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En ese mismo momento, Michael Lander estaba haciendo lo único que realmente le gustaba. Pilotaba el pequeño dirigible de Aldrich, a doscientos cincuenta metros de altura, sobre el Orange Bowl de Miami, que proveía una firme plataforma al equipo de televisión instalado en la góndola detrás de él. Debajo de ellos, en el estadio atestado de gente, el equipo de los Miami Dolphins, campeón mundial, estaba dándole una paliza a los Pittsburg Steelers.

El rugido de la multitud ahogaba prácticamente el chirrido de la radio situada sobre la cabeza de Lander. Cuando sobrevolaba el estadio en días calurosos tenía la sensación de que podía oler la multitud y el dirigible parecía estar suspendido sobre una poderosa corriente de gritos despreocupados y calor humano. Lander encontraba que esa corriente era sucia. Prefería los viajes entre las ciudades. Entonces el dirigible parecía limpio y tranquilo.

Sólo ocasionalmente miraba hacia el campo de juego. Observaba entonces el borde del estadio y el campo visual que había establecido entre la punta de un mástil y el horizonte para mantenerse exactamente a ochocientos pies de altura.

Lander era un piloto excepcional de un complicado tipo de aeronave. No es nada fácil pilotar un dirigible. Su fuerza ascensional es prácticamente cero y su vasta superficie lo deja a merced del viento a menos que esté hábilmente comandado. Lander tenía el instinto de un marino para el viento, y tenía el don que poseen los mejores pilotos de este tipo de aeronaves: antelación. Los movimientos de un dirigible son cíclicos, y Lander estaba dos movimientos adelantado; sujetando a la enorme ballena gris entre la brisa, como un pez que nada contra la corriente, enterrando ligeramente la trompa en las ráfagas y levantándola en los momentos de calma, oscureciendo parte del campo de juego con su sombra. Muchos de los espectadores miraban hacia arriba en los períodos de descanso entre cada tiempo de juego y varios agitaban sus manos.

Lander tenía un piloto automático en la cabeza. Y mientras le dictaba las constantes y los pequeños detalles que mantenían firme al dirigible, sus pensamientos se desviaban hacia Dahlia. Pensaba en la pequeña mancha de vello donde se estrechaba su espalda y la sensación que le producía en sus dedos. En la agudeza de sus dientes. En el sabor a miel y sal.

Miró su reloj y pensó que Dahlia debía haber salido hacía una hora de Beirut en viaje de regreso.

Lander podía pensar sin problemas en dos cosas: en Dahlia y en pilotar.

Su mano izquierda cubierta de cicatrices empujó suavemente hacia adelante los controles del acelerador y de la hélice e hizo girar hacia atrás la gran rueda del timón de profundidad situada junto a su asiento. La enorme nave ascendió rápidamente mientras Lander hablaba por el micrófono.

– Nora Uno Cero, abandono el estadio para realizar un giro a cuatrocientos sesenta metros.

– De acuerdo, Nora Uno Cero -respondió jovialmente la torre de Miami.

A los empleados del tráfico aéreo y de la radio siempre les gustaba hablar con el dirigible y varios tenían un chiste listo cuando sabían que se acercaba. La gente lo miraba con simpatía, como si fuera un oso de juguete. Para los millones de norteamericanos que lo veían durante los acontecimientos deportivos o en las ferias, el dirigible era un enorme y simpático amigo que se movía lentamente en el cielo. Las metáforas de este tipo de aeronaves son invariablemente «elefante» o «ballena». Nadie le ha dicho jamás «bomba».

El partido terminó finalmente y la sombra del dirigible de sesenta y cinco metros cayó sobre los miles de coches que se alejaban del estadio. El camarógrafo de la televisión y su asistente habían sujetado su equipo y estaban comiendo sándwiches. Lander había trabajado a menudo con ellos.

El sol ya bajo proyectaba una línea dorada y rojiza sobre la bahía de Biscayne mientras la aeronave sobrevolaba el mar. Lander giró entonces hacia el Norte pasando a cincuenta metros de las playas de Miami, lo que aprovecharon el ingeniero de vuelo y el equipo de televisión para enfocar con los prismáticos a las muchachas en bikinis. Algunos de los bañistas los saludaron al pasar.

– Eh, Mike. ¿Aldrich fabrica preservativos? -preguntó Pearson, el camarógrafo, mientras masticaba un bocado de sándwich.

– Sí -respondió Lander por encima del hombro-. Preservativos, neumáticos, descongeladores, limpiaparabrisas, juguetes para niños, globos y bolsas.

– ¿Te regalan preservativos por hacer este trabajo?

– Por supuesto. Tengo uno puesto ahora.

– ¿Para qué son las bolsas?

– Son muy grandes y vienen en un único tamaño que sirve para todas las medidas -respondió Lander-. Son oscuras en su interior. El tío Sam las usa como preservativos. Cuando veas una tirada, sabrás que ha estado de parranda. -No sería nada difícil liquidar a Pearson; no sería nada difícil liquidar a cualquiera de ellos.

El dirigible no volaba a menudo en invierno. Sus cuarteles de invierno quedaban cerca de Miami, y el inmenso hangar hacía parecer minúsculas las demás construcciones vecinas al aeropuerto. Todas las primaveras emprendía viaje rumbo al Norte a una velocidad de treinta y cinco a sesenta nudos, según el viento, haciendo etapas en las ferias de los distintos estados y en los partidos de baseball. La compañía Aldrich le proporcionaba a Lander un apartamento cercano al aeropuerto de Miami en invierno, pero ese día, cuando amarró debidamente la gran aeronave, tomó el vuelo de la National rumbo a Newark y se dirigió a su casa que quedaba en Lakehurst, Nueva Jersey, cerca de la base Norte del dirigible.

Su esposa le dejó la casa cuando lo abandonó. Las luces del garaje-taller permanecieron encendidas hasta bien tarde esa noche, mientras Lander trabajaba esperando a Dahlia. Revolvía en esos momentos una lata de resina de epoxi sobre su mesa de trabajo y el penetrante olor de ese compuesto de oxígeno y carbono se desparramó por todo el garaje. En el suelo y detrás de él había un curioso objeto de cinco metros y medio de largo. Era un molde fabricado por él del casco de un pequeño velero. Había invertido el casco y lo había partido a lo largo de la quilla. Las mitades estaban separadas a una distancia de cuarenta centímetros y se unían entre sí por un lazo ordinario. Visto desde arriba, parecía una gran herradura rayada. La construcción de ese artefacto le había llevado muchas semanas de trabajo. Ahora estaba recubierto de grasa y terminado.

Lander aplicaba capas de fibra de vidrio y resina mientras silbaba bajito, terminando prolijamente los bordes. Cuando la cubierta de la fibra de vidrio se secara y la sacara del molde, tendría una barquilla liviana y suave que encajaría justo debajo de la góndola del dirigible de Aldrich. La rueda de aterrizaje de la aeronave y la antena del transmisor-receptor cabrían justo en la abertura del centro. El bastidor con la carga que iba a ser encerrado dentro de la barquilla colgaba de un clavo en una de las paredes del garaje. Era muy liviano y fuerte a la vez, y tenía dos quillas gemelas con caños cromo y cuadernas del mismo material.

Cuando Lander se casó, transformó en taller el garaje para dos coches, y construyó allí buena parte de sus muebles en los años anteriores a su partida a Vietnam. Las cosas que su esposa no había querido llevarse seguían todavía guardadas allí, suspendidas de las vigas: una silla de respaldo alto, una mesa plegadiza para camping, y otros muebles de paja. La luz fluorescente era muy intensa y Lander se había puesto una gorra de béisbol mientras trabajaba en el modelo silbando suavemente.

Se detuvo una vez para pensar atentamente durante un buen rato. Pero luego prosiguió alisando la superficie, levantando cuidadosamente los pies al caminar para evitar romper las hojas de periódicos desparramados por el suelo.

El teléfono sonó poco después de las cuatro de la mañana. Lander contestó por el aparato instalado en el garaje.

– ¿Michael? -Todas las veces experimentaba una sorpresa al percibir el acento británico e imaginó el auricular del aparato oculto en su tupido pelo negro.

– ¿Quien quieres que sea?

– Mi abuelita está muy bien. Estoy en el aeropuerto y llegaré más tarde. No me esperes levantado.

– Qué…

– Estoy deseando verte, Michael. -La comunicación se cortó.

Dahlia llegó a casa de Lander casi al amanecer. No se veía ninguna luz en las ventanas. Sintió un poco de desconfianza, pero no tanto como la primera vez que fue a verlo, cuando tuvo la sensación de que en el cuarto había una víbora oculta. Después de que fue a vivir con él, separó la parte letal de Michael Lander del resto de su persona. Y desde que vivían juntos, sabía que ambos compartían el mismo cuarto con la víbora pero con la diferencia de que ahora conocía el lugar donde se ocultaba y podía decir si estaba dormida o despierta.

Entró a la casa haciendo más ruido del necesario y repitió suavemente su nombre varias veces al subir la escalera. No quería asustarlo. El dormitorio estaba totalmente a oscuras.

Desde la puerta vio el cigarrillo encendido, semejante a un pequeño ojo rojizo.

– Hola -le dijo.

– Ven aquí.

Se acercó en la oscuridad hacia el punto brillante. Tocó con el pie el revólver, oculto a buen resguardo debajo de la cama. Todo estaba en orden. La serpiente dormía.


Lander soñaba con las ballenas y no quería despertar del sueño. En éste veía moverse la enorme sombra del dirigible de la marina sobre el terreno cubierto de hielo, mientras volaba en ese día interminable. Corría el año 1956 y viajaba rumbo al polo.

Las ballenas dormitaban bajo el sol del Ártico y no vieron al dirigible hasta que estuvo prácticamente encima de ellas. Pero entonces se zambulleron, levantando sus colas y provocando una lluvia de espuma al ocultarse bajo una capa de hielo azul en el mar Ártico. Lander podía ver desde la barquilla las ballenas escondidas bajo la saliente. En ese lugar frío y azul donde no se oía ruido alguno.

Pero al cabo de un momento se encontró sobre el polo y su brújula magnética se enloqueció. La actividad solar interfería con el transmisor de señales y mientras Fletcher se hacía cargo del timón de profundidad, se guió por el sol, mientras la bandera sujeta al pesado arpón se hundía en el hielo.


– La brújula -dijo despertándose en su casa-. La brújula.

– El rayo del radiogoniómetro de Spitsbergen, Michael -dijo Dahlia acariciándole con su mano la mejilla-. Te traigo el desayuno.

Conocía el sueño. Y esperaba que soñara a menudo con las ballenas, porque era más fácil en su trato entonces.

– Ojalá no tuvieras que irte.

– Te lo repetiré una vez más -manifestó Lander-. Te vigilan muy de cerca cuando tienes carnet de piloto. Si no te presentas envían enseguida a un visitador social de la Asociación de Veteranos con un cuestionario. Viene provisto de un formulario que dice más o menos lo siguiente: a) Estudie el medio ambiente en que vive, b) ¿Parece deprimido el sujeto? Y sigue más o menos por el estilo indefinidamente.

– Tú puedes responder a eso.

– Una sola llamada a la Agencia Federal de Aviación, una estúpida sugestión de que no estoy perfectamente bien, y listo. Me quitan el carnet de piloto. ¿Y qué crees que pasaría si el visitador social decide investigar el garaje? -Bebió un trago de jugo de naranja-. Además quiero ver una vez más a los empleados.

Dahlia estaba parada junto a la ventana y los tibios rayos del sol calentaban su cuello y su mejilla.

– ¿Cómo te sientes?

– ¿Te refieres a si estoy un poco loco hoy? Pues en honor a la verdad no lo estoy.

– No quería decir eso.

– Por supuesto que no. Todo lo que tengo que hacer es entrar con uno de ellos a una pequeña oficina donde me dirá qué cosas nuevas piensa hacer el gobierno por mí. -Algo extraño se ocultaba en la mirada de Lander.

– Muy bien, ¿estás realmente loco hoy? ¿Piensas echar todo a perder? ¿Vas a agarrar por el cuello a uno de los empleados de la Asociación de Veteranos y estrangularlo para que los otros se hagan cargo de ti? Entonces podrás sentarte cómodamente en una celda y cantar y masturbarte. «Dios bendiga a América y a Nixon».

Había accionado dos gatillos simultáneamente. Antes lo había hecho por separado y ahora quería observar cuáles eran las consecuencias de ese doble accionar.

Lander tenía una aguda memoria. A veces fruncía el ceño al recordar despierto cosas del pasado. Y muchas veces lo hacían gritar cuando dormía.


Masturbación: el guardia norvietnamita que lo sorprendió masturbándose en su celda y lo obligó a hacerlo luego delante de los demás.

«Dios Bendiga a América y a Nixon». El cartel escrito a mano y que un oficial acercó a las ventanillas del C-141 en Clark, base de la Fuerza Aérea en las Filipinas, cuando los prisioneros de guerra regresaban a su país. Lander, que estaba sentado del otro lado del pasillo, lo había leído de atrás para adelante mientras el sol se reflejaba a través del papel.


Miró a Dahlia con ojos velados. Su boca se abrió ligeramente y su cara pareció aflojarse. Ese era el momento peligroso. Los segundos parecían eternos mientras las partículas de polvo bailaban a la luz del sol, revoloteaban alrededor de Dahlia y de la fea arma corta escondida debajo de la cama.

– No precisas liquidarlos de uno en uno, Michael -dijo suavemente-. Y tampoco precisas hacer lo otro. Yo quiero hacértelo en tu lugar. Me encanta hacerlo.

Estaba diciendo la verdad. Lander lo sabía. Sus ojos se abrieron nuevamente y en un instante dejó de oír los latidos de su corazón.


Pasillos sin ventanas. Michael Lander caminaba en medio del aire viciado de las oficinas de esa repartición gubernamental, recorriendo interminables corredores por los que la lustradora de pisos había dejado sus huellas de pared a pared. Guardias vestidos con el uniforme azul de la General Services Administration revisaban paquetes. Lander no tenía ningún paquete.

La recepcionista estaba leyendo una novela titulada La enfermera que quería casarse.

– Me llamo Michael Lander.

– ¿Sacó un número?

– No.

– Tome un número -dijo la recepcionista.

Agarró una ficha redonda con un número de una bandeja que estaba sobre el escritorio.

– ¿Cuál es su número?

– El treinta y seis.

– ¿Cómo se llama?

– Michael Lander.

– ¿Incapacidad?

– No. Se supone que debo presentarme hoy -respondió entregándole la carta de la Administración de Veteranos.

– Tome asiento por favor. -Y dirigiéndose al micrófono que tenía junto a ella llamó-: Diecisiete.

El diecisiete, un hombre joven y desaliñado vestido con una chaqueta vinílica, pasó junto a Lander y se introdujo en el cuarto situado detrás de la secretaria.

La mitad de los cincuenta asientos que había en la sala de espera estaban ocupados. La mayor parte de los hombres eran bastante jóvenes, antiguos miembros de las fuerzas especiales, que parecían tan desaseados con sus ropas de civil como lo eran cuando llevaban uniformes. Lander podía imaginarlos jugando con la máquina tragamonedas en una terminal de autobús vestidos con sus equipos de la Clase A.

Frente a Lander estaba sentado un hombre que tenía una reluciente cicatriz sobre la sien. Trataba de cubrirla con el pelo. Cada dos minutos sacaba un pañuelo del bolsillo y se sonaba.

El que estaba sentado junto a Lander permanecía sumamente quieto, con las manos apoyadas sobre los muslos. Lo único que movía eran los ojos. No permanecían quietos ni un segundo, siguiendo los movimientos de todos los que pasaban por el cuarto. A menudo tenía que desviarlos muchísimo, porque se negaba a girar la cabeza.

Harold Pugh esperaba a Lander en una de las numerosas oficinas situadas detrás de la recepcionista. Harold Pugh era secretario general con perspectivas de ascender. Que lo hubieran asignado a la sección especial dedicada a prisioneros de guerra era para él motivo de orgullo.

Su nueva designación traía consigo aparejado un copioso material literario. Entre tantos papeles figuraba un folleto escrito por el consultor psicológico del cirujano general de la Fuerza Aérea. El panfleto decía lo siguiente: «Es imposible que un hombre sometido a graves abusos, aislamientos y privaciones no desarrolle un estado depresivo originado en una tremenda ira reprimida durante un largo período de tiempo. Es sencillamente una cuestión de cuándo y cómo aparecerá y se manifestará la reacción depresiva».

Pugh tenía intenciones de leer todos los panfletos cuando tuviera tiempo. La hoja de servicios del ejército que tenía sobre su escritorio era realmente impresionante. Mientras esperaba a Lander le echó nuevamente una mirada.


Lander, Michael J. 0214578603. Corea. Escuela de Oficiales de la Marina. Excelentes calificaciones. Entrenamientos en dirigibles en Lakehurst, N. J., 1954. Clasificaciones excepcionales. Recomendado para investigaciones en formaciones de hielo. Expedición polar de la Marina en 1956. Trasladado a Administración cuando la Marina suspendió el proyecto con dirigibles en 1964. Se ofreció como voluntario para helicópteros en 1964. Vietnam. Dos periodos. Derribado el 10 de febrero de 1967 en las proximidades de Dong Hoi. Prisionero de guerra durante seis años.


Pugh pensó que era algo curioso que un oficial con una hoja de servicios como la de Lander decidiera renunciar a su cargo. Había algo raro en eso. Pugh recordaba las audiencias a puerta cerrada cuando regresaron los prisioneros de guerra. Mejor no preguntarle a Lander el motivo de su renuncia.

Miró su reloj. Eran las quince y cuarenta. El sujeto estaba atrasado. Oprimió un botón del teléfono que estaba sobre su escritorio y le respondió la recepcionista.

– ¿No ha llegado todavía el señor Lander?

– ¿Quién, señor Pugh?

– Lander. Lander. Es uno de los especiales. Recuerde que tiene instrucciones de hacerlo pasar en cuanto llegue.

– Sí, señor Pugh. Haré exactamente eso.

La recepcionista reanudó nuevamente la lectura de la novela. A las quince y cincuenta cogió por casualidad la carta de Lander al buscar algo con qué marcar el libro. El nombre le llamó la atención.

– Treinta y seis. Treinta y seis. -Llamó a la oficina de Pugh y le dijo-: Aquí está el señor Lander.


Pugh experimentó una ligera sorpresa al ver a Lander. Vestido con el uniforme de comandante de vuelo de una aeronave civil, su aspecto era el de un tipo ágil. Se movía rápidamente y su mirada era directa. Pugh había imaginado que tendría que vérselas con uno de esos sujetos de mirada vacía.

Lander no experimentó sorpresa alguna por el aspecto de Pugh. Había odiado a los funcionarios durante toda su vida.

– Parece en muy buen estado, comandante. Me aventuraría a decir que ha regresado en muy buenas condiciones.

– Así es.

– Estoy seguro de que debe sentirse muy contento de estar nuevamente con su familia.

Lander sonrió. Pero sus ojos no participaron de la sonrisa.

– Tengo entendido que mi familia está muy bien.

– ¿No viven con usted? Tenía la impresión de que usted era casado, veamos un poco qué es lo que dice aquí. En efecto. ¿Padre de dos hijos?

– Así es, tengo dos hijos. Pero soy divorciado.

– Lo siento. Mucho me temo que el que se ocupaba antes de su caso, el señor Gorman, dejó muy pocas notas. -Gorman había sido alejado de ese puesto por incompetencia.

Lander observaba atentamente a Pugh sonriendo ligeramente.

– ¿Cuándo se divorció, comandante Lander? Tengo que poner esto al día -Pugh parecía una vaca pastando plácidamente al borde de un pantano sin presentir lo que estaba oculto en las sombras desde donde soplaba el viento espiándolo.

De repente Lander comenzó a hablar de cosas en las que nunca podía pensar. Nunca podía pensar.

– La primera vez que inició los trámites fue dos meses antes de que me soltaran. Cuando las conversaciones en París se estancaron en vísperas de las elecciones, me parece. Pero no siguió adelante con el juicio. Se fue de casa un año después de mi regreso. No se aflija, Pugh, por favor, el gobierno hizo todo lo que pudo.

– Estoy seguro, pero debe…

– Un oficial de la marina vino varias veces a tomar té con Margaret después de que me capturaron para aconsejarla. Existe un procedimiento clásico para preparar a las esposas de los prisioneros de guerra como usted debe saberlo.

– Supongo que a veces…

– Le explicó que existe un marcado porcentaje de homosexualidad e impotencia entre los prisioneros de guerra liberados. De modo que debía saber qué esperar ¿comprende? -Lander quería detenerse. Tenía que detenerse.

– Es mejor dejar…

– Le dijo que las posibilidades de readaptación a una vida normal de un prisionero de guerra eran del cincuenta por ciento. -Lander sonreía ampliamente en ese momento.

– Pero estoy seguro, comandante, de que deben haber existido otros motivos.

– Oh, por supuesto, ya había conquistado a otro, si es a eso a lo que se refiere. -Lander rió sintiendo el viejo aguijón que lo atravesaba, y advirtiendo cómo aumentaba la presión detrás de sus ojos. No tienes que liquidarlos de uno en uno, Michael. Siéntate en una celda, canta y mastúrbate.

Lander cerró los ojos para no ver la vena que latía en el cuello de Pugh.

Pugh reaccionó riéndose con Lander, tratando de congraciarse con él. Pero se sintió ligeramente ofendido en su puritanismo por esas vulgares referencias al sexo. Dejó de reír justo a tiempo. Y eso fue lo que le salvó la vida.

Cogió nuevamente el legajo y le preguntó:

– ¿Le brindaron algún tipo de indicaciones al respecto?

Lander se había tranquilizado un poco.

– Oh, sí. Estuve hablando con un psiquiatra del hospital Naval de St. Alban. Mientras bebía un buen trago.

– Si precisa otro consejo puedo hacer los arreglos necesarios para ello.

Lander guiñó el ojo.

– Mire, señor Pugh, usted es un hombre de mundo como yo. Son cosas que pasan. El motivo de mi visita era para tratar de conseguir alguna clase de compensación por esta mano -manifestó al tiempo que exhibía su mano desfigurada.

Pugh pisaba ahora terreno conocido. Sacó del legajo de Lander el formulario 214.

– Tendremos que encontrar alguna forma, ya que evidentemente no está incapacitado, pero -le retribuyó el guiño a Lander y prosiguió-: Nos ocuparemos de usted.

Eran las cuatro y media de la tarde cuando Lander salió del edificio de la Asociación de Veteranos al viciado aire vespertino de Manhattan y se encontró con que ya estaban llenas las calles con la gente que volvía de sus trabajos. Sentía que le corría un sudor frío por la espalda mientras observaba desde los escalones de la entrada la muchedumbre de empleados de la industria del vestido que se dirigían rápidamente a la boca del metro de la calle veintitrés. No podía unirse a ellos y viajar encerrado en el tren.

Muchos de los empleados de la Asociación de Veteranos salían más temprano de su trabajo. Un buen número de ellos se agolparon frente a las puertas del edificio y lo empujaron contra la pared. Sentía ganas de pelear. El recuerdo de Margaret se presentó violentamente, le parecía estar oliéndola y tocándola. Tener que hablar de ella del otro lado de un escritorio de oficina. Tenía que pensar en otra cosa. En el silbido de la tetera. No, en eso no, por el amor de Dios. Sintió entonces un dolor agudo en el colon y metió la mano en el bolsillo para tomar una pastilla de Lomotil. Demasiado tarde para el Lomotil. Tendría que buscar un baño. Rápido. Regresó a la sala de espera, y el aire de la habitación chocó contra su cara como si fuera una telaraña. Estaba pálido y el sudor perlaba su frente cuando entró al pequeño toilette. El único inodoro estaba ocupado y había un hombre esperando junto a la puerta. Lander dio media vuelta y regresó a la sala de espera. Colon espasmódico, decía su ficha médica. No le habían recetado ningún remedio. Descubrió el Lomotil por su propia cuenta.

¿Por qué demonios no tomé antes una pastilla?

El hombre que movía solamente los ojos miró a Lander desde lejos sin girar la cabeza. Lander sentía en esos momentos oleadas de dolor en sus intestinos, sus brazos se cubrieron con piel de gallina y comenzó a hacer arcadas.

El portero gordo manoteó las llaves e hizo pasar a Lander al baño de los empleados. Mientras esperaba afuera no podía oír los sonidos desagradables. Lander miró finalmente hacia el techo de Celotex. Las lágrimas provocadas por los vómitos corrían por sus mejillas.

Se acuclilló durante un instante a un lado del camino, mientras lo observaban los guardias que lo acompañaban durante la marcha forzada a Hanoi.

Era lo mismo, lo mismo. De repente oyó el silbido de la tetera.

– Idiotas -musitó Lander-. Idiotas -repitió secándose la cara con su mano deformada.


Dahlia, que había estado muy atareada durante todo el día con las tarjetas de crédito de Lander, estaba esperándolo en la plataforma cuando se apeó del tren local. Lo vio bajar los escalones con cuidado y comprendió que estaba tratando de no sacudir sus tripas.

Llenó un vaso de papel con agua del surtidor y sacó un frasquito de su cartera. El agua se volvió lechosa al echarle unas gotas del calmante.

No la vio hasta que se le acercó con el vaso en la mano.

Tenía gusto amargo y le dejó ligeramente adormecidos los labios y la lengua. El opio comenzó a hacer efecto antes de que subieran al coche y el dolor desapareció a los cinco minutos. Se metió en cama en cuanto llegó a la casa y durmió tres horas.


Lander se despertó algo confuso y exageradamente prevenido. Sus defensas comenzaron a funcionar y su mente rechazó imágenes dolorosas a gran velocidad. Sus pensamientos se concentraron en las inofensivas imágenes pintadas entre los timbres y chicharras. Podía estar tranquilo porque hoy no había echado todo a perder.

La tetera… su cuello se puso tieso. Sentía un escozor entre los hombros y la columna en un lugar que no podía alcanzar. Le era imposible mantener los pies quietos.

La casa estaba completamente a oscuras, los fantasmas listos para moverse a una indicación de su mente. De repente vio desde la cama una luz vacilante que subía la escalera. Dahlia llevaba una vela en su mano y su sombra se proyectaba gigantesca contra la pared. Estaba vestida con un negligé negro, largo hasta el suelo que la cubría completamente, y sus pies descalzos no hacían ruido al caminar. En ese momento estaba parada junto a él, y la luz de la vela se reflejaba como un diminuto punto rojo en sus inmensos ojos negros. Estiró la mano.

– Ven, Michael. Ven conmigo.

Lo guió, caminando lentamente por el pasillo oscuro, sin apartar los ojos de su cara. El pelo oscuro caía sobre sus hombros. Caminaba de espaldas, y sus pies blancos asomaban por debajo del dobladillo del negligé. Retrocedió hasta lo que había sido el cuarto de juegos y que había estado desocupado durante esos siete meses. Lander pudo ver a la luz de la vela una gran cama en el fondo del cuarto y las paredes cubiertas por pesadas cortinas. Una oleada de incienso chocó contra su rostro y la pequeña llama azul de una lámpara de alcohol osciló sobre una mesa junto a la cama. No era ya el cuarto en el que Margaret había… no, no, no.

Dahlia depositó la vela junto a la lámpara y con gran suavidad le quitó a Lander la chaqueta del pijama. Le deshizo el lazo y se arrodilló para quitarle los pantalones, rozándole los muslos con el pelo.

– Estuviste tan fuerte, hoy. -Dijo empujándolo suavemente hacia la cama. Sintió el frescor de la seda bajo su espalda y el aire fresco castigó suavemente sus genitales.

Permaneció acostado mirándola encender dos velas y colocarlas en dos candeleros contra la pared. Le alcanzó luego la delgada pipa de haschich y se quedó parada a los pies de la cama, mientras las sombras de las velas se agitaban a sus espaldas.

Lander sintió que caía dentro de esos ojos sin fondo. Recordó cuando era niño y se acostaba sobre el pasto durante las claras noches de verano, mirando un cielo que inesperadamente había adquirido dimensiones y profundidad. Mirando hasta que dejaba de ser algo allá arriba y él comenzaba a caer entre las estrellas.

Dahlia se quitó el negligé y quedó frente a él, espléndida en su desnudez.

La visión de su cuerpo lo impresionó tal como lo había impresionado la primera vez, y sintió un nudo en la garganta. Dahlia tenía unos pechos grandes, sus curvas no eran las curvas de una vasija sino las de una cúpula, y estaban separados por una profunda hendidura aun cuando no usaba sujetador. Sus pezones se oscurecieron al erguirse. La luz de las velas acariciaba sus montes y valles, era opulenta, pero no repulsiva.

Lander sintió un dulce estremecimiento cuando se volvió para agarrar un frasco de aceite de oliva que estaba sobre la lámpara de alcohol y la luz jugueteó caprichosamente sobre su cuerpo. Se arrodilló poniendo una pierna a cada lado de él, comenzó a friccionar su pecho y vientre con el óleo tibio, mientras sus pechos se balanceaban ligeramente durante la operación.

Su vientre se redondeó ligeramente al inclinarse hacia adelante y retroceder nuevamente hacia el oscuro triángulo.

Su erección no se demoró y mientras ella alcanzaba el orgasmo, sus ojos permanecieron fijos como los de un felino sobre la cara de Lander.

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