Los edificios de Nueva Orleans parecían envueltos en fuego al levantarse el rojo sol del domingo 12 de enero. Michael Lander se despertó temprano. Había soñado con las ballenas y por un momento no podía recordar dónde estaba. Pero recobró la memoria súbitamente. Vio cómo se aclaraba el cielo por encima de la niebla baja. -Va a ser un buen día -dijo. Marcó el número del servicio meteorológico del aeropuerto. Soplaba viento del Noreste a una velocidad de veinte kilómetros aumentando hasta los treinta. Muy bien. Viento de cola desde el aeropuerto de Lakefront hasta el estadio. En cielo abierto podría lograr el dirigible una velocidad superior a los cien kilómetros.
– ¿No puedes descansar un poco más, Michael?
Estaba pálido. Sabía que no tenía muchas fuerzas. Quizás tuviera las necesarias.
El dirigible estaba siempre en el aire por lo menos una hora antes del partido para darle tiempo a los técnicos de la televisión para los últimos arreglos y para permitir que los espectadores lo vieran llegar. Lander tendría que volar ese rato extra antes de volver a buscar la bomba.
– Descansaré -dijo-. A mediodía llamarán a la tripulación. Farley voló anoche de modo que va a dormir toda la mañana, pero se levantará antes de mediodía y saldrá a comer.
– Lo sé, Michael y me haré cargo de él.
– Me sentiría mejor si tuvieras un arma -no pudieron correr el riesgo de llevar armas durante el vuelo a Baton Rouge. Las armas pequeñas estaban en el camión junto con la bomba.
– No importa. Puedo arreglármelas perfectamente. Confía en mí.
– Lo sé -respondió-. Sé que puedo confiar en ti.
Corley, Kabakov y Moshevsky salieron para el estadio a las nueve de la mañana. Las calles de Nueva Orleans estaban llenas de gente pálida por los festejos de la noche anterior, recorriendo el barrio francés a pesar de lo mal que se sentían después de haber bebido en exceso, como si fuera obligatorio recorrer todos los puntos de interés. El viento húmedo hacía volar por Bourbon Street vasos y servilletas de papel.
Corley tuvo que conducir despacio hasta salir de esa zona. Estaba nervioso. Había cometido el error de olvidarse de reservar plaza en un hotel cuando todavía era posible conseguir algo, y durmió muy mal en el cuarto de huéspedes de un agente del FBI. El desayuno que le sirvió la esposa del agente dejaba mucho que desear. Kabakov parecía haber dormido y desayunado bien, lo que fastidiaba más aún a Corley. Y más molesto se sintió todavía al percibir el olor del pequeño melón que comía Moshevsky en el asiento de atrás.
Kabakov se movió en su asiento y algo golpeó contra la puerta.
– ¿Qué demonios fue eso?
– Se me aflojaron los dientes postizos -respondió Kabakov.
– Muy gracioso.
Kabakov echó hacia atrás su chaqueta dejando a la vista el grueso cañón de la metralleta Uzi que colgaba debajo de su brazo.
– ¿Qué arma tiene Moshevsky, un bazooka?
– Tengo un disparador de melones -dijo una voz desde el asiento de atrás.
Corley se encogió de hombros. Normalmente le resultaba difícil entender lo que decía Moshevsky, mucho más incomprensible le resultó entonces con la boca llena de comida.
Llegaron al estadio a las nueve y media. Las calles que no servirían de vías de acceso ya estaban cerradas. Los vehículos y barreras que lo aislarían cuando empezara el partido estaban en sus lugares, estacionados sobre el césped de las calzadas. Diez ambulancias aguardaban junto a la entrada Sudeste. Los únicos vehículos que podrían trasponer las barricadas, serían los de emergencia que salieran del recinto. Hombres del Servicio Secreto ocupaban ya sus puestos sobre los techos de los edificios de la avenida Audubon, vigilando el lugar donde descendería el helicóptero del presidente.
Todos estaban preparados y atentos.
Resultaba curioso ver bolsas de arena apiladas en las tranquilas calles. Algunos agentes del FBI recordaron el Ole Miss campus en 1963.
A las nueve de la mañana Dahlia Iyad pidió que le subieran tres desayunos a su cuarto del hotel Fairmont. Mientras esperaba cogió unas tijeras bien grandes y un rollo de cinta aislante plástica. Desatornilló el tornillo que sujetaba ambas partes de las tijeras y lo reemplazó por uno delgado y de casi diez centímetros de largo, sujetándolo con la cinta aislante a una de las mitades. Cubrió luego por completo el puño de las tijeras con la cinta aislante y se la metió dentro de la manga.
Le trajeron el desayuno a las nueve y veinte.
– Tómalo antes de que se enfríe, Michael -dijo Dahlia-. Volveré enseguida -se dirigió hacia el ascensor llevando una bandeja de desayuno y bajó dos pisos.
Farley respondió con voz de dormido a su llamada.
– ¿El señor Farley?
– Sí.
– Su desayuno.
– No pedí que me subieran el desayuno.
– Un obsequio del hotel. Para toda la tripulación. Pero me lo llevaré si no lo quiere.
– No, déjemelo. Un momento por favor.
Farley, vestido únicamente con los pantalones y con el pelo revuelto la hizo entrar al cuarto. Si alguien hubiera pasado en ese momento por el pasillo habría oído el principio de un grito, ahogado abruptamente. Dahlia salió nuevamente al cabo de un minuto. Colgó el cartel de «No Molestar» del picaporte de la puerta y subió a desayunar.
Faltaba todavía arreglar un último detalle. Esperó hasta que ambos terminaron el desayuno. Estaban recostados en la cama y le acariciaba la mano desfigurada.
– Michael, sabes que tengo muchas ganas de volar contigo. ¿No crees que sería mejor?
– Yo puedo hacerlo. No es necesario.
– Quiero ayudarte. Quiero estar contigo. Quiero ver todo.
– No verías gran cosa. Lo oirías adonde quiera que fuera tu avión.
– No podría salir nunca del aeropuerto, Michael. Sabes que ahora el peso no hará mucha diferencia. Estamos a treinta grados de calor y el dirigible ha estado expuesto al sol durante toda la mañana. Por supuesto si crees que no podrás hacerlo remontar…
– Lo haré remontar. Tendremos calor de sobra.
– ¿Me das permiso, Michael? Hemos andado un trecho muy largo juntos.
Se volvió y la miró a la cara. Su mejilla tenía marcas rojas de la almohada.
– Tendrás que sacar rápidamente de la góndola las bolsas de lastre. Las que están debajo del asiento de atrás. Podemos arreglarlo cuando despeguemos. Puedes acompañarme si quieres.
Lo estrechó con fuerza y no hablaron más.
Lander se levantó a las once y media y Dahlia lo ayudó a vestirse. Sus mejillas estaban hundidas, pero la loción bronceadora que le había puesto disimulaba su palidez. A las once y cincuenta sacó una jeringa de novocaína de su maletín de remedios. Le enrolló la manga y le aplicó una inyección anestesiando una pequeña parte del antebrazo. Sacó otra jeringa más pequeña. Era un tubo de plástico con una aguja previamente adherida y contenía una solución de treinta miligramos de Ritalin.
– Te sentirás más conversador después de usar esto, Michael. Mucho más animado. Tendrás que compensarlo. No lo uses a menos que sientas perder fuerzas.
– Muy bien, colócala.
Le insertó la aguja en la zona anestesiada del antebrazo y sujetó firmemente en su lugar la jeringa con una tela adhesiva. En cada extremo del émbolo había un pequeño trozo de lápiz para evitar que fuera accionado accidentalmente.
– Tantea la manga y empuja el émbolo con el pulgar cuando lo precises.
– Lo sé, lo sé.
Lo besó en la frente.
– Si no pudiera llegar al aeropuerto con el camión, si estuvieran esperándome…
– Lanzaré el dirigible sobre el estadio -respondió-. Mataré a unos cuantos. Pero no pienses en las posibilidades negativas. Hasta ahora nos ha ido muy bien, ¿verdad?
– Has sido tan inteligente…
– Te veré en el aeropuerto a las dos y cuarto.
Lo acompañó hasta el ascensor y luego volvió al cuarto y se sentó sobre la cama. Todavía no era hora de ir a buscar el camión.
Lander vio a la tripulación del dirigible parada en el mostrador de la entrada del hotel. Estaba Simmons, el copiloto de Farley, y dos camarógrafos de la red televisiva. Se acercó esforzándose por caminar ágilmente.
Descansaré en el autobús, pensó.
– Pero si es el mismísimo Mike -dijo Simmons-. Creíamos que estabas enfermo. ¿Dónde está Farley? Hemos llamado a su cuarto. Estamos esperándolo.
– Farley tuvo una noche brava. Una muchacha borracha le metió el dedo en el ojo.
– ¡Cielos!
– Está bien, pero los médicos no lo han dado de alta. Volaré yo.
– ¿Cuándo llegaste?
– Esta mañana. El desgraciado de Farley me llamó a las cuatro de la madrugada. Vamos, que si no llegaremos tarde.
– No pareces estar del todo bien, Mike.
– Estoy mejor que tú. Vamos de una vez.
Cuando llegaron al portón de entrada del aeropuerto de Lakefront el chofer no conseguía encontrar el pase para su coche y todos tuvieron que enseñar sus credenciales. Había tres patrulleros estacionados cerca de la torre.
El dirigible, con sus doscientos veinticinco pies de colorado, azul y plateado descansaba en un triángulo cubierto de césped entre las pistas. A diferencia de los aviones parados en tierra frente a los hangares, la aeronave daba la sensación de estar volando, aun cuando estaba amarrada al suelo. Apoyada levemente sobre su única rueda, la nariz contra la torre de amarre, apuntaba hacia el Noreste como si fuera una gigantesca veleta. Junto a ella estaba el inmenso autobús que transportaba la tripulación terrestre y el tractor con remolque que hacía las veces de oficina de mantenimiento rodante. Los vehículos y los hombres parecían diminutos al lado del dirigible plateado.
Vickers, el jefe de la tripulación, se limpió las manos con un trapo.
– Me alegro de verlo otra vez por aquí, comandante Lander. Ya está listo.
– Gracias -Lander procedió a realizar la tradicional inspección alrededor de la aeronave. Todo estaba en orden, como sabía que lo estaría. El dirigible estaba limpio. Siempre le había gustado lo limpio que era-: ¿Listos, muchachos? -preguntó.
Lander y Simmons revisaron el resto de la lista previa al despegue dentro de la góndola.
Vickers estaba regañando a los dos camarógrafos de la televisión. -Señor Video, ¿tendría la amabilidad usted y su ayudante de posar sus traseros en la góndola para que pueda remontar?
La tripulación terrestre cogió el pasamanos que rodeaba la góndola y sacudió la aeronave apoyada sobre su tren de aterrizaje. Vickers quitó varias bolsas de doce kilos que colgaban del pasamanos. Los ayudantes sacudieron nuevamente el dirigible.
– Está un poquito pesado. Muy bien. -A Vickers le gustaba que estuviera algo pesado en el momento del despegue; el consumo de combustible lo aligeraría luego.
– ¿Dónde están las gaseosas? ¿Trajeron gaseosas? -preguntó Simmons. Pensaba que estarían en el aire durante tres horas por lo menos-. Sí, aquí están.
– Hazte cargo, Simmons -dijo Lander.
– Muy bien -Simmons se instaló en el asiento del piloto situado a la izquierda de la góndola. Agitó la mano junto al parabrisas. Los hombres que estaban junto a la torre de amarre soltaron el cable que lo sujetaba y otros ocho tiraron de las sogas que amarraban la nariz y lo hicieron girar-. Ahí vamos -Simmons accionó hacia atrás el timón de profundidad, empujó los aceleradores y la enorme aeronave se remontó en un empinado ángulo.
Lander se recostó hacia atrás en el asiento situado junto al del piloto. El vuelo hasta el estadio duró nueve minutos y medio gracias al viento de cola. Lander calculó que si el viento se mantenía podría hacerlo en poco más de siete en cielo abierto.
Una gran afluencia de vehículos entorpecía el tráfico en la autopista próxima a la salida del estadio Tulane.
– Me parece que algunas personas se perderán el puntapié inicial -dijo Simmons.
– Así lo supongo -respondió Lander. Todos perderían el medio tiempo, pensó. Eran la una y diez de la tarde. Tenía que esperar casi una hora.
Dahlia Iyad se bajó del taxi cerca del muelle de la calle Galvez y caminó rápidamente por la manzana hasta llenar al garaje. La bomba estaba allí o no estaba. La policía la esperaba o no. No había advertido antes las grietas y la inclinación de la calzada. Avanzó mirando las roturas. Un grupo de niños pequeños jugaban al béisbol en la calle. El bateador, que no mediría más de un metro, silbó al verla pasar.
Un coche de la policía obligó a desparramarse a los jugadores y pasó junto a Dahlia a baja velocidad. Volvió rápidamente la cara como si estuviera buscando una dirección. El patrullero dobló en la próxima esquina. Buscó las llaves en la cartera y siguió caminando por el callejón hasta llegar al garaje. Aquí estaban los candados. Los abrió y se deslizó al interior, cerrando la puerta a su paso. El garaje estaba algo oscuro. Unos pocos rayos de sol entraban por los agujeros de clavos en las paredes. El camión parecía intacto.
Subió a la parte posterior y encendió la débil luz. Una fina capa de polvo cubría la barquilla. Todo estaba en orden. Si el lugar estuviera vigilado, no le habrían permitido acercarse a la bomba. Se vistió con un mono que tenía las iniciales del canal de televisión y arrancó los paneles vinílicos de los costados del camión, dejando al descubierto el emblema del canal en radiantes colores.
Encontró la lista sujeta a la barquilla. La leyó rápidamente. Primer punto, los detonadores. Los sacó del paquete y estirándose hasta alcanzar el medio de la barquilla, los colocó en sus respectivos lugares, uno en el mismo centro a cada lado de la carga. Los extremos de los detonadores estaban unidos a los cables conectados con la fuente de energía de la aeronave. La mecha y el detonador quedaron en sus correspondientes lugares.
Cortó todas las cuerdas que la sujetaban excepto dos. Debía revisar ahora la maleta de Lander. Un revólver calibre treinta y ocho con silenciador, un par de pinzas para cortar alambre, ambos dentro de una bolsa de papel. Su metralleta Schmeisser con seis cargadores extras y un rifle automático, AK-47 con sus correspondientes cargadores, estaban dentro de una bolsa.
Cuando salió, depositó sobre el suelo del camión su Schmeisser y la cubrió con una manta. El asiento del camión estaba cubierto de tierra. Sacó un pañuelo de la cartera y lo limpió cuidadosamente. Se colocó una gorra con el emblema de la ciudad de Nueva York y metió dentro todo el pelo.
La una y cincuenta. Hora de partir. Abrió las puertas del garaje y salió con el camión, pestañeando por el resplandor del sol, dejando al vehículo solo durante un instante mientras cerraba las puertas.
Mientras conducía rumbo al aeropuerto experimentaba una extraña y agradable sensación de caer, caer y caer.
Kabakov observaba desde el puesto de mando en el estadio cómo entraba por la puerta Sudeste ese río humano. Estaban todos tan bien vestidos y tan bien alimentados, y completamente ignorantes del trabajo que le estaban dando.
Se oyeron algunas protestas cuando los hicieron formar fila frente a los detectores de metales y otras más violentas cuando de tanto en tanto uno de los espectadores era obligado a vaciar el contenido de sus bolsillos en un recipiente de plástico. Parados al lado de Kabakov estaban los integrantes de la fuerza de choque del lado Este, diez hombres equipados con chalecos antibalas y armados hasta los dientes. Caminó hacia afuera, alejándose del chirrido de las radios y se quedó mirando cómo se llenaba el estadio. Las bandas ya habían comenzado a tocar, y la música se hacía menos distorsionada a medida que más y más cuerpos eliminaban los ecos de las tribunas. La mayor parte de los espectadores estaban ya en sus asientos a la una y cuarenta y cinco. Las barricadas fueron instaladas en las calles de acceso.
A doscientos cincuenta metros por encima del estadio, los integrantes del equipo de televisión instalados en el dirigible hablaban por radio con el director situado en el enorme furgón del canal estacionado detrás de las tribunas. El «NBS Espectacular Deportivo» debía iniciarse con una toma abierta del estadio desde el dirigible, en la que figuraban sobrepuestas el emblema del canal y el título. El director sentado en el furgón frente a doce pantallas, no parecía satisfecho.
– Eh, Simmons -dijo el camarógrafo-, ahora quiere que lo saquemos desde la otra punta, con Tulane como fondo. ¿Puedes hacerlo?
– Por supuesto -el dirigible giró majestuosamente hacia el Norte.
– Muy bien, así está perfecto, perfecto -el camarógrafo consiguió enfocar la cancha verde flanqueada por ochenta y cuatro mil personas, y el estadio coronado por banderas que flameaban al viento.
Lander vio el helicóptero de la policía volando como una libélula por encima del perímetro del recinto.
– Torre a Nora, Uno Cero.
Simmons agarró el micrófono.
– Nora, Uno Cero, adelante.
– Tráfico en su área una milla al Noroeste acercándose -dijo el operador-. Déjele mucho espacio.
– De acuerdo. Estoy viéndolo. Nora Uno Cero afuera.
Simmons señaló con su mano y Lander vio un helicóptero del ejército que se acercaba a doscientos metros.
– Es el presidente. Quítate el sombrero -dijo Simmons y alejó la aeronave del extremo Norte del estadio.
Lander vio cómo desplegaban la lona que indicaba el lugar de aterrizaje del helicóptero en la pista exterior al campo de juego.
– Quieren una toma de la llegada -dijo el asistente del camarógrafo-. ¿Puede situarse paralelo a él?
– Así está bien -manifestó el camarógrafo. A través de sus largos lentes, ochenta y seis millones de personas vieron tocar tierra al helicóptero del presidente. Este salió de la cabina y caminó con paso rápido hacia el estadio, perdiéndose de vista.
– Toma dos -indicó el director dentro del furgón de la televisión. La teleplatea a lo largo y ancho del país y en otros lugares del mundo vio cómo el presidente se dirigía a su palco.
Lander miró hacia abajo y vio nuevamente su figura fornida y la cabeza rubia rodeada por un grupo de hombres, levantando los brazos para saludar a la multitud y los espectadores poniéndose de pie al verlo pasar.
Kabakov oyó el rugido con que fue recibido el presidente. No lo conocía y sintió cierta curiosidad. Refrenó el impulso por ir a verlo. Su lugar era ése, cerca del puesto de mando, donde se le comunicaría inmediatamente cualquier inconveniente.
– Yo me haré cargo, Simmons, mira si quieres el puntapié inicial -dijo Lander. Cambiaron de lugar. Lander ya se sentía cansado y le costó bastante trabajo mover el timón de profundidad.
En la cancha estaban repitiendo nuevamente «la tirada de la moneda» para beneficio de la audiencia televidente. Los equipos se alinearon luego para el puntapié inicial.
Lander miró a Simmons. Tenía la cabeza fuera de la ventanilla. Lander se inclinó hacia adelante y apretó el control de la mezcla de combustible del motor de babor. Hizo que la mezcla se aligerara lo suficiente como para que se calentara el motor.
El marcador de temperatura subió en contados minutos hasta la zona marcada en rojo. Lander aflojó la palanca para que la temperatura volviera al nivel normal.
– Tenemos un pequeño problema, señores -Simmons se volvió inmediatamente. Golpeó el indicador de temperatura.
– ¿Qué demonios pasa ahora? -dijo Simmons. Se dirigió al otro lado de la góndola para echarle un vistazo al motor de babor, por encima de los encargados de la televisión-. No pierde aceite.
– ¿Qué? -preguntó el camarógrafo.
– Ha recalentado el motor de babor. Déjeme pasar por encima suyo. -Se dirigió al compartimiento de atrás y trajo un extintor de incendios.
– ¡Eh, no me diga que se está quemando! -El camarógrafo y su asistente estaban muy preocupados, tal como lo había supuesto Lander.
– No, cuernos, no -respondió Simmons-. Tenemos que sacar el extintor, es obligatorio.
Lander puso en bandera la hélice del motor. Estaba apartándose en ese momento del estadio tomando rumbo al Noroeste, hacia el aeropuerto.
– Le pediremos a Vickers que le eche un vistazo -dijo.
– ¿Le avisaste?
– Mientras estabas atrás -Lander dijo algo por el micrófono pero no apretó el botón para transmitir.
Volaba por encima de la carretera nacional 10, abajo a su derecha estaba el Superdome y el terreno de las ferias con su pista ovalada a la izquierda. Volar con un solo motor viento en contra era un procedimiento lento. Mejor será la vuelta, pensó Lander. Estaba en ese momento encima de la cancha de golf de Pontchartrain y podía ver extenderse allá adelante las pistas de aterrizaje del aeropuerto. Ahí estaba el camión, acercándose al portón de entrada. Dahlia había logrado llegar.
Dahlia vio aproximarse la aeronave desde la cabina del camión. Esta adelantada unos pocos segundos. Había un policía junto al portón. Sacó el pase por la ventana y le hizo señas de seguir adelante. Avanzó lentamente por el camino que bordeaba la pista.
El personal de tierra vio el dirigible en ese momento y se amontonó alrededor del autobús y del acoplado. Lander quería que se dieran prisa. Cuando estuvo a noventa metros de altura oprimió el botón del micrófono.
– Muy bien, bajaré con ciento setenta y cinco, necesito bastante sitio.
– Nora, Uno Cero, ¿qué es lo que pasa? ¿Por qué no avisaste que volvías, Mike? -Era la voz de Vickers.
– Lo hice -respondió Lander. Que se rompiera el seso. La tripulación de tierra corría hacia sus puestos-. Me acercaré a la torre con viento de costado y quiero que inmovilicen la rueda. No lo dejes mecerse con el viento, Vickers. Tengo un pequeño problema con el motor de babor, un problema pequeño. No es nada pero quiero que el motor de babor quede a sotavento de la aeronave. No quiero que se sacuda, ¿entendido?
Vickers comprendió. Lander no quería que los camiones de auxilio en una emergencia avanzaran por el aeropuerto haciendo sonar sus sirenas.
Dahlia Iyad esperó para atravesar la pista. La torre había encendido una luz roja. Esperó hasta que el dirigible tocó tierra, rebotó, tocó tierra nuevamente y la tripulación terrestre se precipitó a agarrar las sogas que colgaban de la nariz. Consiguieron controlarlo en pocos segundos.
La torre encendió la luz verde. Dahlia atravesó la pista y estacionó el camión detrás del tractor con acoplado, fuera de la vista del personal atareado con el dirigible. En menos de lo que canta un gallo bajó la tapa posterior y colocó la rampa. Cogió la bolsa de papel que contenía la metralleta y las pinzas y corrió por detrás del acoplado hasta el dirigible. El personal no reparó en ella. Vickers abrió la tapa del motor de babor. Dahlia le entregó a Lander por la ventanilla de la góndola la bolsa y corrió nuevamente hacia el camión.
Lander se dirigió a los camarógrafos de la televisión y les dijo:
– Tienen tiempo de estirar un rato las piernas.
Ambos bajaron y él hizo lo mismo.
Lander se dirigió al autobús y regresó inmediatamente a la aeronave.
– Eh, Vickers, lo llaman de Lakehurst.
– Oh, cuernos… Está bien, Frankie, echa una mirada aquí pero no cambies nada hasta que yo vuelva. -Fue corriendo hacia el autobús. Lander lo siguió. Vickers acababa de coger el radio-teléfono cuando Lander le disparó en la nuca. La tripulación de tierra había quedado sin jefe. Oyó el ruido del elevador de horquilla al bajar del autobús. Dahlia ocupaba el asiento, y pasó con el vehículo por detrás del acoplado. La tripulación, azorada ante la aparición de la enorme barquilla, dejó pasar el vehículo. La joven prosiguió la marcha, deslizando la gran barquilla debajo de la góndola. Levantó la horquilla veinte centímetros y quedó a la altura correcta.
– ¿Qué pasa, qué es todo esto? -preguntó el hombre que estaba en el motor. Dahlia hizo caso omiso de él. Ajustó las dos grapas de adelante al pasamanos. Faltaban otras cuatro.
– Vickers dijo que quitáramos las bolsas -dijo Lander.
– ¿Dijo qué?
– Que quitáramos las bolsas. ¡Vamos, muévanse!
– ¿Qué sucede, Mike? Nunca vi semejante cosa.
– Vickers te lo explicará. A la televisión le cuesta ciento setenta y cinco mil dólares cada minuto, de modo que manos a la obra. El canal quiere este aparato. -Dos hombres desengancharon las bolsas mientras Dahlia terminaba de ajustar la barquilla. Alejó luego el elevador de cargas. La tripulación estaba confusa. Algo andaba mal. Esta enorme barquilla con las letras del canal no había sido probada jamás en la aeronave.
Lander se dirigió al motor de babor y miró al interior. No le habían quitado nada. Cerró la tapa.
Se aproximaron los camarógrafos.
– ¿NBS? ¿Qué demonios es eso? No es nuestro…
– El director se lo explicará, llámenlo desde el autobús -Lander se subió a su asiento y puso en marcha los motores. La tripulación retrocedió asustada. Dahlia estaba ya en el interior de la góndola con las pinzas. No había tiempo para desatar nada. Había que tirar el equipo de la televisión antes de que el dirigible remontara vuelo.
El camarógrafo la vio cortando sus pertenencias.
– Eh, ¿qué está haciendo? -exclamó metiéndose dentro de la góndola. Lander se volvió y le disparó en la espalda. Un tripulante asomó su cara asombrada por la puerta. Los que estaban cerca de la aeronave comenzaron a retroceder. Dahlia soltó las cámaras.
– ¡La calza y la torre ahora! -gritó Lander.
Dahlia saltó a tierra esgrimiendo su Schmeisser. El personal de tierra retrocedía, algunos se echaron a correr. Retiró la calza que sujetaba la rueda y mientras el dirigible se mecía con el viento, corrió hacia la torre y soltó los cabos. El dispositivo que sujetaba la nariz tendría que soltarse de la torre. No podía fallar. El dirigible se balanceaba. Los hombres había soltado los cables que le sujetaban la nariz. El viento lo haría, el viento lo haría girar y zafarse. Oyó la sirena. Un patrullero avanzaba por la pista a toda velocidad haciendo funcionar la sirena.
La nariz quedó libre pero el dirigible seguía en tierra por el peso del cuerpo del camarógrafo y su equipo. Subió de un salto a la góndola. Tiró en primer lugar el transmisor, que se hizo añicos contra el suelo. Luego arrojó la cámara.
El patrullero avanzaba de frente al dirigible con su faro encendido. Lander empujó los aceleradores y la gran aeronave comenzó a moverse. Dahlia luchaba con el cuerpo del camarógrafo. Tenía la pierna enganchada debajo del asiento de Lander. El dirigible pegó un respingo y volvió a posarse. Se encabritaba como un animal prehistórico. El patrullero estaba a cuarenta metros de distancia y sus ocupantes abrieron las puertas. Lander descargó gran parte del combustible. El dirigible se levantó pesadamente.
Dahlia se asomó por la góndola y disparó su Schmeisser contra el patrullero, destrozándole el parabrisas. El dirigible se remontaba, un policía salió del coche con la camisa manchada de sangre esgrimiendo su arma y mirando a Dahlia mientras la aeronave pasaba por encima de ellos. Una ráfaga de la metralleta lo cortó en dos mientras Dahlia arrojaba a tierra de un patada el cuerpo del camarógrafo que cayó con los brazos y piernas abiertos sobre el capot del patrullero. El dirigible remontó el vuelo. Se acercaron en ese momento otros patrulleros, abrieron sus puertas, pero se hicieron cada vez más pequeños a medida que la aeronave ganaba altura. Oyó un «shock» contra la bolsa de gas. Habían comenzado a disparar. Apuntó al patrullero más próximo y disparó, levantando una nube de polvo alrededor del vehículo. Lander conducía el dirigible con una inclinación de cincuenta grados y los motores a fondo. Arriba y arriba, fuera del alcance de las balas.
¡La mecha y los cables! Dahlia se tiró sobre el suelo ensangrentado de la góndola desde donde podía alcanzarlos.
Lander cabeceaba, próximo a desmayarse. Estiró el brazo por encima del hombro del piloto y presionó el émbolo de la jeringa oculta bajo su manga. Levantó la cabeza casi inmediatamente.
Revisó el interruptor de la luz de la cabina. Estaba cerrado.
– Enciéndelo.
Quitó la tapa de la luz de la cabina, destornilló la bombilla y conectó los cables a la bomba. La mecha que debía usarse si fallaba el sistema eléctrico, debía asegurarse al soporte de un asiento en la parte de atrás de la góndola. Dahlia trabajó bastante para atar el nudo ya que la mecha, mojada con la sangre del camarógrafo se había puesto resbaladiza.
El indicador de velocidad registraba sesenta nudos. Llegarían al Super Bowl en seis minutos.
Corley y Kabakov corrieron al coche del primero en cuanto recibieron las confusas noticias de un tiroteo en el aeropuerto. Avanzaban a toda velocidad por la carretera número 10 cuando les transmitieron una información más precisa.
– Desconocidos disparan desde el dirigible Aldrich -dijo la radio-. Dos oficiales muertos. La tripulación de tierra advierte que la aeronave tiene suspendido debajo un extraño objeto.
– ¡Se apoderaron del dirigible! -exclamó Corley golpeando con su puño el asiento de al lado-. Ese es el otro piloto. -En esos momentos alcanzaron a ver la silueta del dirigible por encima de los edificios, agrandándose minuto a minuto. Corley se comunicó por radio con el estadio-. ¡Saquen al presidente!-exclamó.
Kabakov luchaba contra sentimientos de ira y frustración, contra la sorpresa y la imposibilidad de todo el asunto. Estaba atrapado, indefenso en medio de la autopista entre el estadio y el aeropuerto. Tenía que pensar, tenía que pensar, tenía que pensar. Pasaron en esos momentos por el Superdome. Sacudió entonces violentamente a Corley por el bruzo.
– Jackson -exclamó-. Llamar a Jackson. El helicóptero. Hay que alcanzar a ese miserable.
Habían pasado ya la salida de la autopista y Corley atravesó tres carriles haciendo chirriar las ruedas, y se dirigió de contramano por la vía de acceso, por donde venía otro coche al que esquivaron por centímetros y después de hacer un trompo, desembocaron en la avenida Howard junto al Superdome. Un sonoro giro alrededor del enorme edificio y una brusca frenada. Kabakov corrió hasta el lugar de aterrizaje del helicóptero, alarmando al equipo de vigilancia que seguía custodiando el lugar.
Jackson bajaba desde el techo para recoger unos tubos. Kabakov se acercó corriendo al director de cargas, al que no conocía.
– Hágalo bajar. Hágalo bajar.
El dirigible estaba a poca distancia del Superdome, avanzando rápidamente, justo fuera del alcance de ellos. Estaba a casi cuatro kilómetros del estadio atestado de gente.
Corley salió del coche que tenía el maletero abierto. Llevaba en su mano un rifle automático M-16.
El helicóptero se posó y Kabakov corrió agachado para protegerse del rotor. Se subió a la ventana de la cabina. Jackson se puso la mano detrás de la oreja.
– Tienen el dirigible de Aldrich -dijo Kabakov señalando a lo alto-. Tenemos que subir. Tenemos que alcanzarlo.
Jackson miró al dirigible y tragó. Su cara tenía una expresión extraña y decidida.
– ¿Están secuestrándome?
– Se lo estoy pidiendo. Por favor.
Jackson cerró los ojos durante un instante.
– Suban. Pero hagan bajar al otro hombre. No quiero ser responsable de él.
Kabakov y Corley sacaron por la fuerza al sorprendido ayudante tirado boca abajo y se metieron dentro del compartimiento de cargas. El helicóptero se remontó haciendo resonar con fuerza sus paletas. Kabakov se dirigió hacia la cabina y empujó el asiento vacío del copiloto.
– Podríamos…
– Escuche -dijo Jackson- ¿Piensa reventarlos o hablar con ellos?
– Reventarlos.
– De acuerdo. Si es que podemos alcanzarlos. Trataré de acercarme por encima, no pueden ver lo que pasa sobre sus cabezas desde dentro de ese aparato. ¿Piensa dispararle al tanque de combustible? No hay mucho tiempo para que se vacíe.
Kabakov meneó la cabeza.
– Podrían tratar de hacerla explotar cuando estén perdiendo altura. Tendremos que destruir la góndola.
Jackson asintió.
– Me acercaré por encima de ellos entonces. Cuando usted esté listo me dejaré caer a un lado. Este aparato no aguantará muchos impactos. Esté atento. Utilice los auriculares para comunicarse conmigo.
El helicóptero avanzaba a una velocidad de ciento diez nudos, pero el dirigible le llevaba una gran ventaja. Sería muy justo.
– Si liquidamos al piloto el viento lo arrastrará igual hasta el estadio -dijo Jackson.
– ¿Y el gancho? ¿No podríamos sujetarlo con el gancho y arrastrarlo a alguna otra parte?
– ¿Cómo haríamos para engancharlo? El maldito aparato es resbaladizo. Podríamos probar si tuviéramos tiempo suficiente; mire ahí van los policías.
Pudieron ver adelante de ellos el helicóptero de la policía que ascendía para enfrentarse con el dirigible.
– ¡Desde abajo no! -exclamaba Jackson-. No sé acerquen. -Pero antes de terminar la frase el pequeño helicóptero de la policía se estremeció bajo una andanada de proyectiles y cayó hacia un lado, su rotor agitándose desesperadamente hasta precipitarse a tierra.
Jackson podía ver los movimientos del timón de la aeronave cuando la enorme aleta pasó por debajo de él. Estaba sobre el dirigible y el estadio se encontraba debajo de ellos. Había llegado el momento de hacer el desesperado intento. Kabakov y Corley se sujetaron con fuerza a la puerta del fuselaje.
Lander sintió que el rotor rompía la tela del dirigible y oyó el ruido del motor del helicóptero. Tocó a Dahlia y apuntó con el pulgar hacia arriba.
– Dame diez segundos más -dijo.
La joven colocó un nuevo cargador en el Schmeisser. Kabakov oyó la voz de Jackson en los auriculares.
– Agárrense fuerte.
El helicóptero se dejó caer bruscamente hacia el costado de la aeronave haciéndoles sentir el estómago en la boca. Kabakov oyó incrustarse los primeros proyectiles contra la panza del helicóptero y acto seguido él y Corley comenzaron a disparar, haciendo añicos los vidrios de la góndola y desparramando cápsulas servidas por todos los rincones. Los proyectiles silbaban alrededor de Kabakov. Corley estaba herido y sus pantalones estaban manchados de sangre a la altura del muslo.
Jackson, con numerosos cortes en la frente producidos por los vidrios rotos de la cabina, se limpió la sangre que caía sobre sus ojos.
Todas las ventanas de la góndola estaban rotas como así también el tablero de controles, de donde saltaban numerosas chispas. Dahlia estaba tirada en el piso, pero no se movía.
Lander, herido en el hombro y en la pierna, advirtió que el dirigible perdía altura. La aeronave estaba cayendo, pero todavía era posible trasponer la pared del estadio. Se acercaba, estaba debajo de él, y miles de caras miraban hacia lo alto. Tenía la mano sobre el disparador. Ahora. Accionó el conmutador. Nada. El interruptor de atrás. Nada. Los circuitos eléctricos habían sido interrumpidos. La mecha. Haciendo un gran esfuerzo abandonó el asiento del piloto llevando el encendedor en la mano, y utilizando su brazo y pierna sanos para arrastrarse hacia la mecha situada en la parte de atrás de la góndola, mientras el dirigible era arrastrado por el viento entre las tribunas atestadas de gente.
El gancho colgaba del helicóptero suspendido de un cable de nueve metros de largo. Jackson descendió hasta que el gancho se deslizó por la suave superficie del dirigible. La única abertura era el espacio entre el timón y la aleta debajo de la bisagra del timón. Kabakov dirigía a Jackson y consiguieron acercarse muchísimo, pero el gancho era demasiado grueso.
Avanzaban rápidamente sobre el estadio. Kabakov miró a su alrededor angustiado y vio, enroscada en una percha de la pared, una soga de nylon bastante gruesa con un gancho en cada extremo. Durante el medio segundo que perdió en mirarla, comprendió con una terrible certeza lo que debía hacer.
Moshevsky los contemplaba desde tierra, sus ojos parecían escapársele de las órbitas y apretó los puños con fuerza al ver aparecer la figura que se deslizaba como una araña por el cable que pendía del helicóptero. Le arrebató los prismáticos a un agente que estaba junto a él, pero lo sabía de antemano antes de verlo. Era Kabakov. Podía ver cómo el rotor rozaba casi a Kabakov mientras se deslizaba por el cable grasiento. Tenía una soga atada a la cintura. Estaban ahora justo encima de Moshevsky. Este cayó de espaldas en su desesperación por no perderse detalle, y no dejó de observar ni un segundo lo que pasaba.
Kabakov tenía el pie en el gancho. Podía verse la cara de Corley por el agujero en el suelo del helicóptero. Estaba hablando por los auriculares. El gancho se deslizó hacia abajo y Kabakov llegó junto a la aleta, ¡pero no! La aleta se levantó meciéndose. Golpeó a Kabakov apartándolo, pero se balanceó hacia atrás, pasó la cuerda entre el timón y la aleta, debajo de la bisagra superior del timón atándola al gancho con un lazo y agito luego su brazo. El helicóptero ascendió, y el cable se estiró contra el cuerpo de Kabakov como si fuera una barra de acero.
Lander, que se arrastraba por el suelo cubierto de sangre de la góndola para llegar hasta la mecha, sintió que el suelo se inclinaba agudamente. Resbaló y manoteó para encontrar algo de qué sujetarse.
El helicóptero rasgaba el aire. La cola del dirigible estaba inclinada en ese momento en un ángulo de cincuenta grados y la nariz apuntaba hacia la cancha de fútbol. Los espectadores gritaban y corrían en dirección a las salidas, forcejeando para escapar. Lander podía oír sus gritos. Hizo un nuevo esfuerzo por llegar a la mecha, esgrimiendo el encendedor en su mano.
La nariz del dirigible avanzaba hacia las tribunas donde la multitud corría despavorida. Se enganchó en los mástiles situados en lo alto del estadio y se lanzó hacia adelante, liberado y sobrevolando las casas en dirección al río, mientras rugían los motores del helicóptero. Corley miró hacia abajo y vio a Kabakov sobre la aleta, agarrado del cable.
– Llegaremos al río, llegaremos al río -repitió Jackson una y otra vez mientras el indicador de temperatura llegaba a la raya colorada. Su pulgar estaba apoyado sobre el botón para echar la carga.
Lander se arrastró los últimos centímetros y encendió el encendedor.
Moshevsky subió hasta la parte de arriba de la tribuna. El helicóptero, el dirigible y el hombre parado sobre la aleta permanecieron un instante sobre el río, y su imagen se quedó para siempre en la memoria de Moshevsky, para desaparecer luego en un enceguecedor destello luminoso y una atronadora explosión, que lo hizo caer de espaldas sobre las tambaleantes tribunas. La metralla azotó los árboles de la ribera y el estampido los arrancó de cuajo, y el agua, convertida en espuma, voló por los aires dejando una hoya vacía, que se llenó nuevamente con un terrible rugido, formando un enorme cono que se alzó hacia el humo. Segundos después, y río abajo, trozos de metralla salpicaron el agua como cristales de granizo, resonando contra los cascos de acero de los barcos.
Rachel presenció la explosión, a varios kilómetros de distancia mientras terminaba un almuerzo tardío en el Top of the Mast desde donde podía apreciarse toda la ciudad. Se levantó y el alto edificio tembló, sus cristales se rompieron y se encontró tirada en el suelo en medio de una lluvia de cristales, y al mirar la parte de abajo de la mesa comprendió. Luchó por ponerse de pie y vio junto a ella a una mujer sentada en el suelo con la boca abierta.
– El ha muerto -dijo Rachel mirándola.
La lista final de víctimas totalizó quinientas doce personas. Catorce murieron aplastadas en el estadio al tratar de alcanzar la salida, cincuenta y dos resultaron con fracturas al intentar escapar y el resto recibió cortaduras y magullones. Entre éstos se contaba el presidente de los Estados Unidos. Sus magullones fueron el resultado de los diez agentes del Servicio Secreto que se tiraron encima de él para protegerlo. Ciento dieciséis personas sufrieron heridas de poca importancia por cortaduras de cristales al estallar las ventanas.
Rachel Bauman y Robert Moshevsky se encontraban a mediodía del día siguiente en el muelle de la orilla Norte del río Missisipi. Habían estado allí durante horas, observando las lanchas de la policía atareadas en rastrear el fondo. La operación se había llevado a cabo durante toda la noche. Durante las primeras horas las rastras habían sacado unas pocas piezas metálicas totalmente carbonizadas pertenecientes al helicóptero. Pero desde entonces no habían encontrado nada más.
El muelle en que esperaban estaba acribillado y astillado por las esquirlas. La corriente hacía chocar contra el embarcadero un gran pez muerto. El animal estaba lleno de agujeros.
Moshevsky permanecía impasible. Sus ojos no abandonaron las lanchas de la policía. Sobre el muelle y junto a él estaba su maleta de lona, porque dentro de tres horas tenía que acompañar a Muhammad Fasil de regreso a Israel para someterlo ajuicio por la masacre de Munich. En el jet de El Al que venía a buscarlos viajaban además catorce comandos israelitas. Se tenía la impresión de que podrían ser un efectivo paragolpes entre Moshevsky y su prisionero durante el largo viaje de regreso.
Rachel tenía la cara hinchada y sus ojos estaban colorados y secos. Había llorado desconsoladamente sobre la cama de su suite del Royal Orleans, abrazada a una camisa de Kabakov impregnada por el aroma de sus cigarros.
El viento que soplaba en el río era bastante fresco. Moshevsky cubrió a Rachel con su chaqueta, que le llegó hasta las rodillas.
Finalmente la lancha capitana hizo sonar prolongadamente su silbato. La flota de la policía recogió sus rastras vacías y emprendió el regreso río abajo. Ahora sólo quedaba el río, desplazándose en una sólida masa hacia el mar. Rachel oyó un extraño y ahogado sonido que provenía de Moshevsky y lo vio volver la cara. Apoyó la mejilla contra su pecho y lo rodeó con sus brazos, hasta donde podía, palmeándolo y sintiendo sus lágrimas que caían sobre su pelo. Lo cogió luego de la mano y lo acompañó por la orilla tal como lo habría hecho con un niño.