16

Eddie Stiles estaba sentado junto a la ventana del bar Acuario de la ciudad de Nueva York bastante preocupado. Desde su mesa podía ver a Rachel Bauman, a veinte metros de distancia, apoyada contra la baranda de la jaula de los pingüinos. El origen de sus preocupaciones no era Rachel Bauman sino los dos hombres que estaban a su lado. A Stiles no le gustaba en lo más mínimo su aspecto. El de la izquierda parecía el Hombre Montaña. El otro era un poco más bajo pero su aspecto era peor. Poseía esos movimientos fáciles y escuetos y el equilibrio que Eddie había aprendido a temer. Los hombres violentos que integraban el submundo de Eddie se movían en esa forma. Los lujosos. Muy diferentes de los fortachones utilizados por los explotadores, esos tipos robustos y duros bien afirmados sobre los talones.

No le gustaba la forma en que los ojos de ese hombre inspeccionaban las partes altas, el techo del lugar reservado para los tiburones, los cercos en las dunas que separaban el Acuario de la pasarela de Coney Island. Barría el terreno con su mirada, inspeccionándolo minuciosamente, al estilo de un soldado de infantería, desde cerca hasta lo lejos, y meneando todo el tiempo el dedo en dirección a un pingüino.

Eddie estaba arrepentido de haber elegido este lugar para el encuentro. La concurrencia de un día de semana no era lo suficientemente numerosa como para proporcionarle la tranquilizadora sensación de anonimato.

La doctora Bauman le había dado su palabra de que no se vería mezclado en el asunto. Nunca le había mentido. Su vida, la que estaba tratando de construir, estaba basada en lo que había aprendido de su persona gracias a la ayuda de la doctora Bauman. Si eso no era cierto, entonces nada era cierto. Terminó de un trago su café, bajó rápidamente las escaleras y pasó junto al tanque de la ballena. La oyó resoplar antes de llegar al tanque. Era una ballena asesina de doce metros de largo, cuyas rayas blancas y negras le daban un aspecto muy elegante. En ese momento se estaba llevando a cabo una representación. Un hombre joven que estaba sobre una plataforma situada sobre el agua sujetaba en su mano un pescado que lanzaba brillantes reflejos con la pálida luz invernal. Se formó una onda sobre la superficie del agua a lo largo del tanque al aproximarse desde abajo la ballena con la velocidad de una locomotora. Emergió verticalmente y su enorme silueta pareció suspendida en el aire durante un instante mientras agarraba el pescado con sus dientes triangulares.

Eddie oyó los aplausos a sus espaldas al bajar la escalera que conducía a la galería inferior, flanqueada por esos enormes ventanales de vidrio. El cuarto estaba semioscuro y húmedo, su iluminación provenía de la luz del sol que se filtraba entre el agua azul-verdosa del tanque de la ballena. Eddie miró al interior. La ballena se movía, sobre el fondo salpicado de manchas de luz, dando vueltas y vueltas, masticando. Tres familias bajaron por la escalera y se pararon junto a él. Todo tenían niños gritones.

– No puedo ver, papito.

El padre alzó al niño para colocarlo sobre sus hombros, le golpeó la cabeza contra el techo y se lo llevó afuera llorando.

– Hola, Eddie -dijo Rachel.

Sus dos compañeros se mantuvieron del otro lado de la joven, apartados de Eddie. Eran bien educados, pensó. Si hubieran sido un par de matones se habrían parado a cada lado. Y lo mismo habrían hecho unos policías.

– Hola, doctora Bauman -sus ojos inspeccionaron por encima del hombro de la muchacha.

– Eddie, este es David y éste Robert.

– Encantado de conocerlos -Eddie estrechó la mano de los hombres. El más grande tenía un arma bajo el brazo izquierdo, no cabía la menor duda. Quizás el otro también, pero la chaqueta le quedaba mejor. Este David. Sus primeros dos dedos tenían gruesos nudillos y el costado de la mano parecía una lima para madera. No había conseguido eso jugando al yo-yo. Eddie pensó que la doctora Bauman era una mujer muy inteligente y comprensiva pero que había ciertas cosas que ignoraba en absoluto.

– Doctora Bauman, me gustaría hablar un momento con usted, en privado si no le importa.

Cuando llegaron a la otra punta del cuarto le habló al oído. Los gritos de los niños cubrían su voz.

– Doctora. Quiero que me diga si usted conoce bien a estos tipos. Sé que usted cree conocerlos, ¿pero sabe realmente lo que son? Estos son dos tipos muy duros, doctora Bauman. Hay varias clases de tipos duros. Lo sé muy bien. Pero estos son los duros más duros que conozco. Son de los que no andan con muchos miramientos. No puedo comprender qué hace usted con esta clase de gente. A menos que sean parientes suyos o algo por el estilo que no puede evitarse.

Rachel lo cogió del brazo.

– Gracias Eddie. Sé lo que quieres decir. Pero hace muchos años que conozco a estos dos. Son amigos míos.

Habían metido una marsopa en el tanque para hacerle compañía a la ballena. Estaba muy atareada escondiendo trozos de pescado en la rejilla mientras el entrenador distraía al cetáceo. La ballena pasó junto al ventanal del fondo del tanque, demorándose diez segundos en su recorrido, mirando con su ojo pequeño a las personas que conversaban del otro lado del cristal.

– El tipo de que me hablaron, Jerry Sapp, hizo un trabajito en Cuba hace unos cuantos años -le dijo Stiles a Kabakov-. ¡Cuba! Entró llevando unos cubanos de Miami y burlándose del radar costero cerca de Puerta Cabanas -Stiles miró alternativamente a Kabakov y a Rachel-. Tenían un negocio en tierra, comprende, pasaron la rompiente en un bote inflable y volvieron trayendo esa caja. No sé qué demonios era, pero este tipo no regresó a Florida. Se encontró con un guardacostas cubano en las afueras de Bahía Honda y se dirigió directamente a Yucatán. Tenía un gran tanque de reserva en la cubierta de proa.

Kabakov lo escuchaba tamborileando sus dedos sobre la baranda. La ballena se había quedado quieta ahora, descansando sobre la superficie. Su gran cola se arqueó y las aletas aparecieron tres metros por debajo de la superficie.

– Estos chicos me están rompiendo los nervios -dijo Eddie-. Alejémonos.

Se detuvieron en el oscuro pasillo frente al ventanal de los tiburones, observando sus siluetas largas y grises perpetuamente en movimiento, y los pequeños y brillantes peces que se movían a toda velocidad entre ellos.

– De todos modos, siempre me pregunté cómo hizo este tipo para acercarse así a Cuba. Desde el episodio de la bahía de Cochinos está lleno de radares por todos lados. Dice usted que este sujeto esquivó el radar de los guardacostas. Lo mismo que el otro. Por eso comencé a hacer unas cuantas preguntas respecto a este Sapp. Hace dos semanas estuvo en Sweeney's, en Asbury Park, pero nadie lo ha visto desde entonces. Su lancha es para pesca deportiva de doce metros de largo, hecha por Shing Lu. Construida en Hong Kong. Es toda de madera.

– ¿Dónde guarda la lancha? -preguntó Kabakov.

– No lo sé. Nadie parece saberlo. Quiero decir que no puedo insistir mucho, ¿comprende? Pero oiga, el barman de Sweeney's recibe mensajes para este tipo, creo que podría ponerse en contacto con él. Si se trata de un negocio.

– ¿Qué tipo de negocios le interesan?

– Depende. Tiene que estar muy bien pagado. Si se metió en este asunto que le interesa a usted, deben pagarle muy bien. Si se trataba de un contrato, si alquiló la lancha, entonces debería haber estado escuchando todo el tiempo la frecuencia de los guardacostas. ¿No habría hecho usted lo mismo?

– ¿A dónde escaparía usted si fuera este hombre?

– Habría observado la lancha durante un día entero después de su regreso para asegurarme de que no estaba siendo vigilada continuamente. Si tuviera un lugar donde poder hacerlo, la pintaría, guardaría nuevamente a bordo la documentación legítima y la modificaría. Le colocaría un aparejo para pescar atún. Buscaría un grupo de ricachones rumbo a Florida y me acoplaría a ellos. A esos tipos les encanta desplazarse en grupo.

– Déme una idea de algo que produzca buenas ganancias lejos de aquí y que pudiera haberlo tentado -dijo Kabakov-. Algo para lo que sea necesario utilizar una lancha.

– Drogas -dijo Eddie lanzando una mirada culpable a Rachel-. Heroína. Sacarla de Méjico para llevarla a Corpus Christi, digamos o Arrancas Pass en la costa de Texas. Eso podría interesarle. Pero sería necesario poner un poco de dinero, primero. Y habría que acercársele con pies de plomo. Se espantaría con gran facilidad.

– Piense en el contacto, Eddie. Y muchas gracias -dijo Kabakov.

– Lo hice por la doctora. -Los tiburones se movían silenciosamente en la piscina iluminada-. Miren, ahora voy a separarme de ustedes, no quiero seguir mirando más a esos bichos.

– Nos veremos nuevamente en la ciudad, David -dijo Rachel.

Kabakov se sorprendió al advertir una expresión de disgusto en sus ojos cuando lo miró. La muchacha y Eddie se alejaron caminando juntos, con las cabezas inclinadas, conversando. Ella había rodeado con el brazo la espalda del hombrecito.


Kabakov hubiera preferido mantener a Corley fuera del asunto. Hasta el momento, el agente del FBI no sabía nada de sus tratos con Jerry Sapp y su lancha. Kabakov quería seguir adelante solo. Necesitaba hablar con Sapp antes de que ese hombre se amparara en la Constitución.

No le importaba violar los derechos de un hombre, su dignidad o su persona si esa violación le brindaba resultados inmediatos. El hecho de hacerlo no le preocupaba, pero la simiente interior que se nutría con el éxito de esas tácticas lo hacía sentirse incómodo.

Se daba cuenta de que estaba desarrollando actitudes despreciativas hacia la red de defensas existentes entre el ciudadano y la velocidad de su investigación. No trataba de razonar sus actos con frases capciosas como «el mayor bien», porque no era un hombre reflexivo. Al mismo tiempo que creía que sus métodos eran necesarios -y le constaba que eran efectivos- temía que la mentalidad que podría adquirir un hombre al practicarlos era algo feo y peligroso, algo que tenía un rostro para él. El de Hitler.

Kabakov reconocía que las cosas que hacía dejaban marcas en su mente como así también en su cuerpo. Quería pensar que el aumento de su impaciencia ante las restricciones de la ley era exclusivamente el resultado de su experiencia, que sentía rabia contra esos impedimentos tal como sentía tirones en las viejas cicatrices durante las mañanas de invierno.

Pero eso no era totalmente cierto. El origen de sus actitudes residía en su naturaleza, y eso lo había descubierto años atrás cerca de Tiberiades en Galilea.

Estaba en camino para inspeccionar unas posiciones en la frontera siria, cuando detuvo su jeep junto a un pozo de agua en la ladera de una montaña. Un molino de viento, un viejo American Aermotor, bombeaba agua de la roca. El molino chirriaba a intervalos regulares mientras sus paletas giraban lentamente, produciendo un sonido triste en ese día luminoso y tranquilo. Recostado contra el jeep con la cara mojada todavía por el agua, Kabakov contemplaba una majada de ovejas pastando en lo alto de la ladera. Una sensación de soledad pareció agobiarlo y hacerlo tomar conciencia de la forma y posición de su cuerpo en esos enormes y agrestes espacios. Y entonces vio un águila en lo alto, dejándose llevar por una corriente de aire cálido, las plumas en las puntas de sus alas desplegadas como los dedos de la mano, planeando de costado hacia la montaña, su sombra pasaba raudamente sobre las rocas. El águila no estaba buscando ovejas, porque era invierno y no tenían corderos, pero volaba sobre la majada y cuando la vieron comenzaron a balar lastimeramente. Kabakov se mareó al observar el pájaro, pues su punto de referencia horizontal estaba distorsionado por la ladera de la montaña, y tuvo que sujetarse al jeep para no perder el equilibrio.

Comprendió entonces que le gustaba más el águila que las ovejas y que así sería siempre y que por eso mismo, porque era innato en él, jamás sería perfecto ante los ojos de Dios.

Kabakov se alegraba al pensar que nunca tendría un poder real.


Sentado en un apartamento en un rascacielos de Manhattan, pensaba en qué forma podría lograr que Jerry Sapp mordiera el anzuelo. Si lo perseguía solo, Eddie Stiles tendría que ser fatalmente el contacto. Era la única persona que conocía con acceso al ambiente criminal de los muelles. De lo contrario, tendría que recurrir a Corley. Stiles estaría dispuesto a hacerlo por Rachel.

– No -dijo ésta cuanto tomaban el desayuno.

– Lo haría si se lo pidieras. Podríamos protegerlo todo el tiempo…

– No lo hará, de modo que olvida el asunto.

Era difícil creer que veinte minutos antes había sido tan tierna y cariñosa con él, acariciando con el pelo como un suave péndulo su cara y su pecho.

– Sé que no te gusta utilizarlo, pero por Dios…

– No me gusta usarlo, no me gusta que tú me uses a mí. Yo te estoy usando también pero en otra forma diferente que no he identificado todavía. No importa que nos utilicemos el uno al otro. Tenemos algo además de eso y es bonito. Pero basta de insistir con Eddie.

Al verla sonrojarse desde el encaje del escote hasta la cara Kabakov pensó que era realmente espléndida.

– No puedo hacerlo y no lo haré -dijo- ¿Quieres jugo de naranja?

– Por favor.

Kabakov recurrió a Corley de muy mala gana. Le pasó la información que tenía sobre Jerry Sapp pero no le dijo de dónde la había obtenido.

Corley trabajó dos días con la Oficina de Narcóticos y Drogas Peligrosas. Pasó una hora hablando por teléfono con la ciudad de Méjico. Y luego se encontró con Kabakov en la oficina del FBI en Manhattan.

– ¿Averiguó algo sobre el griego?

– Todavía no -respondió Kabakov-. Moshevsky sigue investigando en los bares. ¿Qué pasa con Sapp?

– La Agencia no tiene ningún prontuario sobre Jerry Sapp -dijo Corley-. Sea quien sea, está limpio bajo ese nombre. No figura tampoco en los registros de los guardacostas. Sus archivos no son tan minuciosos como para darnos los detalles que precisamos. La pintura servirá para compararla, pero no para localizar el origen. No es pintura de barcos. Es una marca comercial de un semiesmalte aplicado sobre una gruesa mano de pintura de fondo, que se puede comprar en cualquier parte.

– Dígame qué sabe sobre las drogas.

– A eso voy. Esto es lo que averigüé. ¿Leyó por casualidad lo del caso Krapf-Mendoza en Chihuahua? Bueno, yo tampoco conocía los detalles. Desde 1970 a 1973 entraron ciento quince libras de heroína a este país. Dirigidas a Boston utilizando un sistema muy ingenioso. Por cada embarque inventaban un pretexto para contratar un ciudadano norteamericano para que viajara a Méjico. A veces era un hombre, otras una mujer, pero siempre un solitario sin parientes cercanos. El candidato utilizaba un visado turístico y a los pocos días moría. El cuerpo era embarcado de regreso a su país, con el vientre lleno de heroína. Tenían una empresa fúnebre en este lado. A propósito, veo que el pelo le está creciendo rápidamente.

– Prosiga, prosiga.

– Sacamos dos cosas en limpio. El hombre de Boston, que es el que tenía el dinero, sigue gozando de buena reputación entre ellos. Coopera con nosotros porque está tratando de evitar cuarenta años de cárcel. Las autoridades mejicanas dejaron a un hombre en la calle en Cozumel. Mejor no tratar de averiguar qué era lo que estaba tratando de evitar.

– De modo que si nuestro hombre hace correr la voz por el ambiente de que está buscando a alguien de confianza que tenga una lancha para sacar la droga de Cozumel y meterla en Texas, no va a llamar la atención de nadie porque el viejo método fue interrumpido -dijo Kabakov. Y si Sapp llama a nuestro hombre, puede dar referencias de Méjico y Boston.

– Sí. Este Sapp va a verificarlo antes de salir a la luz. Van a ser necesarios varios intermediarios inclusive para hacerle llegar la noticia. Eso es lo que me preocupa. Si lo encontramos no tendremos prácticamente nada contra él. Podríamos arrestarlo inventando una conspiración para la que habría utilizado su lancha, pero eso tomaría mucho tiempo. No tenemos nada con qué amenazarlo.

Ya lo creo que sí, pensó Kabakov para sus adentros.


Corley pidió permiso a mediodía al Tribunal de Justicia de Newark para intervenir los dos teléfonos del bar y grill de Sweeney en Asbury Park. La petición fue rechazada a las cuatro de la tarde. Corley no tenía ninguna prueba de alguna irregularidad en el Sweeney's y según el magistrado actuaba bajo acusaciones anónimas de poca importancia. El magistrado dijo que lo sentía mucho.

Un furgón azul entró a las diez de la mañana del día siguiente al estacionamiento adyacente al restaurante Sweeney's. Una señora mayor estaba a cargo del volante. El aparcamiento estaba lleno y prosiguió la marcha buscando un sitio. Un hombre dormitaba en un coche estacionado junto al poste telefónico a treinta metros del fondo del Sweeney's Bar.

– Por el amor de Dios, se ha quedado dormido -dijo la señora mayor hablando aparentemente con su regazo.

El hombre dormido despertó cuando la radio comenzó a chillar sonoramente. Se retiró con su coche de donde estaba estacionado, con cara de culpable. El furgón dio marcha atrás y se situó en el espacio vacío. Unos pocos compradores empujaban sus carritos por las vías de acceso. El hombre que había dejado el lugar vacío se bajó del coche.

– Me parece que está en llanta, señora.

– ¿Ah, sí?

El hombre se dirigió a la parte de atrás del furgón, bien cerca del poste. Por el poste de madera bajaban dos delgados alambres marrones que iban de la línea telefónica al suelo y terminaban en una toma doble. El hombre enchufó la toma en un hueco del guardabarro del furgón.

– No, está baja nada más. Puede seguir adelante si quiere -manifestó antes de irse con su coche.

Kabakov estaba recostado en la parte de atrás del furgón con las manos bajo la cabeza. Tenía puestos unos auriculares y estaba fumando un cigarro.

– No es necesario que los tenga puestos todo el tiempo -dijo el joven prematuramente calvo que estaba manipulando el minúsculo conmutador-. Dije que no necesita tenerlos puestos todo el tiempo. Cuando suene o cuando hagan un llamada desde aquí, se encenderá la luz y oirá el timbre. ¿Quiere tomar un poco de café? Aquí tiene -Se inclinó sobre la división que separaba la parte de adelante del furgón de la de atrás-. ¿Quieres café, mamá?

– No -respondió una voz desde el asiento de adelante-. Y deja los bizcochos en la bolsa. Sabes que te dan gases.

La madre de Bernie Biner se había cambiado del asiento del conductor al del acompañante. Estaba tejiendo un suéter. En su calidad de madre de uno de los mejores expertos free-lance en teléfonos, le correspondía conducir el coche, aparentar un aire inocente y estar atenta a la policía.

– Me cobra once dólares con cuarenta la hora y me controla lo que como -le dijo Biner a Kabakov.

Sonó el timbre. Los ágiles dedos de Bernie pusieron en marcha el grabador. Kabakov y él se colocaron los auriculares. Ambos oyeron sonar el teléfono en el bar.

– Hola. Sweeney's.

– ¿Freddy? -Una voz de mujer-. Escucha querido, me va a ser imposible ir hoy.

– Déjate de bromas, France, qué es esto, ¿dos veces en dos semanas?

– Lo siento Freddy, pero no te imaginas los retortijones que tengo.

– ¿Todas las semanas te sucede lo mismo? Será mejor que vayas al médico. ¿Qué pasa con Arlene?

– Ya la llamé, pero no está en su casa.

– Bueno, mejor será que consigas otra, porque no puedo atender las mesas y el bar al mismo tiempo.

– Haré lo posible, Freddy.

Oyeron al barman colgar el receptor y una risa de mujer antes de que se interrumpiera la comunicación del otro extremo. Kabakov formó un anillo de humo y se dijo para sus adentros que debía ser paciente. El soplón de Corley había dejado un mensaje urgente para Sapp media hora antes, justo cuando abrió Sweeney's. El sujeto le había dado cincuenta dólares al barman para que acelerara el trámite. Era un recado simple en el que le informaba que había posibilidades de un buen negocio y pidiéndole a Sapp que llamara a un determinado número de Manhattan para discutir el asunto o pedir informes. El número sería dado exclusivamente a Sapp. Si éste llamaba, Corley trataría de engañarlo para combinar una cita. Kabakov no parecía satisfecho. Y por ese motivo había contratado a Biner, que recibía ya una paga semanal para comprobar que los micrófonos de la embajada israelí no estuvieran intervenidos. Kabakov se abstuvo de consultar a Corley sobre el asunto.

Una luz en el tablero de Biner indicó que alguien había decidido utilizar el segundo teléfono. Oyeron por los auriculares que marcaba diez números. Luego se oyó un teléfono que llamaba. Pero nadie respondía.

Bernie Biner hizo retroceder la cinta del grabado para oír lo marcado y la hizo funcionar nuevamente a velocidad muy lenta, contando los clicks. -Tres, cero, cinco. Esa es la característica de Florida. Ahora viene el número. Ocho-cuatro-cuatro-seis-cero-seis-nueve. Un segundo -Inspeccionó una gruesa carpeta de números-. Queda por los alrededores de Palm Beach.

Pasó media hora antes de que el tablero del furgón registrara otra llamada hecha desde el bar. Diez números otra vez.

– Glamareef Lounge.

– Sí, estoy buscando al señor Sapp. Dijo que podría dejarle un mensaje en ese número si fuera necesario.

– ¿Quién lo llama?

– Freddy Hodges de Sweeney"s. El señor Sopp sabe quien soy.

– Muy bien. ¿Qué es lo que quiere?

– Que me llame.

– No sé si podré encontrarlo. ¿Dijo usted Freddy Hodges?

– En efecto. El sabe el número. Dígale que es importante. Un negocio.

– Este, mire, creo que volverá alrededor de las cinco o seis. A veces da una vuelta por aquí. Se lo diré si lo veo.

– Dígale que es importante. Que llamó Freddy Hodges.

– Sí, sí, no se preocupe. Se lo diré. -Se oyó un click.

Bernie Biner llamó al servicio de informaciones de West Palm Beach donde le confirmaron que el número era en efecto del Glamareef Lounge.

La ceniza del cigarro de Kabakov medía tres centímetros de largo. Estaba entusiasmado. Había supuesto que Sapp utilizaría un intermediario para su llamada, alguien que no conociera su identidad, pero al que podría llamar bajo un nombre supuesto para transmitirle mensajes. Pero resultó ser en cambio un simple mensaje dejado en un bar. No sería necesario ya realizar una complicada maniobra para combinar una cita con Sapp. Podría encontrarlo en el bar.

– Bernie quiero que vigiles el teléfono hasta que Sapp llame a Sweeney. Cuando eso suceda, me avisas inmediatamente de tener la seguridad de que es él.

– ¿Dónde lo encontraré?

– En Florida. Te daré un número cuando llegue allí -Kabakov miró su reloj. Pensaba llegar al Glamareef a las cinco de la tarde. Le quedaban seis horas.


El Glamareef es un edificio grisáceo situado en West Palm Beach sobre una base arenosa. Como muchos otros bares del Sur, construidos después de popularizarse el aire acondicionado, no tiene ventanas. Originalmente era un bar llamado Shangala que tenía una mesa de billar y un fonógrafo mecánico y provisto de un ruidoso equipo de aire acondicionado y un bloque de hielo en el lavabo. En la actualidad su concurrencia era más sofisticada. Sus reservados tapizados en cuero y su oscuro bar atraían gente de dos mundos diferentes: los gigolós y los adinerados dueños de lujosos barcos con veleidades bohemias. El Glamareef, originalmente el Shangala, era un buen sitio para buscar mujeres jóvenes con problemas conyugales. Era el lugar indicado para que una mujer mayor y opulenta encontrara un candidato que nunca había hecho el amor entre sábanas de seda.

Kabakov estaba sentado en el extremo del bar bebiendo una cerveza. Alquiló un coche en el aeropuerto en compañía de Moshevsky y su apresurada inspección de los cuatro fondeaderos más próximos resultó algo descorazonante. Había una enorme flota de barcos en West Palm Beach, la mayoría lanchas de pesca. Tendrían que encontrar primero al hombre y luego el barco.

Había estado esperando casi una hora cuando entró al local un hombre fornido que frisaba los cuarenta años. Kabakov pidió otra cerveza y solicitó cambio. Estudió al recién llegado en el frente cubierto de espejos de la máquina expendedora de cigarrillos. Era de altura mediana, estaba muy bronceado y podía advertirse una fuerte musculatura debajo de su chaqueta. El barman le sirvió una copa y le entregó una nota.

El hombre fornido terminó su copa en unos pocos y largos tragos y se dirigió a la cabina telefónica situada en un rincón del bar. Kabakov jugueteaba con su servilleta. Podía ver moverse los labios del hombre dentro de la cabina.

El teléfono del bar sonó dos veces antes de que el barman contestara. Cubrió el auricular con la mano y preguntó:

– ¿Se encuentra aquí Shirley Tatum? -Miró a su alrededor y respondió-: Lo siento pero no -y colgó el auricular.

Era Moshevsky que llamaba al bar desde un teléfono público de la calle, transmitiendo la señal de Bernie Biner en Asbury Park. El hombre que estaba en la cabina telefónica estaba hablando con Sweeney's Bar en Asbury Park y Bernie escuchaba la conversación. Era Jerry Sapp.

Kabakov introdujo una moneda en el teléfono público de la calle media hora antes de que oscureciera. Marcó el número de Rachel.

– Hola. No me esperes a cenar. Rachel. Estoy en Florida.

– Encontraste la lancha.

– Sí. Encontré primero a Sapp y luego lo seguí hasta donde está fondeada. Pero no la he revisado todavía. Ni he hablado tampoco con él. Escucha atentamente, quiero que llames a Corley mañana. Dile que Sapp y la lancha están en el fondeadero Clear Springs en West Palm Beach. ¿Entendiste? La lancha está pintada ahora de verde. Su matrícula es FL 4040 AL. No lo llames antes de las diez de la mañana.

– Piensas subir a bordo esta noche y si mañana estás vivo me llamarás para decirme que has cambiado de idea respecto de Corley, ¿no es así?

– Correcto. -Hubo un largo silencio. Kabakov tenía que interrumpirlo-: Es un fondeadero privado y muy exclusivo. Lucky Luciano guardaba aquí una lancha años atrás. Como así también otros famosos delincuentes. Eso me lo contó el hombre que vende carnada. Tuve que comprarle un balde de camarones para poder averiguarlo.

– ¿Por qué no lo revisas con Corley y una autorización judicial?

– No admiten judíos.

– Moshevsky te acompañará, ¿verdad?

– Por supuesto. Estará junto a mí.

– ¿David?

– Sí.

– Te quiero, hasta cierto punto.

– Gracias, Rachel. -Colgó el auricular.

No le dijo que el fondeadero quedaba completamente aislado, que el lado que daba a tierra estaba rodeado por un cerco contra huracanes de tres metros de alto, iluminado de punta a punta. Ni que dos hombres grandotes armados con revólveres custodiaban la entrada y patrullaban los muelles.

Kabakov anduvo medio kilómetro por ese camino sinuoso en medio de matorrales, haciendo saltar la barca que había alquilado y que arrastraba detrás de su coche en un pequeño acoplado. Estacionó el coche en un matorral espeso y trepó una pequeña loma donde lo esperaba Moshevsky con dos pares de prismáticos.

Está todavía a bordo -dijo Moshevsky-. Esta maldita arena está llena de pulgas.

Kabakov inspeccionó con los prismáticos los tres largos muelles que se adentraban en el Lake Worth. Un guarda caminaba lentamente en el espigón más apartado con el sombrero echado hacia atrás de la cabeza. El fondeadero tenía un aspecto siniestro y poco correcto. Kabakov podía imaginarse lo que ocurriría si alguien presentaba en el portón de entrada una orden del juez para revisar el lugar. Sonaría arrojada por la borda. Debía existir una pista en la lancha de Sapp. O algo en su cabeza que pudiera guiarlo hasta los árabes.

– Va a salir -dijo Moshevsky.

Kabakov apuntó sus prismáticos a la gran lancha verde amarrada por la popa al muelle del medio, paralela a las otras. Sapp salió por la puerta de proa y la cerró con llave. Estaba vestido con traje de etiqueta. Caminó hacia la popa, saltó a una barca, se separó considerablemente de su barco hasta un espacio vacío y subió entonces al muelle.

– ¿Por qué no habrá caminado por la lancha y saltado directamente al muelle? -musitó Moshevsky bajando los prismáticos y restregándose los ojos.

– Porque la lancha tiene una alarma -respondió Kabakov hastiado-. Busquemos nuestro bote.

Kabakov nadó lentamente bajo el muelle oscuro, tanteando hacia adelante para no chocar contra los pilotes. Telarañas que colgaban de los tablones de madera se enganchaban en su cara y a juzgar por el olor, debía haber un pescado muerto por las cercanías. Se detuvo abrazándose a un pilote que no podía ver, sujetándose con los pies al poste cubierto de algas debajo de la superficie del agua. Una débil luz se filtraba por los bordes del largo muelle, y podía advertir las siluetas de las lanchas amarradas desde la proa contra el malecón.

Había contado siete barcos del lado derecho. Le faltaba pasar seis. La parte inferior del muelle, a menos de medio metro de su cabeza, estaba erizada de clavos que sujetaban los tablones. Su cuero cabelludo sufriría bastante si llegaba a sorprenderlo la marea alta. Una araña corrió por su cuello y se sumergió para ahogarla. El agua tenía gusto al combustible utilizado por las lanchas.

Kabakov oyó una risa de mujer y ruido a hielo. Corrió la bolsa con su equipo más hacia su espalda y siguió nadando. Debía ser éste. Dio la vuelta alrededor de un cable oxidado y se detuvo justo en el borde del muelle, junto a la popa del barco que se alzaba en la oscuridad.

El aire no era tan viciado allí y respiró profundamente mientras miró la hora en el dial luminoso de su reloj. Habían pasado quince minutos desde que Moshevsky guió la barca hasta el extremo más alejado de la caleta y él se dejó caer al agua. Esperaba que Sapp se demorara un rato comiendo el postre.

Estaba seguro de que tenía un dispositivo de alarma. Quizás un felpudo sensible al peso en la escotilla abierta en la popa o quizás algo más sofisticado. Kabakov nadó junto a la popa hasta encontrar el cable que venía de tierra llevando ciento diez voltios a la lancha. Desconectó la unión del cable en la popa. Si la alarma funcionaba con corriente de tierra, había quedado inutilizada. Oyó pasos y se escondió nuevamente debajo del muelle. Las pisadas pasaron de largo por encima de su cabeza, sobre la que cayó un poco de arena.

Decidió que de haber colocado él un sistema de alarma, sería independiente de la corriente suministrada desde tierra. No entraría por la popa. Entraría por el mismo lugar por donde había salido Sapp.

Nadó a lo largo del casco hasta llegar a la proa sobresaliente. Dos cables flojos, por si cambiaba la marea, partían desde la proa hasta dos postes a ambos lados del muelle. Kabakov se izó por uno de ellos hasta asirse a uno de los candeleros que sujetaban la baranda de proa. Podía ver lo que ocurría en la cabina de la lancha amarrada al lado. Un hombre y una mujer estaban sentados en un diván. Distinguía la parte de atrás de sus cabezas. Estaban besuqueándose. La cabeza de la mujer desapareció. Kabakov subió a la cubierta de proa y se recostó contra el parabrisas, la cabina lo hacía invisible desde el muelle. El parabrisas estaba cerrado. Aquí estaba la escotilla.

Con la ayuda de un destornillador sacó la gruesa ventanilla de plástico situada en el medio. El agujero era lo suficientemente grande como para poder pasar el brazo. Metió la mano adentro, hizo girar el pasador y tanteó los bordes de la escotilla hasta encontrar el contacto para el dispositivo de alarma para ladrones. Imaginaba la situación de los cables mientras sus manos tanteaban el techo acolchado. El interruptor situado en el reborde que impedía la entrada del agua, estaba corrido y sujeto por un imán. «Saca el imán y coloca nuevamente en su lugar el interruptor. ¡No lo dejes caer! Abre suavemente la escotilla. Que no suene, que no suene, que no… suene».

Se dejó caer en la oscura cabina de proa y cerró la escotilla colocando nuevamente el imán y la ventanilla.

Kabakov se sentía contento. Había desaparecido en parte la depresión que tuvo desde el desastre ocurrido en la casa de Muzi. Encontró con la linterna la caja de la alarma y desconectó las pilas. Sapp había realizado un cuidadoso trabajo. Un cronómetro le permitía salir sin hacer funcionar la alarma, un interruptor imantado colocado contra el barco le permitía volver a entrar.

Kabakov podía moverse ahora con tranquilidad. Revisó rápidamente la cabina de proa y no descubrió nada anormal, salvo una onza de cocaína y una cucharita especial para poder aspirarla.

Apagó la linterna y abrió la escotilla que conducía a la cabina principal. Las luces de los muelles que entraban por los ojos de buey la iluminaban débilmente. De repente Kabakov sacó su Parabellum, le quitó el seguro y apoyó los dedos sobre el gatillo listo para disparar.

Algo se movía en la cabina. Lo vio otra vez, un movimiento pequeño y repetido, y otra vez al proyectar una sombra oscura contra el ojo de buey. Kabakov se apoyó contra la escalerilla para ver bien la silueta contra la luz. Sus labios dibujaron una sonrisa. Era una pequeña sorpresa instalada por Sapp para el intruso que entrara a la cabina desde el muelle. Un nuevo y caro modelo de antena electrónica. Barría constantemente la cabina de mando, lista para hacer sonar la alarma. Kabakov se acercó por detrás del dispositivo y desconectó el interruptor.

Registró la lancha durante una hora. Encontró un rifle automático belga FN y un revólver en un compartimiento disimulado junto al timón. Pero no había nada que probara que Sapp o su barco habían estado complicados en el traslado del explosivo plástico.

En el cajón de cartas marinas encontró lo que buscaba. Pero un golpe contra la proa lo interrumpió en su trabajo. La barca. Sapp regresaba. Kabakov se metió en la cabina de proa y se deslizó en la punta más estrecha y saliente.

Se abrió la escotilla situada sobre su cabeza. Aparecieron primero unos pies seguidos por un par de piernas. Sapp tenía todavía la cabeza fuera de la escotilla cuando Kabakov le aplicó una patada en el diafragma.

Recobró el conocimiento y se encontró acostado en una de las camas, atado de pies y manos y con una media dentro de la boca. Una luz amarillenta y un fuerte olor a kerosene provenían de una lámpara colgada del techo. Kabakov estaba sentado en la otra cama fumando un cigarro y limpiándose las uñas con el punzón para hielo.

– Buenas noches, señor Sapp. ¿Se le pasó el mareo o quiere que le eche un poco de agua? ¿Está bien? El doce de noviembre cargó una gran cantidad de plástico explosivo de un carguero en las proximidades de la costa de Nueva Jersey. Quiero saber quién estaba con usted y dónde está ahora el plástico. No tengo ningún otro interés en su persona. No le pasará nada si me lo dice. De lo contrario lo dejaré peor que muerto. Quedará ciego, mudo y mutilado. ¿Tendré que lastimarlo ahora para demostrarle que hablo en serio? No lo creo. Le quitaré la media de la boca. Si grita le daré un motivo para que grite de veras. ¿Me comprende?

Sapp asintió. Escupió una hilacha y preguntó:

– ¿Quién demonios es usted?

– Eso no le importa. Hábleme del plástico.

– No sé nada. No tiene nada con qué acusarme.

– No piense en términos legales, señor Sapp. La ley no lo protege de mí. Las personas para las que trabajo no están relacionadas con el hampa, de modo que no necesita protegerlas.

Sapp no dijo nada.

– El FBI lo está buscando por contrabando. Muy pronto agregarán asesinato en masa a la acusación. Era una cantidad muy grande de plástico, Sapp. Muchas personas morirán a menos que me diga dónde está. Míreme cuando le hablo.

– Déjese de joder.

Kabakov se levantó y metió nuevamente la media dentro de la boca de Sapp. Lo agarró del pelo y apoyó la cabeza contra la mampara de madera. La punta del punzón de hielo estaba apoyada ligeramente en el ángulo del ojo de Sapp. Un rugido salió del pecho de Kabakov al retirar el punzón y golpear a Sapp en el oído contra la mampara. El color había desaparecido de la cara de Sapp y un olor feo se desparramó por la cabina.

– Es necesario que me mire cuando le hablo -dijo Kabakov-. ¿Está dispuesto a cooperar? Pestañee si es afirmativo. De lo contrario morirá.

Sapp pestañeó y Kabakov le quitó la media de la boca.

– Yo no fui. No sabía que se trataba de plástico.

Kabakov pensó que posiblemente decía la verdad. Sapp era más bajo que el hombre descrito por el primer oficial del Leticia.

– Pero su lancha fue.

– Sí. No sé quién la llevó. ¡No! De veras no lo sé. Mire, mi negocio consiste en no saber. No quería saberlo tampoco.

– ¿Cómo establecieron contacto con usted?

– Me llamó un hombre la última semana de octubre. Quería que la lancha estuviera preparada y lista para zarpar durante la semana del 8 de noviembre. No dijo quién era y no se lo pregunté -Sapp hizo una mueca de dolor-. Hizo unas cuantas averiguaciones sobre la lancha, pero no demasiadas. Algunas preguntas sobre los motores y si estaba equipada con modernos equipos electrónicos.

– ¿Modernos equipos electrónicos?

– Sí, le dije que el loran estaba afuera… por el amor de Dios, sáqueme esta cosa del oído.

– Muy bien. Pero se lo meteré en el otro si lo sorprendo mintiendo. ¿Este hombre conocía ya la lancha?

– ¡Ouch! -Sapp movió la cabeza hacia uno y otro lado rotando los ojos como si pudiera ver su oído-. Supongo que la conocía, daba la impresión por lo menos. Debía pagar mil dólares como seña para alquilarla. Recibí esa suma por correo en el bar de Sweeney's dos días después.

– ¿Guardó el sobre?

– No, era un sobre común con matasellos de la ciudad de Nueva York.

– Lo llamó nuevamente.

– En efecto, alrededor del 10 de noviembre. Quería utilizar el barco el día 12, un martes. Esa noche depositaron el dinero en el Sweeney's.

– ¿Cuánto?

– Dos mil por la lancha, sesenta y cinco mil como depósito. En efectivo.

– ¿Cómo se lo entregaron?

– Un taxi lo trajo dentro de una canasta de picnic. Encima de todo había comida. Pocos minutos después sonó nuevamente el teléfono. Era el tipo. Le dije donde estaba amarrada la lancha.

– ¿No lo vio cuando la sacaba ni cuando volvía?

– No. -Sapp describió el amarradero de Toms River.

Kabakov tenía la fotografía de Fasil y el identikit de la mujer metidos en un guante dentro de su bolsa. Las sacó y se las mostró a Sapp, pero éste se limitó a menear negativamente su cabeza.

– Si sigue pensando que salí con el barco, permítame decirle que tengo una coartada para ese día. Un dentista de Asbury Park me arregló los dientes. Tengo su recibo.

– Así lo supongo -replicó Kabakov-. ¿Hace cuánto tiempo que tiene esa lancha?

– Bastante. Ocho años.

– ¿Tuvo otros dueños?

– Yo la hice construir.

– ¿Cómo se las arregló para devolver el depósito?

– Lo dejé en la misma canasta dentro del maletero de mi coche estacionado junto a un supermercado y dejé la llave del maletero debajo de la alfombra. Alguien lo sacó.

La carta de la costa de Nueva Jersey que había encontrado Kabakov en el cajón de mapas de Sapp, tenía señalado el derrotero de la cita con una cuidadosa línea negra, indicando la hora de salida y el horario de cada punto con otra marca. Estos estaban marcados a lápiz con los rumbos indicados por dos radiogoniómetros. Con una tercera variante por punto.

Kabakov cogió la carta marítima por los bordes y la colocó bajo la lámpara, donde le resultaría visible a Sapp.

– ¿Hizo usted las marcas de esta carta?

– No. No sabía que estaba en la lancha pues de lo contrario la habría destruido.

Kabakov sacó otra carta del cajón, una de Florida.

– ¿Señaló usted el rumbo de ésta?

– Sí.

Comparó ambos mapas. La caligrafía de Sapp era diferente. Había utilizado solamente dos rumbos por cada punto indicado o por el radiogoniómetro. Las horas de Sapp estaban escritas con el huso horario del Este. La hora de la cita con el Leticia señalada en la carta de Nueva Jersey era dos uno uno cinco. Esto intrigaba a Kabakov. Sabía que la lancha de los guardacostas había avistado a la lancha junto al carguero a las 17, hora del Este. La lancha debería haberse demorado unos minutos en cargar el plástico de modo que la cita debió haberse realizado a las 16,15 ó 16,30. Sin embargo en el mapa figuraba marcada cinco horas después. ¿Por qué? La hora de partida de Toms River y el horario de la travesía estaban también marcadas cinco horas después de lo que debían haber sido. No tenía sentido. Pero de repente comprendió por qué. El hombre que buscaba Kabakov no había utilizado la hora del Este sino la hora de Greenwich, la hora Zulu, el huso horario utilizado por los pilotos.

– ¿Qué pilotos conoce? -le preguntó Kabakov-. Pilotos profesionales.

– Creo que no conozco ningún piloto profesional -respondió Sapp.

– Piense bien.

– Quizás un tipo de Jamaica que vuela para una línea comercial. Pero ha estado encerrado allí desde que los agentes federales registraron el compartimiento de equipajes. Es el único piloto profesional que conozco. Estoy seguro.

– No conoce ningún piloto, no sabe quién alquiló la lancha. Sabe muy pocas cosas, señor Sapp.

– Qué quiere que le haga. No conozco otros pilotos. Mire, puede hacer lo que quiera conmigo, como posiblemente lo hará pero seguiré sin saberlo.

Kabakov consideró durante un momento la posibilidad de torturar a Sapp. La idea le resultaba repugnante pero estaba dispuesto a hacerlo si los resultados valían la pena. Pero no. Sapp no era una primera figura en el complot. Amenazado con persecución, temeroso de ser cómplice de una terrible catástrofe relacionada con los explosivos, hubiera cooperado sin lugar a dudas. Trataría de recordar cualquier detalle ínfimo que ayudaría a identificar al hombre que alquiló su lancha. Mejor sería no lastimarlo mucho por el momento.

El próximo paso consistiría en un exhaustivo interrogatorio de Sapp sobre sus actividades y asociados y un minucioso análisis de la carta en el laboratorio. El FBI estaba mejor equipado para realizar ambas cosas. Kabakov había venido de muy lejos para muy poca cosa.

Llamó a Corley desde un teléfono público del muelle.


Sapp no había mentido a sabiendas, pero estaba equivocado al afirmar que no conocía a ningún piloto profesional. Era un comprensible fallo de su memoria, ya que habían transcurrido muchos años desde que vio por última vez a Michael Lander o que había recordado el aterrador e irritante día en que se conocieron.

Sapp estaba realizando su periódica migración al Norte, cuando una madera abolló las dos hélices de su lancha en las afueras de Manasquan, Nueva Jersey, obligándolo a detenerse. Sapp era fuerte y hábil, pero no podía cambiar una hélice abollada en medio del océano y con mar gruesa. El barco navegaba a la deriva acercándose lentamente a la costa, arrastrando el ancla, impulsado por un empecinado viento que lo empujaba hacia tierra. No podía solicitar la ayuda de los guardacostas porque olfatearían el mismo olor que le hacía sentir náuseas al bajar para buscar el ancla de mar, el olor a cueros de cocodrilo comprados en el mercado negro a un cazador furtivo de Florida en cinco mil quinientos dólares, para ser revendidos en Nueva York. Cuando Sapp subió a la cubierta vio que se acercaba otra lancha.

Michael Lander navegaba con su familia en un pequeño y cuidado crucero, le tiró un cabo a Sapp y lo remolcó hasta una bahía protegida de la marejada. Sapp no quería quedarse allí con un barco averiado cargado con material de contrabando y le pidió a Lander que lo ayudara. Se pusieron máscaras para bucear y patas de rana y trabajaron debajo del barco. Sus esfuerzos combinados fueron suficientes para desatascar una de las hélices y arreglar la otra. Sapp estaba en condiciones de emprender el regreso.

– Disculpe el olor -le dijo algo incómodo cuando se sentaron a descansar en la popa. Era evidente que Lander había visto los cueros ya que había bajado durante la reparación de la lancha.

– No es asunto mío -respondió Lander.

El incidente fue el comienzo de una amistad que terminó cuando Lander regresó por segunda vez a Vietnam. La relación de Sapp con Margaret continuó, empero, durante varios meses más. En las raras oportunidades en que pensaba en los Lander, Sapp recordaba más vividamente a la mujer que al piloto.

Загрузка...