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El jet se acercaba a Nueva Orleans sobre el lago Pontchartrain manteniéndose a una considerable altura del agua, pero luego se zambulló violentamente en dirección al aeropuerto internacional. Ese rápido descenso hizo que Muhammad Fasil experimentara una desagradable sensación en su estómago, haciéndolo maldecir para sus adentros.

¡Neumonía! ¡El precioso protegido de la mujer se emborrachó y quedó tendido bajo la lluvia! El muy tonto estaba semiinconsciente y débil como un gatito, y la mujer sentada junto a él en el hospital lo miraba con cara tierna. Por lo menos iba a encargarse de que no pronunciara ni una palabra respecto de la misión. Fasil pensó que las posibilidades de que Lander pudiera pilotear el dirigible el día del gran partido eran prácticamente nulas. Cuando se convenciera finalmente de ello esa porfiada mujer, cuando comprobara que lo único que podía hacer Lander era vomitar en su mano, entonces lo mataría y se reuniría con Fasil en Nueva Orleans. Le había dado su palabra.

Fasil estaba desesperado. El camión que transportaba la bomba iba puntualmente camino hacia su destino. Tenía lista la bomba pero no tenía cómo utilizarla. Debía planear otra solución y ése era el lugar indicado para hacerlo, el lugar donde debía ocurrir el atentado. Hafez Najeer había cometido un gran error al permitir que Dahlia Iyad se hiciera cargo de esa misión, se dijo Fasil por centésima vez. Bueno, ya no la controlaba más. El nuevo plan sería suyo.

El aeropuerto estaba lleno de personas que venían a presenciar el Sugar Bowl, el partido por la copa invitación intercolegial, que se jugaría dentro de tres días en el estadio de Tulane. Fasil llamó a ocho hoteles. Todos estaban completos. Tuvo que conformarse con un cuarto en la YMCA (Young Men's Christian Association).

El pequeño cuarto donde apenas tenía sitio para estirar las piernas contrastaba tristemente con el Plaza de Nueva York, donde había dormido la noche anterior, el Plaza con las banderas de dignatarios extranjeros flameando en el frente y un telefonista acostumbrado a realizar llamadas internacionales. Las banderas de Arabia Saudita, Irán y Turquía figuraban entre otras durante la actual sesión de las Naciones Unidas y las llamadas al Oriente Medio eran muy frecuentes. Fasil podría haber hablado con Beirut sentado cómodamente en su habitación y haber hecho los arreglos para que se presentaran en Nueva Orleans los pistoleros que le hacían falta. Había terminado de codificar su mensaje y estaba a punto de hacer su llamada cuando fue interrumpido por una llamada de Dahlia, anunciándole el estúpido traspié de Lander. Fasil rompió furioso el mensaje para Beirut y lo arrojó por el inodoro de su elegante baño.

Ahora estaba encerrado en ese sofocante cuartucho de Nueva Orleans con el plan hecho pedazos. Era hora de inspeccionar el lugar. Fasil no conocía el estadio de Tulane. Había dejado a Lander hacerse cargo de todo eso. Salió a la calle presa de gran amargura y le hizo señas a un taxi para que se detuviera.

¿Cómo se las arreglaría para realizar el atentado? Tendría el camión y la bomba. Todavía le quedaba tiempo para buscar dos pistoleros. Contaría con los servicios de Dahlia a pesar de que su infiel había quedado eliminado. Si bien Fasil era ateo, siempre pensaba en Lander como en un infiel y escupía al musitar el nombre.

El taxi se dirigió por la autopista nacional 90 rumbo a la parte baja de la ciudad y tomó hacia al Sudeste, en dirección al sol. El chofer repetía un monólogo en un dialecto apenas inteligible para Fasil.

– Estos vagos no quieren trabajar. Quieren ganar dinero sin hacer nada -decía el chofer-. El hijo de mi hermana me ayudaba cuando yo trabajaba de fontanero, antes de que se me arruinara la espalda. Pero la mitad de las veces no podía encontrarlo. No se puede trabajar de fontanero sin un ayudante. Hay que salir de abajo de la casa todo el tiempo si no tiene quien le alcance las herramientas. Por eso es que se me arruinó la espalda, a fuerza de arrastrarme para entrar y salir.

Fasil no veía el momento de que se callara. Pero no fue así.

– Ese es el Superdome, que me parece que jamás van a terminar. Primero dijeron que iba a costar ciento sesenta y ocho millones y ahora resulta que cuesta doscientos. Todo el mundo asegura que lo compró Howard Hughes. Qué lío. Los metalúrgicos se fueron primero y luego…

Fasil miró la gran mole del estadio cerrado con una enorme cúpula. Estaban trabajando en él a pesar de ser fiesta. Podía ver pequeñas figuras que se movían. En los primeros momentos de su misión se corrió la voz de que el Superdome estaría terminado a tiempo para que se jugara allí el Super Bowl, por lo tanto el dirigible no sería utilizado. Pero todavía se veían partes del techo sin terminar. De todos modos ya no tenía importancia, pensó Fasil fastidiado.

Decidió investigar la posibilidad de utilizar gas tóxico en estadios cerrados. Podría resultar una técnica útil para el futuro.

El taxi se internó por la banda de alta velocidad, y su conductor seguía charlando por encima de su hombro.

– No sé si sabe que en un momento dado pensaron qué podría jugarse allí el Super Bowl. Y ahora tienen que pagar un terrible precio que toda la ciudad protesta porque no está listo todavía. Les dan dos veces y media su paga habitual para que sigan trabajando durante las fiestas, sabe. Están moviendo cielo y tierra para tenerlo listo para la primavera. A mí no me vendría nada mal trabajar horas extras.

Fasil estuvo por decirle al hombre que se callara pero luego cambió de idea. Quizás lo recordaría si lo trataba de malos modos.

– Usted sabe lo que pasó en Houston con el Astrodome. Se hicieron los exquisitos con los Oilers y ahora juegan en el Rice Stadium. Estos tipos no quieren que pase lo mismo. No pueden dejar de tener a los Saints, ¿comprende? Quieren que todo el mundo vea que siguen adelante con la obra, el NFL y demás, por eso es que trabajan durante las fiestas también. ¿Usted cree que yo no sería capaz de trabajar durante Navidad y Año Nuevo si me pagan dos veces y media el sueldo normal? Ja. Mi señora se quedaría sola con el arbolito.

El taxi siguió por la carretera 90 en dirección al Noroeste y el chofer bajó el parasol. Estaban acercándose a la universidad de Tulane.

– Ese de la izquierda es el Ursuline College. ¿A qué lado del estadio quiere ir, a Willow Street?

– Sí.

Fasil sintió una gran excitación al ver la enorme mole marrón grisácea del estadio. Las películas de Munich se repetían en su cerebro.

Era muy grande. Recordó la primera vez que vio un portaaviones. Alto, alto, sin límites. Se bajó del taxi y golpeó la puerta con su máquina fotográfica.

Estaba abierta la entrada Sudeste. Empleados encargados del mantenimiento entraban y salían rápidamente terminando los preparativos para el próximo partido, el Sugar Bowl. Fasil tenía preparada su credencial de periodista y las otras que había traído desde las Azores, pero no lo detuvieron. Miró los amplios y sombríos espacios debajo de las tribunas, atravesados por intrincados tubos de acero y luego salió a la cancha.

¡Qué grande era! Su tamaño lo entusiasmó. El césped artificial era nuevo, y los números blancos resaltaban contra el verde esmeralda. Pisó el césped y casi retrocedió. Experimentó la sensación de estar pisando carne. Caminó por la cancha sintiendo la presencia de innumerables filas de butacas. Resulta difícil caminar por la cancha de un estadio, por más que se trate de un estadio vacío, sin experimentar la sensación de ser observado. Se dirigió rápidamente hacia el lado Oeste y subió por las tribunas hasta los palcos reservados para la prensa.

Miró hacia lo alto, hacia la curva formada por las tribunas y recordó las curvas idénticas de la bomba y a pesar de sí mismo, quedó impresionado por el genio de Michael Lander.

El estadio desplegaba sus costados hacia el cielo, como una boca abierta, esperando. Fasil sintió una emoción muy próxima a la lujuria al pensar en esas tribunas colmadas por 80.985 personas, moviéndose en sus asientos, dando vida al hierro y el cemento. Era una suave apertura al Templo de la Guerra. Dentro de poco esos flancos abiertos estarían atestados de personas que esperarían ansiosas.

– Quss ummak -musitó Fasil. Es un viejo insulto árabe que quiere decir «la vulva de tu madre».

Pensó en las distintas posibilidades. Cualquier explosión dentro o próxima al estadio garantizaría titulares en los periódicos del mundo entero. Las puertas no eran realmente tan sólidas. Posiblemente el camión podría tirar abajo una de las cuatro entradas y llegar a la cancha antes de que detonara la bomba. Habría indudablemente muchas bajas, pero gran parte de la explosión se desperdiciaría abriendo un gran cráter en la tierra. Existía además el problema de un embotellamiento de tráfico en las estrechas calles adyacentes al estadio. ¿Y si llegaban a estar estacionados frente a las entradas vehículos para emergencias? Si concurría el presidente habría hombres armados en las puertas. ¿Qué pasaría si mataban al chofer antes de que hiciera estallar la bomba? ¿Quién conduciría el camión? El no, por cierto. Dahlia entonces. Tenía el coraje necesario para hacerlo, de ello no cabía la menor duda. La alabaría luego póstumamente durante su conferencia de prensa en el Líbano.

Quizás un vehículo para emergencias, una ambulancia, tendría más posibilidades. Podría entrar a la cancha haciendo sonar la sirena.

Pero la barquilla era demasiado grande para caber en el interior de una ambulancia común y el camión actual no tenía ningún aspecto de vehículo para emergencias. Sin embargo, se parecía a los utilizados para transportar equipos de televisión. Aunque un vehículo de emergencia sería mejor. Un furgón grande, entonces. Lo pintaría de blanco con una cruz roja. Hiciera lo que hiciera, tendría que darse prisa. Faltaban sólo catorce días.

El cielo abierto pesaba sobre Fasil mientras estaba parado en la parte más alta de las tribunas y el viento agitaba el cuello de su abrigo. El cielo abierto e indefenso era un magnífico acceso pensó amargamente. Robar un avión y meter la barquilla dentro era prácticamente imposible. Aun si consiguiera cargar la barquilla valiéndose de una treta como si fuera una carga común, no estaba seguro de que Dahlia pudiera obligar a un piloto a descender lo suficiente sobre el estadio, ni siquiera con un revolver en su sien.

Fasil miró hacia el Noreste estudiando las siluetas que se perfilaban contra el cielo de Nueva Orleans. El Superdome a dos kilómetros, el Hotel Marriott, el Internacional Trade Mart. Detrás de ese grupo de edificios, a menos de ocho kilómetros, estaba el Lakefront Airport de Nueva Orleans. El enorme e inofensivo dirigible vendría desde ese lugar hasta el Super Bowl el 12 de enero, mientras él se quedaba en tierra luchando como una hormiga. Malditos sean Lander y su prole podrida hasta la décima generación.

Fasil tuvo durante un instante la visión de lo que podía haber sido el atentado. El plateado y resplandeciente dirigible avanzando inadvertido en un primer momento por la multitud concentrada en el partido. Luego más y más espectadores alzando la cabeza al ver aproximarse su enorme, inmensa silueta, cada vez más baja, hasta quedar suspendido sobre sus cabezas, oscureciendo con su sombra el campo de juego y algunos espectadores mirando directamente a la barquilla en el momento en que explotaba con un fogonazo como si estallara el sol, las tribunas que se estremecían, probablemente desmoronándose, atestadas de quinientas toneladas de carne destrozada. El estampido ensordecedor y la onda expansiva sintiéndose en todos los edificios altos, rompiendo las ventanas de las casas en veinte kilómetros a la redonda, haciendo cabecear a los barcos como si fuera un monzón. Y el viento gritando por encima de las torres del Templo de la Guerra:


¡Fasiiiiiil!


Hubiera sido increíblemente bello. Tuvo que sentarse porque estaba temblando. Hizo un esfuerzo por pensar nuevamente en las restantes posibilidades. Trató de reducir sus pérdidas. Cuando se tranquilizó nuevamente se sintió orgulloso por la fuerza de su carácter, por su paciencia frente a la adversidad. Era Fasil. Trataría de hacerlo lo mejor posible.

Los pensamientos de Fasil se concentraron en camiones y pintura mientras regresaba a Nueva Orleans. Todo no está perdido, se dijo a sí mismo. Quizás era mejor así. La intervención del norteamericano había empañado siempre la misión. Ahora él era el único responsable del golpe. No sería tan espectacular, quizás; no tendría un cien por ciento de eficacia como si hubiera sido lanzada desde el aire, pero él adquiriría de todos modos un gran prestigio, y se realzaría la importancia del movimiento guerrillero, agregó rápidamente para sus adentros.

Tenía ahora a su derecha el estadio cerrado. El sol se reflejaba en la cúpula metálica. ¿Y qué era eso que se alzaba por detrás? Un helicóptero del tipo «guinche aéreo». Estaba levantando algo. Una pieza de una máquina. Avanzaba en ese momento sobre el techo. Un grupo de obreros esperaban junto a una de las aberturas de la cúpula. La sombra del helicóptero se deslizó por ésta y los cubrió. Lenta y delicadamente descargó la máquina el pesado objeto dentro del agujero del techo. El casco de uno de los obreros voló y cayó por la cúpula como si fuera un pequeño puntito, rebotando arrastrado por el viento. El helicóptero ascendió nuevamente, liberado de su carga y desapareció de la vista detrás del inconcluso Superdome.

Fasil dejó de pensar en camiones. No tendría problemas en conseguir un camión. Su cara se cubrió de gotas de sudor. Pensaba si el helicóptero trabajaría también los domingos. Le pidió al chofer que le condujera al Superdome.

Dos horas más tarde Fasil estaba en la biblioteca pública estudiando un párrafo de «Jane's All the World's Aircraft». De la biblioteca pasó al hotel Monteleone, donde copió el número de uno de los teléfonos del vestíbulo. Copió el número de otro teléfono público en la Union Passenger Terminal, y se dirigió luego a la oficina de Western Union. Pidió un formulario de telegrama y redactó cuidadosamente un mensaje consultando repetidas veces una pequeña tarjeta con números de un código pegada en el interior del estuche de su máquina fotográfica. En cuestión de minutos el breve mensaje personal fue transmitido por la extensa línea submarina hasta Benghazi, Libia.

Fasil volvió a la terminal a las nueve de la mañana del día siguiente. Quitó un papel engomado amarillo en el que podía leerse «no funciona» de un teléfono situado junto a la entrada y lo pegó en el teléfono que había elegido y que estaba situado al final de la hilera de casillas. Miró su reloj. Faltaba media hora. Se sentó en un banco cerca del teléfono y se dispuso a leer el periódico.

Fasil no había abusado hasta entonces de las conexiones de Najeer en el Líbano. Y no se atrevería a hacerlo ahora de haber estado éste vivo. Se había limitado a recoger el explosivo plástico en Benghazi una vez que Najeer hizo los arreglos necesarios, pero el nombre de «Sofia», que Najeer había adoptado como código para la misión, había servido para abrirle todas las puertas en Benghazi. Lo incluyó en su telegrama y confiaba en que volvería a dar resultado.

El teléfono sonó a las nueve y treinta y cinco. Fasil contestó a la segunda llamada.

– ¿Hola?

– Sí. Estoy tratando de hablar con la señora Yusuf -Fasil reconoció a pesar de la mala conexión la voz del oficial libio que actuaba como enlace con Al Fatah.

– Busca entonces a Sofía Yusuf.

– Adelante.

Fasil habló rápidamente. Sabía que el libio no permanecería mucho tiempo en el teléfono.

– Necesito un piloto capaz de manejar un helicóptero de carga modelo Sikorsky S-58. Prioridad absoluta. Debe presentarse en Nueva Orleans dentro de seis días. Debe ser sacrificable -Sabía que estaba pidiendo algo extremadamente difícil. Sabía también que Al Fatah disponía de grandes recursos en Benghazi y Trípoli. Prosiguió rápidamente antes de que el oficial pusiera objeciones-. Es similar a las máquinas rusas utilizadas en la represa de Assuan. Lleve la petición al más alto nivel. El más alto. Estoy investido de la autoridad de Once -Once era Hafez Najeer.

La voz del otro extremo era suave, como si el hombre tratara de susurrar en el teléfono.

– Quizá no encuentre semejante hombre. Me parece muy difícil. Seis días es muy poco tiempo.

– Si no lo consigo para entonces no me servirá de nada. Se perderá mucho. Me es absolutamente necesario. Llámeme dentro de veinticuatro horas al otro número. Prioridad absoluta.

– Comprendo -dijo la voz a diez mil kilómetros de distancia. La línea enmudeció.

Fasil se alejó del teléfono y salió de la terminal con paso rápido. Era muy peligroso comunicarse directamente con el Oriente Medio, pero el escaso tiempo de que disponía justificaba correr el riesgo. La petición de un piloto era difícil de satisfacer. No había ninguno entre los fedayines. Manejar un helicóptero de carga con un objeto pesado suspendido debajo de él requiere una gran habilidad. No abundan los pilotos capaces de hacerlo. Pero los libios habían ayudado anteriormente a Septiembre Negro. ¿Acaso el coronel Khadafy no había cooperado con el ataque de Khartoum? Las armas utilizadas para asesinar a los diplomáticos norteamericanos habían sido metidas en el país por un diplomático libio. El tesoro de Libia facilita anualmente treinta millones de dólares a Al Fatah. ¿Cuánto podía valer un piloto? Fasil tenía razón en no perder las esperanzas. ¡Si consiguieran encontrarlo pronto!

El límite de seis días impuesto por Fasil no era estrictamente exacto, ya que faltaban dos semanas hasta el Super Bowl. Pero iba a ser necesario modificar la bomba para poder transportarla en otra máquina diferente a la original, y necesitaba tiempo y la experimentada ayuda del piloto.

Fasil comparó las posibilidades de encontrar un piloto y el riesgo inherente a pedir uno, contra el magnífico resultado que podía obtenerse de encontrarlo. Consideró que valía la pena correr el riesgo.

¿Y si su telegrama, aparentemente inocente, llegaba a ser examinado por las autoridades de los Estados Unidos? ¿Qué pasaría si el judío Kabakov conocía el número de código utilizado para los teléfonos? Fasil pensó que eso no era muy probable, pero no le impidió sentirse incómodo. Era indudable que las autoridades estaban buscando el plástico, pero no conocían la naturaleza de la misión. No había nada que los hiciera pensar en Nueva Orleans.

Se preguntó para sus adentros si Lander seguiría delirando. Tonterías. La gente no delira ya por fiebre alta. Pero los locos desvarían a veces, con o sin fiebre. Dahlia lo mataría a la primera indiscreción.


En ese momento ocurrían en Israel una serie de cosas que harían sentir mucho más su peso en la petición de Fasil que cualquier influencia del fallecido Hafez Najeer. Catorce pilotos israelíes subían a bordo de siete Phantom caza-bombarderos F-4 en una base aérea de Haifa. Corrieron por la pista, distorsionando el calor el aire detrás de ellos, como un vidrio resquebrajado. Avanzaron de a dos por el asfalto y ascendieron al cielo dando un largo giro que los condujo sobre el Mediterráneo, hacia el Oeste, rumbo a Tobruk, Libia, al doble de la velocidad del sonido.

Era una incursión en represalia. Humeaban todavía los escombros de la casa de apartamentos de Rosh Pina destruida por cohetes rusos Katyusha, suministrados a los fedayines por Libia. Está vez la represalia no sería contra las bases de los fedayines en el Líbano y Siria. Esta vez sufrirían las consecuencias los proveedores.

El jefe de la escuadrilla divisó a los treinta y nueve minutos de despegar un carguero libio. Estaba exactamente en el lugar que les había indicado el Mossad, a dieciocho millas de Tobruk rumbo al Este, cargado con armas para los guerrilleros. Pero tenían que tener la absoluta certeza. Cuatro Phantoms permanecieron en lo alto para cubrir a los otros del fuego antiaéreo árabe. Los otros tres se lanzaron en picada. El guía aceleró a doscientos nudos, y pasó sobre el barco a dieciocho metros de altura. No estaban equivocados. Los otros tres se lanzaron entonces hacia el barco, descargaron sus bombas y ascendieron velozmente otra vez. No resonaron gritos de victoria en las cabinas cuando el barco se incendió. Los israelitas escudriñaron esperanzadamente el cielo durante el viaje de regreso. Se sentirían mucho mejor si vieran aparecer los MIG.

El Comando revolucionario de Libia fue presa de una terrible ira de resultas del ataque israelí. Nunca se sabrá quién de entre ellos estaba enterado del golpe programado por Al Fatah en los Estados Unidos. Pero un engranaje se puso en marcha en los iracundos pasillos de Benghazi.

Los israelitas habían atacado con aviones que les habían dado los norteamericanos.

Ellos eran los que habían dicho: «Los proveedores sentirán las consecuencias».

Así sería.

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