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El 30 de diciembre por la tarde se inició una gigantesca búsqueda en el estadio de Tulane en Nueva Orleans en previsión de la realización del Sugar Bowl Classic que debía jugarse la víspera de Año Nuevo. Revisiones similares estaban programadas también para el 31 de diciembre en los estadios de Miami, Dallas, Houston, Pasadena, y en todas las ciudades en las que se jugaría un campeonato importante de fútbol entre los equipos universitarios durante el primero de enero.

Kabakov se alegraba de que los norteamericanos hubieran decidido finalmente poner en marcha sus grandes recursos contra los terroristas, pero le hacía gracia el proceso necesario para haber llegado a dicha decisión. Era típico de la burocracia. John Baker, director del FBI convocó a una reunión a los altos jefes del FBI, de la National Security Agency y del Servicio Secreto la tarde anterior, de resultas de su conversación con Kabakov y Corley. Kabakov, sentado en primera fila, sentía muchas miradas penetrantes mientras los oficiales reunidos hacían hincapié en la poca consistencia de las pruebas concernientes al objetivo del atentado: un ejemplar de una revista, sin marca alguna, conteniendo un artículo sobre el Super Bowl.

Cada uno de los figurones del FBI y de la National Security Agency parecían decididos a que ningún otro se sintiera más importante mientras Corley exponía la teoría de un ataque durante la realización del partido en Nueva Orleans.

Los únicos que permanecían silenciosos eran Earl Biggs y Jack Renfro, representantes del Servicio Secreto. Kabakov pensó que esos agentes eran los dos hombres menos joviales que había visto. Aunque en honor a la verdad, no les faltaban preocupaciones.

Sabía que los presentes en esa reunión estaban lejos de ser tontos. Cada uno de ellos hubiera sido más receptivo a una idea peculiar si esa idea le hubiera sido presentada en privado. La mayoría de los hombres tienen dos tipos de reacciones cuando están en compañía de sus pares: las verdaderas y las otras destinadas a impresionar a sus compañeros. Desde los primeros momentos de la reunión el escepticismo pareció ser la reacción correcta, y una vez establecida como tal, prevaleció durante toda la exposición de Corley.

Pero esa norma colectiva actuó también en otro sentido. La semilla de alarma quedó implantada mientras Kabakov relataba las maniobras de Septiembre Negro previas a la masacre de Munich y el frustrado atentado a los partidos de fútbol por la copa mundial hacía seis meses. Teniendo en cuenta esos antecedentes ¿les parecía menos plausible un ataque durante el Super Bowl que el asesinato perpetrado en la Villa Olímpica? preguntó Kabakov.

– No juega ningún equipo judío -fue la respuesta inmediata. Pero no se oyó ninguna risa. Mientras los funcionarios escuchaban a Kabakov el temor se hizo presente en el cuarto, transmitido sutilmente entre los propios oyentes por pequeños movimientos de sus cuerpos y cierta impaciencia. Manos que se retorcían, manos que restregaban los rostros. Kabakov pudo ver el cambio operado en su auditorio. Siempre había perturbado a los policías, inclusive a la policía israelí. Lo atribuía a su propia impaciencia con ellos, pero era algo más que eso. Había algo en su persona que inquietaba a los policías tal como el olor a almizcle en el viento pone nerviosos a los perros, y los hace acercarse al fuego. Les indica que más lejos hay algo que no se siente atraído por el fuego; que los observa y no tiene miedo.

La prueba de la revista, reforzada por los antecedentes de Fasil comenzó a hacer sentir su peso al ser analizada por los presentes. Una vez admitida la posibilidad del peligro, un funcionario no se contentaría con medidas menos drásticas que las solicitadas por su vecino: ¿Por qué tenía que ser el Super Bowl el único objetivo? La fotografía de la revista mostraba un estadio lleno de gente, ¿y si fuera otro estadio? Dios mío, el Sugar Bowl se juega la víspera de Año Nuevo, pasado mañana, y en todo el país se jugarán otros partidos de fútbol el primero de año. Hay que revisar todos los estadios.

Junto con el temor se presentó la hostilidad. Kabakov se percató súbitamente de que era un extranjero, y además un judío. Se dio cuenta inmediatamente de que muchos de los espectadores estaban pensando en su calidad de judío. Lo había esperado. No se sorprendió entonces cuando de acuerdo con la mentalidad de estos hombres de pelo cortito y premisas legales, él representaba el problema y no la solución. La amenaza provenía de un grupo de extranjeros y él era extranjero. Nadie lo expresó en palabras pera estaba latente.

– Gracias, amigos -dijo Kabakov al sentarse. Ustedes no conocen la mentalidad de los extranjeros, pensó. Pero quizás lo descubran el 12 de enero.

A Kabakov no le parecía lógico que ya que Septiembre Negro tenía la posibilidad de perpetrar un atentado en algún estadio, lo hiciera en uno al que no concurriría el presidente. Insistía en su teoría del Super Bowl.

Llegó a Nueva Orleans el 30 de diciembre por la tarde. La búsqueda ya se había iniciado en el estadio de Tulane, en anticipación del Sugar Bowl. El contingente asignado al estadio se componía de cincuenta hombres, entre los que se contaban agentes del FBI y del destacamento de bombas de la policía, detectives policiales, dos entrenadores de perros de la Federal Aviation Administration con perros especialmente adiestrados para olfatear explosivos y dos técnicos del ejército con un detector electrónico, calibrado con la estatuilla recuperada del Leticia.

Nueva Orleans era un caso especial por el hecho de que personal del Servicio Secreto cooperaba en la búsqueda y en la necesidad de hacer dos veces el trabajo, un día para el Sugar Bowl y una segunda vez el 11 de enero, víspera del Super Bowl. Los hombres realizaban su tarea sin ocasionar alboroto alguno, y eran ignorados por el grupo de empleados encargados del mantenimiento de la cancha ocupados en dar los últimos toques al estadio.

Kabakov no parecía interesarse demasiado en la búsqueda, ya que no creía que lograran encontrar nada. Se dedicó en cambio a estudiar el rostro de todos los empleados del estadio. Recordaba que Fasil había enviado a sus guerrilleros en busca de trabajo a la Villa Olímpica con seis semanas de antelación al atentado. Sabía que la policía de Nueva Orleans estaba revisando el historial de cada empleado, pero a pesar de ello seguía inspeccionando sus caras como si creyera poder experimentar una reacción interna instintiva al enfrentarse con un terrorista. Pero no experimentó ninguna sensación extraña al examinar a los trabajadores. La revisión de los historiales tuvo como consecuencia el descubrimiento de un bígamo que fue entregado al condado de Coahoma, en Missisipi.

Kabakov asistió al partido jugado la víspera de Año Nuevo por el Super Bowl Classic, entre Los Tigres de la universidad del Estado de Louisiana contra Nebraska. Los Tigres perdieron trece a siete.

Nunca había visto antes un partido de fútbol y tampoco vio mucho de este encuentro. Pasó la mayor parte del tiempo paseándose debajo de las tribunas y cerca de las entradas en compañía de Moshevsky, ignorados por los numerosos agentes del FBI y la policía presente en el estadio. Kabakov tenía un especial interés en averiguar cómo se controlaban los accesos y a quién se permitía entrar después de haberse llenado el estadio.

La mayoría de los espectáculos públicos, y éste, con las «pompons», los estandartes y las bandas le resultó especialmente ultrajante. Siempre le habían parecido ridículas las bandas de música que desfilaban. El único momento agradable de la tarde fue durante un período de descanso, cuando sobrevoló el estadio una escuadrilla de los Blue Angels de la Marina, formando una especie de diamante con sus jets en los que se reflejaba el sol mientras se balanceaban en el espacio, por encima del dirigible zumbón que flotaba alrededor del estadio. Kabakov sabía que había además otros jets -interceptores de la Fuerza Aérea listos para despegar de pistas aledañas en el caso de que se aproximara a Nueva Orleans una máquina desconocida durante el transcurso del partido.

Sus sombras se proyectaron durante un buen rato sobre la cancha hasta que desapareció de su vista el último de la formación. Se sentía agotado por los gritos que había oído durante esas horas. Le resultaba difícil comprender el idioma que hablaba la gente y a menudo se sintió molesto. Corley lo encontró parado junto al límite de la cancha, fuera del estadio.

– Bueno, no hizo ¡pum! -dijo Corley.

Kabakov lo miró rápidamente esperando encontrarse con una sonrisa burlona. Pero Corley parecía cansado. Kabakov pensó que la expresión «una búsqueda quimérica» estaría repitiéndose con entusiasmo en los estadios de las otras ciudades, donde hombres cansados buscaban explosivos en vísperas del partido del día de Año Nuevo. Suponía que se estaban diciendo muchas cosas, lejos del alcance de sus oídos. Jamás dijo que el blanco sería un partido interuniversitario, ¿pero quién lo recordaba? De todos modos no tenía importancia. Corley y él se alejaron del estadio en dirección al estacionamiento. Rachel estaría esperándolo en el Royal Orleans.

– Mayor Kabakov.

Miró a su alrededor durante un instante antes de darse cuenta que la voz provenía de la radio que tenía en el bolsillo.

– Kabakov, adelante.

– Lo llaman en el puesto de mando.

– Bien.

El puesto de mando del FBI estaba situado en la oficina de relaciones públicas del estadio de Tulane, justo debajo de las Tribunas. Un agente en mangas de camisa le pasó el teléfono.

Lo llamaba Weisman desde la embajada israelí. Corley trató de deducir la naturaleza de la conversación por las breves respuestas de Kabakov.

– Vayamos fuera -dijo Kabakov después de terminada la conversación. No le gustaba la forma en que los agentes de la oficina evitaban mirarlo después de ese día de trabajo extra.

Kabakov, parado junto a la línea de límite de juego, levantó la vista hacia lo alto del estadio donde flameaban las banderas al viento.

– Van a traer a un piloto de helicópteros. No sabemos si es para este trabajo, pero viene para aquí. Desde Libia. Y están muy apurados.

Hubo un breve silencio durante el cual Corley digirió la información.

– ¿Qué es lo que saben de él?

– Su pasaporte, su fotografía, todo. La embajada le entregará el informe a vuestra oficina de Washington. Estará allí dentro de media hora. Posiblemente reciba usted una llamada dentro de un minuto.

– ¿Dónde esta?

– Todavía en el extranjero, no sabemos dónde. Pero mañana recogerán su documentación en Nicosia.

– Ustedes no intervendrán…

– Por supuesto que no. Los dejaremos actuar libremente allí. Vigilaremos el lugar de Nicosia donde recogerán la documentación y el aeropuerto. Eso es todo.

– ¡Un ataque por aire! Aquí o en algún otro lado. Eso es lo que planearon desde el primer momento.

– Quizás -repuso Kabakov-. Puede ser que Fasil invente otra variante. Todo depende de qué es lo que supone que nosotros sabemos. Si vigila éste o cualquier otro estadio, se dará cuenta de que sabemos bastante.

Corley y Kabakov revisaron el informe sobre el piloto de Libia en la oficina del FBI en Nueva Orleans.

– Va a entrar utilizando el pasaporte portugués y saldrá con el italiano que ya tiene el sello de entrada al país -dijo Corley golpeando suavemente la hoja amarilla del telex-. Si utiliza el pasaporte portugués para entrar al país por cualquier lugar, lo sabremos en diez minutos. Los tendremos, David, si es que forma realmente parte del proyecto. El nos conducirá a la bomba, a Fasil y a la mujer.

– Quizás.

– ¿Pero dónde pensarán conseguirle un helicóptero? Si el blanco es el Super Bowl debe haber alguien por aquí que lo tenga preparado.

– Así es. Y bastante cerca. No tienen gran autonomía de vuelo -Kabakov abrió un sobre de cartulina. Sacó del interior cien fotografías tres cuartos perfil de Fasil y cien copias del identikit de la mujer. Todos los agentes del estadio habían recibido copias de cada una-. La NASA realizó un buen trabajo con esto -dijo Kabakov. La fotografía de Fasil era extraordinariamente nítida y un dibujante de la policía le había agregado la cicatriz de la mejilla.

– Se las entregaremos a las líneas aéreas, al destacamento de marina y en todas partes donde tengan helicópteros -dijo Corley-. ¿Qué es lo que le pasa?

– ¿Por qué tardarían tanto en hacer venir al piloto? Todo concuerda perfectamente excepto ese detalle. Una bomba grande, un ataque por aire. ¿Pero por qué buscaron tan tarde al piloto? Lo primero que hizo sugerir la intervención de un piloto fue la carta marítima encontrada en la lancha, pero si la marca fue hecha por un piloto quiere decir que ya estaba aquí.

– En cualquier parte del mundo se pueden conseguir esas cartas marítimas, David. Quizás fue marcada en el otro lado, en el Oriente Medio. Una medida prudente. Una cita de emergencia en el mar, por las dudas. La carta puede haber venido con la mujer. Y la cita les resultó inevitable al desconfiar de Muzi.

– Lo que no concuerda es la prisa de último momento para conseguir la documentación. Si hubieran sabido de antemano que iban a utilizar un piloto libio, habrían tenido listos los pasaportes con mucha anticipación.

– Cuanto más tarde lo hicieran enterarse del asunto, menos peligro.

– No -insistió Kabakov meneando la cabeza-. Esa prisa en conseguir los papeles no es el estilo de Fasil. Usted sabe con qué anticipación hizo los arreglos para Munich.

– Es una posibilidad de todos modos. Lo primero que haré mañana será enviar a los agentes con estas fotografías a todos los aeropuertos -dijo Corley-. Muchas líneas van a estar cerradas por la festividad de Año Nuevo. Posiblemente tardaremos un par de días en hablar con todos.


Kabakov subió en el ascensor del Hotel Royal Orleans en compañía de dos parejas que reían con todas sus ganas, ambas mujeres luciendo complicados peinados. Trató de entender lo que decían, pero después decidió que aun si hubiera logrado comprender lo que hablaban, la conversación no debía tener mucho sentido.

Encontró el número y llamó a la puerta. Las puertas de los cuartos de hotel siempre parecen poco atractivas. No dan la impresión de que detrás de ellas pueda haber personas a las que amamos. Rachel estaba allí, y abrazó con fuerza y durante unos minutos a Kabakov sin decir una sola palabra.

– Me alegro de que la policía te entregara mi mensaje en el estadio. Podías haberme invitado a reunirme contigo aquí, sabes.

– Pensaba esperar hasta que todo terminara.

– Siento como si estuviera abrazando a un robot -dijo soltándolo-. ¿Que tienes debajo de la chaqueta?

– Una metralleta.

– Bueno, déjala por ahí y ven a tomar una copa.

– ¿Cómo hiciste para conseguir semejante cuarto sin haberlo reservado antes? Corley tuvo que ir a vivir a casa de un agente local del FBI.

– Tengo un amigo en el Plaza de Nueva York y ellos son los dueños de este hotel también ¿Te gusta?

– Sí -era una suite pequeña pero muy lujosa.

– Siento mucho no haber podido encontrarle un lugar a Moshevsky.

– Está esperando en el pasillo. Creo que podría dormir en el sofá… no, estoy bromeando. Está muy bien albergado en el consulado.

– Pedí que nos subieran algo de comer.

No la escuchaba.

– Dije que van a subir la comida. Un Chateaubriand.

– Creo que han mandado buscar un piloto -acto seguido procedió a contarle todos los detalles.

– Si el piloto te conduce a los otros, ya está todo listo -dijo ella.

– Siempre y cuando consigamos el plástico y los encontremos a todos.

Rachel estaba por hacerle otra pregunta pero cambió de idea.

– ¿Cuánto tiempo puedes quedarte? -preguntó Kabakov.

– Cuatro o cinco días. Más si puedo serte de ayuda. Pensé que tal vez podría regresar a Nueva York, reasumir mi trabajo y volver, digamos el 10 o el 11, si es que quieres.

– Por supuesto que quiero que vuelvas. Cuando termine todo esto nos dedicaremos a conocer a fondo a Nueva Orleans. Parece una bonita ciudad.

– Oh, David, no sabes qué ciudad tan maravillosa es.

– Una cosa. No quiero que asistas al Super Bowl. Encantado de que vengas a Nueva Orleans, pero no quiero que pongas ni un pie en el estadio.

– Si yo no estoy segura allí, nadie lo estará tampoco. Creo que en ese caso sería lógico prevenir a la gente.

– Eso mismo es lo que les dijo el presidente al FBI y a los del Servicio Secreto. Si el Super Bowl se juega, él va a asistir.

– ¿Hay posibilidades de que lo posterguen?

– Llamó a Baker y Biggs y les dijo que si el público que asistirá al partido no puede ser protegido debidamente, suprimirá el evento y hará públicos los motivos. Baker le respondió que el FBI puede protegerlos.

– ¿Qué dijeron los del Servicio Secreto?

– Biggs no hace promesas estúpidas. Está esperando a ver qué pasa con este piloto. No piensa invitar a nadie a ver el partido y yo tampoco. Prométeme que no pisarás el estadio.

– De acuerdo, David.

– Háblame ahora sobre Nueva Orleans -agregó sonriendo.

La comida fue magnífica. Se instalaron junto a la ventana y Kabakov se tranquilizó por primera vez en el día. Nueva Orleans resplandecía afuera, junto a la curva del río, y dentro estaba Rachel, sus rasgos suavizados por la luz de las velas contándole que su padre la había traído una vez allí cuando era una niña y cómo se había sentido de importante cuando la llevó a comer a Antoine's, donde un mozo colocó con gran tacto un almohadón sobre su asiento al verla entrar.

Ambos planearon una gran comida en Antoine's para la noche del 12 de enero, o para el día en que él terminara su misión. Se acostaron en la gran cama saturados de Beaujolais y llenos de maravillosos planes. Rachel se durmió sonriendo.

Se despertó a medianoche y vio a Kabakov apoyado contra la cabecera. Cuando se movió la acarició distraídamente y comprendió que estaba pensando en otra cosa.


El camión que transportaba la bomba entró a Nueva Orleans el 31 de diciembre exactamente a las once de la noche. El conductor avanzó por la carretera nacional 10 hasta pasar el Superdome y llegar al cruce con la 90, dobló entonces en dirección al Sur y se detuvo cerca del muelle situado en la calle Thalia, debajo del puente del Missisipi, zona totalmente desierta a esa hora de la noche.

– Este es el lugar -le dijo el chofer a su acompañante-. Te juro que no veo ni un alma. El muelle está todo cerrado.

Una voz junto a su oreja sorprendió al chofer.

– En efecto, este es el lugar -dijo Fasil subiéndose al estribo-. Aquí están los papeles. Ya firmé el recibo -Fasil inspeccionó los precintos de la parte posterior del camión mientras el chofer revisaba los documentos con su linterna. Estaban intactos.

– Amigo, ¿no nos podría acercar al aeropuerto? Quisiéramos alcanzar el último vuelo a Newark.

– Lo siento pero no puedo -respondió Fasil-. Los acercaré a un taxi.

– Cielo santo, el viaje hasta el aeropuerto nos va a costar diez dólares.

Fasil no quería una discusión. Le dio los diez dólares al hombre y los dejó a una manzana de la parada de taxis más próxima. Sonrió y silbó desatinadamente entre sus dientes mientras volvía al garaje. No había dejado de sonreír durante todo el día, desde que la voz que habló por el teléfono público del hotel Monteleone le comunicó que el piloto estaba en camino. Su mente era un hervidero de planes y tuvo que hacer un esfuerzo para concentrarse en el volante.

Lo primero que debía hacer era establecer un dominio absoluto sobre el tal Awad. Debía temerlo y respetarlo. Eso era fácil de conseguir. Debería luego ponerlo al tanto de todos los detalles, e inventar una explicación convincente de la forma en que escaparían después del atentado.

El plan de Fasil estaba basado en su mayor parte en lo que había aprendido en el Superdome. El helicóptero Sikorsky S-58 que le había llamado la atención era una máquina veterana, vendida como sobrante por el ejército de Alemania Occidental. No podía compararse con. los modernos Skycranes, ya que su capacidad de carga era de dos mil kilos, pero era más adaptable a los fines de Fasil.

Para poder levantar una carga son necesarias tres personas: el piloto, el que se tira sobre el suelo y el jefe de cargas, según había aprendido Fasil al observar los trabajos en el Superdome. El piloto mantiene la máquina sobre la carga. Es guiado por el que está tirado sobre el suelo en la parte posterior del fuselaje, mirando directamente a la carga y comunicándose con el piloto por medio de auriculares sujetos a su cabeza.

El jefe de cargas está en tierra. Es el que sujeta la carga al gancho. Los hombres que están en el helicóptero no pueden cerrar el gancho por control remoto. Debe hacerse desde tierra. En un caso de emergencia, el piloto puede dejar caer instantáneamente la carga apretando un botón colorado en la palanca de controles. Fasil se enteró de esto conversando con el piloto durante un breve descanso en su trabajo. Este resultó ser bastante simpático, un negro con ojos claros y separados, ocultos tras unas gafas oscuras. Era posible que si le presentaba otro colega, accediera a que Awad lo acompañara durante un vuelo. Sería una magnífica oportunidad para que Awad se familiarizara con la cabina y los controles.

Fasil esperaba que Awad resultara ser un tipo simpático.

El domingo del Super Bowl, mataría inmediatamente al piloto de un tiro y a cualquier otro que se le cruzara en el camino. Awad y Dahlia se encargarían de trabajar dentro del helicóptero mientras él cumplía en tierra con el trabajo de jefe de carga. Dahlia se encargaría de que la máquina estuviera situada correctamente sobre el estadio y mientras Awad esperaba la orden de echar la barquilla, ella soltaría el gancho de debajo del helicóptero. Fasil no dudaba de que Dahlia sería capaz de cumplir con esa tarea.

Lo que le preocupaba era el botón colorado. Debería hacerlo inoperante. Si Awad se ponía nervioso y dejaba caer el artefacto, se perdería el efecto. No había sido diseñado para dejarse caer. Una atadura en el gancho que sujetaba la carga sería suficiente. Debería atarse fuertemente la carga al gancho en el último momento, justo antes del despegue, para que Awad no pudiera ver lo que transportaba debajo de la máquina. Fasil no podía confiar en un guerrillero importado para cuidar de ese detalle. Por ese motivo él debía ser el supervisor de la carga.

El riesgo era aceptable. Tendría mucha más protección que la que hubiera tenido en el aeropuerto de Lakefront con el dirigible. Tendría que enfrentarse con obreros indefensos en lugar de tener que vérselas con la policía del aeropuerto. Cuando ocurriera la explosión, él estaría próximo a los límites de la ciudad, rumbo a Houston y un avión hacia la ciudad de Méjico.

Awad pensaría hasta el último momento que Fasil lo esperaba con un coche en Audubon Park, más allá del estadio.

Aquí estaba el garaje, ligeramente apartado de la calle tal como lo había descrito Dahlia. Una vez adentro y habiendo asegurado la puerta, Fasil abrió la parte de atrás del camión. Todo estaba en orden. Probó el motor del elevador a horquilla. Arrancó inmediatamente. Perfecto. Tan pronto llegara Awad y pudiera terminar los preparativos, sería el momento de llamar a Dahlia, ordenarle matar al norteamericano y venir a Nueva Orleans.

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