Muertos Hafez Najeer y Abu Ali, los únicos que conocían la identidad de Lander eran Dahlia y Muhammad Fasil, pero Benjamín Muzi lo había visto varias veces, pues había sido la primera conexión de Lander con el grupo Septiembre Negro y con el plástico.
Desde el primer instante el gran problema fue obtener los explosivos. En los primeros y agitados momentos en que concibió su fantástica idea, Lander no pensó que necesitaría ayuda. Parte de la estética de la operación era hacerlo solo. Pero a medida que el plan se desarrollaba en su mente y mientras contemplaba desde lo alto una y otra vez a la multitud, decidió que merecían algo más que unas cuantas cajas de dinamita que tendría que comprar o robar. Debería dedicárseles algo más especial que las dispersas esquirlas de una barquilla destrozada y unos cuantos kilos de clavos y cadenas.
Había veces cuando estaba despierto a medianoche, que los rostros de la gente mirando hacia lo alto con las bocas abiertas y meciéndose como un campo de flores con el viento, invadían el techo de su cuarto. Muchos de ellos adquirían las facciones de Margaret. Y al cabo de un momento la enorme bola de fuego alejaba el calor de su cara y se dirigía hacia ellos, formando un remolino semejante a la nebulosa con forma de cangrejo de la constelación de Tauro, quemándolos hasta convertirlos en carbones y devolviéndole la tranquilidad como para poder dormir.
Tenía que conseguir plástico.
Lander viajó dos veces por el interior del país en busca de ese explosivo. Fue a tres arsenales militares para estudiar las posibilidades de robo pero vio que era imposible. Fue a la fábrica de una gran compañía productora de aceite para bebes y napalm, adhesivos industriales y explosivos plásticos, y descubrió que el sistema de seguridad era tan completo como cualquiera de las otras fábricas militares pero mucho más imaginativo. La inestabilidad de la nitroglicerina descargaba la posibilidad de extraerla de la dinamita.
Lander revisó meticulosamente los diarios en busca de informes sobre actividades terroristas, explosiones, bombas. La pila de recortes que tenía en su dormitorio crecía diariamente. Se habría sentido muy ofendido si hubiera sabido que eso era algo típico y que las personas mentalmente enfermas como él, juntaban recortes en sus cuartos esperando la ocasión propicia. Muchos se vinculaban con sucesos acaecidos en el extranjero: Roma, Helsinki, Damasco, La Haya, Beirut.
La idea se le ocurrió a mediados de julio mientras estaba en un motel de Cincinnati. Había volado ese día sobre una feria estatal y estaba emborrachándose en el bar del motel. Era bastante tarde. Un televisor colgaba del techo al final del mostrador. Lander estaba sentado prácticamente debajo del aparato, con la mirada fija en su bebida. La mayoría de los clientes estaban mirando hacia él, con la fría luz de la televisión reflejada en sus caras.
Lander se estremeció y prestó atención. Había algo especial en los rostros de los parroquianos que miraban la televisión. Recelo. Ira. No era exactamente miedo, porque estaban a buen resguardo, pero sus expresiones eran semejantes a las de un hombre que mira los lobos por la ventana de su cabaña. Lander cogió su copa y caminó hasta el otro extremo del bar para poder ver la pantalla. Era una película de un Boeing 747 recostado sobre el desierto mientras ondas de calor bailaban a su alrededor. Explotó primero la parte de atrás, luego la parte central y el avión se consumió luego en una gran llamarada. El programa era una reedición de un noticiario especial sobre atentados terroristas árabes.
Un corte para transmitir lo sucedido en Munich. El horror de la villa olímpica. El helicóptero en el aeropuerto. El sonido ahogado de disparos en su interior cuando ametrallaron a los atletas israelíes. La embajada de Kartum donde asesinaron a los diplomáticos belgas y norteamericanos. Yasir Arafat, delegado de Al Fatah, negando todo tipo de responsabilidad.
Yasir Arafat nuevamente durante una conferencia de prensa en Beirut acusando denodadamente a Inglaterra y a los Estados Unidos de ayudar a los israelitas en las incursiones contra los guerrilleros.
– Cuando llegue el momento, nuestra venganza será enorme -dijo Arafat mientras se reflejaban en sus ojos las dobles lunas de los focos de la televisión.
Una declaración de apoyo del coronel Khadafy, estudioso de Napoleón y aliado y banquero permanente de Al Fatah:
– Los Estados Unidos merecen recibir un buen golpe.
Un nuevo comentario de Khadafy:
– Dios maldiga a Norteamérica.
– Mierda -dijo un hombre vestido con una chaqueta para jugar a los bolos, parado junto a Lander-. Puros mierdas.
Lander rió ruidosamente. Varios de los que estaban en el bar lo miraron.
– ¿Te parece gracioso?
– No señor. Le aseguro que no es nada gracioso. Grandísima mierda. -Lander depositó el dinero sobre el bar y salió en medio de los reiterados insultos del hombre.
Lander no conocía ningún árabe. Se dedicó entonces a leer informes sobre la actividad de grupos árabes-norteamericanos que simpatizaban con la causa de los árabes de Palestina, pero después de asistir a una reunión en Brooklyn, quedó convencido que los comités de árabes-norteamericanos eran demasiado correctos para él. Discutían sobre la «justicia» y los «derechos del individuo» y consideraban seriamente presentar sus mociones por escrito a algunos miembros del Congreso. Si se hubiera dedicado a buscar entre ellos a algún militante, sospechaba y con razón, que no tardaría mucho en aproximársele un policía secreto con un transmisor sujeto en la pierna.
Tampoco eran mucho mejores las manifestaciones realizadas en Manhattan apoyando la guerrilla palestina. En el Unión Square y en la plaza de las Naciones Unidas se encontró con menos de veinte jovencitos árabes rodeados por un mar de judíos.
No, lo que precisaba era un bribón ambicioso y competente con buenos contactos en Medio Oriente. Y finalmente encontró uno. Lander obtuvo el nombre de Benjamín Muzi de boca de un piloto comercial de su relación, que traía cargamentos peligrosos del Oriente Medio ocultos en su máquina de afeitar y entregaba luego a dicho importador.
La oficina de Muzi, situada en los fondos de un destartalado depósito de la calle Sedgwick en Brooklyn era bastante tétrica, Lander fue acompañado por un enorme y hediondo griego, cuya cabeza calva reflejaba la débil luz que pendía del techo, iluminando el camino entre un verdadero laberinto de cajones.
Lo único lujoso era la puerta, de hierro, con dos pasadores y un candado Fox. La abertura para la correspondencia quedaba a la altura del estómago, y la tapa de hierro podía ser cerrada con una tranca del otro lado.
Muzi era muy gordo y dejó escapar un quejido al levantar un montón de facturas de una silla y hacerle señas a Lander para que se sentara.
– ¿Puedo ofrecerle algo? ¿Un refresco, quizás?
– No.
Muzi vació el contenido de su botella de agua Perrier y sacó otra de la nevera. Dejó caer en su interior dos tabletas de aspirinas y bebió un largo trago.
– Me dijo por teléfono que quería hablarme sobre un asunto sumamente confidencial. Ya que no me ha dicho su nombre, ¿tendría algún inconveniente en que lo llame Hopkins?
– En absoluto.
– Excelente. Cuando la gente habla de un asunto confidencial, señor Hopkins, siempre se refiere a algo contrario a las leyes. Si se trata de eso, entonces no quiero tener nada que ver con usted, ¿entendido?
Lander sacó un fajo de billetes de su bolsillo y lo depositó sobre el escritorio de Muzi. Este no tocó el dinero, ni siquiera lo miró. Lander agarró el fajo y se encaminó a la puerta.
– Un momento, señor Hopkins. -Muzi le hizo una seña al griego que se adelantó y cacheo minuciosamente a Lander. Miró luego a Muzi y meneó la cabeza.
– Siéntese, por favor. Gracias, Salop. Puedes esperar afuera. -El grandote cerró la puerta a su paso.
– Qué feo nombre -dijo Lander.
– En efecto, pero él no conoce el significado -respondió Muzi secándose la cara con un pañuelo. Apoyó los dedos de sus manos bajo el mentón y se dispuso a esperar.
– Tengo entendido que usted es una persona con grandes influencias -comenzó a decir Lander.
– Soy en efecto una gran persona con influencias.
– Ciertos consejos…
– Contrariamente a lo que usted puede creer, señor Hopkins, no es necesario recurrir a interminables circunloquios árabes al tratar con un árabe, especialmente, porque los norteamericanos en su mayoría no poseen la sutileza como para hacerlo interesante. Dígame qué es lo que quiere.
– Quiero que una carta llegue a manos del jefe del servicio de inteligencia de Al Fatah.
– ¿Y quién es?
– Lo ignoro. Usted puede averiguarlo. Me han informado que puede conseguir prácticamente cualquier cosa en Beirut. La carta va a ser lacrada y cerrada en una forma un tanto especial y debe ser entregada sin haber sido abierta.
– Sí, así lo supongo -los ojos de Muzi estaban velados como los de una tortuga.
– Usted está pensando en una carta explosiva -dijo Lander-. Pero no es eso. Puede observarme guardar el contenido en el sobre a diez metros de distancia. Puede cerrar la solapa del sobre y luego yo me encargaré de poner los otros sellos.
– Yo trabajo con hombres interesados en dinero. Los que están metidos en política difícilmente pagan sus cuentas o lo matan a uno por incapaz. No creo.
– Dos mil dólares ahora y dos mil si el mensaje es entregado a satisfacción. -Lander depositó nuevamente el dinero sobre el escritorio-. Y otra cosa. Le aconsejo que abra una cuenta numerada en un banco de La Haya.
– ¿Con qué objeto?
– Para depositar allí una buena suma de dinero de Libia si llegara a decidir retirarse.
Hubo un largo silencio, que fue interrumpido finalmente por Lander.
– Debe comprender que esto debe ser entregado de primera intención al hombre indicado. No debe circular por todos lados.
– Como no sé qué es lo que usted quiere, trabajaré a ciegas. Pueden hacerse ciertas averiguaciones, pero inclusive eso puede resultar peligroso. Usted debe saber que Al Fatah está desmembrado, dividido entre ellos mismos.
– Entrégueselo a Septiembre Negro -dijo Lander.
– ¿Por cuatro mil dólares? Ni soñarlo.
– ¿Cuánto, entonces?
– Será difícil realizar las averiguaciones y muy caro y aún así nunca se puede estar seguro…
– ¿Cuánto?
– Por ocho mil dólares pagados inmediatamente, quizás accedería a hacer todo lo posible.
– Cuatro mil ahora y cuatro mil después.
– Ocho mil dólares ahora, señor Hopkins. Después no sabré quién es usted y nunca más volverá a poner los pies aquí.
– De acuerdo.
– Iré a Beirut dentro de una semana. No quiero que me entregue la carta hasta inmediatamente antes de mi partida. Puede traerla aquí el 7 por la noche. Será sellada en mi presencia. Le aseguro que no tengo el menor interés en leer su contenido.
Además de estipular el nombre real de Lander y su dirección, la carta aclaraba que podría realizar un gran servicio para la causa de Palestina. Solicitaba encontrarse con algún representante de Septiembre Negro en cualquier lugar del hemisferio occidental. Adjuntaba además un giro por mil quinientos dólares para cubrir gastos.
Muzi aceptó la carta y los ocho mil dólares con una seriedad que no condescendía con el acto. Una de sus características era que cumplía con su palabra cuando se pagaba el precio solicitado por él.
Lander recibió al cabo de una semana, una tarjeta postal proveniente de Beirut. No contenía mensaje alguno. Se preguntó si Muzi habría decidido abrir la carta y obtener así su nombre y dirección.
Pasó una tercera semana. Tuvo que volar cuatro veces fuera de Lakehurst. Durante esa semana tuvo la sensación de que lo seguían en dos oportunidades mientras se dirigía al aeropuerto, pero no estaba completamente seguro. El jueves 15 de agosto sobrevoló Atlantic City durante la noche llevando un cartel en el que aparecían mensajes iluminados provenientes de los paneles de luces controlados por una computadora a ambos lados del dirigible.
Cuando regresó a Lakehurst y se introdujo en su coche advirtió una tarjeta sujeta por la escobilla del limpiaparabrisas. Bajó algo fastidiado esperando encontrarse con una propaganda. Examinó la tarjeta a la luz del coche. Era un vale para hacer uso de la piscina de natación del Maxie's Swim Club, situado en las cercanías de Lakehurst. En su dorso estaba escrito: «Mañana a las tres de la tarde; apague y encienda los faros si la respuesta es afirmativa».
Lander echó un vistazo por el desierto aparcamiento del campo de aviación. No vio a nadie. Encendió y apagó lo faros y se dirigió a su casa.
En Nueva Jersey existen muchos clubs privados de natación, todos bien mantenidos y bastante caros, que ofrecen una variedad de reglas exclusivas. La clientela de Maxie era en su mayor parte de procedencia judía, pero a diferencia de otros, Maxie aceptaba unos pocos negros y portorriqueños siempre y cuando los conociera. Lander llegó a la piscina a las dos y cuarenta y cinco, y se puso el traje de baño en un vestuario con el suelo salpicado por charquitos de agua. El sol, el penetrante olor a cloro y el ruido de los niños lo hicieron pensar en épocas anteriores, cuando iba a bañarse al club de oficiales acompañado de Margaret y sus hijas. Recordaba cómo Margaret, sujetando un vaso con sus dedos arrugados por el agua, reía echando la cabeza hacia atrás y sacudiendo su pelo negro mojado, consciente de las miradas de los tenientes.
Lander se sentía ahora sumamente solo, algo incómodo por la blancura de su piel y su mano desfigurada mientras avanzaba por el caliente suelo de cemento. Colocó sus pertenencias en una canasta de alambre tejido y se la entregó al encargado del vestuario, guardando la tarjeta de plástico para reclamarlas dentro del bolsillo de su bañador. La piscina tenía un tono azul algo artificial y la luz del sol bailaba sobre su superficie, hiriendo su vista.
Pensó que una piscina de natación tenía muchas ventajas. Nadie puede llevar un arma o una grabadora, y tampoco pueden tomarse impresiones digitales a hurtadillas.
Nadó pacientemente de una punta a la otra durante media hora. Dentro de la piscina había por lo menos quince niños con sus correspondientes salvavidas de variadas formas y cámaras de goma. Varias parejas jóvenes jugaban con una pelota a rayas y un musculoso muchacho estaba embadurnándose con una loción bronceadora a un lado de la piscina.
Lander se volvió y comenzó a nadar lentamente de espaldas en dirección a la parte más profunda, fuera del alcance de los que se zambullían. Estaba observando una pequeña y rápida nube cuando chocó con una bañista, enredándose los brazos y piernas de ambos, una muchacha provista de una máscara para bucear, observando aparentemente el fondo en lugar de mirar hacia donde se dirigía.
– Lo siento -dijo chorreando agua. Lander sopló el agua que se le había metido por la nariz y siguió nadando sin decir nada. Se quedó otra media hora más en la piscina y luego decidió salir. Estaba por subir al borde cuantío surgió de dentro del agua justo frente a él, la muchacha con el equipo de buceo. Se quitó la máscara y sonrió.
– ¿Se le cayó esto? Lo encontré en el fondo de la piscina. -Tenía en su mano la tarjeta de plástico de Lander.
Lander bajó la vista y advirtió que el bolsillo de su traje de baño estaba vuelto hacia afuera.
– Será mejor que revise su billetera y se fije si no le falta algo -le aconsejó antes de sumergirse otra vez.
Prolijamente doblado dentro de la billetera estaba el giro que había enviado a Beirut. Entregó la canasta nuevamente al encargado del vestuario y se reunió con la muchacha en la piscina. Estaba tomando parte en una pelea con agua con dos niños pequeños. Ambos se lamentaron ruidosamente cuando los abandonó. Su aspecto en el agua era espléndido, y Lander, que tenía frío y se sentía achicharrado dentro de su bañador, se sintió enojado ante el espectáculo.
– Será mejor que conversemos dentro de la piscina, señor Lander -dijo dirigiéndose hacia una parte donde el agua llegaba justo a la altura de sus pechos.
– ¿Qué se supone que debo hacer, desembuchar todo el asunto aquí?
La joven lo miró fijamente mientras multicolores manchas de luz bailaban en sus ojos. Súbitamente Lander puso su mano deformada sobre el brazo de la muchacha, sin apartar los ojos de ella, esperando descubrir el clásico rechazo. Pero la única reacción que vio fue una sonrisa cordial. Lo que no vio fue su reacción debajo de agua. Volvió hacia arriba su mano izquierda con los dedos como ganchos, lista para golpear si fuera necesario.
– ¿Puedo llamarlo Michael? Yo soy Dahlia Iyad. Este es un buen lugar para conversar.
– ¿Le satisfizo el contenido de mi billetera?
– Debería estar contento de que la haya revisado. No creo que le interesara negociar con un tonto.
– ¿Qué es lo que sabe de mí?
– Sé cuál es su trabajo. Sé que fue prisionero de guerra. Que vive solo y lee hasta altas horas de la noche y que fuma una clase de marihuana bastante mediocre. Sé que su teléfono no está intervenido, por lo menos desde la terminal que tiene en el sótano de la casa ni en el poste de la vereda. Pero no sé bien qué es lo que quiere.
Tendría que decírselo tarde o temprano. Aparte de su desconfianza por la mujer, era difícil manifestarlo, tan difícil como abrirse con un psicoanalista. Muy bien.
– Quiero detonar mil doscientas libras de plástico explosivo en un estadio.
Lo miró como si hubiera reconocido penosamente una aberración sexual que ella apreciara particularmente. Con tranquila y cariñosa compasión, y contenido entusiasmo. Bienvenido a casa.
– No tiene el plástico ¿verdad Michael?
– No. -Miró hacia otro lado mientras le preguntaba-: ¿Puede conseguirlo?
– Es una cantidad grande. Todo depende.
Gotas de agua cayeron a su alrededor al girar bruscamente la cabeza para mirarla.
– No quiero oírle decir eso. Eso no es lo que quiero oír. Hable bien.
– Sí, tengo el convencimiento de que puede hacerlo, si puedo afirmar a entera satisfacción de mi jefe que usted puede hacerlo y que lo hará, entonces sí podrá conseguirle el plástico. Lo conseguiré.
– Muy bien. Me parece razonable.
– Quiero ver todo. Quiero que me lleve a su casa.
– ¿Por qué no?
Pero no fueron directamente a la casa de Lander. Debía realizar un vuelo nocturno con una propaganda luminosa y llevó a Dahlia como acompañante. No era habitual llevar pasajeros durante ese tipo de vuelos nocturnos ya que se quitaban la mayor parte de los asientos en la góndola para hacer sitio para la computadora de a bordo que controlaba las ocho mil luces diseminadas a ambos lados del dirigible. Pero cabrían todos si se apretaban un poco. Farley, el copiloto, había molestado a todos previamente en dos ocasiones al llevar a bordo a su novia de Florida, de modo que no estaba en situación de protestar por tener que cederle su asiento a la joven. El y el encargado de la computadora se relamieron al ver a Dahlia y se entretuvieron realizando silenciosas y obscenas pantomimas en el fondo de la barquilla mientras la muchacha y Lander no miraban.
Manhattan resplandecía en la noche como un enorme y brillante barco mientras volaron por encima a ochocientos metros. Bajaron en dirección al círculo resplandeciente del estadio Shea, donde los Mets jugaban un partido nocturno y los flancos del dirigible se convirtieron en enormes y refulgentes carteles con letras que se movían en sus costados. «No olvide hermano, contrate al veterano», rezaba el primer mensaje. «Winston sabe a gloria…», pero este mensaje se interrumpió mientras el técnico maldecía y luchaba contra la cinta perforada.
Dahlia y Lander se quedaron luego observando cómo el equipo del aeropuerto de Lakehurst aseguraba al iluminado dirigible a tierra firme. Prestaron atención especial a la góndola, mientras los hombres vestidos con monos, retiraban la computadora e instalaban nuevamente los asientos.
Lander señaló el firme pasamanos que rodeaba la base de la cabina. La condujo luego a la parte posterior de la barquilla para que observara cómo le quitaban el turbogenerador que accionaba las luces. El generador es un artefacto delgado y pesado con una forma similar a la de un pescado y que posee un fuerte sistema de fijación en tres puntos que podría serles de gran utilidad.
Farley se les aproximó llevando en su mano la tablilla con las hojas en que hacía las anotaciones y les dijo:
– Supongo que no pensarán quedarse aquí toda la noche.
Dahlia sonrió inexpresivamente.
– Es tan interesante.
– Ya lo creo -respondió Farley ahogando una risita y despidiéndose con un guiño.
Un rubor coloreaba el rostro de Dahlia y sus ojos relampagueaban mientras regresaban del aeropuerto.
Desde el primer momento puso en claro que no pretendía ninguna actuación de ninguna clase por parte de Lander cuando llegaron a su casa. Y tuvo la precaución de no demostrar tampoco ninguna repulsión por él. Su actitud parecía dar a entender que había llevado allí su cuerpo porque le resultaba cómodo hacerlo. Su deferencia física hacia Lander era tan sutil, que no existen palabras para describirla en este idioma. Y era muy, pero muy suave y dulce.
La situación cambiaba cuando se trataba de negocios. Lander descubrió rápidamente que no podía intimidarla con sus conocimientos técnicos superiores. Tenía que explicarle su plan hasta el más mínimo detalle, aclarando los términos paulatinamente. Los desacuerdos con él eran generalmente por la forma de manejar a la gente, descubrió que era un buen juez de las personas y sumamente experimentada en la actuación de los hombres presionados por el miedo, y aun cuando estuviera en total desacuerdo sobre algún punto, nunca lo recalcaba con un movimiento de su cuerpo o con una expresión del rostro que reflejara algo más que concentración.
A medida que iban resolviéndose los problemas técnicos, en teoría, por lo menos, Dahlia advirtió que el mayor de todos los peligros que amenazaban el proyecto era la inestabilidad de Lander. Era una maravillosa máquina controlada por un niño homicida. Su misión se volvió cada vez más protectora y de apoyo. Pero en ese aspecto no le era posible basarse siempre en cálculos sino que estaba obligada a guiarse por sensaciones.
A medida que transcurrían los días comenzó a contarle muchas cosas sobre él, cosas inocuas que no le dolían. A veces, cuando estaba ligeramente borracho por la tarde, censuraba interminablemente las injusticias de la marina hasta que por fin ella se retiraba a su dormitorio alrededor de medianoche, dejándolo maldiciendo la televisión. Y una noche, cuando estaba sentada junto a su cama le contó una anécdota como si estuviera haciéndole un regalo. Le explicó cuándo había visto por primera vez un dirigible.
Era un niño de ocho años con impétigo en las rodillas, y estaba en el patio de juegos de un colegio de provincia, cuando levantó la cabeza y vio la aeronave. Su estructura plateada flotaba sobre el patio de la escuela, luchando para encontrar una brecha sobre el viento, desparramando desde el aire pequeños objetos que caían a la tierra en diminutos paracaídas: chupetines con la imagen de Baby Ruth. Michael echó a correr siguiendo la sombra del dirigible que cubría por completo todo el patio, mientras los demás niños corrían también detrás, afanados en recoger los chupetines. Llegaron entonces a un campo arado del otro lado del colegio y la sombra se apartó velozmente, ondeando sobre cada surco. Lander, que usaba pantalones cortos, se cayó en el campo arado y se le cayeron las costras de las rodillas. Se puso nuevamente de pie y se quedó parado mirando el dirigible hasta perderlo de vista, sujetando en su mano un chupetín y su paracaídas, mientras hilos de sangre corrían por sus canillas.
Dahlia se acostó junto a él sobre la cama mientras estaba ensimismado en su relato, y él se le aproximó desde el patio de juegos, con el asombro y la luz de ese lejano día reflejados aún en su rostro.
Después perdió totalmente la vergüenza. Ella había escuchado su terrible deseo y lo había aceptado como propio. Lo había recibido en su cuerpo. No con marchitas esperanzas, sino con gracia abundante. No advertía fealdad alguna en él. Sintió entonces que ahora podría contarle cualquier cosa, y comenzó a brotar impetuosamente todo lo que hasta entonces no podía mencionar, ni siquiera a Margaret, especialmente a Margaret.
Dahlia lo escuchó con compasión e interesada preocupación. Jamás demostró un dejo de disgusto o recelo, si bien aprendió a tener cuidado cuando hablaba de ciertas cosas porque podía enfurecerse súbitamente con ella por daños que le habían hecho otras personas. Dahlia tenía que conocer bien a Lander, y consiguió conocerlo perfectamente, mejor de lo que jamás lo conocería cualquier otro, inclusive las comisiones especiales que investigaron su última actuación. Los investigadores tuvieron que basarse en pilas de documentos y fotografías, mientras sus testigos estaban sentados rígidos en sus lugares. Dahlia lo obtuvo directamente de labios del monstruo.
Es verdad que estudió a Lander para poder utilizarlo, ¿pero quién está dispuesto a escuchar algo porque sí? Podría haber hecho mucho por él de no haber tenido el crimen como objetivo.
Su franqueza total y sus propias deducciones le abrieron muchas ventanas de su pasado. Y a través de ellas podía observar cómo se forjaba su arma…
Willet-Lorance Consolidated School, escuela rural entre Willet y Lorance, California del Sur, 2 de febrero de 1941:
– Michael, Michael Lander, ven aquí y lee tu trabajo.
Quiero que prestes mucha atención, Buddy Ives. Y tú también, Junior Atkins. Ustedes dos han estado perdiendo el tiempo mientras las patatas queman. Cuando se tomen las pruebas bimestrales esta clase va a estar dividida en ovejas y carneros.
Michael tuvo que ser llamado al frente dos veces más. Parecía increíblemente pequeño mientras caminaba por el pasillo entre los bancos. Willet-Lorance no tenía ningún programa acelerado para niños excepcionales. En cambio Michael fue adelantado un grado. Tenía ocho años y estaba en cuarto grado.
Buddy Ives y Junior Atkins tienen doce años y durante el recreo anterior se entretuvieron metiéndole la cabeza a un alumno de segundo grado dentro del inodoro. Ahora prestan mucha atención. A Michael. No a su trabajo.
Michael sabe que va a tener que sufrir las consecuencias. Parado al frente de la clase, vestido con sus holgados pantalones cortos (los únicos de toda la clase), lee el deber en voz apenas audible y sabe que tendrá que pagar el precio de su sabiduría. Espera que se produzca en el patio. Prefiere que lo aporreen a que le metan la cabeza dentro del inodoro.
Su padre es pastor y su madre ocupa un cargo importante dentro de la Liga de Padres de Familia. No es un chico rico, atractivo. Está convencido de que tiene una falla enorme. Y hasta donde alcanza su memoria, ha tenido siempre terribles sensaciones que no consigue comprender. No puede todavía identificar la ira y el desprecio por uno mismo. No consigue pensar en él sino como en un niño remilgado vestido con pantalones cortos y detesta esa imagen de su persona. A veces observa a los otros niños de su edad jugando a los cowboys entre los arbustos. Trató de jugar algunas veces, gritando «bang-bang» y apuntando con su dedo. Pero se siente muy tonto. Los demás saben perfectamente bien que no es realmente un cowboy y que no cree en el juego.
Se dirige entonces a sus compañeros de clase, cuyas edades oscilan entre los once y doce años. Están eligiendo compañeros para jugar al fútbol. Se para en el grupo y espera. No es tan malo ser el último elegido, siempre y cuando lo elijan a uno. Ha quedado solo entre los dos bandos. Pero no lo eligen. Se fija en cuál equipo fue el último en elegir y se dirige al otro. Puede verse caminar hacia ellos. Le parece estar viendo sus rodillas huesudas bajo sus pantalones cortos y se da cuenta que están hablando de él en el grupo. Le dan la espalda. No puede suplicar que lo dejen jugar. Se aleja de ellos sintiendo un fuego en su cara. No existe ningún lugar dentro del campo de juegos donde pueda perderse de vista.
Como buen sureño, Michael tiene bien grabado el Código. Un hombre lucha cuando lo llaman. Un hombre debe ser duro, derecho, honrado y fuerte. Debe saber jugar al fútbol y le debe gustar cazar, y se guardará muy bien de hablar en términos vulgares frente a las damas, si bien hablará de ellas en términos lascivos con sus amigos.
Cuando se es niño, el Código sin los correspondientes avíos puede llegar a ser mortal.
Michael aprendió a no pelear contra los niños de doce años siempre que pueda evitarlo. Lo acusan entonces de ser un cobarde. Y lo cree. Es distinto y no ha aprendido a disimularlo. Le dicen que es una mujercita. Piensa que quizás eso sea verdad.
Terminó de leer su trabajo frente a la clase. Sabe cómo será el aliento de Junior Atkins contra su cara. La maestra le dice a Michael que es un gran «ciudadano estudiante». Pero no comprende por qué vuelve la cara.
10 de septiembre de 1947, la cancha de fútbol detrás del Willet Lorance Consolidated:
Michael Lander ha decidido jugar al fútbol. Está en décimo grado y sus padres ignoran la decisión que ha tomado. Pero siente que tiene que hacerlo. Quiere tener la misma deliciosa sensación que sienten sus compañeros por el deporte. Siente curiosidad por su persona. El uniforme lo vuelve maravillosamente anónimo. No consigue pensar que es él, cuando se lo pone. El décimo grado es un poco tarde para empezar a jugar al fútbol, y tiene mucho que aprender. Ante su gran sorpresa los otros son tolerantes con él. Después de unos cuantos días de práctica, los otros descubren que si bien es un novato en el juego, es capaz de pegar y quiere aprender de ellos. Es un momento feliz para él. Dura una semana. Sus padres descubren que está jugando al fútbol. Odian al entrenador, un hombre sin fe que, según se rumorea, guarda bebidas alcohólicas en su casa. El reverendo Lander forma parte actualmente de la junta de directores del colegio. Los Lander llegan al campo de juego en su Kaiser. Michael no los ve hasta que oye que lo llaman. Su madre se acerca por uno de los flancos, caminando con paso firme por el césped. El reverendo espera dentro del coche.
– Quítate ese disfraz.
Michael simula no oír. Está jugando como zaguero de línea y los demás están juntos en el serum. Asume su puesto. Cada mata de césped se destaca nítidamente ante sus ojos. El tackle frente a él tiene una marca roja en la pantorrilla.
Su madre se aproxima por el costado. Cruza la línea demarcatoria. Se acerca. Setenta kilos de furia contenida.
– Te dije que te quitaras ese disfraz y subieras al coche.
Michael pudo haberse salvado en ese momento. Pudo haberle gritado a su madre frente a todos. El entrenador podía haberlo salvado, de haber sido más rápido y temer menos por su puesto. Michael no puede permitir que los otros sigan presenciando ese espectáculo. No puede seguir más con ellos después de esto. Están intercambiando miradas entre ellos con expresiones que no puede tolerar. Se dirige corriendo hacia la casa prefabricada que utilizan como vestuario. Se oyen risas a sus espaldas.
El entrenador tiene que hablar dos veces con los muchachos para reanudar la práctica.
– De todos modos, no nos hace falta ningún nenito de su mamá -explica.
Michael se mueve con gran precisión dentro del vestuario, dejando su equipo cuidadosamente doblado sobre el banco con la llave del armario encima. Siente solamente un embotamiento en su interior, pero ninguna ira aparente.
Mientras regresa a su casa en el Kaiser de sus padres, debe escuchar una serie de improperios. Responde que sí, que comprende cómo ha abochornado a sus progenitores y que debía haber pensado en los demás. Asiente solemnemente cuando le recuerdan que debe cuidar sus manos para el piano.
Julio 18 de 1948: Michael Lander está sentado en el porche de atrás de su casa, una modesta parroquia junto a la iglesia bautista de Willett. Está arreglando una máquina de cortar césped. Gana unos pocos centavos arreglando ese tipo de máquinas y otras herramientas. A través del alambre tejido puede ver a su padre recostado sobre una cama, con las manos detrás de la cabeza, escuchando la radio. Cuando piensa en su padre, Michael ve inmediatamente sus manos blancas e inútiles, en cuyo dedo anular lleva el anillo de la Cumberland-Macon Divinity School. En el Sur, como en muchos otros lugares, la Iglesia es una institución de, por y para mujeres. Los hombres la toleran en pro de la paz de sus familias. Los miembros masculinos de la comunidad no sienten respeto alguno por el reverendo Lander porque nunca trabajó en una cosecha y nunca hizo nada práctico. Sus sermones son aburridos y vagos, compuestos mientras el coro canta el himno del ofertorio. El reverendo Lander pasa gran parte del tiempo escribiendo cartas a una muchacha que conoció cuando iba al colegio secundario. Nunca las envía, las guarda cuidadosamente en una cajita de lata en su escritorio. La combinación del candado es sumamente sencilla. Hace años que Michael lee las cartas. Nada más que para divertirse un poco.
La pubertad ha transformado notablemente a Michael. A los quince años es un muchacho alto y delgado. Con considerable esfuerzo ha conseguido aprender a realizar mediocres tareas en el colegio. Y contrariamente a lo que parecía, ha desarrollado una personalidad agradable. Conoce el chiste del loro pelado y lo cuenta con gracia.
Una muchacha pecosa dos años mayor que él, ayudó a Michael a descubrir que es un hombre. Lo que representa para él un gran alivio después de oírse llamar «un tipo raro», con ninguna evidencia para poder juzgar si pertenecía a uno u otro bando.
Pero al mismo tiempo que Michael Lander alcanzaba la madurez, una parte de su ser permanecía a un lado, fría y observadora. Es la misma parte que reconoció la ignorancia de sus compañeros de clase, que constantemente repite pequeñas viñetas de los grados haciendo fruncir al nuevo rostro, que se empeña en proyectar la imagen del poco agraciado niño de escuela en los momentos de gran tensión y que puede abrir ante él un gran vacío al ver amenazada su nueva imagen.
El pequeño escolar encabeza una cohorte de ira, sabe todas las veces la respuesta, y su credo es Dios los Maldiga a Todos. Lander funciona muy bien a los quince años. Un observador especializado podría advertir quizás algunas pocas cosas de él que podrían denotar sus sentimientos, pero que no son en sí muy sospechosas. No tolera competencias personales. Nunca ha experimentado inclinaciones hacia esa agresión controlada que nos permite sobrevivir a casi todos. No tolera ni siquiera juegos de salón, le es imposible jugar a ningún juego de cartas tampoco. Comprende objetivamente el significado de una limitada agresión pero no puede tomar parte en ella. Desde el punto de vista emocional, no existe para él término medio entre una atmósfera agradable, no competitiva y una guerra total a muerte con el cadáver profanado y quemado. Por eso es que no tiene ninguna válvula de escape y ha tolerado el veneno durante más tiempo de lo que muchos podrían haberlo soportado.
A pesar de que repite una y otra vez que detesta la Iglesia reza numerosas veces durante el día. Está convencido de que sus oraciones tendrán más éxito si adopta ciertas posiciones. Tocarse la rodilla con la frente es una de las más efectivas. Cuando le es necesario hacerlo en público inventa una artimaña para que no sea tan notorio. Dejar caer algo debajo de la silla y agacharse para recogerlo es una buena estratagema. Las oraciones formuladas en los umbrales o al tocar la cerradura de las puertas son también mucho más eficaces. Reza a menudo por personas que aparecen súbitamente como chispazos en su mente varias veces en el día dejándolo agotado. Y sin quererlo y a pesar de sus renovados esfuerzos por impedirlo, mantiene a menudo diálogos interiores mientras está despierto. En estos momentos está dialogando:
– Ahí está la vieja señorita Phelps trabajando en el patio del colegio. Me pregunto cuándo se jubilará. Hace mucho que trabaja en esa escuela.
– ¿Desearías que estuviera muriéndose de un cáncer?
– ¡No! Perdóname Jesús querido, no deseo que esté muriéndose de un cáncer. Desearía morirme de cáncer yo antes que ella. (Toca madera.) Dios querido, permíteme morir de cáncer primero, oh Padre mío.
– ¿Te gustaría agarrar tu escopeta y reventarle las tripas de un tiro?
– ¡No! ¡No! No lo deseo Jesús, Padre mío. Quiero que viva sana y feliz. No puede evitar ser lo que es. Es una señora buena y amable. Es una persona muy bien. Perdóname por decir Maldito seas.
– ¿Te gustaría incrustarle la cara en la cortadora de césped?
– De ningún modo, de ningún modo. Oh Jesucristo ayúdame a no seguir con ese pensamiento.
– A la mierda con el Espíritu Santo.
– ¡No! No debo pensar semejante cosa, no quiero pensar en eso, es un pecado mortal. Ni siquiera me van a perdonar. No voy a pensar más en que se vaya a la mierda el Espíritu Santo. Oh, ya pensé en ello otra vez.
Michael se vuelve hacia atrás para tocar la cerradura de la puerta de alambre tejido. Toca la rodilla con su frente. Se concentra luego en la cortadora de césped. Está ansioso por terminar ese trabajo. Está ahorrando dinero para pagarse unas lecciones de piloto.
Lander se sintió atraído desde el primer momento por la mecánica y tenía un verdadero don para trabajar en las máquinas. Esto se convirtió en una pasión sólo cuando descubrió las que lo rodeaban, y que se transformaron así en parte de él. Cuando estaba dentro de ellas, olvidaba completamente al pequeño escolar.
La primera de todas fue un Piper Cub en un campo de aterrizaje de césped. Al hacerse cargo de los controles perdió completamente de vista a Lander, y veía en cambio el pequeño avión inclinarse, perder velocidad y caer en picada y la gracia y fuerza de esos movimientos era también suya y podía sentir el viento sobre la máquina y sentirse libre a su vez.
Lander entró en la Marina a los dieciséis años y nunca más volvió a su casa. No fue aceptado en la escuela de vuelo la primera vez que se presentó y durante la guerra de Corea tuvo a su cargo el manipuleo de armamentos en el transporte Coral Sea. En una fotografía de su álbum aparece frente al ala de un Corsair, junto a un grupo de tripulantes detrás de una pila de bombas de fragmentación. Los demás miembros de la tripulación sonríen y están abrazados unos a otros. Lander no sonríe. Tiene en su mano una espoleta.
El 1.° de junio de 1953, Lander despertó en el cuartel de Lakehurst, Nueva Jersey, poco después del amanecer. Llegó a su nuevo destino a medianoche y necesitaba darse una ducha fría para despertarse. Luego se vistió cuidadosamente. La Marina le había hecho mucho bien. Le gustaba el uniforme, le gustaba como le quedaba y el anonimato que le brindaba. Era competente y fue aceptado. Ese día debía presentarse para realizar su nuevo trabajo que consistía en el manejo de detonadores que actuaban a presión en las cargas submarinas que estaban preparándose para realizar experimentos con armas antisubmarinas. Como a muchos hombres con ocultas inseguridades, le encantaba la nomenclatura de las armas.
Se dirigió esa fresca mañana hacia el sector reservado para los armamentos, mirando curiosamente a su alrededor descubriendo un montón de cosas que no había visto en la oscuridad. Ahí estaban los hangares gigantescos donde se guardaban los aviones. Las puertas del más próximo a él comenzaron a abrirse con estrépito. Lander controló la hora en su reloj y se detuvo a observar. La nariz apareció lentamente y luego el resto del fuselaje. Era un ZPG-1, con capacidad de un millón de pies cúbicos de helio. Nunca había visto uno tan de cerca. Trescientos veinticuatro pies de metal plateado iluminado por el fuego rojo del sol naciente. Cruzó corriendo la pista de asfalto. La tripulación de tierra estaba atareada debajo de la máquina. Uno de los motores de babor rugió y una nube de humo azul quedó suspendida en el aire detrás.
A Lander no le interesaba armar dirigibles con cargas de profundidad. No quería trabajar en ellos o ayudar a empujarlos afuera o dentro del hangar. Lo único que veían sus ojos era el tablero de controles.
Pasó holgadamente el siguiente examen para entrar en la escuela de oficiales. Doscientos ochenta reclutas se presentaron a la prueba una calurosa tarde de julio de 1953. Lander obtuvo el primer lugar. Esa puntuación le sirvió para poder elegir entre varias posibilidades. Se decidió por las aeronaves.
La dimensión del sentido kinestético para controlar máquinas voladoras nunca ha sido explicada satisfactoriamente. Algunos son titulados como «aptos», pero el término es inadecuado. Mike Hailwood el gran corredor de motocicletas es «apto». Como podría atestiguarlo también cualquiera que haya visto a Betty Skelton realizar acrobacias con su pequeño biplano. Lander era apto. Al frente de los controles de un dirigible, libre de sí mismo, tenía una seguridad y decisión a prueba de presiones. Mientras volaba, parte de su mente podía adelantarse, estudiando las probabilidades y los problemas subsiguientes.
En 1955, Lander era uno de los más eficientes pilotos de dirigibles en el mundo entero. En diciembre de ese mismo año, ocupó el puesto de segundo oficial en una serie de azarosos vuelos desde la base de la marina en South Weymouth, Massachusetts, experimentando los efectos del hielo acumulado durante malas condiciones atmosféricas. Esos vuelos hicieron acreedora a la tripulación al Harmon Trophy de ese año.
Y entonces apareció Margaret. La conoció en el mes de enero en el club de oficiales en Lakehurst, donde se lo consideraba como una celebridad de resultas de los vuelos desde South Weymouth. Fue el comienzo del mejor año de su vida.
Margaret tenía veinte años, era bonita y acababa de salir de la universidad de West Virginia. Lander el héroe, con su uniforme inmaculado, la conquistó inmediatamente. Aunque parezca extraño, fue el primer hombre en su vida y si bien el poder enseñarla fue motivo de gran satisfacción, ese recuerdo le dificultó muchísimo todo, más adelante, cuando sospechó que tenía otros hombres.
Se casaron en la capilla de Lakehurst, cuya placa conmemorativa había sido hecha con los restos del dirigible Akron.
Lander llegó a definirse en base a Margaret y su profesión. Pilotaba el dirigible más grande, más largo y más esbelto de todo el mundo. Pensaba que Margaret era la mujer más bonita de todo el mundo.
¡Qué diferente era a su madre! Cuando a veces se despertaba después de haber estado soñando con su madre, se quedaba mirando a Margaret durante un buen rato, admirándola al tiempo que constataba sus diferencias físicas.
Tenían dos hijos y durante el verano iban a la costa de Nueva Jersey con su barco. Pasaron momentos muy agradables. Margaret no era una persona muy suspicaz, pero gradualmente comenzó a darse cuenta de que Lander no era exactamente lo que ella había pensado. Ella necesitaba un considerable y constante grado de aliento, pero él oscilaba entre los extremos en su trato. A veces era terriblemente solícito. Pero cuando había sufrido un inconveniente en su trabajo o en su casa, se volvía frío y lejano. A veces demostraba rasgos de crueldad que la aterrorizaban.
No podían discutir sus problemas. El adoptaba una modesta y pedante actitud o se negaba a hablar. Les había sido negada la catarsis de una ocasional pelea.
En los primeros años de la década del 60 pasaba la mayor parte del tiempo pilotando el gigantesco ZPG-3W. No se había construido hasta entonces ninguna aeronave de tipo flexible de ciento veinte metros. La antena del radar de doce metros que giraba en su interior constituía un enlace clave dentro del primitivo sistema de alarma del país; Lander estaba feliz y su comportamiento en familia era idénticamente bueno. Pero la expansión de la Distant Early Warning Line, la «DEW Line» de instalaciones permanentes de radar, estaba restándole importancia al papel de las aeronaves en el plan de defensa, y en 1964 llegó el fin de la carrera de Lander como piloto de dirigibles de la Marina. Su grupo fue desmembrado, las aeronaves desarmadas y le fue asignado un trabajo en tierra firme en la Administración.
Su comportamiento con Margaret se deterioró ostensiblemente. Hirientes silencios se producían durante las horas que estaban juntos. Por las noches la sometía a un interrogatorio sobre sus actividades del día. Era realmente inocente. Pero él se negaba a creerlo. Se volvió físicamente indiferente hacia ella. A fines de 1964 sus actividades durante el día dejaron de ser inocentes. Pero más buscaba cariño y amistad que sexo.
Lander se ofreció como voluntario para pilotar helicópteros durante la prolongación de la guerra de Vietnam y fue rápidamente aceptado. Su entrenamiento sirvió para distraerlo. Estaba en el aire una vez más. Le compró a Margaret regalos muy caros. Ella se sentía incómoda e intranquila al aceptarlos, pero con todo, eso era mejor que la forma en que se había comportado antes.
Durante su último permiso antes de embarcarse hacia Vietnam fueron a pasar unos días a las Bermudas. Si bien la conversación de Lander estaba saturada de aburridos tecnicismos sobre los helicópteros, se mostró por lo menos más atento y a veces inclusive cariñoso. Margaret respondió. Lander pensó que nunca la había querido tanto.
El 10 de febrero de 1967 Lander realizó su centésima-decimocuarta misión de rescate aeromarítima, desde el transporte Ticonderoga en el Sur del Mar de la China. Media hora después de ocultarse la luna sobrevoló el oscuro océano en dirección a Dong Hoi. Se mantuvo a quince millas de la costa esperando que regresaran de cumplir con su misión unos F-4s y Skyraiders. Uno de los Phantom había sido alcanzado por la metralla enemiga. El piloto comunicó que fallaba el motor de estribor y que había un principio de incendio. Trataría de llegar al mar antes de saltar él y el segundo oficial.
Lander hablaba todo el tiempo con el piloto desde la estrepitosa cabina de su helicóptero, mientras Vietnam parecía una masa oscura a su izquierda.
– Ding Cero Uno, cuando estén sobre el mar háganme una señal si es que tienen con qué. -Lander podía encontrar a la tripulación del Phantom en el agua por su sistema de guía a la base, pero quería ahorrar el mayor tiempo posible-. Señor Dillon -dijo el artillero-, descenderemos y usted estará mirando hacia la tierra. Parece que no hay amigos cerca. Los botes que no son de goma no son nuestros.
La voz del piloto del Phantom resonaba claramente en sus audífonos.
– Mixmaster, tengo otro principio de incendio y el avión se está llenando de humo. Vamos a usar los asientos eyectores -le comunicó las coordenadas y su voz se perdió antes de que Lander pudiera repetirlas para confirmarlas.
Lander sabía lo que estaba pasando: los dos hombres que integraban la tripulación del Phantom estaban bajando las viseras de sus cascos, haciendo volar el techo de la cabina, saliendo proyectados hacia el aire frío, dándose la vuelta en sus asientos eyectables, cayéndose los asientos y luego la sacudida y el frío descenso hacia la oscura jungla.
Enfiló el gran helicóptero hacia la tierra, con sus paletas golpeando el pesado aire marino. En ese momento tenía dos posibilidades. Esperar a tener protección aérea, quedándose allí dando vueltas, tratando de establecer contacto con los otros por la radio, esperando protección, o lanzarse directamente al rescate.
– Allí está, señor -dijo el copiloto señalando.
Lander vio una lluvia de fuego, una milla tierra adentro, producida por el estallido del Phantom en el aire. Estaba sobre la playa cuando recibió la señal. Pidió protección aérea pero no se quedó esperándola. El helicóptero descendió sobre la tupida selva con sus luces apagadas.
Una luz se encendió y se apagó en el estrecho camino cubierto de piedras. Los pilotos que estaban en tierra habían tenido la buena idea de señalarle una zona para poder bajar. Las hileras de árboles a ambos lados del camino dejaban espacio suficiente para el helicóptero. Más rápido sería aterrizar que tratar de levantarlos uno por uno con el gancho. Tocó tierra entre los grupos de árboles, haciendo tumbarse las matas de hierba a ambos lados del camino y de repente la oscuridad se llenó de luces naranjas y una ráfaga de ametralladoras perforó el fuselaje a su alrededor. Salpicado por la sangre del copiloto, cayó hacia un lado meciéndose desesperadamente, rodeado por el olor a goma quemada.
La jaula de bambú no era lo suficientemente grande como para que Lander pudiera acostarse en su interior. Su mano había sido destrozada por una bala y el dolor era constante y terrible. Deliraba la mayor parte del tiempo. Sus captores no tenían nada con qué curarlo excepto un poco de polvo de sulfamidas de un viejo botiquín francés. Arrancaron una delgada plancha de madera de un cajón y le vendaron la mano contra la tabla. La herida latía constantemente. Después de pasar tres días en la jaula, fue obligado a caminar hasta Hanoi, empujado por esos hombres pequeños y delgados. Estaban vestidos con unos sucios pijamas negros y portaban unos limpios y relucientes rifles automáticos AK- 47.
Lander pasó el primer mes de reclusión en Hanoi enloquecido por el dolor de su mano. Compartía la celda con un navegante de la Fuerza Aérea, un compasivo exmaestro de zoología llamado Jergens. Este le ponía paños húmedos en la mano herida y trataba de consolarlo lo mejor que podía, pero Jergens había estado preso desde hacía mucho tiempo y se encontraba a su vez muy inestable emocionalmente. Treinta y siete días después que llegara Lander, el estado de Jergens empeoró. Comenzó a gritar constantemente y tuvieron que llevárselo. Lander lloró cuando se fue.
En la tarde de la quinta semana apareció en su celda un médico vietnamita llevando un maletín negro. Lander se apartó de él. Pero lo agarraron los guardias y lo sujetaron mientras el médico le inyectaba un poderoso anestésico local en su mano. La sensación de alivio fue como si corriera sobre su cuerpo un chorro de agua fresca. Durante la hora siguiente, mientras estaba en condiciones de pensar, le ofrecieron un trato.
Le explicaron que en la República Democrática de Vietnam los recursos médicos terapéuticos eran muy limitados, inclusive para curar a sus propios heridos. Pero le conseguirían un cirujano que le arreglara su mano y drogas para calmar sus dolores si firmaba una confesión reconociendo sus crímenes de guerra. Lander sabía muy bien que si no le arreglaban debidamente ese montón de carne y huesos destrozados que colgaban del extremo de su brazo, perdería la mano y probablemente el resto del brazo. Nunca más podría volver a volar. No creía que una confesión firmada bajo esas circunstancias pudiera ser considerada seriamente en su país. Y aún así, prefería conservar su mano más que la buena opinión de la gente. Estaba empezando a pasarse el efecto de la anestesia. El dolor comenzaba a hacerse sentir nuevamente en el brazo. Dijo que sí.
No estaba preparado para lo que vino después. Cuando vio el atril y el cuarto lleno de prisioneros sentados como en una clase, cuando le dijeron que debía leerles su confesión, se quedó helado.
Lo empujaron a una antecámara. Una mano poderosa que olía a pescado le cerró la boca mientras un guardia le retorcía los metacarpos. Casi se desmayó. Asintió vehementemente, luchando contra la mano que le cerraba la boca. Le dieron otra inyección mientras le ataban la mano ocultándola dentro de su chaqueta.
Leyó el papel, pestañeando por la luz de los reflectores mientras giraba la filmadora.
En primera fila estaba sentado un hombre con el cuero cabelludo coriáceo y cubierto de cicatrices como un halcón desplumado. Era el coronel Ralph DeJong, el oficial norteamericano de más alto grado en el campo de prisioneros Plantation; el coronel DeJong había cumplido doscientos cincuenta y ocho días de reclusión solitaria. Cuando Lander terminó de leer su confesión, el coronel DeJong exclamó súbitamente con una voz potente que resonó en todo el cuarto:
– Son mentiras.
Dos guardias se abalanzaron inmediatamente sobre DeJong y lo arrastraron fuera del cuarto. Lander tuvo que leer el final una segunda vez. DeJong pasó cien días en reclusión solitaria con raciones reducidas.
El Vietcong se ocupó de curarle la mano a Lander en un hospital situado en los suburbios de Hanoi, un edificio grande, totalmente blanqueado a la cal por dentro, con cortinas de cañas cubriendo las aberturas donde habían sido voladas las ventanas. No hicieron un trabajo fino. El cirujano de ojos enrojecidos que se ocupó de Lander no poseía conocimientos suficientes de cirugía estética para solucionar el problema de esa araña roja sujeta sobre su mesa y tenía pocos remedios. Pero poseía alambre de acero inoxidable y ligaduras y paciencia y con el tiempo la mano recobró el movimiento. El médico hablaba inglés y practicaba este idioma con Lander en terriblemente aburridas conversaciones mientras realizaba su trabajo.
Lander, desesperado por distraerse, mirando a cualquier lugar que no fuera su mano mientras le hacían las curas, descubrió un viejo resucitador de fabricación francesa, evidentemente en desuso, tirado en un rincón del quirófano. Funcionaba con un motor de corriente directa provisto de un volante excéntrico que accionaba los fuelles. Con voz entrecortada por el dolor, preguntó si funcionaba.
El médico le dijo que el motor se había quemado. Nadie sabía arreglarlo.
Tratando de concentrar su atención en cualquier cosa que le distrajera del dolor, Lander comenzó a hablar sobre dínamos y rebobinamientos. Gotas de sudor corrían por su cara.
– ¿Podría arreglarlo? -El doctor tenía el ceño fruncido. Estaba atando un pequeño nudo. Un nudo que no era mayor que la cabeza de una hormiga colorada, ni que la pulpa de un diente, pero más grande que el sol resplandeciente.
– Sí -respondió Lander hablando sobre alambre de cobre y bobinas, algunas de sus palabras cortadas por la mitad.
– Bueno -acotó el médico-. Terminé con usted por el momento.
La mayoría de los prisioneros de guerra se comportaron de una manera admirable a los ojos de los militares norteamericanos. Soportaron años de sufrimientos y regresaron a su país saludando marcialmente por encima de sus ojos hundidos. Eran hombres decididos con personalidades fuertes y animosas. Hombres a los que les resultaba posible creer en algo.
El Coronel DeJong era uno de ellos. Cuando salió de la reclusión solitaria para volver a tomar el mando de los prisioneros de guerra, pesaba cincuenta kilos. Sus ojos tenían destellos rojizos en sus profundas órbitas, como el fuego reflejado en los ojos de los mártires. No había emitido juicio alguno sobre Lander hasta que lo vio en una celda con un carrete de alambre de cobre, rebobinando el dínamo de un motor norvietnamita, y junto a él un plato en el que podían verse espinas de pescado.
El coronel DeJong hizo correr la voz y Lander recibió el tratamiento del silencio en el campamento. Se convirtió en un paria.
Lander no pudo nunca valerse de su habitual grado de habilidad manual para presionar en el débil sistema de defensas que le permitía sobrevivir. Su vergüenza frente a los otros prisioneros, la aislación que debió soportar luego, todo eso era un resurgimiento de los malos tiempos. El único que se dignaba hablarle era Jergens, pero Jergens estaba muy a menudo en reclusión solitaria. Era encerrado cada vez que no podía dejar de gritar.
Debilitado por su herida, enfermo de malaria, Lander quedó reducido a sus dos antagónicas personalidades: el niño, odiado y lleno de odio y el hombre que había creado a imagen de lo que quería ser. Se reanudaron los viejos diálogos en su cabeza, pero la voz del hombre, la de la cordura seguía siendo la más fuerte. Permaneció en ese estado durante seis años. Fue necesario algo más que la prisión para que Lander aflojara y permitiera que el niño le enseñara al hombre a matar.
Le enseñaron una carta de Margaret durante la última Navidad que pasó en el campamento de prisioneros. Le contaba que tenía un trabajo. Los niños estaban muy bien. Le enviaba una fotografía en la que estaba con los niños frente a la casa. Los chicos habían crecido. Margaret estaba un poco más gordita. En primer plano podía verse la sombra de la persona que había tomado la fotografía. Caía sobre las piernas de sus familiares. Lander se preguntó quién habría tomado la fotografía. Miraba más esa sombra que a su esposa e hijos.
Lander fue conducido a bordo de un C-141 de la fuerza aérea en Hanoi el 15 de febrero de 1973. Un asistente le colocó el cinturón de seguridad. No miró hacia afuera por la ventanilla.
El coronel DeJong estaba a bordo del mismo avión, pero era difícil reconocerlo. Tenía la nariz rota y le habían arrancado los dientes a patadas durante los dos últimos años al intentar dar una demostración de no cooperación a sus hombres. Ahora estaba dando otra demostración ignorando a Lander. Si éste lo advirtió, no dio señales de ello. Estaba delgado y pálido y en cualquier momento podía sufrir una crisis de malaria. El médico de la fuerza aérea que estaba en el avión no lo perdía de vista. Un carrito con refrescos era empujado permanentemente de una punta a otra del pasillo.
Varios oficiales habían sido enviados en el avión para conversar con los prisioneros de guerra que tuvieran ganas de hablar. Uno de éstos estaba sentado junto a Lander. Pero Lander no tenía ganas de conversar. El oficial le señaló el carrito con comida. Lander cogió un sándwich y le dio un mordisco. Masticó varias veces y luego escupió el bocado en la bolsita de papel. Guardó el resto del sándwich en el bolsillo. Acto seguido cogió otro sándwich y lo guardó también en un bolsillo.
El oficial que estaba sentado junto a él se apresuró a asegurarle que los sándwich no escasearían pero luego se interrumpió. Le palmeó entonces el brazo. Pero no obtuvo respuesta.
El avión llegó a Clark, base de la fuerza aérea en las Filipinas. Los esperaban una banda de música y el comandante de la base. Había cámaras de televisión listas para filmar el recibimiento. El primero en bajar del avión iba a ser el coronel DeJong. Caminó por el pasillo en dirección a la puerta, vio a Lander y se detuvo. La ira se reflejó durante un instante en el rostro de DeJong. Lander lo miró y desvió rápidamente la vista. Estaba temblando. DeJong abrió la boca, pero luego su expresión se suavizó casi imperceptiblemente y prosiguió caminando en medio de los vítores hacia el sol.
Lander fue llevado a St. Alban's, hospital de la marina en Queens. Allí comenzó a escribir un diario, pero ese proyecto no duró mucho. Escribía lenta y cuidadosamente. Tenía miedo que de hacerlo más deprisa la pluma se le escapara de las manos y escribiera algo que no quería ver.
Las siguientes son las primeras cuatro anotaciones:
St. Alban's, 2 de marzo.
Estoy en libertad. Margaret vino a verme todos los días durante la primera semana. En esta segunda vino tres veces. Los otros días le tocaba llevar a las chicas al colegio. Margaret está bien pero no como yo la recordaba en Vietnam. Da la sensación de que está siempre satisfecha. Trajo a las chicas dos veces. Hoy estuvieron de visita. Todo lo que hicieron fue quedarse sentadas mirándome y mirando el cuarto. Mantuve la mano oculta debajo de las sábanas. No tienen mucho con qué distraerse en el hospital. Pueden ir al comedor y tomar una gaseosa. Debo recordar que tengo que conseguir cambio. Margaret tuvo que darles el dinero. Supongo que debo parecerles un bicho raro. Margaret es muy buena y tiene mucha paciencia y las chicas le hacen caso. Anoche soñé otra vez con la Comadreja y estaba un poco distraído cuando conversaba con ellas. Margaret se ocupó de mantener la conversación.
St. Alban's, 12 de marzo.
Los médicos dicen que tengo malaria falciparum y por eso es que las fiebres no son regulares. Me están tratando con cloroquinina, pero no surte efecto inmediatamente. Hoy tuve un ataque de fiebre mientras estaba Margaret. Se ha cortado el pelo. No le queda muy bien pero huele deliciosamente. Me sujetó mientras temblaba. Se mostró afectuosa pero apartó su cara. Espero no oler mal. Quizás sean mis encías. Tengo miedo de que Margaret oiga algún comentario. Espero que no vea nunca la película.
Buenas noticias. Los médicos afirman que mi mano está dañada solamente en un diez por ciento. No debería afectar mi condición de piloto. Margaret y las chicas van a tener que verla tarde o temprano.
St. Alban's, 20 de marzo.
Jergens está al final del pasillo. Espera poder trabajar nuevamente como maestro. Pero está en muy mal estado. Fuimos compañeros de celda exactamente dos años, según me parece. El dice que fueron setecientos cuarenta y cinco días. Está soñando también. A veces con la Comadreja. Tiene que tener abierta la puerta de su cuarto. Esa larga reclusión solitaria fue la que lo arruinó. No querían creer que no gritaba a propósito todas las noches en su celda. La Comadreja lo insultó y llamó al general Smegma. Su verdadero nombre era capitán Lebrón Nhu, no debo olvidarlo. Mitad francés y mitad vietnamita. Empujaron a Jergens contra la pared y lo abofetearon y lo siguiente es lo que dijo Jergens:
– Varias especies de plantas y animales son portadores de factores letales que, cuando son homocigóticos, detienen en cierto momento el desarrollo del individuo y éste muere. Un caso conspicuo es el de la raza amarilla de la rata casera, mus musculus, cuyas crías no son iguales. Esto debería interesarle, Smegma (Ahí fue cuando comenzaron a arrastrarlo fuera de la celda). Si una rata amarilla se aparea con una no-amarilla (Jergens se aferraba a los barrotes en ese momento y la Comadreja salió de la celda para patearle los dedos), la mitad de la cría es amarilla y la otra mitad no, proporción que debe esperarse al unir un animal heterocigótico amarillo, con un recesivo homocigótico, que no sea amarillo, como por ejemplo el acutí, pequeño y voraz roedor, de patas largas, semejante a un conejo pero con orejas más pequeñas. Si se unen dos amarillos, las crías serán dos amarillas y una de otro color, pero la proporción que debería resultar sería de un amarillo puro a dos amarillos heterocigóticos y uno no amarillo. (Le sangraban las manos y seguía gritando mientras lo arrastraban por el pasillo.) Pero, el amarillo homocigótico muere siendo un embrión. Y ése es usted, Smegma. La gallina rastrera con patas cortas y torcidas se comporta genéticamente como la rata amarilla.
Jergens pasó seis meses de reclusión solitaria por eso y perdió los dientes de resultas de su dieta alimenticia. Había grabado todo lo referente a las ratas amarillas sobre las tablas de su catre y yo me entretenía leyéndolo después de que se fue.
Pero no voy a seguir pensando en eso. Sí, seguiré haciéndolo. Puedo decirlo para mí mismo durante las otras cosas. Tengo que levantar este colchón y fijarme si alguien ha dejado algo grabado en las tablas.
St. Alban’s, 1º de abril, 1973
Podré volver a casa dentro de cuatro días. Se lo dije a Margaret. Cambiará su turno de buscar los chicos en el colegio para venir a llevarme. Tengo que tener cuidado con mi carácter ahora que estoy más fuerte. Esta tarde estallé cuando Margaret me dijo que había cambiado el coche. Me dijo que había encargado una camioneta rural en diciembre de modo que ya no hay nada que hacer. Debió haber esperado. Podría haber conseguido un precio más conveniente. Dijo que el vendedor le había hecho un precio muy especial. Parecía muy contenta consigo misma.
Si tuviera un transportador, un nivel, cartas de navegación y un piolín, podría calcular la fecha sin necesidad de un calendario. Recibo una hora de sol directo a través de mi ventana. Las varillas de madera que dividen los paneles vidriados de las ventanas, proyectan la imagen de una cruz sobre la pared. Sé que hora es y conozco la latitud y longitud del hospital. Eso y el ángulo del sol me darían la fecha. Podría calcularla con la pared.
El regreso de Lander fue muy difícil para Margaret. Se había organizado una nueva vida con gente nueva durante su ausencia y tuvo que interrumpir ese ritmo para llevarlo de vuelta a casa. Es muy probable que lo hubiera abandonado si hubiera regresado durante su último período en 1968, pero no quiso iniciar un juicio de divorcio mientras estaba preso. Trató de ser justa y no podía soportar la idea de dejarlo mientras estaba enfermo.
El primer mes fue espantoso. Lander estaba muy nervioso y sus píldoras no resultaban siempre eficaces. No toleraba tener las puertas cerradas con llave, ni siquiera de noche, y rondaba por la casa hasta altas horas verificando que estuvieran abiertas. Abría la nevera veinte veces al día para comprobar que estaba llena de comida. Las chicas eran amables con él pero generalmente hablaban sobre personas que no conocía.
Recuperó fuerzas progresivamente y comenzó a hablar de retornar al servicio activo. La historia médica del St. Alban's registró un aumento de peso de seis kilos en los dos primeros meses.
Los archivos del juez y abogado general del departamento de la marina indican que Lander fue convocado a una audiencia a puerta cerrada el 24 de mayo para responder a acusaciones de colaboración con el enemigo presentadas por el coronel Ralph DeJong.
La transcripción de dicha audiencia señala que inmediatamente después de la proyección de la Prueba Siete, que consistía en una película de propaganda norvietnamita, la audiencia fue suspendida durante quince minutos a petición del acusado. Inmediatamente después se oyeron las declaraciones del acusado y del coronel DeJong.
La transcripción de la audiencia registra que en dos oportunidades el acusado se dirigió al tribunal como «mamá». Mucho tiempo después esas citas fueron consideradas por la comisión investigadora como errores tipográficos de la transcripción.
Los oficiales que integraban el tribunal se mostraron indulgentes con el acusado en vista de sus excepcionales antecedentes previos a la captura y su condecoración por lanzarse al rescate de la tripulación del avión derribado, lo que derivó en su prisión.
Un memorándum firmado por el coronel DeJong está agregado a la transcripción. Manifiesta que está dispuesto a abandonar los cargos «para el beneficio del servicio» en vista del deseo expresado por el Departamento de Defensa de evitar propaganda adversa en relación al comportamiento de los prisioneros de guerra.
Las alternativas eran renunciar o un consejo de guerra. Lander no se sentía capaz de soportar nuevamente la exhibición de la película.
Una copia de su renuncia a la marina de los Estados Unidos fue agregada a la transcripción.
Lander salió de la sala de audiencias totalmente atontado. Tenía la sensación de que le habían arrancado uno de sus miembros. Iba a tener que contárselo a Margaret pronto, y si bien ella nunca había mencionado la película, tendría que saber las razones de su renuncia. Deambuló sin rumbo por Washington, solitaria figura en un día primaveral, elegantemente vestido con el uniforme que nunca más podría volver a llevar. La película seguía proyectándose en su cabeza. Figuraban todos los detalles, excepto quizás, que su uniforme de prisionero de guerra había sido reemplazado por pantalones cortos. Se sentó en un banco cerca de la Elipse. No quedaba muy lejos del puente que conducía a Arlington, ni del río. Se preguntó para sus adentros si el empleado de la funeraria le cruzaría las manos sobre el pecho. Se preguntó si podría escribir una nota solicitando que pusieran encima la mano sana. Se preguntó si la nota se desintegraría dentro del bolsillo. Miraba el monumento a Washington sin verlo. Lo veía con la visión especial de un suicida, el monumento dentro de un círculo brillante, como la guía del retículo de una mira telescópica. Algo se movió dentro del campo de visión, atravesando el círculo brillante, adelante y detrás del retículo punteado.
Era el dirigible plateado de su niñez, el dirigible de Aldrich. Podía verlo meciéndose suavemente por el viento detrás del punto fijo que constituía el monumento, y se aferró del borde del banco como si fuera el timón de profundidad. La aeronave giraba, cada vez más rápidamente al recibir el viento del lado de estribor, desviándose ligeramente por su impulso. Lander se sintió invadido de nuevas esperanzas en ese claro día primaveral.
La compañía Aldrich se alegró de contratarlo. Nunca mencionaron el hecho de que su rostro había aparecido frente a las cámaras de televisión denunciando a su país. Descubrieron que volaba maravillosamente bien y eso les era suficiente.
Tembló toda la noche en la víspera de su prueba como piloto. Margaret tenía serias dudas mientras lo conducía al aeropuerto, distante solamente cinco kilómetros de su casa. Pero no era necesario preocuparse. Cambió en cuanto se dirigió hacia la aeronave. Se sintió invadido y fortalecido por antiguas sensaciones que dejaron su mente en paz y tonificaron sus manos.
Volar pareció ser una maravillosa terapia y así resultó serlo para una parte de él. Pero la mente de Lander estaba dividida como un látigo y a medida que recuperaba confianza la otra mitad de su mente que se afirmaba por esa confianza, infundía fuerza a los golpes de la otra mitad. La humillación de Hanoi y Washington resurgió con más bríos en su interior durante el otoño e invierno de 1973. El contraste entre su propia imagen y la forma en que había sido tratado se acentuó haciéndose más intolerable.
Su confianza no le servía de apoyo durante los momentos de oscuridad. Transpiraba, soñaba y seguía impotente. Era durante las noches que el niño oculto en su interior, el niño lleno de odio, alimentado por su sufrimiento le susurraba al hombre:
– ¿Qué más te costó? ¿Qué más? Margaret da vueltas en su sueño, ¿no es verdad? ¿No crees que aflojó un poquito mientras tú no estabas?
– No.
– Tonto. Pregúntaselo.
– No necesito hacerlo.
– Grandísimo idiota.
– Cállate.
– Mientras tú aullabas en una celda ella se consolaba con otro.
– No. No. No. No. No. No.
– Pregúntale.
Se lo preguntó una tarde fría a fines de octubre. Sus ojos se llenaron de lágrimas y salió del cuarto. ¿Inocente o culpable?
Le obsesionó la idea de que le había sido infiel. Le preguntó al farmacéutico si la receta para píldoras anticonceptivas había sido renovada regularmente durante los últimos dos años y le respondieron que no era asunto suyo. Acostado junto a ella después de otro fracaso, lo atormentaban escenas gráficas de su actuación con otros hombres. A veces los hombres eran Buddy Ives y Junior Atkins, uno de ellos sobre Margaret y el otro esperando turno.
Aprendió a esquivarla cuando estaba enfadado y receloso y pasó varias tardes meditando preocupado en el taller que había instalado en el garaje. Otras veces trataba de conversar de banalidades, fingiendo interesarse en cosas de la rutina diaria, en las actividades de las niñas en el colegio.
Margaret fue engañada por su recuperación física y por el éxito alcanzado en su trabajo. Pensó que estaba prácticamente bien. Le aseguró que su impotencia era pasajera. Dijo que un consejero de la marina le había hablado de ello antes de que él regresara. Empleó la palabra impotencia.
El primer vuelo del dirigible durante la primavera de 1974 fue restringido al Noroeste de modo que Lander pudo quedarse en su casa. El segundo debía recorrer la costa Este hasta Florida. Estaría fuera tres semanas. Unos amigos de Margaret daban una fiesta a la que habían sido invitados los Lander la víspera de su partida. Lander estaba de buen humor. Insistió en ir.
Fue una agradable reunión de otras ocho parejas. La comida era buena y todos bailaron. Pero Lander no bailó. Hablando rápidamente mientras una película de transpiración cubría su frente, les dio a un grupo de maridos una serie de explicaciones técnicas sobre el mecanismo de un dirigible. Margaret interrumpió su discurso para enseñarle el patio. Cuando regresó la conversación había pasado al fútbol profesional. Volvió a su lugar para reanudar la explicación desde donde había sido interrumpido.
Margaret bailó con el dueño de casa. Dos veces. La segunda vez el anfitrión le sujetó la mano durante unos instantes después de que la música hubo terminado. Lander los observaba. Hablaban en voz baja. Sabía que estaban hablando de él. Inició otra explicación técnica mientras sus interlocutores miraban el fondo de sus copas. Pensó que Margaret actuaba con gran cuidado. Pero podía ver que atraía las miradas de los otros hombres. Era algo que formaba parte de su ser.
Cuando volvieron a su casa, permaneció callado, lívido de ira.
Finalmente ella no pudo aguantar más su silencio.
– ¿Por qué no empiezas a gritar y te descargas? -le dijo mientras estaba en la cocina-. Di lo que estás pensando.
Su gatito entró en la cocina y se restregó contra la pierna de Lander. Lo agarró, temerosa de que le diera una patada.
– Dime qué fue lo que hice, Michael, estábamos pasándolo muy bien. ¿No lo crees?
Era tan bonita. Su belleza la acusaba. Lander no dijo nada. Se le acercó rápidamente mirándola a los ojos. Ella no retrocedió. Nunca le había pegado ni jamás podría hacerlo. Agarró el gatito y se dirigió a la pila. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho el gato estaba ya, en el triturador de basuras. Corrió a la pila y se prendió de sus brazos mientras él hacía funcionar el aparato. Podía oír los gritos del gato mientras el triturador daba cuenta de sus miembros y despedazaba sus órganos. Lander no apartó la vista ni un segundo de su cara.
Sus gritos despertaron a las chicas. Fue a dormir con ellas y la oyó partir poco después del amanecer.
Le envió flores desde Norfolk. Trató de llamarla desde Atlanta pero ella no contestó el teléfono. Quería decirle que comprendía que sus sospechas eran infundadas, que se debían a una imaginación enfermiza. Le escribió una larga carta desde Jacksonville, diciéndole lo arrepentido que estaba y que sabía que había sido muy cruel y que había actuado como un loco pero que eso no volvería a repetirse.
A los diez días de su gira, el copiloto estaba maniobrando para conducir el dirigible a la pista de aterrizaje, cuando una ráfaga de viento lo arrojó contra un camión, destrozándose parte de la tela. La aeronave tendría que quedarse en tierra durante un día y una noche hasta que terminaran de repararla. Lander no podía tolerar la idea de pasar una noche y un día en un motel sin tener noticias de Margaret.
Tomó el primer vuelo hacia Newark. En la veterinaria de Newark compró un gato persa. Llegó a su casa a mediodía. La casa estaba en silencio, las chicas estaban en el campamento. El coche de Margaret estaba aparcado delante del garaje. La tetera estaba calentándose a fuego lento. Le daría el gatito y le diría que lo sentía mucho y entonces se abrazarían nuevamente y ella lo perdonaría. Sacó el gato de la caja y le enderezó el moño que tenía en el cuello. Subió la escalera.
El desconocido estaba recostado contra el diván y Margaret estaba sobre él, moviéndose frenéticamente, sacudiendo sus pechos. No lo vieron hasta que Lander gritó. Fue una breve lucha. Lander no había recuperado todas sus fuerzas y el desconocido era grande, rápido y estaba asustado. Le pegó dos veces a Lander en la sien y huyó en compañía de Margaret.
Lander quedó sentado en el suelo del cuarto de juguetes, apoyado contra la pared. Tenía la boca abierta y de ella corría un hilo de sangre. Su mirada era vaga. La tetera silbó durante media hora. No se movió, y cuando el agua se evaporó por completo, un olor a metal quemado invadió toda la casa.
Cuando el dolor y la ira alcanzan niveles mucho más altos que los que la mente puede enfrentar, se produce una curiosa sensación de alivio, pero que exige una muerte parcial.
Lander sonrió con una sonrisa horrible, un rictus sanguinolento, cuando sintió morir su voluntad. Le pareció que pasaba entre su boca y nariz como una fina columna de humo que se alzaba bien alto en un suspiro. Experimentó entonces esa sensación de alivio. Había terminado. Oh, sí, había terminado. Para la mitad de él.
Los restos del hombre que era Lander sentirían cierto dolor, se estremecerían violentamente como las patas de una rana al arrojarla a una cacerola, lloraría de alivio. Pero nunca más volvería a hundir sus dientes en el palpitante corazón de la ira. La ira no destrozaría nunca más su corazón ni refregaría sus fragmentos contra su cara.
Lo que quedaba viviría en medio de la ira porque había sido engendrado en la ira y ésta constituía su elemento, donde crecía tal como un mamífero crece con el aire que respira.
Se levantó, se lavó la cara, y cuando salió de su casa para regresar a Florida lo hizo con paso firme. Su mente era tan fría como la sangre de un reptil. No había más diálogos en su interior. Se oía solamente una voz ahora. El hombre funcionaba perfectamente porque el niño lo precisaba, necesitaba su mente rápida y sus manos hábiles. Para encontrar su propio alivio. Matando y matando y matando. Y muriendo.
No sabía todavía qué iba a hacer, pero la idea se le ocurriría al sobrevolar los estadios repletos de gente semana tras semana. Y cuando supo qué era lo que quería hacer, buscó el medio para hacerlo, pero Dahlia se presentó antes. Y Dahlia se enteró de todas estas cosas y dedujo todo lo demás.
Estaba borracho cuando le contó que había descubierto a Margaret con su amante en su propia casa, pero luego se puso violento. Ella le dio un golpe detrás de la oreja con el filo de la mano y lo dejó inconsciente. A la mañana siguiente cuando se despertó no recordaba que ella le había pegado.
Dos meses transcurrieron antes de que Dahlia estuviera segura de él, dos meses de escuchar, observarlo construir, planear y volar, acostada junto a él durante las noches.
Cuando estuvo bien segura le contó a Hafez Najeer lo que había averiguado y éste dio su aprobación.
Y ahora que los explosivos estaban en alta mar, dirigiéndose rumbo a los Estados Unidos a una velocidad de doce nudos en el carguero Leticia, todo el proyecto se veía amenazado por la traición del capitán Larmoso, y quizás por la del propio Benjamín Muzi. ¿Habría inspeccionado Larmoso el contenido de los cajones cumpliendo órdenes de Muzi?
Quizá éste había decidido quedarse con el primer pago, denunciar a Lander y a Dahlia a las autoridades y vender el plástico en otra parte. En ese caso, no podían correr el riesgo de recoger los explosivos en los muelles de Nueva York. Tendrían que buscarlos en el mar.