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Rachel Bauman, M.D. estaba sentada frente a un escritorio en Halfway House en South Bronx, esperando. El centro de rehabilitación de drogadictos estaba lleno de recuerdos. Paseó la vista por el cuarto alegre y pequeño, con sus paredes pintadas por aficionados y sus muebles recogidos un poco en todos lados y pensó en algunas de las destrozadas y desesperadas mentes que había luchado por penetrar, en las cosas que había escuchado y en su trabajo como voluntaria allí. Era precisamente por los recuerdos que ese cuarto le traía a la memoria que había elegido ese lugar para encontrarse con Eddie Stiles.

Alguien golpeó suavemente la puerta y entró Stiles, un hombre delgado, casi calvo y que dirigía miradas furtivas a su alrededor. Se había afeitado para esa ocasión. Tenía un trocito de papel pegado a un corte en su mandíbula. Stiles sonrió algo incómodo e hizo girar la gorra entre sus manos.

– Siéntate, Eddie. Qué bien estás.

– Nunca me he sentido mejor, doctora Bauman.

– ¿Qué tal anda el trabajo con el remolcador?

– Para decirle la verdad, bastante aburrido. Pero me gusta, me gusta, por supuesto -agregó rápidamente-. Me hizo un gran favor al conseguirme ese trabajo.

– Yo no te conseguí el trabajo, Eddie. Solamente le pedí a ese hombre que te vigilara.

– Ya sé, pero jamás lo hubiera conseguido de otro modo. ¿Qué tal anda usted? La veo algo distinta, quiero decir como si se sintiera contenta. Qué estoy diciendo, al fin y al cabo el médico es usted -agregó tímidamente.

Rachel advirtió que había aumentado de peso. Cuando lo conoció, hacía tres años, acababa de ser detenido por contrabandear cigarrillos desde Norfolk, en un barco rastreador de catorce metros de largo, tratando de satisfacer un hábito de heroína que le costaba setenta y cinco dólares diarios.

Eddie pasó muchos meses en Halfway House, y muchas horas hablando con Rachel. Había empezado a trabajar con él cuando lo único que hacía era gritar.

– ¿Para qué quería verme, doctora Bauman? Quiero decir que me alegro mucho de verla y además y si lo que quería saber era si seguía bien…

– Sé que sigues bien, Eddie. Quería pedirte un consejo -Nunca había abusado antes de una relación profesional y le molestaba tener que hacerlo. Stiles lo advirtió instantáneamente. Su desconfianza innata luchaba contra el respeto y cariño que sentía por ella.

– No tiene nada que ver contigo -le dijo-. Déjame que te lo explique y me dirás entonces qué opinas.

Stiles se tranquilizó un poco. No le pedían que se comprometiera a nada inmediatamente.

– Tengo que encontrar una lancha, Eddie. Una determinada lancha. Una lancha que se dedica a negocios extraños.

Su cara no aparentó nada.

– Le dije que trabajaría en un remolcador y eso es lo único que hago. Usted lo sabe bien.

– Lo sé. Pero conoces mucha gente, Eddie. Yo no conozco a nadie que se dedique a hacer negocios ilegales en lanchas. Necesito tu ayuda.

– Siempre fuimos sinceros entre nosotros, ¿verdad?

– Sí.

– Usted nunca comentó las cosas que yo decía cuando estaba en la camilla, ¿verdad?

– No.

– Bien. Hágame la pregunta y dígame exactamente quién quiere saberlo.

Rachel titubeó. La verdad era la verdad. Ninguna otra cosa serviría. Se lo dijo.

– Ya me interrogaron los del FBI -dijo Stiles cuando terminó-. Se presentó un tipo a bordo y empezó a hacerme preguntas delante de todos, y eso no me gustó nada. Sé que les preguntaron también a otros… otros tipos que conozco.

– Y no les dijiste nada.

Stiles sonrió y se sonrojó.

– No sabía nada que pudiera interesarles, ¿comprende? Para decirle la verdad no me concentré demasiado. Creo que nadie lo hizo tampoco, y tengo entendido que siguen dando vueltas por ahí.

Rachel no quiso presionarlo y esperó. El hombrecito se tiró del cuello, se acarició el mentón y colocó deliberadamente las manos sobre sus rodillas.

– ¿Usted quiere hablar con el dueño del barco? No quiero decir usted misma, eso no sería… quiero decir sus amigos quieren hablar con él.

– Exacto.

– ¿Nada más que hablar?

– Nada más.

– ¿Por dinero? Quiero decir, no para mí, doctora Bauman. No piense eso, por favor, ya estoy bastante en deuda con usted. Pero quiero decir que si conociera a otro tipo, pocas cosas son gratis. Tengo ahorrados unos cuantos cientos que puedo prestarle, pero…

– No te preocupes por el dinero -le dijo.

– Dígame nuevamente desde dónde vieron por primera vez la lancha los guardacostas y quién hizo qué.

Stiles escuchó asintiendo y haciendo de vez en cuando una pregunta.

– Francamente, no sé si voy a poder ayudarla, doctora Bauman -dijo por fin-. Pero se me ocurre algo. Me mantendré atento.

– Con mucho cuidado.

– Ya me conoce.

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