El mayor Kabakov tenía los ojos colorados y estaba algo irascible. Los empleados de la oficina neoyorquina del Servicio de Naturalización e Inmigración habían aprendido a caminar a su alrededor sin hacer ruido, mientras se pasaba sentado día tras día estudiando fotografías de los árabes que residían en el país.
Los grandes libros apilados junto a él sobre la gran mesa contenían en total ciento treinta y siete mil fotografías y descripciones. Estaba decidido a revisarlas una por una. Tenía el convencimiento de que si esa mujer iba a cumplir con una misión en los Estados Unidos, lo primero que debía haber hecho era tratar de disimular bajo falsas apariencias sus verdaderos propósitos. El archivo de «árabes sospechosos» que mantenía en secreto el departamento de Inmigración contenía muy pocas mujeres, y ninguna de ellas se parecía a la que estaba en la habitación de Hafez Najeer. Dichas dependencias calculaban que en la zona Este del país había por lo menos ochenta y cinco mil árabes que habían entrado ¡legalmente con el correr de los años y que no figuraban en ningún archivo. La mayoría trabajaba pacíficamente en tareas poco importantes, sin molestar a nadie y rara vez tenían contactos con las autoridades. Lo irritaba la posibilidad que esta mujer fuera uno de ellos.
Dio la vuelta a otra página con gran desánimo. Otra mujer. Katherine Ghalib. Trabajaba con niños retardados en Phoenix. Tenía cincuenta años y no los disimulaba.
Se le aproximó un empleado.
– Lo llaman por el teléfono de la oficina, mayor.
– Bien. No mueva esos malditos libros porque de lo contrario perderé la página.
Era Sam Corley desde Washington.
– ¿Qué tal anda eso?
– Hasta ahora absolutamente nada. Todavía me falta revisar a ochenta mil árabes.
– Recibí un informe de los guardacostas. Quizás no sea importante, pero uno de sus barcos vio ayer por la tarde una poderosa lancha junto a un carguero con bandera de Libia en las afueras de la costa de Nueva Jersey. La lancha se les escapó cuando se aproximaron a investigar.
– ¿Ayer?
– Sí, estuvieron muy ocupados con un incendio en un barco y los sorprendieron cuando volvían. El carguero procedía de Beirut.
– ¿Dónde está ahora ese barco?
– Detenido en Brooklyn. El capitán está ausente. No tengo todavía los detalles.
– ¿Qué pasó con la lancha?
– Se les escapó en la oscuridad.
Kabakov lanzó un juramento.
– ¿Por qué tardaron tanto en avisarnos?
– No tengo la menor idea, llamaré a la aduana de allí. Ellos se encargarán de explicarle todo el asunto.
Mustapha Fawzi, primer oficial del Leticia, que ocupaba actualmente el lugar del capitán, conversó durante una hora con los oficiales de la aduana en su pequeña cabina, agitando sus brazos en ese ambiente saturado por el humo acre de sus cigarrillos turcos.
Les dijo que en efecto, la lancha se había acercado al barco. Estaban escasos de combustible y solicitaban ayuda. De acuerdo a las leyes del mar, le fue imposible negársela. Su descripción de la lancha y sus ocupantes fue algo vaga. Hizo hincapié en que todo había ocurrido en aguas internacionales. No, no estaba dispuesto a permitir una inspección de su barco. De acuerdo a las leyes internacionales el carguero era territorio de Libia y él era el responsable a consecuencia de haberse caído por la borda el capitán Larmoso.
La aduana no tenía interés en suscitar un incidente con el gobierno libio, especialmente en ese momento en que la situación en el Oriente Medio era algo tensa. Lo que habían visto los guardacostas no era excusa suficiente para obtener una orden judicial para revisar el barco. Fawzi prometió entregarles una declaración sobre el accidente de Larmoso y los oficiales de la aduana bajaron a tierra para consultar con los departamentos de Justicia y Estado.
Fawzi bebió una botella de cerveza del desaparecido capitán y se quedó profundamente dormido por primera vez en varios días.
Una voz parecía llamarlo desde lejos. Repetía su nombre en tono grave y algo le lastimaba los ojos. Fawzi se despertó y levantó la mano para protegerse la vista de la fuerte luz.
– Buenas noches, Mustapha Fawzi -dijo Kabakov-. Mantenga sus manos sobre la sábana, por favor.
La alta silueta del sargento Moshevsky que se alzaba detrás de Kabakov encendió las luces. Fawzi se sentó de un brinco e invocó la protección divina.
– Quédate quieto -dijo Moshevsky acercando su navaja a la oreja de Fawzi.
Kabakov cogió una silla y la acercó junto a la cama. Encendió un cigarrillo, y dijo:
– Me gustaría poder conversar un poco con tranquilidad. ¿Será posible?
Fawzi asintió y Kabakov le hizo señas a Moshevsky de que se apartara.
– Y ahora le explicaré, Mustapha Fawzi, cómo podrá ayudarme sin correr usted ningún riesgo. Pues le advierto que no titubearé en matarlo si no coopera, pero no tengo motivos para hacerlo si decide ayudarme. Es sumamente importante que entienda muy bien eso.
Moshevsky se movió impacientemente y colocó su frase:
– Déjame primero que le corte…
– No, no -respondió Kabakov alzando la mano-. Pues verá usted, Fawzi, que con hombres menos inteligentes que usted a menudo es necesario dejar sentado en primer lugar, que va a sufrir un terrible dolor y será mutilado si no me convence, y en segundo lugar, que recibirá una maravillosa recompensa si decide cooperar. Ambos sabemos en qué consiste normalmente la recompensa -Kabakov hizo caer la ceniza de su cigarrillo con la punta de su dedo meñique-. Por lo general dejaría que mi amigo le rompiera los brazos antes de iniciar nuestra charla. Pero verá usted, Fawzi, no tiene nada que perder si me cuenta qué fue lo que ocurrió aquí. Su negativa a cooperar con los de la aduana ha sido ya registrada. Pero su cooperación conmigo permanecerá en secreto. -Le arrojó sobre la cama su tarjeta de identificación israelí-. ¿Va a ayudarme?
Fawzi miró la tarjeta y tragó. No dijo nada.
Kabakov se levantó y suspiró.
– Voy a salir a respirar un poco de aire fresco, sargento. Quizás a Mustapha Fawzi le gustaría algún aperitivo. Llámeme cuando haya terminado de comer sus testículos -dijo dirigiéndose a la puerta de la cabina.
– Tengo parientes en Beirut. -A Fawzi le resultaba difícil controlar su voz. Kabakov podía percibir los latidos de su corazón en su cuerpo delgado y medio desnudo.
– Por supuesto -repuso Kabakov-. Y estoy seguro de que deben haber sido amenazados. Dígales todas las mentiras que quiera a los empleados de la aduana. Pero no me mienta a mí, Fawzi. No existe lugar alguno en el que pueda estar a salvo de mí. Ni aquí, ni en su país, ni en ningún puerto del mundo. Siento respeto por sus parientes. Comprendo su situación y no lo descubriré.
– El libanés mató a Larmoso en las Azores -comenzó a explicar Fawzi.
Moshevsky no disfrutaba con la tortura. Sabía que a Kabakov tampoco le gustaba. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no sonreír cuando empezó a registrar la cabina. Cada vez que Fawzi hacía una pausa en su relato, Moshevsky interrumpía su trabajo, lo miraba frunciendo el ceño y aparentaba cierta desilusión al no poder hacer uso de su cuchillo.
– Describe al libanés.
– Delgado, altura mediana. Tenía una cicatriz en la cara que conservaba aún la costra.
– ¿Qué había dentro de las bolsas?
– Alá es testigo de que no tengo la menor idea. El libanés las llenó con el contenido de los cajones guardados en la bodega de proa. No dejó que nadie se aproximara.
– ¿Cuántas personas había en la lancha?
– Dos.
– Descríbelas.
– Uno alto y delgado y el otro más bajo. Llevaban puestas máscaras. Estaba asustado y no quise mirar.
– ¿En qué idioma hablaban?
– El más grande hablaba en inglés con el libanés.
– ¿Y el más bajo?
– No decía nada.
– ¿Podría haber sido una mujer?
El árabe se sonrojó. No quería reconocer que había sido intimidado por una mujer. Era inconcebible.
– El libanés apuntándote con una pistola, tus parientes amenazados, estos pensamientos fueron los que te hicieron cooperar, Fawzi -dijo Kabakov suavemente.
– El más bajo podía haber sido quizás una mujer -dijo Fawzi finalmente.
– ¿Viste sus manos cuando agarraba las bolsas?
– Usaba guantes. Pero había una protuberancia en la parte de atrás de la máscara que podía haber sido quizás su pelo. Y luego su trasero…
– ¿Qué pasa con su trasero?
– Era redondeado, comprende. Más ancho que el de un hombre. ¿Sería quizás un muchacho bien formado?
Moshevsky que estaba inspeccionando la nevera, sacó una botella de cerveza. Había algo detrás de la botella. Lo sacó y se lo entregó a Kabakov.
– ¿Los principios religiosos del capitán Larmoso lo obligaban a mantener objetos de su culto guardados en la nevera? -preguntó Kabakov acercando la estatuilla de la Virgen raspada por el cuchillo a la cara de Fawzi.
Fawzi la miró con genuina incomprensión mezclada con cierto disgusto musulmán hacia las imágenes religiosas. Kabakov, concentrado en sus pensamientos, olió la estatua y clavó en ella su uña. Plástico. Dedujo que Larmoso sabía de qué se trataba pero que no conocía muy bien sus propiedades. El capitán pensó que estaría mucho más segura si la conservaba en el frío, igual que el resto de los explosivos guardados en la bodega. Kabakov pensó que podía haberse ahorrado ese trabajo. Dio vuelta a la estatuilla en sus manos. Si se habían tomado el trabajo de disimular en esa forma el plástico, quería decir que en un primer momento habían pensado hacerla pasar por la aduana.
– Quiero ver los libros del barco -acotó Kabakov.
Fawzi encontró el manifiesto y el conocimiento de embarque después de una breve pausa. Agua mineral, cueros sin restricciones, porcelana… eso era. Tres cajones de estatuillas religiosas. Hechas en Taiwan. Despachadas a nombre de Benjamín Muzi.
Muzi observaba desde sus oficinas en Brooklyn Heights cómo el Leticia entraba al puerto de Nueva York escoltado por la lancha de los guardacostas. Lanzó toda clase de juramentos en varios idiomas. ¿Qué demonios habría hecho Larmoso? Muzi se dirigió a una cabina telefónica a toda velocidad, es decir un kilómetro y medio por hora. Se movía con la dignidad de un elefante, poseía la misma sorprendente gracia en sus extremidades que esos paquidermos y le gustaban las cosas ordenadas. Este asunto era de lo más desorganizado.
Su tamaño le impidió introducirse en la cabina, pero consiguió alcanzar el dial con su brazo. Llamó al servicio de Búsqueda y salvamento de los guardacostas dándose a conocer como un reportero del diario La Prensa. El solícito empleado del servicio de guardacostas le brindó los detalles que podían transmitirse por radio referentes al Leticia y su capitán desaparecido y la persecución de la lancha pesquera.
Muzi se dirigió en su coche por la autopista Brooklyn-Queens desde la cual pueden verse los muelles de Brooklyn. En el muelle al que estaba amarrando el Leticia advirtió la policía de aduanas y la de puertos. Sintió cierto alivio al constatar que ni el carguero ni la lancha guardacostas ostentaban el gallardete que indicaba que llevaban carga peligrosa a bordo. Lo que quería decir que o bien las autoridades no habían descubierto todavía los explosivos, o que la lancha había sacado el plástico del carguero. En este último caso, que era lo más posible, le quedaba un poco de tiempo en lo concerniente a la ley.
Las autoridades tardarían varios días en inventariar el cargamento de Leticia y descubrir lo que faltaba. Posiblemente no lo buscaba todavía la policía. Pero sentía que no tardarían mucho en hacerlo.
Algo andaba muy mal. No sabía quién era el culpable, pero él sería acusado. Tenía doscientos cincuenta mil dólares en un banco de los Países Bajos y sus superiores no aceptarían ninguna clase de excusa. Si habían bajado el plástico en alta mar, es porque pensaban que estaba dispuesto a traicionarlos, mejor dicho que ya los había traicionado. ¿Qué demonios había hecho ese idiota de Larmoso? Fuera lo que fuera, Muzi sabía que jamás tendría oportunidad de explicar que era inocente. Septiembre Negro se encargaría de liquidarlo en la primera ocasión. Evidentemente tendría que jubilarse antes de lo previsto.
Sacó de la caja de seguridad que tenía en un banco de Manhattan un gran fajo de billetes y varias chequeras. Una de ellas llevaba el nombre de una de las más viejas y prestigiosas instituciones bancarias de Holanda. Registraba un saldo de doscientos cincuenta mil dólares, depositados en una sola vez, y que solamente él podía sacar.
Muzi suspiró. ¡Habría sido tan bonito juntarse con los segundos doscientos cincuenta mil cuando entregaran el plástico!… Estaba seguro de que los guerrilleros vigilarían ahora durante un tiempo el banco holandés. No importaba. Transferiría la cuenta y cobraría el dinero en algún otro lugar.
Lo que más le preocupaba no estaba en la caja de seguridad. Sus pasaportes. Durante años los había tenido guardados en el banco, pero inexcusablemente los había dejado en su casa después de su último viaje al Oriente Medio. Tendría que buscarlos. Volaría entonces de Newark a Chicago, Seattle y a Londres pasando sobre el polo. ¿En qué restaurante solía comer Farouk cuando estaba en Londres? Muzi, gran admirador de los gustos y el estilo de Farouk, decidió averiguarlo.
No tenía intenciones de volver a su oficina. Que se divirtieran interrogando al griego. Su ignorancia los dejaría boquiabiertos. Era muy posible que los guerrilleros estuvieran vigilando también su casa. Pero no lo harían durante mucho tiempo. Con los explosivos quemándoles las manos, tendrían cosas más importantes que hacer. Sería una tontería apresurarse a regresar allí. Mejor era dejar que pensaran que ya había huido.
Se registró en un motel del West Side, bajo el nombre de Chesterfield Pardue. Enfrió doce botellas de Perrier en el lavabo del baño. Sintió durante un instante un estremecimiento nervioso. Experimentó una urgente necesidad de sentarse en la bañera seca con la cortina de baño corrida, pero tuvo miedo de que su enorme trasero se quedara atascado en la bañera como le había sucedido una vez en Atlantic City. Se le pasó el frío después de recostarse un rato en la cama, con las manos apoyadas sobre su prominente estómago, mirando el techo con el ceño fruncido. Qué tonto fue en meterse con esos roñosos guerrilleros. Una colección de flacos idiotas a los que lo único que les interesaba era la política. Beirut había resultado algo funesto para él hace unos años cuando quebró el banco Intra en 1967. Eso le comió una buena parte de la suma que había juntado para poder jubilarse. De no haber ocurrido ese desastre haría tiempo ya que habría dejado de trabajar.
Estuvo a punto de recuperar lo perdido cuando los árabes se presentaron con esa oferta. La fantástica suma que cobraría por conseguir el plástico lo haría salir nuevamente a flote. Esa fue la razón por la que decidió correr el riesgo. Bueno, tendría que arreglárselas con la mitad del dinero prometido por los guerrilleros.
Jubilarse. Vivir en su deliciosa casa cerca de Nápoles sin escalones que subir. Hacía mucho que lo esperaba.
Comenzó a trabajar como camarero del carguero Ali Bey. A los dieciséis años su volumen le hacía ya difícil subir y bajar las escalerillas del barco. Cuando el Ali Bey llegó a Nueva York en 1938, Muzi echó una larga mirada a la ciudad y abandonó el barco sin más trámite. Dominaba cuatro idiomas y era hábil con los números, por eso le resultó fácil conseguir trabajo en la zona portuaria de Brooklyn como contador de un depósito propiedad de un turco llamado Jahal Bezir, un hombre de una astucia casi satánica, que se llenó de dinero trabajando en el mercado negro durante la segunda guerra mundial.
Bezir estaba muy impresionado por Muzi, porque nunca pudo sorprenderlo robando. En el año 1947, Muzi llevaba los libros de Bezir, y a medida que transcurría el tiempo, el viejo confiaba más y más en él.
La mente del anciano turco seguía despejada y activa, pero cada vez adoptaba más frecuentemente el idioma turco de su niñez, dictando inclusive su correspondencia en esa lengua y dejando que Muzi se ocupara de hacer la traducción. Bezir hacía la gran parodia de leer las traducciones, pero si las cartas eran varias, a menudo no sabía cuál era la que tenía en su mano. Esto intrigaba a Muzi. La vista del viejo era buena. Estaba lejos de ser senil. Hablaba inglés corrientemente. Después de realizar unas cuantas pruebas atinadas, Muzi llegó a la conclusión de que Bezir ya no podía leer. Una excursión a la biblioteca pública lo puso al tanto sobre varias características de la afasia. Era lo que tenía el anciano. Muzi pensó un buen rato sobre su descubrimiento. Luego comenzó a hacer pequeñas especulaciones con moneda extranjera, aprovechándose del crédito del turco, sin que éste lo supiera ni lo autorizara a hacerlo.
Las fluctuaciones monetarias de la posguerra fueron beneficiosas para Muzi. Con la única excepción de tres días terribles en que un grupo de especuladores de Muscat se presentaron a las puertas del negocio para reclamar los diez mil certificados retenidos por Muzi a veintisiete dólares por libra, mientras el turco roncaba pacíficamente en el piso de arriba. Eso le costó tres mil dólares de su propio bolsillo, pero en ese momento tenía con qué pagarlos.
Mientras tanto había hecho las delicias de Bezir al inventar un cable hueco para contrabandear haschich. Cuando el turco murió, aparecieron unos parientes lejanos que se hicieron cargo de su negocio y lo arruinaron. Muzi se quedó con sesenta y cinco mil dólares que había ganado con divisas y unas excelentes relaciones para entrar contrabando. Eso era todo lo que necesitaba para convertirse en un traficante de cualquier cosa que le produjera beneficios, con excepción de narcóticos. El astronómico beneficio potencial de la heroína lo tentó, pero resistió la tentación. No quería quedar marcado para el resto de su vida. No quería tener que dormir en una caja de seguridad todas las noches. No quería correr los riesgos ni le gustaban las personas que traficaban con heroína. Haschich era algo totalmente distinto.
En 1972 la sección Jihaz-al-Rasd de Al Fatah estaba muy metida con el contrabando de haschich. Muchas de las bolsitas de medio kilo que Muzi importaba del Líbano estaban decoradas con su marca de fábrica: un fedayin empuñando una metralleta. Fue a través de esas conexiones que Muzi entregó la carta del norteamericano y a través de ellos fue contactado para contrabandear el plástico.
Muzi había estado alejándose del tráfico de haschich durante los últimos meses, y liquidando sistemáticamente todos sus otros intereses en el Oriente Medio. Quería hacerlo gradualmente y no dejar clavado a nadie. No tenía interés en llenarse de enemigos que podrían interferir luego la paz de su alejamiento de esas actividades y la interminable sucesión de comidas al fresco en su terraza que daba a la bahía de Nápoles. Este asunto del Leticia había amenazado todo eso. Quizás los guerrilleros no confiaban ya en él al enterarse de que pensaba desvincularse del Oriente Medio. Posiblemente el mismo Larmoso se había enterado de sus intenciones, se había sentido incómodo y decidió aprovechar esa oportunidad para entrar en el negocio. Fuera lo que fuera lo que había hecho Larmoso, había conseguido molestar a los árabes.
Muzi sabía que podría arreglárselas muy bien en Italia. Tenía que correr un pequeño riesgo en Nueva York y luego quedaría libre de irse a su casa. Tirado sobre la cama del motel, esperando poder hacer algún movimiento mientras su estómago protestaba, Muzi imaginó estar comiendo en el Lutece.
Kabakov estaba sentado sobre una manguera enroscada, tiritando. Una corriente de aire frío entraba por el desván donde se guardaban las herramientas en la parte alta del depósito y las paredes estaban cubiertas de escarcha, pero además de ser un buen escondite, desde la barraca podía verse perfectamente bien la casa de Muzi situada en la vereda de enfrente. El hombre somnoliento que vigilaba por la ventana del costado del cobertizo, quitó el papel a una tableta de chocolate y comenzó a mordisquearla, haciendo ruiditos secos al quebrarse cada barrita. El y otros dos integrantes del equipo táctico invasor habían viajado desde Washington en un coche alquilado después de recibir la llamada de Kabakov.
El agotador viaje por carretera fue necesario porque el equipaje del grupo habría despertado mucho interés bajo el fluoroscopio del aeropuerto: metralletas, rifles, granadas. Otro miembro del equipo estaba apostado sobre el techo de otra casa en la misma manzana pero del otro lado de la calle. El tercero estaba con Moshevsky en la oficina de Muzi.
El somnoliento israelí le ofreció un pedazo de chocolate a Kabakov, pero éste meneó la cabeza y prosiguió observando la casa con los prismáticos espiando por la pequeña rendija en la puerta de la barraca. Kabakov se preguntó si habría hecho bien al no contarle a Corley y las otras autoridades norteamericanas lo que había averiguado sobre Muzi y la estatuilla de la Virgen. Resopló por la nariz. Por supuesto que había hecho bien. Lo más que le habrían permitido hacer los norteamericanos era conversar con Muzi en una antesala de la comisaría con un abogado presente. Así podría hablar con él en circunstancias más favorables si es que los árabes no lo habían matado ya.
Muzi vivía en una simpática calle con árboles a ambos lados en el barrio Cobble Hill de Brooklyn. El edificio, cuyo frente era de piedra, contenía cuatro apartamentos. El suyo era el más grande de la planta baja. La única entrada estaba en el frente y Kabakov estaba seguro de que por ahí iba a pasar Muzi cuando llegara. Era demasiado gordo para tratar de meterse por una ventana a juzgar por el tamaño de la ropa guardada en el armario.
Kabakov esperaba terminar con su asunto rápidamente si Muzi le daba una buena pista de dónde podían haber ido a parar los explosivos. Llamaría a Corley cuando hubiera terminado. Miró el reloj con sus ojos irritados: eran las siete y media de la mañana. Si Muzi no aparecía durante el día tendría que organizar guardias alternadas para que sus hombres pudieran dormir. Kabakov se repitió una y otra vez que iba a aparecer. Los pasaportes del importador, tres de ellos con distintos nombres, estaban en el bolsillo de la chaqueta de Kabakov. Los encontró durante un rápido registro del dormitorio de Muzi. Habría preferido esperarlo allí, pero sabía que donde Muzi corría más peligro era en la calle y prefería estar en un lugar donde poder defenderlo.
Inspeccionó una vez más las ventanas del otro lado de la calle. Una cortina se corrió en un apartamento. Kabakov se puso tenso. Una mujer se paró junto a la ventana. Cuando se alejó pudo ver detrás de ella un niño sentado a la mesa de la cocina.
Unos pocos madrugadores circulaban por las veredas, pálidos todavía de sueño y apurando el paso para llegar a la parada de autobús en Pacific Street, distante una manzana. Kabakov abrió los pasaportes y estudió por centésima vez la cara de Muzi. Se levantó para estirar las piernas que tenía acalambradas. El walkie-talkie chilló.
– Jerry Dimples, un hombre en la puerta principal con un manojo de llaves.
– Roger Dimples -respondió Kabakov en el micrófono. Con un poco de suerte debía ser el relevo del sereno que había pasado la noche roncando en la planta baja de la barraca. La radio funcionó nuevamente al ratito, y el israelita que estaba en el techo de la casa situada en el otro extremo de la manzana confirmó que el sereno estaba saliendo del edificio. Cruzó la calle dentro del campo visual de Kabakov y se dirigió hacia la parada del autobús.
Kabakov se dedicó nuevamente a vigilar las ventanas y cuando miró otra vez a la parada vio que un grupo de mujeres que hacían trabajos de limpieza bajaban del autobús. Mujeres maduras, provistas de bolsas para hacer compras, que comenzaron a menear sus traseros mientras avanzaban por la calle. Muchas de ellas tenían rasgos eslavos similares a los del propio Kabakov. Se parecían mucho a las vecinas que había tenido durante su niñez. Las siguió con los prismáticos.
El grupo se fue achicando a medida que desaparecían una tras otra en las casas donde trabajaban. Pasaban en ese momento frente a la de Muzi; una gorda en medio del grupo se volvió para acercarse a la entrada llevando un paraguas colgado del brazo y una bolsa en cada mano. Kabakov la enfocó con los binoculares. Tenía algo raro… los zapatos. Eran unos zapatos abotinados de cuero graneado español y una de las gruesas pantorrillas tenía un corte de navaja bien fresco.
– Dimples Jerry -dijo Kabakov por el micrófono de su walkie-talkie-. Creo que la mujer gorda es Muzi. Voy a entrar. Cubran la calle.
Kabakov dejó su rifle a un lado y cogió un hacha de un rincón del depósito.
– Cubran la calle -repitió al hombre que estaba junto a él. Bajó la escalera a toda velocidad importándole un comino que el sereno de día lo oyera. Una rápida mirada al exterior, una carrera hasta el otro lado, llevando el hacha adelante.
La entrada del edificio no tenía echada la llave. Se quedó parado del otro lado de la puerta de Muzi esforzándose por oír lo que hacía. Golpeó entonces con el hacha con todas sus fuerzas, dando de lleno en la cerradura.
La puerta se abrió violentamente, arrancando parte del marco y Kabakov entró al apartamento antes de que las astillas cayeran al piso, apuntando con una gran pistola al hombre gordo vestido de mujer.
Muzi se quedó parado en la puerta que daba al dormitorio con la manos llenas de papeles. Sus mandíbulas se estremecieron y sus ojos miraron a Kabakov con una expresión enferma y cansada.
– Juro que no…
– Dé media vuelta y apoye las manos contra la pared -Kabakov registró minuciosamente a Muzi, quitándole una pequeña pistola automática. Cerró entonces la puerta destrozada y apoyó una silla contra ella.
Muzi reaccionó a gran velocidad.
– ¿Le importa si me quito la peluca? Me pica, sabe.
– No. Siéntese -Kabakov habló por su radio-. Dimples Jerry. Busca a Moshevsky. Dile que traiga el camión. -Sacó los pasaportes del bolsillo-. ¿Tiene ganas de seguir viviendo, Muzi?
– Una pregunta retórica, sin duda alguna. ¿Puedo preguntarle quién es usted? No ha exhibido una orden de arresto ni me ha liquidado. Esas son las únicas credenciales que reconocería inmediatamente.
Kabakov le entregó a Muzi su tarjeta de identificación. La expresión del gordo no se alteró, pero su cerebro comenzó a funcionar aceleradamente pues le pareció advertir una posibilidad de sobrevivir. Muzi cruzó las manos sobre el delantal y esperó.
– Ya le han pagado ¿verdad?
Muzi titubeó. La pistola de Kabakov entró en funcionamiento, haciendo silbar el silenciador y una bala se incrustó en el respaldo de la silla junto al cuello de Muzi.
– Si no me ayuda, es hombre muerto. No lo dejarán vivo. Si se queda aquí terminará en la cárcel. Es obvio que yo constituyo su única esperanza de vida. Le haré esta propuesta una sola vez. Dígame todo lo que pasó y lo depositaré en un avión en el aeropuerto Kennedy. Mis hombres y yo somos los únicos que podremos meterlo vivo en un avión.
– Reconozco su nombre, mayor Kabakov. Sé a qué se dedica y creo poco probable que me deje con vida.
– ¿Cumple usted con su palabra en los negocios?
– Frecuentemente.
– Pues yo también. Ya tiene el dinero o por lo menos una buena parte. Dígame lo que sabe y vaya a disfrutarlo.
– ¿En Islandia?
– Ese es un problema estrictamente suyo.
– Muy bien -asintió Muzi pesadamente-. Se lo diré. Pero quiero partir esta misma noche.
– Si la información concuerda no habrá inconveniente.
– La verdad es que no sé dónde está actualmente el plástico. Fui contactado dos veces, una aquí y otra desde Beirut. -Muzi se secó la cara con el delantal, mientras una sensación de alivio se desparramaba por su cuerpo como los efectos del coñac-. ¿Le importa si saco una botella de agua mineral? Esta charla me está dando mucha sed.
– Sabe que la casa está rodeada.
– Le aseguro mayor que no tengo intenciones de escapar.
La cocina estaba separada del salón por una mesa. Kabakov podía observar permanentemente sus movimientos. Asintió.
– El primero fue el norteamericano -dijo Muzi junto a la nevera.
– ¿El norteamericano?
Muzi abrió la puerta de la nevera y vio el dispositivo durante un breve instante antes de que la explosión lo hiciera volar en pedazos por la pared de la cocina. El cuarto se estremeció, Kabakov fue lanzado por el aire, le salía sangre de la nariz y cayó al suelo, en medio de los restos de los muebles diseminados a su alrededor. Todo se volvió oscuro. Un silencio estridente y luego el chasquido de las llamas.
La primera alarma sonó a las ocho y cinco minutos. El empleado lo describió como «un edificio de ladrillos de cuatro pisos, totalmente envuelto en llamas en la 75 y 125, Autobomba 224. Escalera 118 y Servicio de Emergencia respondiendo».
Los teletipos de la policía tabletearon en las comisarías, imprimiendo el mensaje.
SLIP 12 0820 HRS 76 COMISARIA INFORMA EXPLOSION SOSPECHOSA E INCENDIO 382 CALLE VINCENT DOS MUERTOS TRANSPORTADOS KINGS COUNTY HOSPITAL OPR 24
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El rodillo de la máquina sonó dos veces, el carro volvió a su posición original y registró el siguiente mensaje: SLIP 13 0820 HRS CQN SLIP 12 UN MUERTO UN HERIDO AUTH LONG ISLAND COLLEGE HOSP OPR 24
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Reporteros del «Daily News», «New York Times» y AP esperaban en los corredores del hospital del Long Island College cuando salió del cuarto el jefe de bomberos, con la cara arrebatada y muy enojado. Junto a él estaban Sam Corley y un comisario. El jefe de bomberos carraspeó.
– Creo que fue una explosión de gas en la cocina -dijo apartando la vista de las cámaras-. Estamos investigándolo.
– ¿Identidad de las victimas?
– Solamente del muerto. -Echó una ojeada a la hoja de papel que tenía en la mano-. Benjamín Muzi. Luego les darán otros detalles. -Se abrió paso entre los reporteros y salió del edificio. La parte de atrás del cuello estaba muy colorada.