El tren expreso pasó rugiendo bajo el East River y se detuvo en la estación Boro Hall, cerca del Long Island College Hospital. Se bajaron once enfermeras que debían presentarse a las once y media para el turno de la noche. Cuando subían las escaleras se convirtieron en doce. Se movían en un grupo apretado, caminando por la oscura vereda de Brooklyn, volviendo las cabezas apenas para escudriñar las sombras, impulsadas por el agudo instinto de supervivencia de la mujer de la ciudad. El único otro ser visible era un borracho. Caminaba balanceándose hacia ellas. Pero éstas lo habían visto desde lejos y después de asegurar las carteras bajo sus brazos, lo esquivaron y siguieron de largo, dejando a su paso un agradable aroma a dentífrico y spray para el pelo, que le fue imposible apreciar por tener tapada la nariz. La mayoría de las ventanas del hospital estaban a oscuras. La sirena de una ambulancia aulló una y otra vez, aumentando paulatinamente su volumen.
– Está tocando nuestra canción -dijo una voz resignada.
Un somnoliento guardia abrió la puerta de vidrio.
– Tarjetas de identificación, señoras.
Las mujeres escarbaron en sus carteras protestando y exhibieron sus identificaciones, pases para las que integraban el personal y las tarjetas verdes de la universidad de Nueva York para las particulares. Esa sería la única medida de seguridad con que tropezarían.
El guardia echó un vistazo a las credenciales como si estuviera contando votos. Les hizo señas de que pasaran y se desparramaron hacia los distintos puestos de trabajo dentro del enorme edificio. Una de ellas entró al toilette para damas que estaba frente al ascensor en la planta baja. El cuarto estaba a oscuras como lo había imaginado.
Encendió la luz y se miró al espejo. La peluca rubia le quedaba a la perfección y el detalle de teñirse las cejas, bien había valido el esfuerzo. Los algodones con que se había rellenado las mejillas y las gafas con rebuscada armazón alteraban notablemente las proporciones de su cara, haciendo difícil reconocer a Dahlia Iyad.
Colgó su abrigo en el perchero del toilette y sacó del bolsillo interior una pequeña bandeja. Colocó sobre ella dos frascos, un termómetro, un bajador de lengua plástico, un vaso de papel y los tapó con un lienzo. La bandeja era parte del disfraz. La pieza realmente importante era una jeringa llena de cloruro de potasio, suficiente como para provocarle un paro cardíaco a un buey.
Se colocó el almidonado gorro de enfermera y lo aseguró con unas horquillas. Verificó una última vez su aspecto en el espejo. El uniforme holgado no hacía justicia a su figura, pero ocultaba la pistola Beretta automática metida en la cintura de los leotardos. Pareció satisfecha.
El vestíbulo de la planta baja, al que daban las oficinas administrativas, estaba oscuro y desierto, solamente había unas débiles luces encendidas, debido a la escasez de energía. Revisó los carteles al pasar por el corredor. Contaduría, archivos; ahí estaba el Registro de Pacientes. La ventanilla de informaciones con su agujero redondo para hablar, estaba a oscuras.
Un simple pasador cerraba la puerta. Treinta segundos de trabajo con el bajador de lengua fueron suficientes para mover el pestillo y poder abrir la puerta. Había pensado cuidadosamente su próximo paso, y a pesar de que iba en contra de su natural instinto por actuar a escondidas, encendió las luces de la oficina en lugar de utilizar una linterna. Uno a uno zumbaron y se encendieron los tubos fluorescentes.
Se acercó al gran libro que estaba sobre la mesa de informaciones y lo abrió. K. No figuraba Kabakov. Ahora tendría que ir de puerta en puerta, controlando los puestos de las enfermeras, atenta a los guardias, arriesgando exponerse demasiado. Un momento. El noticiario de la televisión lo había pronunciado Kabov. Los diarios había escrito Kabov. Aquí estaba al final de la página. Kabov, D. Sin dirección. Todas las averiguaciones deberían hacerse con el administrador del hospital. Si alguien hacía averiguaciones personalmente, informar al administrador, al jefe de seguridad del hospital y a la Agencia Federal de Investigaciones, LE 5-7700. Estaba en el cuarto 327.
Dahlia respiró hondo y cerró el libro.
– ¿Cómo hizo para entrar aquí?
Dahlia casi saltó pero se contuvo y miró tranquilamente al guardia que la inspeccionaba por la ventanilla de informaciones.
– Oiga, ¿quiere hacer algo útil? -le preguntó-. Llévele este libro al administrador del turno nocturno así me evitará volver a subir. Pesa ocho kilos.
– ¿Cómo hizo para entrar aquí?
– Con la llave del administrador. -Si le pedía que se la enseñara lo mataría.
– Se supone que no debe venir nadie aquí de noche.
– Mire, si quiere llamar arriba y decirles qué tienen que pedirle permiso a usted, yo no tengo inconveniente. A mí me dijeron que viniera a buscarlo y eso es todo. -Si trataba de llamar lo mataría-. ¿Por qué tengo que presentarme primero a usted si me mandan abajo? Lo habría hecho, pero no sabía.
– Soy responsable de todo esto, comprende. Tengo que saber quién está aquí. Veo la luz encendida, no sé quién está adentro y entonces tengo que dejar la puerta para averiguarlo. ¿Qué pasa si hay alguien esperando para entrar en este momento? Se enfurecerán conmigo por no estar en la puerta. Cuando tenga que venir abajo hágame el favor de avisarme.
– Seguro, por supuesto. Lo siento.
– No se olvide de cerrar todo y apagar las luces. ¿Comprendido?
– Comprendido.
Asintió y se alejó caminando lentamente por el pasillo.
El cuarto 327 estaba en silencio y a oscuras. La única luz que se veía era la de la calle que se filtraba por las rendijas de las persianas, proyectando débiles rayas iluminadas en el techo. Los ojos acostumbrados a la oscuridad pudieron advertir la cama, provista del armazón de aluminio para evitar el roce de las sábanas con el cuerpo del paciente. Dotty Hirschburg dormía pacíficamente en la cama, con el profundo sueño de los niños, la punta del pulgar tocando levemente el paladar, y los dedos abiertos apoyados sobre la almohada. Había observado durante toda la tarde la cancha de juegos, desde la ventana de su nuevo cuarto y se había cansado mucho. Estaba acostumbrada ya a las idas y venidas de las enfermeras del turno de la noche y no se movió cuando se abrió suavemente la puerta. Una franja de luz se proyectó sobre la pared opuesta, quedó bloqueada luego por una sombra y se desvaneció paulatinamente al cerrarse otra vez la puerta.
Dahlia Iyad estaba parada con la espalda apoyada contra la puerta esperando que se dilataran sus pupilas. La luz del pasillo le había permitido ver que con excepción del paciente, el cuarto estaba vacío, quedando todavía en el almohadón de la silla, las huellas del trasero de Moshevsky. Dahlia abrió la boca para que no se oyera su respiración. Podía escuchar otra respiración en la oscuridad. Oyó también los pasos de una enfermera en el pasillo, advirtió que se detenían y que entraban al cuarto de enfrente.
Se acercó silenciosamente al pie de la cama que parecía una carpa. Depositó la bandejita sobre la mesa rodante y sacó la jeringa del bolsillo. Quitó el cobertor de la larga aguja y apretó el émbolo hasta sentir el líquido en la punta de la aguja.
En cualquier parte era lo mismo. La carótida, entonces. Muy rápido. Se acercó a la cama en la oscuridad y tanteó suavemente para encontrar el cuello: tocó el pelo y luego la piel. Era suave. ¿Dónde estaba el pulso? Ahí. Demasiado suave. Tanteó con el pulgar y los dedos el cuello. Demasiado pequeño. El pelo muy suave, la piel muy suave, el cuello demasiado pequeño. Guardó la jeringa en el bolsillo y encendió su pequeña linterna.
– Hola -dijo Dotty Hirschburg pestañeando por la luz. Los dedos de Dahlia se inmovilizaron sobre su garganta.
– Hola -respondió Dahlia.
– La luz me hace doler los ojos. ¿Tienen que ponerme una inyección? -Miró ansiosamente a Dahlia cuya cara estaba iluminada desde abajo por la luz de la linterna. La mano se deslizó hacia la mejilla.
– No. No es necesario ponerte una inyección. ¿Estas bien? ¿Precisas algo?
– ¿Entra a todos los cuartos para ver si todos duermen?
– Sí.
– ¿Y entonces para qué los despierta?
– Para asegurarme de que están bien. Vuelve a dormir ahora.
– Qué tontería despertar a la gente para ver si duerme.
– ¿Cuándo te pasaron aquí?
– Hoy. El señor Kabakov tenía este cuarto. Mi padre pidió que me lo dieran para poder ver el campo de deportes.
– ¿Dónde está el señor Kabakov?
– Se fue.
– ¿Estaba muy enfermo, lo sacaron cubierto con una sábana?
– ¿Quiere decir muerto? No, por Dios. Pero le afeitaron un cuadradito en la cabeza. Hoy vimos juntos el partido de fútbol. La doctora se lo llevó. Quizás se fue a su casa.
Dahlia titubeó un instante en el pasillo. Sabía que no debía apurarse. Que tenía que salir del hospital. Podía equivocarse. Se apuró. Pasó varios minutos llenando un balde con hielo en la nevera junto al office de las enfermeras. La enfermera principal, toda almidonada, con anteojos y pelo gris, estaba hablando con una ayudante, una de esas conversaciones intrascendentes que se arrastran durante una noche de vigilia y que parecen no tener principio ni fin. Finalmente la enfermera más importante se levantó y se alejó por el corredor para atender a la llamada de una enfermera del piso.
Dahlia se acercó rápidamente a su escritorio y comenzó a hojear el índice. No figuraba Kabakov. Y tampoco figuraba Kabov. La ayudante la observaba. Dahlia se volvió hacia ella.
– ¿Qué pasó con el paciente del 327?
– ¿Quién?
– El hombre del 327.
– No puedo acordarme de todos. No la he visto a usted antes, ¿verdad?
– No, estuve en el St. Vincent's. -Era verdad, pues había robado sus credenciales en el Hospital St. Vincent's en Manhattan durante el cambio del turno de la tarde. Tenía que apurarse por más que despertara las sospechas de la mujer. -Si lo trasladaron a algún otro lugar debería figurar en alguna parte ¿verdad?
– Estaría guardado bajo llave. Si no figura en el registro no está en este piso, y si no se encuentra en este piso lo más probable es que ya no esté en el hospital.
– Las chicas comentaban que hubo un gran alboroto cuando lo trajeron.
– Aquí hay alboroto permanentemente, querida. La doctora llegó ayer a las tres de la mañana y pidió ver las radiografías. Tuve que ir arriba y abrir la sección de rayos. Debieron trasladarlo de día cuando yo no estaba.
– ¿Quién era el médico?
– No lo sé. Pero quería ver esas placas contra viento y marea.
– ¿Tuvo que firmar para verlas?
– En rayos es obligatorio firmar, eso tienen que hacerlo todos.
Se aproximaba la jefa de enfermeras. Rápido, sin perder tiempo.
– ¿Rayos queda en el cuarto piso?
– En el quinto.
La jefa de enfermeras y la ayudante reanudaron la conversación cuando Dahlia subió al ascensor. Las puertas se cerraron. No vio que la ayudante señalaba el ascensor con un movimiento de cabeza, ni vio cómo cambiaba la expresión de la jefa al recordar las instrucciones recibidas la noche anterior, ni tampoco la vio dirigirse rápidamente hacia el teléfono más cercano.
El cinturón del agente John Sullivan comenzó a sonar en el cuarto de emergencia.
– ¡Cállate la boca! -exclamó maldiciendo al borracho que sujetaba ayudado por su compañero. Sullivan desenganchó su walkie-talkie y respondió a la llamada.
– Aquí Emma Ryan, jefa del tercer piso informando que, una persona sospechosa, blanca, sexo femenino, rubia, alrededor de 1,70, cerca de los treinta años, vestida de enfermera, posiblemente trate de llegar a la sala de rayos del quinto piso -le informó el dispositivo policial a Sullivan-. Un guardia de seguridad lo esperará junto al ascensor. Equipo siete-uno en camino.
– Diez-cuatro -respondió Sullivan cerrando el contacto-. Jack, sujeta a este borracho con las esposas a una silla y vigila la escalera hasta que llegue aquí siete-uno. Yo voy a subir.
El guardia de seguridad lo esperaba con un manojo de llaves.
– Detén todos los ascensores excepto el primero -le dijo a Sullivan-. Vamos.
Dahlia no tuvo dificultad para abrir la cerradura del laboratorio de rayos. Cerró la puerta detrás de ella y no tardó mucho en descubrir la mesa de radiografías, y la tabla vertical del fluoroscopio. Cubrió la puerta de vidrio opaco con una de las pesadas mamparas de plomo y encendió la linterna, el pequeño haz de luz pasó junto al tubo de bario, las antiparras y los guantes que colgaban junto al fluoroscopio. Oyó a lo lejos el sonido de una sirena. ¿Ambulancia? ¿Policía? Miró rápidamente a su alrededor. Esta puerta… el cuarto oscuro. Un cubículo con grandes muebles archivos. El cajón se abrió dejando a la vista radiografías guardadas en sobres. Una pequeña oficina, un escritorio, un libro. Pasos en el corredor. Un círculo de luz en las páginas. Flip, flip. La fecha de ayer. Una página con firmas y números. Tenía que ser un nombre de mujer. Fíjate en la hora en la columna de la izquierda. Las cuatro de la mañana, número del caso, no figura el nombre del paciente. Radiografía firmada por la doctora Rachel Bauman. No figura firma de devolución.
Los pasos se detienen en la puerta. Un ruido de llaves. La primera no sirvió. Tira la peluca detrás del archivo y las gafas también. La puerta que se golpea contra la mampara de plomo. Entran un corpulento policía acompañado de un guardia de seguridad.
Dahlia Iyad estaba parada frente a una pantalla de radiografía iluminada. Una radiografía de tórax estaba sujeta sobre ella, y las costillas proyectaban rayas de luz y sombra sobre su uniforme blanco. Las sombras de los huesos se movían en su cara al volverse para mirar a los hombres. El policía tenía desenfundada su arma.
– ¿Sí, oficial? -Simulando advertir el revólver exclamó-: ¿Dios mío, qué es lo que pasa?
– Quédese quieta, señora -Sullivan tanteó con su mano libre hasta encontrar el interruptor de la luz. El cuarto cobró vida. Dahlia vio por primera vez detalles que no había advertido en la oscuridad. El policía inspeccionó el resto de la habitación rápidamente de una mirada.
– ¿Qué está haciendo aquí?
– Evidentemente, examinando una radiografía.
– ¿Hay alguien más aquí?
– Ahora no. Estuvo una enfermera hace un momento.
– ¿Rubia, más o menos de su estatura?
– Creo que sí.
– ¿Dónde fue?
– No tengo la menor idea. ¿Qué es lo que sucede?
– Estamos tratando de averiguarlo.
El guardia inspeccionó los cuartos contiguos y regresó, meneando la cabeza. El policía miró a Dahlia. Había algo en ella que no acababa de convencerlo pero no sabía qué. Podría cachearla y llevarla abajo donde estaba el que había hecho la denuncia. Debía cuidar de ese piso. Llamar por radio a su compañero. Las enfermeras provocan un aura de santidad a su alrededor. No quería manchar con sus manos el uniforme blanco. No quería ofender a una enfermera. No quería aparecer como un tonto, esposando a una enfermera.
– Tendrá que acompañarnos un momento, señora. Tendremos que hacerle unas preguntas.
La mujer asintió. Sullivan guardó su arma pero no le puso el seguro. Le dijo al guardia de seguridad que vigilara las otras puertas que daban al pasillo y desenganchó la radio de su cinturón.
– Seis-cinco, seis-cinco.
– Sí, John -le respondieron.
– Una mujer en el laboratorio. Dice que la sospechosa estuvo aquí y se fue.
– Están cubiertos el frente y el fondo. ¿Quieres que suba? Estoy en el descanso del tercer piso.
– La bajaré hasta el tercer piso. Pídele al que hizo la denuncia que nos espere.
– John, el denunciante dice que no debería haber nadie en el laboratorio a estas horas.
– La llevaré abajo. Espérame.
– ¿Quién dijo eso? -preguntó Dahlia furiosa-. Ah no, parece mentira…
– Vamos. -Caminó detrás de ella hacia el ascensor, observándola atentamente, sin apartar su mano del revolver. La mujer se puso junto a los botones del ascensor. Las puertas se cerraron.
– ¿Tercer piso? -le preguntó.
– Yo lo haré. -Estiró la mano del arma para oprimir el botón.
La mano de Dahlia se movió hacia el interruptor de la luz. El ascensor quedó a oscuras. Ruido de forcejeo de pies, una cartuchera arañada, un gemido de dolor, una maldición, golpes, un angustioso esfuerzo por respirar, las luces del indicador pestañeando a medida que descendía el ascensor a oscuras.
El compañero del oficial Sullivan observaba desde el tercer piso cómo se encendían las luces sobre las puertas del ascensor. Tres. Esperó. El ascensor siguió de largo. Dos. Se detuvo.
Desconcertado, oprimió el botón que decía «Subir», y esperó hasta que llegara nuevamente adonde estaba. Se quedó parado frente a la puerta. Las puertas se abrieron.
– ¿John? ¡Dios mío, John!
El oficial John Sullivan estaba sentado apoyado contra la pared del fondo del ascensor, con la boca abierta, los ojos en blanco y una jeringa colgando de su cuello como una banderilla.
Dahlia corría en esos momentos por el pasillo del segundo piso. Pasó junto a un azorado asistente y después de doblar en una esquina se metió en un cuarto que resultó ser el ropero. Se puso rápidamente un traje verde de cirujano. Metió el pelo dentro de la gorra y se colgó el barbijo del cuello. Bajó por la escalera hasta la sala de emergencias situada al fondo de la planta baja. Caminó lentamente al ver tres policías mirando a su alrededor como perros de caza. Familiares preocupados sentados en los bancos. Los alaridos de un borracho apuñalado. Heridos en rencillas menos importantes esperando ser curados.
Una pequeña mujer portorriqueña estaba sentada en un banco sollozando. Dahlia se le acercó, se sentó junto a ella y rodeó con su brazo su figura regordeta.
– No tenga miedo -le dijo.
La mujer levantó la vista, dejando ver sus dientes de oro en su cara morena.
– ¿Julio?
– Va a quedar muy bien. Venga, venga conmigo. Caminaremos un poco y respiraremos aire fresco. Así se sentirá mejor.
– Pero…
– Sshhh, haga lo que le digo.
Consiguió hacerla ponerse de pie, y quedarse parada como una niña bajo su brazo protector, con su vientre arruinado y reventado y los zapatos rotos.
– Se lo dije. Se lo dije tantas veces…
– Deje de preocuparse ahora.
Caminaron en dirección a la salida lateral de la sala de emergencias. Había un policía en la puerta. Un hombre muy grande que transpiraba bajo su uniforme azul.
– ¿Por qué no viene a casa conmigo? ¿Por qué siempre tiene que pelear?
– Está bien. ¿Le gustaría rezar un rosario?
Los labios de la mujer comenzaron a moverse. El policía no se movió. Dahlia levantó la vista hacia él.
– Oficial, esta señora necesita tomar un poco de aire fresco. ¿Podría acompañarla afuera durante unos minutos?
La mujer tenía la cabeza inclinada y sus labios se movían. Las radio-llamadas resonaban en el cuarto. La alarma sonaría en cualquier momento. Policía muerto.
– No puedo abandonar la puerta, señora. Esta salida está clausurada momentáneamente.
– ¿Podría acompañarla un ratito? Tengo miedo de que se desmaye allí adentro.
La mujer murmuraba mientras las cuentas resbalaban entre sus gruesos dedos morenos. El policía se rascó la nuca. Tenía una cara grande y con varias cicatrices. La mujer se tambaleó contra Dahlia.
– Este… ¿cuál es su nombre?
– Doctora Vizzini.
– Muy bien, doctora -recostó su cuerpo contra la puerta. El aire frío chocó contra sus caras. La vereda y la calle iluminada con destellos rojos por las luces de los patrulleros. No debía correr, había muchos policías alrededor.
– Respire hondo y lentamente -dijo Dahlia. La mujer asintió con la cabeza. Se detuvo en ese instante un taxi. Un médico interno se bajó. Dahlia consiguió llamar la atención del chofer y detener al interno.
– ¿Va a entrar?
– Así es.
– ¿Le importaría acompañar a esta señora adentro? Gracias.
Gowanus Parway, a muchas manzanas de distancia. Se recostó contra el respaldo del asiento del taxi, arqueando su cuello, con los ojos cerrados y diciendo para sus adentros:
– De veras que me intereso mucho por ella, sabe.
El oficial John Sullivan no era un policía muerto, por lo menos hasta ese momento, pero estaba muy próximo a serlo. Su compañero se arrodilló en el suelo del ascensor, y al apoyar la cabeza contra el pecho de Sullivan oyó un confuso murmullo en su caja torácica. Arrastró a Sullivan y lo apoyó contra el suelo de la cabina. La puerta estaba tratando de cerrarse y el policía la bloqueó con su pie. Emma Ryan no había ascendido a jefa porque sí. Su mano salpicada de manchas hepáticas hizo funcionar la palanca con que se detenía el ascensor y con un grito requirió la presencia del equipo traumatológico. Se arrodilló luego junto a Sullivan examinándolo de arriba a bajo con sus ojos grises y procediendo a darle un masaje externo en el corazón. El oficial inclinado junto a la cabeza de Sullivan comenzó a hacerle respiración boca a boca. La ayudante reemplazó al oficial para permitirle transmitir la alarma por radio, pero se habían perdido valiosos segundos.
Llegó una enfermera con una camilla. Colocaron el pesado cuerpo sobre ella, desplegando Emma Ryan una asombrosa fuerza. Arrancó la jeringa que colgaba aún del cuello de Sullivan y se la entregó a otra enfermera. La aguja había pinchado la piel en dos partes dejando dos marcas coloradas como la mordedura de una serpiente. Parte de la dosis se había perdido contra la pared del ascensor al salir nuevamente al exterior la punta de la aguja, y había chorreado dejando un pequeño charco en el suelo.
– Busque al doctor Field y entréguele la jeringa -ordenó Ryan a la enfermera y dirigiéndose a otra le indicó-: Averigüe el grupo sanguíneo mientras lo llevamos. En marcha.
En menos de un minuto Sullivan estaba en el pulmotor en la sala de terapia intensiva y el doctor Field a su lado. Armado con los resultados del análisis de sangre y de orina y con una bandeja de antídotos junto a su brazo, Field luchaba por salvar a Sullivan. Viviría. Lo harían vivir.