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– Le dije que podía irse a la cama pero respondió que tenía órdenes de entregarle personalmente la caja -le explicó a Kabakov el coronel Weisman, agregado militar, mientras se dirigían al salón de reuniones de la embajada israelí.

El joven capitán cabeceaba en su silla cuando Kabakov abrió la puerta. Se puso en pie de un salto.

– Mayor Kabakov. Soy el capitán Reik. El paquete de Beirut, señor.

Kabakov hizo un esfuerzo por sofocar la urgente necesidad de abrir la caja y revisar su contenido. Reik había realizado un largo viaje.

– Lo recuerdo muy bien, capitán. Usted estaba a cargo del mortero en Qanaabe. -Se estrecharon la mano demostrando gran entusiasmo el más joven de los dos.

Kabakov se dirigió a la mesa donde había depositado la caja de cartón. Medía sesenta centímetros de largo por treinta de profundidad y estaba atada con un cordel. Sobre la tapa podía leerse escrito en idioma árabe: «Pertenencias personales de Abu Ali, calle Verdun 18, fallecido. Expediente 186047. Debe conservarse hasta el 23 de febrero». En uno de los ángulos de la caja podía apreciarse un gran agujero. El agujero de una bala.

– El Servicio de Inteligencia la revisó en Tel Aviv -dijo Reik-. Había polvo en los nudos. Dedujeron que no había sido abierta desde bastante tiempo atrás.

Kabakov quitó la tapa y desparramó el contenido sobre la mesa. Un reloj despertador con el cristal roto. Dos frascos de pastillas. Una chequera. Un cargador para una pistola automática Llama -Kabakov estaba seguro de que la pistola había sido robada-, un estuche para gemelos, unos anteojos torcidos, y unos cuantos periódicos. Indudablemente la policía se había incautado de todos los artículos valiosos y lo que quedaba había sido cuidadosamente revisado por Al Fatah.

Kabakov se sintió muy desilusionado. Esperaba que por una vez el obsesivo secreto de Septiembre Negro se volvería en contra de dicha organización terrorista, que la persona designada para revisar las pertenencias de Abu Ali no supiera distinguir lo peligroso de lo inofensivo, y pasar por alto entonces una clave fundamental. Miró a Reik y le dijo:

– ¿Cuál fue el precio de esto?

– Yoffee fue herido superficialmente en el muslo. Le envió un mensaje, señor, dijo…-El capitán tartamudeó.

– Prosiga.

– Dijo que le debía una botella de Remy Martin y… que no se le ocurriera mandarle ese pis de cabra con que los convidó en Kuneitra, señor.

– Comprendo- respondió Kabakov sonriendo a pesar de todo. Por lo menos esa colección de porquerías no había costado ninguna vida.

– Yoffee fue el que entró -prosiguió Reik-. Tenía unas extrañas credenciales de una firma de abogados sauditas. Decidió que trataría de conseguirla con una sola maniobra, en lugar de sobornar al empleado de antemano, para que no tuvieran tiempo de revisar la caja y entregarle una llena de porquerías. Le dio tres libras libanesas y le pidió permiso para ver la caja. El empleado la buscó pero la guardó debajo del mostrador y le explicó que iba a tener que solicitarle una autorización al oficial de guardia. Eso hubiera significado normalmente otro soborno, pero Yoffee no confiaba demasiado en sus credenciales. Le dio un golpe al empleado y se apoderó de la caja. Tenía un Mini Cooper afuera y todo anduvo bien hasta que dos patrulleros bloquearon el Mazraa delante de sus narices en la calle Unesco. Por supuesto que los esquivó subiéndose a la calzada, pero recibieron unos cuantos balazos. Avanzó por Ramlet el Baida llevándoles cinco manzanas de ventaja. Jacoby piloteaba el Huey y se acercaba a rescatarlo. Yoffee trepó por la ventana corrediza del techo del coche mientras estaba todavía en movimiento y lo rescatamos. Bajamos hasta una altura de cien pies en la oscuridad. El helicóptero está equipado con ese nuevo dispositivo que indica las ondulaciones del terreno y lo que hay que hacer es esperar.

– ¿Usted estaba en el helicóptero?

– Sí, señor. Yoffee me debe dinero.

Kabakov imaginó lo que habría sido el trayecto en la oscuridad mientras el helicóptero negro esquivaba las colinas.

– Me sorprende que hayan tenido suficiente autonomía de vuelo.

– Tuvimos que bajar en Gesher Haziv.

– ¿Los libaneses no enviaron sus aviones?

– Sí señor, casi al final. La noticia no se difundió tan rápidamente. Regresamos a Israel veinticuatro minutos después de que la policía avistó el helicóptero.

Kabakov no pensaba demostrar su desilusión por el contenido de la caja, sobre todo cuando tres hombres habían arriesgado sus vidas para conseguirla. En Tel Aviv debían considerarlo un grandísimo tonto.

– Muchas gracias, capitán Reik, por el increíble trabajo realizado. Dígale lo mismo a Yoffee y Jacoby de mi parte. Vaya ahora a dormir. Es una orden.

Kabakov y Weisman permanecieron sentados frente a la mesa donde estaban desparramadas las pertenencias de Abu Ali. Weisman guardaba un cauto silencio. No había papeles personales de ninguna clase, ni siquiera una copia de «La Lucha Política y Armada», el omnipresente manual de Al Fatah. Eran indudablemente las pertenencias de Abu Ali. Kabakov echó un vistazo a los periódicos. Dos ejemplares de Al-Tali'ah, publicación mensual egipcia. Aquí había algo subrayado…«el rumor sobre el poderío del Servicio de Inteligencia Israelí es un mito. Israel no está tan adelantada como lo que se dice en su Servicio de Inteligencia» -Kabakov refunfuñó. Abu Ali estaba burlándose de él desde la tumba.

Había además unos ejemplares viejos del periódico «Al-Hawadess» de Beirut. Un ejemplar de «Paris-Match». Otro del «Sports Illustrated» fechado el 21 de enero de 1974. Kabakov frunció el ceño al verlo. Lo cogió y comprobó que era la única publicación en lengua inglesa de la caja. La portada tenía una mancha oscura, probablemente de café. Lo revisó una y otra vez. Se refería principalmente a fútbol. El próximo partido árabe, pero el principal artículo era sobre…Kabakov pensaba rápidamente. Fasil. Munich. Deportes. La grabación decía:«Empezar un nuevo año con derramamiento de sangre»

Weisman levantó rápidamente la vista al oír la voz de Kabakov. -¿Qué sabe usted sobre este «Super Bowl», coronel Weisman?

John Baker, director del FBI, se quitó las gafas y se restregó el puente de la nariz.

– Es una hipótesis de considerable magnitud, caballeros.

Corley se agitó en su asiento.

Kabakov estaba cansado de hablarle al inexpresivo Baker, cansado de la prudencia con que Corley enunciaba observaciones a su jefe.

– Es algo más que una hipótesis. Mire los hechos…

– Lo se, lo sé, mayor. Lo ha expuesto con gran claridad. Usted piensa que el objetivo es el Super Bowl porque este hombre… Fasil ¿verdad?, organizó el ataque de Septiembre Negro en la Villa Olímpica; porque la grabación que secuestraron en Beirut menciona un atentado que deberá realizarse a principios de año y porque el presidente piensa asistir al partido. -Era como si recitara las distintas partes de una oración.

– Y porque será transmitido en directo por la red televisiva con un terrible impacto sobre el público -dijo Corley.

– Pero todo este razonamiento se origina en el hecho de que este hombre, Ali, tenía en su poder una copia del «Sports Illustrated» y ni siquiera tiene la certeza de que Ali formara parte del golpe. -Baker miró por la ventana como si pudiera encontrar en esa tarde gris y en las calles de Washington la respuesta al interrogante.

Baker tenía sobre la mesa el informe 302, confeccionado por Corley con todo lo referente al caso. Kabakov se preguntaba a sí mismo para qué lo habrían hecho venir, pero de repente comprendió que Baker, profesionalmente paranoico, quería verlo. Quería investigar la fuente con sus propios instintos policiales. Kabakov advirtió rasgos de firmeza en la cara de Baker. Sabe que va a tener que hacer algo, pensó Kabakov. Pero necesita que yo discuta con él el asunto. No le gusta que le digan lo que debe hacer, pero quiere obedecer las indicaciones. Tiene que hacer algo y ahora. Dejémoslo preocuparse. Es su turno.

– Gracias por haberme dedicado parte de su valioso tiempo, señor Baker -dijo Kabakov poniéndose de pie.

– Un momento, mayor, si no le importa. Ya que usted tiene experiencia con este tipo de cosas, ¿cómo cree que procederán? ¿Esconderán el plástico en el estadio y cuando esté lleno de gente amenazarán con hacerlo volar si no se cumple con ciertos requerimientos: libertad para Sirhan Sirhan, suspender la ayuda a Israel, ese tipo de cosas?

– No pedirán nada. Lo harán volar y luego se adjudicarán la autoría.

– ¿Qué lo lleva a pensar así?

– ¿Qué es lo que usted puede darles? La mayor parte de los terroristas detenidos por secuestros de aviones están en libertad. Los de Munich fueron liberados para que devolvieran otros rehenes de un subsiguiente acto de piratería aérea. Lelia Khaled recobró la libertad en la misma forma. Los guerrilleros que asesinaron a los miembros de vuestra representación diplomática en Khartoum fueron devueltos a su país de origen por las autoridades sudanesas. Están todos libres, señor Baker.

¿Suspender la ayuda de Israel? De hacerse esta promesa, no existen garantías. En primer lugar la promesa no se haría y de todos modos no se mantendría por haber sido formulada a la fuerza. Además para utilizar rehenes es necesario haberlos apresado antes. Eso no puede hacerse en un estadio. Cundiría el pánico y el público se precipitaría a las salidas, aplastando a unos cuantos en el camino. No, lo harían volar sin más trámite.

– ¿Cómo?

– No lo sé. Teniendo en su poder media tonelada de plástico podrían tirar abajo dos costados de las tribunas, pero para estar seguros de lograrlo tendrían que poner cargas en distintos lugares y detonarlas simultáneamente. Eso no sería sencillo. Fasil no es ningún tonto. Hay demasiadas transmisiones radiales en un evento así, para hacerlo estallar usando una señal electrónica de control remoto, y el hecho de tener que colocarlo en distintos lugares aumenta las posibilidades de ser descubierto.

– Podemos verificar que el estadio esté limpio -dijo Corley-. Será un trabajo espantoso pero podemos hacerlo.

– El Servicio Secreto querrá encargarse de realizar personalmente esa tarea, supongo, pero necesitarán ayuda -dijo Baker.

– Podemos investigar todo el personal asignado al Super Bowl, revisaremos los carritos de salchichas, los puestos de bebidas, podemos prohibir la entrada de paquetes -prosiguió Corley-. Podemos emplear perros y detectores electrónicos. Todavía tenemos tiempo de entrenar los perros utilizando el plástico que encontramos en el barco.

– ¿Y qué pasa con el cielo? -dijo Kabakov.

– Usted está pensando en ese asunto del piloto y la carta marítima, indudablemente -dijo el director del FBI-. Creo que podremos prohibir los vuelos en aviones privados durante la realización del partido. Lo verificaremos con la Federal Aviation Agency. Esta tarde llamaré a las respectivas oficinas. Sabremos algo más para entonces.

Lo dudo, pensó Kabakov.

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