital. Moshevsky oyó el ruido de la tela al desgarrarse y se levantó de su silla con la velocidad de un búfalo. Aflojó los puños cerrados de Kabakov y colocó nuevamente las manos a cada lado del cuerpo, aliviado al comprobar que había roto solamente la sábana y que no se había arrancado el vendaje.

Kabakov se despertó recordando lo sucedido. Los hechos acaecidos en la casa de Muzi no se presentaron en forma ordenada y le resultaba exasperante tener que reordenar las piezas a medida que acudían a su memoria. Le quitaron la carpa de oxígeno esa misma tarde y el zumbido de sus oídos había disminuido lo suficiente como para escuchar a Moshevsky mientras le contaba los detalles de los episodios posteriores a la explosión: la ambulancia, los fotógrafos, los periodistas engañados momentáneamente pero sospechando algo distinto.

Kabakov no tuvo inconveniente alguno en oír a Corley cuando le permitieron entrar al cuarto.

– ¿Qué pasó con Muzi? -Corley estaba lívido de ira.

Kabakov no quería hablar. Cuando hablaba le daban ganas de toser y la tos hacía que le doliera más el pecho. Le hizo señas con la cabeza a Moshevsky y masculló:

– Cuéntale.

La pronunciación de Moshevsky mejoró notablemente.

– Muzi era un importador…

– Por el amor de Dios, eso lo sé de memoria. Tengo un archivo sobre él. Dígame lo que vio y oyó.

Moshevsky miró a Kabakov y recibió una señal de asentimiento. Empezó con el interrogatorio de Fawzi, el descubrimiento de la estatuilla de la Virgen, y la revisión de los papeles del barco. Kabakov completó la escena en el apartamento de Muzi. Cuando terminaron, Corley agarró el teléfono que estaba junto a la cama de Kabakov e impartió rápidamente una cuantas órdenes: mandamientos judiciales para inspeccionar el Leticia, y su tripulación, y un equipo de laboratorio para revisar el barco.

Kabakov lo interrumpió una vez.

– Dígales que insulten a Fawzi delante de la tripulación.

– ¿Qué dice? -inquirió Corley cubriendo con su mano el auricular del teléfono.

– Diga que van a arrestarlo por no cooperar con las autoridades. Sacúdanlo un poco. Le debo un favor. Tiene parientes en Beirut.

– Nos va a reventar si llega a quejarse.

– No lo hará.

Corley agarró nuevamente el teléfono y prosiguió dando instrucciones durante varios minutos.

– … Sí, Pearson y dígale a Fawzi que es un…

– Degenerado hijo de… -interpuso Moshevsky.

– … Sí, eso es lo que le dije que lo llamara -manifestó Corley finalmente-. Cuando le explique cuáles son sus derechos, eso es. No haga preguntas Pearson, limítese a obedecer -y colgó el teléfono.

– Muy bien, Kabakov. Lo sacaron de la casa dos tipos provistos de sendas bolsas de golf que pasaban casualmente por allí, según dice el informe del departamento de bomberos. Unos golfistas. -Corley, vestido con un traje arrugado se quedó parado en la mitad del cuarto jugando con un manojo de llaves-. Da la casualidad que esos sujetos desaparecieron del lugar en un furgón cerrado en el preciso momento en que llegó la ambulancia. ¿Qué demonios era ese furgón? ¿Un expreso hacia un club de golf donde todos hablan de un modo especial? Repito lo que figuraba en el acta de la policía. -Ambos hablaban en una forma especial-. Usted también habla en una forma curiosa. ¿Qué demonios está tramando hacer aquí, Kabakov? ¿Piensa reírse de mí o qué demonios?

– Iba a llamarlo en cuanto averiguara algo. -El débil murmullo de Kabakov no registraba ningún tono de disculpa.

– Me iba a mandar una tarjeta postal desde Tel Aviv diciendo «Siento mucho el agujero y la onda expansiva». -Corley se acercó a la ventana y miró al exterior durante más de un minuto. Su furia se había desvanecido cuando se acercó nuevamente a la cama. Había conseguido dominarla y estaba dispuesto a seguir luchando otra vez. Era una demostración de capacidad muy apreciada por Kabakov-. Un norteamericano -musitó Corley-. Muzi dijo un norteamericano. A propósito, Muzi era un tipo muy correcto. Tiene una sola entrada en la policía. Agresión, ataque y alteración del orden en un restaurante francés. Los cargos fueron luego retirados.

– No sacamos mucho en limpio de la casa. La bomba estaba hecha con plástico, pesaba casi un kilo. Suponemos que debe haber estado conectada con la luz de la nevera. Alguien desenchufó la nevera conectó el detonador, la cerró nuevamente y volvió a enchufarla. Poco común.

– He oído hablar de ese procedimiento en otra oportunidad -respondió Kabakov suavemente, demasiado suavemente.

– Voy a transferirlo al Hospital Naval de Bethesda a primera hora de mañana. Allí podremos tomar buenas medidas de seguridad.

– No voy a quedarme…

– Por supuesto que sí -Corley sacó la última edición del «Post» de Nueva York del bolsillo de su chaqueta y se la enseñó. La fotografía de Kabakov aparecía en la tercera página. Había sido tomada por encima del hombro de uno de los camilleros de la ambulancia cuando lo trasladaban a la sala de primeros auxilios. La cara estaba manchada de humo, pero los rasgos eran inconfundibles-. Lo han bautizado como «Kabov», sin dirección ni ocupación conocidas. Pudimos ocultárselo al equipo periodístico policial justo antes de que se confirmara su identidad. Los de Washington están enojadísimos. El director piensa que los árabes reconocerán su fotografía y atentarán contra usted.

– Magnífico. Podríamos entonces tomar uno vivo y discutir el asunto con él.

– Oh, no. Imposible en este hospital. Habría que evacuar primero todo el pabellón. Y además podrían tener éxito. Muerto no me sirve de nada. No queremos que se convierta en un segundo Yosef Alón.

El coronel Alón, agregado de la embajada israelí en Washington, fue asesinado al entrar a su casa en Chevy Chase, Maryland, por unos guerrilleros en el año 1973. Kabakov conocía y apreciaba a Alón, estuvo junto a Moshe Dayan en el aeropuerto de Lod cuando bajaron del avión sus restos y el viento arrugaba la bandera que cubría su ataúd.

– Posiblemente envíen a la misma gente que mató al coronel Alón -dijo Moshevsky con una sonrisa digna de un cocodrilo.

Corley meneó la cabeza aburrido.

– Enviarán unos matones como usted bien lo sabe. No. No vamos a permitir que haya un tiroteo en el hospital. Si usted quiere puede pronunciar más adelante un discurso en la escalinata de la representación de la RAU por lo que a mí me importa. Mis órdenes son mantenerlo vivo. El médico dice que deberá permanecer en cama durante una semana por lo menos. Prepare sus cosas mañana por la mañana. Vamos a trasladarlo a Bethesda. Le diremos a la prensa que ha sido trasladado al Instituto de Quemados del ejército en San Antonio.

Kabakov cerró los ojos durante varios segundos. Si lo trasladaban a Bethesda caería en manos de los burócratas. Le harían revisar fotografías de árabes sospechosos de traficar en narcóticos durante los siguientes seis meses.

No tenía ningún interés en ir a Bethesda. Necesitaba una moderada atención médica, absoluta privacidad y un lugar donde descansar durante uno o dos días sin que nadie impartiera órdenes respecto de su convalecencia. Y sabía dónde podía obtener esas cosas.

– Corley, puedo conseguir un arreglo mejor. ¿Le dijeron que tenía que ser específicamente Bethesda?

– Dijeron que yo era responsable de su seguridad. Y usted va a estar a salvo. -Allí estaba la amenaza tácita. Si Kabakov no cooperaba, el Departamento de Estado se encargaría de enviarlo de vuelta a Israel.

– Bien, pero atiéndame un momento. Tendrá todo organizado para mañana por la mañana y usted podrá verificarlo hasta quedar conforme.

– No le prometo nada.

– ¿Pero será capaz de cierta elasticidad? -A Kabakov no le gustaba nada insistir.

– Veremos. Mientras tanto apostaré cinco hombres en este piso. Qué rabia da perder una partida ¿verdad?

Kabakov lo miró y Corley recordó súbitamente un tejón que atrapó en Michigan siendo niño. El tejón se le había acercado arrastrando la trampa y dejando una huella en la tierra con su fémur roto. Sus ojos lo habían mirado con la misma expresión que los de Kabakov.

Cuando el representante del FBI salió del cuarto hizo un esfuerzo por sentarse pero tuvo que recostarse nuevamente, mareado por el esfuerzo.

– Llama a Rachel Bauman, Moshevsky -dijo.

Bauman, Rachel, M.D., figuraba en las páginas médicas de la guía telefónica de Manhattan. Moshevsky marcó el número con su dedo meñique, el único que cabía dentro de los agujeros, y recibió una respuesta de un contestador automático. La doctora Bauman estaría ausente tres días.

Encontró «Bauman R.» en las páginas de abonados particulares en la guía de Manhattan. Le respondió la misma operadora del servicio telefónico. Le dijo que tal vez la doctora Bauman regresara pero que no estaba segura. ¿Tenía algún número dónde poder llamarla? Lo sentía mucho pero no podía darle esa información.

Moshevsky consiguió que uno de los agentes del FBI de guardia en el pasillo accediera a hablar con la operadora. Esperaron un momento hasta que ésta verificara su identificación y volviera a llamarlos.

– La doctora Bauman se encuentra en el albergue del Mount Murray en las Montañas Pocono -dijo finalmente el agente-. Le dijo a la operadora que la llamaría más tarde para darle el número de su cuarto. Eso fue ayer, pero no ha llamado todavía. Si dijo que iba a llamar nuevamente para darle el número de su cuarto, quiere decir que no se ha registrado bajo su nombre.

– Sí, sí -masculló Kabakov.

– Una aventura, posiblemente. -El hombre no quería quedarse callado.

Bueno, pensaba Kabakov, ¿qué puede esperarse cuando no se llama a una persona en siete años? -¿A qué distancia queda ese lugar?

– Más o menos tres horas.

– Ve a buscarla, Moshevsky.


A más de cien kilómetros del hospital, en Lakehurst, Nueva Jersey, Michael Lander manipulaba nerviosamente los controles de su televisor. La imagen era excelente -todos sus aparatos funcionaban a la perfección- pero nunca estaba satisfecho. Dahlia y Fasil no demostraban su impaciencia. El noticiario de la seis de la tarde hacía rato que había empezado cuando Lander dejó finalmente en paz el televisor.

– Una explosión ocurrida en la mañana de hoy en Brooklyn causó la muerte del importador Benjamín Muzi. Un segundo hombre resultó gravemente herido -anunciaba el locutor-. Aquí tenemos a Frank Frizzell con la nota tomada en el lugar del siniestro.

El locutor miró a la cámara durante un prolongado momento antes de que se proyectara la película. Podía verse a Frank Frizzell parado en medio de una maraña de mangueras de incendio en la vereda de enfrente de la casa de Muzi.

– … Hizo volar la pared de la cocina y causó otros daños de menor importancia en la casa de al lado. Treinta y cinco bomberos con seis equipos lucharon contra el fuego durante más de media hora antes de poder controlarlo. Seis de ellos fueron asistidos por intoxicación por humo.

La escena se trasladó a un lado de la casa, pudiendo apreciarse el boquete en la pared. Lander se inclinó hacia adelante con vehemencia, tratando de calcular la fuerza de la explosión. Fasil observaba la escena como si estuviera hipnotizado.

Los bomberos comenzaron a enroscar las mangueras. Evidentemente el equipo de la televisión llegó cuando la operación había prácticamente terminado. Enseguida pasaron una secuencia tomada desde la rampa de acceso del hospital. Un inteligente empleado del canal conocedor del Long Island College Hospital, era el que tenía a su cargo cubrir los accidentes ocurridos dentro del área perteneciente a la comisaría setenta y seis, y envió un equipo de camarógrafos directamente al hospital en cuanto recibió la noticia del siniestro. Los camarógrafos llegaron justo antes que la ambulancia. En ese momento podía verse a los camilleros sacar la camilla del interior del vehículo mientras un tercero sujetaba un frasco de suero endovenoso. La imagen se movió al ser empujado el camarógrafo por la gente. La imagen subía y bajaba mientras el operador trotaba al lado de la camilla. Una pausa cuando llegaron a la sala de emergencia justo al final de la rampa. Un primer plano de una cara tiznada por el humo.

– David Kabov, sin dirección conocida, quedó internado en el Long Island College Hospital en estado muy delicado.

– ¡Kabakov! -exclamó Fasil. Sus labios se encogieron dejando los dientes a la vista y acto seguido prorrumpió en una serie de improperios en idioma árabe. Dahlia comenzó a hablar también en árabe. Estaba pálida y recordaba el cuarto de Beirut, el cañón negro de la ametralladora apuntándola, Najeer proyectado contra la pared salpicada de sangre.

– Hablen en inglés -repitió Lander dos veces antes de que lo oyeran-. ¿Quién es ese hombre?

– No puedo estar completamente segura -dijo Dahlia inspirando profundamente.

– Pero yo sí -Fasil se agarró el puente de la nariz con el pulgar y el índice-. Es un judío asqueroso y cobarde que se presenta durante las noches para matar y matar y matar, mujeres, niños… lo mismo le da. Ese judío degenerado mató a nuestro jefe, a muchos otros y casi mata también a Dahlia. -La mano de Fasil se había movido inconscientemente hacia la cicatriz que le había dejado la bala en la mejilla durante la incursión israelí a Beirut.

El principal móvil de Lander era el odio, pero era un odio originado por heridas y locura. Este era un odio condicionado y a pesar de que Lander no podía precisar la diferencia, ni tenía plena conciencia de ella, lo hacía sentirse incómodo.

– Quizás se muera -dijo.

– Oh, sí -afirmó Fasil-. Morirá.

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